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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.54 no.130 Bogotá Apr. 2006

 

Susan Neiman: ([2002]2004)Evil in Modern Thought. An Alternative History of Philosophy. Princeton - Oxford: Oxford U. P.358 p.

Susan Neiman: EVIL IN MODERN THOUGHT

Hernán Darío Caro A.

Universidad Humboldt de Berlín

herrcaro@gmx.de

 


Las historias de la filosofía convencionales nos han habituado a comprender el pensamiento moderno como una sucesión de conflictos epistemológicos. Según ellas, el motor de la reflexión filosófica post-cartesiana se ha de identificar ante todo con la preocupación por la posibilidad del conocimiento, por su carácter, la solidez a la que puede pretender, por la relación de los contenidos de nuestros conocimientos con la configuración real de lo conocido, etc. Las voces preferidas por los historiadores convencionales de la filosofía moderna (pienso en Kuno Fischer, en Richard Rorty, en Roger Scruton) han sido, así, “realidad”, “apariencia”, “ideas”, “mente”, “sujeto”, “objeto”, “percepción”, “conocimiento”, etc.; igual estima han recibido los sobrenombres “racionalista”, “empirista”, “dogmático”, “escéptico”, etc.
La presente obra descree de aquella visión ortodoxa. En ella, la filósofa norteamericana Susan Neiman relata en cuatro amplios capítulos una historia alternativa de la filosofía, desde las postrimerías del siglo XVII hasta pasada la primera mitad del siglo XX. Este proyecto de un panorama alterno se apoya sobre un postulado que se distingue radicalmente de las hipótesis que sustentan los recuentos tradicionales de la historia de la filosofía, a saber: “El problema del mal es el motivo que guía el pensamiento moderno” (2).
¿Qué es el problema del mal? La formulación “clásica” del problema se halla en el capítulo XIII de Sobre la cólera de Dios de Lactancio, quien hace hablar así a Epicuro:

O bien Dios quiere arrancar el mal de este mundo y no puede hacerlo, o bien puede hacerlo y no quiere; o bien ni puede, ni quiere; o, finalmente, quiere y puede. Si quiere y no puede, es impotente, algo contrario a la naturaleza de Dios; si lo puede y no quiere, es maldad, cosa no menos contraria a su naturaleza; si ni quiere ni puede, es a un tiempo maldad e impotencia; si lo quiere y puede (la única de estas posibilidades acorde con Dios) ¿de dónde procede el mal en la tierra?

Esta enunciación, al involucrar categorías teístas, podría hacer pensar que la pregunta por el mal incumbe exclusivamente a la filosofía de la religión. Neiman piensa que esto no es así. En la Introducción al libro, donde se adelantan algunas aclaraciones conceptuales y metodológicas sobre el proyecto que en él se lleva a cabo, ella aboga por una comprensión más general del problema del mal y deja en claro que, aunque la pregunta por el mal puede ser expresada según diferentes registros, la inquietud subyacente es siempre la misma: la preocupación humana, no limitada a una esfera religiosa, por hallar sentido en el mundo que conocemos y padecemos. Escribe:

El problema del mal puede ser expresado en términos teológicos o seculares, pero es fundamentalmente un problema sobre la inteligibilidad del mundo como un todo. Así, no pertenece ni a la ética ni a la metafísica, sino forma un vínculo entre las dos (8).

