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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.130 Bogotá Apr. 2006

 

Mimesis en el Quijote

Una lectura platónica de su práctica imitativa

(A propósito de I, caps. 49-50)

 

MIMESIS IN DON QUIXOTE

Giselle von der Walde

Universidad de los Andes

gvdwalde@gmail.com

 


Resumen: Frente a argumentos tomados de las poéticas neoaristotélicas que esgrime el canónigo para condenar los libros de caballerías, don Quijote pretende mostrar con su propio ejemplo, que ese tipo de lecturas no llevan a la locura ni al abandonó de sí mismo, sino que por el contrario sacan lo mejor de la naturaleza de un individuo y lo hacen mejor persona. Este es el único tipo de imitación que Platón acepta en la República, pues más que un remedo o una suplantación implica emulación. Este escrito se propone mirar, a partir del diálogo con el canónigo de Toledo (I, 49-50), cómo en sus conductas miméticas desde el comienzo de la obra, don Quijote entiende la imitación como emulación; en consecuencia se intenta demostrar que el efecto de la literatura en el caballero manchego parece ser el tipo de mimesis que Platón acepta en el libro III de la República.

Palabras clave: Don Quijote, Platón, mimesis.


Abstract: In his encounter with don Quijote the canonigo of Toledo tries to convince him that the libros de caballerias have done him wrong and he uses arguments taken from neoaristotelic poetics. Don Quijote, on the other hand tries to show with his own example that this kind of books do not lead to madness or to abandon one self, but rather bring forth the best of an individual’s nature and makes him a better person. This is the only type of imitation that Plato accepts in the Republic, since more than a substitution of another it implies emulation. This paper seeks to show, having as a starting point the dialogue with the canonigo (I, 49-50), how in his mimetic conducts don Quijote understands imitation as emulation; and it tries to prove that the effect of literature on don Quijote seems to be the type of mimesis that Plato approves in book III of the Republic.

Key words: Don Quijjote, Plato, mimesis.


 

La concepción de las artes como mimesis gira en torno a la manera como éstas representan. La pregunta central es la de qué es lo que se imita en la imitación artística: ¿ideales, la tradición, la naturaleza, la realidad, otros artistas? (Melberg: 46). El Quijote parece proponer que lo que se imita es la literatura misma y su protagonista se embarca en la tarea de convertir la ficción en realidad.
La imitación es uno de los temas recurrentes en la novela de Cervantes y se encuentra tematizada desde el Prólogo de la Primera Parte de la obra. Además, la mayoría de los personajes que interactúan con don Quijote se ven abocados a imitar o a discutir el hecho mismo de la imitación, bien sea con respecto a la práctica del protagonista o a la suya propia. En este ensayo me concentraré en el debate entre don Quijote y el canónigo de Toledo acerca de la imitación de los libros de caballerías.
En los capítulos 47 a 50 de la Primera Parte, en el diálogo entre el cura y el canónigo y de éste último con don Quijote, se discute sobre lo perjudicial o beneficioso de los libros de caballerías y su imitación, y sobre su verdad o falsedad. En la argumentación del canónigo se resumen los principios básicos de la Poética de Aristóteles, que el Siglo de Oro español heredó a través de las Poéticas renacentistas, especialmente la de Alonso López Pinciano, y que sirven al canónigo para descartar los libros de caballerías como ejemplos a seguir. Estos principios, sin embargo, son interpretados de manera distinta por don Quijote, y él mismo los ha burlado a lo largo de toda la Primera Parte con su práctica imitativa.
En el presente escrito me propongo mirar, a partir del diálogo con el canónigo de Toledo (I, 49-50), cómo en sus conductas miméticas desde el comienzo de la obra, don Quijote entiende la imitación como emulación, e intentaré demostrar que el efecto de la literatura en él parece ser el tipo de mimesis que Platón acepta en el libro III de la República.
No tenemos pruebas de que Cervantes haya conocido directamente la obra de Platón. En El Quijote hay tres menciones a este filósofo que se refieren concretamente a la expulsión de los poetas (Quijote I, 22; I, 47; II, 38), pero que no son tomadas de la República, sino del Pinciano. Por otra parte, a través de León Hebreo, Cervantes conoció la versión renacentista de las teorías platónicas del amor. Sin embargo, aunque no hay ningún indicio de que Cervantes haya leído la República, la personal interpretación que hace el caballero manchego de las virtudes y beneficios de la imitación de personajes de los libros de caballerías, podría leerse a la luz de lo que Platón dice sobre la mimesis.

