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vol.56 issue135The husserlian Lebenswelt and the semantic conception of theoriesRosas, Alejandro (ed.). Filosofía, Darwinismo y Evolución. Bogotá: Unibiblos, Universidad Nacional de Colombia, 2007. 346 p author indexsubject indexarticles search
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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.135 Bogotá Sep./Dec. 2007

 

De la inexistencia de la materia

 

Segunda parte, Capítulo II, Sección 2 del Ensayo sobre la naturaleza e inmutabilidad de la verdad, en oposición a la sofistería y al escepticismo de James Beattie.

 

Introducción, traducción y notas:

Carlos G. Patarroyo

Universidad Nacional de Colombia cgpatarr@cable.net.co

Introducción

James Beattie (1735–1803) fue profesor de Lógica y Filosofía Moral en el Marischal College de Aberdeen. Perteneció a la Sociedad filosófica de Aberdeen, fundada por Thomas Reid, y es conocido por ser uno de los defensores más asiduos de la doctrina del sentido común en una época que él mismo veía caracterizada por el escepticismo. Su obra más conocida es el Ensayo sobre la naturaleza e inmutabilidad de la verdad, en oposición a la sofistería y al escepticismo (1770) —en adelante Ensayo—, que se convirtió en un best-seller de la época. Pese a que su intención era la de completar un trabajo sistemático en la filosofía moral, sus quebrantos de salud, y la inestabilidad mental en la que cayó su esposa, sólo le permitieron publicar otra obra a la que pudiese dedicar su total atención; se trata de su defensa del cristianismo titulada Evidencias de la religión cristiana (1786). Sus demás escritos tuvieron que limitarse a versiones revisadas y ampliadas de los apuntes que guardaba para dictar sus clases: Disertaciones morales y críticas (1783) y Elementos de la ciencia moral (1790).

Tras su publicación, el Ensayo tuvo éxito instantáneo. A Beattie le fue otorgado un doctorado honorífico de Oxford, así como también le permitió obtener una audiencia privada con Jorge III y una pensión de 200 libras al año concedida por la Corona. El Ensayo fue traducido rápidamente al francés y al alemán, y su fama alcanzó el nuevo continente, hasta el punto que llegó a ser nombrado miembro de la Sociedad Americana de Filosofía.

Sin embargo, no todos alababan el Ensayo. David Hume, en contra de quien se profiere la gran mayoría de argumentos que componen la obra, dijo acerca de él: “¿Verdad?, no hay verdad en él. Es una larga y horrible mentira en octavo”. En 1775 Joseph Priestley publica su Estudio de la Investigación sobre la mente humana según los principios del sentido común del Dr. Reid; del Ensayo sobre la naturaleza e inmutabilidad de la verdad del Dr. Beattie; y de la Apelación al sentido común en nombre de la religión del Dr. Oswald —en adelante Estudio—.

Acérrimo enemigo de la doctrina del sentido común, Priestley hace un meticuloso examen de los argumentos de Reid y de Beattie, los cuales refuta uno a uno. Se debe notar que, pese a que tanto la teoría de Reid como la de Beattie son igualmente erradas a los ojos de Priestley, éste se muestra más indolente hacia el segundo que hacia el primero. Priestley reconoce que Reid ha entrado en un debate filosófico y ha intentado, mediante argumentos, sustentar sus ideas y rechazar el empirismo y sus consecuencias. Beattie, por el contrario, parece no ofrecer argumentos dignos de un debate académico, y más bien ofrece reacciones viscerales y promulga injurias en contra de quienes piensan de manera distinta a la suya. Esto es en parte cierto. El lector podrá ver, en la traducción que sigue, que la escritura de Beattie se caracteriza por la ironía, por el cinismo y por la indolencia hacia su opositor. Por mucho que intente disimularlo (y en realidad parece no hacerlo demasiado), sus líneas reflejan un aire de superioridad e irreverencia; esto es, he de admitirlo, parte de su atractivo. En cuanto a la carencia de argumentos dignos de un debate filosófico, se ha de tener en cuenta que Beattie es un seguidor de la teoría de Reid. Ve en él y en su obra la refutación argumentativa, si puede realmente haber alguna, en contra del escepticismo. Por su parte, Beattie no desea ser innovador, dice de sí mismo en el Prefacio a la sexta edición del Ensayo: “[N]unca fue mi objetivo proponer paradojas o ser innovador en filosofía; odio las paradojas, y no soy amigo de la innovación” (Ensayo vi). Su método para refutar al escéptico difiere del usado por Reid, en tanto que comienza por las consecuencias que sobrevendrían si el escepticismo triunfara, y de ahí intenta mostrar lo inaceptable de tales teorías. Las consecuencias que imagina son, por supuesto, las más dramáticas, de ahí su respuesta visceral; no en vano Priestley las califica de “quijotadas”. Pero su respuesta es directamente proporcional a la preocupación que siente ante el tema, y a la responsabilidad que cree tener para con los jóvenes bajo su cuidado: “[h]e sido honrado con el cuidado de una parte de la juventud inglesa; y considerándolo como mi deber indispensable (del que confío jamás desviarme), he de guardar sus mentes contra la impiedad y el error” (Ensayo viii). Dejo al criterio del lector opinar si Beattie presenta o no argumentos dignos de la verdadera filosofía. Sólo quiero resaltar que, para sus opositores, Beattie ofreció más un daño que una ayuda a la Escuela escocesa del sentido común. Por ejemplo, Beanblossom y Lehrer, editores contemporáneos de la obra de Reid, dicen:

Esta organización [refiriéndose a la Sociedad filosófica de Aberdeen] sirvió como un foro para la presentación de escritos de los miembros del grupo, que incluían a George Campbell, Alexander Gerard y James Beattie, cuyo Ensayo sobre la verdad hizo mucho para popularizar la filosofía del sentido común (sin embargo, la vulgarización que Beattie hace de Reid también ayudó a desacreditar la doctrina del sentido común entre filósofos como Kant). (Reid xi)

Seguramente por esto el mismo Kant se muestra, tanto detractor de la doctrina de Reid, como de la de Beattie. En defensa de la importancia de Hume para la metafísica dice en los Prolegómenos:

No se puede contemplar, sin experimentar cierta pena, cómo sus adversarios: Reid, Oswald, Beattie, y últimamente también Priestley, erraron completamente el punto decisivo de su problema, y dando siempre por admitido precisamente lo que él ponía en duda, y demostrando con pasión y muchas veces con gran inmodestia aquello de lo que a él nunca se le habría ocurrido dudar, desconocieron de tal modo su indicación para un mejoramiento, que todo quedó en el mismo estado en el que estaba, como si no hubiese ocurrido nada. (P 25–7)

El objetivo de Beattie en el Ensayo es doble: mediante una defensa del sentido común, pretende desacreditar a las escuelas escépticas reinantes:

Todas las ciencias, y en especial la filosofía moral, deben regular las prácticas humanas. Estas prácticas son reguladas por principios, y todos los principios presuponen una convicción. Sin embargo, el objetivo de algunos de nuestros más celebrados sistemas morales es despojar a la mente de todo principio y de toda convicción; y, consecuentemente, inhabilitar al hombre para la acción, y dejarlo inútil y desgraciado. En breve, el escepticismo es ahora la profesión de nuestras investigaciones de moda acerca de la naturaleza humana. (Ensayo xvi)

El auge del escepticismo de la época se debe —dice Beattie— a una falta de distinción entre la razón y el sentido común. A la primera la define como “aquella facultad mediante la cual percibimos la verdad por medio de una prueba” (Ensayo 6). Al sentido común lo define diciendo que es “el poder de la mente que percibe la verdad, y gobierna a la creencia, no por la argumentación progresiva, sino por un impulso instantáneo y decisivo; no derivado ni de la educación ni del hábito, sino de la naturaleza, actuando de manera independiente de nuestra voluntad” (Ensayo 11). La razón no podrá contradecir al sentido común, en tanto que ningún argumento racional producirá ningún cambio en las creencias de la humanidad, si se opone a las que el sentido común comanda. Ésta es la base fundamental de la teoría de Beattie en el Ensayo.

