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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.130 Bogotá Apr. 2006

 

De la unanimidad sentimental a la interacción discursiva: una interpretación de Sobre la norma del gusto de David Hume1

 

FROM THE UNANIMITY OF SENSE TO A DISCURSIVE INTERACTION: AND INTERPRETATION OF HUME’S
“OF THE STANDARD OF TASTE”

 

Laura Quintana

Universidad de los Andes

lauracqp@yahoo.com

 


Resumen: Este artículo pretende mostrar que en su ensayo Sobre la norma del gusto David Hume va más allá de una explicación causal y de una fundamentación universalista del gusto, para sugerir una concepción contextual y dialógica del consenso en asuntos estéticos. Así, en contraste con la mayoría de los intérpretes, se defenderá que en este texto no prevalece el punto de vista dominante en las teorías estéticas del siglo XVIII, sino que junto a éste se presenta un enfoque alternativo.

Palabras clave: Hume, problema del gusto, consenso, pluralidad, discusión, Sobre la norma del gusto.


Abstract: (From the sentimental unanimity to the discursive interaction: an interpretation on Of the Standard of Taste of David Hume) This paper intends to show that in his essay Of the Standard of Taste David Hume goes beyond a causal explanation and a universalistic foundation of taste, to suggest a contextual and dialogical conception of consensus in aesthetical matters. Thus, in contrast to the majority of interpreters, it would be argued that in this text doesn’t prevail the predominant point of view in the aesthetics theories of the eighteen century but an alternative approach is presented.

Key words: Hume, problem of taste, consensus, plurality, discussion, Of the Standard of Taste.

Lo propio de la cultura está en la posibilidad de pensar junto a otros “sin la compulsión de ser iguales” (Richard Sennett, 1992: 255).


 

Como es sabido, el problema del gusto es un asunto recurrente en las reflexiones estéticas del siglo XVIII. Con esta cuestión se inquiría por principios que pudieran justificar las pretensiones de intersubjetividad de ciertos juicios valorativos, que no se pueden probar demostrativamente ni fundar en los criterios de objetividad que pueden aducirse en otros terrenos. Diversas propuestas de la época intentaron explicar por qué es posible que los hombres puedan coincidir en cuestiones de gusto, argumentando que a la base del enjuiciamiento estético se encuentran ciertas capacidades subjetivas que garantizarían una unanimidad sentimental: ya sea un sentido común para lo bello, como en el caso de Hutcheson, o una disposición fisiológica que funciona uniformemente en los diversos sujetos, como en el caso de Burke, o unas capacidades cognitivas que se conciben como condición indispensable del conocer, como en Kant. En este sentido, a pesar de sus notables divergencias, todas estas teorías tenían como propósito encontrar un fundamento que justificara que en asuntos estéticos pueda exigirse una convergencia plena entre los hombres. Y todas ellas insistían en explicar este fundamento apelando a unas capacidades cognitivas comunes.
Al igual que otros autores de su tiempo, David Hume también se enfrentó al problema mencionado e intentó ofrecer una explicación para dar cuenta de la posibilidad de acuerdo en las preferencias estéticas, como puede verse a través del ensayo Sobre la norma del gusto [SNG], que recoge sus reflexiones más maduras sobre el asunto. En este texto, al igual que los otros filósofos señalados, Hume consideró principios o causas que podrían explicar por qué podemos coincidir en materia de gustos. Sin embargo, a diferencia de las propuestas aludidas, Hume no insiste exclusivamente en ese punto de vista, sino que sugiere un nivel distinto de reflexión, desde el cual lo importante es establecer criterios, razones que permitan zanjar los eventuales desacuerdos.
Así, desde este otro nivel, el énfasis no estaría puesto tanto en legitimar la posibilidad de una convergencia plena a nivel sentimental sino en garantizar la discursividad de lo estético o, en otras palabras, en garantizar que las cuestiones de gusto puedan ser objeto de discusión. En esa medida, esta alternativa podría significar una ruptura con respecto a los supuestos dominantes en el siglo XVIII, de los que el propio Hume parte. Pues ella podría traer consigo el reconocimiento de que en asuntos estéticos no cabe exigir una unanimidad sentimental partiendo del supuesto de una naturaleza humana universal, sino buscar formas de consenso a través de diversas prácticas discursivas, que suponen una apertura al punto de vista de los otros y un reconocimiento de su irreducible pluralidad.
Este ensayo tiene por objeto poner de manifiesto este enfoque alternativo que puede desprenderse de Sobre la norma del gusto, para mostrar, en contraste con la mayoría de los intérpretes2 , que se trata del punto de vista que termina por imponerse en este texto, más allá de las explicaciones causales y de los intentos de fundamentación universalista que Hume llega a considerar, al ocuparse inicialmente del asunto.

1. El hecho innegable de la diversidad: la pluralidad de opiniones como punto de partida3

La gran variedad de gustos, así como de opiniones, que prevalece en el mundo es demasiado obvia como para que haya quedado alguien sin observarla. Hasta hombres de limitados conocimientos serían capaces de señalar una diferencia de gustos en el estrecho círculo de sus amistades, incluso cuando las personas hayan sido educadas bajo el mismo tipo de gobierno y hayan embebido pronto los mismos prejuicios. Pero aquellos que pueden ampliar sus miras contemplando naciones distintas y edades remotas quedan todavía más sorprendidos de esta gran inconsistencia y contraposición (SNG 23: 226-227)4.