1. El canónigo de Toledo y la noción renacentista de imitación


En el capítulo 49, tras la larga disquisición que hace el canónigo de lo perjudicial y falso de los libros de caballerías, don Quijote resume las razones de su antagonista de la siguiente manera:

Paréceme, señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado a querer darme a entender que no ha habido caballeros andantes en el mundo y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores e inútiles para la república, y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto a seguir la durísima profesión de la caballería andante que ellos enseñan, negándome que no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula ni de Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras están llenas.

Ante la confirmación del canónigo de que esas fueron sus palabras, don Quijote continúa exponiendo los argumentos de éste:

Añadió también vuestra merced diciendo que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto el juicio y puéstome en una jaula, y que me sería mejor hacer enmienda y mudar la lectura, leyendo otros más verdaderos y que mejor deleitan y enseñan.

Estas afirmaciones son eco de lo que en el capítulo 47, en su diálogo con el cura, el canónigo ha reprochado a los libros de caballerías. Para demostrar que este tipo de literatura se limita a deleitar, pero no instruye, pues está llena de mentiras, el canónigo apela a los principios horacianos y aristotélicos de unidad y verosimilitud y a la idea de que la mentira debe ceñirse a lo posible o a hacer creíble lo imposible y concluye:

[...] y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verosimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe. No he visto ningún libro de caballerías que haga un cuerpo de fábula entero con todos sus miembros, de manera que el medio corresponda al principio y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan intención a formar una quimera o un monstruo que a hacer una figura proporcionada (Quijote I, 47)1 .

Pero además, estos libros deleitan al vulgo con disparates y mentiras y le hacen creer como verdaderas todas las necedades que contienen, pero no ofrecen ninguna instrucción; más aun turban el ánimo de gente de bien, como don Quijote. Las personas discretas y bien nacidas, considera el canónigo, si quieren leer libros de hazañas y caballerías provechosos, deben leer las Sagradas Escrituras y los libros sobre personajes históricos (Quijote I, 47 y 49).

En resumen, desde la perspectiva del canónigo la falta de unidad y de verosimilitud de los libros de caballerías hacen de ellos algo falso, que no proporciona verdades ni modelos que se puedan imitar, y por ende apelan al vulgo, pero no deben ser leídos por gente de bien. Sin embargo, don Quijote, que es un hidalgo bien nacido, se dejó trastocar por ellos. Esto parece probar aun más el punto de vista del canónigo: son tan perjudiciales estos libros que hacen perder el juicio incluso a los hombres buenos y contradicen el ideal de que la literatura debe proporcionar modelos a imitar para el bien de la sociedad.
De las 13 Epístolas que escribió el Pinciano tituladas Philosophia Antigua Poética, las Epístolas 3 a 5 se concentran en los principios de verosimilitud y mimesis y en la idea de que la literatura versa sobre todas las cosas y más que imitar la vida, ella debe proveer modelos correctos para ser imitados. Shepard lo explica de la siguiente manera:

Para resumir el concepto básico que Pinciano tiene de la literatura, es preciso decir que, para él, la literatura se interesa por todo el conocimiento y todas las actividades. Como el universo auténtico, el cosmos creado por la literatura contiene artes, ciencias, ciudades, naciones, hombres de todas clases, etc., concebidos de acuerdo con principios de la naturaleza. La teoría renacentista está encariñada con la idea de que la literatura es un modelo para la vida en un grado superior que a la inversa; es decir la vida modelo de la literatura [...]. De esta forma, la literatura viene a ser una especie de vademécum para la vida que, además, está libre de las vicisitudes decepcionantes del mundo físico. Produce tipos ideales, es decir, es universal (Shepard: 58).

