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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.134 Bogotá May/Aug. 2007

 

LA AXIOMÁTICA ESTÉTICA: DECONSTRUCCIÓN

(THE AESTHETIC AXIOMATIC: DECONSTRUCTION)

IRINA VASKES SANTCHES
UNIVERSIDAD DEL VALLE CALI, COLOMBIA
irinavs@univalle.edu.co

 


Resumen: El presente trabajo contribuye al debate sobre la actualidad estética, abordando diferentes enfoques del polémico concepto de deconstrucción, introducido por Jacques Derrida. Esta categoría es de referencia casi obligatoria cuando se habla sobre teoría estética contemporánea, forma parte de su nuevo aparato conceptual y expresa bien la nueva realidad que no tiene análogos históricos en lo que antes llamaban arte, estética y cultura. La elaboración del concepto de deconstrucción, el análisis de cómo funciona esa nueva forma del pensamiento crítico, y el método creativo de la interpretación y de la producción del texto artístico, nos permite entrar en el código de muchas obras artísticas actuales donde el espacio entre arte y teoría del arte es cada vez más incierto, especialmente en las diversas formas de arte conceptual o “performance art”.

Palabras clave: Derrida, estética, deconstrucción, texto.

 


Abstract: Tackling polemic concept of deconstruction, introduced by Jacqes Derrida, from different approaches this article contributes to the debate on aesthetic current issues. This category is of almost obligatory reference when discussing about contemporary aesthetic theory. Deconstruction belongs to its new conceptual apparatus, and expresses well new reality that does not have historical analogy with what before was called art, aesthetics and culture. The elaboration of the concept of deconstruction, and the analysis of how this new form of strategical “procedure” of interpretation and production of the text (as textual reading) is functioning allow us to enter the code of many current art works where the space between art and theory of the art is more and more uncertain, specially in the diverse forms of conceptual art or “performance art“.

Key words: Derrida, aesthtic, deconstruction, text.

 


La moda en el mundo intelectual cambia rápidamente; hace poco tiempo todos habían leído a S. Freud, Th. W. Adorno, C. Levi-Strauss, M. Heidegger, hoy en día no conviene desconocer las obras de M. Foucault, U. Eco, R. Barthes, J. Baudrillard, G. Deleuze. Sin embargo, entre todos los nombres actuales se puede destacar con seguridad el filósofo y crítico francés Jacques Derrida (1930-2004), autor de la teoría postestructuralista llamada deconstrucción (ambos términos son a menudo intercambiables). Fue este pensador, provocador y controvertido, especialmente por el estilo de sus textos, quien determinó el desarrollo filosófico-intelectual en los años 70-80.

 

El concepto de deconstrucción, introducido por Derrida para “suavizar” la traducción en francés, el sentido “destructivo” de la palabra Destruktion de M. Heidegger, hace referencia al método de análisis de textos de tradición filosófica –la metacrítica-, que más adelante se hizo extensivo a los textos literarios, y a la crítica literaria propiamente dicha. Poco a poco la deconstrucción como forma del pensamiento crítico, como proceso de razonamiento o aproximación filosófica, dirigida a la búsqueda de las contradicciones a través del análisis de los elementos formales del texto, se extendió, y hoy en día con éxito se aplica a la historia, a la teología, a la antropología, al psicoanálisis, a la lingüística y hasta al arte, para el cual significa el método creativo de la interpretación y de la producción del texto artístico, esto es, de la obra que reconocemos como artística1.

En un sentido general, la deconstrucción es la manera crítica de mirar la realidad que cuestiona el sistema de “los valores metafísicos falsos” del denominado “proyecto moderno”, que dentro de la teoría derridiana reconoce una crisis de legitimidad.

Las ideas principales de Derrida se encuentran en sus tres obras fundamentales publicadas casi simultáneamente en el año 1967: La voz y el fenómeno (cf. Derridaa), De la gramatología (cf. Derridab) y La escritura y la diferencia (cf. Derridac). Pero antes Derrida se había presentado exitosamente al público en 1966, en una conferencia en la Universidad de Johns Hopkins, donde polemizó con el maestro de la antropología estructuralista C. Levi-Strauss. Por primera vez los principios del estructuralismo fueron aprobatoriamente cuestionados.

La deconstrucción es el traspaso del estructuralismo al postestructuralismo, de los métodos estrictos del análisis del texto a los más “suaves”. Los modelos estructuralistas de análisis del texto son más precisos, más rígidos, más obligatorios, porque ellos forman el sistema que todavía mantiene el centro y la lógica, el sistema logocéntrico2. Para los postestructuralistas-deconstructivistas, al contrario, no existen reglas universales de análisis del texto, y cada texto exige su propio y único modelo de comprensión; en otras palabras, bajo la creciente influencia de la fenomenología sobre los estudios literarios, los deconstructivistas dejan de tratar el texto como realización concreta de estructuras abstractas. Incluso, sostienen que cualquier texto es principalmente incomprensible. Cada palabra, cada frase, el modo como las colocamos en una oración, engendran ambigüedades confusas que eluden la claridad y la precisión. Esa es la postura de R. Barthes, quien en el año 1967 provocó un verdadero escándalo anunciando “la muerte del autor”. En los textos, considerados “abiertos” e “inacabados”, el papel del autor es mínimo, porque es el lector quien determina sus significados, de los cuales el autor no tiene ni idea. Esta multitud de inagotables interpretaciones es posible, porque el texto tiende al “grado cero” de su sentido: la reducción, el desvío y la abstinencia del significado (cf. Barthesa).

Derrida lleva esta situación hasta el extremo. La esencia de la estrategia deconstructivista es la demostración de la autocontradicción textual para detectar los errores lógicos en la argumentación de un oponente, donde las contradicciones puestas de manifiesto revelan una incompatibilidad subyacente entre lo que el escritor cree argumentar y lo que el texto dice realmente. Este divorcio entre la intención del autor y el significado del texto es la clave de la deconstrucción postestructuralista. Con una originalidad bastante polémica, el autor desarrolla una técnica que pretende restituir el valor fundamental del texto, eliminando muchas de las cadenas con las que el discurso escrito encierra a la reflexión filosófica.

