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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.134 Bogotá May/Aug. 2007

 

Dennett, Daniel C. Dulces sueños: Obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia. Buenos Aires/Madrid: Katz Editores, 221p. (2006). [Título original: Sweet Dreams: Philosophical Obstacles to a Science of Consciousness. MIT Press: Cambridge, MA. 213 p. (2005)].

FELIPE DE BRIGARD
UNIVERSIDAD DE CAROLINA DEL NORTE,
CHAPEL HILL
brigard@email.unc.edu

 


Aunque fue publicado originalmente como el sexto volumen de la serie de conferencias Jean Nicod, “Dulces sueños” nos ofrece en realidad mucho más que las transcripciones revisadas de las afamadas charlas que Dennett dictara en el 2001. En realidad, éstas no constituyen sino la mitad del libro (capítulos 2 a 5). El resto lo complementan dos reimpresiones de artículos recientes (capítulos 6 y 8) y dos transcripciones de charlas anteriores (capítulos 1 y 7). Con su tradicional elocuencia humorística, Dennett se aproxima a los problemas filosóficos del estudio de la conciencia a través de un escrutinio bidimensional. Por un lado, hay una dimensión crítica, constituida por los capítulos 1 al 5, y a la que claramente apunta el subtítulo del libro: los obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia. A lo largo de estos cinco capítulos, Dennett reorganiza sus herramientas argumentativas buscando desmantelar célebres argumentos escépticos manufacturados por los rivales del enfoque científico. Por otro lado, está la dimensión constructiva de los capítulos 6, 7 y 8 que, probablemente, alude al título de la obra: dulces sueños; la idílica visión que representa el haber resuelto, de una vez por todas, la irritante pregunta por la posibilidad de una ciencia de la conciencia; una pregunta que, lejos de ayudarnos en el proceso de descubrir su naturaleza, ha convertido a la investigación científica de la conciencia en una tarea bastante enrevesada. Al final la moraleja es clara: para poder materializar esos dulces sueños, debemos primero reconocer el engañoso encanto de ciertos obstáculos filosóficos, de modo que podamos sortearlos volviendo de nuevo en las serenas aguas de la investigación científica. La tarea no es sencilla, y los obstáculos, infortunadamente, no son pocos.

El primero y más importante de ellos, señala Dennett, es producto de lo que él denomina “La corazonada zombi”: la infundada intuición de que hay una diferencia entre ser una persona real y ser un zombi. Mas si en realidad existe tal diferencia –se pregunta Dennett– ¿en qué consiste? Dado que los zombis –se supone– son entidades posibles, su carácter amenazante ha de encontrarse en el hecho de que pueden ser concebibles. Ahora, ¿en qué sentido son concebibles los zombis? Obviamente hay un sentido en el que un zombi es concebible: en tanto que posibilidad lógica. No hay nada lógicamente contradictorio en decir que uno puede comportarse como si fuera un ser consciente, actuar como un ser consciente y pensar como un ser consciente, sin tener la más mínima conciencia de dichas experiencias. Sin embargo, que algo sea lógicamente posible no significa que sea genuinamente posible. Por ejemplo, es lógicamente posible concebir un súper-súper hombre: un ser humano que pueda viajar más rápido que la velocidad de la luz. Tal súper-súper hombre, no obstante, es tanto física como biológicamente imposible (cf. Dennettb: 104). Es claro que no conocemos todas las posibilidades lógicas que yacen por fuera del reino de las posibilidades genuinas. Simplemente no contamos con un mecanismo a priori para distinguirlas. La pregunta al respecto de si los zombis han de tomarse como una posibilidad genuina, o si, por el contrario, no son más que una mera posibilidad lógica, no puede contestarse a priori; de hecho, esto es justamente lo que los partidarios del argumento de los zombis tienen que asumir. A menos, claro, que tengamos buenas razones para creer que nuestra concepción de un zombi es solamente aparente. Esa es la sugerencia de Dennett. Una cosa es decir que puede haber zombis, y otra, muy distinta, es concebir a un zombi. Dennett opina que simplemente no podemos tener una concepción genuina de un zombi, puesto que una vez hemos concebido todo lo que es concebible al respecto de la naturaleza de la mente humana, no queda lugar para la corazonada zombi. En otras palabras: si usted se diera a la tarea de concebir a su clon, un ser anatómicamente idéntico a usted, que se comportara exactamente de la misma manera en que usted lo haría en cualquier situación posible, y que poseyera también las mismas creencias, los mismos deseos y las mismas esperanzas que usted tiene acerca del mundo –incluyendo, por supuesto, creencias, deseos y esperanzas respecto a usted mismo– entonces tendría que explicar la naturaleza de aquel supuesto residuo que lo lleva a asumir que la experiencia consciente de su clon es, en algún sentido relevante, diferente de la suya. ¿En qué podría consistir ese residuo? Probablemente en nada. La corazonada zombi desorienta nuestras intuiciones, llevándonos a creer que, incluso una vez compiladas todas las partes de nuestra experiencia consciente, todavía hay algo que nos hace falta; pero no.

