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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.133 Bogotá Jan./Apr. 2007

 

HEGEL Y LA 'SUPERACIÓN' DE LA RELIGIÓN

(HEGEL AND THE 'OVERCOMING' OF RELIGION)

JORGE AURELIO DÍAZ
UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA BOGOTÁ, COLOMBIA
jadiaza@unal.edu.co

 


Resumen: A la luz de la distinción elaborada por E. Tugendhat entre religión y mística, retomada a su modo por el teólogo J. Ratzinger, se examina la idea hegeliana según la cual la filosofía eleva la forma representativa propia de la religión a concepto. ¿Significa esto que la religión cristiana es reducida por Hegel a una mística? Se examinan los pros y contras de esta lectura, dejando abierta la pregunta, al condicionarla a una mejor comprensión del concepto hegeliano de libertad.

Palabras clave: Hegel, E. Tugendhat, religión, mística.

 


Abstract: On the basis of Tugendhat's distinction between religion and mysticism, which has been taken up in his own way by J. Ratzinger, this paper examines the Hegelian idea according to which philosophy subsumes the representational form of religion into the concept. Does this imply that the Christian Religion is reduced by Hegel to some kind of mysticism? The paper explores the pros and cons of this reading, leaving the question open by conditioning it to a better understanding of the Hegelian concept of freedom.

Keywords: Hegel, E. Tugendhat, religion, mysticism.

 


En la Conferencia titulada Las raíces antropológicas de la religión y la mística, Ernst Tugendhat analiza ambos fenómenos, la religión y la mística, como dos formas de responder a lo que, de manera general, él denomina la "mala suerte", es decir, el conjunto de frustraciones que sufre un ser humano, la mayor de las cuales, pero no la única, es la muerte. Como "en principio la mala suerte no se puede superar" y "en particular, nunca habrá remedio contra la muerte" (Tugendhat: 9) –dice Tugendhat–, los seres humanos nos vemos frente a tres alternativas. Una es "apretar los dientes", que es la opción que él atribuye a Freud, y podríamos también decir que a Nietzsche. La otra es la religión, en la que podemos encontrar a su vez tres niveles o tres posturas escalonadas en su desarrollo histórico: la primera trata de lograr una influencia mágica sobre los poderes divinos a los que atribuye la causa de sus posibles frustraciones; la segunda busca mover la voluntad divina mediante la oración, y es "la postura religiosa propiamente dicha" (Tugendhat: 11). Pero hay una actitud superior, que "parece ser la más alta a la que se pueda llegar" (Tugendhat: 12), y es la que vemos expresada por Jesús en su oración en el huerto de los olivos: "Padre mío, si es posible líbrame de este trago amargo; pero que no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú" (Mt. 26, 39).

Ahora bien, a quien la opción de Freud no le resulta satisfactoria y, por otra parte, como lo expresa Tugendhat, considera la opción religiosa excluida por lo que llama "una obligación de honestidad intelectual" (Tugendhat: 14), le queda como tercera alternativa la mística, a la que define de manera tentativa como "un estado de conciencia en el que el sujeto se siente unido con la totalidad de las cosas, o con el ser, o con Dios" (Tugendhat: 15). Este último caso, el de la unión con Dios, se refiere, claro está, a la mística dentro de la religión.

No considero necesario entrar a detallar las características de la mística y sus diversas interpretaciones en el Budismo y el Taoísmo, tal como lo hace el conferencista; bástenos tomar las dos opciones que presenta como caminos posibles para enfrentar la "mala suerte", y que corresponden en sus líneas generales a las mismas que analiza Joseph Ratzinger (el actual Pontífice Romano) en un artículo cuyo título es: "La unidad y la pluralidad de las religiones. El lugar de la fe cristiana en la historia de las religiones" (Ratzinger: 15ss.). En este caso la contraposición sirve para distinguir las religiones monoteístas (Judaísmo, Cristianismo e Islam) de las místicas orientales, lo que viene a concordar con la anotación de Tugendhat: "Si la potencia divina es además concebida como personal, se trata de un dios" (Tugendhat: 11).

Es cierto que subsiste una importante diferencia en la interpretación que cada uno de ellos, Tugendhat y Ratzinger, tienen de la relación entre religión y mística. Porque para el primero ese "algo sublime" en virtud del cual "las grandes cultura orientales" enseñan a "desprenderse del yo quiero" (Tugendhat: 15), no es en realidad divino, y no debería por lo tanto llamarse Dios, porque no tiene carácter personal y por ello no cabe acudir a él en busca de ayuda. Mientras que Ratzinger lo entiende como una figura de la divinidad, si bien carente del atributo de persona.