Desde la perspectiva del canónigo los libros de caballerías no cumplen con estas exigencias y se constituyen en malos modelos a imitar. Por otro lado, como afirma Juan Bautista Avalle-Arce:

Por lo menos desde la época en que Platón escribió su Protágoras, el hombre ha tratado de empinarse, suponiendo que a través de la imitación del arte le aseguraba a su vida una nueva dimensión, que se ha llamado en los avatares de la Historia, sabiduría, virtud, fama, y muchas cosas más. Para la época del Renacimiento, este principio de la imitación de los modelos había adquirido, a su vez, una nueva dimensión, puesto que para entonces ya se daba por supuesto que el arte debía imitar al arte (Avalle-Arce: 209).

El canónigo, pues, no desconoce las ideas sobre la imitación, que pueden remontarse a Platón, y que cobran vida a partir de la idea de Horacio de que se debe imitar los modelos de la naturaleza, pero también los buenos autores, como los clásicos griegos. Precisamente por ello condena los libros de caballerías como indignos de la clase de imitación buscada: no son el tipo de arte que la vida debe imitar, ni el tipo de arte que el mismo arte debe imitar.
Los argumentos aristotélicos sobre verosimilitud, unidad y coherencia, junto con los ideales imitativos del Renacimiento, sustentan la posición del canónigo, pero la defensa que hace don Quijote de su manera de imitar los libros de caballerías puede sustentarse en los argumentos que da Platón, más que en las concepciones que se tenían sobre la literatura en la época de Cervantes. El pasaje del diálogo con el canónigo se asemeja a las discusiones del libro III de la República: la literatura parece ser condenada si no imita lo que se debe imitar y conduce a conductas inapropiadas; pero tanto Platón como don Quijote proporcionan una salida que es la de la emulación.

2. La práctica imitativa de don Quijote


Para mostrar cómo don Quijote desmiente las posiciones renacentistas del canónigo aplicadas a los libros de caballerías y asume lo que se podría considerar una posición platónica frente a la imitación, comenzaré con lo que don Quijote dice de sí mismo en su testamento, para luego mirar algunos aspectos de su práctica imitativa a lo largo de la Primera Parte y concluir con su respuesta al canónigo.
Ante los argumentos aristotélicos y horacianos del Pinciano, esgrimidos por el clérigo, don Quijote intentará demostrarle que los libros de caballerías sí cumplen con las exigencias propuestas, y se pone a sí mismo como ejemplo de la bondad de estas lecturas.
Pero no es sólo este pasaje el que permite desmentir las ideas del canónigo, sino que desde el comienzo de la Primera Parte las conductas y los actos miméticos de don Quijote nos muestran las bondades de la imitación de modelos de caballerías. Y más significativo aún, es el final de la Segunda Parte donde se nos narra la muerte de Alonso Quijano. En el momento en que don Quijote recobra la cordura, desprecia los libros de caballerías e introduce su recuperación con las siguientes palabras: “Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de ‘bueno’” (Quijote II, 74). Esto se corrobora más adelante cuando el ama, la sobrina y Sancho Panza se dan cuenta de que don Quijote va a morir y lloran “porque verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato [...]”(Quijote II, 74). Finalmente, cuando don Quijote se dispone a dictar su testamento declara: “Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy ahora, como he dicho Alonso Quijano el Bueno” (Quijote II, 74).

Estas afirmaciones finales nos muestran que Alonso Quijano era un buen hombre y que no necesita de la instrucción literaria para tener una conducta correcta. Pero, igualmente nos muestran que en tanto don Quijote, también fue un buen caballero y una buena persona. Alonso Quijano, entonces, parece obtener deleite pero no instrucción de los libros de caballerías, lo cual daría la razón al canónigo. Sin embargo, al volverse don Quijote, se hace una mejor persona y eso es exactamente lo que él quiere mostrar en su respuesta al religioso. Como dice Pérez Martínez, “Don Quijote es un enamorado de los libros de caballerías porque es un enamorado de la virtud” (Pérez Martínez: 62).

