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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.133 Bogotá Jan./Apr. 2007

 

OTRO FINAL PARA WALLENSTEIN

(ANOTHER ENDING FOR WALLENSTEIN)

JOSÉ LUIS VILLACAÑAS B.
UNIVERSIDAD DE MURCIA ESPAÑA
jlvilla@um.es

 


Resumen: El artículo aborda la teoría de la tragedia moderna en la obra de Hegel, tal y como se presenta desde el análisis de la conocida obra de Schiller, Wallenstein. A partir de esta aproximación, y de las diferencias con la tragedia clásica, se aborda el sentido y la viabilidad de la conocida frase de Hegel: “Dios no puede abandonar el mundo”. Se concluye que la mediación de la construcción del Estado por el héroe moderno, en sí mismo un personaje trágico, hace muy difícil la fundación de una teología política, única teoría adecuada a aquella sentencia hegeliana.

Palabras clave: Hegel, Schiller, Freud, tragedia, teología política, héroe.

 


Abstract: This paper addresses Hegel's theory of modern tragedy, as it is introduced in his comments on Schiller's Wallenstein. Taking this approach, as well as the differences between modern and classic tragedy as a point of departure, the paper analyzes the meaning and the viability of Hegel's well-known phrase: “God cannot abandon the world”. The paper concludes that the mediation of the construction of the modern State by the modern hero, a tragic character, makes it extremely difficult to ground a political theology, the only theory adequate to the above-mentioned Hegelian statement.

Keywords: Hegel, Schiller, Freud, tragedy, political theology, hero.

 


1. Recordando

Vuelvo por tercera vez a Wallenstein. La primera vez fue en mi vieja obra Tragedia y teodicea de la historia. La segunda tuvo lugar en mi más reciente obra, La filosofía del idealismo alemán. La tercera es aquí, en este artículo que resulta de la conferencia dictada en el congreso sobre Hegel al que amablemente me ha invitado la Universidad Nacional. Algo importante tiene esta obra de Schiller, y algo decisivo se muestra en el denso comentario que Hegel hizo de ella; algo que concierne al destino más profundo de la filosofía política contemporánea. Tengo una opinión de por qué esto es así, y a exponerla voy a dedicar mis reflexiones en este ensayo.

En principio, la obra de Schiller, ya desde su estreno, mostró su conexión con los sucesos contemporáneos. Estos no eran otros que la irrupción de la fuerza demoníaca de Napoleón, que rompía con los esquemas de la legitimidad tradicional del Antiguo Régimen. A decir verdad, Schiller no forzaba la interpretación histórica de los hechos, pues para todos los agentes de la guerra de los Treinta Años esa ruptura misma era la que representaba el caudillo bohemio, y para impedirla fue eliminado por el emperador austriaco Fernando II1. Aquí nuestro autor se comportó como el historiador que conocía de primera mano materiales importantes de la época de su tragedia2. En cierto modo, Schiller se decidió por ofrecer una obra en la que se mostrase el personaje negativo de Napoleón y así pudiese brillar la esencia del militar Corso. Como defendí en Tragedia y teodicea de la historia, Schiller deseaba mostrar que la Europa que se iniciaba con la tragedia de Wallenstein debía acabar en la época de Napoleón. Entre ambos personajes, un hilo invisible y objetivo unía los tiempos y los actores de la modernidad: el Poder nuevo, anti-tradicional, y su destino insoportable, el de vivir en la ilegitimidad, incapaz de fundar una nueva obediencia legítima. Los elementos pesimistas del drama de Schiller surgen siempre de la carga de ambivalencia que reciben los nuevos ideales cuando luchan contra el Poder tradicional o aspiran a convertirse en lo que Maquiavelo llamó un príncipe nuevo (cf. Villacañasc). Todo el teatro posterior de Schiller tiene que ver con esta ambivalencia de lo innovador, con las terribles escisiones que los ideales modernos producen cuando pretenden dominar el mundo. En la esfera de la moral se trataba de la irrupción del mal, y en la esfera de la política se presentaba como la estructura de la revolución. En la esfera de la religión también producía efectos devastadores. Lo sagrado, lo divino en la modernidad, para alguien apegado a la legitimidad tradicional, siempre aparece como lo diabólico. Este es el asunto central del drama dedicado a María Estuardo, a La doncella de Orleáns y a La novia de Mesina.

El camino por el cual la libertad se convierte en poder a duras penas puede distinguirse del camino por el cual el poder ilegítimo se mantiene a sí mismo. Con la irrupción de los ideales post-tradicionales ya no hay legitimidad completa, ni obediencia pacífica consistente y dotada de una validez indiscutida. Consciente de este destino, Wallenstein nos presenta la tragedia de quien se niega a una decisión, de quien sabe que no puede escapar a este dilema específicamente moderno. El general quiere algo contradictorio. Por una parte desea fundar un poder legítimo, capaz de fundar orden, validez, riqueza, paz y estabilidad. Proyectar sobre Europa entera el dorado paraíso que construyó en sus tierras de Frieland, pacíficas y productivas, ése es su deseo. Mas ese nuevo poder debe construirlo con la violencia y la guerra, y ha de hacerlo alguien que no puede ocultar su pasado oscuro, desdichado, inseguro. “Pues la guerra es ahora la solución sobre la tierra” (Schiller: 26). Esa contradicción lo paralizará. Entre los ideales y los tercos poderes (Schiller: 132) hay una distancia infinita que ninguna decisión puede salvar. En esta indecisión todo el optimismo kantiano de una política moral regresa al planteamiento de Maquiavelo. No puede abrirse paso la acción política sin producir mal. Cuando Picolomini, el alma bella de la pieza, dice: “¡Oh, esa política, cuánto la aborresco” (Schiller: 123), sentencia toda la modernidad y su destino, pero en esas palabras expresa también su propia condena a muerte. Con ello, de esta pieza emerge el escenario de una modernidad entregada a una guerra sin reconciliación. El destino de la ambivalencia, del conflicto, de la continua reproducción de la diferencia amigo-enemigo, parece insuperable. “Al espíritu malo pertenece la tierra” (Schiller: 147), concluye Schiller, en una de sus amargas expresiones.

