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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.129 Bogotá Dec. 2005

 

Adolfo León Gómez. Descartes ayer y hoy. AC Editores, Cali, 2002, 237 p.

 

Adolfo León Gómez: DESCARTES YESTERDAY AND TODAY

 

Jorge Aurelio Díaz

Universidad Nacional de Colombia


Excelente recopilación de “diez ensayos sobre algunos aspectos centrales de la filosofía de Descartes” (11) que el autor ha logrado publicar con esfuerzo propio, movido “sobre todo porque aún son muy escasas las publicaciones sobre Descartes en español, a pesar de que ya se han celebrado los quinientos años de su nacimiento” (11-12). Sin embargo, al no contar con un sistema de distribución adecuado, el libro resulta más difícil de conseguir que un incunable.
En el capítulo primero se presenta un interesante y detallado comentario a la Primera Meditación, que desemboca en un original análisis del muy conocido 'círculo de Arnauld' o círculo cartesiano, sólo que sin nombrarlo como tal. Se trata, como se sabe, de la prueba de la existencia de Dios, para la cual Descartes tiene que emplear, entre otros, el principio de causalidad sin antes haber descartado la duda del Genio Maligno. Gómez, siguiendo una indicación de Gouhier, sugiere como “hipótesis fundamental de trabajo” examinar la relación que existe con el Dios engañador, creador libre de las verdades lógico-matemáticas, pero cuya omnipotencia no puede quebrantar el principio del ser: Dios, por ejemplo, no podría crear la nada misma, ni aniquilarse. De ahí se seguiría, dice Gómez, que “la duda de las verdades matemáticas suponga un indubitable; la contingencia que ellas representan supone un lazo no contingente: la causalidad” (38). Si por esta razón el principio de causalidad no cae bajo los embates de la duda metafísica, ello podría ofrecer una salida novedosa al llamado círculo cartesiano.
Esto lo desarrolla el segundo capítulo, en el que, luego de exponer las objeciones de Wittgenstein a las dudas cartesianas, muestra cómo Descartes cae en la que Gómez llama “la paradoja del cartesianismo y el racionalismo”, que consiste en que “hay un orden racional para el hombre y en el interior del cual el hombre debe pensar; pero, por otra parte, hay la posibilidad de trascenderlo, «de poder decir cómo es un mundo no lógico» (en términos de Wittgenstein)” (49). Es el problema del que Hegel, a pesar de su racionalismo (o tal vez por él), tuvo plena conciencia, y que consiste en que trazarle límites al conocimiento implica en alguna forma saber qué es lo que hay más allá de esos límites. Por eso Descartes, dice Gómez, “terminó por pensar lo impensable, por decir lo indecible” (49). Llama sin embargo la atención que le atribuya esta tesis al 'racionalismo', cuando precisamente las doctrinas a las que hace referencia son de claro origen nominalista. Fue Guillermo de Ockham quien, buscando trazarle límites a la razón, acentuó la omnipotencia divina y sostuvo un voluntarismo radical, mientras que el verdadero racionalismo no reconoce límite alguno al conocimiento.
Después de dos interesantes apéndices sobre el sueño y la ilusión de los sentidos, el capítulo tercero analiza la relación entre lo cómico y la filosofía, utilizando en forma por demás simpática argumentos wittgensteinianos para poner en ridículo la duda hiperbólica cartesiana. Nos hace recordar la burla que hiciera Voltaire con su Tartufo al optimismo Leibniciano. Lo que se puede preguntar a esta clase de objeciones es si no han olvidado que el mismo Descartes se preguntó si su duda no estaba siendo excesiva, al darle el carácter hiperbólico de considerar como falso todo aquello que pudiera presentar la menor sospecha, y que él mismo respondió claramente que no: “Porque sé que entre tanto no se habrá de seguir de ello peligro o error alguno, y que no podré conceder a la desconfianza más de lo debido, dado que ahora no me ocupo de las cosas que pertenecen al obrar, sino de las que pertenecen al conocer” (Med. 1, texto latino, la itálica no está en el texto cartesiano). Acudir a ejemplos de la vida real para invalidar las dudas cartesianas, es desconocer su carácter de experimentos mentales. Me viene a la memoria el ejemplo que trae Richard Watson en su reciente biografía titulada: Cogito ergo sum: The Life of René Descartes, traducida como: Descartes. El filósofo de la luz. Ediciones Vergara, Barcelona, 2003. Nos cuenta Watson acerca del profesor Morris Cohen, quien, al día siguiente de dictar una clase magistral sobre la duda cartesiana, recibe la inesperada visita de un alumno que, al abrir la puerta, se queda mirando al profesor y le dice con cara de angustia: ‘Profesor, dígame por favor ¿yo existo?’ “El profesor Cohen -comenta Watson- lo miró con ojos acerados y preguntó con marcado acento yiddish: ¿quién quiere saberlo?” (14). Ahora bien, burlarse de unas experiencias de laboratorio porque nunca podrán darse tal cual en la realidad, no parece la manera más correcta de criticarlas.
En el cuarto capítulo se examina el fin de la duda, el cogito, y se defiende la tesis de que no puede tratarse de una deducción lógica, aunque haya, sí, una inferencia. Se insiste en el carácter ontológico de la reflexión cartesiana, y se propone entenderla como la intuición de una relación entre naturalezas simples. Esto, sin embargo, nos lleva a tropezarnos con la interpretación que ha ofrecido Gilson, según la cual la duda sólo recaería sobre juicios de existencia, lo que no parece sustentable ante la duda de las verdades matemáticas. Habrá entonces que esperar hasta que Gómez aborde el círculo cartesiano y la interpretación de Jaako Hintikka sobre la contradicción 'performativa', para estudiar este problema central con más detalle.
