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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores v.56 n.133 Bogotá ene./abr. 2007

 

LA CRÍTICA DE LA VISIÓN MORAL DEL MUNDO

(THE CRITIQUE OF THE MORAL WORLDVIEW)

EZRA HEYMANN
UNIVERSIDAD CENTRAL DE VENEZUELA CARACAS
ezraheymann@yahoo.es

 


Resumen: El examen de la visión moral del mundo que Hegel realiza en la Fenomenología del Espíritu VI C es polémico y hostil en sus acentos. Sin embargo, las objeciones puntuales a los planteamientos comunes a la ética kantiana y fichteana son justas y deben ser tenidas en cuenta cuando tratamos de rescatar lo que la ética kantiana tiene de convincente. La crítica de Hegel se centra en la relación que se da en todo actuar entre la conciencia y la naturaleza: tanto la naturaleza a la cual la acción se aplica y en medio de la cual se desenvuelve, como la naturaleza interior que alimenta y da fuerza ejecutiva al pensar y querer. Hegel muestra que la reivindicación de una autarquía de la conciencia moral no es sólo quimérica; ella desconoce la razón de ser y la posibilidad interna de la acción. Al poner de manifiesto la esencial incompletitud de todo saber moral, sea en la forma de una conciencia en general, sea en la de una individualidad que se autoafirma, Hegel abre una perspectiva a su noción de espíritu absoluto, entendido como la conciencia que reconoce en la contrariedad y en su insuficiencia su propio y adecuado elemento vital.

Palabras clave: conciencia moral, naturaleza, felicidad, acción, autoreferencia.

 


Abstract: Hegel’s examination of the “moral worldview” in his Phenomenology of Spirit, VI C, is anything but friendly. Nevertheless, his precise objections to the common basis of Kant’s and Fichte’s ethics are justified, and we must give them due attention if we want to work out what we find convincing in Kantian ethics. Hegel’s critique focuses on the relationship between consciousness and nature: both the world in which action takes place and develops, and our inner nature which nurtures and gives executive force to our thought and our inclinations. To consider moral consciousness autarchic is not only unrealistic, according to Hegel; it also means to ignore the rationale and the internal possibility of action. By revealing the essential incompleteness of all moral knowledge, this chapter opens a perspective on Hegel’s notion of absolute spirit, which may be understood as the consciousness that sees in opposition and insufficiency its proper and adequate vital element.

Keywords: moral consciousness, nature, happiness, action, self-reference.

 


Cualesquiera que fueran en un momento dado las intenciones de un autor, las palabras que pronuncia o pone sobre papel tienen en la comunidad idiomática un potencial evocativo propio. Es este potencial, las resonancias que la palabra despierta en el mismo hablante y que presiente en la audiencia, lo que oscuramente determina su elección, y una vez elegida produce una inflexión nueva y en algún grado imprevista en la articulación de su pensamiento.

Sin embargo no todas las palabras tienen por igual vida propia para ser auscultadas cuando se nos ofrecen a ser elegidas o a ser comprendidas. En el otro extremo de la gama están las palabras casi rituales introducidas para llenar roles específicamente asignados en el contexto dado. En este sector de las expresiones con poca vida propia se encuentra la palabra ‘moral’. Ella es una creación artificial desde su aparición en el latín de Cicerón, con suficiente latitud de significado que va desde lo perteneciente al carácter y al ánimo individual, al hábito personal y a la costumbre socialmente favorecida. Esta variedad en sus alusiones contribuye al interés que la palabra suscita, pero por otra parte, como expresión poco integrada al lenguaje espontáneo y de resonancia afectiva pobre, ofrece poca resistencia a usos idiosincrásicos o estipulados con alguna arbitrariedad. Pero igualmente y con más razón es la filosofía moral una de las grandes ramas de la filosofía, pues esta palabra, poéticamente inservible, abarca no obstante una gran parte de nuestra vida y del aprecio que le damos, de modo que el rescate que le hace falta y que la dicción poética no le puede ofrecer, tiene que estar a cargo de la reflexión discursiva.

Ésta no puede proceder de otro modo sino vinculando la palabra semi-foránea con otras más vernaculares, y que no tengan la mácula de insinuar un juicio sumario fácil, cuando no hipócrita. La eudaimonía y el eu zen, la vida buena, el agathon, el bien, cercano en Aristóteles al sýmpheron, a lo aportador, y en Platón a lo que es jrésimon, lo aprovechable, y al ophélimon, lo provechoso, así como su contraparte to kalón, lo bello y honroso, son las expresiones elocuentes, aunque muy generales, que arman el campo aperceptivo que le dan su sentido a la ética griega. A su vez, la evocación de las virtudes específicas con sus nombres familiares permite pasar de un discurso de máxima generalidad a una visión más específica del desempeño encomiable que es propio de una vida buena.