A pesar de ello la corazonada zombi es bastante poderosa. ¿Cuál podría ser la fuente de su poder? Quizás tenga que ver con nuestra inclinación a pensar en términos de lo que Dennett ha denominado “el teatro cartesiano”: la perniciosa idea de que debe haber “un lugar en el que todo se junta frente a la conciencia” (Dennetta: 39). Debido a nuestras enraizadas creencias cartesianas, parece casi inevitable dejar de pensar en la experiencia consciente como si fuera una obra de teatro de la cual el yo, indivisible, es su único auditor. Dennett, empero, ha argumentado profusamente, en varias ocasiones, y al menos desde 1991, que una teoría seria de la conciencia debe desmantelar el teatro cartesiano. No sólo porque la evidencia psicológica y neurológica reciente así lo sugiere, sino también porque nuestros esquemas metafísicos se verán favorecidos una vez abandonemos tan pesada carga cartesiana. Siempre existe la posibilidad de naturalizar el viejo postulado cartesiano, considerándolo como una pregunta científica sensata. Aunque quizás algo similar al teatro cartesiano pudiera encontrarse en el cerebro, por razones que Dennett discute en los capítulos 3, 6 y 7, tal hipótesis resulta muy poco plausible. Para poder ser estudiada científicamente, la unidad de la conciencia debe cuestionarse, y debe destronarse la idea de que hay un homúnculo único e indivisible dentro de nosotros.