Esta conclusión no la podía asumir Hegel. Cuando leyó la obra de Schiller, Hegel estaba empeñado en dos escritos relevantes. Uno era el Sistema de la eticidad y el otro La constitución de Alemania. En ellos dejó depositadas ideas frontalmente contrarias a las de Schiller y muy cercanas a las de Maquiavelo. Su alabanza de Teseo, el legislador fundador, chocaba de plano con la tragedia de Wallenstein. Hablando de los grandes hombres, Hegel señalaba que su ventaja era “conocer y expresar la voluntad absoluta, reunirlos alrededor de su bandera, de su Dios” (JS: 258-9). Desde luego, el poder de los fundadores era “dominación soberana pura terrible, pero necesaria y justa”. No es que Hegel dejase de ver que un gran hombre traía consigo un intenso mal moral. Sin embargo, de una manera que nos resulta poco comprensible, dice que todos estos crímenes, violencia, destrucción, muerte, “no tienen significado de mal, sino de mal reconciliado consigo mismo”. Era bien lógico que el pasaje se acabase con un reconocimiento de Maquiavelo, a quien Wallenstein con su perenne indecisión no deseaba seguir. En otro pasaje, Hegel jugó con el mismo malabarismo y habló de “el movimiento ético absoluto de Dios; no crímenes ni debilidades, sino crimen absoluto, la muerte” (SS: 91). El Dios absoluto aquí emerge cuando el mal se reconcilia consigo mismo y produce muerte capaz de mantener el todo. Por eso, cuando leyó la pieza teatral Wallenstein, Hegel se quedó perplejo. Esta pieza destruía sus trabajos y era una lanza en el corazón de su propio proyecto filosófico. Schiller mostraba un mal sin reconciliación, un mal del que no emergía Dios con sus banderas. Por eso, Wallenstein, paralizado por esta perspectiva, se entrega al amargo destino de impotencia. “Cuando la pieza acaba, todo termina, el imperio de la nada, de la muerte, mantiene su victoria. No es el final de una teodicea” (FS: 618). Este no le parecía a Hegel un final de tragedia, sino algo espantoso, que retiraba lo positivo de la vida. Para Hegel la tragedia verdadera implicaba “tomar la decisión” y responsabilizarse del mal. La teodicea era su complemento inequívoco, pues el mal que produce la tragedia acaba siempre transformado en bien. Apenas podemos ocultar que la decisión es el mal reconciliado consigo mismo. Y esto es otra palabra para lo más importante desde Maquiavelo: fundar el Estado, enarbolar las banderas del verdadero Dios que no puede abandonar el mundo. Digámoslo entonces: el Dios ético absoluto que puede reconciliarse con el mal parece el Dios de la teología política. Schiller, al negarse a la acción trágica, al proponer una tragedia que consiste en presentar la parálisis de la ilegitimidad de toda acción, se negaba a seguir ese camino. La consecuencia era el triunfo de los poderes tradicionales, estériles, muertos. Esta consecuencia era la que deprimía al Hegel de La constitución de Alemania. Para él, implicaba aceptar resignado la inexistencia de un Estado alemán y la desprotección de los alemanes.

2. Pro y contra la teología política

He deseado traer aquí una breve exposición de mis aproximaciones anteriores. Ahora me gustaría explicitar que en ese punto de la conciencia escindida ha permanecido buena parte del siglo XX. En muchos casos, todavía viven los seres humanos prendidos de estos dilemas. Hegel sobrevive en Carl Schmitt y en todos sus seguidores: la decisión soberana es trágica, produce escisión, mata la conciencia moral, destruye el sentido antiguo de lo sagrado, extiende la muerte; pero genera nuevo orden, y a ese nuevo cosmos se le llama el mal reconciliado consigo mismo. La previsión es que esta antinomia ruede por la historia sin ninguna síntesis a la vista. Recordaré, para completar esta breve alusión, el decisivo libro de Jean François Kervegan sobre Hegel y Schmitt. Mas ahora me interesa señalar sólo un punto. Al caracterizar el Estado como manifestación de Dios, Hegel deseaba oponerse a la comprensión positiva y formal del Estado, que hace de él una mera técnica neutral de gobierno. La superación de la positividad legal implicaba un movimiento que hacía del Estado un portador de valores que expresan a Dios en la tierra. La segunda implicación necesaria para Hegel consistía en que esto implicaba mal, violencia o guerra. En un Estado así alguien quedaba investido de una autoridad capaz de decretar el estado de excepción, la escisión y la muerte. La relación de lo específicamente político con lo ético y lo religioso necesitaba un complemento de Teodicea, una racionalización del mal. Ésta es la estructura de la teología política.

Al pronunciar todas estas palabras, permanecemos en el universo de Wallenstein. Sin embargo, en la obra de Schiller el héroe se niega a dar ese paso fundador, constituyente. La decepción de Hegel aumenta hasta la irritación, porque con su indecisión las potencias tradicionales vencen al héroe, producen su muerte, se perpetúan. Ellas no se ahorran crimen alguno, pero de una manera tal que ninguna teodicea puede justificar la permanencia de ese pasado muerto y triunfante. Tras la desaparición del héroe, es el pasado estéril lo que regresa, con su servidumbre, su opresión, su falta de libertad. Aquí triunfaba lo muerto, ese pasado estéril con el que ninguna racionalización podía reconciliarnos. Estos dilemas los hemos conocido bien en la obra de Walter Benjamín, y a ella podemos recurrir para expresarlos. Para Benjamin, el Estado no era sino una potencia mítica, violenta, que presentaba un buen rostro con el derecho, pero cuyo verdadero poder era el estado de excepción permanente, la violencia en la que domina la policía (cf. Benjamin). Él hubiera encontrado justificado que Wallenstein se consumiera antes de tomar la decisión de fundar un nuevo Estado, y habría apreciado su rechazo a aumentar el osario de la historia3. Pero él, más que nadie, sabía que sólo bajo las alas del ángel nuevo se podía encontrar un cobijo, uno por cierto que sólo se ofrecía a los muertos.