Es cierto que la deconstrucción declara la guerra a toda la filosofía occidental con su interminable búsqueda del logocentrismo, desde su fundador Platón, incluyendo a Aristóteles, Kant, Hegel, hasta Wittgenstein y Heidegger. Le enfurece a Derrida la soberbia totalitaria detrás de la doctrina de la razón, y su “cólera” no se verá tan “excéntrica” si recordamos la historia de las barbaridades realizadas por las culturas occidentales “racionalistas”: el “sistemático y racionalmente argumentado” exterminio humano masivo en la época del nazismo, el “racionalismo científico” de la bomba nuclear, el holocausto de Hiroshima, etc.

Pero el propósito de la deconstrucción derridiana no es del todo destructivo y negativo; pues reúne dos procedimientos simultáneos, la destrucción y la construcción. A través de la “lógica paradójica”3, propia de la deconstrucción, se desmonta el sentido tradicional del texto y se arma el nuevo. Tal método es la condición de la interpretación irónica y libre del texto, del juego metalingüístico que permite jugar con la pluralidad de sentidos de un mismo término y no pensar sobre el resultado final de este juego. Es la garantía de lograr un pensamiento que está más allá de la lógica, un pensamiento independiente y libre de los diversos dogmas, “narrativas modernas” que predeterminan nuestra conciencia.

Analizando la cuestión axiomática del saber científico, como problema central de Husserl (cf. Derridad), Derrida llegó a un resultado sorprendente: mostró que el filósofo que quería liberar el conocimiento científico, e incluso filosófico, de todo tipo de relativismo para llegar al pensamiento fenomenológico puro, no pudo sin embargo liberarse de la “axiomática inconsciente” –de las metáforas repetidas de habla y escritura científica–, pues conocemos el mundo a través del “espejo del lenguaje” que inevitablemente distorsiona lo que pensamos y escribimos. Esta conclusión determinó el punto principal para todas las búsquedas posteriores de Derrida: ¿cómo lograr el pensamiento independiente, si nuestra conciencia desde el comienzo, a través del lenguaje, está contaminada por diversos clichés, presupuestos e hipótesis culturales? Desde la infancia, de manera inconsciente, aprendemos los nombres de los objetos y el sistema de sus relaciones, los acentos que determinan nuestras ideas sobre lo que es la cortesía, lo masculino, lo femenino, los estereotipos nacionales, etc. Realmente todos los postulados iniciales que producen nuestro cuadro del mundo llegan “de contrabando” a través de nuestras expresiones lingüísticas. Debemos liberarnos de esos clichés para pensar libremente; interpretar los significados, que no son fijos y que cambian según el contexto.

También la deconstrucción puede ser comparada con el método de las prácticas artísticas actuales basadas en el principio del desmontaje de una construcción en diferentes componentes, su renovación mediante el ensamblaje de esos componentes y de otras partes complementarias, por medio del montaje y del collage, en una construcción nueva que frecuentemente no tiene nada en común con la construcción desarmada. Aunque, a veces, los textos y sus nuevas construcciones significativas creadas por los deconstructivistas resultan, quizás, más interesantes y producen mayor placer estético que los análogos artefactos postmodernos. Los últimos también tienen necesidad de ser deconstruidos. Y, a veces, su posterior deconstrucción, realizada por un crítico talentoso, resulta, en el sentido estético, más significativa que los mismos artefactos analizados.

Por fin, es inútil y contra-prudente buscar una definición precisa, inequívoca y a priori de la deconstrucción. Porque tal definición resulta difícil, ya que el término no es perfecto. El mismo Derrida reconoce las dificultades de su definición verbal. “¿Qué es la deconstrucción? – ¡Nada! ¿Qué no es la deconstrucción? – Todo” (Derridah). Y en otro lugar dice: “Todos los intentos de definir la deconstrucción están destinados a ser falsos” (Strathern: 93). Preguntar ¿qué es la deconstrucción? significa indagar en su propia esencia que es incierta e indefinible.

Ahora bien, la deconstrucción como método de análisis y como modo crítico y particular de pensar, tiene características propias: es libre al máximo, anti-dogmática, no tiene ninguna metodología fija, su objetivo es debilitar el pensamiento filosófico occidental, destruir su cosa más “sagrada” –la verdad– en todas sus formas y significados; la verdad no existe principalmente, es relativa y, por eso, no le interesa a los deconstructivistas. Para ellos significa más el proceso de su búsqueda como juego metalingüístico.

De otro modo, la deconstrucción, como nuevo método de análisis de textos, sirve para superar los límites y callejones sin salida del pensamiento lógico-formal que predomina en la filosofía y estética occidental desde los tiempos de Platón y Aristóteles. Como una de las herramientas de la deconstrucción aparece la ironía, que no es otra cosa que la capacidad de dudar. La técnica de la duda filosófica es conocida desde los tiempos de los escépticos griegos, que mostraron la imposibilidad de alcanzar un conocimiento verdadero. Es claro que la deconstrucción postmoderna no es lo mismo que el escepticismo antiguo, pero el objetivo de una y de otro es igual, pues se trata de destruir todo tipo de dogmatismo.

De igual manera la ironía deconstructivista tiene mucho que ver con el método de la mayéutica de Sócrates; su lucha con los sofistas resulta familiar con el método de deconstrucción: cuando se ve que un fragmento del texto no es comprensible y no existe ninguna manera de lograr un sentido, lo único que queda es irónicamente aceptar los límites de su comprensión. Y esa actitud es más honesta que la de un “sabio” que simplemente ignora las “extravagancias” del texto y las acomoda según el esquema lógico. El deconstructivista, al contrario, siempre está listo para notar lo exótico, lo marginal, lo incomprensible, todo lo que no cabe en el esquema tradicional del pensamiento logocéntrico occidental.