¿Pero si ya era bueno, en tanto Alonso Quijano, en qué sentido podrían hacerlo mejor los libros de caballerías al pasar a ser don Quijote? La respuesta está en la forma como asume la mimesis o imitación de sus personajes favoritos, Amadís y Orlando.
Al comienzo de la novela, don Quijote, a la manera de los caballeros, consigue armas, caballo y amada y procede a imitar lo leído buscando el nombre apropiado para su rocín, para sí mismo y para su amada (Quijote I, 1). En su primera salida le entra el temor de no tener el título de caballero y “propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le tenían”. Luego habla consigo mismo “al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje” (Quijote I, 2).
Inicialmente, pues, don Quijote se provee imitativamente de todo lo necesario para ser caballero, y pareciera simplemente que ha sido trastocado por sus lecturas y que quiere jugar a ser caballero, o salirse de sí, a la manera que Platón critica la mimesis como suplantación, según se verá más adelante. El narrador mismo nos ha advertido que don Quijote no está cuerdo y se enfrascó tanto en la lectura de los libros de caballerías que “se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio” (Quijote I, 1). Esta es además la interpretación que el canónigo de Toledo ha hecho del actuar de don Quijote.
Sin embargo, nuestro personaje desde el comienzo tiene claro por qué quiere ser caballero. No se trata simplemente de tener la apariencia y las cosas que rodean a ese tipo de héroes, sino que él cree que su país lo necesita y además desea aumentar su honra (Quijote I, 1). Por ello no quiere que el mundo siga sufriendo por su tardanza “según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar y abusos que mejorar y deudas que satisfacer” (Quijote I, 2). Es decir, don Quijote se propone servir y hacer bien a la humanidad, pues es un hombre bueno y ha descubierto que si se hace caballero puede favorecer a los demás. En el capítulo 20 expresa lo que él cree que es su más alta misión:

Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada como suele llamarse. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos.

Edad de Oro, que había sido explicada a los pastores (Quijote I, 11), en la cual reinaban la fraternidad, la abundancia, la paz, la sencillez y la justicia y que don Quijote pretende recuperar. Definitivamente don Quijote se hace caballero para servir a la humanidad y devolverle su anterior condición de inocencia y paz.
Evidentemente estos no son los propósitos de alguien muy cuerdo, puesto que no es sensato creer que uno sólo puede salvar a la humanidad. Pero ello no implica un estado de irracionalidad o de impulsividad de parte de Don Quijote. Su locura no es un salirse de sí o un abandonar su naturaleza, sino que él sigue siendo el buen hombre que siempre ha sido y su emulación de los caballeros reforzará su correcta disposición ética, en vez de volverlo una peor persona. Es decir, su proyecto imitativo corrobora su buen carácter y saca a la luz lo mejor que hay en él.
En los dos primeros capítulos de la novela, por tanto, nos enfrentamos ya a una práctica imitativa que, como se verá, tiene parentesco con la emulación platónica. Pero don Quijote aún no tiene lo necesario para ser un caballero a cabalidad pues le falta un escudero, carencia que remedia antes de su segunda salida. El narrador nos introduce a Sancho de la siguiente manera: “En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien –si es que este título se puede dar al que es pobre-, pero de muy poca sal en la mollera” (Quijote I, 7). Don Quijote, como sabemos, lo convence con la promesa de hacerlo gobernador de una ínsula, para que sea su escudero. Finalmente, el loco y el simple salen a la aventura; pero lo importante es que Sancho también es una buena persona.
En su segunda salida, ya en compañía del buen Sancho, don Quijote no sólo imita a los caballeros en sus aventuras, sino que a veces se abstiene de dormir (Quijote I, 8) y otras de comer (Quijote I, 10), como ha leído en los libros. Tras varios avatares llegan a la Sierra Morena y es allí donde don Quijote enfrenta sus dilemas imitativos (Quijote I, 25). En este capítulo instruye a Sancho acerca de cómo en cualquier oficio o cargo se debe imitar siempre a los mejores, de tal manera que si se quiere tener fama de prudente, se debe imitar a Ulises y si se aspira a ser un hijo piadoso y un bravo capitán, a Eneas. Igualmente si se quiere ser un valiente y enamorado caballero, es necesario imitar al más grande y único que es Amadís, “siendo, pues, esto así, como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería”.
Indudablemente don Quijote está aclarando lo que es la mimesis emulativa, lo cual ya había planteado unas líneas antes, al explicar a Sancho que los grandes autores no muestran a sus personajes como fueron, sino como deberían ser “para quedar ejemplo a los venideros hombres de sus virtudes”.
Estas apreciaciones son el preámbulo para justificar la acción que quiere llevar a cabo, y que consiste en imitar la penitencia que Amadís hizo en la Peña Pobre, a causa del desdén de su señora Oriana, en la cual trocó su nombre por el de Beltenebros. Pero no solo quiere imitar el desespero de Amadís, sino también la furia de Orlando cuando se cree traicionado por Angélica la Bella. Sin embargo, las terribles locuras de Orlando son difíciles de imitar y tal vez, dice don Quijote a Sancho, se limite sólo a Amadís.
Aunque Sancho le hace caer en cuenta de que a él ninguna dama lo ha despechado, don Quijote justifica su intención de hacer penitencia como prueba de amor a Dulcinea y sigue dudando acerca de cuál de los dos caballeros será su modelo. Finalmente, en el capítulo 26, decide que es más coherente con su propia situación imitar la melancolía de Amadís que la cólera de Orlando.
Pero, aunque inicialmente la intención es que Sancho presencie la penitencia y que, junto con una carta, transmita a Dulcinea esas pruebas de amor, don Quijote finalmente se queda sólo y continúa con su penitencia. Es decir, su práctica imitativa ha invadido hasta su intimidad y él se comporta como caballero andante siempre y en todas las circunstancias. Ya no es sólo importante que Dulcinea sepa todo lo que él es capaz de sufrir por ella, sino que hay que imitar siempre a Amadís para llegar a ser el mejor. La emulación es nuevamente lo que mueve a don Quijote. Es así, como decide, estando ya sólo, que no es necesario hacer violencia al entorno al modo de Orlando y más bien seguir a Amadís:

Viva la memoria de Amadís, y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere, del cual se dirá lo que del otro se dijo, que si no acabó grandes cosas, murió por acometellas; y si yo no soy desechado ni desdeñado de Dulcinea del Toboso, bástame, como ya he dicho, estar ausente de ella. Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por donde tengo que comenzar a imitaros (Quijote I, 26).

Este sesgo emulativo se puede corroborar con lo que don Quijote ha dicho unas líneas atrás acerca de las amadas de los caballeros. No es importante su existencia real, sino el hecho de que sirven de pretexto para grandes hazañas. Cuando, a raíz de la carta que debe entregar, don Quijote revela a Sancho que Dulcinea es la moza Aldonza Lorenzo, Sancho queda sorprendido y don Quijote tiene que explicarle que las damas de los caballeros no son de carne y hueso, sino invenciones de ellos “por dar sujeto a sus versos y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para serlo”. De la misma manera Dulcinea es una ficción y “píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad” (Quijote I, 25). Dulcinea es pues un pretexto más para emular a Amadís.
Estos ejemplos de la manera como don Quijote asume la imitación, dan sentido y fuerza a su respuesta al canónigo de Toledo en los capítulos 49 y 50. Inicialmente don Quijote hace una larga lista de caballeros y de supuestas pruebas de su existencia, para mostrarle al canónigo su extrañeza, porque aquél les negó la existencia. El canónigo se sorprende “de oír la mezcla que don Quijote hacía de verdades y mentiras” (Quijote I, 49) y acepta que algunos de los caballeros pudieron haber existido, pero no que hayan realizado todos los prodigios que de ellos se cuentan.
Al comienzo del capítulo 50 don Quijote responde a ese ataque inicialmente con un argumento de autoridad. Esos libros son impresos con licencia de los reyes y son leídos y celebrados por todo tipo de gente.
Los argumentos de carencia de verosimilitud que el canónigo había esgrimido y los recursos de donde dedujo la falsedad de esos relatos, son tomados por don Quijote como prueba de su verdad:

[...] ¿habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que tal caballero hizo o caballeros hicieron? (Quijote I, 50).