Vemos así que el núcleo de problemas de Wallenstein se manifiesta muy representativo. Y no sólo porque nos sitúa ante cierta línea. Si damos el paso, nos encaminamos hacia la teología política que necesita una teodicea. Si no lo damos, nos consumimos en el suicidio, pues cortamos velas respecto del mundo. Tenemos ahí la retracción hacia lo impolítico, que caracteriza cierto tono de nuestra filosofía contemporánea actual4. En mi libro sobre La filosofía del idealismo alemán dije: “Schiller penetró bien en su personaje cuando, en su reflexión, hace que éste se arrepienta incluso de haber realizado aquella mínima acción que permitió a sus pensamientos expresarse en palabras. Frente a todas las exigencias externas, él quiere insistir en el no-hacer” (Villacañasb: 87). La filosofía que se funda en el síndrome Bartleby, con su “prefiriría no hacerlo”, la que insiste en la potencia que se niega a la acción, que desconstruye toda acción mediante una reflexión que se demora en el mantenimiento de la indecisión, regresa al gabinete de Wallenstein. Asqueado del mundo moderno y de sus premisas, incapaz de reconciliarse con el mal y de elevarlo al Dios absoluto en la medida en que está libremente asumido y decidido, Wallenstein prefiere rechazar la condena a la acción que desde siempre soporta el ser humano, y por la cual se acumula y se reproduce el mal en el mundo. Lo que se repudia en este caso es un texto como éste que comienza y clausura la modernidad:

    Nada me resulta más comprensible y me parece más acertado que la opinión de Maquiavelo: si en este mundo los seres humanos fueran buenos, sería propio de malvados mentir y engañar. Pero dado que evidentemente no hay más que gentuza y canallas, sería propio de estúpidos ser nobles y decentes”. (Schmitt: 163)5

Es una entrada de diario de Carl Schmitt, de junio de 1914. Como tal es una escritura de arcanum. Dice la verdad de lo que luego la racionalización propagandística de la teodicea se encargará de racionalizar de forma pública. Contra esta condena a la maldad, es lógico que Agamben intente una forma de comunicación y de acción que no implique multiplicar la violencia. Resumen de la modernidad política y de las dificultades de fingir una teodicea sobre la base del Estado, en la frase de Schmitt vemos claramente lo que significa el mal reconciliado consigo mismo. Como para Maquiavelo, significa que el inmoralismo es el mismo descubrimiento de lo político (cf. Galli: 129). Al no poder mantenerse en el estado de puro cinismo, la política entonces precisa del rodeo de la teología política y de la teodicea.

3. Un concepto de tragedia a la altura de Grecia

Cuando se reclama otro final para Wallenstein, en el fondo se pide otro final para la modernidad y su lucha de legitimidades, representada en la escisión revolucionaria6. Pues ni la exhortación de Hegel, ni la permanencia en el no-hacer de Wallenstein nos resultan aceptables. Schiller ha cuidado mucho de recordarnos que esta decisión por la indecisión, propia del héroe, sólo presenta una parte del problema. Hegel vio el resto: la desnuda y cruel objetividad decide y lleva al general a la muerte. Aunque Wallenstein se hubiera perdido en la insignificancia de su retirada al anonimato, e intentase construir un estado de excepción trascendente en medio de la inmanencia del mundo; aunque se hubiera convertido en un escondido héroe impolítico, su caso no sería universalizable. Podría ser uno de los escasos salvados, pero jamás lo sabríamos. Schiller, con su lúcida amargura, no ha creído en esta salida. El mundo, en su objetividad, trabaja para dar con todo lo germinal y destruirlo. No sólo Wallenstein, La doncella de Orleans o La novia de Mesina, mostraron que no existe camino alguno hacia la reconciliación ni hacia el aislamiento. El mundo moderno es un plenum. Nadie puede ser un flaneur trascendente, ni un místico inactivo. En este sentido, la práctica de la tragedia de Schiller nos lleva a un mundo insuperablemente escindido y entregado a dualidades puras, que una y otra vez regresan como dilemas insuperables. O hacer, y entonces ilegitimidad, muerte, escisión; o no hacer, y entonces legitimidad tradicional ya estéril, pero vencedora, mas no menos cruel ni tirana.

Desde luego, ante el dilema, Hegel creyó encontrar una salida. Él trataba de identificar un final de teodicea mediante la fundación de un Estado teológico, capaz de asegurar un orden nuevo y reconciliarse con el mal de su origen. Mediante esta sublimación vio en el crimen fundador una promesa de libertad. Un nuevo Teseo, un soberano, capaz de decidir el amigo y el enemigo con una autoridad infalible, podría eliminar al declarado enemigo y, por la nueva paz, transformar el crimen en reconciliación. Esta era la función de una teología política.

Para ello Hegel tuvo que extremar la vinculación inexorable entre acción, tragedia y teodicea. Este es el punto clave. Desde el principio, la teoría de la tragedia está conectada con lo divino tal y como aparece en el mundo: “el verdadero tema de la tragedia originaria es lo divino” (LE: 276), y por eso lo divino debe brillar también en un final de teodicea. Ripalda tiene razón al ver en Hegel el filósofo del clasicismo (cf. Ripalda)7. Pues en este punto Hegel jamás dejó de pensar con los griegos. La tragedia es la presencia en el mundo de poderes divinos, no el territorio del arbitrio humano y su vanidad8. La tragedia no tiene nada que ver con la existencia corrupta, la faule Existenz, sino con lo que goza de Wirklichkeit (GPh: 53). Aristóteles tenía razón: la poesía es más filosofica que la historia. Ésta se centra en esas relaciones infinitamente variadas que se constituyen en la exterioridad9. Sin embargo, la exterioridad, con su contingencia, no le concierne ni a la filosofía ni al arte, sino que está condenada a caer abandonada por Dios (PhR: 50) ante la indiferencia del filósofo y del poeta. La filosofía y la poesía sólo hablan de lo que no puede ser abandonado por Dios. El Wallenstein de Schiller, al resolver el drama mediante la intervención de los míseros poderes de la exterioridad, de la contingencia, de la circunstancia y de lo caído, arruinaban el sentido de la filosofía de Hegel, la diferencia entre la Idea y lo desnudo temporal, y mostraban un mundo plenamente abandonado por Dios. Curiosamente, el de Schiller es el mundo de un historiador. El de Hegel es el mundo idealizado y sublimado por el poeta y el filósofo.

