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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.134 Bogotá May/Aug. 2007

 

¿POR QUÉ LEIBNIZ REQUIERE DEL TIEMPO ABSOLUTO?

(WHY DOES LEIBNIZ NEED ABSOLUTE TIME?)

NICOLÁS VAUGHAN C.
UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA
nvaughanc@unal.edu.co

 


Resumen: En este ensayo pongo en contraposición dos doctrinas conspicuamente leibnicianas: la doctrina del tiempo relacional e ideal, y la doctrina de la armonía preestablecida. Argumentaré que si todas las substancias están necesariamente coordinadas, entonces no tiene sentido negar el carácter absoluto y real del tiempo. En la primera sección describiré la concepción newtoniana y clarkeana del tiempo absoluto; en la segunda discutiré la crítica leibniciana a dicha concepción, crítica sobre la que se erige su doctrina relacional e ideal del tiempo; en la tercera sección daré un vistazo a la metafísica monádica madura de Leibniz, haciendo especial énfasis en la doctrina de la armonía preestablecida; finalmente, en la última sección sugeriré la existencia de una tensión irreconciliable entre estas dos doctrinas.

Palabras claves: Leibniz, Clarke, Newton, tiempo absoluto, mónada, armonía preestablecida.

 


Abstract: In this paper I bring together two characteristically Leibnizean doctrines: the doctrine of relational and ideal time, and the doctrine of preestablished harmony. I will argue that, if every substance is necessarily connected with another, then it makes no sense to deny absolute and real time. In the first section, I will describe Newton’s and Clarke’s conception of absolute time; then, in the second section, I will consider Leibniz’s critique of that conception, on which he bases his ideal and relational doctrine of time. In the third section I will look briefly at Leibniz’s mature monadic metaphysics, taking special account of his doctrine of preestablished harmony. In the last section, I will suggest that there is an irreconcilable tension between these two doctrines.

Keywords: Leibniz, Clarke, Newton, absolute time, monad, preestablished harmony.

 


1. Tiempo real y absoluto

Como es bien sabido, Newton y Clarke defendieron una concepción realista y absolutista del tiempo y el espacio. En esta sección daremos un breve vistazo a dicha concepción, centrándonos especialmente en el tiempo. Vale decir que, si bien existe una sutil diferencia entre la postura del primero y el segundo —la cual mencionaremos cuando sea pertinente—, no perderemos especificidad al considerar conjuntamente sus propuestas1. Iniciemos entonces con una cita del célebre escolio a la definición 8a de los Principia de Newton:

    El tiempo absoluto, verdadero y matemático, en sí y por su propia naturaleza sin relación a nada externo fluye uniformemente, y se dice con otro nombre ‘duración’. El tiempo relativo, aparente y vulgar es alguna medida sensible y exterior (precisa o desigual) de la duración mediante el movimiento, usada por el vulgo en lugar del verdadero tiempo; hora, día mes y año son medidas semejantes. […] En astronomía el tiempo absoluto se distingue del relativo por la ecuación [per æquationem], es decir, la corrección del tiempo aparente. Porque los días naturales son desiguales, por más que sean considerados iguales y usados como medida del tiempo. Los astrónomos corrigen esa desigualdad para poder medir los movimientos celestes con un tiempo más veraz. Es posible que no exista un movimiento uniforme con el cual medir exactamente el tiempo [absoluto]. Todos los movimientos pueden ser acelerados o retardados, pero el flujo del tiempo absoluto no puede ser alterado. La duración o perseverancia de las cosas existentes permanece incambiada […]. Tal como es inmutable el orden de las partes del tiempo [absoluto], así sucede con el orden de las partes del espacio. Si estas partes fuesen movidas a salir de sus lugares, serían movidas (si vale la expresión) a salir de sí mismas. Porque los tiempos […] son sus propios lugares y también de todas las cosas. Todas las cosas están situadas en el tiempo según el orden de sucesión […]. Pertenece a su esencia el hecho de ser lugares, y es absurdo que los lugares primarios sean móviles. (Newton: 32 y 34–5; énfasis añadido)

Esta extensa cita contiene la esencia de la postura newtoniana absolutista del tiempo. A diferencia de la concepción aristotélica, según la cual el tiempo es el número (o ‘la medida’) del movimiento, y en consecuencia sin éste no puede existir aquél, para Newton el tiempo absoluto fluye con total independencia de todo movimiento (cf. Newton: 32 y 34–5). Puede no haber movimiento alguno, según esta concepción, y sin embargo el tiempo sigue su invariable y regular flujo. Asimismo se distingue de la concepción agustiniana, la cual reduce el tiempo al movimiento psíquico ‘interno’ de la percepción, la expectación y la memoria2. Para Newton y Clarke el tiempo no es movimiento ni medida del movimiento, aunque nosotros, el ‘vulgo’, nos valgamos habitualmente del movimiento de las cosas —las estrellas, las manecillas del reloj, etc.— para intentar aprehender el tiempo absoluto. Los hombres hacemos afirmaciones del tipo ‘el día tiene una duración de 24 horas’, lo cual no es más que la constatación de la relación entre el horario de un reloj y el movimiento del sol con respecto a la tierra. Este tiempo relativo, accesible a nosotros por vía de los sentidos, es sólo la expresión fenoménica del tiempo absoluto que late metronómicamente en el trasfondo. Sin tiempo absoluto no podría haber cambio alguno, pues éste es sólo la variación de algo con respecto a dicho patrón absoluto; ni tampoco podría a fortiori haber tiempo relativo, por cuanto que toda relación temporal sucede en y con respecto al tiempo absoluto. De ahí que Newton afirme que el tiempo absoluto (al igual que el espacio absoluto) es algo así como el lugar o receptáculo donde todo evento ocurre.

Es común valerse de una vieja imagen para captar la concepción absolutista del tiempo. Tal imagen es la del más preciso de los relojes o cronógrafos eternos, en relación a cuyo tic-tac todo evento adquiere cronicidad, es decir, adquiere una ubicación inequívoca en la sucesión única de los eventos. De esta imagen nos deben quedar dos ideas: (1) la idea de que todo evento es inequívocamente ubicable en la línea temporal única; y (2) la idea de que dicha línea temporal contiene una métrica uniforme. De la primera idea se siguen tres tesis fuertes: en primer lugar, (a) la tesis de la continuidad de la línea temporal (cf. Ballard: 51), la cual se deduce del hecho de que —en la concepción absolutista— no es posible que haya eventos que no estén en correspondencia con algún punto de la línea del tiempo absoluto (aunque no necesariamente lo contrario: puede haber —y de hecho hay— puntos de la línea del tiempo que no correspondan a ningún evento; por eso es que es absoluto dicho tiempo); en otras palabras, la tesis de la continuidad sólo establece que no hay lapsos o ‘huecos’ entre los instantes mínimos del tiempo. En segundo lugar, (b) la tesis tricotómica del tiempo, según la cual dos eventos cualesquiera, o bien son simultáneos, o bien el primero precede al segundo, o bien el primero sucede al segundo. Y finalmente (c) la tesis de la tripartición de la línea del tiempo en sus tres momentos: pasado, presente y futuro. Esta última tesis, deducida del principio de unicidad de la línea del tiempo en conjunción con la tesis tricotómica anterior, conlleva al apuntalamiento de todas las relaciones temporales en una única serie temporal. En otros términos, esta tesis declara que no sólo hay relaciones temporales del tipo de (b) —antecesión, cocesión y sucesión—, sino que éstas pertenecen consistentemente a la única serie temporal3.