Una primera diferencia notable que sale a relucir cuando se compara Sobre la norma del gusto con otras propuestas de la época, es el reconocimiento enfático de la diversidad de opiniones estéticas, así como la relevancia que se le otorga dentro de la argumentación, como un hecho innegable, que no se puede desconocer. En efecto, desde el comienzo de su texto, Hume introduce esta diversidad de gustos como algo que prevalece en diversos niveles de experiencia: en el estrecho círculo de amistades, en el ámbito de una misma cultura y de una cultura a otra. De esta forma sugiere que ni los juicios compartidos, la consideración y el afecto, que están a la base de la amistad, ni un trasfondo cultural compartido, garantizan una convergencia en las preferencias estéticas, de suerte que, de una cultura a otra, cuando no se puede apelar a lazos concretos de interrelación, ni a costumbres ni a tradiciones en común para pensar en una mínima confluencia, el desacuerdo no puede resultar sino patente.
Esta divergencia parece aún más irreconciliable cuando se constata que "tendemos a llamar bárbara a cualquier cosa que se aleje de nuestro propio gusto y aprehensión" (SNG 23: 227) y que el oprobio es devuelto por la parte con la que nos hallamos en desacuerdo. Es decir, cuando se constata que cada parte defiende su gusto con tal presunción e intransigencia, que no puede aparecer sino como completamente refractaria frente a cualquier punto de vista distinto del suyo propio. Así, parecería que en cuestiones de gusto no podría darse sino un diálogo entre sordos o, a lo sumo, la constatación de que, dada la intransigencia de cada quien, resulta imposible que los unos lleguen a reconocer las opiniones de los otros y, por consiguiente, que una opinión pueda afirmarse como válida frente a las demás.
Pero, más aún, según Hume, esta variedad del gusto observable por cualquiera podría mostrarse mayor de lo que a primera vista parece. En efecto, a menudo se encuentra que a pesar de que los hombres concuerdan en sus expresiones valorativas, difieren en su aplicación cuando se trata de considerar casos particulares, de suerte que, parecería incluso que todo eventual acuerdo es tan sólo aparente: "todas las voces se unen para aplaudir la elegancia, la adecuación, la simplicidad, el ingenio literario", todos pueden estar de acuerdo en que se valora positivamente una obra de arte, cuando se dice que es bella, interesante, magnífica. Pero cuando "los críticos pasan a considerar casos particulares", cuando se trata de juzgar una obra concreta, tal unanimidad desaparece. Entonces un crítico podrá decir que una obra es bella y otro que es afectada, fría, aburrida.
En este punto, además, el autor advierte una diferencia fundamental entre el ámbito estético y el conocimiento teórico, donde las discrepancias radicarían más en los términos generales que en su aplicación. En este caso, en efecto, lo determinante serían, justamente, los términos generales, el esquema conceptual que se establece, por ejemplo, para interpretar ciertos fenómenos, pero una vez que éste se ha establecido con claridad y hay acuerdo en su definición, habría unanimidad en su aplicación. Sin embargo, ese no sería el caso del ámbito del gusto ni, en general, de las cuestiones que dependen del sentimiento, como la moral, desde el punto de vista de Hume. Aquí, de nada sirve que se establezcan preceptos generales en los que se recomiende alguna cualidad estética, no sólo porque se supone que la connotación positiva de ciertos términos es evidente, sino porque en este terreno lo determinante es la consideración de los casos concretos, de lo particular. Nadie discute si la belleza, la elegancia, el ingenio, como la generosidad, la magnificencia, son cualidades apreciables. Lo que se discute es dónde pueden encontrarse esas cualidades, en qué casos pueden darse los sentimientos que llevan a juzgar algo como bello, interesante, ingenioso. Y es en este nivel, es decir, en la forma diversa en que nos sentimos frente a los casos particulares, donde surge la pluralidad de opiniones sobre el gusto.

2. El dilema del sentido común

Esta constatación de la diversidad de gustos, que el sentido común afirma como algo evidente, puede radicalizarse aún más, si se tiene en cuenta la siguiente consideración filosófica: como al afirmar que algo es bello no se está señalando una propiedad del objeto sino un sentimiento, un estado de ánimo en el que me siento al captarlo, se puede decir, entonces, que la belleza no es una cualidad objetiva sino la expresión que uso para referir una modificación subjetiva frente a ciertos objetos. Pero si la belleza sólo alude a un sentimiento, y éste, como modificación enteramente subjetiva, no alude a nada fuera de sí, es siempre real en tanto sea consciente de ella. Por lo tanto, no cabría hablar de sentimientos falsos ni correctos o de un sentimiento preferible a otro, ni por ende, de una apreciación correcta o incorrecta de la belleza. Entonces, "cada individuo debería conformarse con sus propios sentimientos sin pretender regular los de otros" (SNG 28: 230), esto es, nadie podría pretender válidamente tener gusto o mejor gusto que otro. Lo que resulta equivalente a afirmar: "entre gustos no hay disgustos", esto es, acerca del gusto no cabe, no vale la pena ni disputar, ni discutir.
Éste, sin embargo, parece ser sólo un primer cuerno del dilema. En efecto, el mismo sentido común que pone de manifiesto la relatividad del gusto, advierte otra consideración que parece igualmente innegable y que, a los ojos de Hume, serviría para modificar y refrenar el punto de vista recién comentado:

Si alguien afirma que existe una igualdad de ingenio y elegancia entre Ogilby y Milton, o entre Bunyan y Addison, pensaríamos que ese individuo defiende una extravagancia no menor que si sostuviese que la madriguera de un topo es tan alta como el pico de Tenerife, o un estanque tan inmenso como el océano (Hume 28: 230).

Así pues, junto a la aceptada diversidad de gustos se daría el reconocimiento de que ciertos objetos merecen ser valorados más que otros, de acuerdo con su ingenio, elegancia y belleza. Después de todo, parece que sí estamos de acuerdo en la calidad de ciertos objetos, o por lo menos que nos creemos con el derecho de defender esa calidad frente a objetos que juzgamos de calidad inferior, de suerte que, de acuerdo con este punto de vista, sí cabría sostener que una opinión es más aceptable que otra y sí cabría esperar que pudiéramos llegar a coincidir con respecto a estas cuestiones. Pero entonces, desde esta segunda perspectiva, en contraste con la primera, sí tendría sentido buscar una norma del gusto que pudiera permitir el acuerdo y justificar la decisión sobre la validez que se le otorga a una opinión sobre otra. De ahí que se afirme: “es natural para nosotros el que busquemos una norma del gusto, una regla con la cual puedan ser reconciliados los diversos sentimientos de los hombres, o al menos una decisión que confirme un sentimiento y condene el otro” (SNG 27: 229). El paso siguiente sería determinar esa norma.
Ahora bien, la estrategia de Hume para tratar esta cuestión no se hace explícita a través del ensayo y puede resultar confusa y ambivalente, como lo han destacado la mayor parte de los comentaristas5. Desde su punto de vista, el propósito del texto es claro: contrarrestar la perspectiva escéptica, estableciendo la norma del gusto. En lo que Hume resultaría ambiguo es en la definición de ésta. A mi modo de ver, sin embargo, tal propósito no resulta completamente claro, pues no es evidente que el objetivo sea eliminar la perspectiva escéptica a través del reconocimiento de una norma determinada del gusto. Más bien, lo que parece darse es el intento de reconocer los dos cuernos del dilema que han aparecido inicialmente. En esa medida no se trata de abandonar uno de los puntos de vista como meramente inaceptable para afirmar la validez del otro, sino que se trata de reconocer el sentido positivo así como el lado negativo de las dos perspectivas contrapuestas, para, como el mismo Hume lo sugiere (cf. SNG 28: 230), modificar o refrenar la una a través de la otra.
En efecto, por una parte, podría mostrarse que, como se sigue de la perspectiva escéptica, en cuestiones de gusto no cabe “disputar”, es decir, no cabe hablar de reglas que obliguen aceptar una opinión sobre otra; pero ello no significa que no pueda pensarse en una norma, en ciertos criterios que regulen este ámbito y hagan posible la “discusión” dentro de éste. El título mismo del ensayo Sobre la Norma del gusto (Of the Standard of Taste) –en lugar de La norma del gusto– podría hablar a favor de esta lectura, pues advierte, de entrada, como lo ha destacado David Marshall (cf. 1995: 324), que tal vez Hume no llegue a definir esa norma como algo completamente determinado. Esto último, sin embargo, como se mencionará más adelante, y en contra de lo que han destacado algunos comentaristas -entre ellos George Dickie (1996: 140-141) y el mismo Marshall-, más que una carencia del planteamiento podrá verse como una oportunidad que se abre con éste, para pensar en la racionalidad propia de lo estético.

