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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.129 Bogotá Dec. 2005

 

KANT Y LOS DIVERSOS ROSTROS DEL ESCÉPTICO

 

KANT AND THE DIFFERENT FACES OF THE SKEPTIC

 

Pedro Stepanenko Gutiérrez

Universidad Nacional Autónoma de México

pedros@servidor.unam.mx


Resumen: En este trabajo sugiero que para evitar algunas de las dificultades a las que ha conducido la discusión contemporánea sobre los argumentos trascendentales debemos discriminar diversas maneras de entender el desafío escéptico que Kant afronta en la Crítica de la razón pura. En la primera parte, expongo un dilema en el cual puede caer la epistemología kantiana si aceptamos la caracterización de los argumentos trascendentales como argumentos antiescépticos. En la segunda, presento tres maneras distintas de entender el desafío escéptico y las estrategias que en cada caso se pueden adoptar para responder satisfactoriamente.

Palabras clave: epistemología kantiana, escepticismo, argumentos trascendentales, justificación, conocimiento empírico.

Abstract: (Kant and the Diverse Faces of the Sceptic): In this paper I suggest that in order to avoid some of the difficulties to which the contemporary discussion on the transcendental arguments has led we must discriminate different ways of understanding the sceptic’s challenge that Kant faces in the Critique of Pure Reason. In the first part, I expound a dilemma into which the Kantian epistemology could fall if we accept the characterization of the transcendental arguments as anti-sceptic arguments. In the second part, I present three ways of understanding the sceptic’s challenge and the different strategies that could be developed to answer it correctly.

Key words: Kantian epistemology, scepticism, transcendental arguments, justification, empirical knowledge.


1. Introducción

Es común presentar la epistemología kantiana como una respuesta al desafío escéptico. La caracterización de los argumentos trascendentales como argumentos antiescépticos es, sin duda, una de las razones de esta tendencia. Pero esta manera de exponer la teoría del conocimiento kantiana no sólo se debe a esta caracterización. El propio Kant consideraba a la filosofía crítica como una posición entre el dogmatismo y el escepticismo (cf. Prolegomena, § 58; KrV A IX-X). La especulación dogmática que Kant enfrentó ha dejado de tener adeptos hace mucho tiempo y, por lo tanto, ya no representa un peligro. Por ello, si se quiere actualizar la epistemología kantiana, resulta conveniente enfatizar el otro extremo entre los cuales se ubica y ver en ella un contrincante de la figura que sigue amenazando. Y esto quizá no por mucho tiempo, puesto que la filosofía contemporánea ha empleado mucho esfuerzo en disolver el presunto desafío escéptico. Aún así, presentar la epistemología kantiana como una posición antiescéptica es una buena manera de actualizar a Kant, ya que precisamente la recepción contemporánea de Kant forma parte de esa empresa disolutiva1.
Pero los riesgos que se corren al introducir a Kant como personaje de esta historia contemporánea son altos. Puede conducir a desfigurar totalmente su filosofía, al punto de hacer incompatible su estrategia antiescéptica con su defensa de condiciones universales y necesarias del conocimiento empírico. El verificacionismo, el convencionalismo y lo que P. F. Strawson llama “naturalismo liberal” o “suave” son tres de las posiciones en las que se puede caer al interpretar la estrategia antiescéptica de Kant. Las tres son incompatibles con la tenaz defensa que Kant llevó a cabo del concepto de condiciones universales y necesarias del conocimiento empírico.
En la primera parte de este trabajo presento un dilema al cual puede conducir la interpretación contemporánea de los argumentos trascendentales como argumentos antiescépticos. También presento una salida a este dilema que, sin embargo, resulta incompatible con las pretensiones de la filosofía de Kant. Presento este dilema y esta salida para ilustrar los peligros antes mencionados y para mostrar que al querer responder al escéptico en una dirección puede aparecer en otra. Para evitar esta situación y comprender mejor la posición de Kant frente al escepticismo creo que debemos empezar por distinguir distintas maneras de entender el desafío escéptico y analizar cuál es la reacción de Kant ante cada una de ellas. Esto es lo que hago en la parte más larga e importante de este texto. Ahí presento tres maneras de entender el desafío escéptico y las respuestas de Kant a cada una de ellas.