Ahora bien, hemos dicho que resulta inútil preguntar qué es la deconstrucción, de modo que la pregunta más adecuada y constructiva sería: ¿cómo funciona? Se mira la deconstruccón derridiana “en acción”, describiendo su funcionamiento como “lógica paradójica”, a través del estudio de la obra de Derrida, La farmacia de Platón (Derridae: 91-261), ejemplo clásico de la metacrítica deconstructivista, donde analiza el diálogo de Platón Fedro, el mito platónico consagrado al origen, a la historia y al valor de la escritura. Acerca de este diálogo los comentaristas “han roto muchas lanzas”, porque el texto resulta bastante contradictorio y, en el momento decisivo, Platón, junto a la argumentación rigurosa, apela a los mitos, y la vinculación de la escritura con el mito se precisa como su oposición al saber. Incluso se afirma que Fedro fue escrito, no en los mejores años de su autor –primero se había creído que Platón era demasiado joven para hacer bien la cosa o, al contrario, demasiado anciano-, con lo cual se explican sus debilidades. Pero Derrida renuncia a considerarlo como un diálogo mal compuesto; para él es un texto bien pensado, estéticamente equilibrado, y su carácter contradictorio solamente confirma la naturaleza misma de la escritura.

Consultando el texto de Platón, nos encontramos con una leyenda egipcia contada por Sócrates: el dios de la escritura, Theuth, ofreció al rey Thamus enseñarle a los egipcios el arte de las letras: “He aquí, oh rey, un conocimiento que tendrá como efecto hacer a los egipcios más instruidos y más capaces de acordarse: la memoria (mneme), así como la instrucción (sofía), han hallado su remedio (farmacon)” (Derridae: 143). Y así le respondió Thamus, denunciando el poco valor de la escritura:

    No es, pues, un fármaco de la memoria lo que haz hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, pero no la verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles además de tratar, porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad. (Platónb: 402-403)

Aparece así la oposición clave: por un lado, la verdadera sabiduría, el habla, la voz, el discurso vivo, el “saber de memoria” basado en la tradición de “lengua hablada”, en la mneme (memoria viva y conocimiento); es la sabiduría “viva” como el diálogo entre el alumno (hijo) y el maestro (padre). Por otra parte se observa la apariencia de la sabiduría, la escritura, que aparta a los alumnos de la sabiduría verdadera, que es la hipomnesis (re-memoración, recolección).

    En tanto que ayuda a la hypomnesis y no a la memoria viva, la escritura resulta, pues, tan ajena a la verdadera ciencia, a la anamnesis en su movimiento propiamente psíquico, a la verdad en el proceso de su presentación, a la dialéctica. La escritura puede únicamente imitarlas. (Derridae: 160-161)

En otras palabras, la escritura es esencialmente mala, exterior a la memoria, productora, no de ciencia, sino de opinión, no de verdad, sino de apariencia; es el signo sin aliento. La escritura no posee el calor del contacto personal del alumno (hijo) con el maestro (padre).

El autor de los Diálogos plantea la imposibilidad de la escritura en varias ocasiones, incluso la condena, negando sus propias obras. En la segunda carta de Platón se encuentra:

    La medida preventiva más acertada será la de no escribir, sino aprendérselo de memoria. Por esta razón, nunca jamás he escrito yo mismo acerca de estas cuestiones. No hay ninguna obra de Platón, y jamás la habrá. Lo que actualmente se designa con este nombre es de Sócrates, escrito en el tiempo de su hermosa juventud. (Platóna: 1554)

Aquí Platón ya formula la tesis principal de la lingüística estructuralista a partir de Saussure: la importancia mayor de la lengua hablada sobre la escritura, la separación de esas dos tradiciones de sabiduría. En Fedro la verdadera sabiduría y la apariencia de la sabiduría es una de las primeras versiones de la oposición entre el lenguaje hablado y el escrito. Más tarde esa oposición se convirtió en la antítesis del espíritu y la letra, del alma y el cuerpo.

La cultura europea moderna es logocéntrica; su actitud hacia la escritura es despectiva. Platón, Rousseau, Saussure son las tres “épocas” de la exclusión y la humillación de la escritura, donde la última aparece como la deformación de la palabra-logos, como una metáfora engañosa, como una imitación inferior y mediocre.

Parece así que los acentos están bien colocados por Platón y todo está claro; en él la lengua hablada tiene importancia mayor que la escritura. Sin embargo, en esa plena “claridad” se vislumbra lo más interesante: a través del análisis del léxico filosófico de Platón, Derrida muestra que ¡la “verdadera” sabiduría hablada en el Diálogo de Platón se caracteriza a través de las metáforas prestadas de la escritura! “Las ‘metáforas de Platón' son exclusiva e irreductiblemente escriturales” (Derridae: 243). Por ejemplo, expresiones como: “leer la mente” o “escribir en el alma”, son metáforas que suponen la aceptación de la escritura.

Surge inevitable el interrogante: si algo positivo (la lengua hablada, la sabiduría “viva”), se describe solamente a través de algo negativo (la escritura como sucedánea de la memoria), entonces ¿ese negativo es inicial, es más antiguo, más autóctono y más verdadero?

Para contestar a esta pregunta pasamos al juego metalinguístico realizado por Derrida. El autor dedica atención especial al ambivalente término fármakon, que abunda en los textos platónicos: “…se ha inventando como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”; “…no es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio”, etc. Aquí vale la pena recordar que la palabra griega fármakon tiene doble significado: remedio y veneno. Esos opuestos significados no siempre se diferencian con seguridad según el contexto, produciendo un problema serio para la comprensión del diálogo. Su duplicidad significativa destruye la unidad interpretativa. Así ¿la escritura es el veneno, el daño para los adeptos de la sabiduría verdadera? ¿O, por el contrario, es droga de efectos benéficos que aumenta el saber y reduce el olvido, en otras palabras, es el “salvavidas” para quien desea aprender algo?