Sin embargo, para el propósito de esta exposición tal diferencia no resulta significativa, porque lo que me interesa resaltar es la alternativa entre religión y mística que comparten ambos autores, y que bien podríamos interpretar como la figura de un doble movimiento. Mientras que en la mística, incluso en ciertas formas de la mística cristiana, el ser humano renuncia a su voluntad para integrarse como simple momento de una realidad o de un devenir absoluto, en las religiones monoteístas el movimiento tiene su origen en Dios mismo, concebido esta vez como sujeto que se manifiesta y se entrega a los seres humanos.

Ahora bien, espero que este muy somero esbozo de estos dos conceptos de mística y religión, a la vez contrapuestos y complementarios, nos pueda ayudar para comprender mejor la forma como Hegel buscó, desde la filosofía, o desde su filosofía, interpretar el sentido de la religión en general, y de la religión cristiana en particular. Me propongo entonces leer algunos de los conceptos con los cuales Hegel ha buscado integrar la religión dentro de su Sistema de pensamiento, a la luz de la interpretación que nos ofrecen tanto Tugendhat como Ratzinger del fenómeno religioso. Así, dos preguntas van a guiar mis consideraciones a este respecto. La primera podemos formularla así: ¿cabe entender la propuesta hegeliana como una reducción de la religión a la mística? Y la segunda, dependiendo de la respuesta que le demos a la primera, tratará de aclarar hasta qué punto la religión, y en particular la cristiana, puede esperar de la filosofía una forma adecuada de comprenderla.

En cuanto a la manera como Hegel entiende la religión, habría mucho que decir. No en vano el Sistema puede entenderse como un esfuerzo especulativo por comprender la Modernidad como la realización plena, no sólo de lo iniciado por la cultura griega, sino también y sobre todo del mensaje cristiano en toda su rica complejidad. Ahora bien, en aras de concentrar nuestra atención, me voy a referir de manera casi exclusiva a lo expresado por Hegel en la Fenomenología del Espíritu, y ello por dos razones. Una es que, como lo reconocen por lo general los comentaristas, en esta obra logra Hegel formular lo fundamental de su concepción religiosa, de modo que los cambios que puedan encontrarse en obras posteriores obedecen a desarrollos o precisiones de lo dicho por él en la Fenomenología. La otra razón es que se trata de la obra de Hegel más comentada y más conocida, no sólo en su globalidad, sino también en lo que concierne a la religión.

Mi propósito no será repetir o entrar a cuestionar esas interpretaciones, sino centrarme en lo que considero el punto crucial de la interpretación hegeliana, al menos tal como ella puede aparecer a los ojos de un teólogo o de un creyente: la idea de que la religión cristiana, pese a constituir, como dice de la Maza, "la síntesis suprema de todas aquellas experiencias fundamentales que el hombre puede hacer acerca de la verdad" (de la Maza: 249), puede y debe sin embargo ser superada (augehoben) por el pensamiento especulativo, en el triple sentido de suprimida, conservada y elevada. ¿En qué consiste esa "superación"?

Es cierto que Hegel nos asegura que el contenido de la religión se habrá de mantener en la filosofía, y que sólo se trata de un cambio en cuanto a la forma:

    El contenido del representar [propio de la conciencia religiosa] es el espíritu absoluto [en lenguaje religioso: Dios]; y lo que falta por hacer es únicamente superar [Aufheben] esa mera forma, o, más bien, como ella pertenece a la conciencia como tal, su verdad tiene que haberse dado ya en las configuraciones de la misma. (Ph. 549)

Esta formulación no puede menos que resultar extraña, si tenemos en cuenta que la forma, en el caso específico de la religión cristiana, no parece que se pueda independizar del contenido, al menos no de manera completa. ¿Puede en realidad una filosofía llegar a comprender a plenitud el contenido de una religión que se dice revelada, sin que por ello atente contra ese contenido? Es la pregunta que nos hemos hecho desde el inicio de la exposición: ¿hasta dónde llegan los límites de la comprensión filosófica de una religión que se dice revelada por Dios?

Para responderla, conviene examinar con atención en qué consiste ese procedimiento mediante el cual el pensamiento especulativo, es decir, la filosofía, eleva la representación religiosa a concepto. Esto nos lleva a contrastar las dos nociones que designan el punto de partida y el punto de llegada de ese procedimiento: representación y concepto. Se trata de transformar la manera representativa como los contenidos religiosos son comprendidos por la conciencia creyente, para darles la forma de verdaderos conceptos.

