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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.129 Bogotá Dec. 2005

 

POINCARE O LA PROFUNDA NECESIDAD DE LA CONVENCION

 

POINCARÈ OR THE DEEP NEED OF CONVENTION

Carlos Alberto Cardona Suárez 1

Universidad Jorge Tadeo Lozano


Resumen: En el marco de la celebración de los cien años de la publicación del artículo que dio origen a la teoría especial de la relatividad, se presenta una semblanza de las discusiones suscitadas a raíz de las implicaciones filosóficas que se derivan de la posibilidad de aceptar marcos no euclidianos para nuestro espacio de representación. Se exhibe el argumento de Poincaré en defensa del principio de relatividad de la geometría y se discute la crítica formulada por Hans Reichenbach.

Palabras clave: geometría, convencionalismo, espacio, cuerpos rígidos.


Abstract: (Poincare or The Deep Need for Convention): In the frame of the celebration of the century of the publication that gave way to the special theory of relativity, a semblance of the discussions generated from the philosophical implications that derive from the possibility of accepting non-euclidian frames for our space of representation. Poncaré’s argument is exposed in defense of geometrys principle of relativity and the criticism formulated by Hans Reichenbach is discussed.

Keywords: geometry, conventionalism, space, rigid bodies.


En una conferencia pronunciada ante la Academia Prusiana de Ciencias en 1921, Einstein se refería así a la relación entre física y matemáticas: “En la medida en que las leyes de la matemática refieren a la realidad, no son seguras; en la medida en que ellas sean seguras, ya no refieren a la realidad” (Einstein 1983: 41). Einstein alude al contraste entre la absoluta seguridad de las proposiciones matemáticas y el carácter provisional de los principios de las ciencias empíricas. No obstante la anterior aclaración, la formulación del padre de la relatividad deja perplejo al espectador contemporáneo, al espectador que ha sido educado en el marco del éxito del programa galileano que condujo a la matematización de la física y que finalmente se consolidó con el fundamento epistemológico aportado por Kant. Si la declaración de Einstein cayese en manos de un ciudadano griego, educado a la sombra de las prevenciones de Platón y Aristóteles, éste no habría dudado en reconocerla como una verdad de Perogrullo. El carácter paradójico que nosotros le atribuimos a la declaración proviene del hecho de que ella encara de frente una de las mayores dificultades del filósofo que se ocupa de la naturaleza y uso de las proposiciones de la matemática, a saber, el problema asociado con la referencia de dichas proposiciones2 . La sentencia de Einstein conjuga muy bien con otra sorprendente situación advertida por el físico alemán: “La cuestión más incomprensible del mundo reside en el hecho de que éste resulte comprensible” (Einstein 1936: 349). El hecho de que logremos tornar inteligible al mundo se nos aparece como un milagro. Tornarlo inteligible significa, si procuramos mantenernos fieles a las prescripciones epistemológicas del premio Nóbel, imponer a las caóticas impresiones sensoriales algunas construcciones conceptuales que adoptamos con absoluta libertad, e imponerlas con el ánimo de inferir nuevas disposiciones en el mundo, susceptibles éstas de validación a través de nuevas impresiones sensoriales. Los conceptos primitivos provienen de impresiones sensoriales básicas que se repiten con insistencia. Dado que estos conceptos primitivos suelen encadenarse bajo la forma de leyes que relacionan cantidades, la sorpresa de Einstein acerca de la inteligibilidad del mundo puede replantearse, si recogemos la primera sentencia, en los siguientes términos: dado que las proposiciones de la matemática no pueden referirse al mundo, pues con ello perderían la absoluta seguridad que solemos atribuirles, ¿cómo es posible que podamos valernos exitosamente de ellas para imponerle al mundo una inteligibilidad que, de suyo, parece no corresponderle?
Tanto en las Notas Autobiográficas, como en otros escritos en los que Einstein alude a cuestiones epistemológicas, el autor ha formulado una defensa, más retórica que filosófica, de alguna forma de convencionalismo. Un sistema de conceptos, a juicio del físico alemán, es una estructura que comporta, de un lado, un conjunto de instrumentos -conceptos- libremente creados por el hombre, y de otro lado, las reglas sintácticas de articulación, también libremente creadas por el hombre. Dicha estructura se valida o invalida en función del éxito para predecir o anticipar un arroyo nuevo de impresiones sensoriales. Veamos en extenso la distancia de Einstein con respecto a la formulación kantiana del problema:

Hume vio claramente que ciertos conceptos, como por ejemplo el de causalidad, no pueden ser deducidos a partir del material de la experiencia por métodos puramente lógicos. Kant, cabalmente convencido de la indispensabilidad de ciertos conceptos, los tomó como si fueran premisas necesarias de toda clase de pensamiento y los diferenció de los conceptos de origen empírico. Yo estoy convencido, sin embargo, de que ésta diferenciación es errónea y no le hace justicia al problema en una forma natural. Todos los conceptos, aún aquellos que son más cercanos a la experiencia, son, desde el punto de vista lógico, convenciones libremente elegidas, así ocurre en el caso del concepto de causalidad con el cual surgió la problemática en cuestión. (Einstein 1949: 13).