Según la comprensión tradicional de los diálogos, la actitud de Platón hacia la escritura-fármakon es negativa y sospechosa, asociada con la magia o la curandería. Como la pintura, a la que más adelante la comparará, y como el trompe-l'oeil, o como las técnicas de la mimesis en general. Aunque el caso de la escritura es más grave, pues, a diferencia de la pintura, la escritura no crea ni siquiera un fantasma. El pintor, es sabido, no produce el ser-verdadero, sino la apariencia, el fantasma, es decir, lo que ya simula la copia. El que escribe con el alfabeto ni siquiera imita ya. En las Leyes, en especial, propone expulsar de la República a los brujos, los charlatanes y los artistas, y les reserva castigos terribles. Así, el rechazo de Thamus al ambiguo fármakon merece, desde el punto de vista de Platón, el elogio, porque la escritura es un veneno, es la apariencia de la verdad. No existe remedio inofensivo. El fármakon no puede nunca ser simplemente benéfico.

Derrida, aprovechando la interpretación “doble” de la palabra fármakon, cambia el significado negativo de la escritura por el positivo. Su resumen del análisis del texto de Platón es: sí, la escritura, por su naturaleza, siempre es contradictoria, funciona a través de la diferencia, de la descomposición del Logos. Y ¡esa es su gran ventaja! ¡No importa qué significa el texto, sino cómo adquiere un sentido!

La cultura occidental anula los momentos de escritura que lógicamente se excluyen uno al otro, le quita la contradicción original del pensamiento platónico haciéndolo más “unilateral”. Cerramos los ojos, no queremos ver esas contradicciones; queremos borrarlas y subordinarlas al Logos. Con eso se pierde la cosa más valiosa de la escritura, su esencia lúdica, metafórica y, podemos decir, estética. Sucede lo mismo cuando se intenta trasladar la poesía a la narración. Se pierde el encanto del texto escrito, su encanto lúdico-estético.

En esta perspectiva, ¿qué hace Derrida con el texto de Platón? Mientras la filosofía posterior le quita su contradicción original, Derrida la acentúa. Él quiere restituir al Platón “auténtico”, no deformado por los comentaristas neoplatónicos y por los traductores. Definitivamente, Derrida toma en su relación con Platón la posición de Sócrates en relación con los sofistas, cuando, bajo la apariencia de preguntas ingenuas, los acusa, los enreda en contradicciones y los lleva a reflexionar. El método socrático de mayéutica, su lucha con opiniones falsas, se muestra genéticamente familiar con el método deconstructivista. En los textos originales de Platón, la filosofía y la literatura todavía no están separadas; por eso están llenos de metáforas, mitemas, alegorías, tan extrañas e “inapropiadas” para un texto filosófico “serio”. Derrida hace todo lo posible para descubrirlas, buscando los significados no tradicionales, “raros”, extravagantes, sobre los cuales Platón de pronto ni sospechaba, pero que sin embargo existen, ocultos en sentidos dobles, “inacostumbrados”, de las palabras. De este material “poco importante”, como los sentidos dobles de las palabras, la frecuencia en el uso de repeticiones, conjunciones, preposiciones, Derrida obtiene significados nuevos que nunca antes de él fueron percibidos en el texto dado. Finalmente

    [N]o es posible en la farmacia distinguir el remedio del veneno, el bien del mal, lo verdadero de lo falso, etc. Pensando en esa reversibilidad original, el fármakon es el mismo, precisamente porque no tiene identidad. Y el mismo (es) como suplemento. O como diferencia. Como escritura. (Derridae: 257)

Según uno de los mitos de la filosofía occidental, Platón es discípulo de su maestro Sócrates. La enseñanza de Sócrates significa la prioridad de la voz, de la presencia y, al mismo tiempo, el papel secundario de la escritura. Esta última, separada de la voz del maestro, comprende su inferioridad y deficiencia. Y es muy difícil derribar ese arquetipo, desarrollado durante veinticinco siglos; decirle que no existe el regreso a la voz que goza de autoridad competente; que las ideas que están buscando sus raíces orales giran en el círculo de las metáforas creadas por el lenguaje escrito.

Derrida intenta destruir este mito milenario. Veamos cómo lo hace.

El símbolo de la revelación para el autor fue un grabado en la cubierta de un libro cartomántico del siglo XIII, descubierto en la Biblioteca de Bodleian en Oxford (cf. Derridaf: 238). Allí se encuentra una increíble representación de Sócrates, si acaso es él, dice Derrida, dando la espalda a Platón y escribiendo ante él:

Sócrates, el que escribe –sentado, agachado, dócil copista, como secretario de Platón, pues… Platón está detrás de él, más pequeño (¿por qué más pequeño?) pero de pie. Con el dedo en alto parece indicar, designar, mostrar el camino o dar una orden –o dictar, autoritario, magistral, imperioso. Malvado casi. (Derridaf: 18-19)

Esa imagen apócrifa produce en Derrida algunas preguntas-interpretaciones:

-¿Sócrates está firmando su sentencia de muerte por órdenes de Platón? La base de esta interpretación es el dudoso comportamiento de Platón durante el juicio de Sócrates, cuando huyó de Atenas durante el proceso judicial; se dice que Platón no asistió (Felón 59 b: “Platón, me parece, estaba enfermo”) (cf. Derridae: 234); es la alegoría de la traición de Sócrates por parte de Platón.

-O ¿Platón es el hijo celoso de Sócrates, quien sufre del complejo de Edipo y quien odia a su padre (variante freudiana)?

-¿El índice de Platón nos dice sobre enseñanza o amenaza? etc.Las hipótesis son muy fantásticas, y gracias a ellas se pierde la firmeza de la imagen canónica, tanto de Sócrates como de Platón, quebrándose el modelo clásico de la relación entre el Maestro y el discípulo.

¿Sócrates realiza la anotación secreta de los crímenes y falsificaciones de Platón? - pregunta Derrida, y ¿por qué no? Sócrates mismo escribe las obras, corrige los diálogos de Platón y al mismo tiempo borra el nombre de Platón de la carátula. Eso es posible (en la pesadilla de Platón).

