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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.57 no.137 Bogotá May/Aug. 2008

 

Carrasco, E. "Heidegger y el cristianismo", Revista de Filosofía. Universidad de Chile 60 (2004): 29-56.

 


El artículo de Eduardo Carrasco se propone reconstruir la historia de la relación entre cristianismo y filosofía tal como ésta es narrada por Heidegger dentro del marco de la historia del ser. Para ello, Carrasco ubica los diferentes momentos del cristianismo dentro de esta historia y, a la diáfana y cuidadosa manera de un tejido de filigrana, articula los distintos momentos de la interpretación que Heidegger hace de la decisiva influencia de la dogmática cristiana en la filosofía de Occidente. Tal trabajo reconstructivo busca aclarar la comprensión de lo que Heidegger ha llamado el "nuevo comienzo" de un "pensar" que, al superar el olvido del ser o "metafísica", característico de la filosofía, superaría necesariamente el cristianismo, si es que entendemos por "cristianismo" la dogmática que afianza una respuesta, sin siquiera haberse hecho la pregunta por ser y haciéndola imposible.

Aclaro que éste es el sentido en que debe entenderse "cristianismo" en el artículo en mención, en el cual el autor no entra a cuestionar la concepción implícita en el uso de esta palabra por parte de Heidegger. Semejante cuestión, replicaría probablemente Carrasco, caería fuera del marco limitado de un trabajo que, si bien puede servir de introducción al tema de las relaciones entre el pensamiento de Heidegger y el cristianismo, no pretende de ninguna manera ofrecer una cabal comprensión de lo que podríamos sin duda considerar un complejo asunto.

"Filosofía", aclara al comenzar el propio Carrrasco, es una palabra que termina siendo usada por Heidegger para nombrar esa forma peculiar del pensamiento metafísico dominante en Occidente a partir de Platón, una suerte de pensamiento intermedio no asimilable al inicio griego del pensar con Parménides o Heráclito, ni tampoco a formas que pudieran surgir posteriormente, a manera de "nuevo comienzo". Se trata de un pensamiento que "se mueve a partir de la diferencia ontológica, sin llegar a pensarla", "piensa el ser del ente, sin llegar a ocuparse de la pregunta por el ser mismo", es "onto-teología", en cuanto "interpreta el ser del ente comprendiendo como su fundamento un ente superior" y es, en últimas, olvido del ser (cf. 30).

Tampoco el pensamiento de Heidegger es asimilable a una "filosofía" en los sentidos enunciados anteriormente, ya que él pretende superar esos rasgos metafísicos y onto-teológicos. De allí que Heidegger hable del "fin de la filosofía", y la tarea del "pensar" en el "nuevo comienzo", todo un horizonte de experiencias que él se propone explorar por primera vez, pero que queda más bien como un anuncio esperanzado de lo porvenir.

Sin embargo, no siempre distingue Heidegger entre "pensar" y "filosofía", y esta última palabra es usada ambiguamente por él: "Si bien la palabra 'filosofía' aparece a lo largo de su obra con diferentes significaciones, y a veces incluso hasta es utilizada en su uso tradicional para denominar en forma general a estas distintas formas del pensamiento, en sentido más preciso, ella sirve para señalar este enorme período histórico ubicable entre Platón, Nietzsche y Marx" (30).

Puesto que Carrasco no quiere renunciar al sentido amplio de la palabra, la usa a lo largo de su escrito sin comillas cuando hace referencia a tal sentido, y entre comillas cuando se refiere a la acepción específicamente heideggeriana equivalente a "metafísica".

A continuación, Carrasco se cuida de exponer clara y ampliamente los distintos momentos de la historia del ser, y en especial de esa época intermedia que lleva el nombre de "filosofía".

El comienzo, según interpreta Carrasco, es un comienzo absoluto, en cuanto tuvo lugar en Grecia con el pensamiento presocrático, y en ninguna otra parte. Esta época se caracteriza por la copertenencia entre ser y pensar, que Heidegger encuentra en la afirmación de Parménides "to gar autó noein estín te kai einai" (lo mismo es, en efecto, pensar que ser), así como en el "homologein" de Heráclito, esto es, en el hablar al unísono con el Logos. Según la visión de Heidegger, lejos de oponerse, Heráclito y Parménides piensan "lo mismo": su pensar es la experiencia de asombro ante la pertenencia del ente al ser.

