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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.130 Bogotá Apr. 2006

 

NEGOCIACIÓN SIN JUSTICIA*

 

NEGOTIATION WITHOUT JUSTICE

Luis Eduardo Hoyos

Universidad Nacional de Colombia

lehoyosj@unal.edu.co

 


Resumen: El artículo propone una reflexión filosófica inspirada en la actual situación de fragilidad institucional colombiana. Se arguye en él: (1) Que hay un elemento pragmático y uno normativo en la idea de que las instituciones políticas y sociales establecen y aseguran la vida humana y la hacen duradera. (2) Que la tradición de la negociación con agentes armados en Colombia en los últimos años se ha caracterizado por la ruptura del equilibrio entre este elemento pragmático y el normativo.

Palabras clave: Colombia, justicia, paz, instituciones, Estado, Ley de Justicia y Paz.


Abstract: (Negotiation without justice): The paper presents a philosophical reflection inspired by Colombia’s ongoing institutional fragility. It argues: (1) that the idea of political and social institutions establishing and safeguarding the human life contains a pragmatic and a normative element, and (2) that Colombia’s tradition in the negotiation with armed actors has been characterized in the last years by the breaking out the balance between this pragmatic and this normative element.

Key words: Colombia, justice, peace, institutions, State, Law of Justice and Peace.


 

Los seres humanos tomamos un interés racional por una existencia con sentido cuando las condiciones de la vida colectiva permiten que aquella no sea, como dice Hobbes en un conocido pasaje de El Leviatán, “solitaria, pobre, asquerosa, brutal y corta” (I, 13). Y así, “solitaria, pobre, asquerosa, brutal y corta” calificó Hobbes la existencia en lo que llamó “estado de naturaleza”, que es una suerte de construcción conceptual, de experimento mental con el que quiso indicar lo que sería la dinámica colectiva sin relaciones institucionales. La institucionalidad política y social establece y asegura la vida humana y la hace duradera. Ella dota de una base real a la búsqueda de sentido, que es una cuestión más o menos personal. Lo que, en cambio, no es de ninguna manera un asunto personal es que haya marcos institucionales que constituyan, como dije, una base real para la búsqueda de sentido. El interés racional por la legitimidad de las instituciones descansa en ese postulado.
Quiero con esta contribución mostrar dos cosas: (1) que este postulado contiene un elemento pragmático y uno normativo y que ambos se necesitan mutuamente, es decir, que ninguno de los dos puede sobrevivir sin el otro. (2) Que hay una nociva tradición en la negociación con agentes armados en Colombia, al menos en los últimos 15 años. Me refiero a la tradición de romper el equilibrio entre lo que he llamado el elemento pragmático y el elemento normativo del postulado citado. Pienso que la reciente “Ley de justicia y paz” no constituye una excepción dentro de esa tradición.

1

Lo que he llamado el “elemento pragmático” en el interés racional por el aseguramiento de marcos institucionales para regular las relaciones humanas se funda en la necesidad de la paz y la seguridad para el despliegue del proceso social. De ahí que, cuando ese elemento pragmático prevalece, el interés racional por el aseguramiento de los marcos institucionales debe concluir en la necesidad de fortalecer el Estado, a menos que se trate de la expresión de una voluntad bienintencionada, deseosa de la paz y la seguridad pero que no busca los mecanismos que las harían alcanzables. Y a la expresión de esa voluntad se le puede dar, ciertamente, el nombre de interés, e incluso racional, pero difícilmente se puede encontrar en ella un componente pragmático, es decir, una clave para la realización de ese deseo. Querer la paz y la seguridad sociales sin querer al mismo tiempo el fortalecimiento del Estado es como estar enamorado de alguien y no hacer nada para conquistarlo.
En la historia occidental de las ideas políticas es sin duda Thomas Hobbes el más declarado defensor del punto de vista que he llamado “pragmático”. Para muchos es Hobbes, incluso, el más grande de los filósofos políticos de la modernidad por haber mostrado, por una parte, que la seguridad y la paz dependen del fortalecimiento del Estado, pero, por otra, y quizás más decisiva, por dejar claridad sobre el hecho de que ahí se halla la fuente de legitimidad del poder político. El razonamiento hobbesiano podría ser expresado brevemente del siguiente modo:

– No hay un fundamento divino (absoluto) de legitimidad del poder. El poder político, humano, debe ser humanamente legitimado.
– Los bienes más preciados y más indispensables para el despliegue del proceso social son la paz y la seguridad.
– Si el fortalecimiento del Estado conduce a la consecución de ese fin, el fortalecimiento del Estado se halla (humanamente) legitimado.