Derrida presta atención a las manos de Sócrates, al decir que con una mano él escribe y con la otra sostiene el borrador: ¿No es una alegoría del indispensable elemento esotérico de la escritura?

Por fin, Derrida admite que Sócrates nunca existió, que su figura es una invención de Platón, una mistificación literaria para aumentar su propia fama.

Sin embargo, más eficaz es su última hipótesis: Sócrates realiza ni más ni menos la deconstrucción de las obras de Platón: “Borra con una mano, raspa, y con la otra raspa de nuevo, mientras escribe” (Derridaf: 33).

Como se puede ver, la interpretación derridiana de esa imagen-texto es un juego libre de asociaciones que no reconocen ninguna lógica histórica. La misma actitud no-histórica se encuentra en la fantasmagórica conversación telefónica, inventada por Derrida, entre Platón, Sócrates, Freud, Heidegger y el demonio, realizada a través de los siglos e interrumpida por la operadora norteamericana que recuerda a los participantes que pongan suficientes quarters en la máquina (Derridaf: 38). ¿Y por qué no? La verdad histórica simplemente no existe. Es que semejante conversación produce “gran placer” lúdico en el autor. Y el origen del libre juego, de las interpretaciones absurdas (desde el punto de vista de la lógica occidental), es para Derrida el lenguaje.

Algunas interpretaciones de Derrida tienen su origen en calambures: Platón en francés suena como “plano” (plat); y como consecuencia aparece el motivo para improvisar sobre la pequeña gorra plana de Platón, y la grande y puntiaguda, como un paraguas, de Sócrates.

Las iniciales S/P se interpretan como Subject/Predicate o Speculation/Psicoanálisis.

La cópula et en el par “Socrates et Plato” se interpreta como el homófono est – (Sócrates es Platón) o como hait (Sócrates odia a Platón).

Así, el inicial sintagma “Sócrates es Maestro de Platón” se destruye y se dispersa en las metáforas. Tal relativismo derridiano en la interpretación del tiempo y del espacio histórico convierte a Platón, en las obras de Derrida, en una figura más simbólica que histórica.

Según el logocentrismo occidental, el lenguaje hablado tiene gran ventaja sobre la escritura: está más cercano al sujeto. El habla es más precisa por la pronunciación de las palabras, por el acento, por el tono: estos momentos mantienen la autenticidad del significado. Es poco probable que la frase hablada, “El rey de Francia es sabio”, vaya a provocar confusión: la situación concreta siempre nos dice sobre de qué rey se trata. Pero si la misma frase aparece simplemente escrita así, o sea, despojada del contexto, entonces se convierte en algo abstracto, multisignificante, puede ser cualquier monarca francés.

Las mitologenas de la cultura europea reflejan esta prioridad de la autencidad de la lengua hablada: “la voz del corazón”, “la voz de la razón”, “la voz de la naturaleza”, “la voz del Señor”, “En el principio era el Verbo y el Verbo estaba frente a Dios y el Verbo era Dios… Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan I: 1, 14).

En un comienzo fue la Palabra, fue la sabiduría oral, fue el Maestro, el Padre. Dios rey no sabe escribir, pero esta ignorancia o esta incapacidad dan testimonio de su soberana independencia. No tiene necesidad de escribir, habla, dice, dicta, y su palabra basta.

Y la actitud hacia la escritura es despectiva, tiene carácter secundario (con la escritura el lenguaje hablado se convierte en el signo del signo), es sucedáneo muerto, está llena de contradicciones. Pero ¡en esto consiste la belleza del texto escrito, en la ausencia de sentido! Cualquier significado es casual y relativo, nunca es completo. El objetivo de la deconstrucción consiste en suprimir todos los sentidos introducidos posteriormente por los intérpretes de los textos escritos, hasta el “nivel cero” de su significado.

La escritura, por sus indispensables contradicciones, estimula los juegos formales-verbales que destruyen la lógica, tan odiada por Derrida. “¿Lady Macbeth tenía dos hijos?”, “¿Cuántos años tenía Hamlet?” - Shakespeare no lo dice. Y esa imposibilidad de contestar a esas preguntas provoca la confusión y la perplejidad de los logocéntricos. El texto, el seguro “origen del saber”, no da la respuesta. Mejor, dice Derrida, porque de esa manera el “único” significado del texto queda abierto para múltiples interpretaciones. Para los deconstructivistas tales preguntas y “extrañezas” son legales, porque tarde o temprano el principio lúdico del lenguaje, su “desobediencia”, aparecerá. Cada texto tiene su “escena de escritura”; el fragmento donde la escritura deprimida da señales de desesperación: aquí se oculta algo autóctono y está reemplazado por lo artificial. En la “escena de la escritura” se descubre el “carácter artificioso” del texto que permite el descubrimiento de algo oculto. Eso “escondido” se revela en las faltas temáticas, en los autocomentarios inesperados, en las retiradas del tema principal, etc.

Según Derrida, la incomprensibilidad es el rasgo sustancial y más valioso de la escritura. Así la deconstrucción, como nuevo método de lectura del texto, es el deseo de ir más allá de su contenido debilitando el mundo dogmático de los clichés. Eso da licencia a cualquier error, a cualquier lectura “incorrecta”, hasta tal punto de que “no existe el texto, sino sólo su interpretación”.

Es precisamente este aspecto de la escritura de Derrida lo que lo ha hecho merecedor del desprecio de muchos filósofos, quienes lo acusan de proponer teorías del significado que, en su opinión, carecen por completo de sentido; lo inculpan de relativismo, solipsismo e irracionalismo absolutos. ¿Quién tiene razón?

El siguiente diálogo imaginario entre acusador y acusado (Derrida), encontrado en el texto de R. Appignanesi, puede ilustrarnos sobre la situación:

Acusador: Usted rechaza la Razón.Derrida: No… Solamente su autopresentación como “verdad eterna”.

Acusador: Usted afirma que nada es real, pues es el resultado de una construcción cultural, lingüística o histórica.Derrida: Nada se hace menos real por estar relacionado con la cultura, la lingüística o la historia; especialmente si tenemos en cuenta que la realidad universal, al margen del tiempo con el cual podemos compararla, simplemente no existe.Acusador: Usted afirma que existe una cantidad infinita de significados.