La segunda época sí pertenece a lo que Heidegger ha llamado "filosofía", y está marcada justamente por la separación o distanciamiento entre pensamiento y ser. Este tipo de pensamiento funda la empresa de dominación del ente, cuya consumación será la modernidad, y corresponde al periodo que va desde Platón hasta los tiempos de Heidegger. Carrasco lo presenta como dividido en cuatro subépocas: Platonismo-Aristotelismo, filosofía helenística, filosofía medieval y modernidad.

El inicio de esta extensa época de la filosofía se produce a causa de la sofística, que con su populismo y ausencia de rigor crea la apariencia del fácil acceso al saber, y "obliga al pensamiento a cambiar de rumbo" (33), puesto que "la salvaguardia de lo más asombroso hace salir a los pensadores de la situación de inmediata unidad con el ser, para transformar su propósito en una tensión hacia el sophon". Esto da lugar al surgimiento de la filosofía en la época clásica (Platón y Aristóteles). Posteriormente viene la filosofía helenística, en la que ocurre paralelamente la romanización de la filosofía, que será la base para la "filosofía cristiana". El cristianismo adviene en este periodo de romanización, en un ámbito en principio ajeno a la filosofía al interior de la religiosidad judía; pasa a ser adoptado por los gentiles gracias a la prédica de San Pablo, y llega, finalmente, a establecerse como la religión oficial del imperio, después de un complejo proceso en el cual el cristianismo entra en contacto con la filosofía, para condenarla, asimilarla a la nueva religión, o utilizarla con los fines de la apologética cristiana, como sostiene Etienne Gilson. El último momento de esta época de la "filosofía" es el de la modernidad.

Con San Agustín se da el fundamental paso de asimilación de la filosofía griega por parte del cristianismo, paso que constituye un alejamiento o deformación de la forma no filosófica del cristianismo original; aquel de las comunidades cristianas predicado por San Pablo.

"Para la filosofía el cristianismo es impensable, y para el cristianismo la filosofía es una locura", es la sugestiva frase con la que Carrasco quiere expresar la simpatía de Heidegger por la versión totalmente ajena a la filosofía propia de los primeros cristianos, así como la desconfianza de Heidegger frente a los resultados teológicos posteriores. En palabras de Heidegger: "siempre allí donde la teología emerge, Dios ha emprendido ya su partida" (citado 36). Con estas palabras, aclara Carrasco, Heidegger quiere "salvaguardar la autenticidad de lo religioso", y no "esgrimir la autoridad del pensamiento frente a la religión". "La relación con los dioses no puede estar mediada por el pensamiento, y, a la inversa, el pensamiento no puede tomar sus puntos de apoyo en la experiencia religiosa" (36).

El tercer período, que es el de la Edad Media, está marcado entonces por esta particular asimilación de lo griego a lo cristiano, en la cual "los resultados de la ontología platónica y la aristotélica se mantienen, aunque dentro de un sistema dogmático ajeno a su espíritu inicial" (36), y llegan a convertirse en una doctrina fija. La verdad pasa a ser entendida como revelación, el ente es creado y Dios el Creador, un Dios personal y causa suprema.

Carrasco destaca el lugar de la filosofía medieval como el momento crítico del pensar, en que éste se desvía y abandona su vocación primera, transformando peligrosamente su propósito. En ella se ve más claramente que en ninguna otra época la oposición entre filosofía y cristianismo (43), ya que en este período la filosofía se vuelve un instrumento para fijar la dogmática cristiana. Para la escolástica los procedimientos discursivos formales adquieren gran importancia, y la enseñanza deja de ser un movimiento de liberación individual, para adquirir el carácter autoritario que aún hoy conserva. Las exigencias de la fe son ajenas a la filosofía, como, por ejemplo, las pretensiones apostólicas, el proselitismo y la "comunidad en la verdad" (47).

