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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.129 Bogotá Dec. 2005

 

Durán, Vicente et alii (comp.) Problemas de la filosofía de la religión desde América Latina. De la experiencia a la reflexión. Siglo del Hombre Editores, Equipo Jesuita Latinoamericano de Reflexión Filosófica, Bogotá, 2003.

 

Vicente Durán et alii: PROBLEMS OF RELIGION FROM A LATIN-AMERICAN POINT
OF VIEW. FROM EXPERIENCE TO THOUGHT

 

Jorge Aurelio Díaz

Universidad Nacional de Colombia


Como bien lo señala Vicente Durán en la Presentación del libro, la religión no ha sido un tema que haya gozado de gran interés en la reflexión filosófica en América Latina. Si bien es cierto que la Teología de la Liberación, originada y desarrollada sobre todo en estas tierras, ha gozado de una particular atención en diversos ámbitos culturales, la reflexión filosófica se ha mostrado poco interesada en analizar el fenómeno religioso, no obstante la importancia que sin duda alguna debe otorgársele al mismo. Tal vez sea esto una muestra más de que nuestra reflexión filosófica ha estado bastante alejada de la realidad concreta.
El libro consta de tres partes, tituladas: I. Situación de la religión hoy en América Latina; II. De la fenomenología de la religión a la filosofía de la religión; III. Filosofía de la religión y experiencia de Dios.
Se trata, en general, de una reflexión llevada a cabo desde muy diversas perspectivas, y abarca desde análisis estrictamente conceptuales, es decir filosóficos en el sentido tradicional del término, hasta descripciones que, si bien pueden llevar el nombre de fenomenológicas, pertenecen más bien al género socio-antropológico, sin que ello, por supuesto, desdiga de la calidad y el interés de las mismas.
Este carácter descriptivo corresponde sobre todo a dos de las colaboraciones de la primera parte del texto, titulada, como se dijo, Situación de la religión hoy en América Latina. Título que, como nos sucede a quienes cultivamos la filosofía, promete en su generalidad más de lo que en realidad puede ofrecer. Más que una visión global sobre la religiosidad latinoamericana, se trata de dos ensayos sin duda interesantes, pero muy parciales: uno de Pedro Trigo sobre Las formas ambientales de la religión en América Latina, y otro de Bartomeu Meliá sobre Cultura y religión paraguaya en transición.
La obra se inicia, luego de la Presentación de Vicente Durán, con un excelente ensayo de Augusto Hortal, profesor de la Universidad de Comillas, titulado Modernidad y crisis de sentido. Nos expone allí un cuidadoso análisis de tres posturas posibles ante la crisis de sentido que caracteriza con frecuencia a nuestra experiencia de hombres modernos: una conservadora que busca aferrarse a las convicciones del pasado, una progresista que proyecta su visión hacia el futuro, y una a la que llama “postmoderna”, afincada en el presente y a la que califica como “historicista, situacionista y relativista” (27). Hortal se propone sustentar una postura del “justo medio”, señalando lo que cada una de estas diversas actitudes tiene de valioso, y estableciendo a la vez sus respectivas limitaciones.
Establece luego, con Charles Taylor, una importante diferencia con respecto al sentido del término Modernidad, el cual puede entenderse, ya sea como una cultura más entre las muchas que han habido en el pasado y que habrán de venir en el futuro, ya sea como una determinación formal de carácter selectivo que permitiría establecer un criterio último sobre lo que debe considerarse como valioso o no. Este segundo sentido de “moderno” tiene la pretensión de descalificar todo aquello que no esté en condiciones de ser sometido a sus exigencias. Con estas consideraciones pasa a examinar la religión como el ámbito donde la pérdida de sentido suele adquirir sus rasgos más agudos y, luego de examinar tres tipos de pluralismo, nos señala cómo el pluralismo que caracteriza a la Modernidad es precisamente aquel donde diversas formas de vida y de valores buscan interactuar en un terreno compartido de carácter “neutral”, o (añadiría yo) aparentemente neutral. Esto le permite analizar el fenómeno muy moderno que conocemos con el nombre de “fundamentalismo”, considerándolo desde dos perspectivas diferentes: la de modernidad como criterio formal, que considera fundamentalista a todo aquel que busca salvaguardar su identidad diferenciada; y la del creyente, que reclama su derecho a mantener su identidad diferenciadora. El gran peligro del liberalismo es, sin lugar a dudas, su tendencia a homogeneizar las diferencias en beneficio de la convivencia.