Derrida: No… Yo solamente sostengo que no puede existir un sólo significado.

Acusador: Usted afirma que todo tiene igual valor.Derrida: No… Yo afirmo que este tema debe quedar abierto.

¿Hay más preguntas? (Aппиньянези: 81. Traducción de la autora)

Creemos que sí, por lo menos una: ¿La negación de la Verdad absoluta como principio de deconstrucción no se vuelve contra el deconstructivismo mismo, convirtiéndose en un dogma absoluto? Aunque el carácter principalmente abierto y no determinista del pensamiento postmoderno despierta el espíritu creativo y la audacia analítica, al mismo tiempo es inestable y vulnerable frente al “ilimitado relativismo”. No es difícil criticar el postmodernismo en general y la deconstrucción en particular: el nihilismo total y el relativismo realmente son sus “pecados originales”. De esa manera, el principio “todo lo pongo en duda”, puede adquirir, en el postmodernismo (deconstructivismo), la estabilidad de un dogma absoluto. Las observaciones de Steven Connor, autor de Cultura postmoderna. Introducción a las teorías de la contemporaneidad, sobre la fuerza totalizadora de la teoría postmoderna, son del mismo parecer:

    Es sorprendente el grado de consenso al que se ha llegado en el discurso postmoderno sobre la inexistencia de posibilidad alguna de consenso, los pronunciamientos autoritarios sobre la desaparición de la autoridad última […] Paradójicamente, si la teoría postmoderna insiste en la irreductibilidad de diferencias entre las diversas áreas de práctica crítica y cultural, el lenguaje conceptual de la teoría postmoderna cae en sus propias redes tejidas entre inconmensurabilidades, adquiriendo la suficiente solidez como para soportar el peso de un nuevo aparato conceptual […] (Connor: 14)

Muchos oponentes de Derrida, presentando como argumento el hecho de que los niños aprenden primero a hablar y después a escribir, y que existen los lenguajes que no poseen escritura, desfiguran con esto su idea, diciendo que, según él, la escritura gráfica históricamente apareció antes que el lenguaje hablado. Y no es así.

El término “escritura” no lo comprende Derrida literalmente; no se trata del texto como cuerpo gráfico solamente. El sentido de la escritura se concreta con el término “archiescritura”, categoría filosófica especialmente inventada por el autor para su obra De la gramatología. La archiescritura es la raíz común del lenguaje hablado y de la escritura gráfica, es la categoría que les elimina su oposición histórica, mientras la escritura gráfica es solamente el símbolo material de la archiescritura.

La archiescritura no tiene presencia, ni centro; no puede ser objeto de reflexión racional, no tiene ningún sentido metafísico. Sin embargo, crea las condiciones para la formación del significado. Solamente en ese sentido especial de la archiescritura habla Derrida sobre la prioridad de la escritura sobre el lenguaje hablado.

Habiendo cumplido con la tarea de aclarar la esencia de la deconstrucción como categoría estética postmoderna, conviene pasar a otro texto de Derrida, La verdad en pintura (Derridag).

Realmente resulta difícil explicar el sentido de este libro, donde la percepción íntegra se pierde entre juicios que mutuamente se excluyen uno a otro, alusiones, lapsus lingüísticos, diferentes tonos y matices. Sin embargo, con todo esto el lector cae prisionero de Derrida. Los lectores y admiradores del filósofo francés son gente que de ningún modo son ingenuas; por regla general se trata de personas bien educadas, expertas en sutilezas filosóficas, lingüísticas y estético- artísticas. Pero ¿qué les atrae de sus libros? ¿Refinada sofística? Probablemente sea así. No en vano se considera el postmodernismo como período de decadencia en la historia de la cultura, y llaman a Derrida el maestro de la “sofística retórica”. Por otra parte, la sofística ha jugado el papel dinamizador, reforzando la dialéctica (en el caso de Zenón, por ejemplo).

Ahora bien, la base filosófica del arte clásico es la dialéctica del contenido y la forma, que sobresale en la Estética de Hegel. Sin embargo, no es la estética hegeliana, sino la kantiana, la que está en el centro de atención de Derrida. La parte teórica y más amplia de La verdad en pintura, llamada Párergon, está dedicada al análisis de la Analítica de lo bello y de la Analítica de lo sublime de la Crítica del Juicio de Kant (Derridag: 29-153). Es una interpretación muy poco ortodoxa de la principal obra estética kantiana. El texto se halla dividido en varios fragmentos que no tienen ni comienzo ni fin; que conducen al abismo, a nada. Sin embargo, tal división no es un suplemento, como dice Kant, sino que tiene relación muy importante con el método deconstructivo.

Derrida dedica su atención a una cuestión que la mayoría de los investigadores ignoran por completo: la esencia de la pintura está en el dibujo. El dibujo y la composición constituyen el objeto propio del puro juicio estético. El color es un suplemento al dibujo que solamente permite ver la belleza en forma más exacta y completa.

El color es párerga o párergon: un ornamento que aumenta el placer del gusto, pero no es cosa esencial. Es una adición del ergon (de la obra); no es una parte integrante del objeto, sino sólo le pertenece de manera extrínseca, como una adición o un suplemento.

    Un párergon se ubica contra, al lado y además del ergon, del trabajo hecho, de la obra, pero no es ajeno, afecta el interior de la operación y coopera con él desde cierto afuera. No está simplemente afuera, ni simplemente adentro. Como un accesorio que uno está obligado a recibir en el borde. (Derridag: 65)

Otros ejemplos de párerga corresponden a los marcos de los cuadros, los vestidos de las estatuas o las columnas. Son párerga, suplementos, conceptos centrales de la deconstrucción derridiana. Es lo otro de la obra; pero no es un “otro absoluto”, sino un “otro suyo”, porque no está ni dentro ni fuera de la obra. Por ejemplo, el vestido revela la esencia de la persona, su mundo interior, pero también puede ocultarlo, disfrazarlo. Entonces la ropa es simultáneamente lo otro absoluto de la cosa, y es lo otro suyo.