La modernidad es el cuarto periodo, que se inicia con el pensamiento de Descartes. El ente se convierte en representación y la verdad se vuelve certeza, esto es, "la afirmación que lleva a cabo un sujeto, independientemente de toda autoridad, de lo que se presenta clara y distintamente a su conciencia" (37). Puesto que ahora se da la búsqueda de nuevos caminos en contra del magisterio doctrinal de la Iglesia, en esta época comienza el resurgimiento del espíritu de la auténtica filosofía. Realizando la forma superior de dogmática cristiana, el idealismo lleva hasta el extremo la modernidad, según Heidegger. De esta forma "conduce la 'filosofía' misma al extremo de sus posibilidades, señalando con este límite la necesidad de su superación" (38).

Con el fin de la modernidad se abre el espacio de un nuevo comienzo, que consiste en volver a plantear la pregunta por ser, lo que presupone el fin de la influencia de Platón y del cristianismo en el pensamiento, es decir, la consumación de la metafísica, que Heidegger asocia con la devastación de la tierra a manos de la técnica, del predominio del cálculo y la organización.

Con Heidegger se anunciaría así una nueva época, en la que el pensamiento se libera de la dualidad y entra en el "otro comienzo" o "pensamiento tautológico", que sería, según Carrasco, "una suerte de reiteración del inicio" (39), que "termina con la mutua exterioridad y la unilateralidad que caracteriza la relación entre pensamiento y ser en el período de la metafísica" (39). Hombre y ser se alcanzan el uno al otro, y pierden las determinaciones que les prestó la metafísica. A este acontecer, que devuelve a cada uno lo propio a la manera de mutua transpropiación, lo denomina Heidegger Ereignis. Con el Ereignis se hace imposible pensar en un Dios persona, pues, como dice el autor, "esto sería el colmo de la antropomorfización de lo divino" (40). "El Ereignis, en cuanto lazo que une a hombre y ser (ser-ahí), presupone el redescubrimiento de la esencia del ser como irreductible a toda entidad, y de la esencia del ser-ahí (hombre) como irreductible a toda sustancialidad" (40). Por tanto, el Ereignis hace también imposible la explicación del ser del ente en la fundación operada por un ente supremo. Es así como la forma teológica de pensar llega a su fin, y el cristianismo es superado. Tal es la interpretación heideggeriana de la "muerte de Dios". En opinión de Carrasco, "esto no significa que queden descartados nuevos dioses, y se refiere a manera de ejemplo a Hölderlin, quien "presintió la presencia de lo divino más allá de la huída de los dioses", lo que no significa, de ninguna manera, que lo que Heidegger denomina "ser" pueda ser identificado con el Dios monoteísta (cf. 40).

En cuanto el cristianismo piensa a su Dios como fundamento del mundo, la entidad se extiende a toda forma de manifestación, de tal modo que la explicación de cualquier fenómeno se ve reducida a la posición de un cierto tipo de relaciones entre entes. "Sólo hay entes y relaciones entre ellos, no hay ser. Por eso es que Dios mismo se transforma en un ente" (41). Por otra parte, con el cristianismo "la divinidad pierde su esencia propia y se antropomorfiza" (41), y así "la verdadera experiencia de lo divino se pierde". Por eso considera con razón Carrasco, que "la recuperación de una nueva experiencia de lo divino se hace posible a partir del pensamiento del ser mismo, y especialmente del 'olvido del ser' en el que consiste la esencia de la época anterior" (41).

Buscando siempre una línea de continuidad entre el pensamiento de Nietzsche y el de Heidegger, Carrasco afirma que en el pensamiento de este último el cristianismo es considerado como una opción esencialmente contrapuesta a la filosofía. El cristianismo, en cuanto fundado en la fe, "se mueve en un terreno que hace inútil al pensamiento, o al menos lo saca de sus impulsos esenciales" (44).