La traducción que sigue corresponde a una parte del Ensayo, específicamente, a la segunda sección del capítulo dos de la segunda parte. No se trata de un ataque hacia la teoría de Hume, como es característico de casi todo el Ensayo, sino de una respuesta a Descartes, a Malebranche y a Berkeley, respecto a la inexistencia de la materia. En esta breve sección se puede ver el ímpetu, el ardor, la pasión de Beattie al contradecir a sus enemigos, a la vez que se puede apreciar cómo defiende la supremacía del sentido común, frente a cualquier argumento racional que vaya en su contra.

He decidido conservar la manera de identificar las notas al pie del autor (*, †, ‡, etc.); para distinguir mis comentarios al pie de los de él, los he marcado con el símbolo ♣. Todo lo que esté entre corchetes […] es una interpolación mía; también entre corchetes he incluido los números de la paginación original. Para interés del lector, he incluido como comentarios marginales las críticas que Priestley hace a Beattie en su Estudio.

***

De la inexistencia de la materia

En la sección precedente he hecho un breve estudio de los principios y el método de investigación adoptados por los más célebres promotores del escepticismo moderno. Y parece que ellos no han atendido a la distinción entre razón y sentido común, tal como ha sido explicada en la primera parte de este Ensayo, y como es aceptada por matemáticos y filósofos naturales. Nociones erróneas, absurdas y auto–contradictorias han sido el resultado de ello. Ahora, al entrar en detalles más particulares, podemos mostrar con facilidad que muchos de estos absurdos que avergüenzan a la filosofía de la naturaleza humana, no habrían existido nunca si los hombres hubiesen aceptado y atendido a esta distinción, regulando sus investigaciones según el criterio antes mencionado, y jamás llevando a cabo una cadena de argumentos más allá de principios auto–evidentes. He de confinarme a dos casos, uno está conectado con la evidencia del sentido externo y el otro con la del interno.

La materia o cuerpo tiene existencia real, separada e independiente*; que hay un sol real sobre nosotros, aire real a nuestro alrededor, y tierra real bajo nuestros pies, ha sido desde la creación la creencia de todos los hombres que no estuviesen dementes. Se cree esto, no porque es, o puede ser, probado [151] mediante argumentos, sino porque la constitución de nuestra naturaleza es tal que debemos creerlo. Es absurdo, no, es imposible creer lo contrario. Con la misma facilidad podría creer entonces que no existo, que dos más dos son iguales a diez, que lo que es, no es; que no tengo manos, ni pies, ni cabeza, ni ropa, ni casa, ni país, ni conocidos; que el sol, la luna, las estrellas, el océano, las tempestades, los relámpagos y truenos, las montañas, los ríos y las ciudades no tienen existencia sino como ideas o pensamientos en mi mente, y que, independientemente de mí y de mi facultades, no existen en absoluto, y no podrían existir si yo fuese aniquilado; que el fuego, el ardor y el dolor que siento, el recuerdo del dolor pasado y la idea del dolor que no he sentido, son todos, en el mismo sentido, ideas o percepciones en mi mente y nada más; que las cualidades de la materia no son cualidades de la materia, sino afecciones del espíritu; y que no tengo evidencia de que algún ser exista en la naturaleza sino yo mismo. Los filósofos pueden decir lo que quieran, y el mundo entero, que es lo suficientemente susceptible para admirar lo que es monstruoso, puede darles crédito; pero yo afirmo que no está en el poder, ni del ingenio ni de la locura, idear una noción más absurda o más disparatada que ésta: que el mundo material no tiene existencia sino en mi mente.

Descartes admite que toda persona debe ser persuadida de la existencia de un mundo material; pero no reconoce esto como auto– evidente, o como tan seguro para no admitir duda alguna, porque, dice, descubrimos en la experiencia que nuestros sentidos están errados en ocasiones, y porque en los sueños frecuentemente confundimos ideas con cosas externas realmente existentes. Por lo tanto, él comienza su filosofía de los cuerpos con una prueba formal de la existencia del cuerpo*.

Pero por más imperfectos y por más falaces que reconozcamos que son nuestros sentidos en otros asuntos, es cierto que [152] ningún hombre jamás los consideró falaces respecto a la existencia de los cuerpos. No, cada hombre de mente sana está convencido, por la ley de su naturaleza, de que al menos en lo que a esto respecta, no está ni puede estar equivocado. En ocasiones los hombres han sido engañados por argumentos filosóficos, porque en algunos respectos, de hecho en muchos, el entendimiento humano es falible; pero ¿se sigue de ello que no podamos estar seguros de nada sin prueba alguna? ¿Ni siquiera de nuestra propia existencia, ni tampoco de la verdad de un axioma geométrico? Algunas enfermedades son tan fatales para la mente, que llegan a confundir incluso las nociones del hombre acerca de su propia identidad; pero ¿se sigue de ello que no puedo estar seguro de ser la misma persona hoy que ayer, y que hace veinte años, hasta no haber probado primero esto mediante un argumento?

Y porque en ocasiones somos engañados por nuestros sentidos, ¿se sigue entonces que no podemos estar seguros de no estar siendo engañados por ellos, hasta que nos hayamos convencido primero, por medio del razonamiento, de que no son engañosos? Si un cartesiano puede probar que ha habido algunas personas de sano entendimiento que, a partir de una convicción de lo engañoso de sus sentidos, hayan llegado a dudar seriamente, o dejado de creer en la existencia del mundo material, he de conceder que una convicción tal sea la base para una duda o falta de creencia en una o algunas instancias. Y si él puede probar que dicha duda o falta de creencia ha sido general a la humanidad en algún momento, he de conceder que puede ser así de nuevo. Pero si es cierto, como creo que lo es, que ningún hombre de sano entendimiento, por más desconfiado que fuera de la veracidad de sus sentidos, jamás dejó de creer, ni dudó seriamente de la existencia del mundo material, entonces esto es algo auto–evidente y un principio del sentido común, aun bajo la suposición de que nuestros sentidos son engañosos, tal como Descartes y Malebranche han decidido presentarlos. Pero anteriormente hemos probado que no se debe suponer que nuestros sentidos son engañosos, excepto cuando somos conscientes de que nuestra experiencia es parcial o nuestra observación imprecisa y que aun entonces la falacia [153] es detectada y rectificada sólo mediante la evidencia del sentido, ubicado en circunstancias más favorables para la observación precisa. Respecto a la existencia de la materia no puede haber sospecha de que nuestra observación es imprecisa, o de que nuestra experiencia es parcial, y, por lo tanto, no es posible que jamás lleguemos a desconfiar de nuestros sentidos en este asunto particular. Si fuese posible, nuestra desconfianza nunca podría ser removida, ni mediante el razonamiento, ni mediante la experiencia.