La defensa del convencionalismo insinuado en el párrafo anterior no alcanzó las dimensiones de una argumentación filosófica fuerte que hubiese podido encarar de frente los cimientos de la epistemología kantiana. Unos años antes de la publicación del celebre artículo de Einstein sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento (conocido después como la Teoría Especial de la Relatividad), Henri Poincaré formuló una fuerte defensa del convencionalismo orientada a responder a las exigencias de articular la epistemología kantiana con los resultados de las ciencias tanto formales como naturales alcanzados en las postrimerías del siglo XIX. En este artículo presentaremos una semblanza del argumento convencionalista de Poincaré y trataremos de mostrar que allí reside una posible e interesante respuesta al problema al que nos vimos conducidos en virtud de los comentarios de Einstein al respecto de la relación entre la física y las matemáticas. En la primera parte haremos una breve reconstrucción de las discusiones asociadas con la naturaleza del espacio y las posibilidades de su geometrización; pretendemos establecer el origen de las discusiones neokantianas en las que surgió la propuesta de Poincaré. En la segunda parte comentaremos el experimento mental ideado por Poincaré para defender la naturaleza convencional de los principios de la geometría. En la tercera parte expondremos la objeción de Reichenbach y procuraremos mostrar que dichas objeciones no invalidan el camino abierto por el matemático francés.

