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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.136 Bogotá Jan./Apr. 2008

 

LOS SABERES DEL ARTE LA EXPERIENCIA ESTÉTICA EN NIETZSCHE

 

The Knowledge of Art The Aesthetical Experience in Nietzsche

 

Luis Eduardo Gama*

Universidad Nacional de Colombia legamab@unal.edu.co

 


RESUMEN

La reflexión sobre el arte atraviesa de comienzo a fin la obra filosófica de Nietzsche. Desde la temprana postulación de una "metafísica de artista" hasta las consideraciones tardías que ven en el arte la forma privilegiada de la Voluntad de Poder, Nietzsche hace depender su intento por superar la metafísica occidental en una particular concepción ontológica del hecho artístico. Este esteticismo ontológico, de enorme influencia en muchas corrientes filosóficas actuales, ha sido objeto de numerosos comentarios y críticas. Menos interés ha suscitado en cambio el análisis de las consecuencias que esta larga meditación nietzscheana sobre el arte pueda tener al interior de la esfera estética misma: ¿qué es lo específico del arte frente a otras esferas de la acción humana? ¿En qué consiste propiamente la experiencia estética? ¿Qué resulta para el individuo y para la cultura del encuentro con el fenómeno del arte? El presente artículo constituye un primer intento de responder estas cuestiones. Su base de análisis se concentra en El nacimiento de la tragedia, y en menor medida en la fisiología del arte del Crepúsculo de los ídolos. La tesis central que se defiende es que la experiencia estética para Nietzsche es esencialmente una experiencia de conocimiento, de un tipo de saber que da acceso a la verdad.

Palabras clave: arte, apolíneo, dionisíaco, experiencia estética, Nietzsche.

 


Abstraract

Nietzsche's reflection on art extends throughout his philosophical work. From the early claim of an "artist's metaphysics" to the late considerations that see in art the privileged form of the Will to Power, Nietzsche makes his attempt to overcome western metaphysics to depend on a particular ontological conception of the artistic fact. This ontological aestheticism, of enormous influence in current philosophical trends, has been the subject of various comments and criticisms. Less interest has raised instead the analysis of the implications that this long nietzschean meditation concerning art can have in the interior of the aesthetic field itself: what is the specificity of art compared with other fields of human action?

What results for the individual and for culture from the encounter with the phenomenon of art? This article constitutes a first attempt to answer these questions. Its analysis focuses in The Birth of Tragedy and, to a lesser extent, in the physiology of art found in the Twilight of the Idols. The article's central thesis defends that, according to Nietzsche, the aesthetical experience is essentially an experience of knowledge, a type of knowledge that gives access to truth.

Key words: art, appollinean, dionysian, aesthetical experience, Nietzsche.

 


Si en algún lugar en la historia de las ideas la relación entre el arte y la filosofía destella con esplendor es sin duda en la obra del filósofo alemán Friedrich Nietzsche. De esto no sólo da testimonio la permanente presencia de una reflexión sobre el hecho artístico a lo largo de todos sus escritos y a través del conjunto de sus temáticas, sino también su particular "estilo" de filosofar, él mismo decididamente artístico en su magistral dominio de la lengua alemana, en la profusión y pertinencia de los recursos literarios empleados o en la pulida composición de cada uno de sus textos. Nietzsche no sólo escribe sobre el arte, sino que insistentemente busca configurar su obra filosófica, más aún su propia vida, a la manera de una obra de arte. En él se renueva así una tradición que hunde sus raíces en Platón, quien con la invención de ese género literario-filosófico que es el diálogo socrático, difuminó las fronteras entre la bella escritura y el argumento filosófico, y entre un pensar sólo contemplativo y aquel logos que atrapa al alma del que en él participa, comprometiéndola en una transformación ética y estética de la propia vida. Tanto en Nietzsche como en Platón la filosofía se realiza por caminos muy cercanos a los de la creación artística, y en ambos casos también, esto es menos un lujo estético adosado a una doctrina, que el intento deliberado por abrir con ello un cauce desde el cual una contemplación sólo teórica discurra hacia la tarea efectiva de configurar la existencia individual.

Pero la convergencia señalada no debe ocultarnos las profundas diferencias entre estos dos pensadores. Sabemos que al lado del talante eminentemente artístico de Platón, al lado del lugar privilegiado de la belleza en la jerarquía de las ideas, abundan en sus diálogos juicios negativos con respecto al arte, no sólo en cuanto a su limitado poder epistemológico o al rango ontológico inferior de sus producciones, sino también en lo referente a su papel nocivo en la sociedad. Ambivalencias de este tipo son, por el contrario, ajenas por completo a Nietzsche. Un fragmento inédito escrito en su madurez, y que por tratarse de una mirada retrospectiva a su primera obra El nacimiento de la tragedia nos resulta harto significativo, ilustra este punto. Allí se lee:

La metafísica, la moral, la religión, la ciencia –todas ellas son tomadas en consideración en este libro exclusivamente como diversas formas de la mentira: con su ayuda se cree en la vida. "La vida debe inspirar confianza": la tarea, así planteada, es colosal. El hombre, para darle solución, tiene que ser un mentiroso por naturaleza; más que cualquier otra cosa tiene que ser además, artista... Y de hecho lo es: metafísica, moral, religión, ciencia –son sólo producciones de su voluntad de arte, de mentira. (FP 11[415] 154)

Mientras Platón concede al arte sólo un estatus secundario en lo ontológico y en el orden del conocimiento, y una función más bien opuesta a la de la verdadera moral, Nietzsche no vacila en considerar esos mismos ámbitos (metafísica, ciencia, moral) como simples formas derivadas del arte; mientras Platón expulsa al artista de su ciudad ideal, Nietzsche ve en él la solución a la "tarea colosal" de hacer confiable la vida, de dotar de sentido a la existencia. Una paradójica asimetría se traza entre el Platón que dialoga artísticamente y aquél que en buena parte de su filosofía condena el arte; el Nietzsche que hace de su vida y obra una creación artística resulta, en cambio, sólidamente consistente con el contenido propio de su doctrina, una doctrina que reserva para el arte el lugar cardinal de ser el eje que articula a su alrededor la ontología de la Voluntad de Poder, las reflexiones crítico-históricas de la genealogía y el programa de la transformación de la cultura. Es en ese sentido que afirmábamos al comienzo que en Nietzsche la relación arte y filosofía resplandece con un esplendor inédito en la historia del pensamiento occidental. Aquí tiene lugar una genuina "revolución estética" (cf. Gerhardt 1988) que determina en buena medida no sólo el curso de la filosofía que le sucedió, sino también la configuración de nuestras culturas actuales, y con ello nuestras maneras peculiares de ser modernos (o posmodernos).

No obstante, esa claridad del arte que emana desde el fondo y desde la forma de la filosofía nietzscheana, puede ser también enceguecedora. En efecto, si el arte resulta ser ahora "la verdadera tarea de la vida", más aún, la "actividad metafísica" (cf. FP 14[21] 157s) por excelencia; si el ser humano es en todo caso "artista" y si moral, ciencia, religión, política, filosofía y en general todo el ancho mundo de la cultura (incluyendo por supuesto al arte propiamente dicho) no son más que productos de esta voluntad artística, entonces la noción de arte resulta universalizada hasta tal punto que su empleo resulta siendo inocuo. En otras palabras, si todo resulta ser arte, entonces no sabremos nunca en definitiva qué es lo distintivo del arte, y si todos "de hecho" somos ya artistas, entonces ¿cómo saber qué es lo propio del artista? Desde el programa temprano de una "metafísica de artista" hasta la formulación tardía del arte como la forma suprema de la voluntad de poder, la filosofía de Nietzsche emprende una ontologización tan radical del arte que al final resulta muy difícil, desde este horizonte, asociar este término con el género de actividad creativa al cual solemos referirlo modernamente. La hiperinflación del término culmina pues asociando vagamente al arte con toda suerte de producción vital de constructos de sentido, borrando los contornos, los matices y las articulaciones naturales que distinguen al arte de otras actividades humanas.

Este problema determina el punto de partida del presente artículo. Nos preguntamos qué nos puede decir Nietzsche acerca del arte en cuanto tal, qué elementos de su filosofía contribuyen a precisar nuestra comprensión de esa esfera de la acción humana que llamamos arte. Partimos aquí de la convicción de que al lado del dimensionamiento ontológico del arte que tiene lugar en la obra de Nietzsche y que constituye sin duda una de las líneas axiales de su filosofía, existen importantísimos aportes al entendimiento de la naturaleza del arte y de su papel en la cultura y la existencia individual. Perseguimos pues aquí una determinación no sólo ontológica sino también estética del arte. Sólo al identificar los rasgos generales de una concepción nietzscheana del arte propiamente dicho estaremos luego en capacidad de determinar la hondura del vínculo que esta filosofía establece con la estética, es decir, de determinar hasta qué punto su constante apelación al arte es sólo una manera de hablar que acentúa un difuso aspecto creativo presente en todo proceso de constitución de sentido, o si, por el contrario, existe aquí una verdadera apelación al arte real como instancia clave para el conocimiento y autoconocimiento humano, y como punto de referencia ineludible para la transformación de la cultura.

1. El nacimiento de la tragedia y la renovación de la ciencia estética

El lugar más indicado para comenzar nuestra indagación es sin duda alguna El nacimiento de la tragedia. En efecto, la opera prima de Nietzsche se presenta en primera instancia como un tratado filológico- estético sobre el arte de la antigüedad, particularmente sobre el origen y la naturaleza de la tragedia griega. Es claro, sin embargo, que la obra supera rápidamente este limitado alcance para formular una doctrina metafísica de evidente corte schopenhaueriano y esbozar a la vez una crítica a la cultura del momento muy cercana a la que sustenta por entonces al proyecto artístico de Wagner. De este modo las reflexiones propiamente estéticas de la obra resultan fuertemente entrelazadas con hipótesis metafísicas, concepciones histórico-culturales y hasta fenómenos fisiológicos, en un confuso entramado de planos argumentativos que oscurecen notoriamente el texto. Esta diversidad de registros se deja notar especialmente en la intuición central que ofrece la obra: lo apolíneo y lo dionisíaco no representan solamente los dos principios que determinan el desarrollo del arte, sino que su tensa relación define también el horizonte metafísico último desde donde se decide el devenir mismo de la realidad y el movimiento de la historia, al tiempo que resultan instanciados en la vida instintiva de los individuos como los estados fisiológicos contrapuestos del sueño y la embriaguez. Según nuestro propósito, buscaremos aquí concentrarnos en el primer aspecto, esto es, en lo apolíneo y lo dionisíaco como principios genuinamente estéticos, dejando en un segundo plano el trasfondo metafísico o la concepción de la historia de la cultura que a ellos va asociada.