En lo referente a la sospecha acerca de la existencia de la materia que, se supone, surge de nuestra experiencia de los delirios o del sueño, debemos tener en cuenta, en primer lugar, que si se acepta esto como fundamento suficiente para sospechar que nuestras percepciones en la vigilia son igualmente engañosas, desaparece inmediatamente toda verdad, razonamiento y sentido común. Ciertamente sé que ahora estoy despierto y no dormido; pero no lo puedo probar, pues para distinguir las fantasías del sueño de las percepciones de la vigilia no hay criterio que sea más evidente que mi estar despierto ahora, y éste es el punto en cuestión. Como frecuentemente hemos resaltado, es esencial a toda prueba ser más evidente que aquello que es probado.

Que ahora estoy despierto debe cargar entonces con su propia evidencia; si es evidente en absoluto, debe ser auto–evidente. También lo es esto: podemos confundir los sueños con realidades, pero ningún hombre racional ha confundido jamás la realidad con un sueño. Si tuviéramos el dominio de nuestro entendimiento y de nuestra memoria en el sueño, probablemente nos daríamos cuenta de que las apariencias de nuestros sueños son todas engañosas, lo que, de hecho, es en ocasiones cierto; por lo menos yo he sido consciente en ocasiones de que mi sueño era un sueño, y cuando era desagradable, hice esfuerzos exitosos para despertarme. Pero el sueño tiene un poder maravilloso sobre todas nuestras facultades. En ocasiones parecemos haber perdido nuestra facultad moral; como cuando soñamos hacer, sin escrúpulos o remordimientos, aquello que en la vigilia nos sería insoportable siquiera pensar. En ocasiones [154] nuestra memoria se extingue; como cuando soñamos que conversamos con nuestros amigos difuntos, sin recordar nada de su muerte, pese a que fue, tal vez, uno de los incidentes más impactantes que hayamos experimentado, y nunca, o raras veces, esté fuera de nuestros pensamientos mientras estamos despiertos. En ocasiones nuestro entendimiento parece habernos abandonado; como cuando soñamos hablar con un amigo fallecido, recordando al mismo tiempo que está muerto, pero sin ser conscientes de nada absurdo o inusual en la circunstancia de estar hablando con un hombre muerto. Considerando estos y otros efectos del sueño sobre la mente, no debemos sorprendernos de que éste nos haga confundir nuestras propias ideas por cosas reales, y que las primeras nos afecten de la misma manera que las segundas. Pero en el momento en el que despertamos y recuperamos el uso de nuestras facultades, nos damos cuenta de que el sueño fue un engaño, y de que los objetos que ahora solicitan nuestra atención son reales. Exigir una razón a favor de la confianza implícita que reposa en nuestras percepciones de la vigilia, o demandar que probemos que las cosas son como se presentan ante nuestros sentidos en la vigilia, y no como se nos presentan en el sueño, es tan absurdo como exigir una razón a favor de la creencia en nuestra propia existencia. En ambos casos nuestra creencia es necesaria e inevitable, el resultado de una ley de la naturaleza que no podemos contradecir en la práctica, sino para nuestra vergüenza y perdición.

Adicionalmente: si Descartes pensó que un argumento era necesario para convencerse de que su percepción del mundo externo no era imaginaria sino real, yo preguntaría: ¿cómo podría saber que su argumento era real y no imaginario? ¿Cómo podría saber que estaba despierto, y no dormido, cuando escribió sus Principios de la filosofía, si sus pensamientos en la vigilia no traían consigo, previamente a todo razonamiento, evidencia innegable de su realidad? Estoy despierto, éste es un principio que él debió haber tomado por cierto, aun antes de que pudiera satisfacerse con la verdad del que él pensó era el primero [155] de todos los principios, Cogito, ergo sum. A esto podemos agregar que, si hay en el mundo personas que jamás sueñan en absoluto* (y creo que las hay), y cuya creencia en la existencia del mundo material no es ni una pizca más fuerte de la de aquellos para quienes el dormir siempre está acompañado de sueños, ésta sería una prueba empírica de que los engaños del sueño no afectan en lo más mínimo nuestra convicción en la autenticidad de las percepciones que recibimos y de las facultades que ejercemos cuando estamos despiertos.

La primera parte del argumento de Descartes a favor de la existencia de los cuerpos prueba la realidad de las ideas imaginarias que percibimos en los sueños, pues ellas, al igual que los cuerpos, se nos presentan independientemente de nuestra voluntad. Pero la parte principal de su argumento está basada en la veracidad de Dios, que él ha inferido previamente de nuestra conciencia de la idea de un ser infinitamente perfecto, independiente y necesariamente existente. Nuestros sentidos nos informan de la existencia de cuerpos, nos dan información en conformidad con una ley establecida por la voluntad divina, pero Dios no es engañador, por lo tanto su información es verdadera. Ya he dado mi opinión sobre este argumento y he demostrado que, tal como está formulado por el autor, es un sofisma. Hemos de creer en la veracidad de nuestras facultades antes de poder ser convencidos, ya sea por pruebas o por evidencia intuitiva. Si nos rehusamos a creer en nuestras facultades hasta que su veracidad sea asegurada por un razonamiento, nunca podremos creer en ellas en absoluto†.

[156] Malebranche dice que los hombres están más seguros de la existencia de Dios que de la existencia de los cuerpos‡. Acepta que Descartes ha probado la existencia de los cuerpos mediante los argumentos más fuertes que la sola razón puede proporcionar, más aún, él parece reconocer estos argumentos como irreprochables*. Sin embargo, no admite que ellos lleven a una demostración completa de la existencia de la materia. En la filosofía, dice, debemos mantener nuestra libertad tanto como nos sea posible, y no creer nada distinto a lo que la evidencia nos compele a creer. Para estar enteramente convencidos de la existencia de los cuerpos, es necesario que se nos demuestre no sólo que hay un Dios y que no es engañador, sino también que Dios nos ha asegurado que ha creado realmente dichos cuerpos, y esto, dice, no lo encuentro demostrado en los trabajos de M. Descartes.

De acuerdo con Malebranche, no hay sino dos maneras en las que Dios habla a la mente y la compele (u obliga) a creer: por la evidencia y por la fe.

La fe nos obliga a creer que los cuerpos existen, pero en cuanto a la evidencia de esta verdad, ciertamente no es completa. Y [157] también es cierto que no estamos invenciblemente determinados a creer que hay algo más que existe, sino Dios y nuestra propia mente. Es verdad que tenemos una propensión extrema a creer que estamos rodeados de seres corporales; hasta aquí estoy de acuerdo con Descartes. Pero esta propensión, al ser natural, no fuerza nuestra creencia mediante la evidencia, sólo nos inclina a creer por impresiones. Ahora bien, no debemos ser determinados en nuestros juicios libres por nada que no sea la luz y la evidencia; si nos dejamos guiar por la impresión sensible, habremos de estar equivocados casi siempre†.

El autor propone entonces en breve la substancia del argumento en contra de la existencia de los cuerpos, que después Berkeley encontrará tan difícil de ilustrar, y descubre que, como interés de la filosofía, la existencia de la materia no es sino una probabilidad ante la que está en nuestro poder asentir o no asentir según nos plazca. En una palabra, es por la fe, y no por la evidencia, que nos convencemos de esta verdad. Éste no es el lugar apropiado para analizar el pasaje citado arriba, de lo contrario, sería fácil mostrar que la doctrina que el autor proporciona (tal como está), no es [158] reconciliable con otras partes de su sistema. Sólo deseo decir que lo que se afirma aquí acerca de nuestra creencia en la existencia de los cuerpos como algo no necesario, sino como algo de lo que podemos abstenernos si nos place, es contrario a mi experiencia. Que mi cuerpo, y este lápiz y papel, y los otros objetos corporales que me rodean, realmente existen, es tan evidente para mí como que mi propia alma existe. De hecho es tan evidente, que nada es ni puede serlo en mayor grado; y pese a que mi vida dependiera de su resultado, no podría llevarme a dudar de ello, ni siquiera por un momento.