Amparado en esta comprensión del cristianismo propia de Heidegger, Carrasco concluye que:

[E]l pensamiento, contrariamente a las religiones de creencia, habita precisamente en ese lugar que el cristianismo abandona, en el territorio del "opinar y errar contingentes del hombre". El pensamiento no accede, ni siquiera pretende de ningún modo hacerlo, a ese territorio superior en el que se mueve la fe. Por tanto, ambos se muestran como antitéticos […] la fe cristiana pretende haber respondido ya a eso que el pensamiento busca con ahínco […] da por respondida la pregunta que le da su dirección esencial a la filosofía […]. Ahí donde reina el cristianismo, no hay cabida para la filosofía, y allí donde reina la filosofía, no hay cabida para el cristianismo. (44)

Con penetrantes frases como las anteriores, Carrasco cree estar mostrando la "dirección claramente no cristiana en el pensamiento de Heidegger" (53), y la tajante oposición entre filosofía y cristianismo. Mucho de verdad hay en ello, siempre y cuando se entienda el cristianismo como el dogmatismo de una doctrina institucionalizada en el curso de la historia, y se entienda por filosofía el ejercicio del asombro y la pregunta que no se deja institucionalizar, ni puede ser jamás objeto de proselitismo.

Aunque no existe en el pensamiento de Heidegger una distinción paralela a aquella entre filosofía (entendida como el ejercicio del pensar que surge del asombro y se mueve en el ámbito del preguntar) y "filosofía" (entendida como "metafísica") a la hora de referirse al "cristianismo", me pregunto si el autor no tendría que haberse valido menos desprevenidamente de una palabra con múltiples acepciones, que abarca un amplio espectro de realizaciones históricas, y que no debería reducirse a los malabarismos teológicos de lo que es hoy la doctrina oficial de la Iglesia Católica, consolidada sólo tras una larga historia, que también es la historia de todas aquellas visiones que fueron condenadas y relegadas al olvido. Para dar tan sólo un ejemplo, "Cristiano" es el místico Eckhart, cuya comprensión de la divinidad difícilmente sería asimilable a la idea de un Dios creador, propia de la dogmática teológica, y cuya visión de Cristo está muy lejos de ser una antropomorfización de lo divino.

Sin duda, valerse de la palabra "cristianismo" en un único sentido es optar por una concepción que permite extraer ciertas consecuencias y no otras en torno a las relaciones entre cristianismo y "filosofía" (es decir, "metafísica"), pero también, y esto es decisivo, entre "cristianismo" y esa filosofía que, a la manera de Heidegger, bien puede definirse en los términos en que lo hace Carrasco, como el ejercicio de un pensar siempre consciente de su condición finita.

En mi opinión, un artículo que lleve el título de "Heidegger y el cristianismo" no puede dejar sin mencionar las incursiones de Heidegger en la mística cristiana, así Heidegger se hubiera movido en la ambigüedad de llamar a Eckhart su "Maestro de vida", y de descalificarlo injustamente, asimilando, sin más, su concepto de Dios con el Dios personal de la teología. Una omisión de tan tensas relaciones sólo sería justificable bajo un título como "Heidegger y la dogmática cristiana". No establecer esta distinción supone haber tomado partido, sin cuestionarla, por una versión de lo que es el cristianismo, y hacer caso omiso del potencial de la mística, que no sólo nutrió de manera decisiva al pensamiento de Heidegger, sino que también ofrece una visión del cristianismo afín al pensar del ser, y por lo tanto al nuevo comienzo.

Mientras resulta evidente que dogmática (de cualquier proveniencia) y pensar son mutuamente excluyentes, es menos evidente que lo sean la posible relación entre la experiencia de un "pensar" que es él mismo asombro que nos saca de lo sobreentendido, de lo ya siempre dado y de la absolutización de lo ente, y una experiencia mística que también trasciende dicho ámbito, sin caer, a mi parecer, en una onto-teología, y que comprende lo divino, no como un super-ente o causa primera, sino más bien como ese misterio innombrable que, estando presente por doquier, juega al escondite, y no resulta inaccesible, ni a un pensamiento que se entienda como mero ejercicio teológico de argumentación en pro de la fijación del dogma, como sucedía en la Edad Media, ni a la filosofía entendida como mero ejercicio racional, en el estrecho sentido que la modernidad le dio a esta palabra.