Las ideas no vienen solas, sin embargo, ni aparecen sin razón aparente. Y la idea “clara y distinta” de Descartes acerca de un yo indivisible no es la excepción. Si bien tiende a operar como un axioma en sus meditaciones metafísicas, la idea de una res cogitans tiene, para Descartes, al menos dos motivaciones claras. En primer lugar, logra acomodar sin esfuerzo otra convicción clara y distinta: la del libre arbitrio. En segundo lugar, permite adjudicarle al “yo” una autoridad epistemológica completa sobre su propia vida mental. Estas dos características de nuestra herencia cartesiana (el libre arbitrio en un mundo mecanicista y la certeza epistemológica de los reportes en primera persona), junto con la corazonada zombi, sustentan lo que Dennett denomina “la tesis del zombismo”: “la falla fundamental de toda teoría mecanicista de la conciencia es que no puede dar cuenta de esa importante diferencia [entre una persona real y un zombi]” (29. Énfasis añadido). Ya mencioné que no es evidente que haya tal diferencia. Cuestionemos ahora el texto italizado: ¿toda teoría mecanicista? Nuevamente nuestro cartesiano sentido común resulta ser un mal guía cuando se trata de averiguar qué significa “mecanicista”; particularmente cuando tratamos de ajustar dicha noción a nuestra concepción actual de teoría mecanicista de la mente: el funcionalismo. Por ello Dennett distingue aquí al buen funcionalismo del mal funcionalismo. Los filósofos tienden a confundirlos –sugiere– cosa que complica con frecuencia el camino de la ciencia de la conciencia. Quizás el modo más frecuente en que los filósofos confunden al funcionalismo bueno con el malo, es al adoptar una interpretación extremadamente amplia del principio de realizabilidad múltiple (PRM). De acuerdo con este principio, en tanto que el estado mental sea descrito funcionalmente, no importa en qué tipo de sustrato se implemente dicha descripción funcional. Así enunciado, PRM deja abierta la puerta del funcionalismo para que se cuelen argumentos como el Cuarto Chino de Searle o la Nación China de Block. Esta clase de argumentos –supuestamente– nos enfrentan a una paradoja irremediable: o bien aceptamos PRM, permitiendo así posibilidades absurdas de implementación, o bien nos volvemos estrictos al respecto de los materiales en los que las descripciones funcionales pueden ser implementadas, corriendo el riesgo de devolvernos a una improbable teoría de identidad. ¿Hay alguna alternativa? Dennett cree que sí –con tal de que ajustemos nuestra noción de funcionalismo. Su sugerencia es que hay un sentido en el que, en términos generales, PRM es cierto. Pero también es cierto que hay un sentido en el que el sustrato neuronal importa. Ambos sentidos se complementan en lo que Dennett denomina funcionalismo minimalista, la idea de que “la neuroquímica es importante porque y sólo porque hemos descubierto que los diferentes neuromoduladores y otros mensajeros químicos que se difunden en el cerebro tienen papeles funcionales que crean diferencias significativas” (35).

Entendamos en qué consiste esta jugada que, pienso yo, reduce el funcionalismo a su más segura expresión: la de ser una necesidad conceptual. Hubo un tiempo en el que Alan Turing sugirió que la mente podía ser considerada como una máquina de Turing. Más tarde Hilary Putnam se las arregló para vender esta hipótesis funcionalista, cuando todo el interés filosófico se le invertía a versiones radicales del materialismo. Ahora Dennett nos invita a reconocer, no sólo que la hipótesis funcionalista es más que una mera hipótesis, sino también que resulta menos difícil de aceptar, toda vez que uno reconozca su adecuada formulación: si usted cree en un mundo monista, atomista y material, y si usted cree también que hay una explicación mecanicista que da cuenta de la interacción de las partículas materiales, quizás entonces se pregunte si acaso hay una descripción finita y mecánica de dicho proceso de interacción. Tal descripción es justamente un algoritmo, y dicho proceso es lo que Turing llamó “computación”. Aceptar al funcionalismo no es ya un asunto de preferencia: es simplemente un hecho.

Aparentemente, una vez aceptamos la verdad del funcionalismo, la posibilidad de obtener una descripción final de “el algoritmo de la mente” parecería seguirle1. Sin embargo, como las descripciones son la clase de cosa que podemos expresar, son por tanto susceptibles de ser estudiadas y explicadas a partir de un punto de vista de tercera persona. Quizás no incluyamos algunos detalles en nuestras descripciones, pero éstos no tendrán mayor relevancia. Como lo dice Dennett: “En mi opinión, si usamos los métodos en tercera persona de la ciencia para estudiar la conciencia, la ignorancia residual que tendremos que admitir no será, al fin y al cabo, ni más perturbadora, ni más frustrante, ni más desconcertante que la ignorancia imposible de eliminar del estudio de la fotosíntesis, los terremotos o los granos de arena (44).

Parece imposible, dirían los escépticos. Una explicación en tercera persona sobre la mente no puede decirnos nada al respecto de la naturaleza subjetiva de la experiencia consciente, de nuestros qualia. Y dado que la ciencia es, por definición, una actividad en tercera persona, debemos aceptar que es muda al respecto de los qualia. Por lo tanto, cualquier teoría de la conciencia formulada en tercera persona será incompleta. Aunque no puede ser incorporada en un reporte externo, la fenomenología subjetiva de nuestra conciencia es una innegable realidad de nuestra experiencia en primera persona. Y de mi experiencia en primera persona simplemente no puedo equivocarme. ¿O sí?