I

La orientación kantiana ofrece un fundamento epistemológico a la matematización de la física galileana y newtoniana, la que, a su turno, constituye una profunda reacción al ámbito teleológico de la física aristotélica. Si me es permitido formular las tesis básicas del filósofo ateniense en un lenguaje absolutamente simple y que no le hace justicia, diré que Aristóteles sostenía que el movimiento es un estadio pasajero por medio del cual los objetos hacen efectiva su tendencia natural a dirigirse y mantenerse en ciertos lugares adaptados a ellos por alguna suerte de empatía. En otras palabras, el movimiento es motivado por la tendencia natural al reposo. Cuando un objeto se mueve, evidencia de esa manera un grado de desorden: el objeto no se encuentra en el lugar en el que se sentiría inclinado a conservar el reposo. Cuando un objeto está en movimiento muestra con ello que desea reposar en un lugar diferente al que ha abandonado. Visto así, la causa final del movimiento sería el reposo. Esta forma de encarar el asunto nos obliga a definir de antemano una jerarquía de lugares naturales: el lugar natural para los objetos constituidos primordialmente de tierra, el lugar para los objetos constituidos de agua, de aire, o de fuego. Imaginemos, a pesar del anacronismo, un experimento mental realizado por el estagirita, supongamos que un objeto constituido primordialmente de tierra se encuentra en una región que podríamos identificar como el lugar natural del aire. Este objeto tendría que estar en condiciones de advertir la anomalía y, en virtud de su tendencia natural al reposo, se pondría en movimiento en la dirección que determina la forma más breve de llegar a su lugar natural. Este objeto se pondría en movimiento vertical hacia abajo. En las palabras de Aristóteles: “Todo lugar posee un arriba y un abajo, y por naturaleza cada uno de los cuerpos permanece o es llevado a su lugar propio, y esto se cumple hacia arriba o hacia abajo.” (Aristóteles Física 211a). Si usamos las categorías modernas, hemos de sostener que el espacio de Aristóteles no es homogéneo, pues supone advertir los lugares propios para los elementos primordiales que constituyen los objetos; no es isotrópico, pues supone advertir una distinción natural entre arriba y abajo; no posee una existencia por sí y que permanece en sí misma, pues en ese caso tendríamos que admitir un número infinito de lugares en el mismo lugar (Aristóteles Física 211b); no es infinito, pues ello supondría la existencia de movimientos naturales indefinidos que carecen de causa final. En términos aún más inapropiados: los objetos advierten las propiedades estructurales del espacio y obran en consecuencia: si reconocen su lugar propio, reposaran allí sin dificultad. Si advierten que ese no es su lugar propio, se pondrán en movimiento, bien sea hacia arriba o hacia abajo, y buscarán la forma más expedita de llegar a su lugar natural. Esta formulación absolutamente simplificada permite subrayar un rasgo aristotélico, quizá llamarlo mejor un parecido de familia, en la formulación einsteniana de la relatividad generalizada. En la síntesis de John Archibald Wheeler, la relatividad general reúne dos ideas fundamentales: el espacio-tiempo le dice a la materia cómo ha de moverse (siempre en línea recta (una geodésica, para hablar en términos mas adecuados) en un espacio-tiempo con curvaturas locales), en tanto que la materia le dice al espacio-tiempo cómo ha de curvarse (Wheeler 1990: 12).
La idea de privilegiar las causas finales, motivada por el animismo que nos hacía contemplar el universo a través de la metáfora del ser vivo, fue examinada con sospechas por parte de pensadores como Galileo y Descartes. Fueron ellos quienes introdujeron una nueva metáfora para guiar nuestra contemplación del mundo, a saber, la metáfora de la máquina. Esta metáfora facilitó la transición desde una perspectiva que prefería centrar la atención en las causas finales hacia una que prefiere subrayar el papel protagónico de las causas eficientes. El espacio no se había pensado como una entidad con una existencia separada y, más bien, era definido como extensión. Esta imagen peculiar del espacio no sólo está recogida en la cosmología, o en la física, también se halla integrada a las obras pictóricas. La nueva pintura renacentista puede llegar a interpretarse también como un intento de construcción independiente del espacio. La perspectiva fue diseñada para satisfacer ese propósito. La comprensión del universo físico, igualmente, empezó a sujetarse a la posibilidad de aplicar las categorías y los métodos de las ciencias matemáticas. El movimiento de los cuerpos ya no tenía que interpretarse como un proceso pasajero, orientado a satisfacer cierta tendencia natural, sino que podía interpretarse como un estado propio que, de por sí, trataría de conservarse siempre que no hubiese interacciones con otros objetos vecinos. Esta orientación se formuló a la manera del primer axioma de la mecánica newtoniana: “Todos los cuerpos perseveran en su estado de reposo o de movimiento uniforme en línea recta, salvo que se vean forzados a cambiar ese estado por fuerzas impresas.” (Newton 1982: 237). El planteamiento newtoniano exigía, a la vez, independizar el espacio de los objetos que se mueven en él. Por esa razón los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural de Newton exigen una introducción