Hortal lanza luego una afirmación que debe tomarse como voz de alerta: “Las instituciones cristianas actuales -al menos en Europa- no están ayudando a mediar entre la cultura moderna y el sentido cristiano de la existencia” (33). Una vez más, su intención es buscar una vía media, esta vez entre el fundamentalismo excluyente que corre el peligro de convertirse en ghetto, y la asimilación indiscriminada al ambiente que termina diluyendo todo rasgo diferenciador que permita apuntalar el sentido de la propia existencia.
Los otros dos ensayos que componen esta primera parte, como ya lo hemos señalado, entran a analizar aspectos específicos de la religiosidad latinoamericana. El de Pedro Trigo nos ofrece una Fenomenología de las formas ambientales de religión en América Latina, y se trata de una interesante exposición de nueve escenarios, en cada uno de los cuales asistimos a la presentación de una forma diferente de vivir el sentido de lo religioso. Sin pretensiones de ser exhaustivo, dada la complejidad de los fenómenos religiosos, y centrando su atención sobre todo, aunque no exclusivamente, en las formas de vivir el Catolicismo, Trigo nos describe con verdadera simpatía y empatía la forma como diversos grupos o personas individuales buscan responder a sus necesidades religiosas. Echo de menos, sin embargo, un criterio que pudiera orientarnos en la selección de esos fenómenos. Sin negar el interés que despierta cada uno de ellos, así como el cuidado que tiene el expositor para presentarlos en la forma más fiel y respetuosa posible, confieso que no pude llegar a responderme la pregunta: ¿por qué escogió estos y no otros? ¿Son acaso los principales, o los de mayor significación? ¿O simplemente son aquellos que el autor tuvo ocasión de conocer?
No cabe duda de que, entre la variada diversidad de “formas ambientales”, hay una en particular en la que el autor no está haciendo únicamente una cuidadosa y atenta descripción ‘fenomenológica’, es decir, no está describiendo simplemente con la mayor fidelidad aquello que él ha podido comprender de algo que sin embargo, y en sentido muy profundo, le es ajeno. Se trata del tipo de cristianos a quienes denomina: cristianos pasados por la Ilustración. El lector percibe con claridad, no sólo por el ritmo de la descripción, por los recursos retóricos y por la articulación de lo conceptos, sino también por la precisión en el manejo de estos últimos, por la finura del análisis y la riqueza del mismo, que en este caso particular está describiendo una profunda y muy personal vivencia.
Esto, por supuesto, no desdice para nada, ni ensombrece el valor de la exposición, sino que, por el contrario, ofrece un elemento significativo para el ulterior desarrollo de este ejercicio fenomenológico. Incita a pensar que, en la determinación y el análisis de las diversas formas de vivir el catolicismo, convendría aplicar de manera más estricta una crítica conceptual tan articulada como la que se lleva a cabo en este caso particular. Porque en ese preciso escenario Trigo sobrepasa con creces la estricta descripción fenomenológica, gracias la densidad de sus conceptos, para adentrarse con firmeza en el campo de la hermenéutica. Campo este que, como bien sabemos, resulta propicio a la controversia y la contraposición de ofertas explicativas, y resulta por ello mismo más fecundo y prometedor.
Una vez situado en ese campo hermenéutico, Pedro Trigo llega a proponer una tesis polémica, sin duda, y que debe ser asumida como tal:

Creo que el esclarecimiento de si ese poder que se impone sobre otros en contra de ellos le compete a Dios, será el debate decisivo, no sólo de este siglo, sino también del milenio, si incluimos en él la legitimidad del uso humano del poder así entendido, y si no debe considerárselo siempre un crimen, aun cuando en alguna circunstancia, por nuestro primitivismo y pecado, no sepamos emplear otro medio (79).