La segunda idea, por su lado, afirma algo con respecto a la estructura interna del tiempo: la métrica del tiempo es homogénea y todos sus instantes o ‘partes’ son conmensurables. Esto implica que, si la duración de dos eventos es la misma, todas las subdivisiones (incluso si infinitas) de los momentos durante los cuales suceden dichos eventos puede ponerse en relación uno-a-uno. En palabras más sencillas, quiere decir que dos eventos toman el mismo ‘tiempo absoluto’ sólo si su duración es la misma: todo ‘segundo absoluto’ tiene en sí y por sí la misma duración. La homogeneidad estructural del tiempo tiene una consecuencia interesante, a saber, que la línea del tiempo absoluto se extiende infinitamente hacia el pasado y hacia el futuro. Pues si todas las partes del tiempo son homogéneas, no puede haber límites en la línea temporal, esto es, no puede haber partes limitantes en dicha línea.

Ya hemos hablado del carácter absoluto del tiempo en la postura Newton-Clarke. ¿Cuál es, con todo, su estatus ontológico? Es en este punto donde las opiniones de Newton y Clarke contrastan sutilmente. Aunque no hay un consenso total entre los intérpretes de Newton, la opinión mayoritaria es que para él el tiempo absoluto —así como lo es el espacio absoluto— es una substancia inmaterial. Dice así en su Óptica (1706):

    […] hay un Ser incorpóreo, viviente, inteligente, omnipresente, quien en el espacio infinito, como si fuera en su sensorio, ve íntimamente todas las cosas mismas y las percibe completamente y las comprende totalmente a través de la perpetua presencia de ellas ante Sí. […] el cual [sc. Dios], al estar en todas partes, es por su voluntad más capaz de mover los cuerpos al interior de su ilimitado y uniforme sensorio, formando y reformando así las partes del universo […]. [Alexander: 174 y 181, cuestiones 28 y 31]

Éste y otros pasajes han sido leídos4 como aserciones de que, habida cuenta de la omnipresencia y omnisciencia de Dios, él es el tiempo y el espacio absolutos: todo cuanto existe está ‘en él’, y todo cuanto sucede, sucede con respecto a su divina y absoluta cronología. Clarke niega tal interpretación, afirmando más bien que el tiempo y el espacio absolutos son propiedades esenciales, o ‘consecuencias de la existencia’, de Dios (cf. C III, 3; C IV, 10; C IV, 45n4)5.

Sea como fuere, lo que nos interesa para esta investigación es el hecho de que, tanto para Clarke como para Newton, el tiempo tiene una primacía ontológica con respecto a las cosas y eventos del mundo material. Ya sea una substancia o la propiedad esencial, el tiempo es ontológicamente anterior a todo lo creado. De ahí se sigue su carácter absoluto, el cual que se reduce al hecho de que el tiempo fluye con ineluctable independencia de todo cuanto existe y acaece.

De la susodicha prioridad ontológica del tiempo y de la homogeneidad de su métrica (cf. C III, 5 y C IV, 5–6) se deduce lo que llamaremos la ‘tesis de la indiferencia temporal de los eventos’ (análoga a la ‘tesis de la indiferencia espacial de la materia’)6. De acuerdo con esta tesis, la ubicación de todo evento en la línea temporal es contingente e indiferente. Esto implica, entre otras, que Dios podría sin contradicción haber creado el mundo material en cualquier otro momento del tiempo absoluto, en cualquier otro ‘instante absoluto’ de la eternidad (y también en cualquier otro ‘lugar absoluto’ de la inmensidad) (cf. C IV, 15). Como veremos, sobre el rechazo de esta implicación aparentemente inocua Leibniz elaborará su argumento anti-absolutista.

Para terminar esta sección cabe traer a primer plano uno de los corolarios más notables de la doctrina del tiempo absoluto: el principio de simultaneidad. Como su nombre lo indica, este principio establece que es posible llegar a predicar simultaneidad de eventos diferentes. Por ejemplo, podemos decir que el evento e1 (en el que la bola de billar roja choca con la bola de billar negra) es simultáneo al evento e2 (en el que ésta es puesta en movimiento hacia la buchaca de la esquina). Este corolario, evidentemente harto deseable, se sigue de la unicidad de la serie temporal absoluta. Dos eventos son simultáneos, por tanto, sólo si comparten la misma posición en dicha serie. Por muy obvio que parezca, empero, el principio de la simultaneidad será algo que hayamos de extrañar en una teoría relacional del tiempo, como veremos en la siguiente sección.

2. Tiempo ideal y relacional

En claro contraste con la postura que hemos perfilado, Leibniz defiende una doctrina idealista y relacionalista, de acuerdo con la cual “el espacio [se considera] como una cosa puramente relativa, al igual que el tiempo; [el espacio] como un orden de coexistencia, mientras que el tiempo es un orden de sucesiones” (L III, 4; énfasis añadido). El argumento por medio del cual Leibniz rechaza la doctrina del tiempo absoluto se enfoca en la falsedad de la tesis de la indiferencia temporal de los eventos; la prueba de dicha falsedad está a su vez erigida sobre los tres principios metafísicos leibniceanos: el principio de razón suficiente (prs), el principio de perfección (pp) y el principio de identidad de los indiscernibles (pii). El prs afirma que “ningún hecho puede ser verdadero o existente, ninguna enunciación puede ser verdadera, sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo” (M § 32; cf. L III.6–7; L IV, 20; PNG § 7). El pp, también llamado el ‘principio del mejor mundo posible’, afirma a su vez que Dios escogió la mejor de todas las infinitas posibilidades alternativas con las que contó para crear el mundo actual (cf. M §§ 53–4; L V, 9–10 y 19). Por último, el pii o ‘ley de Leibniz’, reza así: “no es verdadero que dos substancias se parezcan enteramente y difieran solo en numero [sólo por el número]” (DM § 9), esto es, “proponer dos cosas indiscernibles es proponer la misma cosa bajo dos nombres” (L IV, 6).

La refutación leibniceana del tiempo absoluto toma prima facie la siguiente forma simple: la tesis de indiferencia temporal de los eventos viola el pii, por cuanto que postula que los momentos ‘absolutos’ —las partes del tiempo absoluto— son cualitativamente idénticos aunque numéricamente diversos; por lo tanto, el tiempo no puede ser absoluto.