El canónigo había argüido la falta de coherencia, de principio, medio y fin de la narración caballeresca, lo cual lo llevó a concluir la inexistencia de los personajes que aparecen en esos relatos, y don Quijote invierte el argumento: el hecho de que incluyan tantos detalles, aunque no tengan necesariamente la unidad demandada por el canónigo, sustenta su veracidad más que resaltar su incoherencia.
Prosigue don Quijote su argumentación con una prueba horaciana. Los libros de caballerías deleitan y maravillan, lo cual es una muestra de que hacen parecer posible lo imposible y logran sorprendernos. Además estas lecturas son terapéuticas, alejan la melancolía. Pero ante todo, “mejoran la condición, si acaso la tiene mala” (Quijote I, 50). Es decir que no sólo deleitan, sino que instruyen y dan enseñanza moral, con lo cual queda refutado el segundo argumento del canónigo, quien sólo había resaltado el hecho de que deleitaban, pero negaba que instruyeran, pues al no ser verosímiles sus personajes no podían enseñar algo verdadero.
Acto seguido, don Quijote refuta el tercer argumento y da la prueba, que podemos llamar platónica, acerca del beneficio moral de la emulación:

De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos... (Quijote I, 50).

Así, frente al alegato de que son los personajes bíblicos e históricos quienes nos hacen mejores personas, por ser verdaderos y proveer modelos de conducta, don Quijote se pone a sí mismo como ejemplo de los beneficios que produce emular a los personajes literarios, y no acepta que ello saque a una persona de sí o que la obligue a abandonar su naturaleza, sino que, por el contrario, los libros de caballerías han sacado lo mejor de él.
Con ideas muy similares a los del canónigo, pero leídas desde una perspectiva más emulativa que preceptiva, don Quijote logra probar la bondad de este tipo de libros y refutar los tres argumentos dados por el religioso de Toledo. El primer argumento del canónigo esgrimía que los libros de caballerías carecen de verosimilitud, no muestran lo imposible como posible, sino que relatan muchos sucesos inauditos e inverosímiles que se salen de toda lógica, por carecer de principio, medio y fin y de estos argumentos concluyó su falsedad. Don Quijote, por su parte, parece considerar que no es la unidad del relato lo que proporciona verosimilitud y realidad a los personajes, sino el que se cuenten muchos detalles de sus familias y de sus vidas.
El segundo argumento del canónigo pretendía mostrar que este tipo de libros no cumple con la máxima horaciana de enseñar y deleitar, sino que se limitan a deleitar, pero con falsedades y apelando a lo que le gusta al vulgo, al igual que el nuevo tipo de comedia. Esto queda igualmente refutado, pues ya se ha probado la verosimilitud de los caballeros y que sus acciones son dignas de alabanza, lo cual permite concluir que no sólo deleitan, sino que también instruyen.
Finalmente, el religioso considera que las malas lecturas turban el ingenio y conducen a gente discreta y bien nacida, como don Quijote, a la locura, por lo cual es mejor leer sobre los personajes bíblicos e históricos, quienes sí nos dan ejemplo de virtud, bondad y valentía. Este tercer argumento es refutado por demostración: la prueba de que los libros de caballería no llevan a la locura ni al abandono de sí, es el propio don Quijote.
En conclusión, don Quijote parece estar de acuerdo con el canónigo respecto a que sólo los relatos y personajes verosímiles instruyen y deleitan y son dignos de imitación. Pero, a diferencia del religioso, considera que los libros de caballerías cumplen con esos requisitos, e incluso van más allá, pues él los lee y practica la imitación de ellos desde la idea de emulación y no simplemente desde los preceptos formales del canónigo que identifican coherencia, verosimilitud y verdad con instrucción.
Es precisamente la muy particular forma como don Quijote interpreta esas exigencias la que hace de sus argumentos, especialmente del tercero, una versión platónica de la imitación, más que una renacentista: los personajes de los libros de caballerías no simplemente proporcionan modelos de comportamiento, sino intentar ser uno de ellos, y no simplemente imitar sus buenas acciones, nos hace mejores. A don Quijote, pues, no parecen interesarle demasiado los criterios preceptivos de las poéticas renacentistas y pone más bien su énfasis en criterios emulativos.

3. La emulación en el libro III de la República y en el Quijote

En la República, en medio del debate sobre lo perjudicial de que los guardianes del estado sean imitadores, Sócrates acepta un tipo de mimesis que puede llevar a sus guardianes a ser mejores y que no implica un abandono de sí.