Ahora bien, la dualidad del agathón y del kalón indica ya la presencia de dos vertientes del ámbito moral. La primera atañe la bienandanza del individuo, que se muestra en la armonía entre las partes del alma. La coordinación entre éstas (que tiene su analogía y su complemento en la coordinación entre las partes del cuerpo), puede caracterizarse como una teleología interna, a la cual le tiene que corresponder forzosamente una teleología externa. La coordinación entre el pulmón y el corazón es posible sólo junto a la adecuación entre el pulmón y el aire alrededor nuestro, y la coordinación entre el conocimiento y la apetencia es posible sólo al ofrecerse un mundo cognoscible y accesible a nuestra intervención.

La coordinación con el mundo ambiente incluye obviamente y de manera muy destacada el ámbito social. Pero hasta aquí se trata siempre del bien de una vida particular. Un punto de vista descentrado, el punto de vista de otro, aparece solamente, y sólo de manera implícita con la noción del kalón, o cuando Platón señala, en la frase citada por Cicerón, que pertenecemos sólo en parte a nosotros mismos, y en parte a nuestros familiares, a nuestros amigos y a nuestra patria. Así podrá Cicerón declarar que el tema central de la filosofía moral es la relación entre lo utile y lo honestum, lo honroso, que es su traducción del kalón.

Ahora comienza la carrera de las nociones de deber y de obligación, palabras claves que han de estructurar de aquí en adelante el campo de la filosofía moral. Pero entendemos bien estas palabras sólo si notamos en ellas mismas los dos costados y los dos contextos a los cuales pertenecen y que les dan su sentido. Uno, el más obvio, es el social. En este orden la idea del deber se vincula con la de una deuda contraída con otros, una contraprestación requerida. En otro contexto, sin embargo, también presente y esencial para la comprensión del pensamiento del deber, del kathékon de los estoicos y del officium ciceroniano, se trata de una noción mucho más amplia, vinculada a una teoría de la acción en general. Lo debido aquí no es tanto lo debido a otros y que ellos nos pueden razonablemente reclamar, sino lo requerido por las cosas mismas que atendemos, lo apropiado en una situación, lo perteneciente a una tarea. Cualquier cosa que emprendamos, que interese a otros o no, tiene sus requisitos y nos impone condiciones con las cuales tenemos que cumplir, si es que queremos realizar cosa alguna. Esto vale tanto para las tareas propiamente prácticas, como para las meramente cognoscitivas o lúdicas, y evidentemente no se trata aquí de algo impuesto y ajeno a la conciencia que ejerce sus capacidades. El tener que atender requerimientos de su situación y empeñarse en ello constituye su propio ser.

Hegel registra este hecho y le da al mismo tiempo, en el contexto de la Fenomenología del Espíritu, un giro ontologizante. El capítulo que estudiamos comienza de esta manera:

    La conciencia de sí conoce el deber como la esencia absoluta; está ligada únicamente por éste, y esta sustancia es su propia pura conciencia; el deber no puede adquirir para ella la forma de algo ajeno. (F: 352)1

Las expresiones “esencia absoluta” y “sustancia” no pertenecen al lenguaje moral mismo, ni a la filosofía moral, pero responden al tema de la Fenomenología por cuanto ésta recorre las formas en las cuales la conciencia se debate entre la búsqueda de la certeza, la posibilidad de replegarse a lo que efectivamente sabe y apoderarse de ello, y la verdad, la afirmación de una realidad que es la que importa aun cuando resulte no serle accesible. La forma que Hegel denomina “la visión moral del mundo” pretende, extremando una intuición moral básica, hacer coincidir las dos búsquedas. Al distinguir tajantemente lo que depende de nosotros y lo que no, y al decir, por ejemplo con Kant que conozco mi deber aun siendo “inexperto con respecto al curso del mundo”, la conciencia moral radicalizada se declara autarca en sus mismas limitaciones y considera que aquello que no está en su poder y al alcance de su conocimiento es completamente irrelevante. Kant mismo no fue nunca tan lejos, pero Fichte, en sus momentos más eufóricos, pudo declarar que el no-yo, el mundo, no es más que el material para el cumplimiento del deber, algo así como la oportunidad para el ejercicio de un atletismo moral.

Sin embargo, entusiasmos aparte (los entusiasmos morales contra los cuales advertía Kant en la Doctrina de la Virtud), e independientemente de una u otra doctrina, al valorar el pensamiento moral la actitud, la voluntad y la actividad misma, tienen que hacer frente a serias dificultades. Todo profesor, al explicar la Ética a Nicómaco y su distinción entre la poiesis dirigida a la producción de un objeto, y la praxis que tiene en cambio su fin en sí misma (he gar eupraxía télos) tiene que encarar el posible narcisismo de una actividad que, prendida de su propia belleza, desatiende su objeto, una actitud que suele comentarse con justificado sarcasmo con observaciones como “operación perfecta, paciente falleció”. Sin duda, se trata en una vida de la ejercitación misma de las actividades que la constituyen, y por cierto, se proponen y se realizan metas para hacer posibles y viables las actividades que conforman la vida; de este modo, en última instancia las metas se justifican por las actividades que favorecen, y no a la inversa. Sin embargo, entender la actividad solamente como el despliegue de una conciencia de acuerdo con sus requerimientos internos, representa un profundo malentendido. El mundo no es ni la mera ocasión para actuar, ni una materia prima indiferenciada que sirve para fines cualesquiera que se proponga la conciencia por su propia potestad. Conceptos como atender, hacer frente, darse cuenta, y las mismas nociones de conocimiento y de conciencia, expresan esta condición objetual del pensamiento, de la acción y aun de todo juego. Es lo que Kant aduce para explicar la noción de objeto (Gegenstand) en la Deducción Trascendental:

    Pero encontramos que nuestro pensamiento de una relación (o referencia = Beziehung) de todo conocimiento a su objeto lleva consigo una cierta necesidad, ya que éste (el objeto) es concebido como aquello que se opone a que nuestros conocimientos sean determinados aleatoria o arbitrariamente […]. (KrV: A104)

En lo que atañe al conocimiento esto es claro, pero el hecho elemental de que la práctica consiste en atender cosas y situaciones, y que parte de lo que llamamos la moral de una persona reside en su capacidad de atender a su objeto, no está plenamente integrado en la ética kantiana. En KrV 4B72 Kant caracteriza al ser pensante finito como un ser dependiente tanto en su existencia como en su intuición, que “determina su existencia en relación con objetos dados”. El reconocimiento explícito del carácter esencialmente empírico de la intervención práctica tendrá que esperar, sin embargo, hasta la Crítica del Juicio, cuando Kant señalará:

    Toda nuestra capacidad cognoscitiva tiene dos jurisdicciones, la de los conceptos de la naturaleza y la del concepto de libertad; pues por ambos es a priori legisladora. La filosofía se divide, conforme a ello, en teorética y en práctica. Pero el terreno en el cual ejercen su legislación es siempre sólo el conjunto de los objetos de toda posible experiencia. (KUK: AB XVII)

En la página siguiente Kant reafirma: “El entendimiento y la razón tienen por lo tanto dos legislaciones diferentes en uno y el mismo terreno de la experiencia, sin que la una deba producir un desmedro a la otra”.

Al obrar sobre objetos delimitados por los principios de la naturaleza y al proyectar y obtener efectos en el mismo orden, la razón práctica tiene que atenderlos según su propia realidad empírica. Más aun, la misma necesidad de actuar -de cuidar, de producir y también de intervenir en un orden comunicativo- deriva de nuestra condición empíricamente menesterosa, de modo que es de nuevo la naturaleza, esta vez nuestra propia naturaleza orgánica y la de otros, la que constituye el objeto de la acción. Tenemos entonces dos legislaciones que se declaran mutuamente independientes, y, sin embargo, no tan independientes como para poder la segunda desatender la primera. Somos recomendados a la razón por las primae naturae, las primeras cosas según la naturaleza, lo que no excluye que aquello a que somos recomendados nos llegue a ser más querido que aquello que nos recomienda, escribe Cicerón en De Officiis. En forma parecida apunta Kant que la razón recibe el encargo indeclinable de cuidar de nuestro bienestar, pero tiene, agrega, por encima de ello un cometido mucho más alto. Este cometido superior no es otro que su propio desempeño según su propia ley.

De este modo la conciencia moral mantiene al mismo tiempo una hetero-referencia y una auto-referencia. El cuidado de un objeto y el simultáneo cuidado de sí son perfectamente compatibles, pero la conciencia moral se vuelve netamente inconsistente cuando declara una supremacía incondicional de la auto-referencia y se considera a sí misma como el único bien verdadero. Ha sido Cicerón quien junto con los estoicos medios puso perfectamente en claro en De Finibus IV que la doctrina de los estoicos más antiguos, según la cual la virtud sería el único bien, es inconsistente. La valentía presupone que haya bienes que vale la pena defender, la justicia presupone igualmente bienes diferentes de la justicia misma, que están en pugna y que no pueden ser indiferentes si la justicia misma no ha de volverse insignificante.

Ahora bien, esta misma tentación de absolutizar la auto-referencia de la conciencia moral merece un análisis detenido, a partir del cual cabe esperar una mejor comprensión de lo que nos hace hablar en materia ética ya de un esencial desapego, ya por el contrario de un esencial apego al mundo.

De un apego al mundo es difícil hablar en el caso de la ética kantiana o en la de Fichte, y tampoco presenta Hegel la visión moral del mundo en estos colores. Sin embargo, juega un papel decisivo en Kant la idea de un fin-en-sí-mismo existente. Esta expresión parece paradojal, ya que hablamos normalmente de un fin no como de algo ya existente, sino como siendo algo a ser producido por nuestra acción. Sin embargo, la idea que Kant reivindica es precisamente la de que todo hacer tiene su límite en el respeto a algo que no está por ser hecho, sino que ya existe, y a cuyo cuidado se destina la acción. Una de las dos cosas, o la acción es entendida como mera expresión y manifestación de un actuante, con un producto accidental o aun sin producto, o por el contrario, importa junto con el actuar mismo y en uno con éste también lo que hacemos, y si importa lo que hacemos es porque importa aquel ser al cual le hacemos algo.