Antes de abordar las determinaciones propias del arte apolíneo y el arte dionisíaco, Nietzsche mismo nos presenta la perspectiva general en la que cabe ubicar su reflexión sobre el arte. Las líneas con que da inicio el texto dicen:

Mucho es lo que habremos ganado para la ciencia estética cuando hayamos llegado no sólo a la intelección lógica, sino a la seguridad inmediata de la intuición de que el desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionisíaco. (NT §1 40)

La mención a la ciencia estética (ästhetische Wissenschaft) deja en claro que Nietzsche se inscribe a sí mismo dentro de la tradición de pensamiento que inauguró Alexander Baumgarten a mediados del siglo XVIII y que hizo de la estética una disciplina filosófica autónoma con igual rango jerárquico que la lógica. Sin embargo, es también claro que Nietzsche quiere superar esta ciencia estética tradicional, pues en tanto "ciencia del conocimiento sensible" ella resulta meramente parasitaria de la "ciencia del conocimiento racional"; basta recordar cómo para Baumgarten el conocimiento de la perfección sensible, esto es, de lo bello artístico, se determina desde una simple analogía con la cognición racional de la verdad objetiva. Para Nietzsche en cambio ya no basta con trazar un camino análogo al de la "intelección lógica" para determinar la naturaleza del arte, pues se requiere ahora la inmediatez de una "intuición": lo apolíneo y lo dionisíaco no deben sólo sustentarse argumentativamente, sino ante todo intuirse de manera directa sin la mediación superflua de conceptos. Lo que en esta obra se propone Nietzsche, su peculiar "ciencia estética", si se quiere, no pretende describir simplemente hipótesis y postulados objetivos sobre el arte, sino que se presenta a sí misma como una vía de acceso a la experiencia más inmediata del arte, una experiencia determinada por la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisíaco. Podría pensarse que lo que se pretende con esta "superación" de la estética es el retorno a formas más vivenciales del arte, quizás el retorno a la manera como los griegos, según la hipótesis clasicista, vivieron efectivamente el arte y lo integraron plenamente en la vida de su cultura, mucho antes de que Platón y Aristóteles comenzaran a teorizar sobre él. Pero en realidad la superación de la ciencia estética no es un simple regreso a la plena fusión del arte y la vida que tuvo lugar en la Grecia antigua, pues la intelección lógica sobre el arte no se elimina en la estética nietzscheana, sino tan sólo se complementa con la inmediatez de ese elemento experiencial. Ni la irreflexiva inmersión en una esfera donde arte y vida se confunden, ni la fría teorización que esquematiza al arte desde una objetiva distancia, constituyen el paradigma de este nuevo saber estético. De alguna manera, que aún tenemos que determinar, la ciencia del arte que se plantea Nietzsche consiste en una forma de saber que debe combinar ambas exigencias.

Con esto en mente podemos preguntarnos ahora sí en qué consiste esa experiencia del arte determinada por los principios de lo apolíneo y lo dionisíaco, y que se debe no sólo intelectualizar conceptual y lógicamente, sino intuir de manera inmediata. En términos generales se puede afirmar que la experiencia del arte resulta ser en Nietzsche una experiencia vital de conocimiento y de verdad. Debemos justificar esta afirmación en las dos formas de arte que identifica El nacimiento de la tragedia.

1.1. El saber contemplativo del arte apolíneo

Como principios estéticos los nombres de lo apolíneo y lo dionisíaco le sirven a Nietzsche para agrupar todos los elementos pertenecientes al hecho artístico "el artista, la obra, el espectador y la experiencia estética" en dos tipos de arte diferenciados. No deja de resultar arbitrario semejante dualismo que proviene de extrapolar la oposición metafísica schopenhaueriana entre el mundo de la representación y la voluntad, al horizonte cultural de la Grecia antigua. Pero, como se mostrará, aquí importa menos elaborar una rígida clasificación de las artes, que el señalar dos formas diversas "si bien interdependientes" de la relación arte y conocimiento.

Partamos del fenómeno apolíneo. El reino de lo apolíneo sería el de la apariencia (Schein), el de una realidad ilusoria que oculta con las formas empíricas individuales la verdadera realidad del "uno primordial", esto es, el fondo trágico de un devenir perpetuo y sin sentido al que Nietzsche llama ahora lo dionisíaco, posibilitando de esta manera el florecimiento de la vida misma. Sin embargo, esta amplia caracterización resulta harto imprecisa. Para articularla debemos señalar que esa fuerza formal y figurativa de lo apolíneo, su poder de individuación, diríamos, ejerce su acción en distintos campos, desde la configuración del mundo empírico sensible en figuras individuales, hasta el ámbito de la representación artística, pasando por las construcciones sociales y culturales de la filosofía, el mito, la ciencia o la religión. Para nuestros propósitos habría pues que distinguir la forma de articulación de lo apolíneo que se da en el arte de sus otras manifestaciones.

El arte apolíneo es el de las bellas producciones del arte figurativo. En su esfera se ubica el arte de la figura y la forma, la disciplina de la línea, la claridad y la simpleza; se trata del arte bello, las artes plásticas o la poesía clásica donde domina la mesura, el equilibrio y la armonía. Y uno identificaría allí sin más el ideal clasicista de un Goethe, si Nietzsche no situara el principio apolíneo que gobierna a este arte en una dimensión tan profunda y tan preñada de implicaciones metafísicas. La pregunta es entonces por qué es lo que distingue al arte de los demás fenómenos apolíneos, por qué hace destacar a la imagen artística del resto de apariencias. En todos los casos se cumple aquí la función apolínea de hacer posible la vida, al librarla del implacable devenir dionisíaco abriendo para ella un ámbito estructurado de sentido, pero para el caso específico del arte esta tarea se acompaña de un muy peculiar rendimiento cognoscitivo. Las apariencias del mundo empírico con la presencia de sus múltiples figuras, o aquellas propias de las sólidas teorías de la metafísica o de la ciencia, se muestran como la verdadera esencia de las cosas, pero en realidad engañan al ser humano al ocultarle el fondo trágico de la voluntad unitaria que gobierna a la realidad; por el contrario, la bella apariencia artística tiende un puente hacia la contemplación de la verdadera raíz del mundo. Es importante mantener esta distinción, que Nietzsche no realiza expresamente, entre estas formas del fenómeno apolíneo, si uno no quiere envararse en el espesor de un texto que aúna sin mucho cuidado intuiciones metafísicas con postulados estéticos, crítico-culturales y fisiológicos. Así, lo apolíneo como principio metafísico de la generación de apariencias es uno en su papel posibilitador de la vida, pero dentro de la inmensa diversidad de sus productos existen ciertos entes individuales, ciertos objetos empíricos particulares que llamamos obras de arte, cuyo valor superior descansa en la capacidad que tienen de dar acceso a verdades profundas sobre el ser de la realidad. Dentro de la apariencia apolínea que encubre y engaña, surge pues destacándose la bella apariencia apolínea del arte, fuente de saber, vía hacia el conocimiento y la verdad.2

¿Pero en qué medida es la bella apariencia del arte apolíneo una forma de acceso a la verdad? ¿De qué manera esta experiencia estética es una experiencia de conocimiento? Y, más fundamental, ¿de qué conocimiento se trata? ¿Cuál es la verdad a la que aquí se accede? Para responder a estas preguntas quisiera concentrarme en el análisis de la "La transfiguración" de Rafael que tiene lugar en el §4 de El nacimiento de la tragedia. En las líneas que preceden este análisis Nietzsche distingue las dos formas fenómenicas de lo apolíneo que acabamos de mencionar:

Si prescindimos por un instante de nuestra propia "realidad", si concebimos nuestra existencia empírica, y también la del mundo en general, como una representación de lo Uno primordial engendrada en cada momento, entonces tendremos que considerar ahora el sueño como la apariencia de la apariencia y, por consiguiente, como una satisfacción aún más alta del ansia primordial de apariencia. (57)

Aquí se diferencian claramente la apariencia empírica del mundo fenoménico en que vivimos, de la apariencia del sueño y del arte apolíneo (recuérdese que el sueño es el estado fisiológico propio de la creación apolínea), la cual se presenta tan sólo como una apariencia reduplicada, como la "apariencia de una apariencia". De este modo en el arte apolíneo "el "arte ingenuo" que es también el arte de Rafael" se consuma una reinversión de la apariencia sobre sí misma, en un proceso que Nietzsche llama la "depotenciación de la apariencia como apariencia" (Depotenzieren des Scheins zum Schein) (NT §4 57).

La tentación es grande en asociar este pasaje con el célebre análisis platónico del arte como "imitación de una imitación", que desplaza al arte al "tercer lugar" en la escala jerárquica de la verdad (cf. República X 602c). El espíritu de la reflexión nietzscheana es, sin embargo, de un talante muy diferente. Sobre todo porque aquí no se trata de rebajar el estatus ontológico del arte al considerar la imagen artística como un segundo velamiento del ser. Todo lo contrario. El arte no nos aleja del ser, sino que éste encuentra en la imagen apolínea una afirmación más acentuada de sí mismo, "una satisfacción aún más alta" de su deseo constitutivo de apariencia. Para examinar esto vamos ahora sí al análisis de la "La transfiguración".

La tesis de Nietzsche afirma que en la conjunción total de sus dos mitades, la pintura representa la mutua necesidad entre lo dionisíaco y lo apolíneo. La mitad inferior ilustra el dolor, el sufrimiento y el sinsentido de la muerte, y por lo tanto representa el terrible fondo dionisíaco de la vida. La mitad superior no es sino una representación del poder celestial de Cristo transfigurado, cuya belleza y sublimidad triunfan sobre la muerte y el mundo, y por lo tanto tenemos aquí en obra el poder de lo apolíneo, que con sus bellas imágenes nos oculta la verdad trágica del mundo, haciéndonos posible vivir. Según Nietzsche:

Ante nuestras miradas tenemos aquí, en un simbolismo artístico supremo, tanto aquel mundo apolíneo de la belleza como su substrato, la horrorosa sabiduría de Sileno, y comprendemos por intuición su necesidad recíproca. (NT §4 57)

Evidentemente ya hay en esta interpretación una inversión de la polaridad entre verdad y apariencia propia de la metafísica cristiana. Allí donde el cristianismo sitúa el reino de la verdad y una promesa de redención para la falsedad del mundo, Rafael sólo encuentra una bella ficción que nos tranquiliza, haciéndonos olvidar la verdadera carencia de significado del todo.3 En todo caso, este es sólo un primer efecto de la imagen artística, que no es ni de lejos el más importante. Continúa Nietzsche:

Pero Apolo nos sale de nuevo al encuentro como la divinización del principium individuationis […] él nos muestra con gestos sublimes cómo es necesario el mundo entero del tormento, para que ese mundo empuje al individuo a engendrar la visión redentora, y cómo luego el individuo, inmerso en la contemplación de ésta, se halla sentado tranquilamente, en medio del mar, en su barca oscilante. (NT §4 58)

Precisemos. Apolo nos sale al encuentro, primero, en la bella imagen del reino de Cristo de la mitad superior del cuadro. Pero "nos sale de nuevo al encuentro" en la totalidad de la obra, es decir, como la imagen que es la pintura misma de Rafael. En el primer encuentro intuimos que las ficciones metafísicas de la religión son sólo apariencias que ocultan el sufrimiento de la vida y del mundo empírico. Con esto se invertiría la jerarquía ontológica de la metafísica cristiana, pero por ello mismo aún podría considerarse que la verdad yace del lado del dolor y el sinsentido del mundo empírico. En el segundo encuentro con Apolo vamos más allá de estos motivos cristianos para comprender ahora el proceso de generación de apariencias en su totalidad, la necesidad que lo origina y su universalidad, así como su función esencial de sostenimiento de la vida. En la contemplación de la imagen artística tenemos pues acceso a una verdad más alta que aquellas que conciernen a la religión y sus doctrinas, pues en efecto, más allá de los mundos representados y de sus significados establecidos, la pintura de Rafael pone en evidencia el papel central de ese proceso continuo de producción de apariencias en la configuración de la realidad de la cultura y en la economía de la vida humana. Si en el primer encuentro lo apolíneo toma la forma de la apariencia engañosa de la metafísica y la religión, en el segundo tenemos que vérnoslas con un Apolo instanciado en la apariencia bella del arte y aquí ya no hay engaño ni ocultamiento de la verdad. La bella apariencia que es "La transfiguración" nos revela el lugar de la apariencia en el orden de la realidad; ella es, en ese sentido, apariencia de una apariencia, pero no una que nos aleje de la verdad, sino una apariencia que ilustra el carácter apariencial que atraviesa la vida, la única esencia posible de la realidad, como comprenderá Nietzsche años más tarde. La apariencia apolínea del arte es en ese sentido de un valor cognoscitivo superior a la apariencia apolínea de la metafísica, la religión, la ciencia o de las que pueblan nuestro mundo empírico. El arte es apariencia apolínea que nos deja intuir la naturaleza real de lo que nos rodea y por ello también de nosotros mismos; él nos ayuda a escapar de la inmediatez irrefutable de los hechos empíricos y nos previene a la vez de buscar consuelos metafísicos en las bellas mentiras de la religión.