Comencemos por examinar esos contenidos, siguiendo para ello el excelente ordenamiento del texto de la Fenomenología propuesto por Johannes Heinrichs en su estudio sobre La lógica en la 'Fenomenología del Espíritu'1. Según Heinrichs, el texto sobre la Religión revelada consta de 4 partes, cuyos subtítulos son: 1. Las condiciones de la religión revelada; 2. El contenido simple de la misma; 3. Sus niveles de conciencia; 4. El contenido desarrollado. Me interesa, por supuesto, el contenido, tanto el simple como el desarrollado, ya que será ese contenido el que deberá ser elevado o superado en cuanto a su forma representativa; pero, en aras de la brevedad, me fijaré en el contenido simple y sus niveles de conciencia, donde se trata precisamente de la doctrina de la Encarnación como doctrina fundamental del Cristianismo, y sólo en forma muy somera haré mención del contenido desarrollado, que corresponde a las otras dos tesis fundamentales del Cristianismo: la Trinidad y la Redención.

Para comprender mejor dicho contenido, conviene tener en cuenta el movimiento que precede a su formulación en la Fenomenología, movimiento que corresponde a una visión histórica de las religiones, y que va de las religiones naturales hasta la religión revelada, es decir, el Cristianismo. Hegel visualiza este movimiento a partir de la doctrina central de la Encarnación de Dios, la Menschwerdung, el 'volverse hombre'. Cada una de las religiones que han precedido al Cristianismo ha significado un paso en el proceso de concebir a la divinidad como autoconciencia, es decir, a imagen y semejanza del ser humano, de modo que, cuando Dios se vuelve hombre, el proceso ha llegado a su culminación. Escuchemos a Hegel:

    El momento del ser inmediato se halla de tal manera en el contenido del concepto, que el espíritu religioso, en el retorno de toda esencialidad a la conciencia, se ha convertido en sí mismo simple y positivo […]. (Ph. 527)

Traduzcamos: la historia de las religiones es la historia del "retorno de toda esencialidad a la conciencia", en otras palabras, el mismo proceso del saber especulativo: lograr que toda exterioridad venga a convertirse en un momento de la conciencia misma, de modo que la realidad en último término tenga la misma configuración que la conciencia, es decir, que sujeto y objeto se identifiquen. Y esa historia de las religiones ha llegado a su meta en el Cristianismo, porque el "momento del ser inmediato", es decir, la concreta realidad de lo singular, es tan indispensable al concepto, que en ese proceso histórico el espíritu religioso ha llegado a convertirse en un sí mismo simple y positivo, en otras palabras, ha tomado forma en una persona singular y concreta. Se trata entonces de la Encarnación como la realización plena de Dios como Espíritu.

De ahí que "esta encarnación de la esencia divina –prosigue Hegel–, o que ella esencialmente y de manera inmediata tenga la figura de la autoconciencia, es el contenido simple de la religión absoluta" (Ph. 528). Se trata de la Encarnación entendida como la doctrina fundamental del Cristianismo. Y es precisamente este contenido el que deberá adquirir, mediante la filosofía, una nueva forma, ya no representativa, sino conceptual: "Las esperanzas y expectativas del mundo precedente –dice Hegel– persiguen únicamente esta revelación, contemplar lo que la esencia absoluta es, y encontrarse a sí mismo en ella" (Ph. 530).

Para ello el contenido religioso deberá seguir un proceso que Hegel compara –pero no identifica– con el paso de la conciencia desde la certeza sensible por la percepción hasta el entendimiento. Se parte de la presencia inmediata y sensible del Dios encarnado, para elevarse a la universalidad abstracta de la representación, y llegar así finalmente al concepto especulativo. En este sentido la muerte de Jesús es interpretada como el primer paso, dentro de la religión revelada, por el que la conciencia creyente deja de ver a Dios en forma sensible, y comienza a comprenderlo de manera espiritual. Pero esta conciencia mantiene todavía el carácter de representación, porque proyecta ese contenido fuera de ella misma en un pasado y en un futuro: en la vida, muerte y resurrección de Cristo en el pasado, y en la futura salvación escatológica.

Es cierto que en la persona de Jesús el creyente puede ver y oír a Dios en forma inmediata, pero por ello mismo no lo comprende tal como en realidad es, es decir, como espíritu. Se trata, es cierto, de la presencia de Dios mismo, que en la persona de Jesús ha llegado hasta su total exteriorización, hasta su total ser otro. Y como autoconciencia, Dios es precisamente en la medida en que, en su total ser otro, se mantiene idéntico consigo. Este punto es crucial para comprender la interpretación hegeliana: ser autoconciencia, ser sí mismo, significa estar siendo uno mismo precisamente en su constante estar siendo otro, mantener la propia identidad en el continuo estarse volviendo otro.