El problema del mal no es, pues, un problema religioso -o no solamente. Es una pregunta por el sentido y la posible explicación de los dolores y los infortunios cotidianos, los desastres naturales y el mal moral. Una pregunta que no presupone la creencia en una Providencia bondadosa, en un diseño inteligente del mundo, etc., sino simplemente la capacidad orgánica de sentir (es decir, de sufrir) y la necesidad humana de encontrar razones.
Respecto al método de su proyecto, Neiman sostiene en la Introducción que desea menos ocuparse de modo especulativo del problema del mal, que documentar y analizar la forma en que la filosofía ha comprendido aquel problema desde comienzos de la Ilustración. No se trata, pues, según Neiman, de un intento por inquirir sobre lo que el mal pueda ser en sí mismo, y menos aún por establecer una distinción regulativa entre acciones malvadas/inmorales y acciones buenas/morales, sino más bien de reconstruir la historia del pensamiento moderno sobre la base heterodoxa de las respuestas ofrecidas por algunas figuras centrales (y otras no tan centrales) de la tradición filosófica moderna a las preguntas por el sentido de las miserias del mundo. Esta limitación metodológica al campo de la historia de la filosofía no implica, sin embargo, una limitación de las pretensiones de Neiman respecto a la importancia de su propuesta de una historia alternativa. Así, en ciertos momentos parecería que la autora se propone ofrecer no sólo una posible versión del desarrollo del pensamiento moderno, sino que quiere más bien presentar la mejor versión posible de ese relato: afirma que el problema del mal, en tanto principio ordenador para entender la historia de la filosofía, es mejor que principios diferentes (mejor que el principio epistemológico tradicional), dado que compromete inquietudes y angustias humanas más apremiantes, permite comprender una mayor cantidad de textos, es más fiel a las intenciones de los autores y es, además, más interesante (6ss). Con lo que se entiende, al final de la introducción, que aquello de “alternativo” no expresa precisamente un ánimo pluralista, sino el interés -más ambicioso, más atrevido, más arriesgado- de proponer un giro en la forma en que hasta hoy se ha apreciado la historia de la filosofía moderna.
El primer capítulo (Fire from Heaven) examina los intentos de seis pensadores modernos por vindicar el mal y el sufrimiento: Leibniz, Pope, Rousseau, Kant, Hegel y Marx. Las diferentes propuestas que en esta parte se reconstruyen no parten de la misma noción de “mal”, ni emplean los mismos argumentos para elaborar una teodicea1. Como reconoce Neiman, el grupo examinado en este capítulo es heterogéneo, y es probable que cada uno de los pensadores que lo conforman no se hubiera sentido a gusto en compañía del resto. Incluso, hasta cierto punto, no es del todo claro que alguno de ellos (Kant) articule de hecho una teodicea (al menos no en el mismo sentido en que lo hacen los otros). Neiman piensa, sin embargo, que todos estos autores sí están emparentados, y no sólo en virtud de un supuesto interés por resolver el problema del mal, sino ante todo porque sus respuestas tienen -al menos según la reconstrucción que se ofrece en el libro- una estructura argumentativa común: en todas se apela a un orden de cosas distinto al aparente/empírico, en el que las desdichas están llenas de sentido -o podrían llegar a estarlo- o son incluso necesarias. (Este otro orden real/racional ha sido, dependiendo del abogado defensor de turno, el universo considerado como un todo, el orden de la acción libre humana, la faceta nouménica del mundo, el devenir histórico, etc.) La estrategia de las doctrinas aquí exploradas para solucionar el problema del mal consiste, entonces, en sostener que las cosas no son lo que parecen, que hay otro aspecto del mundo en el cual lo terrible, lo doloroso, lo absurdo, tiene al fin de cuentas, y aunque cueste mucho creerlo, una razón de ser (cf. 11, 41, 202).