La palabra mimesis, normalmente traducida por imitación, tiene en este diálogo el sentido de representación y también de imitación o copia. El actor o recitador representa de la manera más fiel posible a sus personajes y en ese sentido los actúa y, a su vez, imita o copia esos personajes, al tratar de ser como ellos. Igualmente, el poeta trae a la luz un personaje intentando ser lo más fiel posible a sus palabras y su carácter y en ese sentido lo imita. Pero como el poeta y el actor muestran la obra ante un público, se concluye que el oyente también imita lo que oye y por eso no debe oír lamentaciones ni risas excesivas (República 387b-389b). La recreación de un personaje en un drama, su representación por parte de un actor y su recepción por parte del público, son pues imitativas y en ese sentido es necesario, según Platón, ejercer un control muy estricto respecto a lo que se debe y no se debe imitar, pues ello afecta irremediablemente el alma de los imitadores.
En su libro Prefacio a Platón, Havelock analiza el pasaje del libro III de la República en el que se introduce por primera vez en este diálogo el problema de la mimesis y lo divide en tres partes:

Platón comienza examinando el caso del poeta per se, su estilo de composición y los efectos que con él se obtienen. En mitad de su razonamiento pasa a considerar problemas relativos a la psicología de los “guardianes”, esto es de los ciudadanos soldados, problemas que, a su entender, están relacionados, pero que ciertamente ocupan un lugar muy distinto dentro de la comunidad, porque en modo alguno cabe atribuir la condición de poetas a los ciudadanos soldados. Algo más adelante, Platón vuelve al problema de la composición poética y del estilo, y el poeta ocupa de nuevo el centro de su atención, sustituyendo al guardián (Havelock: 35).
De este pasaje nos interesa la discusión intermedia (República 394e-397c), es decir lo que concierne al guardián, que para efectos de este artículo se puede traducir como aquel que lee libros de caballerías y que corresponde al pasaje en el que Platón acepta la imitación como emulación.
Platón contempla tres formas de composición poética: 1. La narrativa o simple relato de los hechos. 2. La mimesis propiamente dicha, que son la tragedia y la comedia, donde se pone un discurso o diálogo en boca del actor y cuya intención es imitar lo más fielmente posible el lenguaje y las conductas del personaje que se representa. 3. Una mezcla de ambas técnicas, como en Homero (República 392d ss.). Lo que se debe decidir es cuál de estas tres formas será aceptada para la educación de los guardianes y cómo deben interpretar y actuar sus contenidos.
Se condena la mimesis como suplantación y como representación, que son los tipos de imitación que atañen especialmente a la poesía dramática, pero se admite cierto tipo de representación y de imitación, consistente en narraciones con un mínimo de parlamentos nobles, puestos en boca de personajes buenos; y mimesis pasa a tener en ese caso el sentido de emulación.
El guardián, por ser especializado, no debe representar muchos personajes, sino que debe declamar, con ritmo y armonía uniformes (República 397b-c), procurando actuar lo mínimo y sólo en los pasajes dialogales y miméticos que no pueden tener ningún contenido innoble. Con ello Platón parece sugerir que más que imitar, el guardián-actor debe tratar de emular a esos personajes y tenerlos como modelos.
Así, lo que Platón parece temer es la imitación de estados de ánimo débiles o quejumbrosos que no son acordes con el autodominio y demás virtudes que debe poseer el guardián (República 387e-388a y 395c-d). Pero su temor no sólo tiene que ver con la imitación de lo que él considera innoble, sino que lo que más lo preocupa es que el acto mimético lleva a salirse de sí mismo.
En la línea 395c Platón aclara qué deben y qué no deben imitar los guardianes:

Pero, si han de imitar, que empiecen desde niños a practicar con modelos dignos de ellos, imitando caracteres valerosos, sensatos, piadosos, magnánimos y otros semejantes; pero las acciones innobles no deben ni cometerlas ni emplear su habilidad en remedarlas, como tampoco ninguna otra cosa vergonzosa, no sea que empiecen por imitar y terminen por serlo en realidad. ¿No has observado que, cuando se practica por mucho tiempo y desde la niñez, la imitación se infiltra en el cuerpo, en la voz, en el modo de ser, y transforma el carácter alterando su naturaleza?