Dennett se enfrenta a esta posibilidad preguntándose directamente si hay algo de lo cual uno puede tener conocimiento verídico e inefable al interior de la propia experiencia consciente2. Para poder entender la respuesta que Dennett sugiere, voy a reformular la pregunta en su forma negativa: ¿acaso hay algo que nadie más que uno mismo puede saber acerca de su propia conciencia? La idea básica de su persuasiva respuesta puede decantarse en la siguiente reductio:

A. Hay algo (X) que nadie más que yo (Y) puedo saber acerca de mi experiencia consciente, i.e. algo de lo cual sólo yo tengo conocimiento subjetivo.

Definición: Y tiene conocimiento subjetivo de X sii X pertenece al dominio epistemológico de Y (i.e. X es epistémicamente accesible por parte de Y) y de nadie más que Y.

1. Si X existe, entonces es algo acerca de lo cual Y puede pensar.

2. Si Y puede pensar acerca de X, entonces X es algo que Y puede comunicar.

3. Si X es comunicable, entonces es público. Por tanto,

4. Si X es público, entonces es objetivamente (o, al menos, intersubjetivamente) cognoscible.

Definición: Y tiene conocimiento objetivo de X sii X no está limitado al dominio epistemológico de Y (i.e. X es epistémicamente accesible por muchos individuos, incluyendo Y).

5. Pero si Y tiene conocimiento objetivo de X, entonces A es falso. QED.

Examinemos el argumento. La premisa 2 puede atacarse, obviamente, sosteniendo que hay algo que yo conozco pero de lo cual no puedo tener pensamientos (sean proposicionales, conceptuales, no-conceptuales, icónicos, etc.). He aquí una posibilidad nada absurda: que X sea un “saber-cómo” (know-how). Los “saberes-como”, sin embargo, son también el tipo de cosa que puede ser comunicable. Ellos comparten, junto con los verbos de éxito de Austin, una suerte de “publicidad”. Después de todo, saber cómo se hace algo sólo puede demostrarse cuando tal cosa efectivamente se lleva a cabo; de otra forma uno simplemente estaría mintiendo. De modo que, aun si X es un saber cómo, X es comunicable, y por tanto el resto del argumento (desde la premisa 4) sigue funcionando.

La premisa 3 también puede ponerse en duda: yo puedo pensar acerca de algo incomunicable. Esta aseveración ofrece dos posibilidades: (a) que el contenido de mi pensamiento supere el poder expresivo de mis conceptos (en tanto que vehículos de pensamientos comunicables), o (b) que yo tenga algo así como un lenguaje privado. En contra de (b) uno puede presentar su versión favorita del argumento wittgensteiniano en contra de los lenguajes privados. En contra de (a) uno puede sugerir una versión alternativa de contenido no-conceptual. Esta última alternativa podría funcionar, pero ciertamente desplaza la carga de la prueba hacia los partidarios del contenido no-conceptual. Finalmente, si uno acepta la premisa 4 –que parece innegable– la premisa 5 se sigue lógicamente.

Aquí Dennett parece hacerle eco a la tradición psicológica de Vygotski (y filosófica de Hegel), al favorecer la preeminencia del contenido mental sobre la conciencia. Una vez que aceptamos que el contenido es ab initio público, es natural asumir que, para estudiar científicamente a la conciencia, una perspectiva en tercera persona bastará; i.e. una perspectiva que tome el contenido fenomenológico de la conciencia a la par con los juicios objetivos de los neurólogos y los psicólogos. Una perspectiva desde la cual lo subjetivo y lo objetivo se fundan en la arena de la intersubjetividad o, como Dennett la llama, “la hetero-fenomenología”: “El método de la hetero-fenomenología recoge todos los datos necesarios para una teoría de la conciencia de un modo neutral. Una ciencia de la conciencia en ‘primera persona’, o bien colapsará con la hetero-fenomenología tarde o temprano, o bien manifestará un sesgo inaceptable en sus supuestos iniciales” (74).