    Por eso –nos dice–, en esta religión la esencia divina se ha revelado. Su estar revelada consiste claramente en que se sabe lo que ella es. Y viene a ser sabida precisamente en cuanto es sabida como espíritu, como esencia que es esencialmente autoconciencia. (Ph. 528)

Así, cuando se predica de Dios que es justo, bondadoso, santo, etc., sólo tenemos modos de pensar sobre Dios, pero Dios mismo permanece oculto, ya que, en cuanto tales predicados "son sabidos, su fundamento y esencia, el sujeto mismo, no está todavía revelado, e igualmente las determinaciones del universal no son este universal mismo" (Ph. 528). En esas condiciones Dios no es todavía la justicia misma, la bondad, la santidad, etc., porque para ello hay que concebirlo como autoconciencia, es decir, como actividad que se realiza ella misma en su estar saliendo fuera de sí, lo cual significa que existe precisamente en el acto mismo de revelarse. Ahora bien, que su concepto consista precisamente en ese revelarse, es lo que constituye su verdadera sustancia. Con lo cual tenemos aquí lo que significa concebir la sustancia a la vez como verdadero sujeto: significa concebirla como actividad de auto-constitución.

Y esto, nos dice Hegel, sólo es accesible para una autoconciencia que pueda reconocerse a sí misma en su objeto:

    Él [Dios] es sabido como autoconciencia y se revela inmediatamente para ésta, porque él es esta misma; la naturaleza divina es lo mismo que la humana, y es esta unidad la que es intuida. (Ph. 529)

Para ello será necesario elevar la presencia inmediata singular a representación, lo que implica la desaparición del singular como tal, o, como dice Hegel, que el singular lleve a cabo en sí mismo el movimiento del ser sensible, es decir, el movimiento que había realizado el objeto de la certeza sensible, y que consiste en convertirse en el universal abstracto propio de la percepción: de ser Dios presente de manera inmediata, pasa a convertirse en un "haber sido". Por eso:

    […] la conciencia, para la cual él tiene esa presencia sensible, deja de verlo y oírlo; y precisamente porque ella sólo lo ha visto y oído, ella misma se convierte en conciencia espiritual, o, así como antes él se hacía presente para ella como ser-ahí sensible, ahora se le hace presente en el espíritu. (Ph. 531)

Como simple conciencia que ve y oye su objeto, el creyente se comporta como "conciencia inmediata", no reflexiva, y de ahí que el objeto se le presente como algo que le es por completo ajeno, extraño, que no ha sido asumido por el pensar, de modo que en ese objeto la conciencia no se reconoce a sí misma. Pero, al desaparecer la inmediatez del objeto, la conciencia debe volver sobre sí para recuperarlo dentro de sí misma.

Sin embargo, en este movimiento se lleva a cabo un cambio de la mayor significación, porque, al desaparecer el objeto inmediato de su creencia, la conciencia misma tiene que convertirse de conciencia inmediata en conciencia universal de la comunidad creyente. Para comprender esto debemos recordar un principio fundamental de movimiento de la Fenomenología, según el cual sujeto y objeto son inseparables, de modo que una transformación en el objeto implica también una transformación igual en el sujeto. Por eso, al desaparecer el objeto inmediato de la creencia, al morir Cristo, la conciencia de los creyentes deja de ser la conciencia inmediata que lo ve y lo oye, para convertirse en la conciencia de la comunidad creyente que mantiene en ella el recuerdo de haberlo visto y haberlo oído.

Hyppolite, en nota a su traducción de la Fenomenología al francés, señala que en este punto Hegel asume la posición de la teología católica, para la cual tanto la tradición como la Escritura constituyen fuentes del mensaje revelado: "el Cristo histórico no debe ser separado de su interpretación histórica en la comunidad" (II: 270, n. 31). Sin embargo, el texto apunta más allá, porque la utilización del verbo aufstehen para referirse al hacerse presente de Dios a la conciencia, insinúa claramente la resurrección: la Auferstehung. Es la comunidad misma la que, con su fe, hace presente a Dios como espíritu, y es en ella donde Cristo resucita.

