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Ideas y Valores

versão impressa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores v.56 n.133 Bogotá jan./abr. 2007

 

Prinz, Jesse J. Furnishing the Mind: Concepts and Their Perceptual Basis. Cambridge, Massachusetts: MIT Press, 358 p. (2002) [2004].

FELIPE DE BRIGARD
UNIVERSITY OF NORTH CAROLINA, CHAPEL HILL
brigard@email.unc.edu

 


“Cuando uno ha permanecido por varias décadas en este negocio”— me dijo alguna vez Bill Lycan refiriéndose al “negocio” de la filosofía— “uno ve cómo las viejas teorías, que alguna vez creyó muertas y enterradas, vuelven a la vida gracias a algún brillante filósofo joven que decide resucitarlas”. Este es exactamente el caso de Jesse Prinz, quien, con su libro Furnishing the Mind, vuelve a poner sobre la mesa la teoría empirista de la naturaleza de los conceptos.

Recordemos que, a partir de la década de los setenta y por casi toda la de los ochenta, la hegemonía racionalista dominó la mayor parte de los paradigmas explicativos de la naturaleza de los conceptos. Era la época de Chomsky, Fodor, Katz y del resto de sus seguidores cognitivistas. En aquel entonces equivocadamente se pensó que, al eliminar el conductismo del panorama, el empirismo –intrínsecamente asociado con aquél– moriría también. Nada más alejado de la realidad. No sólo nos encontramos hoy en día con teorías que combinan elementos tanto conductistas como cognitivistas, sino también perspectivas empiristas que logran eludir las devastadoras críticas con que otrora se acribillara al conductismo de la vieja guardia. Esto es lo que ocurre con la teoría que Jesse Prinz nos presenta en el libro que aquí reseño. En él Prinz reformula, en un lenguaje adecuado para los estándares científicos y filosóficos del momento, los principales retos que se le presentan a la perspectiva empirista de los conceptos, a la vez que les ofrece soluciones, producto tanto de un riguroso análisis conceptual, como de un magnífico manejo de la literatura científica.

El libro comienza con la exposición de siete requisitos o desiderata a los que una teoría sobre la naturaleza de los conceptos debe ser capaz de contestar. En primer lugar, una teoría tal habrá de decirnos porqué tenemos exactamente los conceptos que tenemos, y la explicación tendrá que cubrir desde los conceptos más cercanos a la percepción (v. gr. rojo), hasta los más abstractos de todos (v. gr. ego). El alcance explicativo es, en consecuencia, el primer desideratum que una teoría sobre la naturaleza de los conceptos debe cumplir. En segundo lugar, debe ser capaz de explicar el contenido intencional de los conceptos, i. e. la naturaleza de la relación entre el contenido del concepto y su objeto –o su “referencia”, en términos fregeanos. Paralelamente, y en tercer lugar, habrá de dar cuenta de la naturaleza del contenido estrecho o contenido cognitivo (como Prinz lo llama) de los conceptos, es decir, del “Sinn” o “sentido” del que también Frege nos convenció. Cuarto, deberá explicar cómo se lleva a cabo la adquisición de los conceptos y por qué –en quinto lugar– dichos conceptos actúan como categorías en virtud de las cuales clasificamos las cosas del mundo como siendo ejemplares de tal o cual clase. Además, de acuerdo con el sexto desideratum, una teoría de los conceptos debe explicar el modo en el que ellos se combinan para producir nuevos conceptos, como ocurre con el concepto de superhéroe, que (teóricamente) nace cuando combinamos los conceptos de héroe y superior. Finalmente, tendrá que ser capaz de explicar el carácter público de nuestros conceptos, es decir, tendrá que poder dar cuenta del tipo de cosa que los conceptos han de ser dado el hecho de que son compartibles y comunicables.