Al concebir al arte como "imitación de una imitación", Platón adscribía al arte un rango ontológico inferior y le negaba cualquier valor para el conocimiento. Algo distinto sucede en Nietzsche. Es cierto que en el arte apolíneo se consuma la "apariencia de una apariencia", pero con ello no se da un paso más hacia afuera de la verdad, pues esta segunda apariencia funciona en realidad como una inversión sobre la primera, una inversión que devela su naturaleza real y el mecanismo de su generación y de su acción. La "depotenciación de la apariencia como apariencia" que caracteriza, según Nietzsche, al arte apolíneo, quiere decir, según esto, que en el arte se desnuda y se desactiva la pretensión de ciertas formas de apariencia de hacerse pasar por la verdadera realidad. Lo curioso es que este develamiento tiene lugar mediante otra apariencia, de modo que uno puede pensar que la depotenciación de un tipo de apariencia que vela y oculta, va acompañada de la potenciación, cognoscitiva por lo pronto, de ese tipo particular de apariencia apolínea que es el arte.

La experiencia apolínea en el arte se ha mostrado pues como una experiencia de conocimiento y de verdad. ¿Pero qué tipo de conocimiento y qué tipo de verdad? Ahora estamos en posición de adelantar una respuesta. Se trata de un conocimiento que no es lógico ni argumentativo, sino de uno que partiendo de la contemplación de la imagen, permite "comprender intuitivamente" sus verdades. Se trata, por otra parte, de verdades que no son simples verdades empíricas o históricas, sino verdades que develan el carácter ficticio de ciertas construcciones meramente humanas (metafísica, religión) y que ponen en evidencia la importancia del proceso de generación de apariencias para la constitución de la cultura y para la potenciación de la vida. Y en tanto estos dos develamientos son los elementos constitutivos de lo que Nietzsche denomina lo dionisíaco, se puede afirmar, en el lenguaje de El nacimiento de la tragedia, que a través del arte, Apolo permite conocer intuitivamente a Dioniso.

Antes de abordar el fenómeno de lo dionisíaco, examinemos brevemente otras dos manifestaciones de lo apolíneo que deben complementar el análisis de la obra de arte apolínea. Se trata, en primer lugar, del fenómeno del sueño, que Nietzsche considera el estado fisiológico propio del artista apolíneo. Aquí se confirma el poder cognoscitivo del arte, porque resulta que lo que caracteriza al sueño apolíneo "que no tiene nada que ver con lo ilógico y caótico de nuestros sueños habituales" es que éste se acompaña del "sentimiento traslúcido de su apariencia" (NT §1 41). En otras palabras, en el sueño apolíneo somos conscientes de estar soñando, sin dejar por ello de soñar; se trata pues de una apariencia que no quiere engañar sino que se presenta poniendo en evidencia su propio carácter de apariencia. En eso consiste sin duda la "verdad superior" de este estado fisiológico (ibid. 42). El segundo fenómeno es el del mundo olímpico griego, al que Nietzsche presenta como un excepcional ejemplo histórico de una cultura apolínea. En efecto, para Nietzsche, la creación del mundo de los dioses olímpicos sólo es comprensible como parte del proceso por el cual, el pueblo griego, ante el conocimiento del horrible sinsentido dionisíaco que gobierna el mundo, se vio en la necesidad de embellecer la realidad con las resplandecientes figuras de los olímpicos, para hacer así posible la existencia:

El mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación [Vollendung] de la existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el mundo olímpico, en el cual la "voluntad" helénica se puso delante un espejo en el que lucía más bella [ein verklärendes Spiegel]4. Viviéndola ellos mismos es como los dioses justifican la vida humana "¡única teodicea satisfactoria! La existencia bajo el luminoso resplandor solar de tales dioses es sentida como lo apetecible de suyo. (NT §3 53)

Este fragmento pone nuevamente de relieve el carácter de conocimiento y verdad que acompaña al arte apolíneo. Aquí la cultura olímpica griega es representada como una cultura artística que produce bellas apariencias "el mundo olímpico", que hacen deseable la existencia humana, al tiempo que permiten un conocimiento intuitivo del fondo dionisíaco último de la realidad. Para inducir a vivir, los griegos no tuvieron que figurarse un universo ficticio de beatitud y dulzura que hiciera olvidar su profundo conocimiento del absurdo de la existencia; en efecto, el mundo olímpico no es un mundo rosa, sino el mundo del destino cruel de los más nobles, de las estirpes malditas y de los dioses envidiosos e iracundos. Nada se disimula aquí acerca del carácter esencialmente amoral de la realidad, y sin embargo, todo eso se presenta de una manera tal que el individuo que contempla estas terribles imágenes olímpicas ya no siente espanto por su existencia, sino un inusitado entusiasmo por vivir. Por lo demás, hacer lucir bella a la "voluntad" helénica, no implica desfigurar su rostro: lo apolíneo olímpico hace bello a Dioniso resaltando e iluminando rasgos que no son impostados, sino que también le pertenecen por naturaleza.5

Es indudable la estrecha filiación que Nietzsche entrevé entre la cultura olímpica griega y el arte apolíneo. Ambas proporcionan una imagen de la realidad, cuya contemplación no sólo hace posible la vida y la exalta, sino que además se convierte en una fuente de verdades profundas sobre la existencia humana que resultan así accesibles de manera más directa e intuitiva. Y sin embargo Nietzsche hace valer también la diferencia. El mundo olímpico griego representa sólo un momento histórico específico e irrepetible, y la forma como aquí se armonizó un saber metafísico superior con la vitalidad del pueblo, no se puede hipostasiar a una especie de estado originario de toda cultura (cf. NT §3 54) al que siempre tendríamos oportunidad de regresar. En esa medida, ya el joven Nietzsche se prohíbe ese tipo de retorno al pasado que el romanticismo había emprendido como vía para la renovación de la cultura. Pero si el experimento griego es irrepetible, el arte no lo es. Pese a las innegables evoluciones en la técnica y en los materiales, y a los cambios de estilos y de escuelas, Nietzsche parece suponer que existe una línea que aúna al arte apolíneo del escultor griego con un pintor moderno como Rafael. El arte, el arte apolíneo por lo pronto, resulta siempre actual y por lo tanto nos ofrece siempre una imagen donde contemplar los trazos esenciales de la realidad.

Podemos, a esta altura, hacer un balance de lo obtenido hasta aquí. Nosotros buscamos caracterizar la experiencia artística determinada por los principios de lo apolíneo y lo dionisíaco y partimos de la tesis de que se trata allí de una experiencia de saber y de verdad que cumple una función vital central. Nuestro análisis del principio apolíneo ha confirmado esta intuición. Aquí fue necesario primero deslindar de las múltiples manifestaciones de lo apolíneo aquellas que son propiamente artísticas. La categoría clave para ello es, siguiendo una antigua tradición de la filosofía del arte, la categoría de lo bello. La apariencia del arte es bella, es la bella imagen que invita a los hombres a la contemplación, a la contemplación de la realidad informe, cambiante, amoral y terrible de Dioniso, una vez que ésta ha sido enaltecida con los trazos hermosos del artista apolíneo. Volveremos enseguida sobre el significado de ese enaltecimiento de Dioniso por Apolo que tiene lugar en el arte. Por ahora interesa destacar la tensión que se resuelve en la experiencia humana con lo artístico apolíneo: allí gana el individuo un saber de las fuerzas determinantes de la realidad y de su destino, de la necesidad de la apariencia, de la tragedia de una existencia fundada en un devenir sin lógos ni télos, pero de manera tal, que quien hace esta experiencia contempla con entusiasmo esta imagen terrible y ama con más fuerza la vida.6 Por último habría que precisar que este conocimiento aquí obtenido es sólo el conocimiento contemplativo de un individuo que observa como espectador pasivo (como "sentado tranquilamente en medio del mar") la imagen del mundo que se le ofrece. He aquí la razón por la cual Nietzsche no considerará al saber y a la experiencia propias del arte apolíneo, la realización suprema de la experiencia estética.

1.2. Dioniso, arte trágico, saber participativo

Bajo el nombre de Dioniso Nietzsche establece un símbolo para el flujo informe e incontenible de la vida en su perpetuo proceso de creación y destrucción, de aniquilamiento y renovación. Como suele suceder en Nietzsche, el término no gana nunca la fijeza de un concepto y se usa más bien para recoger intuiciones provenientes de diversas fuentes: la ciega voluntad metafísica o el "uno primordial" de Schopenhauer, cuyas permanentes objetivaciones sólo tienen por meta su propia afirmación, o el resurgimiento del sentimiento trágico de la vida de los griegos, del mito, el instinto y la cercanía a lo natural, que desde el romanticismo ganaba presencia, alcanzando en la obra de Wagner una altura insuperable. Lo dionisíaco es ese poder creativo desbordante, ilimitado, carente de formas, estructura o armonía, que elevado a categoría metafísica se revela como el fondo infinito del que brota y al que retorna toda existencia individual. Justo por ello la experiencia de lo dionisíaco toma la forma en primera instancia de una disolución del individuo, o en el lenguaje de esta obra, de una "infracción del principium individuationis" representado por Apolo. ¿Cuándo tiene lugar una experiencia tal? Nietzsche se remite aquí a los estados de rapto colectivos, presentes en toda cultura, cuya función es trasgredir los límites sociales prescritos, para alcanzar, en una suerte de trance mágico, un sentimiento de comunión y fusión de todos los individuos en uno solo. Se trata de experiencias límite cuyo correlato afectivo consiste en una extraña copresencia del espanto (Grausen) ante la transgresión y el quiebre de la individualidad, y del éxtasis (Verzückung) que surge de la unión de los hombres entre sí y de su reconciliación en el todo de la naturaleza. Esta curiosa amalgama de espanto y éxtasis constituye lo que Nietzsche llama el sentimiento de la embriaguez (Rausch) (cf. NT §1 43-44), el estado fisiológico dionisíaco por excelencia que, paralelo al sueño apolíneo, será central, como veremos, dentro de las consideraciones estéticas.

Pero esta primera vía seudo-antropológica para aproximarse a la experiencia de lo dionisíaco no resulta ser el camino por el que opta Nietzsche en su exposición. Los estados orgiásticos y narcóticos de trance dionisíaco resultan sólo episodios puntuales, contingentes y pasajeros, donde el olvido de sí y la consecuente ausencia de reflexión del individuo impiden una aprehensión conciente de los mismos. Lo dionisíaco en estado puro "lo bárbaro dionisíaco" se retrae por su propia naturaleza caótica e informe al saber humano; sus manifestaciones más vívidas representan a la vez el límite último para la capacidad cognoscitiva humana, pues quien participa realmente de ellas ya no dispone de su conciencia y discernimiento, y quien se queda al margen no participa entonces de su esencia. Si, como vimos, la reflexión de Nietzsche se quiere inscribir en el marco de una ciencia estética, es decir, de un saber sobre el arte y desde el arte, el fenómeno de lo dionisíaco en su crudeza original no puede proporcionar entonces ningún punto de apoyo para este propósito.