Por tanto, debo afirmar que la existencia de la materia no puede ser refutada por argumentos, más de lo que puede serlo mi propia existencia o la verdad de un axioma auto–evidente de la geometría. Argüir en contra de ello es colocar a la razón en oposición al sentido común, lo cual corrompe indirectamente el fundamento de todo razonamiento justo, y pone en cuestión la distinción entre la verdad y la falsedad. Sin embargo, se nos dice que un gran filósofo ha demostrado realmente que la materia no existe. ¡Demostrado! En verdad ésta es una información extraña. A este paso cualquier falsedad puede ser probada como verdadera, y cualquier verdad como falsa, pues es imposible que alguna verdad sea más evidente que ésta: que la materia existe. Veamos de todos modos lo que Berkeley tiene que decir a favor de esta extraordinaria doctrina. A las demostraciones y a los argumentos sensatos les es natural el producir convicción, o al menos un grado de asentimiento, en las personas que les prestan su atención y los entienden. Leí Los principios del conocimiento humano, junto con Los diálogos entre Hylas y Philonous; los argumentos, he de confesarlo, son sutiles y bien adaptados para el propósito de desconcertar y confundir. Tal vez no emprenda una refutación contra ellos; tal vez esté ocupado, o sea indolente, o no esté familiarizado con los principios de esta filosofía, o sea poco versado en su lógica metafísica. Pero ¿estoy convencido, a partir de esta supuesta demostración, de que la materia [159] no tiene existencia sino como una idea en mi mente? En lo más mínimo. Mi creencia ahora es precisamente la misma que antes. ¿Es antifilosófico no estar convencido por argumentos que no puedo refutar? Tal vez lo sea, pero no puedo evitarlo. Que se me tache de la lista de los filósofos como un inconformista, si así se desea. Se me puede llamar inflexible, irracional o inadaptado, un hombre con el que no vale la pena discutir; pero hasta que la estructura de mi naturaleza no se desarme, y no me sea dado un nuevo juego de facultades, no puedo creer esta extraña doctrina, pues es perfectamente increíble. Pero si se me permitiera hacer una torpe consulta, de buena gana preguntaría: ¿dónde está el daño en continuar con mi vieja opinión y creer, con el resto del mundo, que no soy el único ser creado en el universo, sino que hay muchos otros, cuya existencia es independiente de la mía, y la mía de la de ellos? ¿Dónde está el daño en creer que si me cayera en aquel precipicio y me partiera el cuello, ya no sería más un hombre de este mundo? Mi cuello, Señor, puede ser una idea para usted, pero es una realidad para mí, bastante importante además. ¿Dónde está el daño en creer que, si en este clima severo, me rehusara a poner (lo que usted llama) la idea de un abrigo sobre la idea de mis hombros, la idea del frío podría producir las ideas de un dolor y enfermedad, que posiblemente terminen en mi muerte real? ¿Qué gran ofensa cometería contra Dios, o el hombre, o la iglesia o el estado, contra la filosofía o el sentido común, si continuara creyendo que la comida material me nutre, mientras que la idea de ella no lo hace; que el sol real me ilumina y me calienta, pero que la idea más vivaz de él no hará lo mismo; y que para obtener paz mental y auto– aprobación no debo solamente formar ideas de compasión, justicia y generosidad, sino que debo ejercer estas virtudes en comportamientos externos? ¿Qué daño hay en todo ello?

—¡Oh!, ningún daño en absoluto, Señor; pero, la verdad… la verdad… ¿cerraría usted sus ojos ante la verdad?

—Ningún hombre honesto [160] lo hará jamás: convénzame de que su doctrina es verdadera y la acogeré instantáneamente.

—¿Acaso no lo he convencido?, obstinado, irresponsable, inexorable. Responda a mis argumentos si puede.

—¡Ay, Señor!, me ha dado argumentos en abundancia, pero no me ha dado ninguna convicción. Si sus argumentos no producen convicción, no valen nada para mí. Son como billetes falsos: algunos de ellos han sido falsificados con tal destreza, que ni su ojo ni el mío los pueden detectar, sin embargo, miles de ellos no valdrían nada en el banco, y aun el fabricante de papel me recompensaría mejor si le diera harapos viejos. No necesita molestarse en decirme que debo estar convencido; yo debo estar convencido solamente cuando siento convicción, y cuando no la siento, no debo estarlo.

Se ha dicho de algunas doctrinas y razonamientos que su absurdidad extrema impide que sean susceptibles a refutaciones racionales. ¿Se supone que debo creer esta doctrina? ¿Debo estar convencido por este razonamiento? Nunca escuché de una doctrina más escandalosamente absurda que ésta de la inexistencia de la materia. Podría creer con mayor facilidad cualquier ficción de las Historias persas. La presunción más tonta de la superstición más despreciable que jamás haya avergonzado a la naturaleza humana, no es más impactante para el sentido común, ni más repugnante para cualquier principio de la creencia humana. ¿Y debo aceptar esta jerga como verdadera, porque no puedo refutar los argumentos de un hombre que es un disputante más sutil que yo? ¿Acaso la filosofía requiere que haga esto? De ser así, entonces ella debe suponer que la verdad es tan variable como las fantasías, los caracteres y las habilidades intelectuales de los hombres, y que no hay nada como el sentido común.

Pero tal vez se me diga que todo esto no es sino crítica y declamación.

—¿Qué pasa si, después de todo, esta doctrina es creída, y la sofistería de Berkeley (como usted la llama), es admitida como un argumento sensato y como una prueba legítima? ¿Qué ocurre entonces [161] con su sentido común y con sus convicciones instintivas?

—¿Qué ocurre entonces, pregunta? Entonces acepto el hecho como algo extraordinario, y no puedo evitar sufrir por las consecuencias, que deben ser importantes y fatales.

Si un hombre, ya sea por vanidad, por un deseo de estar a la moda o para hacerse pasar por maravillosamente sabio, dice que la doctrina de Berkeley es verdadera, mientras que su creencia es precisamente la misma que la mía, está bien; lo dejo disfrutar de los frutos de su hipocresía que, sin duda alguna, contribuirán poderosamente a su mejoría en candor, felicidad y sabiduría. Si un hombre que profesa esta doctrina actúa como otros hombres en los asuntos comunes de la vida, no creeré sincera su profesión. Pues esta doctrina, al remover a los cuerpos del universo, produce un cambio total en las circunstancias del hombre, y, por lo tanto, si no se trata de algo meramente verbal, debe producir un cambio total en su conducta. Cuando un hombre es expulsado de su casa, o despojado de sus ropas, o se le ha robado su dinero, debe cambiar su comportamiento y actuar de manera diferente a como actúan otros hombres que disfrutan de esas ventajas. Persuada a un hombre de que es un pordiosero y un vagabundo, y lo verá cambiar instantáneamente sus maneras. Si los argumentos en contra de la existencia de la materia alguna vez han traído consigo la convicción, entonces deben haber producido al mismo tiempo un cambio extraordinario en la conducta. Pero si no han causado dicho cambio, debo insistir, nunca han traído convicción consigo, sin importar la vehemencia de la protesta con la que los hombres confiesan dicha convicción. Si usted dice que, pese a que el entendimiento del hombre esté convencido, hay ciertos instintos en su naturaleza que no le permiten alterar su conducta, o que si lo hiciera, el resto de la humanidad lo tomaría por un lunático, por lo primero permite que la creencia en la inexistencia de los cuerpos sea inconsistente con las leyes de la naturaleza, y por lo segundo permite que sea inconsistente con el sentido común.