3. La norma del gusto: entre el supuesto de una naturaleza universal y la idea de una comunidad ideal de críticos

Como lo ha destacado James Shelley (1994: 437-438), los intérpretes se han detenido escasamente en la formulación inicial que el propio Hume propone de la norma del gusto6. Se trata, de acuerdo con las palabras ya citadas, de “una regla con la cual puedan ser reconciliados los diversos sentimientos de los hombres, o al menos una decisión que confirme un sentimiento y condene el otro” (SNG 27: 229). El “al menos” [at least], como se verá a continuación, es indicativo de la estructura en diminuendo que, como lo ha destacado Marshall (1995: 325), el texto presenta: si en un primer momento se intenta buscar una regla o, más bien, unos principios generales que permitan reconciliar los sentimientos diversos de los hombres; en un segundo momento se reconoce que, en muchos casos, lo máximo a lo que se puede aspirar es a tomar una decisión que permita confirmar un juicio de gusto sobre otro. La argumentación misma lleva, así, a replantear y a precisar los términos en que la cuestión se propone inicialmente.
Este tránsito, como se verá a continuación, empieza a manifestarse cuando el texto deja de insistir en la idea de una naturaleza humana uniforme como fundamento de la presunta universalidad de las preferencias estéticas, para sugerir estrategias discursivas que permitirían zanjar eventuales confrontaciones en este nivel. Al identificar la norma del gusto con una “comunidad ideal de críticos” que dejaría abierta la posibilidad de discusión, aún en los casos en que la comunicación con el otro parece más difícil, este paso se hará evidente.

3.1 Las reglas del arte y el problema de la racionalidad estética

Un punto de partida fundamental en la propuesta de Hume es lo que considera un “hecho” innegable: el hecho de que hay obras que han recibido una aprobación perdurable, el hecho de que hay “clásicos”, obras que "han sobrevivido a todos los caprichos de la moda y que han sobrevivido a todos los errores de la ignorancia y de la envidia" (SNG 31: 233). La prueba del tiempo, así como el alcance, la admiración que puedan despertar "al ser difundidas ampliamente", al ser sometidas a la mirada pública (cf. SNG 31: 233), mostraría cuáles obras son verdaderamente valiosas, cuáles "son por naturaleza apropiadas para excitar sentimientos agradables" (SNG 31: 233) y cuáles fueron apreciadas en algún momento debido a "la autoridad o al prejuicio". De este hecho se infiere entonces que debe haber algo que de cuenta de esa admiración, lo que se interpreta en términos de ciertas reglas que tendrían una acción positiva sobre todos los hombres.
Así, el que se encuentre una coincidencia notable en la valoración de ciertos objetos mostraría, según Hume, que hay formas que se adecúan, que se conforman a aquello que hay de uniforme en todos los hombres, esto es, a la propia naturaleza humana7. Las reglas del arte podrían derivarse, entonces, de esas formas que se adecúan perfectamente a la naturaleza del hombre, y apelando a ellas podría refutarse el punto de vista escéptico, pues lo bello no se definiría ya como una mera modificación subjetiva sino relacionalmente, como algo que depende de ciertas cualidades del objeto y de cierta disposición general del sujeto.
Parecería entonces que esta explicación inicial de la validez intersubjetiva de las preferencias estéticas no se encuentra muy distante a la dada, desde sus diversos puntos de vista, por otros autores del siglo XVIII como Hutcheson y Burke. En efecto, también en el caso de Hume parecería imponerse el supuesto de una naturaleza humana universal que funciona uniformemente ante los mismos objetos, y también en este caso las posibles reacciones diversas (el que no todos los hombres puedan ser afectados de la misma manera), se intentaría explicar en términos de desviación con respecto al modelo natural: “en cada criatura hay estados sanos y estados defectuosos, y tan sólo puede suponerse que son los primeros los que nos proporcionan una verdadera norma del gusto y del sentimiento” (SNG 32: 233-234). Así, aquellos que pudieran distinguir las obras que pueden ser objeto de una aprobación perdurable, poseerían el “estado saludable” que podría proporcionar la verdadera norma del gusto y del sentimiento. Tales hombres darían muestras de lo que Hume identifica como “delicadeza de gusto”, esto es, la capacidad de captar, con placer, una composición en la que se encuentran las mismas cualidades que se han derivado de las obras clásicas, y que se ha visto que agradan cuando se presentan aisladas en un alto grado (cf. SNG 34: 235).
Sin embargo, lo que resulta bastante significativo es que el autor supone que esos principios reconocibles por aquel que posee delicadeza de gusto podrían servir de criterio para dirimir los posibles desacuerdos y podrían silenciar a los interlocutores inexpertos:

cuando le mostramos [al mal crítico] un principio artístico generalmente admitido; cuando ilustramos ese principio con ejemplos cuya efectividad, de acuerdo con su propio gusto particular, admite que se adecúa a tal principio; cuando probamos que tal principio puede aplicarse al caso en cuestión, en el que no percibió ni sintió su influencia, deberá entonces aceptar tras todo ello, que la falta está en sí mismo, y que carece de la delicadeza que se requiere para ser sensible a toda belleza y toda imperfección presente en cualquier obra o discurso (SNG 35: 236).