Probablemente lo primero que llama la atención de los siete requisitos expuestos por Prinz, es que incluya la explicación de la capacidad clasificatoria de los conceptos, i. e. por qué los conceptos actúan también como categorías. En general, la literatura filosófica sobre conceptos se preocupa muy poco por el problema de la categorización. En parte, tal vez, porque se considera que es un problema de la psicología y, por tanto, subsidiario a la filosofía: si la teoría filosófica es correcta – parecería decir el argumento– lo que se espera es que, al contrastarse con la realidad, la psicología haga los ajustes necesarios. De ahí que, si se encontrasen inconvenientes a la hora de explicar la categorización, es a la psicología a la que habría que culpar, no a la filosofía de la mente. Pero ¿cuál es el origen de esta desidia explicativa? Creo que en parte tiene que ver con la hegemonía racionalista de que hablaba al principio. De acuerdo con un enfoque eminentemente racionalista como el de Fodor, por ejemplo, si nuestras estructuras conceptuales son innatas, y lo único que le queda por hacer a la teoría es explicar por qué los conceptos tienen los significados que tienen (i. e. por qué se refieren a las cosas que se refieren), una vez garantizada tal psicosemántica, la pregunta a propósito de por qué cada concepto clasifica lo que clasifica quedaría de inmediato resuelta: el significado de un concepto coincide eo ipso con la extensión de sus instancias. Sin embargo, si el paradigma explicativo no le cede tanto terreno al innatismo, como ocurre con la versión empirista de Prinz, y en su lugar se inclina por una explicación del contenido intencional que va, digamos, del mundo a la mente y no de la mente al mundo, el problema de la categorización se vuelve un problema parcialmente independiente. Una teoría empirista del significado de nuestros conceptos no tiene que coincidir necesariamente con una teoría psicológica de la estructura de nuestras categorías. De hecho, que no lo haga le da una ventaja enorme con respecto a las teorías racionalistas a la hora de explicar los casos en los que dicho desajuste se presenta. En consecuencia, haber agregado este requisito a la lista de desiderata es el primer acierto del libro de Prinz.

Una vez entendida la tarea, Prinz pasa a analizar las principales teorías filosóficas y psicológicas sobre la naturaleza de los conceptos, en procura de resaltar no sólo sus ventajas, sino también sus desaciertos. Al análisis de las posturas filosóficas tradicionales Prinz le dedica el segundo capítulo de su libro. Con mesura y brevedad, allí nos recuerda que tanto el imaginismo –la teoría de acuerdo con la cual los conceptos son imágenes mentales derivadas de la percepción–, como el definicionismo –que sostiene que los conceptos pueden ser analizados en conjuntos de condiciones que los definen– enfrentan serios inconvenientes cuando se trata de dar cuenta de todos los requisitos enunciados al principio. De manera complementaria, el tercero y cuarto capítulos están dedicados a un análisis similar de las teorías psicológicas sobre la naturaleza de los conceptos. Aquí, por ejemplo, encontramos una interesante discusión sobre la teoría de prototipos, según la cual un concepto es la imagen mental de la muestra ideal de los miembros de una clase, en contraste con la teoría de ejemplares, la cual sostiene que un concepto está constituido por colecciones de representaciones de los diversos ejemplares experimentados por el sujeto. Prinz entonces discute críticamente la llamada teoría de la teoría [theory theory], una postura psicológica muy popular en estos días, que asegura que nuestros conceptos son construidos como pequeñas teorías de las categorías que ellos representan. Así, por ejemplo, el concepto vaca no sería ni una imagen, ni una definición, sino que estaría constituido por una suerte de conexiones informativas relativas a lo que uno sabe acerca de las vacas. Finalmente, y en contraste con las anteriores posturas, Prinz analiza las ventajas y desventajas del llamado atomismo informativo, una perspectiva según la cual los conceptos son símbolos sin estructura cuya identidad es parcialmente obtenida al llevar consigo información acerca de diversos aspectos del ambiente que rodea al organismo.

Aunque bien puede uno criticarle a Prinz la brevedad con que objeta algunos de los aspectos centrales de estas teorías –en tanto que, evidentemente, muchos autores cuentan con interesantes réplicas a sus contra-argumentos–, lo cierto es que este análisis no puede dejar de entenderse dentro del contexto general de la obra: su intención en este punto es rescatar los elementos explicativos más fuertes de cada teoría con el fin de incorporarlos al interior de su propuesta empirista. Ahora, si bien mi impresión es que el mencionado análisis no sólo es preciso y poco controversial, en la medida en que resulta perfectamente acorde con la literatura sobre el tema, queda a juicio del lector determinar qué tanta justicia le hace a las –seguramente ya existentes– réplicas a sus críticas.