Pero Dioniso no se recoge en una esfera más allá de lo fenoménico y del conocimiento a la que sólo se tuviera acceso en ciertos estados excepcionales. Una perspectiva tal sólo representaría una nueva forma del dualismo propio de la metafísica tradicional, una nueva variante de la escisión kantiana entre fenómeno y cosa en sí, o de la schopenhaueriana de la representación y la voluntad. Para escapar a este esquema, Nietzsche sólo puede recurrir por lo pronto a un cambio en el punto de partida: si se ha abierto hasta ahora, sin mayor justificación, una distancia insalvable entre los planos o ámbitos diferenciados del ser y el devenir, la esencia y la apariencia, lo en-sí y la representación, ¿por qué no partir del presupuesto contrario? La nueva hipótesis metafísica, expresada en la terminología propia de esta obra dice:

Cuanto más advierto en la naturaleza aquellos instintos artísticos omnipotentes, y, en ellos, un ferviente anhelo de apariencia, de lograr una redención mediante la apariencia, tanto más empujado me siento a la conjetura [Annahme] metafísica de que lo verdaderamente existente, lo Uno primordial, necesita a la vez, en cuanto es lo eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente redención, la visión extasiante, la apariencia placentera. (NT §4 56-57)

A mi modo de ver, aquí se encuentra el pasaje decisivo de esta obra, el punto en el cual la imagen de lo apolíneo y lo dionisíaco, más allá de su lenguaje ampuloso y su simbolismo oscuro, dejan adivinar su intención. De lo que se trata es de elaborar una metafísica que tome como punto de partida la vinculación esencial entre el ser y la apariencia, entre la esencia en sí y la representación. Desde este supuesto se perfila la posibilidad de un conocimiento humano que no se restrinja al mundo fenoménico, sino que desde la apariencia gane acceso al orden último de la realidad. Algo de este conocimiento ya está presente en el tipo de saber que Nietzsche adscribe al arte apolíneo, pero tendrá su desarrollo más alto en al arte dionisíaco o trágico, como veremos enseguida. La nueva metafísica, la del ser que necesita de la apariencia, proporciona así el marco para la perseguida renovación de la ciencia estética. Pero por otra parte, se trata tan sólo de una "conjetura metafísica", de un presupuesto cuyo único sustento resulta ser la evidencia empírica de un "instinto artístico" de la naturaleza, que se revela "quizás" en la incesante potencia creadora de formas e individuos que acompaña a los procesos naturales. No hay claridad en este punto; como sea, lo que ahora interesa señalar es que, basada en una mera suposición, esta metafísica no se convierte, retrocediendo por detrás de Kant, en un tardío vástago del dogmatismo pre-crítico,7 sino que representa una forma de saber filosófico, que no se funda ya en verdades autoevidentes o en primeros principios incondicionales, sino que parte de rastrear intuiciones más o menos difusas, para proponer conjeturas que sólo en la experiencia ulterior ganarán firmeza y articulación. Todo esto debe aún parecer algo abstracto, pero con todo y eso ya es posible percibir cierta circularidad ínsita a esta nueva metafísica: en ella se parte de la intuición de un instinto artístico para formular un principio sólo provisional que requiere luego de este mismo instinto y del saber que le es propio para confirmarse. Así, la ciencia estética buscada se funda en una conjetura metafísica, que, a su vez, sólo gana peso específico con el desarrollo de esta misma ciencia.

Volvamos a la cita para comenzar a desembrollar todo esto. ¿Qué puede significar esta pretendida necesidad dionisíaca de la apariencia? En el pasaje citado se habla de que el dios sufriente necesita de la apariencia placentera para "su permanente redención" [Erlösung]. En otro pasaje que ya hemos aludido se lee:

En los griegos la "voluntad" quiso contemplarse a sí misma en el embellecimiento [Verklärung] del genio y del mundo del arte: para enaltecerse [sich verherrlichen] ella a sí misma, sus criaturas tenían que sentirse dignas de ser enaltecidas, tenían que volver a verse en una esfera superior […] Ésta es la esfera de la belleza, en la que los griegos veían sus imágenes reflejadas como en un espejo, los Olímpicos. (NT §3 54s)

Tenemos pues, de un lado, a Dioniso que se redime en la apariencia, del otro, a Dioniso que se enaltece gracias a ella. La ambigüedad se disuelve si consideramos que lo que está en juego aquí son las dos formas de apariencia apolíneas que ya habíamos identificado antes. En el primer caso, la apariencia que redime no es otra que la de las formas individuales del mundo empírico o la de las construcciones culturales más o menos teóricas de la metafísica, la religión o la ciencia. En ellas la potencia desbordante de creación de lo dionisíaco encuentra redención, sosiego y reposo en una figura acabada y completa: en las formas fijas y estables del mundo natural, en la solidez y permanencia del mundo empírico, o en la estructura lógica de una teoría omnicomprensiva. En el segundo caso, se trata de las bellas apariencias del arte; en ellas no se busca tanto suspender la indomable fuerza creativa de lo dionisíaco para poner término a su sufrimiento, como enaltecerla, es decir, reconducir ese torrente creador, caótico e informe, hacia cursos más definidos; introducir apariencias y figuras que no agotan la energía creativa de Dioniso, pero que la dotan de cierta flexible corporeidad que le impide dilapidarse en la explosión avasallante de un crear sin límites. Lo dionisíaco que se deja expandir libremente desde su propio centro degenera en destrucción y caos; lo dionisíaco cuya energía se invierte en la configuración de entidades rígidas y, en apariencia, definitivas, termina retrayéndose detrás de sus creaciones, dispensado, aunque sólo sea provisionalmente, de reanudar su ciclo eterno. Sólo un Dioniso preformado con las bellas apariencias del arte apolíneo, sólo lo dionisíaco que ha ganado imagen, aunque no eidos ni forma universal, logra mediante ella reinvertir en sí mismo su propia potencia en lugar de derrocharla hacia cualquier sentido. Dotado de forma e imagen artística Dioniso se puede ahora mostrar a sus "criaturas", no a entes inertes e inanimados, sino a individuos que contemplan en esta imagen el rostro de Dioniso, y reconocen allí intuitivamente su propia esencia, que gracias a esto resulta reafirmada y enaltecida. Elevando a sus criaturas Dioniso se eleva a sí mismo, y viceversa, como en un impulso ascendente estimulado por un dinamismo mutuo.8

La conjetura metafísica según la cual Dioniso se redime en la apariencia debe pues reformularse para el caso de la apariencia artística. Allí, más que una redención, lo que tiene lugar es la elevación de lo dionisíaco a una potencia expresiva tal, que resulta aprehensible para la comprensión humana. Éste era, como vimos, el significado más profundo de la experiencia apolínea en el arte, que ahora podemos completar a cabalidad. Porque si el bello arte de la figura y la forma permite intuir el fondo dionisíaco del mundo, esto se debe menos, de acuerdo a lo dicho, a la genialidad del artista o la penetración estética del receptor, que a la voluntad misma del "uno primordial" de informarse a sí mismo, esto es, de adquirir figuraciones que lo hagan visible. La estética de Nietzsche no se agota pues ni en consideraciones meramente normativas sobre la producción de lo bello, ni en análisis sobre la subjetividad del artista o del receptor, sino que resulta indisociable de una consideración ontológica sobre la naturaleza del ser de los entes. El principio de producción de apariencias que se encarna en el artista apolíneo no puede reducirse pues a una variable psicológica, ni encuadrarse en ninguna teoría de la subjetividad, sino que resulta ser en principio una variable del postulado metafísico central, que dinamiza al ser en un proceso perpetuo de creación y destrucción de apariencias.

Pero este Dioniso que se enaltece en la apariencia determina también un segundo principio estético, a saber, el de lo dionisíaco- trágico. Si el artista apolíneo representa aquella individualidad superior que armado de la forma y la figura, de la línea, del bello trazo o de la armonía, sale al encuentro de lo dionisíaco, el artista trágico brota del fondo mismo del éxtasis dionisíaco y sale al encuentro de la bella imagen. En una primera aproximación Nietzsche lo caracteriza como:

[A]lguien que, en la borrachera dionisíaca y en la autoalienación mística, se prosterna solitario y apartado de los coros entusiastas, y al que entonces se le hace manifiesto, a través del influjo apolíneo del sueño, su propio estado, es decir, su unidad con el fondo más íntimo del mundo, en una imagen onírica simbólica. (NT §2 46s)

Se advierte ya el distinto rendimiento estético que generan los principios artístico-metafísicos de lo apolíneo y lo dionisíaco. En el primer caso, la creación de apariencias brota de la individualidad del artista, quien a través de las bellas figuras e imágenes producidas devela rasgos ontológicos profundos de la "realidad" representada. Se trata, como vimos, de la bella apariencia que al trazarse sobre el mundo de la empiria, pone en evidencia el carácter apariencial de éste, esto es, su pertenencia, como momento fugitivo, al ciclo metafísico eterno de lo dionisíaco. En esta experiencia del arte apolíneo, sin embargo, artista y espectador no abandonan jamás su individualidad, si bien ésta se les aparece ahora como un fragmento más del juego de apariencias que todo lo determina. Ellos se comportan allí como individuos que sueñan y que en el momento del sueño saben de repente que están soñando, pero que no por ello buscan despertar, sino que insisten en proseguir la ensoñación, para usar la imagen que aparecerá en La Gaya Scienza. En el segundo caso la situación es muy distinta. Allí el arte no brota de una voluntad individual constituida, sino justo de individuos que casi han dejado de ser tales, pues se han disuelto en la corriente primordial de lo dionisíaco, pero que aún en medio de esa autoalienación logran expresar en una imagen simbólica la verdad inmediata a la que se encuentren entregados, la experiencia del ser que los subyuga. El deseo de apariencia artística mana aquí de manera inmediata desde dentro de la voluntad metafísica de lo uno dionisíaco, como una corriente impetuosa que aturde a quienes de pronto se ven arrastrados por ella. Tal es el efecto que Nietzsche encuentra en el ditirambo dionisíaco, ese rito de culto donde mediante la danza y la música:

El hombre es estimulado hasta la intensificación máxima de sus capacidades simbólicas; algo jamás sentido aspira a exteriorizarse, la aniquilación del velo de Maya, la unidad como genio de la especie, más aún, de la naturaleza. Ahora la esencia de la naturaleza debe expresarse simbólicamente. (NT §2 49)