No me corresponde, y menos aún en el contexto de esta reseña, entrar a examinar esta tesis de claro talante anarquista. Baste pensar que la justificación de la misma se apoya en aspectos de la doctrina luterana acerca del poder civil, cuya relevancia y carácter problemático son bien conocidos. Pero parece importante subrayar la tesis misma, que atañe a la relación entre religión y política, entre fe e institución, y que concierne de manera muy particular al Catolicismo, y a su muy particular doctrina eclesiológica. Debo confesar que las reflexiones finales de Trigo acerca del mercado de Dios y de un Dios más allá del mercado me resultaron confusas, tal vez por desconocimiento del contexto dentro del cual tales reflexiones se llevan a cabo.
La segunda parte del libro se abre con un denso análisis de carácter metodológico, elaborado por Paul Gilbert, de la Universidad Gregoriana, titulado: Filosofía y fenomenología. Del análisis trascendental de Kant pasa a considerar la fenomenología husserliana y la hermenéutica, tal como han sido desarrolladas por autores italianos y franceses. Su propósito, nos dice, es analizar “qué método será capaz de acompañar una meditación sobre el fenómeno religioso en su esencia, con la amplitud, la profundidad y la radicalidad que se puede esperar de la filosofía” (141). Palabras que me recuerdan las del analítico norteamericano Alvin Plantinga en su llamado a los filósofos cristianos, donde reivindica el derecho que tienen a escoger no solamente los temas de su particular interés, sino también los métodos que consideren más adecuados para su tratamiento.
Las consideraciones de Gilbert se centran sobre todo en las discusiones que se han venido adelantando en los últimos años tanto en Italia como en Francia, y en cada caso con muy diverso propósito. Sin entrar a analizar la combinación que establece entre fenomenología y hermenéutica, cabe decir que se trata de una cuidadosa reflexión que apunta a examinar la pregunta de particular significación para toda filosofía de la religión que pretenda dar razón de su empeño: ¿puede cualquier método filosófico ofrecer los instrumentos adecuados para examinar el fenómeno religioso en toda su complejidad? Y entre los diversos métodos que pudieran considerarse adecuados ¿habrá alguno o algunos que sean más aptos para desempeñar esa tarea, y por qué? No podemos olvidar que en la reflexión filosófica el método suele resultar inseparable del contenido.
El artículo de Juan Carlos Scannone, titulado De la fenomenología de la religión en América Latina a una filosofía de la religión, debo confesar que ha sido el único cuya lectura no me fue posible terminar. Se trata de un recorrido a grandes brochazos que parte de Aristóteles para llegar a Bernard Lonergan, Jean Ladrière y Enrique Dussel. Acostumbrado como estoy, tal vez por deformación profesional, a los análisis de filigrana, no puedo menos que sentirme desconcertado cuando leo acerca de la Fenomenología de Hegel afirmaciones de este calibre:

No hay lugar en ella -dice- para la gratuidad de la libertad y del acontecimiento histórico -pues es lógicamente necesaria-, ni para el misterio trascendente de la religión, porque la verdad de ésta -para Hegel- radica en el saber dialécticamente autotransparente que evacua el misterio santo (183).