Los vestidos de las estatuas tendrían una función de párergon o de ornamento. Esto quiere decir: lo que no es una parte integrante de la representación del objeto, sino que sólo le pertenece de manera extrínseca como una adición, un suplemento. ¿Por qué algunas estatuas griegas tienen vestido, si los griegos tanto valoraron y adoraron el cuerpo desnudo? ¿Y los velos completamente transparentes? Por ejemplo, la Lucrecia de Cranach sólo tiene una ligera banda de velo transparente delante de su sexo. ¿Cuál es el papel de esos párerga? ¿Dónde está la línea divisoria, la frontera entre el párergon (vestido o velo) y el ergon (el cuerpo desnudo), si está en contacto estrecho con su piel? ¿Dónde empieza y termina el vestido-párergon? ¿Es un párergon el collar que lleva en su cuello? Si el párergon sólo se agrega, ¿qué es lo que le falta a la representación del cuerpo para que el vestido venga a suplirlo? ¿Y qué tendría que ver el arte con todo esto? (cf. Derridag: 68).

Un marco donde tiene lugar el cuadro de pintura es un párergon. ¿Tiene lugar? ¿Dónde comienza, dónde termina; cuál es su límite interno y externo? Cuando Kant, a quien se le pregunta, ¿qué es un marco?, responde que es un párergon, un mixto de afuera y de dentro, decimos que allí hay grandes dificultades.

    Pero este marco es problemático. No sé lo que es esencial y accesorio en una obra. Y sobre todo no sé lo que es esta cosa, ni esencial ni accesoria, ni propia ni impropia, que Kant llama párergon. (Derridag: 74)

El análisis del párergon, la búsqueda de su esencia, lleva a Derrida al estudio etimológico de las palabras “el borde” y “la frontera”4. Ambos términos están relacionados con el objeto que une y que separa. El borde y la frontera coinciden en el punto donde las diferencias tienen algo en común, donde, por ejemplo, dos estados diferentes se unen. Y si existe el concepto de la frontera, del borde, entonces dos objetos diferentes no son solamente separados, sino también unidos. Como lo verdadero y lo falso.

Un ejemplo es párergon, un puente. Cuando no tenemos argumentos para explicar un concepto complicado, buscamos los ejemplos. “Así los ejemplos son las ruedas de la facultad de juzgar y quien carece de talento natural no podría prescindir de ellas” (Derridag: 89). Kant tenía muchas antinomias; definitivamente, dice Derrida, no pudo superar el abismo entre el objeto y el sujeto, el puente entre ellos nunca fue colocado; sin embargo sujeto y objeto existen realmente, el objeto todavía no se ha convertido en el fantasma del sujeto. También existe el abismo entre la razón y el sentimiento, y por eso las sensaciones de color pueden ser solamente un suplemento externo del dibujo que es más cercano a la actividad racional que el color. Por eso tiene Kant que recurrir frecuentemente a los ejemplos. Sin embargo las ruedas no reemplazan el juicio; son prótesis que no reemplazan nada, son párerga.

Con todo esto, ¿qué quiere decir Derrida cuando analiza esas “migajas” kantianas? Porque no se trata de problemas centrales de su estética. Él no dice nada, evita cualquier resumen general. La prudencia, así como la delicadeza en la manera de tratar los problemas globales y metafísicos, son principios de deconstrucción. Y es comprensible, porque “la niebla ideológica” es tan espesa, que cualquier palabra pronunciada en esa atmósfera puede sonar falsa.

En esta situación resulta mejor callarse. Y eso es lo que hace: aunque la postmodernidad parece “habladora”, la cantidad de sus palabras es más “silenciosa” que la ausencia de cualquier palabra.

Tal es el caso de Derrida, quien, con una sola palabra kantiana, párergon, produce un capítulo amplio de comentarios5. Pero con todo esto no dice nada sobre “la verdad en pintura”. La respuesta a esta pregunta no existe, no existe la verdad, “ninguna cosa es conocida en sentido estricto”. Sus reflexiones no pretenden ser más que un “suplemento”. No es un cuadro objetivo del mundo, tampoco es su interpretación. Es algo que limita con la verdad; con lo cual “la frontera”, ni se une, ni se separa de la “verdad objetiva”, sino que existe entre la verdad y la mentira.

En muchas ocasiones Derrida resalta el carácter creativo-inventivo de la deconstrucción, o sea, prácticamente la asimila con lo que la estética clásica llamaba la creación artística. “La deconstrucción es inventiva o simplemente no existe”, “la única invención posible es la invención de lo imposible. Esa es la paradoja de la deconstrucción” (Derridah: 59). Este principio lo considera especialmente importante para la esfera artística, asociada con la invención de los nuevos lenguajes, géneros y estilos artísticos. Parece que la deconstrucción repite el proceso de la construcción y destrucción de la Torre de Babel, cuyo resultado es la desaparición de lo que pudo haber sido un lenguaje artístico universal, la confusión de los diferentes lenguajes, géneros, estilos de la literatura, la arquitectura, la pintura, del teatro, del cine; la aniquilación de las fronteras entre ellos. A decir verdad, los rasgos principales del arte actual son rasgos característicos de la deconstrucción, tales como la ironía, la mezcla de fragmentos, de estilos, de citas, de estereotipos del pensamiento artístico de todos los tiempos y pueblos, el eclecticismo consciente que no le permite al lenguaje artístico “marchitarse”, atrofiarse en el desacompañamiento, asfixiarse en el “corsé” del sentido, y el rechazo de la mimesis, es decir, la exclusión del significado desde la “comunicación” artística, su tradición conocida como “el absurdo”, su componente lúdico y ambiguo.