No pretendo, por supuesto, que este argumento sea una fiel interpretación histórico-filosófica de Hobbes. Mi punto es más bien otro: ofrecer del modo más claro posible una imagen de lo que he llamado el componente pragmático en el interés racional por un contexto institucional de las relaciones humanas y sociales. Ese componente pragmático es, digo yo, altamente hobbesiano.
Para que los motivos racionales del anterior razonamiento queden claramente explicitados y se pueda ver mejor la fuerza del argumento, creo indispensable sacar a la luz algunos de sus presupuestos.
Lo primero que considero necesario establecer es por qué no se puede dejar la consecución de la paz y la seguridad en manos privadas, es decir, por qué el argumento sostiene que es una institución impersonal, aunque humanamente constituida (el Estado), la que debe ser garante de la paz y la seguridad.
En segundo lugar, es importante que se tenga en cuenta qué quiere decir para esta perspectiva “fortalecer” (e incluso a qué se llama “poder”) cuando se habla de “fortalecimiento del Estado” La explicitación de este presupuesto debería ayudar a establecer el puente con lo que he llamado el “aspecto normativo” en el interés racional por la institucionalidad de las relaciones humanas, pues una explicitación de lo que significa fortalecer el Estado debe sacar a la luz la necesidad de dicho componente normativo.
Sobre el primer presupuesto tendría que decirse lo siguiente: sabido es que la filosofía política de Hobbes, o de corte hobbesiano, se funda en una antropología filosófica bastante pesimista: el hombre es siempre un potencial lobo para el hombre. De ahí extrajo Hobbes la conclusión de que los seres humanos deben apelar a una instancia impersonal que medie entre los diferentes intereses personales para dirimir sus disputas. No hay nada, sin embargo, que sirva para justificar absolutamente el dictamen pesimista de Hobbes, o que sirva para negar que aunque el hombre pueda ser, y de hecho con frecuencia lo sea, algo muy malo para el hombre, él mismo pueda ser, y con frecuencia lo sea, algo muy buen -incluso lo mejor- para el hombre.
Sea de esto lo que fuere, lo cierto es que es muy improbable que haya algo en los gustos, las afinidades, la aversiones y los intereses personales que, por sí mismo, garantice la sociabilidad y la convivencia. Esto es más obvio en las situaciones de conflicto que en las situaciones en las que no lo hay. Pero puede verse tanto en unas como en otras.
El enamorado que entrega a su amada el anillo de compromiso puede ilustrar el segundo caso. En una situación de no conflicto como ésta parece necesario el “símbolo externo” del compromiso para que éste quede, por así decir, impersonalmente establecido. Y el compromiso mismo, a su vez, parece ser la forma de dar estabilidad y seguridad a lo que de otro modo, es decir, dejado únicamente en manos de los afectos y las emociones, sería volátil y maleable. La conducta de los enamorados adquiere por el compromiso un curso institucional y se hace más o menos previsible.
Unos años después esa misma pareja -pongamos por caso- se enfrenta a una persistente situación de conflicto mutuo y de desacuerdo racional. Sea para salvar el matrimonio, sea para resolver del mejor modo el asunto relacionado con la custodia de los hijos ante la inminente separación, lo normal y más razonable en estos casos -lo único- es que, ante la imposibilidad del acuerdo racional bilateral, se apele a instituciones externas.
En el caso de las relaciones políticas esto es demasiado obvio como para insistir sobre ello. Ante la existencia de algo así como un “derecho originario” a perseguir el interés personal, o de grupo, es necesario que se acepte el arbitraje de una instancia externa e impersonal para hacer valer esta pretensión, al mismo tiempo que se reconoce el “derecho originario” de las pretensiones de los otros.
El segundo presupuesto a explicitar es el que está ligado al concepto de “fortalecimiento del Estado”. Creo que esta es una expresión muy expuesta a la distorsión conceptual y al prejuicio. En principio, considero que hay dos formas de entender la noción de “fortalecimiento del Estado”. La una consiste en un fortalecimiento que podríamos llamar de facto y que se funda exclusivamente en el poder militar y en el monopolio sobre la violencia. Pero “fortalecimiento del Estado” también puede entenderse de jure. ¿En qué se funda el fortalecimiento de jure del Estado? Es una pregunta difícil, que no se deja responder en tres palabras. Creo, no obstante, que es la pregunta política más importante que nos podemos hacer actualmente en Colombia. Propongo aquí la siguiente aproximación a este difícil tema.