En el capítulo 2 (Condemning the Architect) se inspecciona la otra cara de la moneda: aquellos pensadores modernos que descreen de cualquier posible vindicación racional de nuestras desgracias, que se niegan a buscar un significado trascendente de nuestras miserables experiencias, que no desmienten los hechos ni intentan ofrecer consuelo, que piensan, en pocas palabras, a diferencia de los reseñados en el primer capítulo, que las cosas “son como son” (114-5). Los nombres centrales de esta parte son: Bayle, Voltaire, Hume, Sade, Schopenhauer. Todos ellos reniegan de una solución al problema del mal que apele a una perspectiva de la realidad desde la cual el mundo resulta no ser un desastre -estrictamente hablando, estos filósofos no creen que sea posible salir de la paradoja que subyace al problema del mal en términos que puedan satisfacer a los dogmas cristianos o a una actitud racionalista (como la de la mayoría de los pensadores del capítulo anterior). Y así, sus “respuestas” al problema se convierten más bien en vigorosos ataques a las ínfulas de desentrañar por vías racionales el mundo, a la ficción de un creador bondadoso, a la idea de la perfección general del Universo, etc.
En la medida en que los protagonistas de este capítulo se resisten a una explicación trascendente del mal, y consideran las apariencias como instancia última explicativa, Neiman admite que, de querer buscar un calificativo que los designara como grupo, ellos podrían ser llamados “empiristas” (los examinados en el capítulo anterior serían los “racionalistas”). Pero ya que esta categorización en términos epistemológicos es justo la que se pone en tela de juicio en esta obra, la autora rechaza una taxonomía de este tipo (cf. 114s). Es interesante, en todo caso, observar que el criterio de clasificación seguido en los dos primeros capítulos -basado en la concepción de “realidad” de cada uno de los filósofos examinados– sea un criterio que también es central en las historias de la filosofía convencionales, que parten de un principio epistemológico.
El tercer capítulo (Ends of an Illusion) se ocupa de dos figuras cardinales del pensamiento de los siglos XIX y XX, cuyo escrutinio del problema del mal evade cualquier posibilidad de clasificación según el criterio aplicado en los capítulos anteriores: Nietzsche y Freud. Ninguno de los dos se propone, según la versión de Neiman, una elucidación de la existencia del mal en el mundo; pero tampoco afirman que el universo sea una catástrofe y punto. Su discurso es de hecho menos sobre el mundo que sobre el hombre, y menos metafísico que psicológico, o mejor, genealógico. “Genealógico” en la medida en que, tanto Nietzsche como Freíd, quieren hallar las raíces de la pregunta por el sentido del mal, y no tanto resolver esa pregunta (al menos no antes de determinar su origen); “sobre el hombre” porque es precisamente allí, en el hombre, donde encuentran aquellas raíces: bien en el impulso de medir el mundo según un engañoso ideal de bondad y perfección, bien en temores y fantasías de la infancia, que explican que veamos la vida como una faena ingrata y exijamos de ella más de lo que nos puede dar (preguntando, por ejemplo, por la razón de ser de nuestros males). Nietzsche y Freud convierten así el problema del mal en un problema acerca de nosotros mismos, inaugurando una forma de encarar la pregunta por el sufrimiento que se aleja de las estrategias filosóficas aplicadas hasta entonces.
El capítulo final (Homeless) es acaso el más estimulante, aunque también el más inquietante de todo el libro. Neiman emprende aquí varias tareas. Continúa con el siglo XX su recuento alternativo examinando las opiniones de Camus, Hannah Arendt, Horkheimer, Adorno y Rawls entorno al problema del mal. Pero esta continuación sólo aparece después de un dilatado paréntesis, donde parecería que Neiman trasciende los límites metodológicos que había impuesto a su proyecto, y se interna en una discusión que merecería ya un libro completo: el cuarto capítulo abre con una presentación de ciertos “casos” históricos donde la idea del mal jugó/juega un papel determinante, y a través de los cuales cambió o está cambiando nuestra concepción del mal. Se trata del terremoto de Lisboa de 1755, del conjunto de crímenes contra la humanidad ocurridos en el siglo pasado y cuyo símbolo es la palabra “Auschwitz”, y de la nueva amenaza global terrorista-fundamentalista, que empezó a hacerse evidente a partir del 11 de septiembre de 2001.