Hegel pondrá de manifiesto la oscilación entre las dos posturas presentes en la filosofía moral. Sigamos su discurso.

De acuerdo con lo que hemos anticipado, el deber que según el enunciado inicial del capítulo es conocido por la autoconciencia como su propia sustancia, puede ser entendido en dos órdenes; en uno muy general, y en otro específicamente moral. En el primer orden la autoconciencia se entiende a sí misma como pura dedicación al quehacer, a su objeto en todos los planos. En la segunda lectura se agrega a ello la auto-identificación con una instancia obligante, de acuerdo con la perspectiva de la socialización que predomina en toda la segunda mitad de la Fenomenología, y en cuyo marco, como su interiorización radical, surge la figura de la conciencia moral. Pero de este modo, continúa Hegel, la conciencia de sí no se considera todavía como conciencia, es decir, como conciencia de un objeto. “Pero siendo esencialmente mediación y negatividad, tiene [la conciencia de sí] en su concepto la relación a un ser otro y es conciencia”(KrV: A104). Es mediación y es negatividad porque el pensarse a sí misma pasa por pensar un ser otro desprendiéndose de sí y dedicándose a su objeto, y piensa el objeto sólo conectándolo y contrastándolo a su vez con lo que no es él. Queda excluida pues como inconsistente una noción de autoconciencia que no se refiera a otra cosa que a sí misma, así como, por otra parte queda excluida la presencia de un objeto que no haga a su vez referencia a otras cosas que sirven de patrón, de contraste o de contexto significativo. Ahora bien:

    Este ser otro es para ella, por una parte, una realidad completamente insignificante, porque el deber constituye su único fin esencial y objeto. Pero por cuanto esta conciencia está tan concluida en sí misma, se comporta contra este ser otro de manera perfectamente libre e indiferente, y la existencia es por lo tanto, por otra parte, una existencia dejada completamente en libertad por la conciencia de sí, una existencia que se refiere solamente a sí misma: cuanto más libre se vuelve la conciencia de sí, tanto más libre también el objeto negativo de su conciencia. Vuelve a ser con ello un mundo completo, a punto de ser una individualidad propia, un todo independiente de leyes peculiares, así como una marcha y libre realización de las mismas, una naturaleza en general, cuyas leyes y cuyo obrar le pertenecen a ella misma, siendo un ser tan despreocupado por la autoconciencia moral como ésta lo es por aquel. (KrV: A104)

Hegel señala una correlación entre la concepción de la autonomía de la conciencia moral y la concepción de la autonomía de la naturaleza, de su legalidad propia e independiente. Esto parece ser una clara referencia histórica: la coincidencia de la postulación de una naturaleza con leyes pertenecientes sólo a sí misma, y de una conciencia moral autónoma se vuelve paradigmática en la misma época. La física newtoniana y la ética kantiana junto con sus prefiguraciones, se corresponden históricamente. Sin embargo, no es posible limitar a una época la percepción humana fundamental de que las cosas son lo que son y no lo que desearíamos que fueran, trátese de deseos morales, inmorales o moralmente indiferentes. La máxima benedictina que exhorta a rezar como si el trabajo no sirviera para nada, y de trabajar como si el rezar no sirviera para nada, expresa esta sabiduría humana fundamental. Hegel señala que cuanto más se vuelve libre la conciencia de sí moral, tanto más se vuelve libre también la naturaleza, es decir se trata de un proceso gradual en el cual se acentúan y se reivindican las dos autonomías. No se inventa la diferencia; sólo llega a ser más significativa y estructuradora.

Sin embargo la acción presupone los dos órdenes a la vez. Los materiales que la naturaleza nos ofrece, y que responden a sus propias leyes, pueden ser utilizados únicamente atendiendo y respetando esta legalidad, y de ahí nace la fórmula baconiana del obedecer para dominar. La cuestión que se planteará es acerca de cuán lejos puede extenderse esta fórmula cuando se trata de la naturaleza del actuante mismo.

Por lo pronto, el párrafo citado presenta una dificultad para su comprensión. Señala que por una parte el ser otro aparece como una realidad (Wirklichkeit = realidad efectiva) insignificante, y por otra como una existencia dejada en libertad e indiferente. Pero dicho de esta manera no se nota ninguna oposición. Cuando en el párrafo siguiente Hegel presenta la oposición como aquella entre “la completa indiferencia e independencia propia de la naturaleza”, y “la conciencia de la única esencialidad del deber y la completa falta de independencia e inesencialidad de la naturaleza”, la oposición parece ser todavía meramente retórica, pues ¿en qué consistiría esta inesencialidad y carencia de independencia si no en su insignificancia moral, que es afirmada también en el primer término de la oposición? Sólo con el tercer punto y aparte se inicia la explicación pertinente.