Aunque esta consideración va de la mano con supuestos que no se distancian mayormente de las perspectivas de otros autores del siglo XVIII, con ella se abre, a la vez, un espacio que no había sido destacado por éstos, a saber, un lugar para la interacción discursiva. En efecto, estas palabras ponen de presente que la preocupación de Hume no es sólo explicar por qué los hombres pueden llegar a coincidir en materia de gustos, cuestión que podría responderse apelando a disposiciones subjetivas comunes, sino de qué manera pueden zanjarse las diferencias concretas que pueden surgir en ese terreno, lo que parece exigir otro tipo de respuesta.
Ahora bien, a primera vista podría pensarse, como lo hace Steven Sverdlik, que en las palabras citadas se traza un argumento deductivo de acuerdo con el cual, dada la premisa (1: “la propiedad p hace de un objeto algo estéticamente valioso”; y dada la premisa 2): “el objeto x tiene la propiedad p; tendría que concluirse que “x es estéticamente valioso” (Sverdlik 1986: 73). De esta manera, según el comentarista, se pretenderían resolver las cuestiones de gusto por la misma vía por la que se pueden resolver las disputas teóricas, asumiendo así que el “discurso estético es lógicamente idéntico al discurso científico” (Sverdlik 1986: 73). Sin embargo, esta interpretación omite elementos que están presentes en el planteamiento de Hume:
En primer lugar, pierde de vista que el autor reconoce la imposibilidad de obligar el consenso en cuestiones de gusto, esto es, de inducir el acuerdo por medios estrictamente demostrativos. En segundo lugar, deja sin explicar por qué, si en las palabras citadas se propone una única alternativa de respuesta para resolver todas las discusiones estéticas, la siguiente parte del texto continúa, justamente, con la consideración de estrategias que permitirían el acuerdo en una eventual confrontación de ese tipo. Pero además, esta lectura olvida un aspecto fundamental del argumento expuesto en la cita: su eminente carácter ad hominem. Esto es algo que Sverdlik omite desde el momento en que en su interpretación de la primera premisa deja de lado que se debe partir de “principios generalmente admitidos”, y que el interlocutor debe admitir, según Hume, que el principio, que se le pretende mostrar, resulta efectivo “desde su propio gusto particular”.
Habría que pensar, entonces, que la estrategia discursiva que se sugiere en las palabras citadas tiene un sentido distinto al que Sverdlik le atribuye. De acuerdo con la cita, se parte de un principio generalmente admitido que el antagonista acepta como valioso, se ilustra ese principio a través de ejemplos que el antagonista no sólo aprueba de acuerdo con su gusto particular, sino que considera apreciables en virtud de tal principio; luego se le muestra el objeto que desaprueba y se lo lleva a reconocer la presencia en él del principio que no sólo ha valorado sino que ha considerado fundamental en su apreciación de ciertas obras. Todo esto debería llevarlo a aceptar, según Hume, que tal vez la falta reside en él, a menos que quiera retractarse de lo que ha reconocido o ser inconsecuente con lo que admite que cree.
Por ende, en este argumento no se trata de demostrar algo sin tener en cuenta las opiniones que los hombres poseen al respecto y sin preocuparse de si dan su asentimiento o no, como se pretende, en general, en una deducción lógica formal o formalizable, sino que se pretende persuadir, alcanzar la adhesión de un auditorio particular, lograr que un interlocutor admita algo, desde aquello que él mismo supone y reconoce. Este es, precisamente, el carácter de todo argumento ad hominem8 . Una forma de argumentar que es reconocida como falacia no formal desde ciertas vertientes lógicas9, pero que, como lo ha destacado Chaïm Perelman, resulta fundamental en todo tipo de discursos valorativos no formalizables. Se trata, en efecto, de un modo de argumentar que hace parte del “arte de razonar a partir de opiniones generalmente aceptadas” (Tratado de argumentación: 36), el arte dialéctico formulado por Aristóteles, cuyas potencialidades han sido destacadas recientemente, y actualizadas, por la “nueva retórica”10 de Perelman.
Cabría pensar entonces que, en las palabras citadas, Hume estaría proponiendo un argumento que puede llegar a persuadir a cierto tipo de interlocutor, que puede resultar efectivo con cierto auditorio y que puede permitir cierta forma de consenso en el ámbito estético. En esa medida, se trataría de un argumento retórico.
En este tipo de razonamientos resulta fundamental escoger exclusivamente, como punto de partida, tesis admitidas por aquellos a quienes se dirige. De ahí el énfasis de Hume en partir de un principio generalmente admitido y en considerar aplicaciones de ese principio que el antagonista apruebe, pues lo que se busca es que la adhesión que se le concede a las premisas sea transferida a la conclusión. El problema sería, entonces, garantizar la adhesión a cada una de las premisas. Si un posible contendiente acepta, por ejemplo, que la armonía es un principio que valora positivamente y acepta que en ciertas obras su valoración positiva depende del reconocimiento de la armonía, debería admitir, a menos que quiera ser inconsecuente con su propio sistema de creencias, que una obra, que no había aprobado inicialmente, es valiosa, al mostrársele que en ella se realiza plenamente ese principio que aprecia.
Así, el carácter ad hominem del argumento garantiza que pueda resultar efectivo frente a cierto interlocutor, concretamente, frente aquel que estaría dispuesto a admitir que hay principios del arte reconocidos, que hay elementos que considera generalmente valiosos en las obras que estima. Pero, a la vez, es claro que por esta vía sólo se podrían resolver algunas de las posibles desavenencias estéticas y, por ende, que se trata de una estrategia argumentativa cuya validez y aplicabilidad es restringida. En efecto, ¿qué pasaría con un interlocutor que no acepta que pueda hablarse de principios del arte? o ¿qué pasaría con aquel que, aún aceptando la existencia de tales principios, se rehúsa a aceptar los ejemplos que se le puedan mostrar para ilustrarlos?
Aunque Hume no se plantee estas preguntas sí resulta significativo que el resto del texto no se detenga en la discusión de los posibles principios del arte que podrían ser aceptados generalmente, ni se embarque en su determinación, sino que se dedique a examinar las condiciones que podrían acreditar una opinión estética como más aceptable que otra. Esto podría significar que al emprender una discusión sobre estos asuntos no se trata siempre de lograr la consonancia de las partes con respecto a lo que aprecian, sino de decidir cuál de las opiniones implicadas puede considerarse como la más aceptable. Justamente, como se mostrará a continuación, esta posibilidad queda abierta con el cambio de énfasis que se da cuando se deja de relacionar la norma del gusto con ciertos principios del arte, para identificarla con “el veredicto conjunto de los jueces del arte”. En esa medida, podría decirse que el texto no sugeriría una, sino diversas alternativas discursivas que permitirían alcanzar eventuales consensos en niveles distintos del ámbito estético11.

3.2 La idea de una comunidad ideal de críticos

A través del examen de los rasgos del crítico ideal, Hume examina aquellos elementos que acreditarían una opinión como más aceptable que otra. Entre ellos se reconocen: cierta práctica tanto en la ejecución como en el enjuiciamiento, el estudio comparativo de obras de arte, un carácter desprejuiciado, abierto a la consideración de obras de diversa procedencia, así como lo que se denomina “buen sentido”, esto es, la capacidad para discernir la composición, la estructura general de una obra (cf. SNG 37-42: 237-240). Pero además, de esta forma se hace claro que el enjuiciamiento estético supone una serie de elementos y de consideraciones, que hacen de éste algo mucho más complejo que aquello que puede quedar explicado mediante el recurso a una naturaleza que opera uniformemente en todos los hombres.
En primer lugar, la práctica de un “arte particular y el frecuente examen y contemplación de una clase particular de belleza” (SNG 37: 237) permitirían desarrollar eso que Hume ha denominado un “gusto delicado”, es decir, la capacidad para captar los diversos matices y elementos de una obra que hacen de ella un objeto de admiración duradera. Tal "agudeza estética", prerrequisito de cualquier juicio que pueda considerarse admisible, sería, entonces, algo que se forma contextualmente a través de cierta educación:

Tan ventajosa es la práctica para el discernimiento de la belleza que, antes de que podamos emitir un juicio sobre cualquier obra importante, debería ser incluso un requisito necesario el que esa misma realización individual [individual performance] haya sido analizada por nosotros más de una vez, y haya sido examinada atenta y reflexivamente desde distintos puntos de vista (SNG 38: 237-238).