El Estado se halla de jure fortalecido cuando está democráticamente constituido, cuando garantiza un equilibrio sostenible entre libertad negativa (la libertad que un individuo tiene para desarrollar su personalidad y desplegar su iniciativa sin interferencia estatal, según la clásica concepción de John Stuart Mill) y compensación frente a la desigualdad en oportunidades. La fortaleza del Estado en sentido compensatorio consiste en su responsabilidad frente a la educación y a la salud, principalmente. Esta fortaleza está basada en un principio de justicia que es clara, obviamente, normativo y que se encuentra ligado a la noción de vida buena o de calidad de vida. (Pienso aquí, principalmente, en una propuesta como la de John Rawls en su Teoría de la justicia). Pero la fortaleza de jure del Estado también tiene que ver, y no de manera meramente incidental, con su función como garante de la estabilidad y eficiencia de un régimen jurídico que, dentro de marcos constitucionales y democráticos, defienda a los individuos contra la violación de sus derechos básicos y sea capaz de ejercer intimidación sobre el comportamiento criminal. Es en este último aspecto del concepto de Estado fuerte de jure en el que se centrará en lo que sigue mi atención.
Creo que el primer sentido de “fortaleza del Estado” (el de facto) sin el segundo (el de jure) no da una noción completa de Estado fuerte, garante de la paz y la seguridad. No hay fortalecimiento de facto del Estado que, por sí mismo, es decir, sin la contribución de un fortalecimiento de jure, alcance suficiente influencia intimidatoria como para garantizar la tranquilidad y la seguridad. La actual política exterior del Gobierno norteamericano es el ejemplo más ostensible con el que contamos en este momento de la historia para ilustrar esta idea. Nadie puede afirmar que la situación vivida actualmente en Irak, generada por un ejercicio hegemónico de facto que no fue sancionado por el derecho internacional, es una situación estable y segura. Pero no sólo eso: nadie, creo yo, puede decir que ese ejercicio hegemónico de facto, sin el consecuente acompañamiento de jure, haya hecho más segura y estable la situación de los mismos Estados Unidos. No quiero sostener con eso, por supuesto, que no deba ejercerse poder armado intimidatorio contra el terrorismo, sino que no se debe ejercer ese poder a costa del derecho, del principio del fortalecimiento de jure, pues nunca es suficiente la compensación militar para una pérdida de la legitimidad política y jurídica cuando se desea alcanzar paz estable.
Me parece evidente también que la noción de fortaleza del Estado en el segundo sentido (el de jure), sin el primero, no es realista, ni realizable. Es conveniente observar aquí el vínculo necesario entre ambas nociones y su mutua alimentación. He dicho que el principio de un monopolio de la fuerza por parte del Estado es ejemplo de fortaleza de facto del Estado. Y eso es cierto. Se trata aquí de fortaleza en sentido físico, por así decirlo. Pero este principio tiene un componente jurídico, normativo: es legítimo que la violencia esté en manos del Estado y no que sea privada porque el monopolio de la fuerza por parte del Estado es la más expedita manera de controlar la generalización de la violencia y el crimen. No obstante, el Estado que monopoliza y debe monopolizar la fuerza física también tiene que afirmar permanentemente su legitimidad, es decir, debe fortalecerse de jure mediante ejercicios de poder que no están ligados a la fuerza física.
El problema con el punto de vista que he llamado aquí hobbesiano, o pragmático, es que permite comprender la conclusión del argumento que versa sobre la legitimidad del Estado garante de la paz y la seguridad solamente basado en el primer sentido de fortaleza del Estado, el de facto. Y ese sentido es necesariamente sesgado e incompleto. “Si el fortalecimiento del Estado -concluye el argumento- conduce a la consecución de la paz y la seguridad, el fortalecimiento del Estado se halla (humanamente) legitimado”.
Por eso creo que el hobbesianismo debe ser sometido a un ajuste que he querido llamar “normativo” pero que igualmente -también con algo de libertad- podría ser llamado “kantiano”. La razón de ello está en dos nociones de origen kantiano de las que me voy a servir. La primera es la idea de que lo que se ha de considerar como un bien a cuya consecución aspira el Estado y al servicio del cual se institucionalizan las relaciones humanas, no es la paz, sino la “paz duradera”. Cierto es que Kant habló de “paz perpetua”, o “eterna” (ewiger Frieden), pero creo que se puede evitar la resonancia religiosa e idealista que el término “eterno” trae consigo. El núcleo de la cuestión es que la paz debe durar, debe ser estable. Como en el caso de Hobbes, no me interesa aquí una interpretación filosófica ceñida al texto, sino una apropiación útil de los conceptos, o de las concepciones.
La segunda idea kantiana de la que me quiero servir, íntimamente ligada a la anterior, está contenida en la crucial expresión: “La paz por medio del Derecho” -para utilizar la famosa expresión de Hans Kelsen, de clarísimo origen kantiano-. Lo que esto significa es que solamente acuerdos de paz sancionados por el Derecho y fundados en la justicia pueden ser tenidos como acuerdos durables. De no ser así, no se tiene un acuerdo de paz sino, a lo sumo, un armisticio, o una entrega de armas que puede durar lo que dure la foto que se necesita para la prensa.
Del ajuste normativo al razonamiento pragmático sobre el interés racional en la institucionalidad de las relaciones humanas, resultaría el siguiente argumento:

– No hay un fundamento divino (absoluto) de legitimidad del poder. El poder político, humano, debe ser humanamente legitimado.
– Los bienes más preciados y más indispensables para el despliegue del proceso social son la paz y la seguridad duraderas.
– La paz y la seguridad sólo son duraderas si son alcanzadas y mantenidas por el Derecho.
– Si el fortalecimiento del Estado conduce a la consecución de ese fin, el fortalecimiento del Estado se halla (humanamente) legitimado.

También resultará útil en este caso la explicitación de algunos presupuestos.
El concepto de “paz y seguridad duraderas” está, a mi modo de ver, íntimamente ligado a un elemental principio de racionalidad práctica y de racionalidad social. Se trata de la idea de que (1) si se aspira a un fin, se deben buscar los medios expeditos para alcanzarlo. Pero, (2) si se aspira a un fin es porque éste es de algún modo deseado y este factor de deseabilidad está ligado a una noción de bienestar. Y el bienestar es algo que, en lo fundamental, se desea de forma duradera. Esta es una reflexión muy antigua; se remonta a Aristóteles, el fundador de la “teoría de la acción social”. Se podría llamar a esto sentido común práctico ilustrado.
No siempre, evidentemente, es racional pretender que algo que produce bienestar sea duradero. Son muchas las situaciones en la vida en las que se desea un bien pasajero y se lo desea como tal, y en esos casos lo prácticamente racional, lo prudente, es no intentar forzar las circunstancias para que dure lo que, por así decir, no tiene futuro, sino que es necesariamente pasajero. Lo prudente en tales casos es vivir o disfrutar lo pasajero como tal. Pero respecto a ciertos fundamentos del bienestar como, por ejemplo, la salud o, para volver a Aristóteles, la amistad, lo prácticamente racional es procurar que perduren. Es por eso característico de un ser racional que tenga interés en la posesión duradera de esos bienes y que sepa diferenciar lo que vale la pena hacer que perdure de lo que no merece tal esfuerzo. Poder reconocer esa diferencia es también, entonces, parte de las capacidades de un ser racional. La paz y la seguridad sociales son demasiado esenciales para todo proceso de despliegue colectivo y personal como para no ser deseadas de forma duradera.
Ahora bien, si en una situación de conflicto se establece una negociación, un acuerdo de paz, que no se funda en el derecho o que no tiene en cuenta elementales principios de justicia, no se está procurando la consecución de la paz duradera. Es aquí en donde entra en juego el segundo presupuesto del ajuste normativo a la argumentación pragmática.
No se alcanza paz duradera y estable sino a través del derecho y la justicia porque los seres humanos requieren de la mediación institucional en sus relaciones para que éstas alimenten permanentemente el proceso social, que es un proceso en el que ha de primar la cohesión sobre la atomización, o dispersión, la creación sobre la destrucción. La debilitación de la justicia y el derecho es lo peor que se puede hacer si se quieren paz y seguridad duraderas por dos razones, principalmente: (1) porque esta debilitación no constituye ningún expediente para evitar la privatización de la seguridad (la “autodefensa”), sino