Así explica Hegel cómo la espiritualización que se lleva a cabo en la comprensión de Dios no llega sin embargo al nivel propiamente conceptual, porque para esa comunidad, aunque Dios viene a ser un objeto de su fe y de su culto, un objeto en ese sentido espiritual, mantiene no obstante una distancia con respecto a ella, distancia que muestra el carácter representativo de la misma. En efecto, el objeto de esa fe lo constituye la figura de Jesús, su vida, muerte y resurrección ocurridas en el pasado, y la salvación como acontecimiento que está por venir:

    Pasado y lejanía son sólo la forma imperfecta –dice Hegel– como la manera inmediata es mediada o puesta como universal; ésta sólo de manera superficial se ha sumergido en el elemento del pensar, se ha mantenido en ello como manera sensible, y no ha sido puesta como una con la naturaleza del pensar mismo. Sólo ha sido elevada a la representación, porque ésta consiste en la conexión sintética de la inmediatez sensible y de la universalidad o del pensar. (Ph. 531-532)

Podemos así comprender la diferencia que establece Hegel entre la representación y el concepto. Para la primera el objeto de conocimiento es algo inmediato, o mediado de manera imperfecta, ya que se muestra como extraño y opuesto a la conciencia, de modo que se hace presente como algo otro para ella, y sus elementos se muestran igualmente como diversos y dispersos entre sí. La categoría principal aquí es la inmediatez, la cual determina el contenido de la conciencia como un ser objetivo, dándoles el mismo carácter de objetos a las distinciones que haya en ese ser objetivo, ya que las considera como entidades exteriores unas con respecto a otras y externas a la conciencia. El concepto, en cambio, retoma dichos elementos, y con ellos al objeto mismo, para comprenderlos como momentos de su propia constitución. Para lo cual la autoconciencia deberá extenderse hasta poder abarcar dentro de sí ese momento de alteridad.

Así pues, dado que la filosofía convierte representaciones en pensamientos, y pensamientos en conceptos, la conciencia al conocer asume una relación de identidad con respecto a sus objetos, y éstos la asumen con respecto a ella. La separación se transforma en transparencia. De ahí que Ringleben, al analizar la relación entre representación y concepto, recalque: "Este retornar a sí mismo del espíritu en la concepción de la necesidad es él mismo necesario. Es la incondicionalidad de la razón que llega a estar cierta de sí misma" (Ringleben: 35).

Me voy a permitir transcribir el párrafo completo en el que Hegel nos explica esta diferencia entre representación y concepto, referida al caso específico de la fe en la comunidad creyente:

    Esta forma del representar constituye la determinación en la que el Espíritu es consciente de sí en su comunidad. Ella no es todavía la autoconciencia del mismo [Espíritu] que se ha extendido hasta su concepto como concepto: la mediación es todavía imperfecta. Por lo tanto, en esta conexión del ser y del pensar tenemos la insuficiencia de que la esencia espiritual se halla todavía afectada con un desdoblamiento no reconciliado entre un aquende y un allende. El contenido es verdadero, pero todos sus momentos, al estar puestos en el elemento del representar, tienen el carácter de no haber sido comprendidos [conceptualizados], sino de aparecer como aspectos por completo autosuficientes que se relacionan entre sí de manera externa. Que el contenido verdadero consiga también su verdadera forma para la conciencia, para ello se hace necesaria la educación más elevada de esta última, que eleve su intuición de la sustancia absoluta hasta el concepto, y que iguale para ella misma su conciencia con su autoconciencia, tal como ello ya ha acontecido para nosotros o en sí. (Ph. 532)

Para el propósito que nos ocupa, este párrafo nos dice lo fundamental. El carácter de representación que tiene la comprensión de Dios en la Comunidad creyente consiste en que ésta no se comprende a sí misma como la realización misma de Dios, sino que proyecta fuera de sí misma, en el pasado y en el futuro, en el aquende y en el allende, esa realidad. De ahí que la elevación de la forma representativa a la forma conceptual consista en que la Comunidad comprenda que en ella misma y por ella misma Dios se hace efectivo como autoconciencia en el ahora y en el aquí. Esto será posible cuando se alcance "la educación más elevada" de esa conciencia (die höhere Bildung), es decir, un pensamiento en verdad especulativo en el que la identidad de los momentos contrapuestos se logre, no al margen o en contra de su contraposición, sino mediante ella misma. Esto significa que Dios y la comunidad creyente sean diferentes, pero que lo sean en el sentido de que esta última venga a ser la realización concreta de aquél.

Para una mejor comprensión de este proceso puede servirnos retomar aquello que ya mencionamos antes, y que Hegel, en el Prólogo a la Fenomenología, señala como la tarea fundamental de su proyecto filosófico: que la sustancia sea comprendida igualmente como sujeto. Recordemos el texto: "En mi opinión, que tendrá que justificarse únicamente mediante la exposición del Sistema, todo depende de concebir y expresar lo verdadero no como sustancia, sino igualmente como sujeto" (Ph. 19).