Esta atención permitiría percibir la relación de las partes de la obra, los caracteres de su estilo, su forma de expresión, elementos que tendrían que estar en la base de una opinión estética aceptable. Pero, además, Hume supone que si una persona pudiera entrenarse también en la ejecución de aquella forma artística o “realización individual”, que pretende enjuiciar, podría reconocer mejor aquellos elementos que son constitutivos de ella, y aquellos problemas que debe enfrentar todo aquel que se embarque en la tarea de crear sirviéndose de tales formas: “la misma habilidad y destreza que da la práctica para la ejecución de cualquier obra, se adquiere también por diversos medios para juzgarla” (SNG 37: 237). En efecto, este entrenamiento le daría al juicio una seguridad y claridad que no poseería aquel del inexperto (SNG 43: 241) y le permitiría al primero, en contraste con el segundo, expresarse consistentemente con respecto a cuestiones que parecen fundamentales en el enjuiciamiento estético. Esta práctica también incluiría el estudio comparativo de obras de arte que se consideran de diversa calidad o, en los términos del autor, que presentan una especie y un grado diverso de perfección, de modo que esta formación sería otro de los elementos que podrían calificar una opinión como más aceptable que otra12.
Tomando como punto de referencia el modelo de lo clásico, se considera, entonces que la opinión de alguien que no muestra familiaridad con aquellas “obras que han sido admiradas en las diferentes épocas y naciones” (SNG 39: 238) no puede considerarse en el mismo pie de igualdad, que la de quien sí ha tenido esta experiencia de familiarización13. De suerte que, desde el punto de vista de Hume, un juicio estético puede considerarse como más convincente que otro en tanto que aparezca como más calificado.
Pero además de esta formación, Hume destaca otros dos requisitos que permitirían validar una opinión como más “razonable” que otra. Por una parte, resulta importante que el crítico aparezca como una persona libre de prejuicios: que al examinar el objeto pueda mostrar que puede olvidarse de su “propio ser individual” y de sus “circunstancias especiales” (cf. SNG 40: 239), para detenerse en la consideración exclusiva de lo que se le presenta (cf. SNG: 239). Esto no significa, sin embargo, como lo considera Michelle Mason (2001: 61-62), que la comprensión de una obra requiera la proyección, por parte del juez, en el punto de vista de la audiencia para la que fue compuesta, sino que se estaría señalando que se requiere una actitud desinteresada, una mirada amplia, un control de los prejuicios propios para abrirse a la consideración de lo otro de sí. Tal actitud implicaría tomar conciencia de que la obra fue pensada en un contexto determinado del cual nos encontramos alejados y, por ende, que algunos de sus elementos pueden resultarnos chocantes e inaceptables. De lo contrario, si no se hiciera este esfuerzo, tampoco podrían captarse aquellos aspectos de la obra que han pasado la prueba del tiempo, sino que también nos volveríamos sordos, ciegos ante ellos (cf. SNG 40-41: 239-240).
Por otra parte, Hume considera que un juicio estético aceptable supone lo que denomina “buen sentido” (good sense), la capacidad para reconocer en una obra la “consistencia” y “uniformidad del conjunto”. Esto significa que la coherencia y “la perfección” se conciben como elementos estéticamente apreciables y que el gusto no puede pensarse como una capacidad que funciona de forma meramente pasiva, como podría seguirse de cierta terminología causal que se encuentra en el ensayo, sino que supone la capacidad de enjuiciar el propósito general o fin en vista del cual una composición artística resulta consistente o perfecta.
Sin embargo, como el autor lo subraya, difícilmente se puede encontrar a alguien que pueda distinguir los elementos más sutiles de una obra, alguien que muestre confianza y claridad, dada su enorme práctica en la ejecución y el enjuiciamiento, alguien que pueda distinguir en cada caso las obras más importantes de la más frívolas, dado su conocimiento comparativo, y pueda estar completamente abierto a lo que la obra le muestra, dado su control de los propios prejuicios. La mayor parte de los hombres puede desarrollar sólo uno de estos aspectos y no perfectamente, por eso, “se considera francamente raro” –y habría que decir, como algo ideal– “al verdadero juez en bellas artes” (SNG 43: 241).
Ahora bien, lo que resulta más notable es que de la mano con este reconocimiento se plantee que “el veredicto conjunto de tales jueces, donde quiera que se les encuentre, es la verdadera norma del gusto y de la belleza” (SNG 43: 241). Esta reformulación indicaría, en efecto, que la norma del gusto no se concibe en términos de un conjunto de principios o reglas determinadas, sino como un ideal, que supone un conjunto de prácticas y de actitudes que podrían regular nuestros juicios y hacer posible el ámbito de la discusión en cuestiones de gusto. Pero, además, resulta significativo que ese ideal no se plantee en términos de un crítico o espectador ideal, sino en términos de una comunidad de críticos ideales. Esto indicaría, como podrá verse en seguida, que es característico de las cuestiones estéticas el que no puedan reducirse a un único punto de vista aceptable, sino que siempre den lugar a cierta pluralidad. Pues, incluso los jueces ideales, aquellos que cumplirían perfectamente con las condiciones mencionadas, podrían estar en desacuerdo, podrían no coincidir en sus puntos de vista. Para expresarlo escuetamente, aún en condiciones ideales, el desacuerdo sería posible. Sin embargo, esta constatación no conduce a la afirmación de un escepticismo radical en el ámbito estético sino a la formulación de una norma que tiene como ideal la capacidad de reconocer las diversas perspectivas razonables que podrían aducirse frente a un caso concreto.
Así lo reconoce Hume, al final de su texto, cuando resalta dos fuentes de discrepancia que no se pueden superar: la diferencia de temperamentos y la diferencia de costumbres y hábitos (cf. SNG 46: 243). Se trata, en términos del autor, de ciertas divergencias “inocentes”, en tanto que no resultan controlables ni evitables a través de la formación a la que debe aspirar cualquier juez competente.
Lo primero, es decir, la diferencia de temperamentos, puede hacer que se “simpatice” más con cierto autor o con ciertas obras que se aprecian como de una gran calidad. Es el caso en el que se reconoce que dos obras son igualmente grandes, pero se le da preferencia a una sobre la otra por la conformidad de sus rasgos con el propio temperamento. En tales casos, los participantes en una discusión estética tendrían que tener en cuenta que no hay ningún punto de vista ideal para decidir la validez de una opinión sobre otra, sino que hay varias perspectivas igualmente válidas que resultarían posibles. De ahí que el ideal se encuentre en aquel punto de vista que pudiera recoger el conjunto de perspectivas pertinentes, igualmente aceptables, sobre una misma cuestión.
Esto también puede ponerse de manifiesto cuando se considera el segundo elemento incontrolable que, según Hume, afectaría inevitablemente el propio juicio, a saber, las costumbres u opiniones morales que puedan encontrarse en una obra y que resultan incomprensibles, dadas las propias convicciones. Aunque un juicio aceptable debe mostrar que el juez ha ido más allá de sus propias preocupaciones e intereses personales, para abrirse a lo que se le presenta, habría elementos en los que el juez no se puede reconocer y que le parecen inaceptables desde un punto de vista moral. De esta forma, Hume estaría enfatizando que el gusto no tiene que ver meramente con la captación de formas estéticas desarraigadas de su mundo, sino con una forma de valoración que está fuertemente conectada con aquellos valores mayores en los que el individuo se reconoce, de modo que, si la obra choca con esos valores tampoco puede apreciarse estéticamente: “cuando un hombre confía en la rectitud del modelo moral por el cual juzga, lo defiende con justo celo, y no alterará los sentimientos de su corazón ni por un momento […]” (SNG 50: 247). En tales casos no cabría sino aceptar que no podemos concordar con aquellos que han admirado y admiran esas obras que resultan contrarias al propio modelo moral. Pero entonces, con esto, el intento humeano por dejar abierto un espacio discursivo para el ámbito estético podría llegar a un punto muerto: cuando el otro se aleja tanto de los propios valores parece que no cabe sino el rechazo contundente, la incomprensión.
Sin embargo, la alternativa de Hume es menos radical y escéptica. A su modo de ver, en tales casos podríamos llegar “a disculpar” al autor “por las costumbres de su época”, aunque nunca pudiéramos disfrutar de su composición (SNG 49: 246). Más aún, aunque Hume no lo señale explícitamente, en tales casos un juez competente debería reconocer esa distancia que lo separa de aquello que se le presenta tan disímil; debería aceptar que no puede apreciar con placer esa obra debido a sus propias convicciones morales y, sin embargo, debería admitir que ella podría resultar emocionante para otros jueces competentes como él -formados en la ejecución y el enjuiciamiento artístico, dotados de buen sentido y de una actitud abierta- pero con otros supuestos morales distintos a los suyos propios. Al apreciar una obra que resulta chocante desde una perspectiva moral, habría que pensar, entonces, que ella puede ser juzgada desde diversos puntos de vista igualmente aceptables, a la luz de las condiciones ideales antes consideradas. De suerte que, también en este caso podría salir a relucir que la norma ideal de enjuiciamiento no podría reducirse a un único punto de vista, sino que estaría dada por el veredicto conjunto de los jueces ideales.