El libro comienza a ser más contorversial y, por lo mismo, más significativo, a partir del quinto capítulo, donde Prinz nos invita a reconsiderar, a su manera, la visión empirista tradicional. Empieza por advertirnos, en la página 106, que el tipo de empirismo conceptual que busca defender acepta la hipótesis de la prioridad perceptiva: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu; no hay nada en el intelecto que no haya pasado antes por los sentidos. Sin embargo, de inmediato nos aclara que esta anterioridad sensorial es causal, y no lógica ni metafísica, como algunos asumen, en tanto que las representaciones perceptivas sirven como precondiciones para la emergencia de los conceptos. La invitación, por consiguiente, es para que aceptemos la tesis del empirismo conceptual sobre la base de esta antelación causal de los sentidos: todos los conceptos (humanos) son copias o combinaciones de copias de representaciones perceptivas. Ahora, si existe una diferencia entre las representaciones perceptivas (o “perceptos”) y los conceptos, más allá de que los segundos estén compuestos de las primeras, bien valdría la pena preguntarse en qué consiste. De nuevo la metodología científica cognitivista del proyecto de Prinz adquiere preeminencia sobre el mero análisis conceptual; en su opinión, la estrategia más directa para distinguir las representaciones perceptivas de los conceptos “no consiste en aislar propiedades semánticas privilegiadas, sino en distinguir los sentidos de otras facultades cognoscitivas” (113). De ahí que los sentidos tengan una clara definición cognitivista: se entienden como dispositivos que responden a información ‘transducida’ de una clase particular (i. e. de modalidad simple), y constituidos por un conjunto de operaciones que les son únicas –por lo cual Prinz los denomina, por mor de evadir equívocos, sistemas de entrada dedicados.

Con esta definición en la mano, su siguiente paso es intentar convencernos de que una teoría conceptualista del código común, como lo es la del lenguaje del pensamiento, es equivocada. En breve, el argumento es más o menos así: si las representaciones perceptivas son sistemas de entrada dedicados, y si estos utilizan clases diferentes de representaciones mentales (i. e. perceptos), entonces, dada la tesis del empirismo conceptual, se sigue la hipótesis de la especificidad modal: no hay un único lenguaje del pensamiento, pues la naturaleza de los conceptos depende de la naturaleza de la modalidad sensible de los perceptos que los componen. Un argumento claro y sencillo con un sólo inconveniente: requiere que aceptemos la tesis del empirismo conceptual de antemano. La pregunta, entonces, es obvia: ¿por qué aceptarla? Y la respuesta de Prinz es crudamente ockhamiana: parsimonia. Si podemos habérnoslas a punta de perceptos y conceptos, ambos de la misma naturaleza, el empirismo conceptual tendría claramente una ventaja explicativa sobre una teoría como la de Fodor, para la que una explicación satisfactoria de la relación entre el pensamiento y la experiencia parece cada vez menos probable. Ahora bien ¿es eso posible? ¿Cómo explicar el vínculo entre los perceptos y los conceptos de un modo parsimonioso? Según Prinz, el truco consiste, primero, en generar una estructura explicativa más amplia que la empirista tradicional, anclada no en el análisis semántico, sino en los hallazgos de la ciencia cognitiva, que supere los errores de los modelos clásicos. Y, segundo, en incluir en ella los elementos más promisorios de las teorías estudiadas en las primeras partes del libro, con el fin de otorgarnos la mejor perspectiva en el mercado al respecto de cómo resolver el problema de la relación pensamiento-experiencia, es decir, el problema de la intencionalidad. Como, en su opinión, las teorías informacionales son las que hoy día ofrecen las mejores estrategias para explicar la intencionalidad, así como las holistas ofrecen las mejores explicaciones de la estructura semántica de los conceptos, su ecléctica sugerencia se sigue sin problemas: “[q]uizás podamos acomodar todos los desiderata, si combinamos el componente informacional del atomismo informativo con una teoría no atomista de la estructura conceptual. Desde esta perspectiva, los conceptos se identificarían con entidades semánticamente estructuradas que obtendrían sus contenidos intencionales a través de relaciones informacionales” (123).