No obstante, dado que Clarke niega el pii7, con ello bloquea la forma simple de la refutación de Leibniz. Deberemos detenernos un poco en reconstruir el argumento de Leibniz erigido sobre una base indubitable y común a las dos posturas encontradas: la verdad del prs. La pregunta que será puesta sobre la mesa es: ¿contó Dios con razones suficientes para crear el mundo material en un momento particular del tiempo absoluto (y en un lugar particular del espacio absoluto)? Clarke acepta de buena gana prs, si bien lo interpreta de manera estrictamente causal (cf. C III, 2; C IV, 1–2): todo lo que sucede tiene una causa. De este modo, considera que existe una razón suficiente para que Dios haya creado el mundo en un determinado instante (si bien podría haberlo creado en cualquier otro, supuesto el tiempo absoluto): su voluntad8. Es decir, el hecho de que Dios quiera algo es en sí mismo una razón suficiente, en sentido causal, para la realización de ello.

Nos falta, en consecuencia, una premisa para que la argumentación de Leibniz sea efectiva en su intento de refutar la postura absolutista del tiempo y el espacio. Tal premisa es la del pp. Todo lo que sucede tiene una causa; e incluso la agencia divina está regida por esta constricción9. Esto significa que Dios mismo actúa movido por razones y motivos, sin los cuales su agencia quedaría indeterminada10. Siendo así las cosas, nos es posible deducir el pii —necesario para la refutación del tiempo absoluto— a partir del prs y el pp. Esta deducción procede de la siguiente manera11:

(1) prs y pp.

(2) Si dos particulares, a y b, son indiscernibles pero numéricamente diversos, entonces pueden ser intercambiados —en sus posiciones temporales o espaciales— sin pérdida de especificidad, verdad o bondad. (Cf. L IV, 3 y 19.)

(3) Supóngase que Dios evalúa —antes de la creación— la bondad y perfección de una posible configuración de un mundo que contiene tal a y tal b. Entonces él tiene a mano dos alternativas incompatibles para la creación del mundo, las cuales dependen de la diferencia en el ordenamiento (temporal o espacial) de a y b.

(4) Ya que Dios actúa siempre por una razón buscando siempre lo mejor (por (1)), se sigue que él carece de razones suficientes para escoger entre a y b, ya que ex hypothesi son indiscernibles.

(5) Dios no puede12 entonces crear indiscernibles ni, en general, mundos que contengan indiscernibles.

(6) En conclusión, ‘no hay dos individuos indiscernibles’ (L IV, 4).

Leibniz resume a pie seguido la aplicación del pii a la refutación del tiempo absoluto:

    Proponer dos cosas indiscernibles es proponer la misma cosa bajo dos nombres. Así, la hipótesis de que [1] el tiempo habría podido tener primero otra posición en el tiempo y en el espacio que la que ha llegado efectivamente a tener y de que, por lo tanto, [2] todas las partes del universo habrían tenido la misma posición entre ellas que la que han recibido en efecto, es una ficción imposible. (L IV, 6)

Recordemos que la concepción absolutista del espacio y el tiempo implica, entre otras, las tesis de la indiferencia temporal y espacial: el mundo material como totalidad, preservadas todas las relaciones espacio-temporales de sus átomos (aserción 2), podría haber sido creado en cualquier otro momento o lugar de tiempo y espacio absolutos (aserción 1). Ahora bien, sobre la base del pii Leibniz niega que eso sea posible. De esta manera reduce al absurdo la concepción absolutista que Newton y Clarke defienden. Esta misma idea ya había sido concebida por Leibniz en un escrito de 1686:

    No hay vacío. Pues las diversas partes del espacio vacío serían completamente similares y congruentes entre sí, y no podrían distinguirse entre sí mismas, de modo que diferirían solamente en el número, lo cual es absurdo. Del mismo modo que con el espacio, se prueba que el tiempo no es una cosa [rem non esse]. (Leibnizc: 522–3; énfasis añadido)

El tiempo no es algo subsistente en y para sí. Sólo es “una cosa puramente relativa […], es un orden de sucesiones” (L III, 4). Esto invierte la relación de dependencia ontológica entre eventos (y las substancias que participan en éstos) y tiempo, la cual había sido defendida por Newton y Clarke. Para Leibniz únicamente hay tiempo —en el sentido de relaciones de sucesión temporal— si hay eventos temporales, esto es, si las substancias manifiestan cambios. No tiene sentido, entonces, hablar de un tiempo (o espacio) substancial que existe con anterioridad e independencia a los eventos y sustancias materiales. Es así, entonces, como se imbrican la tesis de la relatividad (o más precisamente, de la relacionalidad) del tiempo (o espacio) y la tesis de su irrealidad e idealidad.

    [S]i no hubiera creaturas, el espacio y el tiempo no existirían más que en las ideas de Dios. (L IV, 41) El tiempo y el espacio son ciertos órdenes universales de cosas existentes, según los cuales [en el caso del tiempo—N.V] una cosa es anterior o posterior a otra, o bien [en el caso del espacio— N.V] más próxima a otra o más alejada de ella. Por tanto, no son substancias ni accidentes sino algo ideal, pero fundado en la verdad de las cosas. (Leibnizg: 654–5; énfasis añadido)

Vale la pena precisar que, aunque Leibniz afirma —como hemos mostrado— que la hipótesis del tiempo absoluto es ‘una ficción imposible’, rechazando así la concepción realista del mismo, no por ello niega que las relaciones temporales (de sucesión, antecesión y cocesión —o ‘simultaneidad relativa’—) tengan un anclaje en ‘la verdad de las cosas’. Como veremos más adelante, las relaciones temporales y espaciales —aunque no el tiempo y el espacio absolutos— juegan un papel significativo en la manera como las substancias individuales (las ‘mónadas’ leibniceanas) expresan su coordinación originaria. Sea como fuere, lo que importa ahora es que lo que los hombres llamamos ‘tiempo’ no es más —ni menos— que una suerte de relaciones entre eventos; el tiempo no es una substancia ni tampoco una propiedad de las substancias. De ahí que pueda decirse que, no siendo algo real —pero tampoco siendo simplemente nada—, es ideal.

    Todo lo que existe del tiempo y de la duración [du temps et de la duration], siendo sucesivo, muere continuamente. ¿Y cómo podría existir eternamente una cosa que, hablando con exactitud, no existe nunca? Pues ¿cómo podría existir una cosa de la que [dont] no existe en ninguna parte? Del tiempo no existen nunca más que instantes y el instante no es siquiera una parte del tiempo13. Quien considere estas observaciones comprenderá bien que el tiempo no podría ser sino una cosa ideal. (L V, 49; énfasis añadido)

Una vez que se ha rechazado la independencia ontológica del tiempo, las demás tesis y principios del absolutismo y realismo sobre el tiempo —descritos en la sección anterior— se muestran falsos por igual. De esta manera, si el tiempo no es ontológicamente anterior a los eventos, ello implica que sólo hay tiempo si existen eventos que cambian. Es decir que sólo si un evento e1 sucede luego (o antes) de un evento e2 es que puede afirmarse que ‘el tiempo fluye’, queriendo dar a entender con ello únicamente el hecho de que se ha establecido una determinada relación temporal entre los dos eventos. En otras palabras, no puede haber tiempo sin cambio.