La hetero-fenomenología parece ser la versión dennettiana de una epistemología naturalizada (Quine). Para empezar, uno puede utilizar a la hetero-fenomenología para resolver el famoso problema epistemológico de las otras mentes (del cual, creo, el problema de los qualia nos es más que un subproducto). ¿Cómo puedo saber que otra persona percibe el rojo del mismo modo en que yo percibo el rojo? Quizás esta persona haya sufrido una inversión espectral, por lo cual ella llama (objetivamente) rojo a lo que (subjetivamente) percibe como azul. Cuando la inefable subjetividad de nuestra experiencia cromática es el único patrón de comparación, nuestro sueño de certidumbre desaparece bajo una nube de escepticismo. Pero ¿qué ocurriría si desafiásemos dicho patrón? ¿Qué pasaría si este patrón resultara incapaz de pasar el examen de confiabilidad en tanto que criterio de la experiencia subjetiva propia? Dennett nos ofrece dos bombas de intuición –la ceguera al cambio (change blindness) y el síndrome de Clapgras– para demostrar lo poco confiables que resultan ser nuestros propios juicios cualitativos. Al sustituir el escenario de “otras mentes” por el de “otros tiempos”, Dennett nos muestra lo difícil que le resulta al “qualiófilo” llegar a un acuerdo sobre la continuidad de sus propios qualia. Al igual que con los cambios en el mundo, cualquier patrón de medida tiene una naturaleza objetiva, de tercera persona, y parece ser que nada eminentemente subjetivo puede jugar ese rol. A lo que nos referimos con “qualia” resulta ser, de hecho, algo de lo que sólo podemos dar cuenta desde un punto de vista de tercera persona: el punto de vista de la hetero-fenomenología. Así, su supuesto carácter subjetivo se desvanece. En palabras de Dennett: “El precio que hay que pagar para obtener el respaldo de la ciencia en tercera persona es directo: hay que aceptar que lo que se quiere decir con ‘lo que me pasa/ pasó a mí’ es algo que la ciencia en tercera persona puede corroborar o refutar” (108).

Que el tribunal definitivo de nuestra experiencia consciente haya de encontrarse por fuera, en el mundo intersubjetivo de la hetero-fenomenología, no sólo es epistémicamente relevante: también implica una conclusión metafísica importante. Alguien podría pensar que la estrategia de Dennett aquí es banal: que da lo mismo que un quale sea aquello de lo que somos conscientes ahora o aquello de lo que fuimos conscientes hace un instante, con tal de que uno pueda ser capaz de identificar la existencia de la cualidad subjetiva de la experiencia. Pues bien, ese es el punto: justamente no podemos. O, al menos, no podemos hacerlo en el sentido filosóficamente relevante. Dennett quiere señalar que no hay nada en nuestra experiencia subjetiva que pueda ser utilizado como un mecanismo confiable para la identificación y reidentificación de un único quale. Y si no contamos con ello ¿qué razón tenemos para incluir a los qualia dentro de nuestro esquema ontológico? ¿Acaso tan sólo el “aquí y ahora” de un mero impulso visceral? ¿Puede un “mero impulso” destronar el criterio metafísico quineano: “no hay entidad sin identidad” (no entity without identity)?

