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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.57 no.137 Bogotá May/Aug. 2008

 

la filosofía y su historia

 

Philosophy and its History

 

Carlos B. Gutiérrez *

Universidad de los Andes * cgutierr@uniandes.edu.co

 


Resumen

Ya la ironía socrática dijo que la filosofía no progresaba porque se ocupaba siempre de los mismos asuntos; el saber filosófico, asediado por la cuestión de su legitimidad, muestra su capacidad regenerativa volviendo siempre sobre sus fundamentos histórico-conceptuales. De ahí que quien intente definir la esencia de la filosofía dejando de lado su historia, correrá siempre el peligro de estrecho dogmatismo. La reflexión filosófica surge referida a conocimientos y opiniones previos en la facticidad de su situación que determinan los límites de la pretensión de racionalidad de su saber. La verdad de la filosofía, como toda verdad humana, es temporal.

Palabras clave: filosofía, historia, progreso, temporalidad, crisis de legitimidad.

 


Abstract

Socratic irony already stated that philosophy did not progress because it always devoted itself to the same matters; philosophical knowledge, besieged by the question of legitimacy, shows its regenerative capacity by always going back to its historical-conceptual foundations. Hence, whoever tried to define the essence of philosophy leaving history aside will be in danger of narrow dogmatism. In its factical situation philosophical reflection deals with issues referred to previous knowledge and opinions which determine the limits to the rationality claims of its knowledge. Philosophical truth is temporal, like any other human truth.

Keywords: philosophy, history, progress, temporality, legitimacy crisis.

 


1. La historia de la relación

Para descalificar el trabajo filosófico se suele contrastar lo muy largo de su historia con lo magro de sus resultados: no puede esperarse sin duda mayor cosa de una disciplina que viene trabajando desde antes que todas las demás sin haber logrado avances como los de éstas. Ni una sola de sus tareas tradicionales parece estar resuelta, mientras que prevalece en ella, eso sí, la contienda permanente de escuelas y grupos. Y, sin embargo, el hecho de un interés siempre renovado en la filosofía contradice al escepticismo que desespera de aquello que no se pueda asir con mano segura. La idea de que la filosofía no progresa por ocuparse siempre sin éxito de los mismos asuntos, fue por lo demás parte ya de la sabiduría socrática, cuya ironía servía al rechazo de falsas esperanzas. Como sirve también la descripción del trabajo filosófico que hace Odo Marquard en las siguientes líneas de fino humor:

Las cuestiones filosóficas son de tal naturaleza, que es error técnico no plantearlas, y es igualmente error técnico resolverlas. El arte de no cometer ambos errores, es decir, de plantearlas y no resolverlas, se llama metafísica. Lo que cuenta con los problemas filosóficos es saber transportarlos de cultura en cultura, de generación en generación, de congreso en congreso, cuidando siempre de que queden resguardados en sitio seguro. Al cuidado de metafísicos, desde luego, de quienes siempre podremos estar seguros de que no los resuelvan, pero tampoco los abandonen o liquiden, cosas ambas demasiado riesgosas para los problemas. El no despacharlos, lejos de ser una falla, es, como vemos, una gran cualidad: metafísica es no acabar nunca, como sucede con un buen ataque de risa. (88-89)

La relación de la filosofía con su historia tiene una historia cambiante. El esfuerzo teórico de los filósofos griegos se entendió inicialmente a sí mismo como actualización de posiciones precedentes: el alcance de la teoría de las ideas salió a relucir en la crítica de Platón a los pensadores presocráticos, en tanto que la Metafísica de Aristóteles acendró sus conceptos valiéndose de una historia ordenada de los problemas. Actualizar posiciones precedentes fue ganando luego la forma de comentarios e interpretaciones de textos clásicos, ejercicio que bajo el cristianismo terminó convertido en escolástica. Hasta que el cultivo de la pertenencia a la historia se vio finalmente abolido con el advenimiento de la modernidad. La actitud moderna se perfiló en el momento en el que, al cabo de tanto Aristoteles dixit, espíritus renacentistas ávidos de descubrimientos asumieron que la verdad era hija del tiempo, no de la autoridad, ciertos de saber más que los antiguos, porque el paso del tiempo les había enriquecido con muchas experiencias que éstos no tuvieron. Con la certeza de la incomparable superioridad de lo actual sobre lo pasado, la continuidad de la historia quedó en entredicho ideológico. A partir de entonces la historia dejó de ser la maestra de la vida para una conciencia cada vez más desentendida del pasado, desacreditado ahora como fase oscura e impropia de la humanidad; para una conciencia que, en plan de progreso, pasó a vivir el presente como delgado tabique que atraviesa a cada instante con la energía fija en el porvenir. Al escindir de manera tan radical al pasado del presente, la filosofía moderna privó a la historia de su poder real, reforzando el entusiasmo por una razón concebida como facultad de expresa fundamentación argumentativa al margen de toda tradición, marginalidad que la llevó a creerse atemporal.