De ahí se sigue también la aserción contrapuesta: si no hay cambio, no hay tiempo. En un talante definidamente aristotélico, Leibniz declara que “el tiempo es la medida del movimiento […]” (NE II.xiv. §16). Con ello nos insta a que olvidemos la imagen del cronógrafo eterno que marca los ‘segundos absolutos’ con total independencia de los eventos que acaezcan o no en el tiempo. Y así, suponiendo que todos los movimientos del mundo se detuvieran (en el caso, por ejemplo, de la total aniquilación de éste), eo ipso el tiempo también se detendría. Desde luego, no es preciso decir que el tiempo se detiene si no hay cambio alguno; es más adecuado afirmar, simplemente, que el tiempo no existe en tal caso. Y ello no es más que la aserción de que el tiempo es coeterno al (movimiento del) mundo material, por cuanto que éste es condición necesaria de aquél.

    [C]ada existente es simultáneo con, o anterior o posterior a, otro existente. El tiempo es el orden de existir de los que no son simultáneos. […] La duración es la magnitud del tiempo. Si la magnitud del tiempo disminuye continuamente de modo uniforme, el tiempo desaparece en el momento cuya magnitud es nula. (Leibnizk: 18; énfasis añadido)

Asimismo la tesis de continuidad temporal debe sufrir una leve modificación. Esta tesis —hagamos memoria— da cuenta del hecho de que no existen ‘vacíos temporales’ entre los instantes o puntos de la línea del tiempo. Esto es, a todo evento le corresponde a fortiori un punto en tal línea. Para el relacionismo esta tesis es trivialmente verdadera para todo punto no extremo de la línea del tiempo local (i.e., perteneciente a un mismo contexto relacional o ‘marco de referencia’), habida cuenta del hecho —ya mencionado— de que no puede haber tiempo sin cambio. Así Leibniz:

    [S]i en el tiempo hubiese un vacío, es decir, una duración sin cambios, resultaría imposible saber su longitud. […] no se puede refutar al que afirma que dos mundos que vienen uno detrás del otro se tocan en cuanto a la duración, de manera que uno empieza necesariamente cuando el otro termina, sin que pueda haber intervalo. No se le puede refutar […] porque ese intervalo es indeterminable. (NE II. xv. §11; énfasis añadido)

La idea del argumento contenido en el texto es que del hecho de que el tiempo es relativo a los contextos relacionales (los dos mundos en este caso) se deduce que es por principio indeterminable la duración existente entre la aniquilación de un mundo y la creación del siguiente. Tal indeterminabilidad se desprende de que, estrictamente hablando, tal duración no existe, ya que entre los dos mundos nada hay con respecto a lo cual se predique el cambio y, por ende, el tiempo.

El relacionismo debe negar, además, el corolario que se deduce de la tesis de la continuidad, a saber, el que afirma que la línea temporal se extiende infinitamente en sus dos sentidos. El tiempo local es finito, por tanto, en la medida en que el movimiento relativo lo es (cf. L V, 49–50). Si se diera el caso improbable de que algún movimiento relativo fuera infinito, el tiempo relativo necesariamente también lo sería.

Por su parte, la tesis de la tripartición de la línea del tiempo —i.e., la división absoluta de la única línea temporal en el pasado, el presente y el futuro— se torna patentemente falsa. Pues si no hay una única línea temporal absoluta, no tiene entonces sentido declarar que un evento cualquiera tiene una ubicación simpliciter en el tiempo. Por esa misma razón, la tesis tricotómica del tiempo sobrevive a la relativización del mismo, sólo en la medida en que se contextualizan las relaciones temporales a marcos referenciales14. Esto significa que únicamente tiene sentido predicarse sucesión, antecesión y simultaneidad de eventos pertenecientes a contextos temporales determinados. Expresado más fuertemente, significa que esos tres tipos de relaciones temporales no pueden predicarse de eventos pertenecientes a marcos referenciales distintos. La razón de esto es que, abandonada la creencia en una única línea temporal, se abandona con ella la mera idea de un marco referencial único. Toda pregunta en torno a relaciones temporales debe acompañarse por esta otra: ¿en qué marco de referencia? Es evidente a partir de lo anterior que el principio de simultaneidad absoluta debe ser rechazado. Es precisamente a esta simultaneidad absoluta a la que apunta la expresión ‘tocarse en duración’ usada por Leibniz en la cita anterior15.

3. Metafísica monádica

El objetivo de esta sección es poner en el contexto de la metafísica monádica leibniciana las conclusiones sobre la concepción relacional del tiempo que hemos extraído en la anterior. Para ello iniciaremos listando sin mayor discusión una serie de principios y conceptos que subyacen a dicha metafísica. Son los siguientes nueve:

    1. Las mónadas o formas substanciales son entidades esencialmente simples, esto es, carentes de partes. (Cf. M §1; PNG §1; DM §12)

    2. Lo único que diferencia a una mónada de otra son sus múltiples propiedades intrínsecas, i.e., no-relacionales. (Principio interno de multiplicidad e individuación). (Cf. M §§8 y 13; PNG §2; NE II.i.§2 y II.xvii.§1)

    3. Todos los seres existentes son, en última instancia, mónadas. (Principio de reducción ontológica monádica). (Cf. M §3; DM §12; GP VI: 585–616)

    4. No hay géneros naturales de lo que existe; sólo hay individuos. Además, todos los individuos son esencialmente diferentes. (Principio nominalista y anti-atomista, derivado de 3) y el pii). (Cf. M §9; NE, ‘Prefacio’: 46–7)

    5. Las mónadas no pueden ser creadas ni destruidas naturalmente, puesto que carecen de partes. Son, por tanto, coeternas al universo como totalidad. (Cf. M §6; PNG §2)

    6. De la simplicidad de las mónadas se sigue que ninguna transacción causal inter-monádica es posible17. (Principio de cerramiento causal monádico). (Cf. M §§7 y 17; NS §14; DM §13)

    7. Todo cambio y toda transacción causal deben necesariamente ser intra-monádicos. (Principio vitalista de espontaneidad monádica). (Cf. M §10)

    8. Este cambio consiste en la sucesión continua de los estados internos —el conjunto de propiedades— de las mónadas. (Ley de la continuidad de la naturaleza). (Cf. M §10; PNG §2; NE, ‘Prefacio’: 45)

    9. “El estado pasajero [l’état passager] que envuelve y representa una multitud en la unidad o en la substancia simple no es más que la llamada percepción […]. La acción del principio interno que realiza el cambio o pasa de una percepción a otra puede llamarse apetición” (M §§14–5). (Cf. PNG §§2 y 4)

Habiendo enunciado dogmáticamente estos principios, cabe notar que Leibniz en ningún momento niega la realidad del cambio. Cada una de las mónadas existentes se va desenvolviendo de manera continua según su ‘programa’ interno. Este desenvolvimiento, potenciado por la apetición monádica, acaece siempre orientado por y hacia un telos propio, prefijado por Dios desde el principio de la creación de la mónada. “En la mónada las percepciones nacen unas de las otras según las leyes de los apetitos o de las causas finales del bien y el mal […]” (PNG §3).