Hablemos ahora de Mary, la mitológica científica del color que, tras haber sido educada en cromatología mientras se encontraba encarcelada en una prisión blanca y negra, finalmente es liberada y enfrentada a colores reales. El famoso experimento mental de Frank Jackson es el último obstáculo que Dennett sortea en el capítulo 5. Su estrategia de ataque –“girar todas las perillas [para] ver si el experimento sigue bombeando las mismas intuiciones” (124)– no sólo es divertida de leer: también resulta reveladora. En filosofía, lo usual es “suspender” ciertas creencias con el fin de aceptar el experimento mental de alguien más. Es decir, uno tiene que abandonar una serie de creencias y/o permitir algunos supuestos momentáneamente, manteniéndolos siempre en mente, para que el juego pueda jugarse. Por ejemplo, si se me pide que imagine que mi cerebro ha sido conectado a una serie de terminales de computador, al mismo tiempo se me está pidiendo que “suspenda” ciertas creencias (relativas a ciertas posibilidades fisiológicas y neuroquímicas, digamos) que podrían afectar el resultado del experimento mental. De eso se trata el juego. La suspensión, no obstante, es temporal, y deberá involucrar un número reducido de creencias que de ningún modo pueden entrar en conflicto con la moraleja que se busca extraer; precisamente porque, cuando hay conflicto, el experimento falla. El problema con el Gedankenexperiment de Jackson es que nos fuerza a suspender tantas creencias que directamente afectan la intuición que se busca movilizar, que el experimento parece fallar desde su misma concepción. Para que funcione, nos toca suspender toda suerte de creencias al respecto de la imposibilidad de una noción terriblemente arcana de un conocimiento proposicional atomista que, se supone, Mary tiene. De otro lado, se asume que los saberes-cómo están ausentes “de todo lo que se puede saber sobre la física”, y esto es simplemente absurdo. Más aún: uno tiene que aceptar una sospechosa teoría causal de la referencia, de acuerdo con la cual sólo eventos de un cierto tipo pueden producir contenidos del mismo tipo. Años de progreso filosófico deben habernos convencido de que tal conclusión es falaz, puesto que uno puede tener pensamientos acerca de objetos que no ha experimentado directamente. Y esto es sólo el principio de una larga lista. Hay que leer la crítica de Dennett. Ella ayuda a entender que son tantas las creencias que uno tiene que suspender para poder aceptar el experimento mental de Jackson, que esto debería bastar para mostrarnos que no funciona.

Veamos, pues, qué es lo que ha hecho Dennett. Primero, nos ha mostrado que la corazonada zombi no es preocupante; que la posibilidad de los zombis no es genuina. Segundo, nos ha proporcionado buenas razones para creer que el funcionalismo es más que una simple hipótesis: es el modo correcto de describir los mecanismos causales de nuestra realidad monista. Tercero, que al ser la mente parte de la misma realidad funcional, la idea de un teatro cartesiano no tiene sentido. Lo que sí tiene sentido, en cuarto lugar, es considerar a la conciencia como si fuera posterior al contenido mental, el cual es, además, público, intersubjetivo y, por tanto, comprensible desde una perspectiva de tercera persona. Razón de más para garantizar, finalmente, que la palabra “qualia” no se refiere a nada.

¿Y ahora qué? ¿Cómo debemos proceder con nuestra tarea de estudiar a la conciencia científicamente? Dulces sueños no va a proporcionarnos respuestas empíricas a la pregunta por el tipo de procesos neurológicos que dan lugar a la experiencia consciente. Este no es el objetivo de Dennett. Lo que él busca es ayudarnos a transportar nuestra maquinaria teórica hacia un suelo científico más seguro. Para ello, una ciencia de la conciencia debe sufrir ciertos cambios. El primero y más importante consiste en aceptar que a la conciencia no le corresponde una estructura particular en el cerebro. La conciencia tiene un modo abstracto de existencia, aún más abstracto que el modo de existencia de los contenidos representacionales que se vuelven conscientes. Como lo dice Dennett: “la conciencia se parece más a la fama que a la televisión; no es un ‘medio de representación’ especial localizado en el cerebro al que deben traducirse los eventos con contenido para volverse conscientes” (159).