La formulación misma no deja de resultar un poco extraña, porque comienza diciendo que lo verdadero no debe ser concebido y expresado como sustancia, pero de inmediato se corrige para añadir: "sino igualmente como sujeto". Pareciera significar que la sustancia debe ser concebida como sujeto, y sólo entonces podrá ser comprendida como verdadera sustancia, es decir, que sólo como sujeto la sustancia puede ser comprendida de manera correcta.

Pues bien, tal vez la mejor interpretación de este crucial texto nos la ha ofrecido Dieter Henrich en un artículo cuyo título es: "Lógica hegeliana de la reflexión". Allí nos dice que esta fórmula contiene al menos tres condiciones para su ejecución. La primera es que, mientras no haya sido concebida como sujeto, la sustancia como mera sustancia carece de toda realidad o efectividad. Esto, como sabemos, lo habían visto ya, no sólo los empiristas como Hume, al negarle al concepto de sustancia un referente real, sino ya también los escolásticos, cuando propusieron como definición adecuada de sustancia la de principium actionis, principio de acción. Y esto mismo podemos constatarlo en las mónadas leibnicianas, verdaderas sustancias, precisamente porque son puntos de energía; o en la fórmula Spinocista de essentia actuosa. En otras palabras, la sustancia sólo puede tener sentido real cuando se la concibe como punto de partida de su propia realización.

Ahora bien, la segunda condición para llevar a cabo la concepción de la sustancia como sujeto es que, si el concepto de sujeto debe servir para expresar la unidad que subyace a toda multiplicidad, entonces debe ser comprendido como sustancia, es decir, como aquello que permanece a través de todas sus diversas manifestaciones. Y de estas dos condiciones viene a derivarse la tercera, que Henrich formula así: "frente a la unilateral, formal y abstracta subjetividad, hay que plantear la tesis de que toda subjetividad tiene como tarea hacerse sustancial" (Henrich: 91).

Si examinamos a esta luz el resultado que debía seguirse de que la forma representativa que tiene la conciencia religiosa fuera elevada a concepto, lo que vemos es que concebir a Dios como sujeto significa comprender precisamente que su realidad concreta viene a darse en la comunidad creyente como tal, en la cual se hace efectivo en cada momento histórico. Esto implica que la realización de la reconciliación de los seres humanos con Dios no se desplaza a un futuro escatológico, sino que se lleva a cabo en el aquí y el ahora de dicha comunidad. Pero ésta misma, en la medida en que se comprende como tal, ya no tendrá que creer, en el sentido de aceptar algo extraño a su conciencia como objeto de la misma, sino que podrá contemplar y vivir, en la transparencia de su saber especulativo, su propia diferencia con Dios en el seno de la identidad. La comunidad no es Dios, porque éste, como autoconciencia, no se identifica sin más con cada una de sus realizaciones particulares. Pero sí lo es, en el sentido de que en ella y por ella él adquiere realidad concreta.

Hegel, siguiendo en esto la tradición teológica cristiana, pasa a deducir de la Encarnación las otras dos fundamentales doctrinas del Cristianismo, la Trinidad y la Redención. Pero seguirlo en ello nos llevaría muy lejos de nuestro propósito. Digamos, sin embargo, que la Trinidad viene a confirmar y desarrollar la idea de que Dios es sujeto, es decir, un sí mismo que sale de sí hasta su otro, y en este otro se identifica consigo; en otras palabras, que sólo existe en el proceso mismo de autoconstituirse. Padre, Hijo y Espíritu Santo son así los tres momentos de ese movimiento eterno en el que Dios se configura como sujeto, o, como dice Henrich, 'cumple su tarea de hacerse sustancial'.

Podemos ver entonces que la pregunta que hicimos en un comienzo, acerca de si la interpretación hegeliana implicaba una reducción de la religión a la mística, parece que debería responderse de manera negativa. Porque Hegel no concibe a Dios como mera sustancia, como ese algo sublime "que está más allá de nosotros y en relación con lo cual nos entendemos como pequeños" (Tugendhat: 20), para utilizar los términos que emplea Tugendhat para referirse a aquello frente a lo cual el místico renuncia a su yo. La doctrina hegeliana de la religión busca, por el contrario, comprender a Dios a la luz de una teoría consistente sobre la subjetividad, y considera que en ello se juega el sentido último de la realidad y de su comprensión.