Por ello dedica la última parte del quinto capítulo, y todo el sexto, a describir la estructura de dichas entidades, a las cuales denomina proxytipos [proxytypes]. De acuerdo con su definición inicial, los proxytipos son “representaciones perceptualmente derivadas, que pueden ser reclutadas por la memoria de trabajo para representar una categoría” (149). Hay que empezar por anotar, sin embargo, que su noción de representación guarda mucha más relación con la noción cognitiva de simulación, que con la clásica idea racionalista de simbolización. La idea, a grandes rasgos, es la siguiente: cuando usamos un concepto conscientemente, en nuestro presente psicológico, lo que hacemos es equivalente a estar en un estado perceptual como en el que uno estaría si estuviere experimentando el objeto que tal proxytipo representa (150 ss.). A esta tesis hay que sumarle el que los proxytipos no sólo se entienden como conteniendo un elemento somático del que las viejas teorías empiristas clásicas carecían (como si mi percepción somática fuere un sexto sentido, digamos), sino que, además, no han de tomarse como “indicadores” de lo que los objetos representan, sino más bien como “detectores”, en consonancia con la ya clásica distinción de la informática1. Así pues, al ser detectores, los proxytipos permiten flexibilizar las categorías sin perderlas, pero al co-variar con sus experiencias correspondientes, les otorgan la rigidez necesaria para seguir considerándolos vehículos de contenidos intencionales; y, finalmente, al incluir funciones motoras como parte de sus componentes prototípicos, los proxytipos evaden las críticas relacionadas con el desarrollo y formación de conceptos en la infancia, así como aquellas relacionadas con la especialidad y temporalidad de nuestras operaciones conceptuales. Los proxytipos, en resumen, constituyen una entidad “híbrida” –como Prinz bien lo dice. Al igual que los prototipos, los proxytipos son entidades derivadas y compuestas de percepciones, que almacenamos en la memoria a largo plazo, y que invocamos en la memoria de trabajo cada vez que es requerido. Sin embargo, contrario a la idea tradicional de prototipo, los proxytipos no sólo contienen un importante componente somático y motor, sino que son más cercanos a mecanismos de simulación perceptual que co-varían informacionalmente con el ambiente, en lugar de los clásicos símbolos indicadores, como las fotografías, con que típicamente se les asocia. Y su sugerencia es que una teoría de proxytipos puede explicar la naturaleza de los conceptos (esto es, puede dar cuenta de todos los requisitos expuestos en su lista de desiderata), en tanto que, claro, entendamos por “conceptos” aquellos “mecanismos que nos permiten entrar en relaciones causales con categorías en el mundo, que estén perceptualmente medidados, y que confieren intencionalidad” (164).

La teoría, por supuesto, es mucho más compleja de lo que ha sido expuesto aquí, así como rica en ideas y sugerencias investigativas. Dos cosas, sin embargo, me dejaron ligeramente insatisfecho después de haberla leído. En primer lugar, a pesar de que me encanta la estrategia de incluir funciones motoras como elementos conceptuales, me costó entender cuál es el motivo para hacerlo –además de la inapelable parsimonia, cuyo valor explicativo aquí no puede asumirse. Acepto, con Prinz, el que las funciones motoras sean mecanismos dedicados como los sentidos, pero si esta es razón suficiente para incluirlas como un elemento fundamental de la naturaleza de los conceptos, no veo por qué no hacer lo mismo con cualquier otra función cognitiva dedicada, i. e. cualquier otro módulo encapsulado informativamente. Y, en segundo lugar, a pesar de la plétora de argumentos en contra de la existencia de una lengua franca para los conceptos, apelar a la uniformidad de nuestro sistema de memoria –en tanto que los proxytipos se almacenan en la memoria a largo plazo y se ejercitan en la de trabajo– con el fin de garantizar la evidente intermodalidad del pensamiento, me parece poco satisfactorio. Conceptuar, el acto de avocar el pensamiento a operar con conceptos, es indiferente a la naturaleza del insumo recibido, que puede ser auditivo, táctil, motor, etc. A pesar de ello, en tanto que conceptos, todos parecen ser tratados a la par. Y, si bien la memoria puede contribuir a la explicación, no parece suficiente; conceptuar no es lo mismo que recordar, aunque lo primero no pueda ocurrir sin lo segundo.

Con todo, la teoría de los proxytipos tiene la fortaleza necesaria para sostenerse como una tesis independiente y verificable, no sólo a nivel empírico, sino a nivel conceptual. O, al menos, de esto trata de convencernos Prinz en los últimos capítulos, cuando contrasta su teoría con cada uno de los requisitos que había anunciado al principio. Así, por ejemplo, dedica los capítulos séptimo y octavo a los desiderata relacionados con el alcance explicativo y el problema de la adquisición de conceptos. Sin cederle mucho terreno al innatismo, su teoría permite no obstante acomodar sin problema los descubrimientos psicológicos recientes relacionados con nuestras capacidades conceptuales congénitas. De igual manera, con ingenio y originalidad –y, valga decir, con un elevado componente controversial– nos sugiere respuestas alternativas, a partir de su teoría de los proxytipos, a las típicas críticas en contra del empirismo conceptual, relativas a su incapacidad de dar cuenta de los conceptos abstractos (como familia) y funcionales (como entonces). Más adelante dedica el capítulo noveno y el capítulo décimo a estudiar el comportamiento de la teoría de los proxytipos en relación con el problema del contenido, tanto el intencional como el cognitivo. Empero, evaluar con justicia las respuestas que le da a cada uno de ellos me tomaría muchas más páginas de las que una reseña me permite. Por ello quiero finalizar llamando tan sólo la atención sobre su análisis del requisito de combinación conceptual –o composicionalidad– al que le dedica el último capítulo de su libro.