4. El gusto en el ámbito de la discusión

Pero, ¿dónde pueden hallarse tales críticos? ¿Por qué señales se les reconocerá? ¿Cómo distinguirlos de los impostores? Estas cuestiones son embarazosas y parecen volvernos a sumergir en la misma incertidumbre de la que, a lo largo del desarrollo de este ensayo, hemos intentado deshacernos / Pero si consideramos el asunto correctamente, éstas son cuestiones de hecho, no de sentimiento. El que una persona particular esté dotada de buen sentido y de una imaginación delicada, libre de prejuicios, puede a menudo ser materia de desavenencia y dar lugar a gran discusión [great discussion] e investigación. Pero toda la humanidad estará de acuerdo en que tales características son valiosas y estimables (SNG 44: 242).

En estas palabras Hume aclara una posible objeción que podría imputársele a su planteamiento. En efecto, una vez se ha reformulado la norma del gusto en términos del “veredicto conjunto de los jueces del arte” podría replicarse que la argumentación implica cierta circularidad: si para decidir sobre cuestiones de gusto hay que apelar al juicio de un crítico de arte auténtico, al ejemplo del buen gusto, parecería que para decidir cuál es ese crítico auténtico hay que tener de antemano buen gusto. Esta posible objeción, sin embargo, pierde de vista que el status que el autor le asigna a esa comunidad de críticos, como norma del gusto, es sólo ideal, y por ende, que no se precisa preguntarse dónde o cómo pueden hallarse tales críticos14.
Lo que sí viene al caso es considerar hasta qué punto un juicio se aproxima más o menos al ideal, hasta qué punto una opinión cumple, más o menos, con las condiciones o rasgos ideales del crítico que han aparecido en el apartado anterior. Empero, cuando se trata de determinar esto, ciertamente podría persistir el desacuerdo pues, como el mismo autor lo destaca, que alguien esté dotado de buen sentido, de imaginación delicada y que se encuentre libre de prejuicios, también podría ser objeto de “desavenencia y dar lugar a discusión e investigación”.
Sin embargo, hay algo en lo que, según Hume, todos estaríamos de acuerdo, y haría posible tomar una decisión con respecto a la validez de dos opiniones divergentes; a saber, que tales características, es decir, el conocimiento de arte, el buen sentido, la imaginación delicada, la distancia con respecto a los propios prejuicios, se consideran como valiosas y estimables. Esto, que tales elementos se reconozcan como apreciables, es, según el autor, una cuestión de hecho, algo comúnmente aceptable que no es insignificante. Pues en la medida en que las personas coincidan en los rasgos que aprecian en un crítico de arte es posible pensar que una opinión estética pueda ser reconocida como más aceptable que otra. Y si esto puede admitirse, Hume considera que ha cumplido con el propósito de su ensayo: mostrar que “el gusto de todos los individuos no se halla en el mismo pie de igualdad, y que algunos hombres en general, sea cual sea la dificultad de seleccionarlos particularmente, se reconoce, por asentimiento universal, que tienen cierta preferencia sobre otros” (SNG 44: 242).
Pero, además, el autor considera que esta alternativa, que queda abierta en teoría, puede constatarse también en la práctica: “muchos hombres hay -señala-que, abandonados a sí mismos, no tienen más que una débil y dudosa percepción de la belleza, pero que sin embargo son capaces de disfrutar de cualquier bello rasgo que les sea señalado” (SNG 45: 243). Así, en la medida en que otro pueda mostrarme algo que yo inicialmente no percibo y, además, pueda persuadirme de su valor, podrá ser considerado, efectivamente, como mejor crítico que yo. Pero además, el que pueda reconocerse esto, mostraría que suponemos implícitamente un ideal, una norma indeterminada del gusto, gracias a la cual sería pensable la posibilidad de persuadir, incluso, al juez más renuente15.
Esto, ciertamente, parece más modesto que lo que en algún momento se pretendía mostrar o, tal vez, de lo que algunos comentaristas, como Dickie (1996:126-131), han pretendido encontrar en el planteamiento humeano; es decir, que hay reglas definidas del gusto con las que todos deberían concordar, y que permitirían la convergencia de sentimientos en este ámbito. Pues, lo que se reconoce es que debe suponerse una norma del gusto, aunque sea indeterminada, si tiene sentido pensar en juicios estéticos más calificados que otros, si puede decirse que una opinión es más aceptable que otra y si se considera que en éste ámbito es posible discutir:

Allí donde surgen dudas, los hombres no pueden hacer más que lo que hacen en otras materias de discusión cuando son sometidas al entendimiento: deben buscar los mejores argumentos que su invención les sugiera; deben reconocer la existencia en algún sitio de una norma verdadera y decisiva, a saber, una cuestión de hecho y de existencia real, y deben tener asimismo indulgencia con los que difieren de ellos en la invocación de tal norma (SNG 44: 242).