Sin embargo, esta respuesta resulta en realidad ambigua, si examinamos con atención lo que para Hegel significa ser sujeto, y lo que la religión, en el sentido que le dan Tugendhat y Ratzinger, pretende expresar cuando dice que Dios es persona. Y esta ambigüedad salta a la vista precisamente cuando atendemos a lo que Hegel nos dice sobre la tercera doctrina fundamental del Cristianismo, la doctrina de la Redención.

Si examinamos las muy diversas críticas que la teología le ha hecho a la interpretación hegeliana de la religión Cristiana, creo que la mejor formulación, aquella que apunta de manera directa a lo fundamental, la encontramos, no en Kierkegaard, sino en el teólogo calvinista Karl Barth. Este último le objeta a Hegel "desconocimiento de la libertad de Dios", y lo expresa de manera "incisiva" como "desconocimiento de la doble predestinación" (Bartha: 69). Esta última formulación nos deja ver con total claridad a dónde apunta su crítica: a la luz de la revelación cristiana Dios no puede ser concebido como un ser cuyo comportamiento pueda estar sometido a los cánones de nuestra razón.

Lo que llama la atención de esta crítica es que viene a coincidir con la que, desde la filosofía, ha hecho de la Maza en la consideración final de su excelente artículo sobre "La religión como autoconciencia del Espíritu en la Fenomenología de Hegel". Nos dice allí que Hegel extrapola sin justificación suficiente el sentido de la revelación de Dios, al comprenderla como un total desocultamiento en el que todo misterio vendría a desaparecer, y que extrapola igualmente el sentido de la reconciliación del ser humano con Dios, al comprenderlo "como una superación de la facticidad y finitud humanas en un espíritu universal comprendido sub specie aeternitatis" (de la Maza: 263). Esto último entiendo que nos remite al concepto de "ese algo sublime", al que se refiere Tugendhat a propósito de la mística.

Un ejemplo claro del Dios de la revelación, reivindicado por la teología cristiana, podemos encontrarlo en la narración del Libro de Job, cuando, luego de narrar las vicisitudes por las que éste había pasado, así como las conversaciones que lleva con sus amigos y con su esposa buscando comprender lo sucedido, Jahveh mismo se hace presente y lo interpela, y prácticamente lo abruma con una serie interminable de preguntas, que desarrollan en forma poética la primera de ellas:

    Entonces el Señor le habló a Job en medio de la tempestad: ¿Quién eres tú para dudar de mi providencia y mostrar con tus palabras la ignorancia? Muéstrame ahora tu valentía y respóndeme a esta pregunta: ¿Dónde estabas cuando yo afirmé la tierra? ¡Dímelo, si de veras sabes tanto! ¿Sabes quién decidió cuánto habría de medir, y quién fue el arquitecto que la hizo? (Job 38, 1-5)

La teología busca hacer suyo este reproche de Dios a la razón humana por pretender someterlo a sus juicios y escrutar el misterio de sus designios, y la filosofía, por su parte, acusa a Hegel de depositar una "confianza ilimitada en la razón", al creerla capaz de alcanzar "un saber total sobre esa totalidad, o un saber absoluto sobre el absoluto" –como dice de la Maza (264). ¿Pero es que acaso la razón puede obrar en otra forma? ¿No nos había amonestado ya Spinoza para que no intentáramos convertir a Dios en un "asilo de la ignorancia"? En lugar de reprocharle a Hegel que pretenda alcanzar una plena comprensión de la revelación cristiana dentro de un sistema articulado de manera racional ¿no sería mejor, para la teología, el aprovechar ese poderoso esfuerzo especulativo para precisar mejor dónde habría que establecer en realidad los límites de la razón en su relación con la revelación? Porque no cabe duda de que los límites establecidos por Kant resultan demasiado estrechos para las necesidades de la teología. Y otro tanto cabría señalarle a la filosofía.

Ahora bien, si atendemos con cuidado al reproche que se le hace al proyecto hegeliano, nos encontramos con una situación muy peculiar. Preguntemos ¿qué clase de libertad es la que, según el teólogo Barth, no se le reconoce a Dios? Y tendríamos que responder que se trata de un libre albedrío, es decir, de una voluntad que pudiera actuar por fuera de los límites que le señala su inteligencia. Porque sólo una voluntad así escaparía por completo al juicio de la razón, y nos obligaría a reconocer aquello que, en referencia a Calvino, Barth llama la "soberanía divina". Es a lo que vimos que apunta su fórmula incisiva de la "doble predestinación".