Ante semejante exabrupto, afirmado además con total desparpajo y sin ningún intento de justificación, uno no puede menos que guardar silencio y pasar adelante. Formulaciones rotundas sin mayor sustentación abundan en el texto. La gran ventaja, en este caso, es que el artículo siguiente constituye un verdadero remanso de claridad y precisión, en un tema, por lo demás, de gran interés. Gerardo Remolina nos ilustra sobre: Religión y cultura. Elementos para una filosofía de la religión. De la mano de Bernard Lonergan, y recogiendo indicaciones de las mejores fuentes, nos explica cómo una filosofía de, ya sea la religión, el arte, o cualquier otro objeto adecuado para la reflexión filosófica, debe componerse de tres elementos fundamentales. En primer lugar los términos más significativos del respectivo objeto de reflexión, luego las correlaciones básicas que se establecen entre los mismos y, finalmente, la orientación o intencionalidad hacia la cual se apunta.
En cuanto a los términos, Remolina toma tres, que le permiten avanzar desde una descripción fenomenológica hasta una reflexión de carácter hermenéutico, es decir, interpretativa. Partiendo de la experiencia religiosa avanza hasta la fe, y de ésta hacia la cultura. En cada paso va señalando con claridad los elementos que deben ser tenidos en cuenta, de modo que la reflexión es llevada de un concepto al otro con plena naturalidad argumental. Ello le permite precisar cuál es la orientación básica hacia donde apunta toda experiencia religiosa: el misterio fascinante y tremendo, o el sentido de lo numinoso o divino.
La expresión de la experiencia religiosa exige pasar del simbolismo, como su formulación inmediata y natural, al pensamiento reflexivo que se propone comprenderla. Este paso se lleva a cabo en tres etapas que conviene diferenciar: la fenomenológica que se mantiene en la comprensión del símbolo por el símbolo mismo, la exegética que se abre a la interpretación y avanza hacia la superación del símbolo, y finalmente la filosófica que se presenta a su vez bajo tres formas: el pensamiento reflexivo que desmitologiza al reducir el mito a pura alegoría, el pensamiento especulativo “que piensa el símbolo desde la totalidad y la necesidad” (223), y el pensamiento meditativo cuando la sabiduría toma el relevo frente a toda posible metafísica.
Transcribo la paráfrasis que hace Remolina del texto de Amstrong que le había servido de epígrafe, y que sintetiza en buena medida sus propósitos:

En el principio los seres humanos buscaron a Dios en el fondo de su corazón, porque Él estaba presente allí. Él era la necesidad más íntima y recóndita de su ser. Lo buscaron y lo encontraron como la Causa de todas las cosas y el Ordenador de cielo y tierra. Tuvieron que representarlo a su imagen y semejanza, porque no había más posibilidad para ellos. En otras ocasiones prefirieron callar. Se adhirieron a Él por medio de la fe, que expresaron de múltiples maneras, en términos humanos, limitados y falibles. De acuerdo con la diversidad de sus culturas edificaron templos y constituyeron sacerdotes para su servicio. Formularon doctrinas sobre Él y lo exaltaron de manera inadecuada a través de su culto y sus costumbres. Procuraron hacerlo cercano a todas las situaciones de su vida para que no los abandonara, ni se esfumara de su conciencia. Dios continúa vivo y los hombres seguimos buscándolo… (225).