que, por el contrario, la estimula. Es relativamente obvio, en efecto, que si la institución del Derecho Penal no da a la víctima de hoy una demostración de que el victimario es sancionado en una proporción que sea para ella reparadora, entonces la víctima de hoy será con mucha probabilidad el victimario de mañana. El deseo de venganza de una víctima se refrena si ella sabe que hay instituciones penales eficientes y justas, y si esa víctima puede confiar en ellas. Pero también, obviamente, si esas instituciones producen la efectiva intimidación para que alguien que, por los motivos que sea, pudiera llegar a ser un victimario, lo “piense dos veces” antes de emprender su acción violenta, es decir, haga un cálculo racional instrumental sobre su acción y busque mejor un canal institucional para ejercer castigo y exigir justicia.
(2) Por otra parte, la paz y la seguridad no fundadas en el derecho y la justicia y no sancionadas por ellos no tienen la garantía de ser duraderas porque los acuerdos de paz alcanzados sin esa mediación debilitan de jure al Estado y lo hacen por ello extorsionable. Un Estado extorsionable es la peor base posible para una negociación entre actores armados en un conflicto como el colombiano. Me voy a atrever a afirmar que un Estado extorsionable es una pésima base para una negociación porque es una pésima base para un acuerdo racional, y justamente por eso.
El principio del fortalecimiento de jure y de facto del Estado democráticamente constituido es esencial para cualquier proceso negociador y para cualquier proceso político con agentes políticos armados. Sostengo que este principio forma parte de lo que de ninguna manera puede entrar a ser tema en una negociación. Se trata de algo que es base de cualquier negociación pero que por ello mismo no puede ser negociado.
Buena parte del drama colombiano consiste, en mi opinión, en que, en los últimos años al menos, las instituciones que representan al Estado en las negociaciones con agentes políticos (y no políticos) armados se han presentado a esas negociaciones en situación de debilidad (de jure y de facto). Eso ha hecho creer al agente armado que siempre se puede negociar extorsionando al Estado. Pienso que es esencial para esta nación, “agobiada y doliente”, que haga una ruptura en este momento con esta tradición, pues de continuar en esa dirección, seguiríamos contribuyendo a la debilitación del Estado. Así, las negociaciones serán siempre más o menos forzadas y tal situación es la que conduce a que la razón estratégica prevalezca sobre el entendimiento y el acuerdo racionales, o mejor, la que conduce a que la razón estratégica se separe de la búsqueda del acuerdo racional. Con ello, el aspecto racional del comportamiento meramente estratégico quedaría, desde cierto punto de vista, en entredicho.
¿Cuál es ese “cierto punto de vista” desde el que el aspecto racional del comportamiento estratégico quedaría en entredicho de no haber una base estatal fuerte de jure y de facto para que tenga lugar una negociación? Me gustaría intentar responder a esa pregunta después de recordar muy brevemente tres momentos de la historia reciente colombiana en los que hubo “negociaciones” o intentos de negociaciones con agentes sociales armados.

