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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.136 Bogotá Jan./Apr. 2008

 

Borbujo, Fernando. Schelling, el sistema de la libertad. Barcelona: Editorial Herder, 2004. Prólogo de Eugenio Trías. 733 pp.

 


Si la paciencia fuera la virtud del filósofo, el autor de Schelling, el sistema de la libertad debería ser considerado un virtuoso. A lo largo de más de 700 páginas conduce a sus lectores a través de los principales escritos del pensador alemán desde 1809 hasta su muerte, es decir, a través de 45 años de reflexiones densas y, aun para sus contemporáneos, de difícil digestión. Partiendo de las Investigaciones filosóficas sobre la libertad humana (1809), para llegar, luego del paso por las diversas versiones de Las edades del mundo y las Lecciones de Erlangen (1821-1827), hasta la filosofía de la mitología y de la revelación, Fernando Pérez-Borbujo traza un completo mapa de la obra intermedia y tardía de Schelling que, al menos en la bibliografía en castellano, no tiene parangón. El texto se ciñe al orden de aparición de los títulos mencionados y, sin perder el aliento, recorre paso a paso innumerables vericuetos terminológicos y conceptuales. Para formarse una imagen de la producción de Schelling durante estos años –más aún cuando sólo una mínima parte de la misma ha sido traducida– su valor no es nada despreciable. La complejidad y el volumen del material en cuestión ya lo hacen meritorio. Difícilmente se podrá igualar la empresa: pocos se arriesgan a levantar un mapa exhaustivo de un laberinto.

La paciencia no es sin embargo una virtud filosófica. Un buen argumento no se consigue a base de resistencia. De ahí que el libro pueda ser visto, sin muchas posibilidades de réplica, como un largo resumen decorado con anotaciones y referencias bibliográficas que nunca se integran verdaderamente en la exposición. Basta ver algunas de las referencias a autores como Hogrebe (29), Frank (72), Deleuze (56), Zizek (691), Kant (134), von Balthasar (532) o Nicolás de Cusa (279), para percatarse de cómo su contenido, alcance y plausibilidad quedan como una incógnita. Las citas parecen tener más la intención de generar la ilusión de contemporaneidad y erudición, que la de entablar un diálogo con los intérpretes de Schelling y, en general, con la tradición filosófica. Para la muestra un botón: “el primero que ha señalado la distinción fundamental que permitirá entender el panteísmo como un sistema que no sólo no niega la libertad, sino que la requiere, es Spinoza en su Ética, en la que distingue entre la sustancia como aquello que es en sí y por sí, y los modos o atributos de la misma, que ni son ni se conciben por sí mismos, sino sólo en la sustancia”. Luego viene la nota 49: allí aparece el título en latín de la Ética –en latín todo suena más solemne– junto a tres referencias: Deleuze (Spinoza y el problema de la expresión), E. E. Harris (The substance of Spinoza) y Macherey (Introduction a l’Éthique de Spinoza). El caso es frecuente: de un enunciado trivial –para enterarnos de la distinción spinoziana entre sustancia, atributos y modos no hace falta abrir ninguno de los tres libros mencionados– o, como en este caso, falso –los atributos sí se conciben por sí mismos–, resulta un abultado número de referencias que, ni enriquecen la información inicial, ni son debatidas, sino que se limitan a indicarnos que el autor revisó pacientemente el catálogo de alguna biblioteca. El horizonte de las ocasionales discusiones con los intérpretes, o de las muestras de respaldo a sus tesis, revela asimismo la falta de interlocución con buena parte de la bibliografía –por no decir que su desconocimiento. Pérez-Borbujo cita a Hogrebe, Zizek o Frank, pero el horizonte de discusión alcanza hasta comentaristas, hoy día saludablemente pensionados por la comunidad filosófica schellinguiana, como Horst Fuhrmans. No casualmente se afirma, por ejemplo, que “en la actualidad” se ha llegado a considerar la obra tardía de Schelling como consumación del idealismo (cf. 23), refiriéndose por supuesto al libro de Walter Schulz, La consumación del idealismo alemán en la filosofía tardía de Schelling: ¡un texto publicado en 1955! A pesar de mencionar autores que, para seguir con los tres antes mencionados, se ocupan con Schelling desde el marco de problemas contemporáneos, como la naturaleza de la referencia o el carácter intransparente o prerreflexivo de la subjetividad, Pérez-Borbujo parece muy inquieto por destacar, por ejemplo, su vínculo con el teísmo. Dejando de lado la omisión de autores significativos en la discusión reciente sobre Schelling (Buchheim, Sollenberg, Zantwijk); los desafortunados convidados permanecen al margen, limitados a engordar los pies de página.