Resulta que lo que ha sido postulado de antemano no es una mera conciencia del deber, un mero pensamiento acerca de lo que importa, sino una conciencia moral “real y activa, y que en su realidad y en su acción cumple con el deber”. Ahora bien, en este trance hace la experiencia de que la naturaleza es indiferente ante su empeño: la puede hacer feliz, como puede negarle la dicha de su realización y con ello la felicidad que consiste en “la conciencia de la unidad de su realidad con la de ella”.

Aquí aparece una oposición real entre los presupuestos de la conciencia moral. Está por una parte la afirmación de la independencia y autonomía que resultan ser recíprocas. Pero por otra parte, en cuanto se trata de una conciencia práctica, no le puede ser indiferente la realización de sus cometidos, y esta realización presupone una naturaleza apropiada a su acción.

La conciencia moral declara que ella no es mero propósito, sino empeño efectivo. Ahora bien, fácilmente se piensa que la naturaleza o el curso del mundo pueden hacer que finalmente nuestro empeño resulte logrado o malogrado. Pero en realidad no es solamente al final, en el último tramo de la acción, que se requiere que el mundo se preste a la acción emprendida. Ya su inicio y todo su desarrollo presuponen una inserción apropiada en la realidad, justamente, lo que Hegel llama “la unidad de su realidad con la de ella”, en el sentido amplio que admite la expresión “unidad”, que bien puede abarcar múltiples formas de adecuación.

Esta conciencia de adecuación la cualifica Hegel también como felicidad.

Puede sorprender ver introducida la noción de felicidad de este modo, y esto en el marco de un análisis de la visión moral del mundo.

Kant ha sostenido que la felicidad es un anhelo innegable del ser humano: no podemos renunciar a nuestro deseo de felicidad, sólo podemos hacer abstracción de éste al juzgar cuál es nuestro deber. La moralidad y la felicidad –considera Kant- varían independientemente, de modo que están tan equivocados los estoicos cuando reducen la felicidad a la moralidad, como los epicúreos cuando consideran que la moralidad no es otra cosa sino el saber vivir felizmente, y esta posición kantiana puede parecer muy realista. Sin embargo, cabe preguntarse si podemos efectivamente separar nuestra idea de felicidad de nociones de actividad y desempeño, y si no necesita Kant ser complementado en este orden con Aristóteles.

Atendamos la propuesta que nos hace Hegel en su reflexión al respecto. Toda acción, toda práctica, se dirige a la realización de algo en el mundo, y en esta realización, a lo largo de todo su trámite y de ningún modo ya en el propósito concebido, se realiza la conciencia misma. Una adecuación básica entre la conciencia y el mundo es por lo tanto la condición de la conciencia moral en tanto que ésta es conciencia práctica. La circunstancia feliz, en el sentido de ser apropiada en su misma contingencia, es tan necesaria como la intervención feliz. Aristóteles cita el verso de un poeta: “Téjne y týje se aman mutuamente”. Efectivamente, hay un azar favorable sólo para aquel que posee el arte que le permite aprovecharlo, y hay arte solamente en relación con la contingencia favorable. Así también le decimos a alguien: “Tuviste una ocurrencia feliz”, quiere decir, bien apropiada a la situación, y con la elección de esta palabra expresamos al mismo tiempo que nuestro amigo recibió desde adentro una asistencia que uno no puede producir a voluntad. Tenemos entonces un sentido objetivo en el cual hablamos de felicidad como la adecuación y la armonía, en algún grado contingente, entre el pensamiento y lo que se da, entre lo interior y lo exterior, y a partir de este sentido objetivo podemos entender la felicidad en el sentido subjetivo como el sentimiento de que se da efectivamente esta adecuación, de que el mundo y nosotros hacemos juego aun en medio de toda contrariedad experimentada.

Hegel habla de postulados en clara alusión a la doctrina de los postulados de la Crítica de la Razón Práctica, pero también en el sentido de los presupuestos de la conciencia moral como tal. Es en el segundo sentido, y no en el de una doctrina particular o de un mero artículo de fe, que pudimos ver que la adecuación entre la conciencia y el mundo es un presupuesto tácito de la conciencia moral en tanto que práctica, así como la Introducción kantiana a la Crítica del Juicio señalará esta adecuación como lo que a su vez hace que sea posible el conocimiento científico. A este primer presupuesto, implícito y en rigor no reconocido, se agrega un segundo igualmente esencial. La naturaleza, señala Hegel, no está sólo en la realidad exterior en la cual se tratan de realizar nuestros fines. En la medida en la cual tenemos un objeto libre, y esto quiere decir aquí contingente, somos también nosotros mismos algo contingente y natural.