2. Kant entre el verificacionista, el convencionalista y el naturalista:
un dilema y una salida inaceptable

La caracterización que P.F. Strawson ofreció en la década de los sesenta sobre los argumentos trascendentales como argumentos antiescépticos (cf. Strawson 1959: 31-40) y las críticas de B. Stroud a esta caracterización (cf. Stroud 1968) parecen haber llevado a la epistemología kantiana a un dilema del cual habría que concluir la imposibilidad de justificar principios de los cuales dependa la justificación de enunciados empíricos. Si lo que hace el escéptico es poner en cuestión la verdad de los principios a los que recurrimos para justificar nuestras creencias sobre objetos de la experiencia, entonces la epistemología kantiana podría adoptar dos estrategias para enfrentarlo: o bien una justificación teórica que muestre la necesidad de tomar esos principios como enunciados verdaderos, o bien adoptar una posición convencionalista que niegue que esos principios tengan un valor de verdad y que los considere sólo como reglas para determinar el valor de verdad de enunciados empíricos.
Veamos la primera estrategia. Los argumentos trascendentales suelen adoptar como punto de partida algún tipo de conocimiento y analizar sus condiciones de posibilidad para establecer principios del conocimiento. Si los principios que se pretenden justificar de esta manera son los que el escéptico pone en cuestión, es obvio que el escéptico no puede aceptar esta respuesta a su desafío, ya que para él primero hay que justificar los principios para aceptar el tipo de conocimiento que hacen posible. Por ello, para poder enfrentar al escéptico la versión contemporánea de los argumentos trascendentales tuvo que interpretar las condiciones de posibilidad con las cuales tratan esos argumentos no sólo como condiciones de posibilidad del conocimiento, sino también del significado de los términos con los cuales el propio escéptico formula su duda (cf. Stroud 1968: 245). El objetivo sería, en este caso, mostrarle al escéptico que las condiciones para que su desafío tenga sentido son precisamente las condiciones cuya validez pone en cuestión. Esta estrategia, sin embargo, parece depender -como lo ha señalado B. Stroud- de la aceptación del principio de verificación, para el cual el significado de un enunciado depende de la posibilidad de verificarlo en la experiencia. Pero si se adopta este principio, resulta imposible justificar principios que pretendan tener validez universal irrestricta (cf. Hempel 1950: 41-63). Por ello, esta estrategia resulta inaceptable para el proyecto epistemológico de Kant, para el cual la verificación de enunciados en la experiencia presupone la aceptación de principios universales.
Ante este callejón sin salida, debemos recurrir a la segunda estrategia: negar que los principios de los cuales depende la justificación de enunciados empíricos tengan ellos mismos un valor de verdad y tomarlos simplemente como reglas. Ésta no es, ciertamente, la estrategia que de hecho siguió Kant. Sin embargo, hay elementos de su filosofía que sugieren adoptarla. No hay que olvidar que el convencionalismo hereda, en parte, las preocupaciones de la filosofía teórica de Kant (cf. Richardson 1998) y que el propio Kant reconoce que las condiciones de posibilidad del conocimiento no constituyen por sí mismas conocimiento alguno2. La manera en que esta estrategia enfrenta al escéptico consiste en mostrarle que nos está pidiendo algo imposible: una justificación teórica de algo que no tiene valor de verdad. Pero, si se adopta esta posición convencionalista, entonces hay que abandonar una de las preocupaciones centrales de la epistemología kantiana, a saber: mostrar que hay principios necesarios, principios de los cuales depende cualquier concepción de la experiencia que podamos ofrecer. En efecto, para el convencionalista la adopción de una regla sólo puede justificarse de manera práctica. Pero semejante justificación presupone que puede haber otras reglas para justificar nuestros enunciados empíricos. La justificación práctica tiene que mostrar la conveniencia de adoptar esas reglas; pero no puede mostrar que son necesarias.
Hemos caído en un dilema. El primer cuerno es el siguiente:

Si queremos justificar teóricamente los principios del conocimiento empírico mostrándole al escéptico que su desafío presupone lo que cuestiona, entonces debemos adoptar el principio de verificación, con el cual no podemos justificar principios con validez universal irrestricta.