Pero entonces, si volvemos a preguntar ahora si la interpretación que ofrece Hegel de la religión cristiana puede considerarse como una reducción de la misma a la mística, debo confesar que mi respuesta es: no lo sé. Y no lo sé, porque no he logrado todavía comprender con suficiente claridad el concepto de libertad con el que opera la reflexión hegeliana, y que pertenece al corazón mismo de su sistema. Veo allí un esfuerzo supremo de la especulación por integrar el concepto spinocista (o racionalista) de libertad, que niega de raíz todo libre albedrío, con un adecuado concepto de pecado, que considera necesario para comprender esa misma libertad; conceptos que a todas luces se muestran por completo incompatibles. Pero bien sabemos que una de las grandes realizaciones hegelianas es la de lograr reconciliar conceptos, precisamente cuando los mismos han llegado a su más extrema contradicción. No otra es la intención de su dialéctica.

Ahora bien, para justificar mi perplejidad, permítanme terminar esta exposición resumiendo los momentos estructurales del concepto hegeliano de libertad, tal como nos los presenta Ringleben en su ya mencionado estudio sobre el pecado en Hegel.

En primer lugar, Hegel piensa la libertad como un sapiente retornar dentro de sí, o como un estar cabe sí de manera consciente. Esto significa que ella es a la vez el proceso de su propia génesis, y el resultado del mismo, y es en este sentido que la autoconciencia viene a ser elemento constitutivo de la libertad, o a ser la libertad misma. Ahora bien, esto implica que la libertad se constituye en cuanto la conciencia toma distancia de sí misma, se distingue de sí o rompe su identidad inicial, para alcanzar de esa manera su identificación consigo misma. Por eso su exposición sólo puede llevarse a cabo a través de alternativas, de rupturas: finito-infinito, formal-real, abstracto-concreto, etc., de modo que su realización implica siempre la superación de una ruptura, o la instauración de claridad dentro de un contexto de por sí ambivalente. Al generarse a sí misma, la libertad viene a ser lo no-dado por excelencia, lo no-puesto, ya que es ella la que se pone a sí misma.

En esto no hace Hegel otra cosa que desarrollar la idea spinocista de libertad, como conciencia clara de los dictados de la razón. Pero en esas alternativas entre las que se lleva a cabo la libertad, una de ellas se muestra como positiva y la otra como negativa para la misma libertad. Esto quiere decir que ella, como posibilidad, puede realizarse o frustrarse, y sólo llegará a realizarse superando su deficiencia o su mal uso. Y es ahí donde tiene lugar para la especulación el concepto de pecado, que Spinoza había descartado por completo: "En el concepto de pecado –dice Ringleben– la libertad sabe su esencial situación de peligro, a la vez de principio y de hecho, y con ello [se sabe] ella misma" (Ringleben: 284). Por eso el mito del pecado original, que muestra le necesidad de la conciencia de pecado para la libertad, o que narra el proceso por el que la conciencia llega a ser ella misma, hace del Cristianismo una religión de la libertad. "En el pecado la libertad sabe de sí en cuanto sabe lo que ella no es; ella no se sabría, si no supiera lo que es el pecado" (Ringleben: 285).

De esta manera la libertad se muestra siempre como desdoblada o duplicada, porque distingue en sí misma a sí misma de su manera de presentarse, de modo que ella sólo es en la medida en que abarca por igual lo que ella no es, ya que asume dentro de sí su punto de partida y su manera de ser, puesto que ella es en realidad su propio origen. Todo lo cual muestra que la libertad es ella misma necesaria, y esto en doble sentido. Por una parte, al saberse, ella sabe de su necesidad, porque, al no tener condiciones ni fundamento, ella es en realidad su propia condición y su propio fundamento. Pero entonces, por otra parte, ella no puede no ser, ya que no puede ser pensada sin que por ello mismo sea.

¿Significa esto que la libertad, tal como la concibe Hegel, permite pensar a un Dios que irrumpe dentro de la existencia humana y se muestra así irreductible para la razón? Si ello fuera así, tendríamos allí una filosofía a la que la teología cristiana no tendría en realidad nada qué reprocharle, y de la que, por el contrario, tendría mucho que aprender. Pero si no fuera así, entonces queda pendiente la pregunta: ¿puede la filosofía en realidad llegar más allá? ¿No implica entonces el pensamiento filosófico de la revelación cristiana una inevitable reducción de la misma a las condiciones de la mística? Debo confesar que no me encuentro en condiciones de dar respuesta a esta pregunta.

 


1 Este libro, a mi parecer, no ha recibido toda la atención que merece, ya que presenta muy interesantes indicaciones sobre las relaciones entre las figuras de la conciencia y los conceptos de la Lógica, permitiendo una más clara ordenación del texto de la Fenomenología.


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