A lo largo del examen de estos “casos” históricos se tiene la impresión de que Neiman de repente deja de hacer una historia intelectual, y emprende una reflexión filosófica sobre la historia moderna misma y sobre el papel que el concepto del mal ha jugado en ella. Neiman parece querer presentar el germen de una propuesta para periodizar la historia moderna, donde el criterio principal es la manera en que se ha enfrentado la pregunta por el sentido del mal a raíz de los acontecimientos históricos antes nombrados. Según esta propuesta, el talante racionalista que muchos contemporáneos adoptaron para explicar el terremoto de Lisboa llevó a la decadencia de la Teodicea tradicional (leibniziana), la cual interpretaba los males naturales como siendo consecuencia de los males morales2. Pero aquel talante sería también la manifestación de una nueva actitud racionalista-científica frente a los misterios de la naturaleza y del hombre, y de aquella confianza en los poderes de la razón humana que es característica del mundo moderno. Lisboa, así, para Neiman, marcaría el inicio de la Modernidad misma. Por otra parte, la imposibilidad de hacer frente racionalmente a las atrocidades de Auschwitz representaría no sólo el fin de toda posible teodicea -de toda posible respuesta sistemática a la pregunta por el mal-, sino también, de manera más devastadora, la pérdida radical de la confianza en la razón humana y en su capacidad para comprender y explicar el mundo y a nosotros mismos: representaría, en opinión de Neiman, el fracaso y el fin de la Modernidad3. (Las respuestas al problema del mal de los pensadores examinados en este capítulo se inscribirían en este marco histórico-filosófico, donde toda posible forma de teodicea se ha vuelto insostenible.) Por último, aunque en apariencia admite que la pregunta acerca de qué modo el terrorismo cambiará nuestra visión del mal y de la historia sólo se podrá responder en el futuro, Neiman sostiene -en páginas que producen la sensación de haber sido escritas con algo de premura- que la amenaza terrorista no representa una nueva forma del mal (como sí lo hicieron Lisboa y Auschwitz), sino… Este apartado sobre el problema del terrorismo es de hecho confuso, en cuanto no es claro si pretende dilucidar el problema en el mismo contexto en que se examinan los casos de Lisboa y Auschwitz, o quiere más bien hacer, en el variopinto capítulo cuarto, otra “reflexión filosófica pertinente” sobre un problema actual relacionado de modo directo con el tema del mal. Así mismo, como se indicará más adelante, el discurso de Neiman sobre las “formas” del mal, que parece ser un discurso que traspasa los límites de la simple historia de la filosofía, no está exento de problemas, y constituye uno de los puntos débiles de la arquitectura del libro.
Este cuarto capítulo termina con una reflexión filosófica de tono intensamente kantiano sobre los orígenes de la pregunta por el mal. Neiman sostiene que el problema del mal es el resultado inevitable de nuestra configuración mental: la consecuencia necesaria de la permanente aplicación del principio de razón suficiente, que, como Kant bien sabía y no cesaba de repetir, determina nuestra actividad mental y define nuestra racionalidad. Neiman rechaza aquí toda explicación de corte religioso, que afirme que el impulso hacia la teodicea surge de la necesidad de afirmar la existencia de un creador, que confiere sentido a nuestras vidas, etc., así como una explicación freudiana (que a su vez pretende dar razón de la necesidad de la idea de una Providencia), según la cual el deseo de explicar el mal deviene de angustias de la niñez, de la búsqueda de protección frente a dolores y temores infantiles, etc. La opción de Neiman es decididamente racionalista (ya se ha dicho: kantiana), y consiste en retrotraer la pregunta por el sentido de las miserias del mundo al principio básico de la racionalidad humana: a nuestra constante necesidad de buscar explicaciones.