La ideología del progreso se fue afianzando al disponer del camino seguro y único hacia lo nuevo del método científico, determinado a la luz del modelo de las demostraciones matemáticas, y referido a la certeza rigurosa que alcanza la mente humana en los objetos que ella misma construye. El método acabó con el terror de la aleatoriedad; se disponía por fin del novum organum que, al suplir la imperfección epistemológica connatural al ser humano, permitía que despegara el advancement of learning. Esto valió también para la filosofía. Siglo y medio después del Discurso del Método, Kant ejerció la crítica de la razón pura, a manera, según él, de "un tratado sobre el método", a fin de que la Metafísica pudiera tomar el camino seguro de la ciencia. Si damos el salto al inicio del siglo XX, encontramos a Husserl lamentándose de que, a pesar de haberse logrado la fundamentación y autonomía de las ciencias, no se hubiese alcanzado la constitución de la filosofía misma como ciencia rigurosa (cf. Husserl 7); para lograrlo propuso el método de la "intuición fenomenológica de esencias" (Id. 72). Veinte años más tarde apareció el artículo de Moritz Schlick: "El giro en la filosofía", en el que sostuvo que, después de dos mil años de anarquía de opiniones filosóficas y de fallidos intentos de poner fin al caos de los sistemas, los positivistas lógicos estaban "en posesión de métodos que hacen en principio innecesario cada uno de semejantes conflictos. Lo único que se requiere es aplicarlos con resolución" (54). Y así sucesivamente. La historia de la filosofía de los últimos siglos tiene a grandes trechos la forma de una escalación metódico-fundamentadora que encarna a su manera la moderna tradición del progreso.

Digamos, para terminar esta breve ojeada histórica, que la contraposición de antiguos y modernos ha permeado todos los debates en torno a la autocomprensión de la filosofía desde que la modernidad impuso la conciencia de épocas. La disputa entre los viejos y los nuevos se enciende con cada nueva generación, que despiadadamente arruma entre lo viejo lo que hasta hace poco aún era nuevo. Y entre más nos acerquemos al momento actual, más rápido parecen sucederse los procesos de relegación. El más nuevo tiene cada vez que volverse decididamente contra los que, para él, son viejos; él tiene que rechazar la suma de lo legado, para que su propia palabra pueda ser oída. En el sitio de los acontecimientos, la continuidad paradójicamente se muestra cada vez como enfrentamiento. Y, sin embargo, a lo que, a raíz de la aparición de lo nuevo, vale como superado, aquél lo lleva tanto a cuestas, que en su negación se mantiene presente. No hay época alguna cuya irrupción tenga la radicalidad de empezar de cero: tarde o temprano aflora la dependencia subterránea que a todo lo nuevo le restituye su histórica finitud.

2. El carácter imprescindible de su historia en la filosofía

Una mirada histórica permite constatar que el saber filosófico no es un cuerpo acabado de conocimientos, reconocido consensualmente por una comunidad científica, y como tal susceptible de transmisión canónica -a pesar de que los dogmatismos se esfuercen por sugerir que sí lo es. El saber filosófico ha vivido más bien asediado por la cuestión de su legitimación: las múltiples respuestas a la pregunta ¿para qué filosofía? muestran la capacidad regenerativa de un saber no definitivo, que vuelve siempre sobre sus fundamentos histórico-conceptuales.