Así, parecería que Hume termina considerando que las diferencias en cuestiones de gusto sólo pueden enfrentarse de la misma forma en que se lo hace en otras materias que suscitan dudas y son objeto de discusión: buscando los mejores argumentos que la invención pueda sugerir; reconociendo la existencia de una cuestión de hecho, esto es, según puede seguirse de lo planteado, algo que las distintas partes podrían aceptar como válido, y que podría servir como criterio para tomar una decisión sobre las opiniones enfrentadas; pero, además, mostrando indulgencia si el interlocutor, pese a todo, se muestra reacio a aceptar el juicio que le es adverso, lo que confirma que el ámbito del gusto se mueve en el terreno de la discusión y no en el terreno de lo probable o demostrable. Pues, como lo destaca Lisímaco Parra (Parra 2001: 173), en estos casos la actitud correcta no es la indulgencia sino la intransigencia: el profesor de matemática no es “indulgente” con el alumno que se rehúsa a aceptar que la suma de los ángulos de un triangulo es de 180º, ni el profesor de física con aquel que se niega reconocer que el peso de algo es el que arroja la balanza. Pero al crítico de arte, aunque esté seguro de que su juicio es más aceptable que el del inexperto, no le queda más que invitar al oponente a considerar mejor el asunto, ofreciéndole diversos puntos de vista desde los cuales enfocarlo, y guardar indulgencia cuando, después de todo, éste parece impermeable a sus tácticas discursivas.

5. La retórica de Hume y la retórica del gusto

Como lo ha destacado David Marshall (1995: 326), resulta significativo que a lo largo de Of the Standard of Taste, Hume insista en tomar como punto de partida lo que “es natural (cf. SNG 27: 229) para nosotros”, lo que es “evidente” (cf. SNG 29: 231), lo que “es bien sabido” (cf. SNG 41: 240), lo que se reconoce (cf. SNG 35: 236); lo que “es obvio” (SNG 25: 228), sobretodo cuando en otros contextos había mostrado sus reservas con respecto a este tipo de consideraciones. Según se afirmaba al final del primer libro del Tratado sobre el entendimiento humano, cuando examinamos detalladamente un objeto tendemos a sentir cierta seguridad sobre lo que afirmamos de éste. En tales ocasiones “no sólo estamos dispuestos a olvidar nuestro escepticismo, sino incluso también nuestra modestia, y utilizamos términos como es evidente, es cierto, es innegable, que quizá por deferencia al público debían evitarse”. Esto, reconoce Hume, le pudo ocurrir a él mismo, pero aclara tales expresiones me fueron sugeridas por la consideración misma del objeto, de modo que no implican ni espíritu dogmático ni una idea presuntuosa de mi propio juicio, sentimientos que estoy seguro no pueden llegar a tomar cuerpo, y en un escéptico menos aún que en ningún otro” (cf. Treatise 427: 274)16.
No obstante, cuando en Sobre la norma del gusto se examina el contexto en el que se producen expresiones de este tipo, no es claro que ellas sean simplemente eufemismos que ponen de manifiesto la seguridad que ha alcanzado el autor al analizar detenidamente su objeto de estudio, en este caso el gusto, sino que aluden a premisas que un Hume menos escéptico asume como aceptables por cualquiera, esto es, como cuestiones de hecho, que sirven de punto de partida para tratar la cuestión. Así, parecería que Hume aplica con sus lectores la misma estrategia retórica que aconseja, llegando al final de su texto, para dirimir los posibles enfrentamientos estéticos: esto es, buscar una cuestión de hecho, algo que todas las partes pudieran aceptar (cf. SNG 44: 242), para, según parece hacerse explícito ahora, poner de manifiesto lo que tales convicciones suponen. En efecto, su estrategia habría consistido en mostrar que, si creemos que hay clásicos, esto es, obras que siguen resultando valiosas a través del tiempo, y si creemos que hay ciertos rasgos que resultan valiosos en un crítico de arte, entonces también creemos en la superioridad de ciertos juicios de gusto sobre otros y, por ende, en cierta norma del gusto, aunque no podamos determinarla, aunque ésta sea sólo un ideal, al que apelamos cuando hacemos ciertas distinciones. Esto, ciertamente, implica ir más allá del escepticismo que Hume había recomendado en las palabras citadas del Tratado, aunque no, necesariamente, significa adentrarse en el terreno del dogmatismo, como lo considera Marshall (1995: 336). Más bien, significa reconocer que el terreno del gusto es el terreno del discurso persuasivo, y que en este ámbito no cabe sino partir de aquello que un posible interlocutor estuviera dispuesto a reconocer, para mostrarle otros puntos de vista, o confirmar los que ya se asume, desarrollando aquello que sus propias convicciones suponen.
De esta forma el texto de Hume muestra que, en el ámbito estético, algunas veces las partes podrán coincidir sobre aquello que aprecian, podrán sentirse igualmente emocionadas o admiradas ante una obra, pero en otros casos, una podrá aceptar el punto de vista de la otra sin que llegue a compartir su valoración positiva, sus sentimientos de admiración o emoción intensa. De esta forma se pone de manifiesto que el consenso en el ámbito estético no puede darse siempre como una confluencia en el modo de sentir, y que esta eventual confluencia tampoco puede darse inmediatamente. En efecto, una cosa es convencer a alguien sobre la “razonabilidad” de su opinión, y otra, hacer que aquel comparta sus sentimientos sobre una obra: puedo persuadirme de que la posición de un crítico que muestra la complejidad de la música atonal es más convincente que la del inexperto y aún así puede que no me convenza del valor estético de la música atonal, puede que ésta no me resulte estéticamente apreciable; para ello tal vez se precise de cierta formación y quizás también de cierto carácter. De esta forma se sugiere que la relación que se da entre convicciones, formación y sentimiento en el caso del juicio estético no se da inmediatamente, y esto hace que la posibilidad de acuerdo en este ámbito sea siempre algo complejo, que depende de diversos factores.
Ciertamente, todo esto puede significar que Sobre la norma del gusto no ofrece una respuesta contundente al problema inicial, si en esa respuesta se esperaba encontrar una fundamentación para el consenso estético. Pues en el texto tal consenso termina sugiriéndose sólo como posibilidad, como algo alcanzable, no como un objetivo dado que haya que legitimar. Pero, precisamente, aquello que el ensayo pretendía, en último término, no era justificar per se tal presunto consenso, sino mostrar que en cuestiones de gusto resulta posible discutir a través de ciertas prácticas y actitudes, así como de diversas estrategias discursivas que exhiben y explotan mínimos puntos de confluencia. En eso la propuesta de Hume ha sido exitosa, en mostrar que las confrontaciones estéticas son resolubles por ese complejo “arte de razonar a partir de opiniones generalmente aceptadas”, en poner de manifiesto que los asuntos estéticos siempre dan lugar a controversia y sólo pueden enfrentarse por el mismo camino de “todas las materias que son objeto de discusión”.
Sin embargo, por esta vía sale a relucir, también, una limitación al consenso alcanzable en el ámbito estético, y en general, en las cuestiones que no pueden resolverse demostrativamente. Pues, tal y como Hume lo ha subrayado, hay que suponer que las partes, en sus divergencias, pueden aceptar algunas premisas en común o, de lo contrario, sería imposible toda forma de acuerdo y, por ende, de discusión. De esta forma se pondría de manifiesto que entre horizontes inconmensurables, cuando no pueden suponerse convicciones o creencias en común, no parecería alcanzable algún tipo de consenso. Pero, entonces, si esto así ¿sería imposible una discusión estética entre sujetos irreduciblemente diversos?
La decisión sobre esto depende de la forma en que se asuma el problema en cuestión. Si, con Hume, se admite que en asuntos como lo estéticos, en los que no caben criterios demostrables, no cabe exigir una unanimidad plena, habría que aceptar que en tales casos el acuerdo es algo que se debe buscar: mostrando una actitud flexible y abierta frente al otro, rastreando, como lo ha insistido Hume, alguna cuestión de hecho, alguna premisa básica, alguna creencia o convicción que aquél pueda compartir, pensando en el consenso como algo que se construye discursivamente y no como algo que se impone, desde un modelo de lo que significa “humanidad”. Ciertamente, esta opción supone que individuos culturalmente disímiles pueden compartir ciertas, aunque sean pocas, miradas sobre el mundo, pueden llegar a abrirse el uno al otro en sus puntos de vista, pueden llegar a compartir ciertas prácticas discursivas, y pueden llegar a compartir ciertas premisas. Si bien es cierto que todo esto puede parecer demasiado en algunos casos, en muchos otros son condiciones que pueden darse, o al menos, que pueden intentar promoverse para dejar abierta la posibilidad de consenso, para hacer posible que discutir no resulte vano.