El carácter natural de los guardianes es bondadoso, valiente, sensato y la imitación de lo contrario a ello, termina, según Platón, trastornando su naturaleza y llevándolos al abandono de sí mismos. Por lo contrario, la imitación de aquello que es afín a su correcta manera de ser, los acerca más a su verdadera naturaleza. Éste parece ser el caso de don Quijote, pues, como ya se mostró, él es un hombre bueno, así como los guardianes según el texto platónico son por naturaleza buenos, pero cierto tipo de literatura precisamente refuerza ese carácter y es ello lo que don Quijote quiere dejar presente.
Tanto la posición platónica como la de don Quijote parten de la idea de que la emulación de personajes literarios es beneficiosa para aquellas personas que son ya buenas. Es decir, no se trata de una educación moral desde niños a través de la literatura (tema que Platón trabaja en el libro II de la República), sino de lo que la literatura puede lograr en adultos ya formados moralmente, quienes precisamente no confunden como los niños, el vulgo o los ignorantes, emulación con suplantación.
A los ojos del canónigo, don Quijote está loco, fuera de sí y ha abandonado su propia naturaleza, mientras que la defensa que hace el caballero de su práctica imitativa no hace sino reforzar la perspectiva platónica de lo que debe ser una correcta imitación. Así, aunque el canónigo sería platónico, en el sentido de sacar a la luz lo perjudicial que puede ser la literatura y el daño que puede hacer no distinguir entre ficción y realidad, don Quijote también sería platónico al defender cierto tipo de literatura como camino a la virtud.
Por otro lado, don Quijote tiene claro que no es apropiada la imitación que lo sacaría de sí mismo. Nos habíamos referido ya al hecho de que nuestro caballero finalmente prefiere imitar a Amadís en su dolor y no a Orlando en su demencia (Quijote I, 25). Las razones que da don Quijote para ello muestran nuevamente su buen carácter y la claridad que tiene de que su proceder no es el de un loco.
Don Quijote menciona los actos de Orlando cuando encuentra señales de que Angélica la Bella lo ha traicionado con Medoro:

[...] de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas y hizo otras cien mil insolencias dignas de eterno nombre y escritura (Quijote I, 25).

A continuación dice que no piensa imitar a Orlando en todos esos actos, sino sólo hacer un bosquejo de sus locuras más esenciales. Pero, en I, 26, cuando finalmente se decide por imitar sólo a Amadís, aclara que no tiene razones como las de Orlando, pues no lo ha traicionado Dulcinea, y, además, no tiene por qué hacer daño a ríos y árboles. La locura desatada de Orlando no es emulable; el salirse de sí mismo requiere una causa muy violenta de la cual don Quijote no ha sido victima, en cambio, emular a los mejores en su manera de enfrentar el dolor con solo llanto y sentimientos, como hizo Amadís, es correcto y es la mejor forma de lograr fama.
Así, el proyecto vital de don Quijote y su práctica imitativa, lo aproximan a una visión platónica de los efectos correctos y benéficos que la literatura debe ejercer en sus lectores. Intentar hacer de la ficción una realidad, cuando se trata de ser mejores personas, no parece ser un proyecto descabellado ni desde la perspectiva de Platón ni desde la de don Quijote.


1. Esa relación entre unidad y coherencia del relato, junto con la necesidad de deleitar e instruir se encuentra en la siguiente afirmación del Pinciano: “Tengamos cierto y por sin duda alguna, que aquella fábula será más artificiosa que más deleitare y más enseñare con más simplicidad, porque en vano se aplican muchos modos para una acción si uno sólo basta a enseñar y deleytar. Sobre una sola acción se ha de fundar el poema, y sobre un argumento, el qual, como está dicho, de su nacimiento es breve, y con la frecuencia y grandeza de los episodios artificiosos, se debe traer la fábula toda a justa grandeza. La fábula ha de ser de bastante magnitud para que se distingan claras sus partes, pero no tan grande que las partes del animal se pierdan de vista” (citado en Menéndez y Pelayo: 229).

 


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