acerca de la naturaleza e independencia del espacio. El espacio absoluto de Newton se convirtió en una necesidad lógica y ontológica para establecer el sentido de la primera ley3. Si aceptamos que cuando los objetos no son afectados por acciones que provienen de otros cuerpos, ellos han de conservar su estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme, hemos de establecer de antemano el marco de referencia contra el cual estipulamos el reposo o el movimiento en línea recta. El espacio absoluto, pues, ha de entenderse como el gigantesco receptáculo que, manteniéndose inmóvil, alberga todos los cuerpos y sirve de trasfondo para sus movimientos. A diferencia de Aristóteles, dicho espacio debe ser homogéneo, no podremos establecer diferencias geométricas en diferentes regiones del espacio; isotrópico, no hay direcciones privilegiadas; e independiente de los objetos que encuentran en él su morada. Nadie pone en duda las ventajas predictivas de la mecánica de Newton sobre la física de Aristóteles, sin embargo su exigencia de un espacio absoluto no es del todo satisfactoria para el espíritu riguroso. En el escolio general de su Sistema del Mundo se insinúa la posibilidad de entender el espacio como si estuviese asociado con los atributos de Dios: “Dios es uno y el mismo Dios siempre y en todas partes. Su omnipresencia no es sólo virtual, sino substancial [...] Todas las cosas están contenidas y movidas en él, pero uno y otras no se afectan mutuamente. Dios nada padece por el movimiento de los cuerpos y los cuerpos no hallan resistencia en la ubicuidad de Dios.” (Newton 1982: 815). Esta idea se expresa también de una forma muy bella en la famosa cuestión 28 de su Óptica: “¿no se sigue de los fenómenos que hay un ser incorpóreo, viviente, inteligente, omnipresente que ve íntimamente las cosas mismas en el espacio infinito, como si fuera en su sensorio, percibiéndolas plenamente y comprendiéndolas totalmente por su presencia inmediata ante él?” (Newton 1977: 320). Esta extraña concepción metafísica que lleva a aceptar que el espacio es el Sensorium Dei condujo a una aireada reacción de Leibnitz4.
El éxito predictivo de las ideas contenidas en la nueva mecánica pronto hizo exigente la necesidad de formular un fundamento epistemológico sólido para la nueva física matemática. El movimiento que ahora nos interesa resaltar se puede sintetizar así: el camino que nos lleva desde Aristóteles hasta Newton se caracteriza por la transición desde un espacio integrado con los objetos físicos hasta un espacio que, en forma absolutamente independiente, sirve de receptáculo para los objetos materiales y sirve también de referencia para el sentido de la primera ley del movimiento; de otra parte, el camino que nos lleva desde Newton hasta Kant se caracteriza por la transición desde un espacio como Sensorium Dei hasta un espacio como Sensorium Hominis. En ese orden de ideas, el camino que nos conduce desde Newton-Kant hasta Einstein podría, igualmente, caracterizarse como un retorno que posibilita la transición desde un espacio concebido como un receptáculo absolutamente independiente, de existencia externa o de existencia atada a las condiciones de recepción de un sujeto epistémico, hasta una espacio, en cierto sentido aristotélico, integrado con los objetos que alberga. En uno de los escritos de juventud, Kant advierte que una de sus principales preocupaciones está asociada con la naturaleza del espacio newtoniano:

Ahora resulta claro para mí que falta algo en la expresión del movimiento y el reposo. No debería decir que un cuerpo está en reposo sin agregar con respecto a qué se encuentra en reposo, y tampoco debo decir que se mueve sin nombrar al mismo tiempo los objetos con respecto a los cuales cambia sus relaciones. Si deseo imaginar también un espacio matemático libre de todas las criaturas como un receptáculo de los cuerpos, esto todavía no me ayudaría. Pues ¿por medio de qué debería yo distinguir las partes del mismo lugar o de diferentes lugares que no son ocupados por nada corpóreo?5

Ya en la Crítica de la razón pura el programa kantiano adquirió una nueva orientación. El concepto de espacio absoluto pasó a ser un esquema conceptual de relaciones de coexistencia entre objetos dados como fenómenos. El espacio ya no es concebido como un receptáculo externo cuya existencia está de antemano garantizada, sino como una pura intuición subjetiva. El espacio no es un concepto empírico, no es el resultado de la constatación empírica de la existencia de algo que nos es ajeno; es una representación necesaria que sirve de base a todas las intuiciones externas, es lo que Kant denomina una condición de posibilidad de los fenómenos. La exposición trascendental del concepto de espacio empieza, pues, con una aclaración de la naturaleza de la geometría:

La geometría es una ciencia que establece las propiedades del espacio sintéticamente y, no obstante, a priori [...] Esa intuición [la intuición originaria del espacio] tiene que hallarse en nosotros a priori, es decir, previamente a toda percepción de objetos, y, consiguientemente, ha de ser una intuición pura, no empírica. En efecto, las proposiciones de la geometría son todas apodícticas, es decir, van acompañadas de la conciencia de su necesidad,[...] Tales proposiciones no pueden ser juicios empíricos, como tampoco ser deducidas de ellos.” (Kant 1978: B41).