Acaso una buena manera de concebir este principio interno de cambio —del cual Leibniz hizo uso en varias ocasiones— sea a través del símil de la ecuación o función matemática. Cabe así señalar, a modo de analogía, que a toda mónada le corresponde desde el momento de su creación una única ecuación. El principio de individuación de cada substancia, de acuerdo con este símil, estaría dado por la unicidad de su función matemática. Este símil nos ayuda a comprender el dinamismo y la continuidad espontánea de las mónadas. Así como las funciones matemáticas expresan la relación de cambio de una variable con respecto a otra, cambio que acaece de manera continua, así también podemos concebir la vida monádica en términos de ese perpetuo y activo desenvolvimiento de sí mismas sobre sí mismas: ellas son, a la vez, dominio e imagen de su función (lo cual queda señalado en los principios de espontaneidad y de cerramiento causal). Lo que constituye esencialmente a una mónada es precisamente ese cambio entre sus estados internos —el conjunto instantáneo de todas sus percepciones en un instante—, el cual está regulado por la propia naturaleza apetitiva. De este modo, el telos al cual tiende —aunque nunca alcance, pues su ‘programa’ consta de infinitos pasos— cada mónada es definidamente interno, aunque haya sido prefijado por Dios cuando realizó la ‘programación’ original de todas las creaturas.

Ahora bien, siendo fieles a la concepción leibniciana del tiempo relacional e ideal, estamos en capacidad de declarar que cada mónada tiene un tiempo interno18,19. Si el tiempo es entendido —en dicha concepción— como (la serie de) las relaciones de sucesión entre los distintos estados coexistentes en un mismo contexto o marco referencial, cada mónada tiene (o más adecuadamente, es) su propio marco referencial con respecto al cual se enclavan sus distintos estados. Del principio de cerramiento causal se sigue, empero, el hecho de que por necesidad las mónadas no pueden formar parte de una misma serie o línea temporal. En otras palabras, habida cuenta del hecho de que las relaciones de antecesión, cocesión y sucesión sólo pueden establecerse entre los estados de una misma mónada, carece entonces de sentido afirmarse que dos o más mónadas comparten una misma cronicidad. Expresemos esto más generalmente: si una mónada m1 cambia de un estado interno e1 a otro estado interno e2, de ningún modo pueden establecerse relaciones temporales con los estados internos e1 y e2 de otra mónada m2. Esto es, no puede decirse que e1 de m1 suceda antes de (o después de, o simultáneamente con) e1 de m2. Pues una vez que se ha abandonado la convicción de la realidad y el carácter absoluto del tiempo no existe un patrón externo de conmensuración temporal. A este fin, recordemos el ejemplo de Leibniz de los dos mundos (citado arriba). Las mónadas son propiamente dichos munditos cerrados, cada uno con sus propias series de relaciones causales y temporales, todas ellas necesariamente locales y relativas. Pretender hallar una conmensuración temporal entre mónadas es como si el habitante de la galaxia que viaja a 0.9 veces la velocidad de la luz (con respecto a nosotros) pretendiera saber, e.g., en qué momento nació Sócrates. Esta pregunta sólo tiene sentido relativamente a la cronicidad de la Tierra, la cual es incomprensible para el extraterrestre (del mismo modo que la suya lo es para nosotros). En efecto, si se le respondiera: “a las 2:32:13am del 2 de marzo del año 470 a.C” —dejando de lado las complicaciones propias de la provincialidad de términos como ‘año (solar)’, ‘a.C’, ‘marzo’, ‘segundo’, etc.—, el extraterrestre jamás podría hacerse una idea apropiada del momento de nacimiento de Sócrates, por cuanto que no podría siquiera establecer la mínima relación de simultaneidad necesaria entre su marco referencial y el nuestro para conmensurar los dos sistemas de tiempo.

Hasta ahora en nuestro examen todo marcha sin contratiempos. Los problemas surgen, con todo, cuando Leibniz empieza a trazar una serie de interrelaciones entre las mónadas. No es gratuito que él hable de ‘percepciones’ monádicas, concepto que tiene una carga intencional (de intendere, tender hacia) innegable: ¿son percepciones de qué? Si las mónadas están causalmente enclaustradas, sólo podrían ser percepciones de sí mismas. ¿Cierto? Pero Leibniz está de acuerdo con esto. Nos dice:

    [T]oda Entelequia primitiva [viz. mónada, Cf. M §18—N.V.] debe tener percepción. Pues toda entelequia primera [sic] tiene variación interna, de acuerdo con la cual las acciones externas son variadas. Pero la percepción es sólo aquella misma representación de la variación externa en la interna. (GP VII 329–30; énfasis añadido)20

De este modo, pues, aunque las mónadas se hallan causalmente aisladas unas de otras, no lo están perceptualmente. Es decir, al ser la percepción una representación interna ‘de la variación externa’, hay en cada mónada una expresión de su entorno exterior, si bien —como sabemos— éstas (representación y expresión) no pueden estar física y causalmente vinculadas a nada externo. No obstante ello, sí existe entre todas las mónadas una suerte de vinculación y comunidad ineluctable, como lo sugiere la Teodicea:

    [T]odo está ligado en cada uno de los mundos posibles; […] el universo, sea el que fuere [quel qu’il puise étre], es todo de una pieza, como un océano; el menor movimiento hace sentir su efecto a todas las distancias, aunque se haga menos sensible a proporción de la misma; de suerte que Dios lo ha ordenado todo de antemano de una vez para siempre, habiendo previsto los ruegos u oraciones, las buenas y las malas acciones, y todo lo demás; y cada cosa ha contribuido idealmente antes de su existencia a la resolución que ha tomado sobre la existencia de todas. (T §9)

Este texto contiene dos ideas centrales en la metafísica madura de Leibniz: primero, la idea de que la noción de toda substancia individual contiene invariablemente todos los eventos que le acontecerán en el futuro; y segundo, la idea de que todas las substancias individuales han sido cuidadosamente coordinadas desde su creación por Dios —la doctrina de la armonía preestablecida, en una de sus formas21. La primera idea se sigue de los principios 2 y 7 enunciados arriba, los cuales —como mencionamos antes— expresan la individualidad de las mónadas. Si el telos apetitivo que rige el cambio de una mónada hace parte de su propia definición o identidad (recordemos el símil de la función matemática), y si es imposible la interacción causal inter-monádica, entonces “la noción de una substancia individual encierra de una vez para siempre todo lo que le puede ocurrir” (DM §13). Es decir, en la definición de la mónada debe estar precisado su ‘programa’ interno de cambio. Asimismo, como sabemos que ‘todo está ligado en cada uno de los mundos posibles’, se sigue que lo que pudiere ocurrirle a una substancia individual incluye toda interacción que pudiere tener con el resto de substancias individuales.

Dicho más sencillamente, la concepción metafísica monádica de Leibniz, aunque esté basada en la idea de una multiplicidad de substancias causalmente autocontenidas, no por ello niega la unidad armónica del universo creado. Las mónadas no son en modo alguno substancias autistas, en el sentido solipsista del término. Tienen, en mayor o menor medida —dependiendo de su grado de perfección—, conciencia de sí mismas y del resto del universo (cf. M §49 y NS §17).