La tercera parte del libro se abre con un estudio de Jorge Seibold, titulado Experiencia simbólica, experiencia religiosa y experiencia mística. Nuevos ámbitos para el encuentro personal con un Dios personal. Se trata, a mi parecer, de uno de los más interesante y novedosos ensayos del libro, aunque en realidad no se trata de una reflexión de carácter filosófico. Pero, como podemos ver, el mismo título lo anuncia con claridad: busca examinar la experiencia simbólica, religiosa y mística desde la perspectiva del encuentro personal con un Dios personal. Y debe ser claro que esta idea rebasa los límites de una exposición filosófica.
Para su exposición, Seibold utiliza en forma abundante análisis fenomenológicos sobre la experiencia humana y, en particular, la experiencia interpersonal. Pero su objetivo y su intención son abiertamente teológicos, en el sentido de apoyarse sobre una concepción y una experiencia referidas al Dios cristiano, al Dios revelado por las Escrituras. De ahí que sus consideraciones, si bien tienen una importancia innegable para la teología y la pastoral, no la tienen sino en forma muy relativa e indirecta para una comprensión filosófica del aspecto místico de las religiones.
El mayor interés que descubro en el texto de Seibold es su valoración de las experiencias y manifestaciones religiosas llamadas “populares”, que con frecuencia suelen ser vistas con una buena dosis de desconfianza, cuando no de desprecio. Sin embargo eso mismo hace que su valoración de tales fenómenos como “experiencias místicas” que no tienen por qué estar vedadas a las gentes sencillas y sin mayor preparación teórica, deba dotarse de unos principios muy claros de “discernimiento espiritual”, es decir, de medios adecuados para discernir lo que pueda ser una verdadera experiencia religiosa, de fenómenos que podríamos catalogar como fanatismo, fetichismo o idolatría. Diferencia que no siempre resulta fácil establecer con suficiente claridad.
Seibold formula una tesis que no puedo compartir. “La ontoteología -nos dice- no es posible porque pervierte y compromete la trascendencia de Dios como el ámbito de lo sagrado” (245). No es este el lugar para entablar una controversia a propósito de esa atrevida aseveración, que él, por lo demás, no considera necesario desarrollar por extenso. Pero, en la perspectiva de una eventual discusión, me atrevo a decir que, de ser cierta la tesis, estaría invalidando de un golpe esfuerzos y propuestas filosóficas tan dignas de atención como las de los grandes racionalistas: Leibniz, Spinoza o Malebranche. Y sin bien es ser cierto que tales concepciones de lo Absoluto no corresponden a la imagen de Dios trasmitida por la revelación cristiana, más aún, que algunas o todas ellas resulten incompatibles con dicha revelación, no lo es menos que se apoyan sobre estructuras conceptuales de la mayor consistencia, hasta el punto de que no pocos pensadores cristianos las hayan considerado -al menos a algunas de ellas, o algún rasgo significativo de las mismas- como compatibles con una adecuada concepción cristiana de Dios. Y esto, en virtud de que la fuerza de verdad o la racionalidad de dichas doctrinas los ha llevado a pensar que, en razón de la unidad de lo verdadero, no cabría negarles validez desde la revelación. Creo que se plantea aquí una controversia que comienza a abrirse paso entre los estudiosos del fenómeno religioso, y es la compatibilidad o incompatibilidad que puede darse entre la religión, tal como la entienden las religiones monoteístas (Judaísmo, Cristianismo e Islam), y la tradiciones místicas de las llamadas religiones orientales (Hinduismo, Budismo, Taoísmo). Pero, como lo acabo de señalar, esta discusión tendría que llevarse a cabo en otro contexto.
En todo caso, la perspectiva teológica o cristiana que Seibold asume, sin distinguirla con suficiente claridad de una perspectiva puramente fiosófica o racional, hace que su análisis termine estableciendo la mística cristiana como modelo, si no único, al menos sí paradigmático, lo cual no creo que pueda sustentarse con sólidos argumentos.
Y esta confusión de ámbitos se vuelve aún más clara en las tres dificultades que presenta el concepto de una relación personal con un Dios personal. Las dos primeras se preguntan cómo pueden entablar una relación personal un Dios tan lejano y un ser humano tan precario como los que se siguen de una adecuada concepción de la trascendencia divina. Y la tercera trae a colación experiencias religiosas en las que Dios no tiene carácter personal alguno (budismo, brahamanismo). Pero lo que Seibold no tiene en cuenta es que esas dificultades no son tales sino precisamente para una concepción de Dios como la cristiana, o la judeo-cristiana, y no pueden ser evaluadas de manera adecuada desde un punto de vista exclusivamente filosófico. En otros términos, un análisis filosófico de los fenómenos místicos tendría que comenzar por delimitar con mayor precisión el ámbito de lo estrictamente racional y el de lo revelado, cuyas relaciones y diferencias no suelen ser lo suficientemente claras en buena parte de la teología católica, y por lo tanto tampoco en la filosofía elaborada por pensadores católicos, como es el caso del libro que reseñamos.
Al analizar la religiosidad latinoamericana, Seibold nos dice que centrará su atención en la tradición bíblica y cristiana, y añade:

La escogencia no significa que queramos excluir otras tradiciones, puesto que lo hacemos no desde una posición confesional, sino desde una fenomenología de la religión, abierta por lo tanto a la totalidad del fenómeno místico en el que participan todos los pueblos (255).