[162] Pero si un hombre se convence de que la materia no tiene existencia, y cree este dogma con tanta firmeza y tan poca desconfianza como yo creo lo contrario, temo que tendrá pocas razones para elogiarse sobre esta nueva adquisición en la ciencia; pronto comprenderá que hubiese sido mejor para él razonar, creer y actuar como el resto de la gente. Si se cae por un precipicio, o es pisoteado por caballos, le será de poco provecho el haber tenido alguna vez el honor de ser discípulo de Berkeley, y creer que esos objetos peligrosos no son nada más que ideas en la mente. Y sin embrago, si se ve a dicho hombre evitar el precipicio, o apartarse del paso de un coche con seis caballos a todo galope, actúa tan inconsistentemente con su creencia, como si huyera del retrato de un hombre enojado, aun sabiendo que es un retrato. Puede suponer que su vida será preservada por el cuidado de sus amigos, o por la fuerza del instinto natural exhortándolo a actuar contrariamente a sus creencias, pero esto le costará caro, pues si la evidencia más clara y la convicción más completa son falaces, ruego que se me informe de qué tipo de evidencia, de qué grado de convicción nos podemos fiar. ¡Si la naturaleza fuese ilusionista de profesión, nos tocaría a nosotros, pobres reptiles medio ciegos, intentar penetrar los misterios de su corazón, y encargarnos de decidir cuándo nos presenta una apariencia verdadera y cuándo una falsa! Sin embargo, no diré que este hombre corre un riesgo más grande de caer en el escepticismo universal que en la credulidad universal. O bien lo uno, o lo otro, o los dos, deben ser su destino; y cualquiera de ellos será suficiente para amargar su vida entera y para descalificarlo de cualquier deber de una criatura racional. Aquel que pueda creer en algún caso en contra del sentido común, en contra de la evidencia más clara y en contra de la convicción más completa, puede hacerlo en otro; consecuentemente, puede convertirse en el embaucado de cualquier pendenciero que sea más astuto que él, y entonces, si no se le aparta de la humanidad, su libertad y felicidad [163] desaparecerán para siempre. Por supuesto, un temperamento alegre, fuertes hábitos hacia la virtud y la compañía de los buenos y los sabios, lo pueden salvar de la perdición si no se encuentra con tentaciones ni dificultades. Pero el fin de todo arte útil es enseñarnos a superar las dificultades, no incapacitarnos para enfrentarlas. Se sabe de hombres que vivieron muchos años en una habitación cálida, hasta que se volvieron muy delicados como para soportar el aire libre, pero ¿quién diría que este es un hábito deseable? ¿Qué médico recomendaría un régimen así a un hombre sano?

Se me dice que no puedo seguir suponiendo lo que considero imposible: que la humanidad en general, o siquiera un ser racional, podría, mediante argumentos, estar convencido de que esta absurda doctrina es verdadera. ¿Qué ocurre si todos los hombres son privados en un instante de su entendimiento por un poder superior, y son llevados a creer que la materia no tiene existencia alguna, sino como una idea en la mente, mientras todas las demás cosas terrenales permanecen tal como están? Sin duda esta catástrofe arrojaría, de acuerdo con nuestros metafísicos, una maravillosa luz sobre todas las ramas del conocimiento. No deseo ni siquiera conjeturar ni el número, ni la extensión, ni la calidad de descubrimientos sorprendentes que comenzarían a mostrarse ante la vista. Pero estoy seguro de esto, menos de un mes después no podría haber, sin algún otro milagro, ninguna criatura humana con vida sobre la faz de la tierra*.

Berkeley previó estas objeciones, e hizo lo que pudo para evitar algunas de ellas. Realizó un gran esfuerzo por probar dos puntos: el primero es [164] que su sistema no difiere de las creencias del resto de la humanidad; el segundo, que nuestra conducta no puede verse afectada por nuestra incredulidad acerca de la existencia del mundo material.

1. El primer punto es ciertamente falso. El mismo Sr. Hume parece dispuesto a abandonarlo. He conocido a muchos que no pueden responder a los argumentos de Berkeley, pero nunca conocí a uno que creyera su doctrina. Se la he mencionado a algunos que no estaban familiarizados con la filosofía, y que por lo tanto se supone no tenían prejuicio alguno a favor de ningún sistema, y todos la tomaron como la jerga más despreciable que ningún hombre en sus cabales jamás haya podido, o podría, creer. He prestado cuidadosa atención a los efectos que esta doctrina ha producido en mi mente, y se me presenta en este momento tal como cuando la escuché por primera vez: increíble e incomprensible. Digo incomprensible, pues, pese a que al leerla una y otra vez he memorizado un conjunto de frases y de argumentos que me permitirían, si estuviese dispuesto, hablar, argüir y escribir “acerca de ella y acerca de ella”; cuando dejo de lado los sistemas y los silogismos, cuando entro a algún dominio del negocio de la vida, o cuando remito el asunto a la decisión imparcial de mi mente, veo con claridad que jamás tuve un significado preciso para mis palabras, cuando decía que el mundo material no tiene existencia sino en la mente que lo percibe. En breve, si este autor ha afirmado que yo, y toda la humanidad, aceptamos y creemos Las mil y una noches como una historia verdadera, no podría tener una mejor razón para contradecir esa afirmación que la que tengo para contradecir ésta: “que los principios de Berkeley en lo referente a la existencia de la materia, no difieren de las creencias del resto de la humanidad.”

2. A favor del segundo punto, él dice que nada nos proporciona un interés en el mundo material, excepto los sentimientos placenteros o dolorosos que acompañan a nuestras percepciones; que estas percepciones son las mismas tanto si creemos [165] que el mundo material existe, como si creemos que no existe; consecuentemente, que nuestros sentimientos placenteros o dolorosos son también los mismos, y que, por lo tanto, nuestra conducta, que depende de nuestros sentimientos y percepciones, debe ser la misma tanto si creemos, como si no creemos en la existencia de la materia.

Pero si fuese cierto que por la ley de la naturaleza estamos determinados inevitablemente a creer en la existencia de la materia, y a actuar de acuerdo con esta creencia (y pienso que nada es más cierto), ¿cómo podría imaginarse que una creencia contraria no produciría ninguna alteración en nuestra conducta y en nuestros sentimientos? Con seguridad las leyes de la naturaleza no son cosas insignificantes, al punto de que sea un asunto de perfecta indiferencia si pensamos y actuamos de acuerdo con ellas o no. Yo creo que la materia existe; yo debo creer que la materia existe; y debo actuar constantemente de acuerdo con esta creencia: ésta es la ley de mi constitución. Supóngase que mi constitución cambiara en cuanto a esto y todo lo demás permaneciera igual. ¿No habría entonces ningún cambio en mis sentimientos y en mi conducta? Si no lo hubiera, esta ley de la naturaleza sería, en primer lugar, inútil, porque los hombres podrían estar igual de bien sin ella; en segundo lugar, inconveniente, porque su fin sería mantenernos ignorantes respecto a la verdad, y, en tercer lugar, absurda, porque sería insuficiente para lograr su fin, ya que el obispo de Cloyne, y otros, parecen haber logrado alcanzar la verdad a pesar de ella. ¿Es esto concordante con la economía usual de la naturaleza? ¿Es posible idear sentimientos o máximas más subversivos para la verdad, y más repugnantes para el espíritu de la verdadera filosofía?