Y es precisamente esto último lo que aborda el capítulo quinto: El cogito cartesiano: inferencia o actuación. Se trata de una excelente defensa de la propuesta de Hintikka de interpretar el cogito como el resultado de una contradicción performativa, es decir, no lógica, pero sí presente en la misma acción de expresar: ‘el pensamiento no existe’. Para ello Gómez considera necesaria someterla propuesta de Hintikka a ciertas precisiones con el fin de situarla dentro de la teoría de la argumentación. El texto termina con una cita de Benveniste (101-102) en la que el entrecomillado resulta desconcertante: el uso de una sola forma de comillas, así como el descuido en su aplicación, es una falla menor, frecuente en el libro, que estorba a veces la lectura. Otro tanto cabe decir del uso descuidado de las comas. Así que no logro saber si la tajante afirmación de que la subjetividad del ego “no es sino la emergencia en el ser de una propiedad fundamental del lenguaje”, es de Benveniste o de Gómez. En todo caso pertenece al género de afirmaciones que siempre me han producido una cierta desazón: ¿Quiere acaso decir que yo soy ‘yo’ porque puedo emplear una cierta forma de lenguaje? En este caso preguntaría ¿no será más bien que por ser 'yo' es que puedo utilizar esa forma particular de lenguaje?
El capítulo sexto expone “Los principios de la física cartesiana”, examinando el sentido de su radical mecanicismo, así como las relaciones entre los principios de orden metafísico y el papel de la experiencia. A pesar de su interés, y tal vez por tratarse de un capítulo de la tesis de doctorado, no parece llegar a conclusiones. Señala, sí, el papel que han podido jugar en la doctrina expuesta por Descartes los temores de chocar con las tesis oficiales de la Iglesia.
Será el capítulo séptimo donde las ideas sobre el mecanicismo cartesiano se apliquen, con el propósito de establecer, en contra de la opinión de Jean Pucelle, las significativas diferencias que existen entre el pensamiento de Descartes y el de Pascal en torno al sentido del conocimiento científico. Gómez nos presenta la interesante imagen de un Pascal semi-popperiano, frente a un Descartes que confía en exceso en el valor epistémico de la intuición.
Con el capítulo octavo sobre las nociones confusas, el libro da un paso claro más allá de Descartes, comenzando por presentar lo que el autor mismo llama “un memorial de agravios anti-cartesiano” (167). La frase inicial no deja lugar a dudas: “Hace muchos años que me familiaricé con la filosofía de Descartes, y hace casi tantos que cultivo su enemistad” (165). Pero en filosofía la enemistad no suele ser una buena consejera, y en este caso lo lleva a un juicio francamente injusto sobre la influencia de Descartes en la filosofía posterior. “He creído -nos dice Gómez- y sigo creyendo que toda la filosofía contemporánea, o por lo menos su mejor parte, es anti-cartesiana” (165), y con ello pareciera decir que el intento cartesiano no fue más que un completo fiasco. Lo que tal vez olvida es que, como ya lo hiciera notar Hegel, de nadie depende más un filósofo que de sus adversarios, de modo que el juicio de Gómez podría más bien corroborar lo que ha dicho el mismo Hegel en su Historia de la Filosofía con respecto a Descartes: “La influencia de este hombre sobre su época y sobre los tiempos modernos no cabe imaginársela mayor” (VGPh, III, Suhrkamp, 123). En todo caso el mayor interés de este capítulo se encuentra en la exposición que nos ofrece sobre diversos intentos que se han venido haciendo por valorizar el papel de las nociones confusas en la reflexión filosófica, y muy en particular en el pensamiento de Perelman, que, como sabemos por otros escritos, Gómez conoce muy bien.
Los capítulos finales, nueve y diez, son dos ensayos bien particulares. El primero, por su curiosidad, ya que se trata del examen de un libro también él muy curioso sobre las pretendidas relaciones entre el drama El Anfitrión del poeta latino Plauto, y las Meditaciones cartesianas, escrito por el filólogo español Benjamín García-Hernández. No voy a detenerme sobre ello, sino sólo para indicar que Gómez, con muy buen criterio a mi parecer, aprovecha las indicaciones del libro para comprender mejor la estructura de la argumentación cartesiana, pero no comparte el pretendido descubrimiento de un secreto guardado por Descartes en cuanto al origen de su proyecto filosófico.
El segundo ensayo se refiere a los conocimientos sobre Descartes que se le han atribuido al ilustre colombiano Miguel Antonio Caro, figura importante en la historia política del país, y cuyo papel en el cultivo de la lengua de Cervantes nadie pone en cuestión. Se trata de la utilización de motivos cartesianos para la defensa del Catolicismo, en la que Caro integra la defensa de la autoridad como fundamento del conocimiento, con una visión dogmática de la creencia religiosa, que curiosamente presenta características afines a algunas concepciones de la teología protestante en lo que respecta al carácter 'obediencial' de la fe. Gómez hace ver el carácter sesgado y muy parcial de la lectura que Caro hizo de la filosofía cartesiana.
Es una verdadera lástima que un excelente libro como este que reseñamos, no haya contado con una buena editorial que hubiera pulido su edición para librarla de pequeñas fallas que podrían haberse evitado. Y sobre todo, como ya tuve ocasión de señalarlo, que contara con un sistema de distribución que lo hiciera asequible a los potenciales lectores de habla hispana.

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