El segundo cuerno del dilema es este:

Si queremos justificar de manera práctica los principios del conocimiento empírico, entonces no podemos considerarlos como necesarios.

Ante este dilema, el naturalismo que presenta P.F. Strawson en Scepticism and Naturalism podría considerarse como la única vía para habérselas con el escepticismo sin tener que abandonar el carácter inevitable de esos principios (Strawson 1985: 1-29). De acuerdo con esta visión del naturalismo, inspirada en Hume y en Wittgenstein, esos principios deben formar parte de un marco o estructura constituida por creencias que no podemos justificar, por creencias que tenemos irreflexivamente y que no podemos cuestionar sin derribar, al mismo tiempo, la práctica de dudar, cuestionar y justificar cualquier otra creencia. En este caso, la respuesta al escéptico consistiría simplemente en mostrarle que no puede jugar a la duda y a la justificación sin dar por supuestas ciertas creencias, sin dejar de cuestionar algunas creencias. Al escéptico hay que mostrarle cómo operan los procesos de justificación; pretender refutarlo sería tan absurdo como adoptar su posición, equivaldría a jugar sin reglas, a representar el ridículo de “ordeñar uno al chivo, mientras otro sostiene la criba” (Kant KrV: A 58/ B 83).
Que los principios que hacen posible el conocimiento empírico no se pueden justificar, que la razón no tiene los medios para mostrar su necesidad, era, curiosamente, la posición que Kant identificaba como el escepticismo de Hume y, de acuerdo con su propia evaluación, sus mayores esfuerzos con respecto a la metafísica, se concentraron en evitar este tipo de escepticismo (cf. KrV, A 760-769/ B 788-797; Prolegomena, A.A. IV: 257-260). La metafísica misma dependía de la respuesta que se pudiera dar a ese juicio negativo acerca de las capacidades de la razón.
Parece, pues, que el escepticismo tiene varios rostros para la filosofía de Kant. Por querer evitar el dilema que he presentado podemos caer en una posición que para Kant hubiera significado asumir un escepticismo incluso más peligroso para sus proyectos que aquél que conduce al dilema. Quizá el dilema mismo se origina por ver un solo problema, un solo desafío en donde Kant hubiera distinguido varios. En lo que sigue presentaré tres maneras distintas de entender el desafío escéptico en la Crítica de la Razón Pura. Frente a cada una de ellas Kant adopta una posición distinta y no creo que en cada uno de los casos se pueda decir en el mismo sentido que Kant pretendía enfrentar al escéptico. El orden en que presentaré estas tres maneras de entender el desafío escéptico puede interpretarse como un orden gradual en el cual el escéptico radicaliza cada vez más su duda ante las respuestas que se le pueden dar.