Esta comprensión de Hegel era en el fondo platónica, y nunca se vio mejor que en las Lecciones de filosofía de la historia, cuando definió de forma canónica la astucia de la razón. La Idea siempre quedaba en retaguardia, a salvo, dijo allí. Provocaba el interés del particular como pasión, determinaba la voluntad, definía lo ético10 y activaba la lucha. Entonces la Idea se manifestaba en el fenómeno. Una parte de esta manifestación, la pasión del particular, el individuo, queda sacrificada y negada. La otra es el brillo de la idea, que ha pagado su tributo no por sí misma, sino por otro (PhG: 49). Este brillo de la idea era el mal reconciliado y constituía el final de la teodicea. Así que la premisa de Hegel, esa asociación fuerte entre tragedia y teodicea, dependía del platonismo de la Idea, del espíritu objetivo. En sus reflexiones sobre la tragedia clásica trazó la misma diferencia: por una parte la divinidad mundana como contenido auténtico, y por otra la subjetividad humana vinculada a ella como una autodeterminación libre (LE: 275). Ésta era la actividad fenoménica de la idea. Así que la idea era una potencia sustancial asumida como legítima por la voluntad humana. La familia, el Estado, el dios, son esferas sustanciales de la vida humana que reclaman obediencia voluntaria y libre. En el fondo, es otra forma de llamarlas estructuras de legitimidad social, con sus ofertas de validez reflexiva y consciente. De hecho, éste era el sentido profundo del espíritu objetivo.

La necesidad de la tragedia consiste en que, al realizarse la Idea como fin determinado del pathos humano, no puede sino presentarse como finita. Entonces se aísla en su determinación concreta, y no puede sino provocar en otro arbitrio el pathos opuesto. De ahí la necesidad de conflictos. Lo trágico reside sin embargo en la igual legitimidad de ambas pasiones. Ninguna puede cumplirse sin negar y violentar la otra. Obedientes a una, los seres humanos son culpables respecto a la otra idea. Sin embargo, la legitimidad no abandona nunca a la acción, y cuando pasen los personajes, el valor ideal brillará como tal. Eso es la teodicea: brilla lo legítimo más allá de la culpa contraída en su manifestación. Al margen de esa manifestación, “en una situación inactiva”, estas potencias objetivas legítimas diferentes serían como los “dioses dichosos que realizan la obra del espíritu en el goce de una vida apacible”, como “totalidad de relaciones” (LE: 277). Su aparición mundana implica la diferenciación y, así, su brillo sólo puede implicar oposición y conflicto. Pero cuando yacen muertos los seres humanos apasionados que las han encarnado, entonces lo que de verdad brilla es su obediencia, su fidelidad, la igual legitimidad y unidad de las esferas ideales, y esa es la justicia eterna. La vida humana auténtica siempre consiste en una pasión producida al encarnar una idea como valor absoluto, y por eso ha de ser trágica. Pero su final es siempre una teodicea, el brillo de aquella idea inmaculada sobre el cadáver de los hombres apasionados. En realidad, no hay tragedia propiamente. Lo que se ha superado es “la particularidad unilateral que no había logrado adaptarse a esta armonía” ideal. Lo caído se acoge con la “simpatía hacia la legitimidad ética del sufriente”, pero en la obra de arte o en la filosofía se revela “la verdad del espíritu”. Este esquema es el de la tragedia griega, pero sobre todo es el mismo de la comprensión griega de la relación de los dioses con los hombres11. Juegan con los hombres, mediante ellos se hacen presentes en la tierra, y ellos encuentran un sentido a su desnudo vivir y un consuelo adicional por la muerte rápida. Sin duda, en el fondo la percepción trágica reside en que el ser humano no puede encontrar un sentido propio a la vida. Para el griego, lo mejor para un ser humano es no haber nacido. Sólo si conecta con el juego de lo divino puede haber en el ser humano sufrimiento interpretado, y en su gesto una legitimidad. Así que, finalmente, los seres humanos no eran sacrificados –pues en sí mismos no son nada–, sino salvados12. Como luego dirá Nietzsche, se le ofrecía un sentido a su sufrimiento.

Hegel sabía de sobra que este sentido de la tragedia no era el moderno. El héroe clásico disponía de rasgos que no alcanzaba a poseer el moderno. El yo clásico era total, sin fisuras, dominado por la idea, y su acción estaba dictada por ella con una legitimidad plena, inseparable de la culpa frente a otra legitimidad. La lucha de legitimidades no podía quedar en lucha, sino en la muerte de sus portadores, para que su unidad ideal fuera más sustancial que su desgarro y división en cuerpos humanos. Las distancias entre la perfección del mundo divino y el humano, y la realidad de los dos mundos, determina la estructura inseparable de tragedia y teodicea. En el mundo humano, la legitimidad es parcial, pero plena. Este sentido de obediencia incondicional, aunque trágica, era el que a Hegel le parecía necesario mantener en el presente. Así que rechazó las formas de la tragedia moderna, cuyo final era Wallenstein, todavía más que Hamlet, personajes ambos que lanzaron una sospecha general sobre cualquier legitimidad. Lo que esto implicaba apenas podía parecer ante su vista.