 


1. Agradezco al profesor Lisímaco Parra por sus valiosas sugerencias e indicaciones, que alimentaron la discusión sobre el tema de este ensayo.

2. Entre ellos se encuentran: Peter Kivy (cf. 1967: 57-66); Roger Shiner (1996: 237-249); Noël Carrol (cf. 1984: 181-194); Steven Sverdlik (1986: 69-76);Theodore Gracyk (1994: 169-182); George Dickie (1996: 123-141). Excepciones con respecto a esta tendencia son las lecturas de James Shelley (1994: 437-445) y David Marshall (cf. 1995: 324).

3. En los apartados 1 y 2 desarrollo algunas de las tesis que sugerí en la primera parte del artículo "El problema del gusto en la Crítica del juicio", incluido en el volumen Kant en los límites de la razón, editado por Luis Eduardo Hoyos, Universidad Nacional (en prensa)

4. Of the Standard of Taste se cita como SNG, señalando la paginación de la versión al español usada, seguida por la paginación del texto original en inglés (ver datos en Bibliografía). Se hacen modificaciones a la traducción cuando se considera oportuno.

5. Entre ellos se encuentran: Nöel Carrol (1984: 181-184), Steven Sverdlik (1986: 69-76); George Dickie (1996: 123-141), y James Shelley (1994: 437-445).

6. Hasta hace un tiempo, la mayor parte de los comentaristas habían subrayado una formulación sobre la otra: o bien que la norma del gusto se identifica con lo que Hume denomina “las reglas del arte”, entre ellos Peter Jones (1976: 295-302); o bien que se asimila a “el veredicto conjunto de los jueces del arte, entre ellos Peter Kivy (1967: 57-66) y Carolyn Korsmeyer (1976: 201-215). Sin embargo, recientemente otros intérpretes han intentado repensar la relación entre las dos formulaciones de la norma del gusto. Entre ellos se encuentran los ya citados Nöel Carrol, Steven Sverdlik, George Dickie y James Shelley. La presente interpretación se inscribe dentro de la tentativa que estos últimos proponen pero guardando distancia, en ciertos casos notable, con respecto a sus diferentes planteamientos, como podrá verse a continuación.

7. “algunas formas o cualidades particulares, a causa de la estructura original de nuestra configuración interna, están calculadas para agradar [...] (SNG 32: 233).

8. Aquí estoy distinguiendo, con Perelman (cf. Tratado de la argumentación: 186) el argumento ad hominem, que se basa sólo en premisas que un auditorio o interlocutor determinado estaría dispuesto a reconocer, del argumento ad personam, que se basa en un ataque contra la persona del adversario y sobretodo, tiende a descalificarlo. Esta última es una forma de argumentar que tiene un alcance y pertinencia restringidos, por ejemplo, en el ámbito jurídico, en la presentación de testigos, pero por lo general se lo considera como un recurso poco legítimo.

9. Así, por ejemplo, Irving Copi en su conocido texto Introducción a la lógica. Según este autor, los argumentos ad hominen son razonamientos falaces dado que “no ofrecen pruebas satisfactorias de la verdad de sus conclusiones, sino que sólo están dirigidos a conquistar el asentimiento de algún oponente, a causa de la circunstancia especial en que éste se encuentra” (Ibíd., 86). Por demás cabe destacar que Copi, asimila en un solo tipo de argumentos falaces los argumentos ad hominem y los argumentos ad personam (cf. Ibíd., 84-86).

10. Se comprende entonces que desde este punto de vista, al destacar el carácter retórico de los discursos valorativos no se trata de afirmar su irracionalidad, sino de comprenderlos desde argumentos en los que, como lo ha destacado Michel Meyer, se “razona sin oprimir”, en los que “la apertura hacia lo múltiple y lo no apremiante se convierte en la palabra clave de la racionalidad” (Tratado de la argumentación, “Prefacio”, 28-29).

11. Por ende, no se trata, como lo considera Dickie (1996:133) de que Hume confunda dos cosas distintas cuando deja de lado la consideración de las reglas del arte para dedicarse a la consideración de los rasgos del crítico del arte, no se trata de que Hume trasponga el problema de determinar tales reglas con el problema de convencer a un juez renuente. Pues la cuestión de fondo, aunque se haya reformulado a través del texto, y se plantee en niveles distintos, no ha dejado de ser la misma: dejar abierta la posibilidad de consenso en eventuales discusiones sobre asuntos estéticos.

12. “Un hombre que no ha tenido oportunidad de comparar las diferentes clases de belleza está sin duda totalmente descalificado para opinar con respecto a cualquier objeto que se le presente” (SNG 38: 238).

13. “Las baladas más vulgares no están enteramente desposeídas de cierta naturaleza armónica, y nadie sino una persona familiarizada con bellezas más complejas y elevadas afirmaría que su ritmo es tosco o su letra poco interesantes” (SNG 39: 238).

14.Aquí tomo distancia de Noël Carrol (cf. 1984: 183, 189-190) y de Peter Kivy (cf. 1967: 57-66).

15.Dickie objeta que de esta forma sólo se podría convencer a alguien "potencialmente sensible", no al antagonista insensible que, según él, Hume consideraría cuando se refiere al “mal crítico” (1966: 133). A mi modo de ver, el problema es que Dickie ha identificado al mal crítico o interlocutor renuente con alguien insensible. Pero, por lo que comenta Hume, aquellos agrupados bajo el apelativo “mal crítico” harían parte de un género más amplio que comprende personas ignorantes, con poca práctica, prejuiciosas, etc, dentro del cual, las personas insensibles, constituirían un caso extremo, incorregible. Además, con este último tipo de personas no cabría siquiera discutir y, evidentemente, el antagonista que a Hume le ocupa es aquel con quien pueda ser posible la discusión.

16.Se indica la paginación de la versión al español usada (ver Bibliografía), seguida por la paginación de la edición de Selby-Bigge.


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