3. Tres posiciones escépticas y tres respuestas kantianas

La primera manera de entender la posición del escéptico es aquella que Kant bautiza como “idealismo problemático” (cf. KrV, B 274). De acuerdo con esta posición sólo tenemos conocimiento inmediato de nuestra propia mente y cualquier presunto conocimiento acerca de objetos distintos a nuestra mente es inferencial. Lo que en este caso pone en cuestión el escéptico es nuestra capacidad para determinar si existe algo distinto a nuestra mente a partir de nuestra propia experiencia, a partir de conocimientos sobre nuestros estados mentales. El argumento que da Kant en contra de esta posición en la Refutación al idealismo consiste en mostrar que no podríamos tener este último tipo de conocimientos si no presuponemos conocimiento acerca de objetos externos. La clave del argumento se encuentra en la premisa según la cual todo conocimiento de sí mismo es o depende de la determinación temporal de nuestros estados mentales (cf. KrV, B 275-276). Pues bien, la determinación temporal requiere de la percepción de algo que permanezca en el tiempo. “pero ese elemento permanente -señala Kant- no puede ser algo en mí, ya que mi propia existencia sólo puede ser determinada en el tiempo mediante dicho elemento” (cf. KrV, B 275).
Por sí mismo este argumento me resulta poco convincente. El idealista podría aceptar que necesitamos percibir algo permanente para ubicar temporalmente nuestros estados mentales, pero agregaría que esa cosa permanente es nuestra mente, a la cual le adscribimos esos estados mentales y que el cogito cartesiano constituye la percepción correspondiente. La primera observación de la Refutación al idealismo, que no hace más que recoger el diagnóstico de los paralogismos de la razón pura, bloquea esta salida al señalar que el cogito cartesiano no es más que la expresión de una condición de posibilidad del conocimiento y que, por lo tanto, por sí mismo no constituye aún ningún conocimiento. Mediante el cogito no nos es dada ninguna pluralidad intuitiva cuya síntesis arroje conocimiento (cf. KrV, B 276-277).
El peligro de esta refutación es que parece hacer abstracción de la determinación temporal de ese “elemento permanente que no puede ser algo en mí”, lo cual resulta francamente extraño. Pero, lo importante, como lo han señalado muchos comentaristas, es que argumenta en contra de la prioridad epistémica del conocimiento de nuestra mente, de suerte que éste resulta tan mediato o tan inmediato como el conocimiento de cualquier otro fenómeno3. El conocimiento de mí mismo es el conocimiento de un fenómeno más entre otros y, por ello, requiere de las mismas condiciones o de los mismos principios de justificación que el conocimiento de cosas distintas a mí.
Supongamos que la filosofía kantiana puede mostrar que el idealista problemático se ha equivocado y que, o bien el conocimiento de sí mismo presupone el conocimiento de algo externo a la mente, o bien que tenemos tan buenas o tan malas razones para aceptar el conocimiento de sí mismo como las tenemos para aceptar el conocimiento de objetos externos, ya que los principios que justifican mi pretensión de conocerme a mí mismo son los mismos que justifican mi pretensión de conocer objetos externos. Para Peter Hacker esta respuesta es la que Kant desarrolla tanto en la Refutación al idealismo como en la Deducción trascendental (Hacker 1972: 83). Con esta respuesta el escéptico tendría que abandonar su pretensión de conocerse a sí mismo y de expresar cómo le parece que son las cosas. Esto es cierto, pero requiere la distinción de al menos dos pasos. En el primero, el escéptico debe reconocer que la expresión de cómo le parecen las cosas no constituye un auténtico conocimiento. En el segundo, el paso decisivo de la Deducción trascendental, Kant pretende mostrar que incluso la expresión de cómo nos parecen las cosas presupone el reconocimiento de objetos distintos a nuestras percepciones.
Si el argumento kantiano de la Refutación al idealismo entiende por conocimiento un cuerpo de enunciados cuyo valor de verdad podemos determinar por las conexiones que guardan entre sí, entonces el escéptico puede renunciar al presunto conocimiento que tiene de sí mismo y quedarse sólo con lo que le parece. Si lo que el argumento kantiano ha establecido hasta ahora es que no se pueden tomar como verdaderos ciertos enunciados sobre mis estados mentales sin tomar como verdaderos algunos enunciados que se refieren a cosas distintas de mí, entonces a lo que renuncia el escéptico es a todos esos enunciados cuyo valor de verdad sólo podemos determinar mediante esas conexiones. Si el argumento kantiano logra ir más lejos y muestra que el mismo tipo de conexiones que establecemos entre enunciados sobre nosotros mismos es el que establecemos entre enunciados que se refieren a objetos distintos de nosotros, entonces el escéptico puede renunciar a todos los enunciados sobre sí mismo que guarden esas relaciones. Se queda sólo con aquellos enunciados sobre sí mismo que puede aceptar haciendo abstracción de sus conexiones con otros enunciados; se queda con enunciados que sólo expresan lo que le parece.