2

(1) El primer momento que quiero traer muy brevemente a la memoria es el de la negociación, o pacto, que el Gobierno de César Gaviria (1990-1994) hizo con el capo Pablo Escobar. No puedo, por supuesto, discutir ahora todos los detalles de ese acontecimiento. Para mi argumentación es importante subrayar lo siguiente: Escobar se sometió a la justicia en el año 91 en medio de una brutal campaña de terror y extorsión promovida por él. Para su sometimiento se cambiaron y adaptaron, se crearon incluso, algunas leyes del ordenamiento jurídico y penal colombiano. No niego que la situación era muy dramática y que había que hacer algo. Pero de ese proceso de sometimiento salió gravemente herida la institucionalidad en Colombia. El Estado quedó de jure debilitado. Una voluntad de acuerdo, ciertamente pragmática, pero de mirada a corto plazo, prevaleció sobre el componente normativo, que, como he sugerido, en el asunto de la paz es el que le brinda durabilidad y estabilidad. Lo que se conoce en Colombia con el nombre de “proceso 8000”, el enjuiciamiento que se le hizo al Gobierno de Ernesto Samper (1994-1998) por una “fallida negociación” por debajo de la mesa con otra importante facción de la mafia colombiana, es una, no la única, herencia de aquel debilitamiento de la institucionalidad jurídica. De parte del cartel de Cali -que ayudó al Gobierno colombiano a combatir a Escobar- pudo prevalecer una reflexión estratégica del siguiente tenor: “Si se pactó con Escobar y si después de que él rompió unilateralmente ese pacto, nosotros ayudamos a combatirlo, ¿por qué no se podrá pactar con nosotros?” Desde un punto de vista estratégico, esa reflexión tiene mucho sentido. La magnitud de lo que ese desagradable incidente significó para el debilitamiento de jure de la institucionalidad política y jurídica en Colombia nunca se podrá determinar con precisión. Alguien dijo por aquel entonces que después de la absolución de Samper en el Congreso, cualquiera se sentiría en Colombia con derecho a pasarse el semáforo en rojo cuantas veces quisiera. Creo que esa acertada caricatura ofrece una buena imagen de la proporción de aquel descalabro institucional.
(2) El segundo momento que quiero rememorar es el del fallido, y así llamado, “proceso de paz” con la guerrilla de las FARC durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002). Ese proceso se inicia en un momento en que las FARC están fortalecidas militarmente después de varios golpes contra batallones de contra-guerrilla emplazados en las selvas. El “proceso de paz” de Pastrana resulta de una voluntad de paz que se expresó a través de la siguiente justificación: puesto que la guerra contra las FARC es muy costosa y el Estado no la puede ganar solo, es necesaria una política de paz promovida por el Estado y apoyada por la sociedad. Las “partes” acuerdan negociar en medio del conflicto y por eso se hace necesaria para la guerrilla una “zona de distensión” aislada del conflicto. Pero “en medio del conflicto” significó para las fuerzas estatales el acostumbrado hostigamiento militar, que en realidad parecía más bien un corre-corre defensivo, y para la guerrilla de las FARC, el continuo acoso a la población, la extorsión, el secuestro, el abigeato, etc. Fue un experimento doloroso que quizás haya traído un par de cosas positivas. Desde mi punto de vista trajo como consecuencia dos cosas importantes: el acercamiento a la persona que es un guerrillero. Nunca hasta entonces había tenido el guerrillero colombiano tanta presencia en los medios y tanta posibilidad de mostrarse en carne y hueso, por así decir. Para los habitantes de la ciudad, más o menos alejados de esos confusos e infernales territorios donde ejercen influencia las guerrillas rurales, el guerrillero era un personaje mitológico, glorioso en la imaginación de unos, monstruoso en la de otros. Durante los tres años del “proceso de paz” del gobierno de Pastrana pudimos ver y oír a los guerrilleros. Pero la segunda importante consecuencia de ese fallido proceso fue la aniquilación política, jurídica y moral de la guerrilla de las FARC. Las FARC, a mi modo de ver, no son ya nada de jure, solo algo de facto. Y si algo que quiera ser un agente social y político no puede permitir que se desequilibren esos dos factores, con mucha menos razón puede hacer que el componente de jure desaparezca. Eso no significa otra cosa que ingresar al ámbito de la simple y llana criminalidad.