4. La pasión moderna

Tengo la sospecha de que Hegel no fue suficientemente radical en la contraposición entre la tragedia moderna y la antigua. La cuestión residía en la índole de la pasión. Para el héroe trágico griego la pasión no era sino la manifestación en la voluntad de la idea. Para el héroe moderno la pasión era sólo un fin subjetivo. Desde esta perspectiva, el camino hacia Wallenstein era inexorable. Ninguna pasión era legítima desde el punto de vista ético. De forma conveniente Hegel dijo que en el arte romántico moderno “nuestro interés se vuelve, no a la legitimidad ética, sino a la persona singular y sus problemas” (LE: 288). Con ello la tragedia no se centra en el contenido ético de la acción, sino en la grandeza formal de carácter. Desde luego, esto implica una desproporción entre la grandeza de carácter y la causa ilegítima de su acción. Como es natural, esta desproporción implica el dominio de todo tipo de circunstancias externas, la irrupción de la historia y sus inesencialidades en el drama; lo que Hegel llama “el azar de los acontecimientos” (LE: 289), y luego Kierkegaard podrá identificar con la psicología o, lo que es más abstracto, la sociología.

Pero entonces, lo divino ya ha perdido toda relación con la pasión humana. Esto es lo decisivo. La pasión es puro arbitrio subjetivo y como tal ilegítimo. Es inevitable aquí lo injusto (das Unrecht) y el crimen (LE: 305), pues ante ellos no retrocede el individuo moderno, consciente de un derecho absoluto. Pero entonces se trata de un “desvarío de un entusiasmo subjetivo” (LE: 306). El contacto con la divinidad se ha roto. Y sin embargo Hegel siguió hablando de necesidad de teodicea. Por eso necesitó seguir hablando de tragedia moderna. Y pensó que debía “aparecer a través del curso y el desenlace de la acción particular la autoridad de un gobierno del mundo más elevado, bien como providencia o como destino” (LE: 289). Así que todavía una idea y una teodicea. Pero si no hay legitimidad ética en la pasión, ni conexión con la idea, no hay tragedia; y si no hay tragedia, no hay teodicea, ni puede brillar lo divino. En lugar de impugnar el género tragedia, en lugar de aceptar lo que Wallenstein era, la desconstrucción del género tragedia como el único contacto de este arte con la modernidad13, Hegel siguió, como el primer Hölderlin y como Nietzsche, exigiendo una mimesis de los griegos, un nuevo regreso al inicio. Así que, en lugar de hacer un análisis pleno de la inviabilidad de la forma tragedia en la modernidad, siguió hablando como si la tragedia griega fuera posible. Camufló la teodicea como brillo del destino. Desde luego, el fatum “hace retroceder la individualidad a sus confines, y la destruye cuando los ha superado”. Pero ¿y el resto de brillo, hasta llegar a presentar un nuevo sentido de lo divino, el final de la teodicea? ¿Y la simpatía por la legitimidad ética? Desde luego, la tragedia moderna sólo puede “crear en el espectador indignación, en lugar de sosiego ético” (LE: 297). ¿Y no fue eso lo que produjo en Hegel el final del Wallenstein? ¿Es el brillo de la Némesis, la “antigua justicia”? No parece, por cierto. Pues esta era la igualdad de legitimidades éticas, mientras que la Némesis “concierne al ser finito sin determinación ética más precisa” (LE: 298). Sin duda el individuo, como único portador de un estéril pathos, debe ser suprimido y sacrificado ¿pero dónde la salvación? ¿Dónde el brillo de lo divino?

Los comentarios de Hegel sobre la tragedia tienen este peculiar destino. Cuando Hegel se hace preguntas sobre los requisitos de la tragedia y de la teodicea, que el análisis del mundo moderno no puede resolver, las contesta regresando de nuevo al sentido de la tragedia clásica, como si ésta estuviera de nuevo a la mano del europeo del siglo XIX. Él nunca olvida que los caracteres trágicos modernos “obedecen a su pasión, no a causa de su legitimidad sustancial” (LE: 308). Mas Hegel nunca nos dice cómo estos caracteres pueden padecer esa peculiar metamorfosis que les permite aparecer transfigurados de legitimidad. Y entonces no puede explicar la transformación de su final en teodicea. Más aún, Hegel nunca llega a situarse a la altura de Wallenstein, un héroe consciente de su falta insuperable de legitimidad y, por tanto, condenado a no actuar con certeza, convicción y verdad. Con él y desde él la indecisión no es un tránsito, sino el nervio del carácter mismo. Con él se quedan todos los que no quieren atravesar la línea de los poderes imperiales, soberanos, con el único y débil fundamento de su pasión subjetiva. Los que se atrevieron a hacerlo en la historia real todos tienen nombres malditos.

Hegel por tanto, de haber llevado la reflexión al punto adecuado, debía haberse preguntado por el origen y alcance de una pasión cuando ésta ya no puede presentarse en contacto con lo divino, ni como legitimidad ética. Luego se podía haber preguntado sobre la posibilidad de que alcanzara validez y legitimidad; esto es, produjese una acción capaz de reclamar simpatía ética y, llegado el caso, imitación y obediencia. En realidad, no lo hizo porque tenía necesidad de un argumento que trascendiera la pasión humana en lo divino, en la idea. Sin éste, la astucia de la razón no podía jugar su juego. Pero en realidad, atribuir a una pasión subjetiva conexión con el espíritu objetivo de instancias divinas, sea la del Estado o la de la familia, era una manera extraña de ver las cosas. No fue desde luego la única. Cuando analizamos los textos sobre la subjetividad apasionada, propia de los caracteres trágicos modernos, nos damos cuenta de que considerarlos portadores de la astucia de la razón es un añadido arbitrario.

Miremos por un momento la pasión como tal en un carácter moderno. En ella se nos ofrece un ser humano anclado en sus propios fines subjetivos tal y como se los entrega su sentimiento de sí. Sin esa pasión, y sin el fuerte sentimiento que lo vincula a ella, el individuo no se halla a sí mismo. Hablando de cosas parecidas dijo Hegel, en el §447 de la Enciclopedia: “Cuando en relación con algo un ser humano [...] apela a su sentimiento, no queda entonces sino dejarlo estar, porque al obrar así escapa a la comunidad de la racionalidad y se encierra en su subjetividad aislada, en la particularidad”.