Estos enunciados los acepta el escéptico en virtud de la percepción o impresión que tiene en el momento en que los acepta y pueden expresarse a través de enunciados de la forma “me parece que p”. Con esto se queda el escéptico, pero ¿qué es lo que ahora pone en cuestión? No sólo pone en cuestión la verdad de los enunciados que se refieren a objetos externos, sino también la de aquellos que se refieren a sí mismo y están conectados inferencialmente. Lo que pone en cuestión es la validez de las conexiones que establecemos entre enunciados cuando pretendemos justificarlos. Pone en cuestión, pues, los principios inferenciales a los que recurrimos cuando pretendemos justificar nuestros enunciados empíricos. Ésta es la segunda manera de caracterizar la posición del escéptico que enfrenta Kant. La respuesta a este desafío la proporciona en la Deducción trascendental de las categorías.
Interpretar de esta manera la posición y el desafío del escéptico que Kant enfrenta en la Deducción tiene la ventaja de hacer comprensible por qué hay que ver en ella, al mismo tiempo, un argumento a favor de la validez de los principios que nos permiten justificar enunciados empíricos y un argumento a favor de la necesidad de pensar en objetos distintos a nuestras percepciones para poder darle unidad a las mismas. Para Kant, efectivamente, los principios que hacen posible el entramado de enunciados que constituye el conocimiento empírico se derivan de las categorías, gracias a las cuales ordenamos el contenido de nuestras percepciones de tal manera que podemos pensar en objetos distintos de ellas. Pensar en términos de objetos distintos de las percepciones es lo que permite utilizar unos enunciados como justificación de otros.
El paso que ahora debe dar Kant es mostrar que incluso la expresión de lo que nos parece requiere pensar en términos de objetos distintos de las percepciones. Para ello recurre al concepto de unidad de la conciencia, el cual puede caracterizarse simplemente como la unidad de nuestras percepciones o pareceres. Si es posible mostrarle al escéptico que necesitamos pensar en objetos reales para darle unidad a nuestras percepciones, entonces habremos justificado los principios que nos permiten establecer relaciones de justificación entre enunciados empíricos.
No me puedo meter ahora al manglar de la Deducción trascendental y sus distintas interpretaciones como respuesta al escéptico. Sólo quiero presentar una reflexión que puede obtenerse fácilmente a partir de uno de los fragmentos más conocidos de la Deducción en la primera edición de la Crítica de la Razón Pura4. Por mencionar procesos mentales, este fragmento se inscribe en lo que se ha llamado con desdén “psicología trascendental” (cf. Strawson 1966: 32, 88,97). A pesar de ello, esa reflexión me resulta muy sencilla y convincente.
La reflexión se apoya principalmente en una premisa que el escéptico debe conceder: que nuestras percepciones forman parte de secuencias temporales de las cuales tenemos conciencia5. Pues bien, para tener conciencia de una secuencia temporal de percepciones no sólo debo recorrerla, sino también recordar las percepciones recorridas. Si en cada momento olvidara la percepción anterior nunca empezaría a formar la secuencia temporal en cuestión. Pero el recuerdo o reproducción mental de las percepciones anteriores sería inútil si no pudiera reconocer que recuerdo lo mismo que he percibido anteriormente. Si no pudiera reconocer que es lo mismo lo que recuerdo y lo que he percibido, entonces los recuerdos o reproducciones serían para mí percepciones nuevas. Otra vez, no podría empezar a formar una secuencia. Ahora bien, la percepción y la reproducción son dos estados mentales distintos que ubico en dos momentos diferentes. Lo que reconozco como lo mismo en la percepción y en la reproducción o recuerdo tiene que ser sólo su contenido. Tengo que aceptar, por lo tanto, que distintos estados mentales tienen el mismo contenido y, por ende, que éste, el contenido, tiene que ser algo distinto de cada uno de mis estados mentales.
Esta sencilla reflexión debe obligarme a reconocer que no puedo aceptar sólo enunciados que se refieren a mi percepción actual, ya que debo ubicar esta percepción en una serie temporal, de la cual no tendría conciencia si no acepto enunciados acerca de percepciones anteriores. Pero, además, debo reconocer que el contenido de mis estados mentales es distinto de ellos mismos, que la secuencia de mis estados mentales no se puede identificar con la secuencia de sus contenidos. Es cierto que esta diferencia tan sólo condiciona la unidad de la conciencia (la conciencia de una serie temporal de percepciones) a nuestra capacidad de pensar en objetos intencionales. El siguiente paso que Kant requiere para cumplir con las expectativas de la Deducción trascendental es mostrar que los objetos que podemos reidentificar a través de distintos estados mentales deben ser pensados de tal manera que mantengan relaciones que no dependan de las percepciones. Es en las Analogías de la experiencia en donde se puede ubicar con más claridad el esfuerzo de Kant por articular la diferencia entre mis percepciones y sus contenidos en los términos de la diferencia entre subjetividad y objetividad, entre la secuencia de mis representaciones en cuanto estados mentales y la conciencia de los objetos de mis percepciones como objetos que mantienen relaciones que no dependen de mis percepciones, relaciones que éstas no pueden modificar. El concepto de causa, entendido como una relación entre hechos u objetos y no entre percepciones, evidentemente desempeña un papel crucial en este esfuerzo por mostrar la necesidad de pensar esa diferencia de secuencias temporales. No es mi objetivo evaluar el éxito de esta empresa. Tan sólo me interesa señalar que si alcanza su objetivo, entonces logra mostrarle al escéptico que la unidad de la conciencia está condicionada por el conocimiento de un ámbito objetivo de fenómenos, por un conocimiento que está articulado por principios de justificación como el principio de causalidad.