Esto se puede entender en dos planos. En el primero, la conciencia está en general pendiente del objeto que atiende, y al ser el objeto un objeto sensible y contingente, la conciencia misma será forzosamente contingente y de constitución natural. En el segundo plano, en el cual Hegel se mueve a continuación, se especifica: “Esta naturaleza, que le es la suya, es la sensibilidad, que en la forma del querer tiene, como impulsos e inclinaciones, una determinada esencialidad y fines singulares, y se opone por lo tanto a la voluntad pura y a su fin puro”. Este pasaje se ajusta ceñidamente a lo que desarrolla Fichte en la Doctrina de la Ciencia de 1794. El yo fichteano se constituye deslindándose del noyo. Como conciencia teórica se determina como determinado por el no-yo; como conciencia práctica se determina como determinando el no-yo al actuar efectivamente sobre éste. Esto es a su vez sólo posible por cuanto se constituye como un sistema natural de pulsiones determinadas, un ser que es dado, por más que sea interiormente dado, al cual se opone forzosamente el yo en tanto que pulsión pura tendiente a la auto-actividad (Selbsttätigkeit) que se diferencia de toda determinación exterior o interior. Fichte reúne de esta manera una consideración perteneciente a una teoría de la acción, de que se requiere un ser corporal y sensible para actuar en el mundo corporal de la experiencia, un pensamiento ético que establece un yo ideal libre de toda determinación, así como el ojo aristotélico debe ser incoloro para poder ver todos los colores y el alma tomista no puede ser comprendida en un solo género si ha de poder convenir con todo ente, (recordemos que para Fichte en el 94, según el par.5, el yo absoluto es sólo una idea del yo empírico, aunque una idea constitutiva de éste), y finalmente una propuesta antropológica, la de considerar los impulsos particulares como especializaciones de la pulsión originaria (Urtrieb) que busca la actividad autarca. La reflexión moral procede entonces seleccionando en cada caso dentro del objetivo del impulso particular aquella parte que se acuerda con el objetivo general de la pulsión pura. La sensibilidad, constituida por impulsos particulares, es de este modo a la vez el órgano del yo puro y su escollo.

La actividad práctica del yo puro, en tanto que se dirige al mundo, es concebida por Fichte, según la categoría de la causalidad, como dominio progresivo sobre la naturaleza, y en tanto que se trata de la autoformación del yo mismo, según la categoría de la sustancialidad, es concebida como compenetración progresiva del yo puro y del empírico, de razón y sensibilidad. Ésta es la fórmula de su Sittenlehre del 97/98. De otro modo prevalece, sin embargo, un pensamiento en términos de oposición, lucha y dominio.

Planteado de esta última manera, puede Hegel señalar las grandes dificultades de la idea del logro final de la armonía moral como término de un progreso infinito de la conciencia. Si en este último término ha de desaparecer la oposición del yo y del no-yo tanto exterior como interior, por llegar éste a ser plenamente determinado por el yo, entonces desaparece con ello la conciencia misma, que tiene su ser únicamente en su distanciamiento de lo que no es ella misma. Pero como esto queda tan lejos, ironiza Hegel, no se puede ver muy bien lo que pasa allí, y no cabe preocuparse mucho. El tono socarrón es apropiado, pues si por las angustias que despierta en nosotros una meta que nos hemos planteado tenemos que tranquilizarnos con el pensamiento de que no la alcanzaremos nunca, entonces la concepción de la meta necesita urgente revisión. La idea de una compenetración progresiva de razón y sensibilidad, siempre que ésta no implique el colapso de la diferencia sino algún tipo de sinergia y de comunicación interna, podría representar una salida. Igualmente otro pensamiento ingenioso de Fichte, cuando señala que en realidad no nos acercamos al ideal moral, porque a paso que progresamos nosotros, progresa también nuestro ideal. Pero con estos pensamientos queda abandonada la premisa que es el objetivo principal de la crítica de Hegel: la de que de una vez y en toda circunstancia conocemos nuestro deber, o su equivalente, de que mientras la inteligencia sin buena voluntad se desmerece, la buena voluntad, aun sin inteligencia alguna, mantiene toda su valía. Con respecto a la primera formulación del imperativo categórico kantiana, de obrar sólo de acuerdo con tales máximas de las cuales podemos pensar y querer que fueran leyes universales, comentará ulteriormente Hegel: ¡Como si fuera tan simple saber qué puede servir de ley universal y qué no! A ello podemos agregar, a propósito de la segunda parte del principio de la universalización: como si fuera tan fácil saber de antemano y sin error posible en qué mundo podemos querer vivir y en cuál no.