Si asumimos que las proposiciones de la geometría describen el estado de cosas de objetos que se encuentran allende nuestras fronteras, si tales objetos fueran algo en sí mismos, no podríamos decir que aquello que encontramos en nosotros como una condición necesaria y subjetiva de tales objetos, es también una propiedad de los mismos en tanto los imaginamos ajenos a nosotros. En otras palabras, la preocupación kantiana coincide en un sentido profundo con la prevención de Einstein citada en las primeras páginas del presente artículo. Es cierto que si las proposiciones de la matemática refieren a objetos que sabemos externos, no habría forma de dotarlas de las condiciones apodícticas que les atribuimos. Sin embargo, las proposiciones de la geometría, a la manera de Kant, estipulan a priori el andamiaje que hace posible la formulación de proposiciones que aluden a estados de cosas en el campo de la experiencia posible.
La argumentación kantiana se apoya, en buena medida, en la posibilidad de exhibir tres ciencias en calidad de modelos: la lógica aristotélica, la mecánica newtoniana y la geometría euclidiana. En el prologo a la segunda edición de la Critica de la razón pura, Kant exhibe a la lógica de Aristóteles como la disciplina que, desde los tiempos más antiguos, ha tomado el camino seguro de una ciencia posible y ello se infiere del hecho de que no ha necesitado dar un paso atrás desde la formulación aristotélica y, paradójicamente, tampoco ha logrado avanzar un paso adicional, se trata, pues, del ejemplo de una ciencia perfecta (Kant 1978: B VIII). De la mecánica de Newton se extrae el ejemplo central que permite establecer la posibilidad de que las ciencias naturales cuenten con algunos juicios sintéticos a priori. Kant exhibe el ejemplo de la tercera ley de Newton (la igualdad de acción y reacción en un intercambio de movimiento) para ilustrar la presencia de proposiciones universales y necesarias que aun cuando no encuentran su fundamento en la experiencia, no se reducen a formulaciones tautológicas (Kant 1978: B 17). De otra parte, para argumentar que todos los juicios de la matemática son sintéticos a priori, Kant se vale de la intuición que requerimos para aprehender claramente proposiciones como “7+5=12” y “la línea recta es la más corta entre dos puntos” (Kant 1978: B 16). La geometría euclidiana es el único esquema formal que nos es dado pensar sin contradicción para imponer a priori las propiedades formales del espacio que, a su turno, nos permiten estructurar la experiencia. Sólo nos resulta posible pensar en la geometría euclidiana y por eso la imponemos a nuestro espacio de representación. La tesis kantiana, entonces, se puede resumir así: los seres humanos, en tanto sujetos racionales, estamos en posesión de conocimientos de carácter universal y necesario que (i) no son definiciones reducibles a la forma a=a; (ii) no encuentran su fundamento en la experiencia; y, antes al contrario, (iii) hacen posible la experiencia.

Durante el siglo XIX y comienzos del XX presenciamos la manera como cada una de las ciencias mencionadas vieron agotar sus fundamentos. Frege y Russell reescribieron la lógica a partir de formas poliádicas (relaciones: aRb), por oposición a las formas monádicas de la lógica aristotélica (S es P). Esta nueva orientación invalida la afirmación de Kant según la cual no se pueden derivar los teoremas de Euclides a partir de enunciados estrictamente formales, sino que debemos complementarlos con el ejercicio de la intuición. De otra parte, la reformulación de Frege y Russell invita a una nueva derivación de las categorías (véase, por ejemplo, los intentos de Peirce y Carnap). En otra dirección, Bolyai y Lobatschewsky propusieron geometrías no-euclidianas cuya consistencia fue demostrada más tarde por F. Klein y cuyas aplicaciones prácticas se hicieron evidentes con el advenimiento de la física contemporánea. Karl Friedrich Gauss llegó a sugerir que dado que hay varias geometrías posibles, debemos asegurar un método que garantice que la geometría correcta para la descripción de los fenómenos físicos o bien es la geometría euclidiana, o bien es otra geometría. La respuesta de Gauss consistía en proponer el veredicto de la experiencia para definir la cuestión: él trató de establecer la naturaleza euclidiana de la geometría terrestre a través de triangulaciones que comprometían las cimas de algunas montañas alejadas. En síntesis, las proposiciones de la geometría, en tanto prescriben las propiedades formales de nuestro espacio de representación, han de ser sintéticas a posteriori. Por último, Albert Einstein contribuyó a reformular la mecánica invirtiendo el orden de relaciones de la siguiente manera: en la mecánica de Newton, espacio y tiempo son absolutos, en tanto que las leyes de la física han de concebirse de manera relativa de tal forma que su validez está restringida a ciertos marcos de referencia privilegiados; entre tanto, la relatividad einsteiniana establece que las medidas de espacio y tiempo han de ser relativas a condición de que las leyes de la física se puedan concebir de manera absoluta. Dada la crisis de fundamentos de las ciencias paradigmáticas de la filosofía de Kant, se hace necesario, para aquellos interesados en invocar nuevamente el espíritu del filósofo de Königsberg, poner en concordancia sus tesis con las exigencias de las ciencias contemporáneas. La pregunta que nos interesa encarar en la segunda sesión es, pues, la siguiente: ¿es posible salvar el carácter a priori de la geometría aplicado a los esquemas de representación que hacen posible la experiencia sin perder la armonía con los nuevos desarrollos tanto de la geometría como de la física?