Adicionalmente: todos los objetos externos tienen algunas cualidades en común; pero entre un objeto externo y una idea, o un pensamiento de la mente, no hay ni es posible que haya ninguna semejanza. Un grano de arena y el globo terrestre, un carbón ardiente y un trozo de hielo, una gota de tinta y una hoja de papel blanco; todos ellos se parecen en que son extensos, sólidos, con figura, con color y divisibles. Pero una [166] idea o un pensamiento no tienen extensión, solidez, figura, color ni divisibilidad, de manera que dos objetos externos no pueden ser tan diferentes, como un objeto externo y (lo que los filósofos llaman) la idea de él. Ahora bien, Berkeley nos enseñó que los objetos externos (esto es, las cosas que tomamos por objetos externos) no son sino ideas en nuestras mentes; en otras palabras, que ellos son, en todo respecto, diferentes de lo que parecen ser. Parece ser que esta vela no posee ninguna de las cualidades que aparenta tener: no es blanca, ni luminosa, ni redonda, ni divisible, ni extensa; pues ninguna de estas cualidades puede posiblemente pertenecer a una idea de la mente. ¿Cómo puedo saber lo que realmente es? No puedo concluir nada a partir de lo que parece ser; al menos no más de lo que puede juzgar acerca del color de la nieve o la apariencia visible del cielo estrellado, un hombre ciego que manipula un poco de cera negra. La vela puede ser una pirámide egipcia, el rey de Prusia, un perro rabioso o nada en absoluto; puede ser la isla de Madagascar, el anillo de Saturno, o una de las Pléyades; esto es todo lo que sé, o puedo saber, a menos que se me permita juzgar su naturaleza a partir de su apariencia, lo que, sin embargo, no puedo hacer razonablemente si su apariencia y su naturaleza son en todo respecto tan diferentes como para no tener ni una sola cualidad en común. Por lo tanto, debo creer que esto es lo que aparenta ser, un objeto externo real y corpóreo; y debo rechazar el sistema de Berkeley, o no podré creer jamás, con ningún atisbo de razón, nada concerniente a él. ¿Se dirá aún que la creencia de este sistema no puede afectar en lo más mínimo a los sentimientos o a la conducta? Con la misma verdad se puede decir que los sentimientos y la conducta de Newton no habrían sido afectados en lo más mínimo de haber sufrido una metamorfosis en un idiota, o en un montón de sal.

Algunos lectores pueden mostrarse insatisfechos con estos razonamientos, a causa de la ambigüedad de las palabras objeto externo e idea; las que, sin embargo, [167] no han sido explicadas completamente por los defensores de la inexistencia de la materia. Otros pueden pensar que debo haber malinterpretado al autor, pues él era un lógico demasiado agudo como para dejar su sistema expuesto a objeciones tan decisivas y obvias. Para complacer a dichos lectores, no insistiré en estas objeciones. Que pueda haber malinterpretado la doctrina del autor no sólo es posible, sino altamente probable; más bien, tengo razones para pensar que no fue perfectamente comprendido ni siquiera por él. ¿Acaso Berkeley no escribió sus Principios del conocimiento humano con la intención expresa (lo que le produce mucho orgullo) de desterrar al escepticismo tanto de la ciencia como de la religión? ¿No era optimista en la esperanza de triunfar en ello? ¿Y no han probado los hechos que estaba horriblemente equivocado? ¿Acaso no es evidente, por el uso que otros autores han hecho de él, que su sistema lleva al ateismo y al escepticismo universal? Y si una máquina decepciona a su inventor, al punto de producir efectos contrarios a los deseados y esperados, ¿no podemos concluir, sin quebranto en la claridad, que él no entendió perfectamente su plan? En todo caso, parece ser que el autor no previó todas las objeciones a las que es susceptible su teoría. No previó que podía haber construido el fundamento de un sistema escéptico; si lo hubiera hecho, sabemos que habría renunciado a él con aborrecimiento.

Hay entonces una objeción (en la que pienso que no puedo estar equivocado) que me permitirá alcanzar completamente mi presente propósito: la doctrina de nuestro autor es contraria a la creencia común, y lleva al escepticismo universal. Supóngase que es aceptada universal y seriamente; supóngase a todos los hombres despojados de toda creencia y, consecuentemente, de todo principio; ¿no sucedería necesariamente la disolución de la sociedad y la destrucción de la humanidad?

De todas formas, se me dice que Berkeley fue un hombre bueno, y que sus principios no le hicieron ningún daño. Reconozco esto; él era en verdad una persona de suma excelencia, nadie puede reverenciar su memoria más que yo. Pero, ¿parece él haber [168] actuado de acuerdo con sus principios, o parece haberlos entendido a cabalidad? ¿Parece acaso que, si los hubiera puesto en práctica, no hubiera ocurrido nunca un daño hacia él* o hacia la sociedad? ¿Parece que era un escéptico o un amigo del escepticismo? ¿Parece que los hombres pueden adoptar sus principios sin riesgo de volverse escépticos? Lo contrario a todo esto se muestra con evidencia incontrovertible.

Con seguridad el orgullo no fue hecho para el hombre. El genio más eminente puede encontrar en sí muchos recuerdos conmovedores de la fragilidad humana, tales que lo convierten en objeto de compasión para quienes son, en virtud y entendimiento, muy inferiores a él. Compadezco la debilidad de Berkeley al defender una teoría tan absurda y peligrosa. No dudo que debe haber nublado muchos de sus días con un abatimiento, que ni la aprobación de su conciencia, ni la serenidad natural de su temperamento, pudieran disipar enteramente . Y si yo creyera que estaba intoxicado con su teoría, y que se regocijaba con ella, aún me compadecería de esa intoxicación como una debilidad. El candor no me permite darle un nombre más severo, pues veo en sus escritos, y sé por el testimonio de sus contemporáneos, particularmente Pope y Swift, que era un amigo de la virtud y de la naturaleza humana.

No debemos suponer que una doctrina falsa es inofensiva, solamente [169] porque no logró corromper el corazón de un hombre bueno. Tampoco debemos suponer que, porque unos pocos escépticos no tienen autoridad para volver a la ciencia despreciable, o el poder para trastornar a la sociedad, el escepticismo no es peligroso para la ciencia o para la humanidad. Los efectos del escepticismo general serían horribles y fatales. Por lo tanto, debemos permitirnos afirmar, a pesar de nuestra reverencia por el carácter de Berkeley, que hemos probado suficientemente que su doctrina es subversiva para los intereses más importantes del hombre, como ser moral, inteligente y percipiente.

Después de todo, aun si concediera que la incredulidad en la existencia de la materia no podría producir ningún cambio considerable en los principios de la acción y el razonamiento, el lector encontrará, en lo que sigue*, que el objetivo que tengo en mente no se verá afectado ni siquiera por esta concesión. No digo esto siendo difidente o escéptico respecto de lo que he dicho acerca del tema actual. Nunca recomendaré a otros las doctrinas que no creo. Estoy absolutamente seguro de que para mí el sistema de Berkeley traería las consecuencias más fatales, y que sería igualmente peligroso para el resto de la humanidad; no puedo dudar de ello mientras crea que su naturaleza y la mía son iguales.