Hablando sobre la relación entre la deconstrucción y el arte, se puede mencionar que, en 1984, el arquitecto Bernard Tschumi invitó a Derrida a colaborar en el diseño de una sección del Parc de la Villete en Francia. Este caso, una vez más, vislumbró la relación que existe entre cierto tipo de pensamiento teórico y el modo de concebir el espacio arquitectónico. El deconstructivismo como estilo arquitec tónico contemporáneo, atribuido a finales de la década de 1980 a diversos arquitectos estadounidenses y europeos, también debe su nombre y legitimación filosófica a la deconstrucción ilustrada por los trabajos de Derrida.

Entre otros efectos producidos por la deconstrucción podemos también mencionar la estetización del lenguaje y la estetización sustancial de la filosofía, así como la utilización de la experiencia artística para la ampliación de los recursos de la nueva tradición filosófica europea: “la práctica de la deconstrucción niega a los textos teóricos su aparente contenido cognoscitivo, reduciéndolos a un conjunto de recursos retóricos, y al hacerlo borra toda diferencia entre ellos y los textos explícitamente literarios” (Habermas: 229). Esta eliminación de la distinción entre filosofía y literatura conduce a Derrida a escribir algunos libros que, con su estilo irónico y elusivo, su interminable desenvolvimiento de los significados de las palabras y su absorción reflexiva al exponer su propia naturaleza retórica, sólo se asemejan a las obras de arte modernistas (ver: Callinicos: 141). Con esto, como dice J. Baudrillard, “el arte se ha realizado hoy en todas partes… La estetización del mundo es total…” (Baudrillard: 11).

Finalmente, a manera de síntesis, podemos decir que la deconstrucción derridiana tal vez no tiene mucho que ver con claridad de un razonamiento filosófico, sino que mas bien cuestiona la posibilidad de la filosofía misma, y con esto los fundamentos de todo conocimiento (cf. Strathern: 22-23).

    Derrida –dice Jim Powell– ha sido considerado por algunos el filósofo más importante del siglo XX. Desafortunadamente nadie está seguro de si el movimiento intelectual que engendró –la deconstrucción– hizo avanzar la filosofía, o si la asesinó. (Strathern: 95)

No obstante, podemos estar seguros de que la deconstrucción, como método creativo de interpretación y producción de textos artísticos, encaja muy bien en el ámbito del arte y de la literatura. Y eso la convierte en una categoría central de la estética actual, que se halla en un proceso de búsqueda permanente de un adecuado aparato categorial para expresar la nueva realidad, que no tiene análogos históricos en lo que antes llamaban arte, estética y cultura. La elaboración de este concepto nos permitirá entrar en el código de muchas obras artísticas contemporáneas, que vienen a representarse ellas mismas como actividades autorreflexivas, casi críticas, y donde el espacio entre arte y teoría del arte es cada vez más incierto (especialmente en las diversas formas de arte conceptual o performance art). Actualmente las obras de arte no son sólo objetos para el goce visual y el juicio crítico, sino también son repositorios para ideas que reverberan. Esta característica del arte actual es tal vez la que provoca el rechazo generalizado hacia sus proyectos “elitistas”, tan poco comprensibles por el público en general, y que, gracias al discurso estético, pueden convertirse en obras enriquecedoras.

 


1La expresión el texto artístico se cristaliza en la década de los años sesenta como consecuencia de un aluvión de estéticas estructuralistas, semiológicas y semióticas. Para estas corrientes la obra artística es una estructura que la vincula a las nociones de modelo o sistema, tal como se entienden en las ciencias físico-matemáticas y son trasvasadas al sistema lingüístico. La aplicación indiscriminada de tales modelos al mundo artístico provocó lo que se ha denominado el imperialismo de la lingüística sobre la teoría estética, así como una tendencia a diluir lo artístico en el lenguaje. Lo sintomático es que, desde comienzos de la década de los setenta, la estética estructuralista y semiótica entra en declive; en los distintos vectores de las estéticas de interpretación se abandonan las obsesiones por las equivalencias entre el significante y el significado, por codificar las obras artísticas y formalizar todos sus sentidos como si fuesen sistemas lingüísticos, se vuelve a recuperar el protagonismo del artista y del espectador como productor o activador de sentido. La afirmación gozosa sobre un mundo de signos sin centro ni jerarquías, pero abierto a la interpretación activa, decanta en la diseminación y deconstrucción, figuras derridianas que inspiran a toda una corriente de la cultura francesa preocupada por el estudio del lenguaje poético y artístico. A partir de la obra de R. Barthes, el texto ya no se considera solamente como concepción lingüística, sino como la categoría universal según la cual cualquier fenómeno cultural puede ser considerado como texto (ver Barthesb).

2Logocentrismo es la orientación que da primacía a la lengua hablada sobre la escritura como consecuencia de la metafísica de la “presencia”, de los sistemas formados alrededor de las mitologemas del centro sagrado (Dios, Hombre, Sentido de la Vida), y que rechaza la problemática de la escritura y del “juego metalingüístico”.

3Esta noción supone una deliberada contradicción en los términos, puesto que la lógica se define como aquello que no contraviene las “leyes” del pensamiento, mientras que la paradoja es explícitamente auto-contradictoria y contraria a la razón.

4Es uno de los métodos favoritos del filósofo: muchas páginas de sus obras se convierten en la citación aburrida de los diccionarios. Aunque en el caso nuestro el análisis de la palabra “el borde” es más divertido que abrumador: “Si quisiéramos jugar un poco con etimología –por amor a la poética–, dice, nos remitiría a alto alemán bort. La borda, rigurosamente hablando, una plancha; y la etimología permite aprehender el encajamiento de las significaciones. La primera es la de borda de un navío, es decir, una construcción de planchas; luego, por metonimia, lo que bordea… Burdel tiene la misma etimología, una pequeña cabaña de madera”, etc. (Derridag: 65).

5Un comentario semejante sobre el particular lo podemos encontrar en P. Strathern: Derrida “añadió a su traducción del Origen de la geometría, de Edmund Husserl, una introducción del tamaño de un libro, que empequeñeció el trabajo de Husserl, que tenía la longitud de un ensayo” (Strathern: 19).


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