II

¿Se nos imponen con tal fuerza los axiomas de la geometría euclidiana que no podemos concebir que ellos reflejen estados equívocos en nuestros espacios de representación aún cuando nos es dada la posibilidad de construir otros espacios geométricos como divertimentos? ¿Estamos obligados a dirigir la carga de la prueba a la experiencia de tal manera que sea ella quien determine cuál es la geometría adecuada para la descripción de los fenómenos físicos? Parece que estamos condenados a reconocer el carácter paradójico advertido por Einstein: si las proposiciones de la geometría son apodícticas, ellas no refieren, en ningún sentido, a estados de cosas en el mundo; si ellas refieren a dichos estados, tal como se presentan en nuestros espacios de representación, y en consecuencia son ellos quienes determinan el valor de verdad de las mismas, no hay forma de insuflar necesidad alguna a dichas proposiciones. Las proposiciones de la geometría no pueden ser el compendio de datos recogidos de la experiencia física; sin embargo, dado que hay muchas formas alternativas de geometrías posibles, debe haber un mecanismo que nos permita imponer a priori un esquema geométrico a nuestras formas de representación. Veamos en extenso la formulación del problema en las palabras de Poincaré y sigamos con atención su alternativa de solución:

¿Debemos concluir que los axiomas de la geometría son verdades experimentales? Sin embargo nosotros no hacemos experimentos con rectas ideales o círculos ideales, únicamente podemos hacerlos con objetos materiales. ¿Sobre qué tendríamos que basar los experimentos que han de servir de fundamento para la geometría? La respuesta es fácil [...] constantemente razonamos como si las figuras geométricas se comportasen como sólidos. Lo que la geometría tomaría prestado del experimento sería, en consecuencia, las propiedades de estos cuerpos. Las propiedades de la luz y su propagación en línea recta también han dado origen a algunas proposiciones de la geometría, en particular algunas de la geometría proyectiva, así que desde este punto de vista nos gustaría decir que la geometría es el estudio de los sólidos, y la geometría proyectiva el estudio de la luz. Pero subsiste una dificultad insuperable. Si la geometría fuese una ciencia experimental, no sería una ciencia exacta [...] Los axiomas de la geometría no son intuiciones sintéticas a priori ni hechos experimentales. Ellos son convenciones. Nuestra elección entre todas las convenciones posibles esta guiada por hechos experimentales; pero sigue siendo una elección libre, limitada tan sólo a la necesidad de evitar cualquier contradicción, y es en ese sentido que sus postulados pueden conservarse como rigurosamente verdaderos aún cuando las leyes experimentales que han determinado su adopción sean solamente aproximadas. En otras palabras, los axiomas de la geometría son únicamente definiciones disfrazadas. ¿Qué tenemos, entonces, que pensar de la pregunta: es verdadera la geometría euclidiana? Esta carece de significado[...] Una geometría no puede ser más verdadera que otra, tan sólo puede ser más conveniente. La geometría euclidiana es, y así seguirá siendo, la más conveniente: primero, porque es la más simple, y no lo es únicamente a causa de nuestros hábitos mentales o por cuenta del tipo de intuición directa que tenemos del espacio euclidiano; es la más simple en sí misma, en el mismo sentido que un polinomio de primer grado es más simple que uno de segundo grado; segundo, porque se encuentra lo suficientemente de acuerdo con las propiedades de los sólidos naturales, aquellos cuerpos que podemos comparar y medir por medio de nuestros sentidos. (Poincaré 1952: 49-50, las cursivas son del autor).
El hecho de que podamos concebir múltiples esquemas geométricos alternativos arroja un serio manto de duda sobre la posibilidad de sentar a priori las leyes del espacio de representación. Sin embargo, no por eso hemos de refugiarnos en la alternativa de hacer de la geometría, como disciplina que estipula las propiedades formales del espacio de representación, una ciencia experimental. Si bien nuestras sensaciones no pueden llevarnos por una vía sin tropiezos a los axiomas de la geometría, sí es a partir del estudio de los invariantes que se presentan en el arroyo de sensaciones como podemos llegar a estructurar el concepto de espacio. Nuestras sensaciones están sujetas a un cambio permanente. Poincaré distinguía entre cambios de estado y cambios de posición (desplazamientos). La distinción entre los dos no puede, sin embargo, formularse a partir de alguna diferencia en las impresiones sensoriales. Si observamos que una esfera aumenta su diámetro podemos interpretar dicha modificación ora como un aumento inesperado de tamaño, ora como un desplazamiento en la dirección del punto de observación. No obstante, cuando, a pesar del cambio evidente, logramos restituir la impresión original en virtud de movimientos corporales que contrarrestan el cambio inicial, podemos hablar con tranquilidad de la evidencia de un desplazamiento por oposición a un cambio de estado. Estos movimientos corporales, asociados a sensaciones cinestésicas, pueden ser: movimientos del globo ocular, movimientos de la cabeza, movimientos del cuerpo en su conjunto, o todos a la va vez. La asignación de principios geométricos a nuestro espacio de representación surge de las propiedades del grupo de movimientos corporales que neutralizan los desplazamientos de los objetos registrados en nuestros receptores sensoriales; los movimientos corporales están asociados con las sensaciones cinestésicas correspondientes.
Si hemos de aceptar que los axiomas de alguna clase peculiar de geometría, y sólo dichos axiomas, han de imponerse como condiciones a priori de nuestros esquemas de representación, debemos también ofrecer evidencia, o argumentos, que muestren que no podemos coordinar acciones con otros seres, así mismo llamados racionales, que alegan contar con otras formas de representación. En otras palabras, si la validez de los principios de la geometría se establece como una condición de racionalidad, debe quedar claro que no podremos escapar a ellos; es decir, no podremos representarnos una imagen ajena a dichas estructuras. Poincaré concibió un interesante experimento mental que pone en entredicho la idea de privilegiar un esquema geométrico de representación por encima de otros alternativos. Poincaré pide que imaginemos una comunidad de seres inteligentes confinados a vivir en un disco en el que se encuentran sujetos a ciertas condiciones adversas. Por lo pronto, los únicos que tienen conciencia de las situaciones adversas somos nosotros; ellos no podrían adelantar experimentos cruciales que sirviesen para poner en evidencia las variaciones que vamos a comentar. (i) La temperatura del disco no es uniforme, es mayor en el centro y disminuye gradual y uniformemente conforme nos alejamos hacia la periferia, de suerte que vamos a imaginar que en el borde del disco la temperatura se hace igual al cero absoluto. Podemos imaginar -nosotros: observadores externos- la existencia de curvas de nivel que reúnen aquellos puntos vecinos que se encuentran a la misma temperatura. Dichas curvas son circunferencias euclidianas concéntricas con el disco. La temperatura es proporcional a (R2- r2), R alude al radio del disco y r al radio de la correspondiente curva de nivel. (ii) Supondremos que todos los cuerpos en dicho universo poseen el mismo coeficiente de dilatación lineal. En consecuencia, si llevamos el metro de Paris hacia la periferia, éste se encogerá al mismo ritmo que se encojen los objetos restantes cuando se desplazan hacia la periferia. Esta condición impone que ningún observador puede detectar anomalías en la temperatura, pues los instrumentos varían al mismo ritmo que varían los objetos que se someten al escrutinio de la medición de longitud. (iii) Cuando un objeto se desplaza desde un punto hasta otro, se establece en forma inmediata el equilibrio térmico con el medio ambiente. La primera observación que se impone no ha de causarnos sorpresa: estos habitantes tendrán la ilusión (¡) de hallarse en un universo infinito, pues a medida que se acercan a lo que nosotros llamamos la periferia, sus rígidos instrumentos de medida disminuyen en longitud con la misma celeridad que lo hacen los objetos en general. En otras palabras, el camino directo que los lleva desde el centro hasta la periferia hace que la meta resulte inalcanzable. (iv) Supondremos también que el índice de refracción para la luz varía de acuerdo con la distancia al centro del disco. Imaginaremos que el índice de refracción es inversamente proporcional a (R2- r2).

Veamos qué ocurre en dicho universo cuando uno de sus habitantes pretende ir, por el trayecto más corto, desde un punto A hasta un punto B. La longitud de un trayecto ha de entenderse como el número de varas rígidas (replicas de una vara que se asume rígida y que se conserva con sumo cuidado en una ciudad importante de dicho universo) que han de ubicarse una a continuación de la otra para desplazarse, a lo largo del camino, desde un extremo hasta el otro. El trayecto más corto, en consecuencia, será aquel en el que hay que disponer el menor número de tales replicas. Ahora bien, si la temperatura varía con la distancia al centro y los instrumentos de medida se dilatan o contraen en forma inmediata e imperceptible, hemos de esperar que cuando los instrumentos se dilaten tendremos una mejor oportunidad de encajar un número menor de ellos. Sin embargo, no podremos alejarnos mucho del camino que a nuestro juicio, observadores externos, es el más recto porque ello podría ocasionar el efecto contrario: sería tal el alejamiento que al tratar de reestablecer la meta fijada nos veríamos obligados a compensar la desviación con un número mayor de tales instrumentos dilatados. En consecuencia, existe un camino óptimo que si bien se aleja del que a nuestro juicio es el camino directo, logra minimizar el número de replicas por cuanto nos permite emplear instrumentos dilatados. Los triángulos en dicho universo adquieren la forma de la figura ABC ilustrada a continuación. Nosotros, que contemplamos la experiencia desde afuera, alcanzamos a advertir que los llamados triángulos dejan de ser euclidianos (la suma de sus ángulos internos ya no se ajusta a la suma de dos ángulos rectos).