Como toda verdad humana, la verdad filosófica es temporal. Reconocer la temporalidad radical del saber filosófico no equivale, como muchos creen, a abrir las puertas al relativismo fácil. Filosofar es, por excelencia, el ejercicio del uso propio y libre de la razón que culmina en la creatividad crítica. Quien llega a una tesis valiéndose de procedimientos de razón, abriga generalmente la convicción de la verdad de su tesis, lo cual no es incompatible con la actitud crítica. Sí lo es, en cambio, que quien está convencido de la verdad de una tesis excluya la posibilidad de errar, y se niegue así a la continuidad de la crítica racional. En nombre de la historicidad insuperable de todo humano conocer, hay que problematizar las pretensiones de absolutez como malcomprensión de la filosofía. Frente a la afirmación platónica de que los dioses no filosofan, valdrá siempre recordar que los seres humanos filosofan, no porque dispongan de la verdad absoluta, sino precisamente porque carecen de ella.

De la filosofía sabemos, según la evidencia de su historia, que no es una actividad progresiva, y sí más bien una actividad permanente del espíritu, el ejercicio propio y libre de la razón que se despliega en medio de las tradiciones de los diferentes planteamientos de sus preguntas. La historia, como ha dicho Bubner, más que destino de la filosofía, es la expresión de su naturaleza. Ya la misma dificultad de decir sin referencia histórica alguna qué sea la filosofía, nos indica cuán profundamente lleva ella la impronta de la historia. De ahí que, quien intente definir la esencia de la filosofía dejando de lado a su historia, correrá siempre el peligro de caer en dogmatismo estrecho. Tanto más cuanto que es absolutamente normal hacer pasar por filosofía a la moda dominante en el momento. Que las ciencias puedan ser estudiadas sin tomar en cuenta su historia, pasa hoy por ser algo positivo. Ocuparse de ella ha llegado a ser tenido como desvío del entrenamiento en "investigación de punta", pues se asume que en el más nuevo estadio de investigación hayan quedado definitivamente superadas las concepciones previas del objeto en cuestión. Las ciencias tratan y tienen que tratar a su historia de manera diferente. La obligación del progreso está íntimamente relacionada con la limitación sistémica, mediante la cual defienden las ciencias su competencia para el segmento de lo real que les corresponde. Concentradas en sus objetos particulares, proceden las ciencias de manera tanto correcta como exitosa, porque normalmente no tienen que pagar el precio de tematizar sus presupuestos. Ellas no tienen que preguntar cómo se haya constituido lo que toman como dado para investigarlo científicamente, y no las ocupa en su trabajo la posibilidad de aspectos externos a la especialidad que desborden su selección temática. Y, ante todo, no tienen ellas para nada que ocuparse de lo que, más allá de sus bien seleccionados y delimitados objetos, sea el ser en general.

No ocurre lo mismo con la filosofía. Además de que, en la permanente crisis de legitimidad de sus fundamentos, la filosofía tenga siempre que volver sobre ellos, la cuestionabilidad de sus contenidos hace indispensable el recurso a propuestas precedentes. El desconocimiento de la historia condiciona una estrechez de miras no auspiciosa para la filosofía. Quien se declara seguro de la verdad sólo porque no toma en cuenta alternativa alguna, vuelve nugatorios los fundamentos de su posición. La estrechez de miras no gana en racionalidad por el mero hecho de que se la institucionalice mediante una nueva escolástica pedagógica, o mediante el silenciamiento de alternativas potenciales. La tradición de las diferentes respuestas a sus preguntas es el campo donde se muestra la capacidad de regeneración del filosofar; la historia pone así en evidencia que la crisis permanente de legitimidad en la filosofía es síntoma de vida, no señal inequívoca de decadencia o de muerte.

En medio de tanto afán por ser original, se suele olvidar que los pensamientos filosóficos no caen del cielo, y que la reflexión filosófica crece más bien en un suelo pre-filosófico de conocimientos y opiniones. El saber previamente existente puede tomar la forma de una comprensión global de mundo, de una orientación de la sociedad, o de una interpretación de la historia; por lo general son hoy las ciencias las que aportan ese saber, frente al cual la tarea filosófica es de esclarecimiento y de crítica de conceptos y procedimientos. Referida así al saber precedente, la filosofía reconoce su propia facticidad como hecho histórico, y gana así conciencia de lo que restringe la pretensión de racionalidad de ese saber. La reflexión filosófica amplía entonces el horizonte, supera el déficit de racionalidad y hace que, al desbordar el problema sus límites históricos, se convierta en pregunta actual. Es en este sentido que vale la afirmación de Hegel, de que "toda filosofía es su tiempo comprendido en pensamientos".