Pese a que es absurdo intentar ofrecer una prueba de lo que es auto–evidente, es meritorio y de hombres refutar las objeciones que la sofistería tiene contra ello. Con respecto al tema en cuestión, esto ha sido hecho de una manera decisiva y magistral por el ilustrado y sagaz Dr. Reid*, quien prueba que el razonamiento de Berkeley, y de otros, respecto a las cualidades primarias y secundarias†, debe sus [170] diferencias solamente a la ambigüedad de las palabras. He probado que, aun si este error fundamental nunca hubiese sido detectado, la filosofía de Berkeley es absurda por su propia naturaleza, porque supone que los principios originales del sentido común son controvertibles y falaces. Ésta es una suposición repugnante para el genio de la verdadera filosofía, y lleva a la credulidad universal o al escepticismo universal, y, consecuentemente, a la subversión de todo conocimiento y virtud. Antes de continuar es apropiado hacer uno o dos comentarios acerca de lo que se ha dicho.

1. Tenemos aquí una muestra de una doctrina adoptada por algunos filósofos, en contradicción directa con la creencia general de todos los hombres en todas las épocas.

2. El razonamiento que la sostiene, pese a que ha sido durante mucho tiempo irrefutable, nunca produjo una convicción seria y estable. Aun así, el sentido común siempre consideró falsa esta doctrina. Lamentamos encontrar que los poderes de la razón humana son tan limitados como para no poder producir una refutación lógica de ella; estábamos convencidos de que ameritaba una refutación, y nos jactábamos de que tarde o temprano sería refutada [171].

3. La creencia real y general de esta doctrina sería aceptada con consecuencias fatales para la ciencia y para la naturaleza humana, pues es una doctrina de acuerdo a la cual el hombre no podría actuar ni razonar en los asuntos comunes de la vida, sin incurrir en la locura o la estupidez, e involucrarse en la angustia y la perdición.

4. A partir del sentimiento de la tendencia maligna de esta doctrina, un hombre ingenioso se dedica a examinar los principios en los que está basada y descubre que son erróneos. Luego prueba, con la convicción total de jueces competentes, que desde el principio al fin es todo misterio y falsedad, levantándose desde las palabras ambiguas y la admisión gratuita de principios, que nunca habrían sido aceptados de haber sido entendidos completamente.

 


Beattie se refiere a la sección I del capítulo II de la segunda parte de su Ensayo, titulada Observaciones generales. Surgimiento y progreso del escepticismo moderno, que comienza diciendo:

La filosofía cartesiana debe ser considerada como el fundamento del escepticismo moderno. La fuente de los razonamientos de Locke en contra de la existencia independiente de las cualidades secundarias de la materia, de los razonamientos de Berkeley en contra de la existencia del mundo material, y de los razonamientos de Hume en contra de la existencia tanto del cuerpo como del alma, puede ser encontrada en la primera parte de los Principios de Descartes. Sin embargo, nada parece haber sido más lejano a las intenciones de este valioso e ingenioso filósofo, que el dar pie para la irreligión y el libertinaje. (122)

Beattie avanza a través de las distintas teorías con el ánimo de mostrar que es por el hecho de que estos autores no han distinguido entre razón y sentido común, que sucumben en el escepticismo.

* Por existencia independiente queremos decir una existencia que no depende de nosotros, ni, hasta donde sabemos, de ningún ser, excepto el Creador. Berkeley y otros dicen que la materia no existe sino en la mente que la percibe, y que consecuentemente depende, en lo que respecta a su existencia, de esa mente.

* Descartes, Los principios de la filosofía, Parte 1, § 4; Parte 2, §1.

Beattie se refiere a los argumentos que ha ofrecido en la sección anterior de su Ensayo en contra de la teoría de Descartes. Analiza allí varios fragmentos de las Meditaciones, con el fin de probar que las ideas de Descartes encierran, en el fondo, una petición de principio acerca de la veracidad de nuestras facultades. Si Descartes llegara a desconfiar verdaderamente de ellas, dice Beattie, jamás podría avanzar ni un paso en su sistema (cf. Ensayo 124).

* Yo conocí una vez a un hombre, criado en letras y de no mala memoria, que me dijo que nunca había soñado en toda su vida, hasta que tuvo esas calenturas de las que acababa de sanar, que sería a los veinticinco o veintiséis años de edad. (Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, Libro segundo, Capítulo I, §14) Un joven conocido mío jamás sueña en absoluto, excepto cuando su salud está trastornada.

† Ver la sección precedente. [En esa sección Beattie acude a una argumentación en la que intenta mostrar que la única manera en la que el argumento de Descartes puede funcionar, es si se acepta de antemano que las facultades son dignas de confianza:

Partiendo de esta noción innata e irresistible, que mis facultades son confiables, infiero, por el razonamiento más justo, que Dios existe… Pero Descartes argumenta de una manera diferente. Porque Dios existe (dice), y porque es perfecto, se sigue que mis facultades son confiables. Bien, —Pero, ¿cómo sabe que Dios existe? —Lo infiero del segundo principio de mi filosofía que ya ha sido establecido, Cogito, ergo sum. —¿Cómo sabe que su inferencia es justa? —Porque satisface a mi razón. —¿Acaso su argumento no parte de la suposición de que lo que satisface a su razón es verdadero? —Sí, lo hace. —¿No da por sentado entonces que su razón no es una facultad falaz, sino una confiable? —Esto debe darse por sentado, de lo contrario el argumento no sirve para nada. —Si es así, su argumento parte de la suposición de que el punto que debe ser probado es verdadero. En otras palabras, usted pretende probar la veracidad de sus facultades, mediante un argumento que evidente y necesariamente presupone su veracidad. (Ensayo 125–6)]

‡ Recherche de la verité. Tom. 3 P. 30. A Paris, chez Palard, 1679. [Beattie se refiere a la “Sexta elucidación” de Malebranche. Cf. Malebranche 569].

* “Pero pese a que Descartes ha ofrecido las pruebas más fuertes que la sola razón puede formar para la existencia de los cuerpos, y pese a que es evidente que Dios no es engañador, y que podemos decir que nos engaña si nos engañamos nosotros mismos al hacer el uso debido de nuestra mente y de otras facultades de las que Él es el Autor; aún así podemos decir que la existencia de la materia no está perfectamente demostrada, i.e. con rigor geométrico. Pues en las cuestiones filosóficas no debemos creer nada hasta que la evidencia nos obligue a hacerlo. Debemos hacer tanto uso de nuestra libertad como nos sea posible […] Así, para estar enteramente convencidos de que hay cuerpos, nos debemos haber demostrado no sólo que hay un Dios y que no es engañador, sino también que Él nos ha asegurado que ha creado realmente dicho mundo, prueba que no he encontrado en las obras de Descartes” (Tom. 3. p. 37, 38, 39). [En la edición en inglés cf. 572–573.]

† Tom. 3, P. 39 [en la versión en inglés cf. 573].

* Creo que esto se debe seguir si aceptamos que nuestros sentidos externos son necesarios para nuestra preservación, y no puedo imaginar cómo esto podría ser negado. Un hombre ciego, o sordo, puede vivir cómodamente en la sociedad de aquellos que ven o escuchan; pero si toda la humanidad fuese ciega o sorda, o privada de su razón hasta no creer a sus ojos, oídos y otras facultades perceptuales, no concibo cómo podría preservarse la vida humana sin un milagro.