Pero ello mismo permite ver la dificultad para distinguir los diversos planos, ya que su lectura, fenomenológica o no, es claramente confesional, cristiana, y diría que católica, sin que ello, por lo demás, disminuya su valor, ni implique menosprecio o desconocimiento de otras posibles experiencias religiosas y místicas. Lo que sí no puede pretender, como pareciera hacerlo, es que la aceptemos como una reflexión de carácter estrictamente filosófico, cuando él mismo nos ha dicho con claridad que no lo es. Una más clara distinción entre lo filosófico y lo teológico llevaría a evitar ciertas confusiones que terminan por crear desconcierto en un lector no creyente, o en uno que, aunque creyente, tenga plena conciencia de las exigencias, tanto de método como de conceptualización, que plantea una genuina reflexión filosófica con pretensiones de universalidad. Ahora bien, no creo que esa diferenciación sea posible mientras el modelo de reflexión filosófica o teológica siga fiel a los cauces de la tradición tomista. ¿No sería acaso conveniente indagar en otras fuentes de la rica tradición cristiana y, más que afincar todas las esperanzas en el método fenomenológico, incursionar, por ejemplo, en la muy respetable tradición nominalista de estirpe franciscana? Es, a mi parecer, lo que hace tan atractiva a la llamada “epistemología reformada”, con su marcado acento calvinista, tal como la han propuesto Alwin Plantinga y sus colegas.
Sobre este problema conceptual y metodológico reflexiona precisamente el excelente artículo de Vicente Durán titulado: Ética y filosofía de la religión: una cuestión de fronteras, abordándolo desde las nada sencillas relaciones que han existido, existen o pueden llegar a existir entre la ética, como reflexión sobre el hecho moral, y la religión. Y es Kant, naturalmente, quien sirve aquí de hilo conductor:

No es necesario pensar en todo como Kant para ser kantiano: basta con reivindicar la independencia de la razón con respecto a la teología y a la revelación en lo que tiene que ver con la fundamentación de las normas morales (340).

Se trata, sin duda, del ensayo que mejor cumple con los propósitos que expresa el titulo de libro: Problemas de filosofía de la religión, ya que su clara influencia kantiana le permite definir con suficiente precisión lo que debe aspirar a ser hoy una auténtica filosofía de la religión “tras su lenta pero efectiva separación de la teología natural”:

[...]un filosofar acerca de la religión como exigencia de la razón humana, a partir, ya no del dogma revelado o de los contenidos mismos que la razón natural permita establecer acerca del ser supremo, sino a partir de la precariedad e indigencia que le son propias a la condición humana (341).

Definición marcada sin duda por el peculiar sesgo del idealismo trascendental, pero que permite, ella sí, precisar mejor los límites entre filosofía y revelación o teología. La discusión con las tesis sostenidas por Durán podría situarse precisamente en la interpretación de las dos conclusiones que se derivan de la independencia de la razón práctica con respecto a la razón teórica, tal como la sustenta Kant. La primera nos dice que

[...]no existe ningún sistema de normas que pueda ser derivado -cuya fundamentación proceda o dependa- del conocimiento de Dios. Ello se debe a que no nos es dado un «conocimiento» de Dios. Por el contrario, si Dios fuera un objeto posible de nuestra experiencia, la autonomía ética quedaría abolida (343).