3. ¿Naufraga en la historia la creatividad filosófica del presente?

¿Cómo hacerle honor a la historicidad de la filosofía sin condenar nuestro trabajo a mera reposición? Desde la antigüedad se dice que el filosofar comienza con el asombro. El asombro surge cuando el saber propio se muestra insuficiente. Tal experiencia, sin embargo, no es cosa de ignorancia ingenua, ya que hay que contar con un cierto acopio de saber como trasfondo para poder reconocer carencias específicas. El asombro arcaico fue como el despertar y escalar de la conciencia de problemas que se atraviesan en nuestro camino y no nos dejan las salidas de siempre. El transcurso del tiempo fue luego aportando entrenamiento en preguntar, y la filosofía se hizo a una cierta técnica para tratar con problemas. La historia de la filosofía junta todo este know how, susceptible, claro está, de usos diferentes. Ya sea como patrimonio que simplemente se administra y conserva, o bien como recursos que se utilizan creativamente para seguir preguntando e introduciendo nuevas perspectivas, para hacer que lo sobreentendido vuelva a hacerse notable y mueva a asombro. La filosofía tiene entre tanto tanta filosofía a su espalda, que no puede eludir este legado: si ella no quiere hundirse bajo el peso de lo sabido, y renunciar a toda originalidad a favor de un ideal meramente doxográfico, tiene entonces que invertir su riqueza en un giro decidido de reflexión. Del patrimonio muerto se nutre así un preguntar insistente, que vivifica por lo menos en parte la inmensa cantidad de pensamientos ya pensados.

La investigación filosófica jamás puede tomar prestados elementos de otra época, a menos que se limite a adoptar una perspectiva cultural; "el pasado sólo se manifiesta con arreglo a la resolución y a la capacidad de apertura de la que dispone el presente" (Heidegger 30), anotó el joven profesor Heidegger en el manuscrito que bosqueja la novedosa interpretación de Aristóteles que de la noche a la mañana le hizo famoso en toda Alemania. Aristóteles -o cualquier otro autor ejemplar- nos fuerza, más allá del relato histórico, a llenar lo que él dijo con el máximo de sentido de que hoy seamos capaces. "Comprender -así lo define Heidegger-, no significa el mero constatar, sino el reiterar originariamente lo comprendido en el sentido de la más propia situación y para ella" (id. 33). La comprensión logra así un doble objetivo: permitir a un mismo tiempo que el texto viejo hable mejor, y que la existencia del que comprende se vuelva más auténtica.

Comprender significa tanto como relacionar un sentido con nuestra situación y con nuestras preguntas. No hay primero un comprender puro y objetivo de sentido, que gane luego significación adicional al volverlo hacia nuestros interrogantes. Fue por eso un error del historismo hacer depender la objetividad de la auto- extinción del sujeto intérprete, ya que la verdad, concebida como aclaración o iluminación de sentido, sólo acaece en el discurrir de su inserción histórico-efectiva. Así, pues, no se trata de esforzarnos por descartar nuestras expectativas interrogantes de sentido, sino de hacerlas bien conscientes a fin de que los textos que buscamos comprender puedan responder claramente a ellas. La dialéctica de pregunta y respuesta permite que el comprender deje de ser visto como la aprehensión de un contenido noético de sentido, y se muestre más bien como consumación de la reciprocidad que anima a todo diálogo.

Huelga decir que no hay textos en sí, inmutables por toda la eternidad, de manera que quienes quieran comprenderlos sólo tengan que dar un salto por encima del tiempo y deslizarse en la mente del genial autor. La forma de realización de la comprensión es la interpretación que se despliega en el medio de un lenguaje que pretende dejar hablar al asunto de que se trata, y es al mismo tiempo el lenguaje del intérprete. Puesto que el intérprete le presta su lenguaje al texto para que éste pueda hablar en la situación respectiva, el texto accede cada vez al habla, no en calidad de propiedad del intérprete o del autor, sino como algo en común. No puede haber por tanto una interpretación correcta en sí, porque se trata del texto mismo que habla en cada caso en el lenguaje de una nueva apropiación. El hecho de que toda interpretación deba plegarse a la situación hermenéutica a la que pertenece, no relativiza en lo más mínimo su pretensión de verdad, toda vez que el lenguaje que ella presta no genera un segundo sentido además del sentido interpretado; los conceptos interpretativos desaparecen más bien tras el asunto del que se trata, al que ellos ponen "en la balanza de las palabras" (Gadamer 478).