Priestley cita las últimas líneas de este párrafo en su Estudio, con el fin de mostrar que Beattie procede de manera muy diferente a la de Reid en su ataque a Berkeley. Para Priestley, Beattie no da a Berkeley jamás el beneficio de la duda. Al respecto escribe: El Dr. Reid encuentra justamente a su enemigo, lo vence, lo desolla [la palabra de Priestley es “flays”, utilizada para referirse al acto de criticar severamente] y lo entierra, todo en su orden apropiado. Pero el Dr. Beattie comienza con el último acto, el entierro, sin molestarse por saber si su contrincante está vivo o muerto, pensando que el acto de enterrarlo será suficiente para todo lo demás. (Estudio 149)

El proceder de Beattie desagrada profundamente a Priestley, quien cree que su método de adscribir nefastas consecuencias a las teorías de los filósofos que desea refutar, para, a partir de ellas, rechazar sus sistemas, dista mucho de ser una manera justa de entablar un debate filosófico:

El Sr. Beattie adopta su sistema general de principios instintivos de la verdad, descubriendo mucho de sus maneras y de su espíritu, los cuales son en extremo decisivos e insolentes hacia aquellos que piensan de una manera distinta a la suya. Logra exceder al Dr. Reid en arrojar odio sobre aquellos cuyos sentimientos desea censurar, al adscribirles peligrosas y temerosas consecuencias, de las que ellos están lejos de poder ser acusados justamente. (Estudio 16)

Después de citar las primeras líneas de este párrafo, Priestley dice:

Encuentro que he viajado un poco más lejos que el Dr. Beattie, pues me he encontrado con un hombre muy ingenioso que defendía la doctrina de Berkeley con gran seriedad, y he conocido a otros que se han comprometido con esta opinión. Pero tal vez el Dr. Beattie tenga la indulgencia de un jurado, del que he escuchado que no creyó a un hombre que se confesaba culpable y lo liberó. (Estudio 151)

Priestley considera que la reacción de Beattie en contra de Berkeley obedece a un sentimiento visceral, producido más por su imaginación al pensar en las consecuencias de vivir en un mundo sin materia, que por el análisis de los argumentos de la teoría que refuta. Para Beattie parece haber tanto en juego, piensa Priestley, que cae en delirios similares a los de Don Quijote:

No me sorprende más el ardor del Dr. Beattie en el caso, al imaginar que tanto dependía de él, que lo que me sorprende el entusiasmo heroico de Don Quijote cuando confundió hosterías con castillos, un rebaño de ovejas con un ejército y una bacía de barbero con el yelmo de Mambrino. “Con seguridad”, dice nuestro autor, “las leyes de la naturaleza no son cosas insignificantes, al punto de que sea un asunto de perfecta indiferencia si pensamos y actuamos de acuerdo con ellas o no”. Creo que si no hubiese informado al lector de antemano, no se habría dado cuenta de que, en esta frase solemne, nuestro autor no tiene más en mente que la teoría inocente de Berkeley; y esto habría ocurrido especialmente si no hubiese visto, en la cita anterior, que el exterminio de la especie humana es la consecuencia de esta estratagema, lo cual me parece tan delirante como cualquier cosa que el mismo Don Quijote pudiera pensar. (Estudio 155)

* Que no se piense que un hombre puede ser incrédulo de sus sentidos sin peligro o inconveniente alguno. Pirrón (tal como se encuentra en Diógenes Laercio), profesaba no creer en sus sentidos, y no aprehender nada de ninguno de los objetos que los afectaban. La aparición de un precipicio o una bestia salvaje no eran nada para Pirrón, o así lo decía; no intentaba evitarlos, pues sabía que no eran nada en absoluto, o al menos que no eran lo que parecían ser. Supóngase que hablaba en serio, y supóngase que sus cuidanderos hubiesen adoptado los mismos principios. ¿Acaso sus extremidades afecy sus vidas no habrían estado en gran peligro, como las extremidades y la vida de un hombre ciego que deambula sólo en un lugar desconocido, con sus manos atadas tras la espalda? Tan pronto como consiga decir que podemos ser incrédulos de nuestros sentidos sin daño o inconveniente, diré entonces que son facultades inútiles.

Priestley cierra la sección de su Estudio dedicada a comentar la respuesta de Beattie a Berkeley, con un intento por mostrar que el sentido común es relativo y no invariable, como pensaba Beattie:

No puedo ver ninguna dificultad en concebir que yo mismo he podido adoptar esta opinión, y sin embargo haber sido alegre, virtuoso, religioso y feliz; a la expectativa constante de una recompensa en una vida futura, tan real como la que disfruto en el presente, pero en circunstancias infinitamente superiores. En ocasiones vemos las mismas cosas bajo luces tan diferentes, pese a que poseemos, o pensamos que poseemos, el mismo estándar infalible para la verdad, i.e. el sentido común. (Estudio 156)

* Parte 2, capítulo 3. [Beattie se refiere al último capítulo de la segunda parte de su Ensayo, titulado Recapitulación e inferencia. En sus tres breves páginas, explica que su propósito a lo largo de los dos capítulos anteriores ha sido el de mostrar “en qué punto el razonamiento debe detenerse, y la autoridad del sentido común debe ser admitida como decisiva” (Ensayo 218)].

* Investigación sobre la mente humana según los principios del sentido común.

† Descartes, Locke y Berkeley suponen que aquello a lo que llamamos cuerpo no es sino un conjunto de cualidades, a las que dividen en primarias y secundarias. De la primera clase son la extensión, la magnitud, la solidez, etc., que Locke y los cartesianos afirman que pertenecen a los cuerpos en todo momento, sean percibidos o no. De la segunda clase son el calor del fuego, el olor y el sabor de una rosa, etc., que, según los mismos autores y Berkeley, no existen en los cuerpos, sino sólo en la mente que los percibe. Éste es un error al que son llevados al suponer que las palabras calor, gusto, olor, etc., no significan otra cosa que una percepción, mientras que, como hemos visto, significan también una cosa externa. Berkeley, siguiendo las pistas que encontró en Descartes, Malebranche y Locke, ha aplicado el mismo razonamiento para probar que las cualidades primarias, igual que las secundarias, no tienen existencia externa y, consecuentemente, que los cuerpos (que consisten solamente de estos dos tipos de cualidades) existen sólo como una idea en la mente que los percibe, y que existen solamente mientras son percibidos.

 


Bibliografía

Beattie, James. An Essay on the Nature and Immutability of Truth in Opposition to Sophistry and Skepticism. London: James Cornish, 1770. [Reimpreso en edición facsimilar por USA: Kessinger Publishing, 2004].

Berkeley, George. A Treatise Concerning the Principles of Human Knowledge. USA: Hard Press [1710], 2003.

Berkeley, George. Three Dialogues between Hylas and Philonous. USA: Green Integer [1713], 2007.

Descartes, René. Los principios de la filosofía. Traducción directa de Gregorio Halperin. Buenos Aires: Losada [1644], 1951.

Kant, Immanuel. [P] Prolegómenos a toda metafísica futura que haya de poder presentarse como ciencia. Traducción de Mario Caimi. Madrid: Istmo [1783], 1999.

Locke, John. Ensayo sobre el entendimiento humano. Traducción de Edmundo O’Gorman. México D.F.: Fondo de cultura económica [1690], 1994.

Malebranche, Nicolas. The Search after Truth. Lennon, T. & Olscamp, P. (eds.). Cambridge: Cambridge University Press [1675], 1997.

Priestley, Joseph. Examination of Dr. Reid’s Inquiry into the Human Mind on the Principles of Common Sense, Dr. Beattie’s Essay on the Nature and Immutability of Truth and Dr. Oswald’s Appeal to Common Sense in Behalf of Religion. London: J. Johnson, 1775. [Reimpreso en edición facsimilar por USA: Kessinger Publishing, 2003].

Reid, Thomas. “An Inquiry into the Human Mind on the Principles of Common Sense”, en: Beanblossom, R. & Lehrer, K. (eds.). Thomas Reid: Inquiry and Essays. Indianápolis: Hackett Publishing Company [1764], 1983.

 

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