Si mostramos el origen de la pasión moderna en la particularidad pendiente de sus propios fines, y la separamos de la comunidad de la racionalidad, entonces no hay manera de identificar en lo moderno una pasión en contacto con lo divino. Por el contrario, al diferenciarlo de manera extrema de la comunidad, la pasión moderna separa al ser humano de toda dimensión ética legítima. Esta pasión, origen de la tragedia moderna, es entonces identificada por Hegel como una recaída en el “ser ahí natural”. Lejos de estar en contacto con lo divino, se aleja de él, de nuevo hacia la naturaleza. Ese camino hacia los estados de la subjetividad previos a la racionalidad ha sido visto por Hegel como la regresión hacia la locura y el crimen. Desde este momento la resistencia de Wallenstein nos parece dotada de cierto heroísmo. De hecho, en su indecisión, el duque de Frieland se niega a perseguir su decisión, porque sabe que le llevará a penetrar las puertas de la locura o del crimen. Si bien Hegel, en la Enzyklopädie, sabía que la locura y el crimen son estados que el espíritu ha de superar (E: 408 ad.), también podía haber reconocido que, en la tragedia moderna, el espíritu puede hacer el camino inverso: regresar desde cierto estado de objetividad racional hasta el nivel de la mera naturaleza. Ese regreso siniestro bien podía ser una enfermedad específica de la modernidad, que dejaba al ser humano solo con sus pasiones, en la inmediatez de su ser ahí plagado de sentimientos indomables, conflictivos, inmediatos. Pero en este caso, toda la filosofía de la historia y toda la astucia de la razón debían reformarse. No se podía atisbar ya una pasión en contacto con lo divino, sino que el crimen y la locura desnudos se presentaban como los agentes de la historia, como después se comprobó con largueza. ¿Y entonces cómo decir que aquella era la forma en que Dios no abandonaba el mundo? ¿Cómo podíamos anticipar el final de una teodicea para todo ello? ¿Cómo evitar que la comunidad fundada sobre esa pasión no fuera sino la propia de la complicidad? En esta regresión hacia una pasión que disuelve el espíritu de nuevo en naturaleza ¿no teníamos un caso dado de aquella situación que en la Fenomenología del espíritu se daba como “el dolor que se expresa en las duras palabras de que Dios ha muerto”? (F: 435).

5. Tragedia y enfermedad

Desde luego, en esta regresión a lo inmediato como naturaleza toda unidad era inviable, y no sólo aquella que se muestra en al arte o en la filosofía. La valentía de Schiller le llevó por un camino que no pudo sino descubrir en el héroe a un enfermo que jamás podría hacer pie en la humanidad. De este saber de Schiller la humanidad no debió prescindir. La exposición trágica no sólo no podía creer que el héroe conectara con lo divino, sino que mostraba la enfermedad humana del espíritu de una manera tan clara que Hegel no podía sino ocultar. Para Schiller, la ambivalencia, la conexión con lo diabólico, era intrínseca a todo el que pretendiera ya rozar lo divino. La enseñanza de Schiller, sin embargo, era tanto más poderosa, por cuanto vinculaba esa extraña enfermedad con la muerte del héroe, y lo hacía de una manera tal que dejaba pocas expectativas para la astucia de la razón y la emergencia de un espíritu objetivo; es decir, para la construcción de una legitimidad verdadera, capaz de fundar mimesis, simpatía, obediencia. La obsesión de Wallenstein por los horóscopos, por los mapas estelares, por las constelaciones astrológicas –no sólo el héroe de Schiller, sino el verdadero general, que se hizo leer su carta astral ni más ni menos que por Johannes Kepler– demuestra con claridad una conciencia de su falta de legitimidad, que sólo se siente protegida si la fuerza del cosmos asegura su acción. En cierto modo, muestra a las claras, tanto lo que desea y busca, como lo que no tiene ni tendrá jamás: la omnipotencia. Al buscarla, sólo puede encontrar la impotencia. La presencia del héroe ante las cartas astrales es precisamente la forma de todo gran hombre, y la banalidad objetiva de su fe es la única respuesta a su pretensión enfermiza.

El caso es que Hegel estaba preparado para identificar enfermedad, locura y tragedia, y fracturar así su clara vinculación entre tragedia y teodicea. Daniel Berthold-Bond, hace ahora una década, publicó un libro que conviene revisar, Hegel's Theory of Madness, cuyo capítulo séptimo se llama justo así: “Locura y Tragedia”. En realidad la conexión entre estos dos términos es demasiado evidente como para que no fuese analizada. En ambos fenómenos se manifiestan de manera extrema rasgos de la vida cotidiana, sólo que con una radicalidad que los hace visibles. Dice Berthold-Bond:

    Como tales, tragedia y locura revelan de manera gráfica rasgos básicos de la vida cotidiana de una experiencia normal. Estamos en nuestro interior divididos y como escindidos en un doble yo. Existimos dentro de un centro doble de realidad, y tenemos que pelear con el sentido de una hado ajeno. Actuamos en un mundo de doble significado, de ambigüedad, de inversión, y así somos todos sujetos culpables en nuestro verdadero ser. Somos criaturas de la naturaleza tanto como del espíritu, de motivos e impulsos inconscientes, tanto como de intenciones conscientes. (Berthold-Bond: 146)

La descripción se adapta a la tragedia moderna, no a la antigua. Y como tal se expresa en términos queridos a Schiller. Sea cual sea la propuesta del espíritu objetivo, sea cual sea la intensidad de lo divino residual en la vida de nuestras sociedades, carece de legitimidad plena, porque no logra integrar todas las pulsiones naturales ni dominarlas, ni puede generar una organicidad de referencias ideales. En este sentido, ninguna idea nos ofrece un contacto con lo divino capaz de unificar nuestro yo total, como sucedía en la tragedia clásica. El espíritu moderno no puede arribar a la salvación en sentido clásico. Hegel habla expresamente de su condición como Unheil (Ä: 234).