Durán comparte esta conclusión, pero uno podría preguntarse ¿qué pasaría si en realidad pudiéramos conocer a Dios, no como un posible objeto de experiencia (kantiana), claro está, pero sí como una necesidad teórica de la razón? Pensemos, por ejemplo, en Spinoza. ¿Perderíamos por ello la autonomía ética? ¿O tal vez, como pretende Spinoza, perderíamos la falsa idea de un libre albedrío inexistente? Con lo cual la discusión se traslada del plano estrictamente ético y religioso, al plano epistemológico y ontológico.
Y, en cuanto a la segunda conclusión, según la cual la religión debería dejarse conducir por la ética racional, Durán no ahorra epítetos: Kant “no hace justicia” a todo lo que la religión ha significado para las personas, y tanta riqueza no cabe “en esa aburrida y pietista concepción kantiana de la religión”; su aporte al esclarecimiento de las relaciones entre religión y estética “es muy pobre” (345). Aquí, a la inversa de la conclusión anterior, me atrevería a esbozar una defensa de Kant, señalando que su propósito no era poner la religión al servicio de la moral, sino evitar que sus administradores, los clérigos católicos o protestantes, se creyeran autorizados a someter el poder civil con la pretensión de ser ellos los representantes de la voluntad divina. Y en esto, creo yo, Durán no se opondría, así lo espero, a los propósitos del profesor de Koenigsberg.
Las consideraciones finales sobre el cruce de las fronteras entre religión y moral ofrecen todo un arsenal de temas del mayor interés para una auténtica filosofía de la religión. La idea de Max Horkheimer, de “liberalizar la religión” en el sentido de sustentar la creencia en Dios como “el anhelo de que la realidad del mundo con todos sus horrores no sea algo definitivo” (349), constituye un excelente punto de partida, de clara estirpe kantiana, para desarrollar una fecunda reflexión filosófica sobre el fenómeno religioso. No entendí, en cambio, muy bien su crítica contra los que él llama “teólogos y predicadores de televisión como mercachifles espirituales” (348), por tratarse de una aseveración indiscriminada. Creo que tales fenómenos de masas, dentro de los parámetros que Durán mismo ha trazado en su escrito, deberían ser objeto de un examen más cuidadoso y matizado, si no se quiere correr el peligro de caer en un elitismo religioso de rasgos aristocráticos.
Con el propósito de no alargar más esta reseña, dejo sin comentar dos textos de gran interés; uno de Paul Gilbert titulado: El Don, y otro de de João A. Mac Dowell: Compreensão filosófica da experiência de Deus à luz da experiencia trascendental do espírito humano.
Sólo me resta decir que la Editorial Siglo del Hombre ha logrado una vez más enriquecer su ya abundante producción con un libro que la enaltece, no sólo por la riqueza de su contenido, sino igualmente por el cuidado de su edición. Me permito sin embargo una ligera sugerencia: sería bueno que se empleara un sistema único de citas que ofreciera mayor comodidad al lector, y que la bibliografía utilizada por los textos apareciera de manera uniforme al final de cada ensayo, o al final del libro. Es un servicio que los lectores acuciosos sabríamos agradecer.
Una consideración final: cuando tuve ocasión de conocer el libro, su título me causó una cierta desazón. Decir que una reflexión filosófica sobre la religión se hace desde América Latina, no me parece que ayude a promover su lectura entre quienes ejercemos la reflexión filosófica como profesión. Puede hacer pensar que, o bien se está pidiendo la benevolencia del lector por tratarse de pensadores que reflexionan en condiciones de precariedad, o bien, por el contrario, que esos pensadores tienen algo que decir que no puede habérseles ocurrido a pensadores de otros continentes. Ambas posibilidades me parece que no recomiendan un trabajo filosófico serio como el que se ofrece en esta publicación, y que, como lo señala Durán en la Introducción, “se distingue, entre otras muchas cosas, por el hecho de aspirar a hablar del hecho religioso con unas pretensiones de universalidad que rebasan cualquier credo religioso concreto y definido” (12), y cualquier horizonte geográfico, añadiría yo. Pero tal vez esta consideración extemporánea se deba a una cierta miopía de mi parte.

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