En el marco de la metafísica de El nacimiento de la tragedia es claro que toda creación artística procede en última instancia de esa voluntad dionisíaca que necesita de la apariencia para su redención o enaltecimiento, según la conjetura metafísica central de la obra. Pero esa misma energía creadora se encauza en dos formas diferentes: o bien a través del artista individual apolíneo, o bien desde el artista dionisíaco enajenado. El primero crea, desde el recinto seguro de su mismidad, la hermosa apariencia donde contempla, como de lejos, el horror dionisíaco; su actividad es inteligente, planificadora, racional, y encaminada a la producción de la armonía y la belleza. El segundo en cambio ha visto desarticular su subjetividad en el ímpetu de un torrente creativo que lo avasalla y del que no puede dar cuenta, y por ello su actividad es impulsiva, inconciente e intuitiva, y persigue, no representar a Dioniso para su plácida contemplación, sino más bien traerlo a la presencia. Allí estriba precisamente el efecto de la capacidad simbólica que, como dice el último pasaje citado, resulta poderosamente intensificada en la experiencia artística dionisíaca, pues lo simbólico no genera una distancia con lo simbolizado, sino que lo deja surgir y hacerse presente, del modo como el símbolo de la cruz actualiza efectivamente en la comunidad la presencia viva de Cristo.9 Así, mientras la bella apariencia dionisíaca determina un espacio intermedio que "sin llegar a velarlo o transfigurarlo" desactiva el poder destructivo de Dioniso y nos ofrece una perspectiva desde donde contemplarlo sin sucumbir a su fuerza desestabilizante, las apariencias simbólicas dionisíacas dejan brotar ese flujo incontenible dionisíaco, de modo que el individuo se funde y se hace uno con esa energía infinita que ha ganado presencia. El artista dionisíaco, dice Nietzsche:

[S]e ha identificado plenamente con lo Uno primordial, con su dolor y su contradicción, y produce una réplica de ese Uno primordial en forma de música […] después esa música se le hace visible de nuevo, bajo el efecto apolíneo del sueño, como en una imagen onírica simbólica [gleichnissartigen Traumbilde]. Aquel reflejo a-conceptual y a-figurativo del dolor primordial en la música, con su redención en la apariencia, engendra ahora un segundo reflejo, en forma de símbolo [Gleichniss] o ejemplificación individual. Ya en el proceso dionisíaco el artista ha abandonado su subjetividad: la imagen que su unidad con el corazón del mundo le muestra ahora es una escena onírica, que hace sensibles [versinnlicht] aquella contradicción y aquel dolor primordiales junto con el placer primordial propio de la apariencia. (NT §5 63)

La experiencia artística dionisíaca parte pues de una identificación plena con la verdad terrible del mundo, y no de una contemplación a distancia de la misma; de allí brotan apariencias sensibles en forma de música o de imágenes simbólicas, pero con ellas se logra menos una aprehensión intelectual de lo dionisíaco (la música es "aconceptual") que un "hacer sensible" y comunicable la experiencia del mismo. Como en todo arte, lo distintivo aquí es la generación de apariencias; como toda apariencia, la apariencia artística brota de una necesidad metafísica, en este caso, la de la autoafirmación y el enaltecimiento de Dioniso. Pero mientras la apariencia apolínea logra ese enaltecimiento a través de la bella figura donde los individuos contemplan su propia esencia en el rostro de Dioniso, se reconocen allí y afirman de este modo la verdad última del mundo, la apariencia dionisíaca "hace sensible" y trae a la presencia esa verdad de Dioniso, logrando así un enaltecimiento más profundo del mismo; uno que no tiene lugar mediante la intermediación de una operación intelectual que genera distancias, sino en la inmediatez de la intensísima experiencia vital de participar por un momento en el curso creativo del mundo.

Habría que examinar si estos dos principios estéticos pueden servir de base para una especie de tipología de las artes, como la que se puede encontrar en las reflexiones sobre el arte de Kant o de Hegel. De los ejemplos de Nietzsche se podría derivar una clasificación tentativa que adscribiría al arte apolíneo las artes plásticas figurativas en general, la arquitectura, la épica, la música armónica, mientras que incluiría dentro de las artes dionisíacas las artes representativas, la danza, la música rítmica, o la poesía lírica. Nada de esto es sin embargo muy preciso, y evidentemente en El nacimiento de la tragedia interesa menos elaborar una rígida clasificación de las artes que destacar, dentro del universo de las mismas, el tipo de arte trágico que floreció en la Grecia antigua. Pero aún esta preocupación más de sesgo filológico resulta secundaria ante el objetivo final de promover un renacimiento de esta forma artística trágica en el seno de la Alemania decimonónica, concretamente a través de la obra de arte total de Richard Wagner. Por nuestra parte, más que la génesis histórica de un tipo particular de arte o su posibilidad de renovación cultural, nos interesa elucidar las formas de experiencia estética que Nietzsche ha identificado aquí, su contenido y naturaleza particulares, sus efectos y condiciones de realización. Aquí encontramos uno de los filones más productivos de esta juvenil obra de Nietzsche para nuestra actualidad, pues aunque hayan desaparecido formas concretas históricas de realización artística, la pregunta por la experiencia del arte sigue vigente, y tiene bastante sentido indagar por aquello que resulta determinante en nuestra experiencia estética, sea que ésta tenga lugar frente a obras del arte antiguo o del arte contemporáneo, aunque el espíritu que produjo a muchas de ellas ya no esté a nuestro alcance. Como ya se ha indicado, la reflexión de Nietzsche llega al resultado de que la experiencia del arte es una experiencia de conocimiento y de verdad. Para el caso del arte apolíneo hemos visto que se trata allí del conocimiento a distancia de una verdad acerca de la estructura metafísica última de la realidad, esto es, del juego eterno de creación y destrucción de apariencias que queda como congelado en una imagen apolínea para nuestra tranquila contemplación. Por el contrario, parecería que para el caso de la experiencia estética de lo dionisíaco "una experiencia determinada por una fusión casi inconciente entre el individuo y el curso dionisíaco del mundo" estuviera ausente ese elemento de un saber adquirido, de un acceso a la verdad mediante el arte. En efecto, la identificación plena del artista (o del espectador) dionisíaco con la voluntad trágica del mundo no permitiría la distancia necesaria para el conocimiento reflexivo de esta última. Y sin embargo Nietzsche considera no sólo que aquí está presente una forma de saber, sino que además se trata de un saber superior al del saber artístico apolíneo. En un complejísimo pasaje, donde, como es usual, se entremezclan reflexiones estéticas con conjeturas metafísicas leemos:

La comedia entera del arte no es representada en modo alguno para nosotros, con la finalidad tal vez de mejorarnos y formarnos, más aún, […] tampoco somos nosotros los auténticos creadores de ese mundo de arte: lo que sí nos es lícito suponer de nosotros mismos es que para el verdadero creador de ese mundo somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad la tenemos en significar obras de arte "pues sólo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo. (NT §5 66)

Se vuelve aquí, como es evidente, a la conjetura metafísica central de la obra (el "uno primordial" requiere de la apariencia para su redención o enaltecimiento), para derivar de allí la idea de una "metafísica de artista" según la cual la realidad empírica, y nosotros como parte de ella, es sólo un conjunto de proyecciones artísticas creadas por una voluntad dionisíaca de eterna producción de apariencias. El ser es como un artista superior que crea, destruye y recrea la realidad permanentemente. No nos detendremos en esta concepción metafísica que además será abandonada por Nietzsche ya en su siguiente obra. Interesa resaltar en cambio la idea de que la "suprema dignidad" (höchste Würde) del ser humano consiste en su significado como "obra de arte", como imagen o proyección de Dioniso, es decir justamente no en aquello en que reside según Kant la dignidad humana, a saber en la autonomía individual, sino precisamente al revés, en la desarticulación de esta individualidad que tiene lugar en las experiencias dionisíacas, y particularmente en esa fusión plena con la corriente creadora del mundo que es lo propio de la experiencia del arte dionisíaco. En este sentido esta experiencia resulta "superior" a la propia del arte apolíneo; en ella el ser humano alcanza su valor ontológico más alto al identificarse sin fisuras con el principio creador del todo, eliminando cualquier tentativa de distanciamiento. En otras palabras, aquí se supera definitivamente toda "antítesis de lo subjetivo y de lo objetivo", que en todo caso aún persistiría en el espacio que separa al espectador apolíneo contemplativo y la imagen artística de Dioniso. El hombre del estado estético apolíneo (artista o espectador) sigue siendo individuo frente a la obra de arte, el del estado estético dionisíaco se ha convertido él mismo en obra de arte. Pero la superioridad del estado dionisíaco no consiste tan sólo en su más alto estatuto ontológico, esto es, en su mayor cercanía al ser; a este estado también le es inherente una forma de saber que supera la forma sólo contemplativa del saber del arte apolíneo. En la continuación del pasaje recién citado se destaca este saber del arte dionisíaco de formas inferiores de conocimiento artístico, que resultan cercanas al saber contemplativo apolíneo. Nietzsche afirma que la conciencia acerca de nuestra suprema dignidad de ser uno con lo dionisíaco, que en el fondo es el saber que se adquiere en la contemplación apolínea, resulta

[A]penas distinta de la que unos guerreros pintados sobre un lienzo tienen de la batalla representada en el mismo. Por tanto, todo nuestro saber artístico es en el fondo un saber completamente ilusorio, dado que, en cuanto poseedores de él, no estamos unificados ni identificados [nicht eins und identisch sind] con aquel ser […] El genio sabe algo acerca de la esencia del arte tan sólo en la medida en que, en su acto de procreación artística, se fusiona con aquel artista primordial del mundo. (NT §5 67)

Esa conciencia que aquí se rebaja a un nivel casi ridículo no es por supuesto aquella propia de la experiencia estética apolínea. Se trata más bien de una conciencia dotada del tipo de conocimientos propios de las teorías del arte populares: una mezcla de datos históricos, clasificaciones en corrientes y escuelas, y observaciones sobre las reglas para la producción y el juzgamiento de lo bello, en fin de una ciencia positiva del arte que no atisba en lo más mínimo el acontecer ontológico sobre el que se funda el fenómeno artístico. De este saber habría que distinguir el saber apolíneo del individuo que contempla la imagen de Dioniso y reconoce allí el sentido de su propia existencia. Pero a su vez esta identificación con el curso dionisíaco del mundo se encuentra superada por un tipo de saber que no sólo ve a Dioniso y al hacerlo se ve reflejado en él, sino que surge de un fundirse en él, de un hacerse uno con él. Tal es el saber superior que brota de la experiencia estética dionisíaca.