Si no es un habitante quien se desplaza desde A hasta B, sino un rayo de luz, el resultado coincide con el anterior. Asumimos, después de admitir que el Principio de Fermat vale también en este tipo de universo, que la luz buscará el camino que minimiza el tiempo. Para ello será más conveniente explorar trayectorias que posibiliten el transito con una velocidad mayor. Esto ocurre cuando el índice de refracción es menor. En consecuencia, habrá un camino óptimo si la luz, que parte de A, explora trayectos a través de medios con un menor índice de refracción antes de alcanzar el punto B, es decir trayectos más cercanos al centro del disco. En ese orden de ideas, los experimentos con varillas rígidas producen resultados articulados con los experimentos que dan pie a la geometría proyectiva. El dictamen de las varillas rígidas coincide, pues, con el dictamen de los rayos de luz.

De otra parte, cuando dichos habitantes pretenden establecer, por vía experimental, la relación entre el perímetro y el diámetro de una circunferencia, advierten una anomalía con la geometría euclidiana. Admitamos, por vía de simplificación, que el centro de las circunferencias trazadas coincide con el centro del disco. El perímetro de las circunferencias se mide sobre una misma curva de nivel, por lo tanto, las varillas no se dilatan ni contraen en el proceso. Algo muy diferente ocurre con la medición del radio. Si, desde una curva de nivel hasta el centro, buscamos medir la longitud por el trayecto más breve, debemos usar reglas que se dilatan cada vez más. Ello produce que la medición del radio resulta menor que la esperada si en un universo euclidiano hubiésemos adelantado la experiencia con reglas que no se afectan en virtud de cambios de temperatura. El cociente entre el perímetro y el diámetro resulta, pues, mayor que el esperado, es decir, mayor que p.

Dada la coordinación entre la geometría de los cuerpos rígidos y la geometría proyectiva, explorada de una manera muy simplificada en los casos anteriores, podemos conjeturar que la imagen producida en el sensorium de los habitantes del disco, imagen producida en virtud del desplazamiento de un cuerpo físico, puede ser contrarrestada por movimientos coordinados del globo ocular, la cabeza o el cuerpo en general, acompañados ellos de las correspondientes sensaciones cinestésicas. En otras palabras, si dichos habitantes realizan un compendio de las leyes formales asociadas con los invariantes detectados en los movimientos corporales orientados a contrarrestar los desplazamientos, ellos estarán en condiciones de estructurar la geometría de sus espacios de representación. Dadas las peculiaridades del disco mencionado, resulta sensato pensar que ellos pudiesen adoptar una geometría diferente a la euclidiana. No es descabellado pensar que tuviesen formas radicalmente diferentes de identificar intuiciones espaciales.

El experimento mental de Poincaré puede conducirnos a muchas conclusiones interesantes y de ellas me interesa resaltar una especial. La situación del disco se puede explicar de dos maneras, de hecho antagónicas e inconmensurables. En primer lugar, podemos, en calidad de habitantes de dicho universo, imponer esquemas geométricos diferentes a los euclidianos para lograr coordinar las expectativas teóricas suscitadas en virtud de las experiencias vividas. O, en segundo lugar, podemos obstinarnos en defender las virtudes de los principios de la geometría euclidiana y postular la presencia de gradientes de temperatura que, en forma articulada, producen variaciones de los supuestos cuerpos rígidos y nos conducen a sospechar la pertinencia de otras formas de geometría. En otras palabras, dado que una teoría física es una articulación de principios formales adscritos a nuestros sistemas de representación y de conjeturas fácticas que estipulan las leyes generales del comportamiento de los objetos, bien podemos pensar en dos alternativas: (i) imaginamos conjeturas fácticas que por alguna razón merecen el calificativo de simples, el principio de mínima acción puede ser una de ellas, articuladas con principios geométricos complejos, geometrías no euclidianas por ejemplo; o (ii) defendemos la necesidad de principios geométricos simples, geometría euclidiana, combinados con leyes fácticas complejas (universos con gradientes de temperatura que no se pueden poner en evidencia en virtud de experimentos locales). Este hilo de argumentación nos conduce a la defensa de un principio de relatividad de la geometría que se puede formular de diversas maneras. No podemos adelantar un experimento crucial que nos permita optar, sin vacilaciones, por alguna de las dos alternativas mencionadas. Es decir, el asunto de la elección de geometrías no se puede estipular a priori, ni podemos esperar que una experiencia nos imponga un tipo de decisión particular. El asunto de elección de geometrías es, pues, un asunto de convenciones. O podemos definir el principio de relatividad de la geometría con las palabras acuñadas por Reichenbach: “Dada una geometría G’ a la que se adaptan los instrumentos de medida; podemos imaginar una fuerza universal F que afecta los instrumentos de tal manera que la geometría real es una geometría arbitraria G, mientras que la desviación observada es debida a una deformación universal de los instrumentos de medida.” (Reichenbach, H. (1958), p. 33). El principio de relatividad de la geometría afirma que la elección de una geometría no se puede fundar sobre bases epistemológicas.