Sin poseer ninguna fórmula mágica que ponga de una vez en orden la convivencia necesaria de razón y sensibilidad, queda claro a partir del trabajo de reflexión que va de Kant a Hegel, que toda pretensión de un saber racional suficiente por sí mismo es tan inapropiada en lo práctico como lo es en lo cognoscitivo. En ello se juega también la cuestión acerca de qué hemos de entender por ‘razón’ y cómo debemos concebir la conciencia moral misma. Ella no puede ser un Bewusstsein überhaupt kantiano, una conciencia en general. Como señala Hegel, “El fin, pronunciado como deber puro, tiene esencialmente esto en sí, de contener esta conciencia singular; la convicción individual y el saber de ella constituyen un momento esencial de ella” (VI C. a., par.4). Pero como conciencia individual tiene otra conciencia frente a sí, y la relación con ésta -más vale reconocerlo tarde que nunca- es parte fundamental de las nociones de deber y de conciencia moral.

Pudimos notar que la noción de deber tiene dos vertientes. En una se trata de la idea de una tarea, del quehacer que le es esencial a una conciencia de sí, en la otra se trata de una instancia ante la cual tenemos una obligación, y le es esencial a la conciencia moral considerar la obligación como siendo ante uno mismo. Pero esta interiorización tiene claramente un límite, pues se trata precisamente de la conciencia que nace de la condición fundamental de desempeñarse como individualidad dentro de una generalidad y del reconocimiento de otra conciencia, con igual justificada pretensión de ser considerada como fin en sí misma y como instancia judicativa, y no como un objeto más al cual se aplica nuestra acción. Cabe recordar que ha sido Fichte quien introdujo la idea, luego desarrollada por Hegel, de la esencial socialidad de la conciencia, sosteniendo que es por el llamado de otro yo que el ser humano deja de estar sumergido en su particularidad y se constituye como yo libre. La noción de deber adquiere ahora la connotación, que no está plenamente integrada en la ética kantiana, de una obligación frente a otra conciencia.

Se ha señalado una tensión interna en la idea misma de una ética, la tensión entre la acción volcada hacia su objeto y la actividad vuelta auto-télica, pendiente de su propia excelencia, una tensión presente en la distinción aristotélica de poiesis y praxis. Ahora notamos una tensión más específica propia de las sugerencias asociadas con la noción de conciencia moral. Ésta se desarrolla en el capítulo VI C. c. Das Gewissen, que está destinada al estudio de la figura de la conciencia que se apoya en la necesidad de la acción, en la cual el actuante asume su soledad y su condición de conciencia limitada. Pero ya “La visión moral del mundo” plantea una conciencia que “en su realidad efectiva y en su acto cumple con el deber”. Se habla del deber, y no de determinadas obligaciones. Ahora bien, señala Hegel:

    La conciencia moral, como simple saber y querer del deber puro, está referida al objeto opuesto a su simplicidad, a la realidad efectiva del caso múltiple, y tiene por ello una relación moral múltiple. Surgen aquí, según el contenido, las muchas leyes, y según la forma, las potencias en contradicción de la conciencia que sabe y de lo inconsciente. (F: 356)

El caso que se presenta está insertado en múltiples relaciones y con ello está sujeto a reclamos diversos. Los términos involucrados adquieren una relevancia moral propia de la cual el actuante puede ser consciente, pero que también se le puede escapar. Surge la idea de una relación moral que ya no puede estar contenida en una sola conciencia. Ante mi conciencia del deber en general pierden peso propio y quedan en suspenso las múltiples obligaciones, la abigarrada red de nuestros compromisos. Pero hay otra conciencia que me las recuerda y me demanda, otra conciencia que puede ser concebida como divina, la personificación del Otro como instancia no disponible, o simplemente una conciencia más.

La conciencia anclada en la noción de el deber pasa de largo ante la distinción entre la conciencia concebida como individual y limitada, y la conciencia en general, aunque implícitamente reivindica tanto su individualidad como su calidad de conciencia impersonal. Pero cuando llega a asumir decididamente su individualidad y contingencia, entonces la tensión llega a un paroxismo: si la conciencia cierta de sí misma dijera que trata a la otra de acuerdo con su ley y su conciencia, entonces -apunta Hegel- confesaría con ello que la maltrata.

La dificultad es real, está siempre presente y no es imputable a una filosofía particular. La conciencia moral no encuentra certeza definitiva y suficiente en sí misma, y tampoco puede remitirse sin más a las costumbres de un pueblo y a una conciencia común existente, así como lo pensaba Hegel en sus primeros años jenenses, aunque no fuera más que bajo la forma de una añoranza. La Fenomenología del Espíritu se despide de esta ilusión.

En el capítulo “La razón examinadora de leyes” Hegel realiza una crítica de la ética kantiana que recoge y le asigna su lugar a su postura de 1800, con el ejemplo de la reflexión en base a la cual juzgamos que debemos devolver el depósito que nos han confiado. Imaginemos la situación. Un vecino toca a nuestra puerta y nos pide la entrega de un objeto que ha dejado a nuestros cuidados. Esta persona tendrá toda razón a sentir desconcierto y decepción si nota que nos ponemos a pensar, por ejemplo por medio de la primera formulación del imperativo categórico, si debemos devolver el depósito o no. Un gesto nuestro de este tipo mostraría que nos ponemos fuera de la eticidad común en base a la cual él nos ha confiado un bien.