Uno de los típicos argumentos a favor del atomismo conceptual consiste en apelar a la sistematicidad combinatoria de los conceptos: es un hecho que, al combinarse entre sí, los conceptos no varían su significado, y como esto sólo puede explicarse si aceptamos que cada uno de ellos constituye una célula semántica independiente con contenidos fijos, entonces el atomismo conceptual debe ser cierto. Si los conceptos hombre, mortal y Sócrates, por ejemplo, no significasen lo mismo cada vez que son invocados o combinados entre sí, la coherencia de cualquier cadena de razonamiento (v. gr. “Todos los hombres son mortales, Sócrates es hombre […]”) que los involucrase, sería inexplicable. Sin ir más lejos, en una deducción la verdad se preserva en gran medida porque la semántica de sus componentes iterados es la misma. Sin embargo, Prinz acude a una serie de experimentos psicológicos –un poco en la línea de Barsalou y Wisniewski– para sugerir que una imagen atomista y obligatoria de la composicionalidad, como lo es la de Fodor, no es capaz de dar cuenta de ciertos fenómenos interesantes, como el de las llamadas “propiedades emergentes” de las combinaciones conceptuales. Cuando combinamos los conceptos de mofeta y repollo, digamos, para generar el concepto compuesto repollo mofeta (que podría referirse a una nueva clase de vegetal, supongamos), nos viene a la mente la idea de un repollo maloliente. Pero cuando combinamos mofeta con felpudo, o mofeta con bufanda, pensamos más bien en la textura peluda del animal o en su coloración a rayas. El problema no es tanto que una teoría atomista de los conceptos no pueda explicar estas combinaciones; lo que no puede hacer es explicar por qué las características de las mofetas que son sobresalientes en una no son igualmente sobresalientes en la otra. A veces pareciera que la combinación conceptual involucra mucho más que la mera combinación de sus elementos; no sólo lo que sabemos acerca de los objetos conceptuados, sino el modo en que de manera prototípica (¿de manera proxytípica?) los pensamos, son elementos que parecen jugar un rol tan importante, si no más, que el de la combinación misma, a la hora de crear conceptos nuevos. Cuando se trata de conceptos, la composicionalidad, sugiere Prinz, “es un sistema de emergencia, no un modo obligatorio de operación” (293).

En conclusión, Prinz nos ha presentado una prueba más de la imperiosa necesidad que tenemos, tanto los filósofos de la mente como los científicos cognitivos, de revisar el viejo marco explicativo racionalista a favor de una imagen que tiende hacia el empirismo. Es hora de que dejemos de pensar en nuestro sistema cognitivo como la clase de entidad intelectual que Descartes pudo haber tenido en mente, no tanto por su separación ontológica con el cuerpo, sino por su imposibilidad de reconciliación con la experiencia corporal exterior. Y parece igualmente necesario que pongamos seriamente en tela de juicio la estrategia metodológica racionalista de compartimentar la cognición. Las distinciones conceptuales no necesariamente han de coincidir con las diferencias biológicas, y por ello cada día se hace más imperioso atender a la ciencia, y menos al análisis semántico, para lograr avanzar en nuestro conocimiento de la mente humana.

 


1 En términos generales (y de Prinz), “un indicador es una entidad no estructurada que cae bajo el control nomológico de alguna propiedad” (123). Así, por ejemplo, la luz que se enciende a la entrada de los garajes cada vez que detecta movimiento, es un indicador de que hay algo afuera que se mueve. De otro lado, “un detector es un mecanismo que media la relación entre un indicador y la propiedad que éste identifica” (124). Siguiendo, entonces, con el ejemplo, el dispositivo fotosensible utilizado por la luz del garaje para encenderse sería un detector. La gracia de la distinción es que el detector puede variar, sin que eso afecte al indicador; la luz podría seguir siendo un indicador de que hay algo afuera, aun si el detector no fuere fotosensible, sino, digamos, térmico o sísmico. Los átomos semánticos del lenguaje del pensamiento –para volver de nuevo al tema– son indicadores, mientras que los proxytipos son detectores. Sobre la distinción entre “detector” e “indicador”, vale la pena leer el libro de Dretske, Fred. Knowledge and the Flow of Information. MIT Press. (1981).


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