Si la reflexión sobre la necesidad de pensar en el contenido de nuestras percepciones como algo distinto de ellas para poder darle unidad a nuestras percepciones es correcta, el escéptico tendría que reconocer que no puede aceptar sólo enunciados sobre sí mismo con base en sus impresiones o percepciones actuales, sino que tiene que establecer conexiones entre enunciados. El escéptico se encontraría en serios aprietos. Sin embargo, tiene una salida que el idealismo trascendental de Kant hace perfectamente comprensible y legítima. Puede aceptar que es necesario pensar en términos de objetos con relaciones de causalidad entre sí para darle unidad a nuestras percepciones, pero señalaría que esto es compatible con la no existencia de esos objetos. Quizá necesitemos pensar que existen objetos distintos de nuestras percepciones actuales, pero eso no demuestra que realmente existan. Argumentar a favor de la necesidad de creer algo no es lo mismo que argumentar a favor de su existencia. Esta objeción en contra de los argumentos kantianos no es nueva. Puede encontrarse ya en el Aenesidemus de Gottlob Ernst Schulze6.
El idealismo trascendental de Kant puede aceptar esta objeción e interpretarla en términos de la diferencia entre fenómenos y cosa en sí. Pero esta interpretación se adelanta precisamente para evitar el idealismo empírico, que sólo acepta la existencia de percepciones. Reconocer que nuestro conocimiento se limita al ámbito de aquello que podemos experimentar es lo que permite al idealismo trascendental resguardar las diferencias que podemos establecer en esa esfera. Para este último idealismo, la necesidad de pensar de acuerdo con categorías no permite, efectivamente, saber cómo son las cosas independientemente de ellas. Pero en el campo de la experiencia las categorías permiten distinguir entre los objetos, las percepciones y las meras apariencias (cf. Stroud 1983: 420). En este ámbito, las razones para creer en la existencia de algo son razones a favor de su existencia7.
Desde las primeras respuestas a las objeciones de G. E. Schulze, los defensores de la filosofía trascendental han señalado que este autor confundía el plano empírico con el plano trascendental8. El principal blanco de las críticas de Schulze era la diferencia entre la forma y el contenido de la experiencia. Le parecía que esa filosofía hacía precisamente lo que ella misma había prohibido: adjudicarle relaciones de causalidad a cosas que no nos son dadas, tales como esas presuntas facultades trascendentales que supuestamente ponen la forma de nuestras representaciones empíricas. Considerar que la causa de la forma de nuestras representaciones son nuestras facultades le parecía que equivalía a pretender conocer algo que rebasa el ámbito de la experiencia. Los defensores de la filosofía trascendental frente a las objeciones de Schulze han señalado que esta manera de interpretar los aspectos trascendentales del conocimiento, como si mantuvieran el tipo de relaciones propio de los objetos empíricos, es errónea. Sin embargo, hay que aceptar que el propio Kant, sobre todo en la Estética trascendental, permite esta interpretación, al considerar que si el espacio y el tiempo son algo en nosotros, entonces es posible explicar cómo son posibles los conocimientos a priori sobre ellos. El idealismo trascendental entendido, pues, como una posición que concibe el conocimiento a priori como conocimiento de ciertas estructuras mentales, se expone, en efecto, a las objeciones de Schulze. Pero, también es posible entender el idealismo trascendental como una posición austera que simplemente señala que las condiciones de posibilidad del conocimiento empírico no son reales en el mismo sentido en que lo son los fenómenos y que, por lo tanto, no podemos tener conocimientos de esas condiciones haciendo abstracción de aquello que hacen posible. Para este idealismo trascendental austero, interpretar los principios de justificación del conocimiento empírico como parte de un andamiaje mental que permite obtener conocimiento a priori constituiría, efectivamente, una trasgresión de los propios límites del conocimiento. Pero, si esta interpretación es una trasgresión a esos límites, también lo es pensar en una realidad que no puede ser alcanzada por esos principios, de tal manera que la objeción del escéptico, según la cual las razones para creer algo no son razones a favor de su existencia, caería dentro de ese ámbito de discusión en el cual no es posible decidir nada y que Kant denomina “dialéctica”.
Esta sería, pues, la estrategia a la que podría recurrir el idealismo trascendental austero en contra de la tercera y más radical posición del escéptico: mostrarle que su objeción sólo cabe en el campo de la dialéctica, en una esfera en la cual hemos rebasado las condiciones de posibilidad del conocimiento empírico y de la experiencia misma. Aceptaría, pues, que sería inútil pretender responder satisfactoriamente a esa objeción, pero agregaría que eso no pone en cuestión los principios que nos permiten justificar enunciados empíricos.