La evocación de este posible desconcierto le sirve a Hegel como pasaje a la figura del espíritu, concebido como el espíritu de una ciudad con el cual se identifica el hombre que ha crecido y madurado en ella, y cuya conciencia de sí consiste en ser ciudadano leal. Ahora bien a diferencia de sus escritos previos, Hegel muestra ahora cómo esta conciencia se oculta a sí misma la mitad de la verdad. El ciudadano no pertenece sólo a la ciudad-estado, pertenece también a su familia y no puede salirse del enfrentamiento entre los intereses, las exigencias y aun entre las leyes que se invocan en la ciudad o tienen en ella una presencia tácita. En particular es conocido el análisis que desarrolla Hegel de la oposición entre la ley de la ciudad y la de los lazos familiares en sus comentarios acerca de la Antígona de Sófocles, pero cualquier diálogo platónico puede ilustrar los amplios antagonismos en las maneras de pensar dentro de la misma ciudad, y más aun cómo uno mismo no puede atenerse a una sola regla en una situación dada.

Con el mismo ejemplo del depósito muestra Platón en Rep.I cuán inevitable puede ser la necesidad de tomar una decisión personal, que no está indicada por ninguna ley fija a la cual pudiéramos acudir. Alguien deja a nuestros cuidados una maleta, y a su vuelta nos pide su devolución. Sin ser demasiado curiosos hemos notado que contiene un arma, y al volver a presentarse nuestro vecino está a todas luces fuera de sí, ¿seguiremos la regla consensuada del respeto a las relaciones de confianza, o seguiremos la máxima igualmente admitida, pero menos definida, de evitar una desgracia cuando esto está en nuestro poder? Una regla suprema: Haz lo que se hace en el caso dado, es tan poco informativa como la regla: Haz lo que debes hacer. El pensamiento moral, que en definitiva no puede ser distinguido del ético, piensa en nombre de una generalidad humana cuya conciencia se forma en procesos de socialización nunca concluidos, y lo piensa individualmente, ya que sólo individuos piensan. Piensa consciente de la insuficiencia, de lo riesgoso y cuestionable de su conciencia personal. La generalidad es una generalidad de individuos falibles. De ahí la conclusión de Hegel:

    La palabra de la reconciliación es el espíritu existente, que intuye el puro saber de sí mismo como esencia universal en su contrario, en el puro saber de sí mismo como la singularidad que está absolutamente en sí misma, un reconocimiento mutuo que es el espíritu absoluto. (Cap.VI C.c.)

El saber absoluto consiste en saber que no cabe un saber absoluto de formulación definitiva, un saber que no requiriera el reconocimiento de su parcialidad en sus confrontaciones intersubjetivas y en procesos de experiencia esencialmente abiertos. Es absoluto sólo en la clara conciencia de que ello no constituye un desmedro, sino la condición plenamente adecuada a la conciencia, ya que el saber no es un resultado que podemos recoger y llevarnos, sino la capacitación para mantenernos en procesos de comunicación con las cosas y con los otros. Son procesos cuya vida consiste precisamente en el reconocimiento de la falta y de las inadecuaciones que son la condición misma del conocimiento como encuentro de distintos. Es la conciencia a la cual accede la paloma de Kant cuando se da cuenta que el aire que le ofrece resistencia y adversidad es lo que posibilita su vuelo. En el Prólogo Hegel lo anticipa:

    La desigualdad que tiene lugar en la conciencia entre el Yo y la sustancia, que es su objeto, es la diferencia, lo negativo en general.

    Puede ser visto como un defecto de ambos, es sin embargo su alma o lo que los mueve2.

Con nuestra formulación final algo intempestiva queremos invitar a una lectura fenomenológica de Hegel, que se opone a toda reducción del pensamiento a un principio supremo, y que mantiene un constante cotejo de lo que leemos con nuestra propia experiencia múltiple, a la cual el autor apela al dirigirse a nosotros. Hemos concluido con el final de la parte previa a la sección de la Fenomenología del Espíritu titulada La Religión. La solidez de esta interpretación tendrá que ser puesta a prueba en una interpretación atenta de esta última parte.

 


1 Las traducciones de todas las citas son del autor de este artículo.

2 Aunque las traducciones de todas las citas son, como ya se dijo, del autor de este artículo, para esta última compárese la traducción, coincidente en lo esencial, ofrecida en Fenomenología del Espíritu, Fondo de Cultura Económica: 26.


Bibliografía

Hegel, G. W. F. [F] (1966). Fenomenología del Espíritu. Wenceslao Roces (Trad.). México: Fondo de Cultura Económica.        [ Links ]

Kant, I. [KrV] (1966). Kritik der reinen Vernunft. En: Kants Werke: Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Band 8.        [ Links ]

Kant, I. [KUK] (1957). “Kritik der Urteilskraft”. En: Kants Werke. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Band 8.        [ Links ]

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