Y sin embargo lo específicamente limitado del tratamiento de Hegel reside en una especie de teoría del progreso de la razón subjetiva, en una filosofía de la historia de la subjetividad que se presenta en el pequeño escenario del yo, con la misma estructura que en el gran escenario de la historia. Así, la fase específicamente moderna, dominada por la ontología de la desunión (cf. Berthold-Bond: 146-7), se hace momento de la historia de la razón, que como principio no puede ser arrancada completamente del alma. La dimensión de teodicea entonces se vincula a esta historia de la razón. De ahí que locura y tragedia mantienen de forma necesaria elementos de racionalidad, de coherencia, que se interrelacionan con la propia locura y que dotan a la acción trágica de una lógica propia14. Como luego en Kierkegaard, este mundo escindido se refleja en la desesperación como imposibilidad de cumplir el deseo de alcanzar lo divino. En la Enciclopedia Hegel dijo que la locura no emerge sino cuando “el individuo está hundido en la absoluta incerteza de si la gracia de Dios le ha sido garantizada” (E: § 408 ad.). La tragedia moderna tiene su origen en esta locura. Como ya viera Weber, el héroe moderno sale a la búsqueda de la certitudo salutis. Como tal, intenta dotarse del suficiente poder como para obligar a Dios para que le diera su gracia, incluso en un mundo en el que ya Dios ha desaparecido. De ahí la necesidad de omnipotencia subjetiva sobre el mundo, y la necesidad de negarlo en su autonomía, discutiendo su principio de realidad. De esta manera, la tragedia no busca sino una deificatio del ser humano en el vacío, una autodeificatio, o lo que Blumenberg, con una palabra tímida, llamó una autoafirmación. Intenta cumplir una promesa lanzada por Dios una vez que éste ya ha muerto. Schiller no habría sino demostrado su imposibilidad. Pues todo poder intenso también puede ser presentado como el pacto con el diablo, y no sólo como el cumplimiento de la promesa de la gracia. Freud mostraría que ambos eran episodios psíquicos del neurótico.

Como es natural, este proceso de obtención de sensación de omnipotencia implica para Hegel liberar los elementos naturales de la tierra, “los poderes oscuros infernales del corazón”, y esto es lo que la tragedia moderna nos muestra (E: § 408 ad.). Aquí, como es natural, estamos ya en las regiones de las pulsiones freudianas, en las fases previas del espíritu, donde ni espacio ni tiempo permiten el trabajo del orden; donde ya no se puede hablar del proceso por el cual la sustancia se convierte en sujeto, ni el ello se transforma en yo. Aquí las diferenciaciones básicas del espíritu quedan anuladas, y con ellas las diferencias entre interior y exterior, sujeto y objeto, con lo que el mundo se convierte en un fantasma iluminado por la propia luz enfermiza de la mente, y se identifica con la naturaleza de los sueños. Entonces merece la pena citar a William Desmond, quien en su libro Beyond Hegel and Dialectic dice que “la filosofía de Hegel silencia finalmente la gratuidad del mal que resiste finalmente toda superación dialéctica” (207). La dialéctica no diría nada acerca de la monstruosidad de un mal cuya relación con una superación mediante la teodicea de la astucia de la razón no es pensable. En realidad, este mal, siempre en el origen, en el pasado, es un mal que la mente especulativa no puede escalar ni asaltar. Sin embargo, Hegel siguió proclamando que este mal no podía ser presentado de forma artística, y que sólo con la más dura repugnancia podía ser tema de la tragedia. Se equivocaba. Ese mal reclamó la forma de la obra de arte total, y significó una tragedia específica para la modernidad. En la medida en que el drama moderno dependía de la historia, todos estos fenómenos se iban a presentar en la realidad del tiempo histórico. La imposibilidad de Hegel de prever el desenlace de la historia de la modernidad tiene que ver con esta incapacidad de penetrar y de imaginar el sentido del mal que anida en el genio enfermizo del hombre. Un mal que no puede ser integrado en esa específica teodicea que es una historia de la razón15.

Así que en el fondo, con ese mal subjetivo, con esa enfermedad sin trascendencia, se regresaba a las posiciones de Schiller. Allí se avistaba una naturaleza que regresaba a las zonas previas a toda Bildung. Con ello se renovaba la tesis del Schiller final. No se trataba de una naturaleza corrompida por la falsa cultura, sino de la propia naturaleza del ser humano, con sus pulsiones originarias sin mediar ni curar. Ninguna educación estética podía dejar atrás esta naturaleza y este mal. Frente a estas instancias, que mostraban que la pasión humana no conecta con lo divino, ni produce una tragedia con final en la teodicea, Hegel no hizo sino permanecer en silencio. Como si no lo conociera, siguió hablando de la posibilidad de la pasión conectada con la idea. Ofreció sencillamente la decisión por una nueva forma de lo divino, el Estado, y se ofreció a legitimar toda pasión subjetiva que en su enfermedad pudiera fundarlo. Pero con esta decisión, aquellas potencias oscuras que pujaban por la omnipotencia, hacia la deificatio, se asumieron y se liberaron como productivas de racionalidad. Es curioso que los creadores de la Dialéctica de la Ilustración no hayan visto en esta falla dialéctica de Hegel el fenómeno originario de su invento. Pues ilustración era saber comprender la enfermedad como enfermedad. La magia dialéctica concibió la fe de que esta enfermedad estuviera al servicio de la razón. Este era en el fondo el milagro de la teodicea. Una vez más, esa fe no la asumió Wallenstein ni Schiller. Quizá sabía que el problema de su tragedia es que no generaría ninguna teodicea. Pues la enfermedad no es el principio de ningún dios, ni siquiera el de la estética.