El nuevo símil de la conciencia como fama es sugerido por Dennett para reemplazar su teoría de las versiones múltiples (multiple drafts [Dennetta]). Para evitar cualquier posible confusión que su previa teoría hubiere ocasionado, Dennett nos sugiere que hablemos ahora en términos de “celebridad cerebral” [cerebral celebrity]. Lo que tiene que hacer una teoría de la conciencia es explicar por qué ciertos contenidos y no otros alcanzan la fama. Debido a la naturaleza fluctuante de nuestra celebridad cerebral, la ciencia de la conciencia deberá ser una ciencia de los efectos de la conciencia, que no de sus causas: una ciencia que reconozca que la conciencia es lo que la conciencia hace. En palabras del mismo Dennett: “la única manera de explicar la conciencia es ir más allá de ella y dar cuenta de los efectos que tiene cuando se la alcanza” (167).

Sea cual sea la razón por la cual ciertos contenidos culturales –ciertos memes, como él los llama– hacen eco en nuestras “máquinas joyceanas” (196), probablemente tendrá que ver con nuestra capacidad para reanimarlos. Esta, no obstante, es una hipótesis empírica sobre la cual la filosofía tal vez tenga poco que decir. A medida que aumentan los descubrimientos en psicología y neurociencia, nos enfrentamos a la necesidad de revisar constantemente la imagen científica de la mente humana. Este puede ser un trabajo tremendamente oneroso, y a veces desgraciadamente incierto. Por fortuna, la meta se vuelve un poco más alcanzable cuando pensadores como Dennett nos ayudan a esquivar incómodos obstáculos filosóficos.

 


1Hay que tener mucho cuidado cuando se interpreta esta idea de “el algoritmo de la mente”. Alguien (pace Putnam) podría interpretarla como refiriéndose a una única descripción funcional para todas las mentes humanas. Dennett no está comprometido con este punto de vista. La uniformidad de nuestras expresiones mentales no nos la proporciona el análisis funcional de nuestros cerebros. Lo más probable es que nuestras descripciones funcionales sean muy distintas. La regularidad, de acuerdo con su teoría, ha de encontrarse en el lenguaje intencional que utilizamos cuando describimos comportamientos uniformes. Es decir: la uniformidad de nuestra vida mental no depende de que compartamos exactamente la misma descripción funcional, sino más bien de la uniformidad de nuestras predicciones y explicaciones dadas desde la actitud intencional.

2Aquí aparece una posible salida para los partidarios de los qualia: “el conocimiento del que Dennett habla tiene la naturaleza de un juicio o de una creencia. Pero los qualia –el carácter subjetivo de la experiencia– son aquello acerca de lo cual son los juicios o las creencias. Lo que está en juego es la res, no el dictum, de dichos juicios y creencias. Y es perfectamente plausible aceptar una res sin un dictum”. Tal vez esta salida funcione. Sin embargo, los partidarios de los qualia tendrían que demostrar cómo es posible que tengamos acceso epistémico a dicha realidad. Ellos podrían decir, por ejemplo, que la cobertura epistémica de nuestra experiencia es mayor que la de nuestro conocimiento; es decir, que los qualia son la clase de cosa que uno puede experimentar sin conocer. Esta movida, empero, resulta dañina, puesto que hace posible que uno pueda ignorar que uno está experimentando un dolor particular, digamos, mientras uno está sintiendo un dolor, lo cual es contradictorio. A menos, por supuesto, que uno sugiera un mecanismo epistémico confiable para cotejar la diferencia entre una experiencia consciente ignorada (como un dolor) y cualquier otra operación corporal de la que simplemente no tenemos registro fenomenológico (como los movimientos peristálticos de mi estómago). Como el único criterio que parece jugar ese rol es el conocimiento, a los partidarios de los qualia les tocaría convencernos de que hay algún otro.


Bibliografía

Dennett, D.Ca. Consciousness Explained. Boston: Little Brown. (1991).

Dennett, D.Cb. Darwin´s Dangerous Idea. NY: Simon & Schuster. (1995).

Quine, W.V.O. “Naturalized Epistemology”. En: Ontological Relativity and Other Essays. NY: Columbia University Press. (1969).

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