1. Aun cuando la posición de Kant ante el escepticismo se pueda interpretar de muchas maneras, la filosofía contemporánea destaca como uno de los pasos de esa empresa disolutiva las críticas de Kant a la prioridad epistémica del conocimiento de nuestros propios estados mentales, uno de los presupuestos básicos del escepticismo sobre el mundo externo, el llamado “escepticismo cartesiano”, que, de acuerdo con la opinión de R. Rorty, orientó las preocupaciones de la epistemología moderna.

2.Me refiero aquí, en particular, al diagnóstico que Kant proporciona de la psicología racional en el capítulo sobre los paralogismos de la razón pura de la Crítica de la razón pura. De acuerdo con ese diagnóstico, los paralogismos se generan por ver en la unidad de la conciencia, la condición última de todo conocimiento, un objeto de conocimiento. Pero, esto no es posible, según Kant, debido a que la unidad de la conciencia no proporciona pluralidad intuitiva alguna que pueda ser sintetizada mediante las categorías. Lo mismo podría decirse, sin embargo, de las propias categorías. Éstas proporcionan la unidad o el marco conforme al cual sintetizamos intuiciones, pero ellas mismas no ofrecen intuición alguna que pueda ser sintetizada.

3. Véase, entre otros: Stroud 1984 y Hacker 1972: 84.

4. Me refiero a uno de los fragmentos más comentados de la Deducción trascendental; aquél en el cual Kant expone las tres principales síntesis del conocimiento: síntesis de la aprehensión en la intuición, de la reproducción en la imaginación y del reconocimiento en el concepto (A 98-110). Debo confesar, sin embargo, que en la reflexión que desarrollo aquí también recurro a ideas pertenecientes a la Analítica de los principios.

5. La plausibilidad de la posición del escéptico en este punto depende de que aceptemos que la conciencia de la temporalidad de nuestras percepciones no constituye un conocimiento inferencial. Kant permite esta posición en la medida en que considera que la conciencia del tiempo no es discursiva, sino intuitiva.

6. cf. Schulze 1792: 77. Véase también la exposición de las ideas de Schulze en: Beiser 1987: 266-284, en particular 277 y 281; y en: Cassirer 1974.

7. Podría pensarse que la última posición del escéptico que presento aquí es la misma que la del escéptico que conduce al dilema que presenté en la primera parte de este trabajo. Después de todo, ambas posiciones ponen en cuestión la verdad de los principios que hacen posible justificar enunciados empíricos. La diferencia está en que la última posición que presento aquí tiene que apelar a la idea de una realidad que rebasa el ámbito de la experiencia para darle plausibilidad a su desafío. El problema ya no es que los objetos de la experiencia puedan ser distintos de los objetos que pensamos con esos principios, sino que la realidad puede estar constituida por objetos que sean distintos a los objetos de la experiencia.

8. cf. Maimon 1794 y Beck 1796: 157 s., 241. Véase también, con respecto a las réplicas de Maimon: Beiser 1987: 320-323; con respecto a las réplicas de J. S. Beck: Cassirer 1974.



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