    Pero en las substancias simples hay sólo una influencia ideal de una mónada en otra, que únicamente puede efectuarse por intervención de Dios, mientras que en las ideas de Dios una mónada requiere, con razón, que Dios la tenga en cuenta al someter a regla a las demás desde el comienzo de las cosas. Pues como una mónada creada no puede influir físicamente dentro de otra [sur l’interieur de l’autre], sólo por este medio puede depender de la otra. (M §51; Cf. PNG §10; NS §14; DM §§14–5 y 28)

Todas las mónadas están interconectadas desde el inicio de la creación por Dios. En ese sentido, por ejemplo, cuando Bruto apuñala a César no existe interacción causal (‘física’) real entre el primero y el segundo22; lo que ciertamente sucede es que en la noción definitoria de Bruto está incluido el hecho de que, en determinado momento, él ha de realizar ciertas acciones —e.g., desenvainar su puñal, apretar la diestra, lanzarse hacia delante con toda su fuerza, etc.— a las cuales les corresponden armónicamente otras tantas en la noción definitoria de César —e.g., intentar alejarse, proferir un grito, abrir una herida, iniciar el sangrado, etc. Aunque para el observador externo no avisado parece haber transacción causal entre uno y otro, ello es por principio imposible, como ya hemos sugerido.

Lo que nos interesa a nosotros de todo esto es lo siguiente: puede haber coordinación armónica entre los estados internos respectivos de cada una de las mónadas únicamente si comparten una misma cronología. Dicho de otra manera, la tesis de la armonía preestablecida, según la cual “las percepciones o expresiones de todas las substancias se corresponden” (DM §14), requiere necesariamente que todas ellas estén sincronizadas desde el comienzo.

    [N]o habría orden alguno entre estas substancias simples [viz., las mónadas], exentas de intercambio de influencia recíproca, si, por lo menos, no se correspondieran. De ahí que sea necesario que haya entre ellas tal correlación de las percepciones o fenómenos que haga posible determinar cuánto difieren entre sí, en el tiempo y en el espacio, sus respectivas modificaciones […]. De donde se sigue, además, que toda substancia simple representa un conjunto de fenómenos externos y que en estos fenómenos externos que han de representarse de diversas maneras consiste, a su vez, la diversidad y la armonía de las almas. (Leibnizf: 14; énfasis añadido)

Así, para seguir con el ejemplo anterior, a menos que sucedan simultáneamente, esto es, a menos que conserven un mismo orden, no tiene sentido decir que el evento de que Bruto apuñale a César está coordinado con el evento de que César sea apuñalado por Bruto —cada uno desde su propia perspectiva (cf. M §57). Aunque esto no requiere de la existencia substantiva de un tiempo real absoluto, sí requiere en todo caso —en términos de la concepción ideal y relativa del tiempo— que las relaciones temporales de antecesión, cocesión y sucesión de Bruto y César coincidan en el evento en cuestión. En consecuencia, los dos deben por necesidad compartir un mismo marco de referencia, un mismo esquema de ordenamiento.

Otra manera de ver este problema hace énfasis en el concepto leibniceano de expresión. En un escrito de 1678 Leibniz afirma: “[s]e dice que expresa una cosa aquello en lo que hay respectos [habitudines] que responden a los respectos de las cosas que van a expresarse” (Leibniza: 263).

Este concepto tiene relación directa con la percepción inter-monádica, como lo sugiere el siguiente pasaje:

    [T]oda sustancia simple envuelve la totalidad del universo en sus percepciones confusas o sus sensaciones, y […] el enlace de esas percepciones está ordenado por la naturaleza particular de esta sustancia, pero de una manera que expresa siempre toda la naturaleza universal, y toda percepción presente tiende a una percepción nueva como todo movimiento por ella representado tiende a otro movimiento. (T §403; cf. M §62; DM §9; PNG §13; énfasis añadido)

Al respecto del concepto leibniciano de expresión observa Rutherford:

    Lo que un caracter y el concepto que expresa tienen en común es un cierto orden compartido entre sus componentes más simples, tal que a partir del conocimiento del primero se puede inferir una conclusión sobre la composición del segundo. (Rutherfordb: 236; énfasis añadido)

Si Leibniz avanza la tesis de que cada una de las mónadas expresan —con mayor o menor precisión, según establecimos arriba— la totalidad del universo, entonces debe suponer que necesariamente hay un orden compartido entre la sucesión interna de las respectivas percepciones de aquéllas y las partes de éste. Y esto requiere de la pertenencia a un mismo marco referencial, es decir, requiere de la posesión compartida de una misma cronología.

Ilustremos lo anterior de manera más dramática. Supongamos que cada mónada es un músico que debe interpretar —expresar— la partitura de una única obra: los primeros violines tienen su propia partitura, lo mismo que los segundos violines tienen la suya, y el timbal sinfónico también, etc., todas las cuales corresponden a la misma obra. Dependiendo del virtuosismo del músico —el grado de perfección de la mónada—, su interpretación será mejor o peor. De este modo, a menos que el tempo de ejecución de la obra sea exactamente el mismo, para lo cual se requiere de un director de orquesta lo suficientemente autoritario como para domar las ansias ‘ad libitales’ de los músicos, el concierto grosso será un fracaso.

Puede objetarse que esta imagen no logra demostrar la necesidad de una cronología compartida en la expresión de un mismo y único concepto. Pues, tóquese addagio, allegro o prestissimo, todo buen oyente podrá reconocer la ejecución de una misma pieza. Lo que importa —prosigue la objeción— no es tanto el tempo general de la obra al arbitrio del intérprete, sino los tempi entre nota y nota. Análogamente, y volviendo a las mónadas, puede suponerse que el tempo de cada una de ellas es relativo (cada cual va a su propio ritmo), aunque los tempi entre sus percepciones deben con todo ser tales que se digan que expresan el mismo universo externo.

Sin embargo, esta objeción deja sin consideración un aspecto importante de la imagen en discusión. Es necesario que haya un tiempo compartido —una misma cronología— que garantice que todos los músicos empiecen a la vez y terminen a la vez, no sólo toda la obra, sino cada una de sus partes. No se trata, entonces, de que cada uno siga su partitura en el calor de su hogar y como a bien tenga, sino que lo que el primer violín interpreta sea simultáneamente (co-)respondido por lo que los segundos violines tocan. Análogamente, Bruto y César están fatalmente coordinados en su desempeño; aunque no haya interacción real, sus respectivas acciones se deben corresponder sincrónicamente: es sólo luego de que Bruto haya lanzado su cuerpo, puñal en mano, que César empieza a sangrar.