Puede parecernos sorprendente que en medio de esa fusión con la "voluntad" del mundo y en esa desarticulación absoluta de la individualidad de la conciencia, tenga lugar algo como un saber y un conocimiento de la verdad. Para Nietzsche esa sorpresa no es sino el síntoma de la incapacidad moderna de concebir formas de saber distintas a las que se ajustan al modelo representacionalista para el cual conocer es sólo el proceso de aprehensión de la información objetiva del mundo por parte de la conciencia individual. Como se ve, el presupuesto incuestionado de este esquema es el de la separación entre el sujeto cognoscente y su objeto por conocer, con lo cual la fusión plena que tiene lugar en la obra de arte dionisíaca resulta desde el comienzo descalificada en sus pretensiones cognitivas. En el mejor de los casos, dicho modelo considerará la imagen artística sólo como un signo externo que tiene como referencia un dato objetivo de la realidad, y no, como ocurre en la experiencia dionisíaca, como el símbolo vivo que trae a la presencia a Dioniso y nos funde con él.10 Lo que con la modernidad y su característica forma de inteligir hemos pasado por alto es que esas experiencias de olvido de sí mismo y de participación plena en un acontecer que nos desborda, no resultan irracionales o irreflexivas, sino que van acompañadas de un rendimiento cognitivo peculiar. Al ilustrar esta experiencia con el fenómeno del coro de sátiros en los orígenes del arte trágico griego, Nietzsche señala que lo que allí tiene lugar es una transformación (Verwandlung) del individuo, pero lo fundamental aquí es que el individuo transformado se ve a sí mismo en tanto transformado, con lo cual, en medio de su unificación con la corriente creadora del mundo, gana una imagen de sí y un instante reflexivo de genuino conocimiento:

Este proceso del coro trágico es el fenómeno dramático primordial: verse uno transformado a sí mismo delante de sí, y actuar uno como si realmente hubiese penetrado en otro cuerpo, en otro carácter. (NT §8 83)

Y más adelante se dice:

En este encantamiento, el entusiasta dionisíaco se ve a sí mismo como sátiro, y como sátiro ve también al dios, es decir, ve, en su transformación, una nueva visión fuera de sí, como consumación apolínea de su estado. (NT §8 84, traducción modificada)

Con esta última observación se hace también evidente la diferencia entre el fenómeno de lo dionisíaco en la forma cruda como se manifiesta en los ritos orgiásticos de muchas culturas primitivas y lo dionisíaco en el arte. Sólo en este último se incluye un momento apolíneo "la imagen de sí mismo que ve el coreuta en su éxtasis" que es el que propiamente hace posible un momento cognoscitivo en medio de la fusión plena con el torrente primario que configura la realidad. Y sin embargo es claro que esa imagen apolínea no se independiza de todo el acontecer dionisíaco como un cuadro estático que se ofreciera a la contemplación. Aquí no se restituye la individualidad que el fenómeno dionisíaco ha quebrado de entrada, sino que todo, individuo y conciencia, imagen y figura, son absorbidos en el vórtice incontenible de la creación y destrucción incesantes del mundo. El saber que se logra no es pues el saber sólo contemplativo y a distancia del fondo dionisíaco de la realidad que brinda el arte apolíneo; no es un saber sobre la realidad de Dioniso, sino uno que surge y se mantiene dentro de Dioniso, como un percatarse de que somos parte de esta actividad esencial del mundo, que no nos eleva por encima de ella, ni suspende nuestro participar en ella, pero que nos hace ver y sentir nuestro lugar allí, y la íntima copertenencia de nuestra acción y el acontecer último de la realidad misma.11

Tendríamos que determinar con mucha más precisión la naturaleza de este saber propio de la experiencia estética dionisíaca. Una tarea tal, sin embargo, hace parte de una reflexión de más largo aliento que desborda por mucho los límites de este texto.12 Para nuestros propósitos inmediatos bastaba con indicar las maneras particulares como Nietzsche hace del encuentro humano con el arte un acontecer de verdad y conocimiento, y destacar aquí el tipo de experiencia vinculada al arte dionisíaco como una experiencia vital y cognitiva más alta que la que se puede alcanzar frente a otras formas de producción artística, pero también frente a las experiencias más teóricas de la ciencia o de la filosofía académica. Allí se hace presente una forma de saber que no es meramente contemplativa, sino que surge de nuestra interacción participativa en el acontecer de la realidad, y nos hace evidente nuestro tomar parte en él, pero no a la manera de una voluntad subjetiva rectora de las cosas, sino como una figura más del juego eterno del devenir del mundo. En su forma suprema el saber del arte no tiene lugar como una aprehensión contemplativa de la verdad por parte de un individuo, sino como la participación plena del artista o el espectador en la verdad de un acontecer metafísico que desborda toda conciencia intencional y transfigura toda individualidad. Sólo en esta experiencia de lo dionisíaco se cumple finalmente la superación de la ciencia estética anunciada en las primeras líneas de El nacimiento de la tragedia, la "seguridad intuitiva" de una verdad en la que se toma parte y que supera de lejos la mera "intelección lógica" de la misma.

2. La fisiología del arte y la experiencia estética

Mucho más que un controvertido tratado filológico o una cantera de intuiciones filosóficas de un pensador en ciernes, El nacimiento de la tragedia contiene, como hemos visto, una importantísima reflexión filosófica sobre el arte, que no se limita a proponer una teoría sobre la naturaleza y génesis del fenómeno artístico de la tragedia griega, sino que realiza un impresionante esfuerzo por comprender la esencia de la experiencia estética, de ayer y de siempre, y del tipo de saber que a ella va asociada. En este aspecto no cabe engañarse sobre el lugar central de este escrito; pues si bien es cierto que para el Nietzsche posterior "tanto para el genealogista de la cultura metafísica de occidente, como para el teórico de la voluntad de poder y el eterno retorno" el tema del arte sigue presente en toda su reflexión y no de manera marginal, también es cierto que la perspectiva con la que el fenómeno se aborda ya no es la misma, pues ahora se trata, o bien de denunciar a un tipo de arte vinculado con los engaños de la metafísica o rebajado a objeto de consumo por la decadencia burguesa, o bien de poner de relieve cierta vaga cualidad artística-creativa, que en todo caso no resulta necesariamente vinculada con el arte como arte, en el seno de la actividad instintiva e interpretativa con la cual constituimos nuestra realidad.

Las reflexiones propiamente estéticas sólo vuelven a tener lugar en la llamada "fisiología del arte" que Nietzsche desarrolla en una sección del Crepúsculo de los ídolos y en otros fragmentos no publicados. A ellas quisiera referirme ahora muy brevemente, para explorar en qué medida se prolongan allí las consideraciones tempranas sobre la experiencia estética y el saber inherente a la misma.13

La conjetura metafísica central en El nacimiento de la tragedia se desarticula tan pronto Nietzsche advierte que substancializar a Dioniso como la voluntad metafísica de apariencia, como el sujeto o artista supremo que determina con su actividad el curso de la realidad y del devenir histórico, no es sino otra forma de ficción metafísica, otra versión del platonismo recurrente en la tradición filosófica de occidente. La idea de instintos que determinan la realidad seguirá sin embargo sosteniéndose, sólo que éstos se reinterpretan ahora como fuerzas orgánicas y biológicas actuantes en todos los seres vivos, impulsos vitales que configuran la realidad particular de cada especie y, con ella, el campo de acción donde se hace posible la vida de cada organismo. No existe pues una realidad en-sí, sustancial y común, sino múltiples realidades configuradas en el largo proceso interpretativo de los instintos. Este proceso, sin embargo, adquiere una naturaleza peculiar para el caso de la especie humana. Pues mientras que la vida animal se estabiliza en un hábitat natural relativamente fijo, el ser humano no se limita a consolidarse en una única forma canónica de interpretar el acontecer informe de las cosas, sino que quiere expandirse y potenciarse en nuevos ordenamientos y configuraciones de la realidad. Se trata del principio rector de la vida humana, según el cual, sólo en la configuración permanente de lo real "mediante el mito y la religión, la organización de formas políticas y culturales, o la conceptuación científica o filosófica" la vida humana va dominando el caos y estructurando lo informe, ganando así en poderío vital. Para el ser humano pues la labor interpretativa por la cual se crean formas estables, estructuras que pasan a configurar una "realidad" sólida en medio del devenir caótico de lo que acontece, no se detiene jamás. De esta manera, la voluntad creadora de apariencias que en El nacimiento de la tragedia se hipostasiaba como el núcleo de la actividad metafísica de un Dioniso cósmico, necesitado de la individuación en figuras y formas para su redención y enaltecimiento, deviene, luego del giro anti-metafísico de Nietzsche, en el impulso humano de permanente configuración de la realidad, un impulso por el cual la vida humana acrecienta su poder interpretativo y se afirma renovadamente a sí misma, ante la ausencia de un sentido último de la realidad que la justifique. Si en El nacimiento de la tragedia la dignidad suprema del hombre consistía en ser la creación de una voluntad metafísica, ahora esa dignidad sólo puede residir en el poder del individuo de ser él mismo el centro creativo de la realidad y de su propio ser.

En esta ontología nietzscheana de los instintos debe buscarse el marco desde el cual entender la reflexión estética de la obra posterior de Nietzsche, su llamada "fisiología del arte". En efecto, dentro del conjunto de actividades humanas interpretantes y creadoras de realidades, el arte ocupa un lugar privilegiado, pues es allí donde el elemento creativo de la vida se manifiesta y expande con absoluta libertad. La ciencia, la moral o el mito son formas diversas de configurar la realidad y de elevar así el sentimiento de poderío vital del hombre; pero se trata allí de construcciones de sentido que se cristalizan dogmáticamente y que envaran la fuerza interpretativa de la vida y su afán de producir nuevas significaciones. En el arte en cambio el impulso creativo vital no se detiene sino que se acrecienta con cada nuevo arreglo de la realidad. En él domina la creación incesante, la diversidad y la riqueza de formas, la exuberancia y multiplicidad de figuras. En el arte la producción de apariencias se vuelve principio de acción, o, como otras veces dice Nietzsche, el arte es la buena voluntad de la apariencia. Lo fundamental, sin embargo, lo que determina una nueva orientación con respecto al escrito sobre la tragedia, es que esta "voluntad" no es ya la voluntad del "uno primordial" o del artista único llamado Dioniso. Mientras que la experiencia estética que Nietzsche perfila desde la tragedia hace presentir detrás del artista individual "una suprema alegría primordial artística en el seno de lo Uno primordial" (NT §22 175), mientras que el mito trágico ha de convencernos de que todo es "un juego artístico que la voluntad juega consigo misma, en la eterna plenitud de su placer" (NT §24 188), el estado estético que ahora se describe "o sea, bajo la perspectiva de una ontología de los instintos" resulta de un muy otro carácter:

En este estado uno enriquece todas las cosas con su propia plenitud: lo que uno ve, lo que uno quiere, lo ve henchido, prieto, fuerte, sobrecargado de energía. El hombre de ese estado transforma las cosas hasta que ellas reflejan el poder de él "hasta que son reflejos de la perfección de él. Este tener-que-transformar las cosas en algo perfecto es arte. Incluso todo lo que el hombre de ese estado no es se convierte para él, sin embargo, en un placer en sí; en el arte el hombre se goza a sí mismo como perfección. (CI §9 91)

Se ve claramente que ante la ausencia de la conjetura metafísica de un Dioniso suprahumano necesitado de apariencias, la experiencia del arte toma un matiz muy distinto: allí, el ser humano no contempla ni participa en un acontecer metafísico superior que lo avasalla, y que constituiría el significado último de lo real, sino que es él mismo quien otorga su sentido a las cosas. La idea de un flujo de creación incesante de apariencias como principio de constitución del sentido no se ha abandonado, pero su centro de emanación se ha trasladado de un fondo insondable por detrás de lo empírico al hombre mismo y su energía creadora e interpretativa. Lo que en el encuentro con el arte se pone en evidencia no es ya la voluntad de un "Uno primordial" sino la capacidad del individuo de transformar y crear tanto la realidad como a sí mismo. Esta "humanización" del arte no equivale sin embargo a una subjetivación del mismo, pues el poder transformador del arte no reside en una voluntad racional autónoma, sino que brota de un estado fisiológico peculiar:

Para que haya arte, para que haya algún hacer y contemplar estéticos, resulta indispensable una condición fisiológica previa: la embriaguez [Rausch]. La embriaguez tiene que haber intensificado primero la excitabilidad de la máquina entera: antes de eso no se da arte ninguno […] Lo esencial en la embriaguez es el sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas. De este sentimiento hacemos partícipes a las cosas, las constreñimos a que tomen de nosotros, las violentamos, "idealizar es el nombre que se da a ese proceso. (CI §8 90s)