La idea de un “proceso de paz en medio del conflicto” es, por supuesto, como la idea de un “círculo cuadrado”. Y hay que ver, no obstante, de qué modo se ocupó de ella nuestro prolífico temperamento dialéctico durante tres años. Lo que en realidad ocurría durante ese “proceso de paz en medio del conflicto”, al parecer, era que uno de los pocos lugares seguros de Colombia estaba en la llamada zona de distensión. Lo cierto, en todo caso, es que ese “proceso” -que yo considero más bien como un “acercamiento”, y así ha debido ser entendido, sin la euforia inicial, que hizo crecer demasiado las expectativas- trajo también consigo un debilitamiento de jure del Estado. Ese debilitamiento, a mi modo de ver, ha querido ser subsanado de facto por el actual Gobierno, autorizado por el desprestigio político y moral de las FARC. No estoy seguro, sin embargo, que baste con ello. En todo caso, lo que parece que sí podemos afirmar es que el debilitamiento de jure del Estado al que condujo la frustrada negociación con las FARC durante los años 1998 a 2002, se debió en buena medida a la actitud permisiva del gobierno en ese proceso frente a una disposición de las FARC que se reveló muy pronto como insincera y poco seria desde el punto de vista político. Pero, ¿puede tener éxito una negociación insincera y poco seria políticamente? Es obvio que no. Yo iría más lejos aún: una negociación insincera y poco seria políticamente no es posible como tal. Una negociación, como tal, debe estar soportada por un acuerdo mínimo fundado en elementos de carácter normativo, uno de ellos es la sinceridad y la seriedad en el cumplimiento de compromisos políticos, la seriedad en el interés de ser un agente político capaz de brindar legitimidad a sus acciones, pues la negociación tiene que construirse sobre una base de confianza; si no, será simplemente un “truco” más de tipo solamente estratégico, en el que se busca el apertrechamiento para vencer a aquel que, a los ojos del que hace el “truco”, no merece ser sujeto de diálogo.
(3) El tercer episodio al que me quiero referir está en curso. El presidente Uribe llegó al poder en el año 2002 gracias, en buena parte, al desprestigio de la política de paz de su antecesor y orientado por la idea de que la función principal del Estado es garantizar la seguridad. Curiosamente, la justificación a favor de una decidida política de seguridad partía de la misma premisa de la que partió la política de paz de Pastrana: puesto que la guerra contra las FARC es muy costosa y el Estado no la puede ganar solo, es necesaria una política de seguridad promovida por el Estado y apoyada por la sociedad. “Un millón de informantes” fue una de las expresiones más agitadas al principio del actual gobierno. Hoy en día se pronuncia más bien con cautela. Y con ello, como sabemos, el gobierno no se refería al deber que cada ciudadano tiene de colaborar con las autoridades frente al delito, sino a un programa de delaciones y recompensas bastante problemático. Cierto es, en cualquier caso, que la política de seguridad del actual gobierno ha rendido beneficios evidentes en el ámbito militar. Consciente de que con esto no basta, el actual gobierno ha propuesto un instrumento jurídico de “alternatividad penal” que ha de servir para encaminar las negociaciones con los grupos armados. No voy a discutir en detalle esa nueva ley. Sólo quiero referirme a algo que es pieza clave en toda su concepción y que está explicitado en el capítulo V del informe de conciliación al proyecto de ley 211 de 2005 (Senado), 293 (Cámara), “por el cual se dictan disposiciones para la reincorporación de miembros de grupos armados organizados al margen de la ley, que contribuyan de manera efectiva a la consecución de la paz nacional y se dictan otras disposiciones para acuerdos humanitarios”. (Gaceta del Congreso 390. Bogotá, junio 21 de 2005)
En el texto citado, la alternatividad penal se concibe como un beneficio en la aplicación de las normas previstas por el Código Penal vigente. “De acuerdo con la gravedad de los delitos” y con “la colaboración efectiva en el esclarecimiento de los mismos”, el procesado podrá ser privado de la libertad “por un período mínimo de cinco (5) años y no superior a ocho (8) años”. Una clara ley de perdón y beneficio frente al crimen.
Mi pregunta en este punto es si es en este momento es conveniente en Colombia una iniciativa de “perdón”, de beneficio penal, por parte del Estado. La respuesta afirmativa puede estar o bien inspirada en un deseo de paz bienintencionado, como el que asistió al Gobierno de Pastrana al inicio de su período, o bien en una consideración pragmática. Me interesa la segunda posibilidad, aunque no estoy seguro de que sea esa la consideración con la que juega el actual gobierno. A veces da la impresión de que juega más bien con una mezcla de las dos: con un deseo urgente por alcanzar “acuerdos” a como dé lugar (si bienintencionados o no, de eso tampoco estoy muy seguro) y con un interés pragmático por lograrlos. Sea de ello exactamente lo que fuere, el problema con esta perspectiva es que parece interesada en alcanzar la paz sin atender suficientemente al hecho de que lo principal no es la paz sino la paz duradera y estable. Y esto, en concordancia con algunas de las ideas aquí presentadas, tendría que ser alcanzado mediante una ley penal que refrene el deseo de venganza de la víctima de ayer e intimide efectivamente al potencial criminal de mañana. Cierto es que el descuido del factor de la duración y la estabilidad proviene de una iniciativa para aliviar el régimen penal, y no para endurecerlo. Pareciera, en esas circunstancias, que esto no cuadrara con un concepto pragmático-hobbesiano como el que presenté arriba. Creo, no obstante, que es perfectamente coherente con él, pues la