Recordemos que, bajo la suposición leibniceana de que sólo existen relaciones locales de sucesión, cocesión y antecesión, únicamente hay tiempo en la medida en que haya cambio. Bajo ese supuesto relacional, por tanto, no hay necesidad alguna de que las mónadas estén siempre cambiando internamente con la misma regularidad entre sí. Si una mónada ‘detuviera el tiempo’ entre una percepción y otra, nada ni nadie en el universo se percataría o preocuparía por ello. (Más precisa y gravemente, desde la concepción ideal y relacional del tiempo carece de sentido afirmar que el tiempo y el movimiento local de un marco referencial —por definición autocontenido— se detiene simpliciter; pues es sólo con respecto a un marco referencial que puede predicarse el movimiento y el tiempo.) La relatividad (o relacionalidad) del tiempo sólo requiere que haya cambios y relaciones de sucesión entre ellos; no requiere que los cambios sigan una métrica estable y determinada externamente. Bajo ese mismo supuesto relacional, en consecuencia, y por el principio de cerramiento causal monádico, no es posible que las mónadas compartan un mismo marco de referencia con respecto al cual alinear sincrónicamente sus respectivos estados internos. Y sin embargo, como es evidente, esta conclusión relacional entra en conflicto con la necesidad metafísica de una coordinación armónica entre todas las substancias creadas.

IV. Tiempo y armonía preestablecida

En resumen, las varias formas de la doctrina leibniceana de la armonía preestablecida requieren de un único marco referencial para que las mónadas estén adecuada y metronómicamente coordinadas23. Como Leibniz mismo lo reconoce (cf. e.g. M §51, citado arriba), es Dios, la mónada perfectísima y primitiva, quien ha dispuesto el universo de tal modo que la sucesión continua de los estados internos de las substancias individuales encajen mutuamente. Es Dios, en últimas, quien sirve de tiempo absoluto con respecto al cual todos los tiempos relativos monádicos hallan sincronía. Desde luego, el Dios leibniciano no puede ser el tiempo absoluto (entitativamente hablando), pues en sí mismo él no cambia24; él está ‘fuera del tiempo’, por decirlo de algún modo. Empero, aunque no sea el tiempo, sirve de tiempo absoluto a toda la creación que sí cambia. La regularidad y acuciosidad del tiempo absoluto se desprende así de la voluntad divina. El mero hecho de que Dios haya querido crear el mundo implica que éste ha de ser unitario en su multiplicidad (pues es uno, pero es mundo: pluralidad de creaturas). Y esta unidad sólo es posible en gracia a la armonía preestablecida planeada y decretada también por Dios en el momento de la creación.

Por todo lo dicho, entonces, hay una innegable semejanza esencial entre este requerimiento sincrónico absoluto y la concepción clarkeana del tiempo absoluto. Leibniz rechaza tajantemente dicha concepción; y sin embargo precisa funcionalmente de algo análogo en virtud de lo cual se garantice la unidad de la creación. Creo que Leibniz tiene dos opciones. O bien abandonar el principio de cerramiento causal monádico y con ello el requerimiento de la armonía preestablecida, o bien abandonar sus escrúpulos razonados en contra del tiempo absoluto. Lo primero no puede hacerlo, por cuanto que ello conllevaría el abandono de la noción de substancia individual, lo cual sería un precio muy alto qué pagar. De otro lado, lo segundo sólo podría hacerlo si abandonara a su vez la premisa según la cual Dios no podría haber creado el mundo en cualquier otro momento, premisa que —como constatamos— es necesaria para su refutación de la doctrina del tiempo absoluto.

 


1De acuerdo con Cassirer: 366n1: “[l]a total autenticidad de las cartas [papers] de Clarke está avalada por el hecho de que los esquemas de las réplicas de Clarke [a Leibniz] han sido hallados entre los manuscritos de Newton”. Cf. Ballard: 50.

2Para la concepción aristotélica, cf. Física iv, 218a–224a; para la agustiniana, cf. Confesiones xi.

3Por ejemplo, no sólo podemos decir que el sitio de Roma es anterior a la caída de la U.R.S.S. (lo cual sólo da cuenta de una relación de tipo (b)), sino podemos decir que —situados en el presente— en la línea absoluta del tiempo el primer evento ocurre en el pasado remoto y el segundo en el pasado próximo; más aún, toda otra relación temporal deberá establecerse con respecto a la relación entre estos dos eventos (y cualesquiera otros que existieren).

4Alexander rastrea esta lectura substancialista de la postura de Newton hasta un tal Addison, quien escribiera en 1714: “Otros han considerado el espacio absoluto como el receptáculo o, más bien, la habitación del Todopoderoso. Pero quizá la manera más noble y exacta de considerar el espacio absoluto es la de Sir Isaac Newton, quien la llama el ‘sensorio’ de Dios” (Alexander: xvi).

5Para citar la Correspondencia entre Leibniz y Clarke usaremos estas convenciones: ‘C I, 2’ significa: ‘carta I de Clarke, sección 2’, y ‘L IV, 12’ significa ‘carta IV de Leibniz, sección 12’. Seguimos la traducción castellana de E. Rada (1980), cotejándola siempre con la edición en inglés de H.G. Alexander (Alexander). La Correspondencia está fechada entre 1715 y 1716, año en que Leibniz fallece. Se ubica pues en el período de madurez intelectual de éste, junto con la Teodicea (1710, Leibnizh), la Monadología (1714, Leibnizi) y los Principios de la naturaleza y de la gracia fundados en la razón (1714, Leibnizj). La primera edición de la Correspondencia apareció en 1717 a cargo del mismo Clarke, quien tradujo (o hizo traducir, cf. Alexander: x) del francés las cartas de Leibniz. En algunas ocasiones la traducción de Clarke es imprecisa (cf. al respecto, e.g., Rodríguez-Pereyra: 430n7), por lo cual es conveniente revisar el texto en francés (en la edición de C.I. Gerhardt [GP] de las obras filosófica de Leibniz, la Correspondencia se halla en vii: 347–440). (Para las demás abreviaturas, cf. la bibliografía al final).

6Estas tesis del tiempo y el espacio son sólo una expresión de la concepción mecanicista de la materia. De acuerdo con tal concepción la materia se halla compuesta por una infinidad de átomos o corpúsculos cualitativamente idénticos. Lo único que los puede distinguir —aunque sólo fuere accidentalmente— es su respectiva ubicación espacio-temporal. Todos los fenómenos físicos (entendidos bastamente: e.g. la energía, los colores, la vida, etc.) deben poder ser explicados exclusivamente en términos de las interacciones mecánicas que se dan entre los átomos. El mecanicismo moderno se asienta, entonces, en un interés reduccionista de lo cualitativo a lo cuantitativo. (Cf. Wilson. Para una formulación de la época de este mecanicismo reduccionista, cf. Locke, II.vii. §§7ss.).

7“Dos cosas, aun siendo exactamente iguales, no dejan de ser dos. Las partes del tiempo son exactamente iguales las unas a las otras, como también lo son las del tiempo. Sin embargo, dos instantes no son el mismo instante, ni tampoco son dos nombres de un mismo instante” (C IV, 5–6; cf. C III, 2).