III

Hans Reichenbach formuló una fuerte objeción al convencionalismo escueto de Poincaré. Según el filósofo, la cinemática ha de construirse a partir de la combinación armoniosa de una geometría y una definición de congruencia. La geometría que queremos darle a nuestro espacio de representación bien puede ser una geometría euclidiana o una geometría no euclidiana. La elección puede ser efectivamente un asunto arbitrario. De la misma manera, la definición que adoptemos de congruencia puede ser también arbitraria. Sin embargo, una vez hemos fijado tanto una geometría, como una definición de congruencia, el asunto de establecer las propiedades geométricas de una región del espacio pasa a ser un asunto de adecuación empírica. Si bien el espacio físico puede describirse valiéndonos de una geometría euclidiana o de una geometría no-euclidiana, no se infiere de ello que una proposición acerca de la estructura geométrica del espacio físico carezca de significado. La definición de la relación de congruencia entre dos vigas, exige que podamos establecer bajo qué condiciones se da la relación cuando las dos vigas se encuentran en lugares distantes uno del otro. Podemos decir, por ejemplo, que la viga A, ubicada en las vecindades de P, es congruente con la viga B, ubicada en las vecindades de Q, si podemos disponer el mismo número de reglas rígidas, una a continuación de la otra, para cubrir los dos extremos de cada viga. La discusión se puede plantear así: Reichenbach cree que podemos ofrecer una definición de cuerpo rígido que no acuda a nuestras convenciones geométricas, de suerte que podemos pensar en la posibilidad de plantear un experimento crucial que nos obligue a desechar una geometría particular independiente. Poincaré, por su parte, cree que no es posible definir un cuerpo rígido sin una referencia a nuestras convenciones geométricas. Reichenbach resume así su distanciamiento con la tesis de Poincaré: “El convencionalista pasa por alto el hecho de que únicamente puede ser arbitraria la exposición incompleta de una geometría, en la cual se ha hecho caso omiso de la definición de congruencia; si la exposición se completa agregando la referencia a una definición de congruencia, se torna empíricamente verificable y, en consecuencia, adquiere significado físico.” (Reichenbach 1949: 297).
Un habitante del disco postula como rígidos unos objetos que desplaza de un lugar a otro y con base en ellos realiza mediciones en diferentes lugares de su mundo y dictamina que la geometría adecuada, o la más sencilla para escribir las leyes de la física, en particular las leyes que le permiten detectar si un objeto de su mundo es rígido o no, por comparación con sus instrumentos de medida, es una geometría no euclidiana. Otro habitante del disco, deseoso de defender la geometría euclidiana, sospecha de la existencia de una fuerza universal que deforma todos los objetos incluidos aquellos que denominamos rígidos, de tal manera que procede a explicar los desajustes experimentales a partir de una compleja teoría que asigna métricas diferentes para cada punto del espacio de acuerdo con su ubicación en relación con el centro del disco. Un filosofo de corte relativista puede recomendar el abandono de la exigencia de un experimento crucial aduciendo que cada uno de los dos científicos está ofreciendo un esquema conceptual que resulta inconmensurable con el esquema del oponente; sugiere también que mientras los dos científicos procuren ajustar sus esquemas a los datos que ofrece la experiencia y en el supuesto caso de que lo logren hacer con éxito, los filósofos no deben interrumpir el trabajo de los científicos formulando exigencias inoportunas. De otra parte, un filósofo que simpatiza con las orientaciones de Reichenbach puede llamar la atención acerca de la circularidad implícita en el uso de los cuerpos rígidos. Este filósofo exige una definición operativa de cuerpo rígido que sea independiente de las prescripciones de la geometría que pretendemos evaluar. Propone que acudamos a las teorías físicas para establecer una definición operativa que invoque las propiedades eléctricas, térmicas u ópticas de la clase de objetos que deseamos postular a la manera de objetos rígidos. Así las cosas, sería posible concebir un experimento crucial que, ajustado a la definición operacional, permita ofrecer un veredicto en favor de alguno de los dos primeros oponentes.
La aparente neutralidad del filósofo orientado por las ideas de Reichenbach se desvanece cuando le exigimos la presentación de un paradigma de objeto rígido. Si desea valerse de las propiedades eléctricas, térmicas u ópticas se verá en la obligación de hacer uso de principios físicos que incorporan prescripciones geométricas. En ese orden de ideas, cualquier candidato lleva ya escondidos los principios de la geometría que pretendemos validar. Así las cosas, cuando nos veamos obligados a responder si la verdad acompaña a Poincaré o a Reichenbach, bien conviene tener a la mano la respuesta de Einstein frente a la misma pregunta: “Tan sólo puedo responder con la famosa pregunta de Pilatos: ‘¿qué es la verdad?’” (Schlipp 1949: 676). Una respuesta completa a las objeciones de Reichenbach exige una atención más cuidadosa que la que se ha ofrecido en las líneas anteriores y ha de ser el objeto de otro artículo similar.


1. Director del Departamento de Ciencias Básicas, Universidad de Bogota Jorge Tadeo Lozano.

2. Con el desarrollo de la teoría de modelos, después de la formulación del teorema de Godel y la semántica al estilo de Tarski, el problema de la referencia de las proposiciones matemáticas ya no se plantea en los términos que resultaban paradójicos y sorprendentes para un observador a comienzos del siglo XX, un observador sumergido en las discusiones neokantianas.

3. Un tratamiento completo y profundo de esta tesis se encuentra en Jammer 1993: 95-126.

4. El lector puede seguir los aspectos centrales de esta polémica en la edición preparada por Rada, E. (1980).

5. Citado en Jammer 1993: 132.


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Artículo recibido: septiembre 9 de 2005; aceptado: octubre 30 de 2005

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