iniciativa gubernamental parece operar bajo el supuesto de que el fortalecimiento de facto del Estado, por sí mismo, daría permiso para su debilitamiento de jure. Lo que se repite con frecuencia en Colombia en estos casos es: “bueno, ¿por qué no? con tal de que alcancemos la paz”. Esa misma actitud es la que se evidencia en el título del proyecto de ley citado. Pero es bueno llamar la atención sobre cuán poco significado tiene ya entre nosotros la expresión “conseguir la paz”, así sin más, es decir, sin atender a los costos de esa consecución, sin atender –insisto- a si habrá o no garantía de que sea duradera. En el caso concreto del gobierno de Uribe tengo la impresión de que la actitud de permitirse un debilitamiento de jure del Estado, mediante la indulgencia en la aplicación del régimen penal, se funda más, incluso, en la auto-confianza que le ha brindado su exitoso paternalismo que en consideraciones realistas sobre el aseguramiento estatal del territorio nacional. ¿Está efectivamente preparado el Estado para brindar seguridad (no privada) allí donde depongan las armas quienes se acojan a la alternatividad penal?
La respuesta negativa a la pregunta por la conveniencia de una ley de perdón promovida por el Estado se basa, entonces, en la necesidad de articular el factor pragmático con el factor normativo cuando se quiere crear el marco institucional para una negociación. Creo que la institución de la justicia es ya lo suficientemente débil en Colombia como para que se continúe contribuyendo a su mayor debilitamiento. El Estado democrático y legitimo no puede ser indulgente ni frente al asesinato ni frente al secuestro, ni frente a ningún delito de lesa humanidad, si quiere ser un Estado que aparezca de jure fortalecido para cualquier negociación con un agente político armado. Mientras no haya un Estado fortalecido de jure y de facto no creo posible que haya negociaciones en Colombia que tengan algún sentido racional, es decir, que lleven a un beneficio social y a un beneficio de las partes. Un Estado debilitado de jure es, repito, un Estado extorsionable. El criminal siempre creerá en tales circunstancias que “el delito paga”. Y entonces es muy probable que empiece a hacer sus cálculos estratégicos criminales al día siguiente de haberse sometido a la justicia, o poco después de haber hecho aceptar sus condiciones para negociar. Recordemos “La Catedral” -la “cárcel” en la que fue recluido Escobar- como ejemplo de lo primero y la “zona de despeje” de las FARC como buen ejemplo de lo segundo. “La Catedral”, para los que no lo saben, o ya lo olvidaron, fue la cárcel personal que el gobierno de César Gaviria construyó para Pablo Escobar. Durante su tiempo de reclusión en ella, Escobar continuó manejando sus empresas y siguió ejerciendo poder intimidatorio sobre la sociedad. La “zona de despeje” concedida a las FARC durante las negociaciones de paz que tuvieron lugar en el Gobierno de Pastrana sirvió, a su vez, de centro operativo de la guerrilla, que continuaba su asedio en el resto del país.
Dije arriba, al final de la primera sección, que el debilitamiento de jure del Estado es el que permite caer en situaciones en las que la razón estratégica se separa del comportamiento racional que busca un acuerdo racional. Sugerí también que cuando eso ocurre, el aspecto racional del comportamiento meramente estratégico queda, desde cierto punto de vista, en entredicho. ¿Cuál es ese cierto punto de vista? Yo insistiría en que se trata de un punto de vista normativo.
No creo que haya un comportamiento racional estratégico que, en cuanto tal, necesariamente se oponga o se separe del comportamiento racional que está orientado al entendimiento y al acuerdo, como sugieren algunos -por ejemplo Haberlas-. Me parece correcto pensar, más bien, que hay un intrincamiento entre ambos aspectos. No obstante ello, creo que el comportamiento estratégico en un conflicto como el colombiano, o mejor, en el conjunto de conflictos que hay en este país, pierde con frecuencia la orientación al acuerdo racional porque no hay una base estatal sólida de jure y de facto que brinde el marco institucional, no negociable, que hace posible la negociación.


* Una versión preliminar de este texto fue leída en el Tercer Seminario Internacional de Investigación en Ciencias Sociales y Estudios Políticos: “Negociación, discusión racional y acuerdos”. (Bogotá, octubre 19 a 21 de 2005. Universidad Nacional de Colombia). Dentro de los problemas para discutir propuestos por Jon Elster y Antanas Mockus -los organizadores del Seminario- estaba el relacionado con el modo como se ha de concebir el intrincamiento entre “racionalidad estratégica” y “discusión racional” orientada a lograr acuerdos y entendimiento entre las partes en situaciones de conflicto. La racionalidad estratégica y la discusión racional pueden o bien excluirse mutuamente o bien hallarse en tensión mutua. La siguiente reflexión debe asumirse en el contexto de ese debate. Agradezco a los participantes al Seminario por sus observaciones y por sus críticas.

 

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