Para rastrear una tesis en medio de tantas páginas de resúmenes salpicados de citas decorativas –algo que, al menos para hacerle honor a su nombre, debería estar presente en la tesis doctoral que fue originalmente el libro– no queda más remedio que recurrir a la introducción y al epílogo, en donde el lector espera hallar la clave y el sentido de todo el proyecto. Allí uno se topa con lo que Pérez-Borbujo denomina el “sistema de la libertad”: “el sistema de la libertad es la afirmación de que sólo hay una mediación absoluta, no de la razón consigo misma, sino de la libertad consigo misma” (32). Bajo el supuesto de que lo absoluto no es “sujeto” sino libertad, el autor contrasta su línea de interpretación con la de una “lógica de la razón” (32) encarnada por Walter Schulz, para la cual la obra tardía de Schelling es la forma culminante de la automediación del pensar. Contrariamente a lo afirmado por esta línea, Schelling representaría más bien la superación del idealismo, en cuanto la única reflexión absoluta sería la de la libertad, ya sea a través del querer humano, del conocimiento filosófico como sistema o, sobre todo, de la muerte de Cristo. En cualquiera de estos casos la libertad, o sea, lo absoluto, se libera de sí misma en algo diferente que, en cuanto retorna a ella libremente, le permite su autoconocimiento. Este proceso se hace especialmente visible a causa de una idea que, según Pérez-Borbujo, constituye una de las grandes novedades de las Investigaciones sobre la libertad humana, a saber, que el hombre es el punto en el cual la voluntad que crea la naturaleza da lugar a un ser plenamente autosuficiente, capaz de ser por completo para sí mismo. Es decir que el hombre es “personalidad”. Al decidirse libremente por el mal, él hace suya esa libertad que poseía originalmente como algo meramente dado e introduce una escisión radical en el ser. El mundo humano se vuelve así algo autosuficiente. Dado que el hombre puede renunciar a su resolución por el mal y retornar a la posición que Dios le había conferido, ese estado puede ser sin embargo revocado: en la voluntad humana la libertad puede volver libremente a sí misma luego de un proceso de separación. Aquí se trataría por tanto de una unidad-consigo-mismo-en-el-ser-otro en la cual el sujeto en cuestión no es el pensar sino la libertad. El “sistema de la libertad”, el cual debería ser considerado como una superación del idealismo, sería así una filosofía de la reflexión definida en términos práctico-volitivos.

Ahora, esta tesis no puede sino generar insatisfacción. Pretender rebasar el marco del idealismo sobre la base del concepto de reflexión es, de antemano, una empresa fallida. Todo concepto de automediación, aun si se trata de la de la libertad, permanece ligado al tipo de movimiento propio del espíritu o, en términos subjetivistas, de la autoconciencia. El paso de la razón a la libertad no hace, en este caso, ninguna diferencia. La verdadera ruptura respecto al idealismo que puede atribuírsele al Schelling tardío va de la mano del (re)descubrimiento de una esfera prerreflexiva y prerelacional del ser, a la cual él llega mediante su progresivo conocimiento de la tradición neoplatónica desde mediados de la primera década del siglo XIX. Sobre esta base Schelling empieza a pensar lo absoluto, no como un todo que se relaciona consigo mismo, sino como lo Uno que trasciende toda totalidad, es decir, en términos ajenos a toda mediación. Lo verdaderamente absoluto no puede aquí necesitar de otro para ser lo que es –tal como lo afirma Pérez-Borbujo (32)– pues si requiere de un tránsito a través de otra cosa se mostraría como dependiente y no como lo completamente independiente y no-relacional. Lo absoluto no puede ser por eso ni siquiera el fundamento de todo lo que se sigue de él. Si bien puede haber algo fuera, ese otro no es el medio de su autoconocimiento. Toda relación en la cual él esté involucrado concierne a lo otro, a su aparecer-para-otro, pero lo absoluto permanece sustraído a ella como lo radicalmente trascendente: como “no-fundamento” (Ungrund) o “voluntad que nada quiere”, en los términos de la obra intermedia. Ni al inicio ni al final de todo el proceso ontológico lo absoluto se conoce a sí mismo, pues él es más bien lo que nunca es para sí mismo y, por tanto, lo que no tiene la forma del espíritu o de la personalidad. Schelling insiste por eso que entre lo absoluto y lo primeramente existente hay una brecha o un salto, y no alguna especie de autodeterminación o de emanación, en la cual la causa no “abandona el efecto” (632). En este sentido no es casual que Pérez-Borbujo omita, en su lectura de Las Edades del Mundo, la descripción de la irrupción de lo primeramente existente como un evento que no implica ninguna acción ni movimiento por parte de lo absoluto. Mencionarlo pondría en dificultades la tesis de la automediación. En realidad, es sólo sobre la base del hiato entre lo absoluto y el automovimiento del espíritu que Schelling puede, frente a la idea hegeliana de “borrar el tiempo” una vez el espíritu se apropie de sí mismo luego de su paso por toda una serie de enajenaciones, reivindicar una idea de temporalidad e historicidad que nunca admite una clausura –la cual es una de las tesis centrales de la filosofía positiva. Debido a que el principio del espíritu no es nada espiritual, esto es, a que no es una forma aún no venida a sí misma de espiritualidad, sino, más bien, algo que no tiene su estructura, el espíritu nunca se reencuentra consigo mismo al final de su automovimiento, sino que se ve puesto siempre frente a la exigencia de ahondar activamente en el desocultamiento de su propio principio. El espíritu se mueve ciertamente por sí mismo, pero de ahí no se sigue que él pueda llegar a conocerse plenamente. Sólo puede, si quiere, ahondar en un pasado que lo trasciende constitutivamente– lo cual implica inevitablemente tiempo. Si esto es así, y sobran los textos que podrían apoyar esta argumentación, el “sistema de la libertad” no se muestra como una clave adecuada para comprender la obra intermedia y tardía de Schelling, ni mucho menos para considerarla como una “superación” del idealismo. Pensar en una automediación de la libertad, en la cual ella se reconcilia al final consigo misma, podría ser perfectamente una idea hegeliana. Pero con ello el núcleo de la filosofía de Schelling queda definitivamente fuera de foco.