8“[N]ada existe sin una razón suficiente para ello más que para no existir, lo mismo que de por qué es así antes que de otra manera. Pero en las cosas indiferentes por naturaleza [como e.g. el tiempo absoluto y sus partes—N.V.], esa razón suficiente es la mera voluntad, sin algo externo que incluya sobre ella; como en el ejemplo de Dios creando y colocando cualquier partícula de materia en un lugar [o en un tiempo—N.V.] antes que en otro, como todos los lugares [y los tiempos—N.V.] son originariamente iguales” (C III, 2).

9Cabe decir, al margen de nuestra discusión, que Clarke nunca concede la verdad del pp —al menos en la Correspondencia. Esto significa que su comprensión de la agencia divina es voluntarista, a diferencia de la comprensión leibniciana que es intelectualista. (Descrito muy brevemente, el voluntarismo afirma que la explicación de una acción es adecuada cuando termina en un acto volitivo (la pregunta ‘¿por qué a hace x?’ tiene una respuesta satisfactoria en términos de ‘porque a quiere hacer x’). Por contra, el intelectualismo busca una razón externa a la voluntad —aunque interna al intelecto— que justifique la acción.) En consecuencia, Leibniz no logra nunca refutar estrictamente a Clarke, por cuanto que éste no acepta una premisa necesaria en el argumento de aquél.

10“Una simple voluntad sin ningún motivo […] es una ficción no solamente contraria a la perfección de Dios, sino incluso quimérica y contradictoria, incompatible con la definición de ‘voluntad’ […]” (L IV. 2).

11G. Rodríguez-Pereyra (431ss.) propone una reconstrucción similar a la que presento aquí, basada en la semántica de mundos posibles. Su interés está en mostrar que, en contra de lo que Leibniz piensa, sí existen mundos posibles en donde existan particulares indiscernibles (e.g., mundos à la Max Black que contengan dos esferas idénticas).

12Hay una discusión entre los intérpretes en torno al tipo de modalidad de este operador (cf. Rodríguez-Pereyra: 429–30 y n4, quien refiere a C.D. Broad, S. French y G.H. Parkinson en torno a este debate). ¿Es absolutamente imposible que existan cosas indiscernibles, esto es, es autocontradictoria su suposición? Leibniz parece vacilar en torno a ello (cf. L IV, 6 y L V, 25–6). Creo que la solución es simple. Si la existencia de indiscernibles fuera autocontradictoria, y por lo tanto absolutamente imposible, bastaría el prs para demostrarlo. Pero Leibniz requiere para ello, además del principio intelectual de razón suficiente, el principio volicional de perfección. Supuesto que Dios quiere crear el mejor de los mundos posibles y que deba tener una razón para escogerlo y crearlo, entonces no es posible que él cree un mundo que contenga particulares para cuya disposición no hay razón suficiente. Esta forma de necesidad es llamada por Leibniz (y la escolástica) ‘hipotética’ o ‘moral’ (cf. L V.4ss; DM §13), a diferencia de la ‘necesidad absoluta’ que involucra sólo el prs. (Al respecto de estas formas de modalidad, cf. la primera parte del óptimo estudio de R.M. Adams).

13Al respecto de esta última aserción, Cf.: “el ‘ahora’ no es parte del tiempo […] del mismo modo que el punto no es parte de la línea” (Leibnizg: 654). Y el punto no es una parte de la línea, porque por más que dividamos ésta, jamás apuntalaremos aquél. El punto es un límite, no un segmento o una parte, de la línea.

14N.B.: esta noción de marco referencial de movimiento, tomada de la física, no debe confundirse con la noción epistemológica de marco conceptual. Leibniz mismo acoge expresamente aquella noción en L V, 47, aunque sin darle ese nombre.

15Dicho sea a propósito, es fácil notar la falsedad de la idea absolutista de la homogeneidad de la métrica del tiempo. Esta homogeneidad estaba avalada por la creencia en la unicidad e independencia de una línea temporal, por cuanto que se asumía que (las partes de) todo tiempo relativo había(n) de estar en correspondencia con (las partes de) el tiempo absoluto. Pero al abandonarse la unicidad de la línea, se deduce que tanto la estructura como la métrica del tiempo se relativizan al cambio local. En términos más simples, nada garantiza que la métrica de un marco de referencia determinado corresponda a la métrica de cualquier otro marco de referencia. A decir verdad, el problema de la métrica común simplemente no surge en la doctrina relacionista del tiempo.

16“No hay nada sino Mónadas, es decir, las substancias simples o indivisibles, que son verdaderamente independientes de toda cosa creada concreta” (traducción nuestra).

17El argumento de Leibniz (en M §7) para el cerramiento causal de las mónadas parte de la explicación mecanicista de las interacciones causales (cf. nuestra nota 6, arriba). Para el mecanicismo, todo cambio en las propiedades de un objeto material depende de la interacción causal de sus partes constitutivas (sus átomos, en últimas), ya sea entre sí o con otros objetos materiales. Empero, habida cuenta de la simplicidad y primacía ontológica de las mónadas, el cambio monádico sólo puede explicarse por la articulación interna de la forma substancial (cf. M §17; PNG §3).

18¿Por qué no decir ‘muchos tiempos internos’ —puede objetarse—, una vez que se ha abandonado la concepción del tiempo absoluto? La razón de esto es que, por definición, los cambios entre las percepciones de una mónada están regulados por un único principio interno de cambio: el principio apetitivo monádico. Es por ello que podemos hablar de la unicidad de la línea temporal y del marco referencial en cada mónada. (Si hubiera más de un principio interno de cambio por mónada, entonces sí podría hablarse de una pluralidad inconmensurada de tiempos internos a cada una de ellas).

19“Podríamos conocer la belleza del universo en cada alma si se pudieran desarrollar todos sus pliegues, que sólo se desenvuelven sensiblemente en el tiempo“ (PNG §13; énfasis añadido).

20El escrito no está fechado por Gerhardt. La parte final de esta cita aparece en Rutherforda, aunque la traducción castellana (del original en latín) es nuestra. El texto de Rutherfort nos ha sido bastante útil en lo que concierne al asunto de la percepción monádica.

21Tal como habitualmente se la entiende, la doctrina de la armonía preestablecida da cuenta de la coordinación no-causal existente entre una mónada dominante y su cuerpo material no-monádico (cf. M §§ 86–7). Sin embargo, puede muy bien hablarse de armonía preestablecida entre las diferentes mónadas (de hecho Leibniz usa en al menos otros tres sentidos el término ‘armonía’ (cf. Rescher ad §87)). (Cf. nuestra nota 22, abajo).

22Es más: no existe interacción real entre la mónada dominante de Bruto, las mónadas que conforman su cuerpo, su cuerpo material, la mónada dominante del cuchillo, etc. Con esto abarcamos más de un sentido del concepto de armonía preestablecida.

23“He comparado al alma con un reloj [une pendule], con respecto a la exactitud regulada de sus cambios, la cual es sólo imperfecta hasta en los mejores relojes [horloges], pero que es perfecta en las obras de Dios. Y uno puede decir que el alma es el más exacto autómata inmaterial” (GP IV: 522; traducción nuestra).

24Por eso no tiene percepción sino conocimiento intuitivo (cf. M §48; PNG §9).


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