Debemos concluir: ¿otro final para Wallenstein? ¿Cómo? No sería posible otro final para Wallenstein sin otro punto de partida. La cuestión de la legitimidad ética y política no procede de ninguna transformación de la pasión enfermiza a la luz del brillo de la idea. Tal cosa no podrá ser presentada como carisma o gracia por más tiempo. Cuando se espera que el rumbo de una conducta sea imitado, apreciado, seguido, valorado, es preciso proponer otra figura de la humanidad. De otra forma, el conflicto de las interpretaciones y la escisión, la violencia y la lucha son inevitables. El problema de la legitimidad es de inicio, y en modo alguno algo sobrevenido. Tal problema no encuentra salida cuando la lucha por el reconocimiento surge desde un anhelo de omnipotencia y de autoafirmación absoluta. Si el principio es la ilegitimidad de la pasión y la enfermedad, no hay final de teodicea. Así que ahora comprendo que el título verdadero de este ensayo debería haber sido: otro principio para Wallenstein. Entonces quizá avistamos el escenario en el que política y héroe, por fin, tras largos siglos, dejan de ir juntos.

 


1 Para una pormenorizada relación de los hechos, se debe ver Sacchi (sobre todo el II vol.). Para el sentido del nuevo mundo que se inauguraba tras Westfalia, se debe consultar Bély. Aquí se revisan las obras clásicas de F. Dickmann.

2 Schiller se había ocupado de la historia de la guerra de los Treinta Años desde que se le encargara escribir una relación completa de los hechos en 1789. La primera edición de la obra se editó entre 1791 y 1793, en tres partes del Historische Calender für Damen, editado entonces por el editor de Leipzig, Göschen. En 1802 la obra fue reelaborada, acortada y rescrita por Schiller. Esta segunda edición es la que se imprime por lo general, como en la edición de Hanser. Cito a Schiller por esta edición.

3 Kelsen por su parte realizó una operación inversa: si lográbamos impulsar la racionalidad en su secular batalla contra el mito y la tradición, quizá bajo la forma del Estado no viviría sino un acuerdo de meros seres humanos conscientes de la finitud e igualdad de sus pretensiones, del carácter prescindible de todas ellas. Elaborado como potencia natural y mito, como sujeto teológico, el Estado no podía esquivar la violencia. Aquí Kelsen estaba sintomáticamente de acuerdo con Benjamin. En tanto expresión normativa de una representación, la democracia efectiva, podía ser un escenario de racionalización social, si los seres humanos dejaban de representarse de forma grandiosa y elaboraban una subjetividad finita radicalmente alejada de toda pulsión megalómana y religiosa. Unos ciudadanos educados en el trabajo del espíritu anti-mítico de Freud, quizá podían fundar una legitimidad en la medida en que fuera anti-heroica y capaz de controlar la violencia. Entonces quizá Wallenstein, asumiendo su destino de no hacer, sobreviviría fundando una nueva legitimidad cuyo carácter racional garantizaba el acuerdo por ser acerca de asuntos mínimos. En todo caso, se trataba de una nueva educación estética, de una radical ruptura con la naturaleza anterior, de una acción legítima de nuevo cuño, que no busca legitimidad imitando a la tradición (cf. Villacañasa).

4 Me refiero sobre todo a G. Agamben y su obra. Se puede consultar su pequeño manifiesto La comunidad que viene. Para una introducción, puede verse Galindo.

5 Para este tema, se puede cf. también Galli: 123-40.

6 Esa lucha de legitimidades es la que se muestra a las claras en el concepto de “secularización”. Las razones de la legitimidad moderna en el fondo serían espurias, derivadas de la Edad Media y de sus visiones teológicas, las únicas capaces de fundar obediencia voluntaria de forma unitaria. En la medida en que hay discusión sobre la legitimidad y su fundamento, entonces hay división y escisión social. Para la problemática de la secularización, tan abundante, se debe ver sobre todo la breve exposición de Koselleck: 2003. El texto clásico es Marramaoa. Luego ha insistido en estas ideas Marramaob.

7 Para este tema cf. también Janicaud. Aunque sus reflexiones son más útiles si cabe para la teoría de la comedia.

8 “[L]a voluntad que se queda en el estadio del arbitrio, aun si se decide por lo que según el contenido es verdadero y justo, sin embargo queda siempre manchada por la vanidad (Eitelkeit) de que, si le hubiera parecido, también habría podido decidirse de otra manera” (E: § 145 ad.).

9 El concepto es Ausserlichkeit cf. PhR: 25-26.

10 “Lo ético, si lo concebimos en su inmediata pureza [...] es lo divino en su realidad mundana, lo sustancial” (LE: 276-277).

11 Recuérdese el famoso pasaje de E: §147, sobre los dioses griegos: “Estos dioses son meras personificaciones que como tales no saben de ellas mismas, sino que sólo serán sabidas”.

12 “Ya en las antiguas tragedias que ofrecían idéntico desenlace en cuanto los individuos no eran sacrificados, sino salvados” (LE: 285).

13 En el fondo ya lo había hecho Hamlet, y Hegel lo sabía. “Hamlet, cuya alma noble no ha sido creada para este género de enérgica actividad, lleno de disgusto ante el mundo y la vida, angustiado entre la decisión, las pruebas y los preparativos para la realización, sucumbe a través de sus propias dudas y las complicaciones de las circunstancias” (LE: 307).

14 “La locura no es una pérdida abstracta de la razón, ni por el lado de la inteligencia ni por el lado de la voluntad y la responsabilidad de ésta, sino que es sólo locura, sólo contradicción en la razón todavía presente” (E: §408). Doy la versión española por la edición de Ramón Valls.

15 Cuyo último acto tuvo lugar con Lukács, en su obra Asalto a la razón, donde en cierto modo se reclamó heredero del filósofo en el sentido hegeliano. Pues sin intelectual capaz de conectar con el espíritu del mundo, no hay historia de la razón, ni por tanto esa teodicea que muestra cómo la locura forma parte del proceso evolutivo que lleva al momento del espíritu objetivo en que Dios no puede abandonar el mundo. Para la imposibilidad de este intelectual como clave de la posibilidad de la teodicea, cf. mi trabajo “Hegel e la somma improbabilità della Teodicea”. En: Bonito: 498-515.


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