Con esta referencia a la embriaguez Nietzsche hace resonar un tema ya presente en El nacimiento de la tragedia, donde la embriaguez aparecía como el estado fisiológico asociado al principio estético de lo dionisíaco. Sin embargo, el marco de este planteamiento es muy distinto, pues ahora la embriaguez ya no es el mero correlato corporal de un instinto metafísico supremo de la realidad, sino un instinto propio de la especie humana, sujeto, como todos los instintos, al devenir de la vida en su proceso de permanente reafirmación de sí misma, de expansión de su sentimiento de poder. Además, esta embriaguez funciona ahora como el principio fisiológico común tanto al arte apolíneo y al dionisíaco, de modo que todo intento de traducir esta clasificación en términos del "dualismo" metafísico por excelencia entre apariencia y realidad, pierde definitivamente todo sustento.14 Por otra parte, de la formulación del pasaje citado resulta evidente que el punto de vista que se adopta para esta nueva reflexión estética es el de la experiencia, es decir, el del encuentro concreto del hombre con el arte. Mientras que en El nacimiento de la tragedia la perspectiva más visible es la del análisis de la obra de arte, y sólo con un esfuerzo, como el que hemos hecho aquí, se trae a la luz la concepción de experiencia estética en juego, aquí es claro que esta última es la que determina todo la perspectiva del análisis. En efecto, la embriaguez es primero que todo la respuesta a la pregunta por las condiciones "fisiológicas en primera instancia" que hacen posible la experiencia estética, tanto en el "hacer" del artista como en el "contemplar" del espectador, pero a la vez resulta siendo también el efecto más importante de nuestro encuentro con el arte. La embriaguez es condición y resultado de la experiencia del arte: ella es el estado fisiológico que hace posible la creación y el disfrute de la obra, y a la vez, esta experiencia con la obra trae como consecuencia una intensificación de dicho estado de embriaguez.15

Es evidente que todas estas modificaciones con respecto a los primeros planteamientos estéticos tienen su razón de ser en el nuevo marco ontológico de la filosofía de Nietzsche. Ante la ausencia de un trasfondo metafísico, y de los dualismos que con él se introducen, la consideración del significado de la obra de arte se reemplaza consecuentemente por una reflexión que parte de la experiencia humana del arte; y ésta a su vez tiene lugar, no como el reflejo de la actividad de un artista cósmico supremo, ni bajo el marco trascendental de una metafísica de la subjetividad, sino como explicación más "fisiológica", basada en los instintos propios de la especie considerados desde su devenir concreto histórico. Sin embargo, no se trata aquí de modificaciones sustanciales en la concepción de la experiencia del arte, modificaciones que justificaran hablar de algo así como una segunda estética nietzscheana. Lo que ocurre aquí puede entenderse más bien como una suerte de adaptación de los resultados estéticos obtenidos en El nacimiento de la tragedia a las nuevas condiciones que derivan de una nueva propuesta ontológica, antimetafísica en esencia. Esto se ve claramente si consideramos que, pese a todas estas transformaciones, la experiencia estética sigue siendo para Nietzsche en lo esencial una experiencia de saber y de conocimiento. Atendamos a la descripción que se hace de la embriaguez dionisíaca:

Al hombre dionisíaco le resulta imposible no comprender una sugestión cualquiera, él no pasa por alto ningún signo de afecto, posee el más alto grado del instinto de comprensión y de adivinación [verstehende Instinkt], de igual modo que posee el más alto grado del arte de la comunicación. Se introduce en toda piel, en todo afecto: se transforma permanentemente. (CI §10 92)

Se reconocen en esta descripción los mismos rasgos con los que se caracterizaba la experiencia estética dionisíaca en El nacimiento de la tragedia: se trata de la experiencia de un individuo transformado por su participación plena en un evento de sentido que desborda su particularidad, y que sin embargo no resulta en una enajenación total, pues va acompañada de un tipo de saber o comprensión intuitiva simbólicamente comunicable. Al tiempo, se sigue sosteniendo la superioridad de este estado, de esta forma de embriaguez dionisíaca que representa el "más alto grado de comprensión", frente a la otra forma apolínea de realización de la experiencia estética: la ahora llamada "embriaguez apolínea". Pero lo que interesa resaltar es que el nuevo lenguaje fisiológico de los instintos con el que se exponen estas consideraciones estéticas no implica que el encuentro con el arte tenga lugar en una esfera dominada por la inconciencia, la incomunicabilidad y la ausencia total de reflexión. La embriaguez como condición fisiológica de la experiencia estética no es el caótico desorden de los sentidos, el aislamiento, la pérdida de toda noción de realidad. Ella es en efecto estado fisiológico, instinto y reflejo, pero al tiempo uno que va de la mano de una elevación del rendimiento cognitivo de ciertas capacidades intelectuales: un alto grado de comprensión e intuición, un exceso en los medios de comunicación.16 Ella brota del cuerpo y sus instintos, de la sensibilidad, pero en todo caso de una "sensibilidad inteligente" [intelligente Sinnlichkeit] (KSA, 13, 14[117] 294). El significado último de la experiencia estética yace ahora en elevar el sentimiento de poderío vital del individuo, pero esto implica tanto un incremento del vigor y la fortaleza animal, como la elevación de las facultades cognoscitivas. Cuerpo y espíritu, animalidad instintiva espontánea y capacidad racional reflexiva resultan de esta manera integradas en la acción y en el efecto de la embriaguez de la que brota el arte y que se intensifica ante el mismo.17

La reflexión nietzscheana sobre el arte mantiene así, de principio a fin, el postulado fundamental que adscribe al arte, o mejor, a la experiencia que con él hacemos, un momento de conocimiento y de acceso a algún tipo de verdades. Pero, ¿qué caracteriza a este saber de la embriaguez estética que acabamos de determinar? Evidentemente no se trata del tipo de conocimiento contemplativo que es característico del arte apolíneo18, pero tampoco se reedita sin más el saber dionisíaco, participativo y transformador, cuyo paradigma más claro se encontraba en la experiencia del arte trágico en la Grecia antigua. A mi modo de ver este saber del arte, enmarcado en la estética fisiológica, resulta superior al de la experiencia dionisíaca trágica. Este último, en efecto, procede de la inmersión conciente del individuo en un acontecer metafísico que lo avasalla, y al que él se entrega jubilosamente, pero de este sumergirse en el juego del mundo de la destrucción y creación de apariencias, no resulta un participar genuinamente activo del ser humano en la construcción y consolidación de su realidad. La embriaguez estética, por el contrario, el nuevo contenido de la experiencia del arte en la reflexión tardía de Nietzsche, coloca en primer plano este elemento transformador y creador de la realidad. Aquí se trata de idealizar las cosas, de configurarlas y recrearlas, de perfeccionarlas según nuestro propio querer, de modelar lo real desde la más íntima plenitud y poderío vital. El griego dionisíaco se veía a través del arte trágico transfigurado en una pieza más del eterno e insondable acontecer, en un juguete más de un destino inexorable e inmodificable. El embriagado busca en cambio someter con su propia energía interpretativa y creativa su mundo y su destino. El primero es sólo una figura más de un Dioniso metafísico, el segundo es Dioniso mismo, un Dioniso humano, sometido a fuerzas instintivas cuyo origen desconoce, pero elevado por el arte al punto donde su poderío vital busca incesantemente enseñorearse de su realidad y su sí mismo. El arte es conocimiento, la experiencia estética es saber. Primero, el saber del individuo que contempla en una imagen la realidad empírica en sus verdaderas dimensiones ontológicas; luego, el saber intuitivo del que "siente" de manera inmediata su pertenencia al acontecer de la realidad, la necesaria vinculación de su acción con el curso irrefutable de las cosas; y finalmente, y en la cima de esta escala de conocimientos, el saber instintivo e intelectivo, inmediato y a la vez reflexivo, de que aún en medio de estas determinaciones provenientes del orden inevitable de las cosas, tenemos el poder creativo de configurar nuestro mundo y moldearnos a nosotros mismos, según nuestros deseos más genuinos. En la experiencia apolínea el hombre sabe de su realidad, en la experiencia dionisíaca trágica sabe además que él hace parte de esa realidad, en la experiencia de la embriaguez se sabe por fin capaz de transformarla.

 


2 Cf. Sallis 27ss. El análisis de Sallis sobre lo apolíneo coincide con el que aquí se presenta enseguida, en tanto reconoce al fenómeno de lo apolíneo artístico una esencial vinculación con el conocimiento y la verdad.

3 Dice Nietzsche: "Rafael decía sí, Rafael hacía sí, por consiguiente Rafael no era un cristiano" (CI §9).

4 Modifico aquí la traducción de Sánchez Pascual quien vierte "ein verklärendes Spiegel" por "un espejo transfigurador". Aunque 'transfigurar' puede ser una de las acepciones del verbo alemán verklären, no me parece la más adecuada para el contexto, pues da una idea de transformación, de modificación de una figura por otra, con lo cual se diría que el arte apolíneo oculta el verdadero rostro de lo dionisíaco. Otras acepciones de verklären más adecuadas para lo que aquí se quiere expresar son: (1) conferir a algo o alguien una iluminación o un resplandor interior, (2) otorgar una expresión de alegría o bienaventuranza. Con cualquiera de estos matices, o con el que hemos elegido, la frase de Nietzsche no hace referencia nunca a un velamiento o falseamiento de lo dionisíaco por lo apolíneo.

5 Aquí resuena el eco de la metafísica platónica de la belleza tal como se presenta por ejemplo en Fedro: el amante hace del amado una imagen de lo bello, pero justo porque entrevé en él "una idea que imita bien a la belleza" (Fedro 251a).

6 En un conocido pasaje de la Poética de Aristóteles se señala que la poesía es más verdadera que la historia, en tanto ella delinea y confiere fijeza a los tipos universales del carácter humano que la historia sólo presenta de manera abigarrada y confusa. En este sentido, también para Aristóteles el arte (el arte poético en este caso) brinda un acceso a la verdad. Menciono esto para entender por contraste la postura nietzscheana: en Aristóteles el arte fija trazos permanentes en lo cambiante de las cosas, para Nietzsche, por el contrario, la función del arte es dejar intuir en lo que parece invariable y constante el fondo de una voluntad fluyente, variable, incontenible. Digo esto también para señalar aquí un punto de deslinde de la estética nietzscheana con posiciones actuales en filosofía del arte que en este punto se saben herederas de Aristóteles, pienso sobre todo en la estética hermenéutica de Gadamer.

7 "Nietzsche se sirve de la escalera de la razón histórica para al cabo tirarla y hacer pie en el mito, en lo otro de la razón". (Cf. Habermas 112)

8 Este enaltecimiento de Dioniso a través de la apariencia, que va más allá de la mera redención en la misma, testifica la distancia teórica que ya en esta época el joven Nietzsche ha tomado con respecto a la metafísica de Schopenhauer. En efecto, al pesimismo de este último que concibe la "voluntad" como lo eternamente sufriente, necesitado de una permanente redención, Nietzsche opone ahora la visión de un principio dionisíaco activo, que en un permanente acrecentamiento de sí mismo, transforma su sufrimiento en un éxtasis alegre y afirmativo. Por otra parte, nuestra interpretación deja en entredicho aquellas lecturas que insisten en señalar una especie de inconsistencia al interior de El nacimiento de la tragedia, que se originaría al afirmar simultáneamente dos formas opuestas de relacionarnos con lo dionisíaco; una reactiva y represiva, y otra afirmativa y positiva. Así la tarea de "liberar de lo dionisíaco" se iría sustituyendo de a pocos, al interior del libro, por la de "liberar lo dionisíaco" (cf. Vattimo I 1). En realidad no hay ni inconsistencia, ni un cambio en la tarea del filósofo; todo el malentendido proviene de no identificar con claridad los diversos tipos de apariencias apolíneas y sus correspondientes formas de relacionarse con lo dionisíaco.