La tesis del autor se debilita aún más en cuanto que, luego de haber afirmado que el único absoluto es la libertad (23), sostiene que hay una “unidad verdadera y real” (35) que se sirve de la libertad como “medio” (36) para aparecer para sí misma como “amor”. Nada que sea un medio puede ser absoluto, y si la libertad lo es, ella no es lo que el autor sostiene. El principio último del sistema parece tener así un fundamento aún más profundo. Estas oscuridades o inconsistencias, cuya aclaración yo le cedo a un lector más paciente, resultan secundarias respecto a un problema aún mayor, a saber, si la lectura que hace el autor de Schelling nos ofrece alguna perspectiva nueva acerca de su obra y, aún más allá, si nos ofrece algún conocimiento relevante filosóficamente –y esto significa, en el caso del pensador alemán: metafísicamente relevante. Pérez-Borbujo afirma, por ejemplo, que “el gran descubrimiento” (27) de Las edades del mundo es que Dios no es sino querer, o que el “gran descubrimiento” (29) de la filosofía de Schelling es que Dios es una voluntad que tiende a espiritualizarse. Si esto es así, bien puede dudarse con razón de qué tan sensato es aún leer a Schelling. Pensar en la naturaleza de Dios resulta importante en la medida en que, en el marco del idealismo alemán, él es el concepto mediante el cual se piensa lo ente en tanto contenido primordial de la razón humana. Pensar acerca de su naturaleza es pensar acerca de las estructuras fundamentales de nuestra comprensión de la realidad, lo cual es, desde Kant hasta Strawson o David Lewis, el problema central de la metafísica. Que Dios sea “voluntad” es filosóficamente relevante para nosotros, en cuanto este concepto antropomórfico nos ofrezca aún claves para entender qué somos y qué es el mundo –del mismo modo como lo hacen conceptos menos metafóricos como “individuo”, “esencia” o “posibilidad”–. Este no es, sin embargo, el horizonte en el que opera Pérez-Borbujo. En ocasiones es imposible librarse de la sensación de estar leyendo a un franciscano del siglo XIII que ha decidido revitalizar el cristianismo destacando la primacía en Dios de la voluntad sobre la razón –en medio de eventuales arrebatos líricos de cuyo buen gusto es mejor callar (cf. 706). En ese entonces esa era aún una posición filosófica respetable. Afirmar ahora, vía Schelling, que Dios es esencialmente voluntad y que, por medio de la unión con Cristo, podemos participar de su automediación y, de paso, librarnos de la disolución del tejido social que implica la pérdida de la fe (377), es una tesis que aún puede tener validez teológica y resultar además significativa para una ética y una política teonómica, pero que, en relación a la metafísica contemporánea, no es más que un capítulo superado o una mera curiosidad. Que ésta sea una posible lectura de Schelling, queda fuera de duda. No lo es sin embargo su relevancia cuando el lenguaje y el método de la metafísica han llegado a ser distintos. Está claro que es posible leer hoy a Orígenes, a Duns Scoto o a Schelling, y hallar en su concepción ontológica de la voluntad ideas filosóficamente significativas, pero abordarlos tal como si sus conceptos y su manera de tratarlos pudiese seguir siendo la nuestra, y no fuera precisa ni una traducción, ni un trabajo de interpretación desde el horizonte de nuestros problemas, no es sino una forma de ingenuidad o de mala conciencia. El “gran descubrimiento” del pensamiento de Schelling no puede ser por eso que la existencia de Dios se asienta exclusivamente en su propia voluntad. Si así es, bien podríamos prescindir de su obra y, como de hecho lo hizo Bertrand Rusell, ni siquiera incluirlo como un capítulo menor en la historia de la filosofía. Este no es sin embargo el caso. Schelling puede interpelar aún al pensamiento filosófico y moverlo a reflexionar –tal como lo señala adecuadamente Pérez-Borbujo– sobre las salidas a la crisis de la modernidad (19), pero sólo mientras se tengan los ojos bien abiertos para la actualidad del pensar, y no sólo para la actualidad de nuestras demandas de sentido y de redención. Lo demás es o una sofisticada mercancía en el mercado de las ilusiones, o alguna pose “retro” más apta para las pasarelas que para la verdadera producción espiritual.

Carlos Ramírez

Pontificia Universidad Javeriana – Cali elbecariofeliz@gmx.net

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