No existe tampoco un inventario de eternos problemas, como creyeron los neokantianos decimonónicos. Aunque los sistemas filosóficos no se puedan ordenar en un curso progresivo del conocimiento, pensaron ellos, por lo menos los problemas a los que las diferentes doctrinas buscan responder han sido siempre los mismos y siempre se los puede reconocer. Para poner en evidencia al dogmatismo envuelto en semejante concepción, remitámonos al problema de la libertad, supuestamente idéntico a través del tiempo, ya que siempre se plantea de nuevo, puesto que ninguna solución posible es capaz de hacerlo desaparecer. ¿Es el problema de la libertad realmente el mismo en todas las épocas? ¿Es que acaso el mito platónico de que el alma en un estadio pre-natal elige su suerte de vida, y más tarde, cuando se lamenta de su elección, obtiene por respuesta la de "eres culpable de tu elección", concierne a lo mismo que la propuesta estoica, que encarecía como único camino hacia la libertad el no apegarse a algo que no dependa de uno? ¿Se trata aún del mismo problema cuando la teología cristiana teje y trata de resolver su gran enigma entre la libertad humana y la providencia divina? ¿O cuando en medio del auge de las ciencias naturales se pregunta cómo haya que comprender la posibilidad de la libertad de cara al determinismo universal del acaecer natural? ¡No! "El" problema de la libertad es como una pregunta jamás realmente hecha, y lo que cuenta en la comprensión son las preguntas. Un problema eterno no es más que una abstracta esquematización de posibilidades de pregunta que hay que devolver a la vida dialéctica de la experiencia, que con su movilidad negativa se consuma en el radical saber que no se sabe (cf. Gutiérrez 252 ss.).

La historia de la filosofía puede asumir una función productiva. Cuando no se trata tan sólo de repetir detalladamente doctrinas pasadas, sino de aprender de nuevo a asombrarse, los conocimientos históricos son una reserva casi inagotable de útil enajenación. Ya el develar la procedencia de motivos que nos son familiares disipa el carácter sobrentendido que les solemos dar. También el estudio de los desplazamientos de sentido de los conceptos le restituye a la rígida terminología especializada un horizonte amplio y una flexibilidad semántica, que pueden resultar en aclaración de la propia posición del estudioso. Mayor alcance tiene la experiencia contrastiva que se gana cuando, a partir de los presupuestos básicos y a lo largo de todo su razonamiento expositivo, se reconstruyen cuidadosamente conceptos alternativos de la tradición. La "reconstrucción racional" no puede olvidar, sin embargo, que toda concepción de racionalidad, por más adecuada a estándares científicos que se crea, está sujeta al cambio histórico, y que siempre resultará cuestionable proyectar hacia el pasado el estadio de conocimiento alcanzado en un momento determinado. Últimamente se fincan los esfuerzos en hacer transparente la estructura argumentativa de filosofemas históricos. Es cierto, desde luego, que la filosofía procede la mayoría de las veces argumentativamente, satisfaciendo el viejo postulado del rendir cuentas (lógon didónai); el atisbo de Wittgenstein en la multiplicidad de juegos de lenguaje con sentido, debería guardarnos, sin embargo, de estatuir una forma principal del habla como la única admisible.