9 Retomo aquí el concepto de símbolo de Gadamer, tal como éste lo ha reelaborado para su estética hermenéutica: "lo simbólico no sólo remite al significado, sino que lo hace estar presente: representa el significado. Con el concepto de 'representar' ha de pensarse en el concepto de representación propio del derecho canónico y público. En ellos, representación no quiere decir que algo esté ahí en lugar de otra cosa, de un modo impropio e indirecto, como si de un sustituto o un sucedáneo se tratase. Antes bien, lo representado está ello mismo ahí y tal como puede estar ahí en absoluto" (Gadamer 1991 90). Lo opuesto al símbolo sería, en este contexto, el signo, cuyo valor no reside en sí mismo, en su propia materialidad, sino en el significado al cual remite. Habría que reflexionar si esta pareja conceptual signo-símbolo recoge la distinción nietzscheana entre arte apolíneo y arte dionisíaco.

10 "Por una peculiar debilidad de la inteligencia moderna, nosotros nos inclinamos a representarnos el fenómeno estético primordial de una forma demasiado complicada y abstracta. Para el poeta auténtico la metáfora no es una figura retórica, sino una imagen sucedánea que flota realmente ante él, en lugar de un concepto. Para él el carácter no es un todo compuesto de rasgos aislados y recogidos de diversos sitios, sino un personaje insistentemente vivo ante sus ojos, y que se distingue de la visión análoga del pintor tan sólo porque continúa viviendo y actuando de modo permanente" (NT §8 83). No resisto la tentación de comparar este pasaje con la descripción de la experiencia poética que realiza el poeta portugués Fernando Pessoa: "[h]ay metáforas que son más reales que la gente que anda por la calle. Hay imágenes en los escondrijos de los libros que viven más nítidamente que muchos hombres y mujeres. Hay frases literarias que tienen una individualidad absolutamente humana. Pasos de parágrafos míos hay que me hielan de pavor, tan nítidamente gente los siento, tan recortados contra las paredes de mi cuarto, en la noche, en la sombra, […]. He escrito frases cuyo sonido, leídas en voz alta o baja "es imposible ocultar su sonido" es absolutamente el de una cosa que ha cobrado exterioridad absoluta y alma enteramente" (Pessoa 50). Por lo demás adviértase cómo el pasaje de Nietzsche marca claramente la distancia entre este fenómeno dionisíaco en el arte y lo que ocurre en un arte más apolíneo como el de la pintura.

11 Resulta bastante significativo que Nietzsche recurra con frecuencia a la danza para ejemplificar a las artes propiamente dionisíacas. En efecto, la danza primitiva "no el ballet o el moderno baile por parejas" no sólo se halla relacionada en muchas culturas con los ritos y los éxtasis orgiásticos que Nietzsche califica como dionisíacos, sino que se encuentra también en la génesis del arte trágico de la Grecia antigua. Para nosotros en el fenómeno estético de la danza se muestra de manera paradigmática el tipo de saber no contemplativo, sino participativo y ligado con la acción, que venimos caracterizando como propio de la experiencia estética dionisíaca. La danza representa, al lado del juego con el que por lo demás está íntimamente ligado, los fenómenos antropológicos más primitivos donde tiene lugar la entrada de la experiencia humana en el ámbito de la estética. Sobre la danza afirma Jähnig: "[b]ailar significa abandonar por un momento el estado (que experimentamos como normal) de las cuentas pendientes, de las intenciones y evitaciones, del acomodo y el descanso, de la voluntad y la angustia, y por un instante existir y hacer durante un espacio de tiempo lo que 'somos'. La danza no es algo superádito (útil o superfluo) a la existencia, sino "y fatalmente, siempre sólo por breve tiempo" la existencia misma. Los danzantes, al bailar, están 'en sí' y en la tierra. Mientras bailamos, no tenemos momentáneamente ninguna finalidad ni angustia, somos libres" (Jähnig 293). En los movimientos del danzante se pone de manifiesto de manera ejemplar el magistral saber que éste tiene de su cuerpo, de sus posibilidades y limitaciones, de su interacción con otros cuerpos físicos, y de la naturaleza de su pertenencia al espacio y al tiempo; en otras palabras, un saber del mundo, de los otros y de sí mismo. No se trata con toda evidencia de un saber teórico, ni siquiera de uno del que el que baila pudiese rendir cuentas, y sin embargo es innegable que hay allí un conocimiento que el danzante "siente" y que resulta inseparable de su actuar.

12 Quiero señalar dos líneas teóricas de la filosofía contemporánea que sin lugar a dudas desarrollan, a su manera, el tipo de reflexión que aquí proponemos. En primer lugar, la llamada "hermenéutica de la facticidad" desde la cual el joven Heidegger pensó la existencia humana como transcurriendo en el marco de una experiencia de la vida fáctica que se acompaña de una suerte de autoaprehensión reflexiva del ser humano sobre su propia situación, sobre su mundo, y sobre los otros; la vida fáctica, en ese sentido, no transcurre en un devenir absolutamente impenetrable para el entendimiento, pero tampoco se deja conceptualizar en esquemas universales racionales. Lo que ocurre más bien es que, aún inmersa en el acontecer de la vida, la existencia humana tiene siempre la posibilidad de "tomar nota" de sus propias determinaciones y las de la realidad, y este momento es un acto de conocimiento legítimo, pero no de una razón teórica, sino uno que brota del actuar mismo y vuelve de nuevo a él para iluminarlo con una renovada luz. Evidentemente este saber de la vida fáctica resulta muy cercano al tipo de saber de la experiencia dionisíaca del arte que propone Nietzsche. Esto resulta más claro si examinamos el desarrollo de estas intuiciones heideggerianas que ha hecho la filosofía hermenéutica de Hans-Georg Gadamer "y ésta es la segunda corriente que quería mencionar" particularmente en la esfera del arte. Gadamer describe la experiencia estética en general precisamente como una forma de auto-olvido (de quiebre de la individualidad) que no implica pérdida y descontrol, sino que brinda al espectador una lúcida intuición sobre su hacer parte de un acontecer mayor: "[e]l verdadero ser del espectador, que forma parte del juego del arte, no se concibe adecuadamente desde la subjetividad […] Sin embargo, esto no debe implicar que la esencia del espectador no pueda describirse pese a todo a partir de aquel asistir que hemos puesto de relieve. La asistencia como actitud subjetiva del comportamiento humano tiene el carácter de un 'estar fuera de sí' […] En realidad el estar fuera de sí es la posibilidad positiva de asistir a algo por entero.

Esta asistencia tiene el carácter del auto-olvido, y la esencia del espectador consiste en estar ya en ello [schon dabei sein] olvidándose de sí mismo. Sin embargo, este auto-olvido no tiene nada que ver con un estado privativo, pues su origen está en el volverse hacia la cosa, y el espectador lo realiza como su propia acción positiva" (Gadamer 1996 171). Luego Gadamer caracterizará más precisamente el tipo de conocimiento que en esta experiencia tiene lugar como el del reconocimiento de verdades que nos son comunes: "[e]l auto-olvido estático del espectador se corresponde así con su propia continuidad consigo mismo. La continuidad de sentido accede a él justamente desde aquello a lo que se abandona como espectador. Es la verdad de su propio mundo, del mundo religioso y moral en el que vive, la que se representa ante él y en la que él se reconoce a sí mismo" (id. 174). Resulta clara la semejanza estructural entre la descripción hermenéutica de la experiencia estética y la que hace Nietzsche sobre el fenómeno dionisíaco, si bien se hace fuerte la sospecha de que no es legítimo equiparar el terrible acontecer dionisíaco que se hace presente en el arte según Nietzsche, con ese acontecer de sentido y de verdades comunes a la que se accede en el arte según Gadamer.

13 Consideraciones más extensas sobre la "fisiología del arte" de Nietzsche las he desarrollado en Gama 2007.

14 "¿Qué significan los conceptos antitéticos apolíneo y dionisíaco, introducidos por mí en la estética, concebidos ambos como especies de embriaguez? "La embriaguez apolínea mantiene excitado ante todo el ojo, de modo que éste adquiere la fuerza de ver visiones […] En el estado dionisíaco, en cambio, lo que queda excitado e intensificado es el sistema entero de los afectos". (CI §10 92)

15 "El artista ama paulatinamente los medios en sí mismos, que permiten reconocer el estado de embriaguez: la extrema fineza y magnificencia de los colores, la claridad de la línea, los matices del tono […] Todas estas cosas distinguidas, todos los matices, en tanto recuerdan los extremos incrementos de fuerzas que produce la embriaguez, despiertan inversamente ese sentimiento de embriaguez […] El efecto de las obras de arte es la excitación del estado creador del arte, de la embriaguez" (KSA 13 14[47] 241). Nietzsche también explica este efecto circular con relación al fenómeno de lo bello, que sería sin duda el rendimiento más genuino de la embriaguez estética: "[e]n lo bello el hombre se pone a sí mismo como medida de la perfección […] Sólo de ese modo puede una especie decir sí a sí misma. El más hondo de sus instintos, el de autoconservación y autoexpansión, sigue irradiando en tales sublimidades" (CI §19 98). De esta forma, lo bello, que es el producto más propio de la embriaguez estética, genera a su vez en quien lo disfruta un sentimiento de elevación vital, es decir, una intensificación de la embriaguez que lo produjo: "lo bello se sitúa al interior de la categoría universal de los valores biológicos de lo útil, lo placentero, lo que eleva la vida" (KSA 12 10[167] 554).

16 "El estado estético tiene una abundancia de medios de comunicación, y al tiempo una extrema sensibilidad para estímulos y signos. Es el punto más alto de la comunicabilidad y la transmisibilidad entre seres vivos "es la fuente de los lenguajes […] uno escucha con los músculos, uno lee incluso con los músculos" (Colli 13, 14[119] 296s,). Cf. Id. 14[170] 356.

17 "Placer y dolor, Apolo y Dioniso, la más alta conciencia y una recuperada confianza en el cuerpo "éstas son sólo algunas de las oposiciones que también determinan el devenir del arte, su surgir actual e histórico. El poder de los instintos se descubre, embriaguez y sueño son las auténticas potencias estéticas; sólo el acto, sólo el crear es lo que cuenta; el arte es expresión de la vida "y sin embargo no se trata de una cruda erupción de lo inconciente, ningún protocolo espontáneo de la inmediatez" (Gerhardt 35).

18 La fisiología del arte no ha sin embargo eliminado la tipología del arte apolíneo y de su experiencia asociada, aunque sí es evidente que Nietzsche ya no tiene mayor interés en recalcar la diferencia apolíneo-dionisíaco. De hecho lo apolíneo es tratado ahora como otra forma de embriaguez, una excitada ante todo por la visión y la forma. Lo que Nietzsche denomina en esta época el "gran estilo" resulta en apariencia una categoría más cercana al tipo de realización artística propiamente apolínea. En efecto, el arte del gran estilo es el arte de la belleza, de una belleza asociada con la forma lógica, la armonía matemática, la ley que simplifica y ordena (cf. KSA 13 14[61] 247; 14[117] 293). En todo caso la introducción de estos valores estéticos de la belleza en la forma y la lógica, no autoriza a pensar, como lo hace Heidegger, en un compromiso de esta experiencia estética con el tipo de conocimiento instrumental que guía el paulatino proceso de dominación técnica de la realidad (cf. Heidegger vol. 1 cáp. 17); ya hemos dejado claro que en ningún caso el saber o conocimiento del arte, ni siquiera en su manera apolínea más contemplativa, puede considerarse un mero saber teórico objetivo.


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