* * *

El proyecto llevado a cabo en esta obra es bastante ambicioso. Lo que da razón de su valor, pero también da pie a algunas incomodidades respecto a los logros finales del libro, pues, a decir verdad, no es evidente que la autora cumpla todas las metas que se impone (o que pretende de antemano haber cumplido). Más allá de la cuestión de cuán adecuada sea la interpretación de los textos y las doctrinas que Neiman selecciona -cuestión que en esta reseña no se examina-, Evil in Modern Thought presenta al menos tres problemas metodológicos centrales.
En primer lugar, como se dijo al inicio, el postulado que sustenta el repaso de la historia de la filosofía presentado en el libro se aleja radicalmente del modo habitual de entender y exponer el desarrollo intelectual europeo desde finales del siglo XVII. Lo cual no es de modo alguno problemático, si se tiene en cuenta que Neiman admite que su versión de la historia de la filosofía es simplemente una versión alternativa. El inconveniente, sin embargo, surge cuando Neiman insinúa (en algunos momentos de manera rotunda) que esa exégesis alterna es de hecho mejor que versiones convencionales de la historia del pensamiento moderno. Lo cual no es del todo cierto; y este es el primer problema central del libro. Puede ser verdad que el recuento de Neiman involucre ansiedades humanas más reales, más urgentes, más cotidianas, que las historias de la filosofía que giran en torno a discusiones epistemológicas. También, quizá, se trate de una narración más cautivadora desde un punto de vista, digamos, literario. Pero es claro que estos argumentos dependen en gran medida de las obsesiones particulares del lector, y no son un criterio para determinar la superioridad de un recuento histórico sobre otros. Criterios más sólidos, como la cantidad de textos y autores que la narración abarca, o la capacidad de hacer evidentes vínculos entre ellos, etc., parecen dejar a Neiman, de hecho, en una posición desfavorable frente a otros historiadores convencionales de la filosofía. Neiman, ciertamente, da razón de parte del canon tradicional de grandes pensadores occidentales modernos, pero ¿y los pensadores (o los textos) que no encajan tan bien en la versión alternativa? Si el problema del mal es el motivo que guía el pensamiento desde comienzos de la Modernidad ¿qué pasa entonces con Descartes y Wittgenstein y Locke y Heidegger y Spinoza y Quine? La historia de la filosofía de Neiman no da razón de ellos; y debería darla (si pretende sentar un nuevo criterio para el historiador de las ideas), o ejercer un tanto de modestia, y reconocerse como lo que es: una (otra) apasionante y sugestiva historia heterodoxa de la filosofía.
En segundo lugar, se dijo que el último capítulo es el más estimulante y al mismo tiempo el más inquietante de todos. Esta afirmación se refiere a la propuesta histórica que Neiman elabora al inicio del capítulo. Es sin duda una propuesta estimulante, en la medida en que se interpreta el desarrollo histórico moderno desde una perspectiva original, tanto para el filósofo como para el historiador. Y sin embargo, inquieta (o irrita) el hecho de que tal propuesta aparezca al interior de una historia de la filosofía con un marco metodológico en apariencia estricto, flirteando con una discusión filosófica sobre el concepto del mal que Neiman sugiere, pero en la que no profundiza, cuyos objetivos y límites no están claramente demarcados (ya antes se habló de lo ambiguo del apartado dedicado al terrorismo), y en la que se usan algunas nociones de modo a-crítico. Este es el caso del concepto de “forma del mal” (form of evil). Como se indicó antes, la autora sostiene que Lisboa y Auschwitz fueron formas distintas del mal (mientras que el terrorismo no lo es), a partir de lo cual construye su propuesta histórica sobre el comienzo y el fin de lo moderno. Pero Neiman no parece (querer) ofrecer una explicación de lo que entiende exactamente por “forma del mal” y, además, descarta sin más cualquier reflexión filosófica acerca de una posible “esencia” del mal –acerca de aquello de lo que Lisboa y Auschwitz son “formas” (cf. 8ss, 286). Lo cual es sucumbir a la tentación de hacer filosofía, pero sin comprometerse a hacerla de veras, y queriendo arriesgar en ello lo menos posible.
La tercera inquietud se refiere a las páginas finales del libro, donde Neiman (continuando con el ánimo ambivalente referido en el párrafo anterior) intenta determinar el origen del problema del mal. Como se dijo más arriba, la autora sitúa ese origen en el principio de razón suficiente. Su solución de corte kantiano es ciertamente plausible, en la medida en que es obvia (“la necesidad humana de buscar una razón del mal surge de la necesidad humana de buscar razones”), pero no por ello deja de ser dogmática y, como toda solución de este tipo, limitada. Sorprende que rechace soluciones menos “racionalistas” (religiosas) o simplemente psicológicas a la cuestión del origen de la pregunta por el mal, que sin duda, más que extraviar o contaminar, podrían enriquecer un análisis como el que se plantea en la última sección.
He indicado unos pocos problemas del proyecto de Neiman. A pesar de estos desaciertos (y de otros que pueda contener), Evil in Modern Thought es una obra relevante. Al carácter desafiante de su tesis central, se suman los méritos de una escritura amena e inteligente, heredera de la mejor tradición anglosajona. Se trata de un libro agudo y provocador, asequible para no-especialistas, sin por ello dejar de ser académico, que propone una nueva forma de ver la historia del pensamiento moderno, y viene a recordar en buen momento que las ansiedades y los problemas fundamentales del ser humano son la historia de la filosofía, y que siempre vale la pena echar otro vistazo (sea éste concluyente o no) para descubrir esa historia y esos problemas de nuevo.


1. Si bien el término, acuñado por Leibniz en 1710, significa originalmente “defensa de Dios” (frente a los cargos de impiedad surgidos de la experiencia de la desdicha humana, expuestos ante todo por Pierre Bayle en su Diccionario histórico-crítico en 1697), Neiman (y en general la literatura contemporánea) lo usa para referirse a cualquier tentativa sistemática de solucionar el problema del mal.

2. Los paradigmas de esta respuesta racionalista al desastre de Lisboa son, según Neiman, las reflexiones de Kant en torno al terremoto (tres textos publicados en 1756 y el clásico “Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la teodicea”, de 1791), y la actitud pragmática del Marqués de Pombal, el Primer Ministro de Portugal, frente a la catástrofe.

3. Según Neiman, la frase de Adorno de que escribir poesía después de Auschwitz sería un acto de barbarismo, y la escena de la novela de Primo Levi Si esto es un hombre, en la que se declara que “aquí [en Auschwitz] no hay por qué”, serían, entre otras muchas citas famosas, expresión del fracaso de la razón motivado por los crímenes del siglo XX.

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