Una mirada a la historia de la filosofía muestra que las formas de expresión varían mucho en ella como para acoger únicamente la argumentación claramente articulada. Entre ellas figuran el pronunciamiento que no se atiene estrechamente a la fuerza demostrativa, las teorías dialécticas, los modelos de una estructura constructiva que gana su astringencia a partir de una secuencia de pasos cognoscible con evidencia, la tradición retórica de una tópica que opera con técnicas de persuasión, hasta el recurso a mitos que se descifran según el modelo de la traducción metafórica. Valdría pues la pena tratar no sólo de hacer transparentes momentos de la tradición respecto a su estructura argumentativa, sino también de hacerse presente el esbozo total de las filosofías, de manera que, dado el caso, se eche de ver su contraste con el estilo discursivo que se emplea hoy. Así, en vez de asegurarse de una continuidad ex post factum que desemboca en el presente, se explorarían posibilidades nuevas y hasta insospechadas de asombro (Bubner 12).

4. Un saber dialógico

Llegamos, al final, al diálogo que es el saber filosófico. La actividad filosófica, tal como la describe el mexicano Luis Villoro, es "una actividad solitaria que requiere de comunidad" (Olivé y Villoro 13). No es sólo que todo comprender se dé en la reciprocidad del diálogo; es que el saber filosófico no puede prescindir del oxígeno de la crítica. Formarse un juicio propio, epítome de actitud crítica, significa irritar y hacer conscientes los puntos de vista y los prejuicios propios a fin de que, en contrajuego con ellos, se hagan visibles y se hagan valer los puntos de vista de los otros. Si no permitimos que los argumentos de otros contiendan con los nuestros, quedaremos condenados a prisión perpetua en lo propio, en lo de siempre. De ahí que la tarea del que filosofa sea como la de los demás seres humanos, la que Hegel, cuando era rector de un colegio de Nüremberg, le encarecía a sus pupilos: formarse a sí mismos: ir ampliando su horizonte de comprensión de manera que éste abarque cada vez más otros puntos de vista, lo cual le permite acceder a un saber amplio y general. Este saber le facilitará aprender que hay otras y mejores maneras de comportarse y de hacer que la suya, la cual deja por tanto de ser única y necesaria: con la distancia de sí mismo ganan entonces filósofos y seres humanos un espacio más amplio para diferenciar lo esencial de lo inesencial (cf. Hegel 259).

El inicio griego de la filosofía se nutrió del atisbo de que el lenguaje alcanza su plenitud en el diálogo, en el cual los participantes se abren al ámbito de la razón, es decir, al ámbito de lo compatible por naturaleza y para todos vinculante. Ello era posible gracias a que en el diálogo se desplegaba una comunidad original, de la cual los dialogantes no eran al inicio suficientemente conscientes. De ahí que el diálogo, entonces y ahora, sea visto como una genuina experiencia en la que algo pasa a los interlocutores, quienes al cabo del ejercicio dialógico son un poquito más, distintos en algo de lo que eran antes de él.

La razón humana es matizada y sobre todo polifónica. Dialógicamente se va articulando el punto de vista propio, sabiendo de la posible superioridad de los razonamientos de otros. Dialogar es desplegar la razonabilidad práctica desde horizontes que se traslapan, se fusionan y separan en el encuentro y desencuentro de tradiciones. Se trata del diálogo de raigambre socrática, en el que las preguntas van por delante, y en el que, al irnos haciendo conscientes nuestros prejuicios y condicionamientos, lo otro y los otros dejan de ser invisibles y se hacen valer por sí mismos. Y puesto que darles la razón a los otros es sin duda algo difícil de aceptar, hay entonces que aprender siempre de nuevo, contra uno mismo muchas veces, a estar equivocado, a perder en el juego de la comprensión.

Frente a las viejas y nuevas ideologías del consenso, la reflexión hermenéutica en torno a la otredad refuerza la importancia del cultivo del disenso, que, al decir de Rorty, es "expresión de esperanza de que el espacio cultural dejado por la epistemología conmensurante no llegue a llenarse" (287-288). El cultivo del diálogo es la alternativa única a "la violencia del acogedor abrazo de la Razón" (Bernstein 18), que privilegia en la filosofía la unidad y la totalidad. De lo que se trata es de recuperar un sentido de pluralidad que desafíe cualquier fácil reconciliación total. Sabiendo que siempre será posible no hacerle justicia a la otredad, debemos resistirnos a la doble tentación de asimilarla superficialmente a lo mismo, y de rechazarla como insignificante o nociva. Hay que aprender a vivir con la inestabilidad de lo otro y de los otros, aprendizaje siempre frágil y precario que no conoce una solución final.

Bibliografía

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