De allí que el contraste entre filosofía y cristianismo me parezca un tanto desequilibrado. Tan desequilibrado como hubiera sido oponer la experiencia directa de un místico como Eckhart al ejercicio de la filosofía en ámbitos académicos, que aun a su pesar tiende a degenerar en formas impregnadas de dogmatismo, y amparadas en un supuesto uso de la razón para asentar prejuicios y visiones que valen tácitamente como dogma en la "comunidad en la verdad" respectiva. Me refiero al hecho simple de que, en los mentados ámbitos de la academia se tiende a negar sin más un lugar para la divinidad, y a reemplazarlo con el uso de la "razón finita" que, como vemos, se apoya en una respuesta, en lugar de dejar abierta la pregunta.

Tal vez son ese tipo de opiniones sin cuestionar las que dan lugar a la conclusión de que en el nuevo comienzo filosofía y cristianismo se oponen, y a la extrapolación de las conclusiones que Carrasco ha obtenido acerca de las relaciones entre filosofía y una cierta versión de lo que es el cristianismo, al ámbito, más amplio sin duda, de las relaciones entre filosofía y religión.

Perdiendo el pudor que sí tenía el mismo Heidegger, quien habría salvaguardado un lugar para la experiencia religiosa, a pesar de sus ataques al "cristianismo", Carrasco habla ahora de la superioridad de la filosofía frente a la religión: "El cristianismo no es filosófico, porque es una respuesta, y la filosofía no puede ser cristiana, porque es una pregunta… ni la filosofía puede llegar a la plenitud de su esencia en el marco de la religión, ni la religión puede cumplir su esencia propia en el ámbito de la filosofía" (45). "La filosofía […] es la vocación de quedarse dentro de los límites finitos del hombre" (49). El fondo de la condición humana es "filosófico", no religioso, inquisitivo, no dogmático, por eso puede decirse que la filosofía es "superior" a la religión (cf. 52).

Sin duda es éste un exceso propiciado por el mismo Heidegger y su concepción reduccionista del cristianismo y de la religión. Ese mismo Heidegger, sin embargo, con su crítica a las formas dogmáticas de la religión cristiana, abrió las puertas a una nueva experiencia religiosa, afín no sólo a la mística cristiana, sino también a experiencias de otras religiones y visiones de mundo, como el taoísmo y el budismo. Por eso tal vez podríamos, con Heidegger y contra Heidegger, leer la historia del cristianismo y, porqué no, de otras formas religiosas, como la historia del olvido de una genuina experiencia que asoma en el inicio, para quedar inmediatamente oculta en el dogma, y despuntar, a la manera de un nuevo comienzo, como asombro ante el misterio de la existencia, asombro que nos saca fuera del ámbito acostumbrado de lo solamente ente y nada más que ente, y que, en mi opinión, nos devolvería a "lo mismo" de la mutua pertenencia entre lo divino y lo humano, lo infinito y lo finito, lo inmanifiesto y lo manifiesto.

Una tal lectura de las relaciones entre el ejercicio del pensar y la experiencia religiosa, no daría lugar a la pretensión de superioridad de la una sobre la otra, de modo que ni la religión daría por respondidas e innecesarias las cuestiones filosóficas, ni la filosofía pretendería refrenar desde una desmedida confianza en la razón ese impulso de cuño religioso que nos conmina a preguntarnos por lo incomprensible.

Para no caer de nuevo en la unilateralidad de las dicotomías, y hacer justicia a lo que sería un "pensamiento tautológico", termino este comentario a un artículo que da que pensar, con el siguiente comentario de un gran racionalista de origen judío, en torno a las relaciones entre la búsqueda de la unificación racional de lo múltiple y la experiencia religiosa: "Todo el que haya pasado por la profunda experiencia de un avance positivo en este campo, se siente conmovido por una profunda reverencia hacia la racionalidad que se manifiesta en la vida. Mediante la comprensión, logra emanciparse en gran medida de los grilletes de las esperanzas y los deseos personales, alcanzando así esa actitud mental humilde ante la grandeza de la razón encarnada en la existencia, que es inaccesible al hombre en sus profundidades más hondas. Sin embargo, esta actitud me parece religiosa en el sentido más elevado del término" (Einstein 2007: 42 - 43).

Bibliografía

Einstein, A. Mis ideas y opiniones. Barcelona: Bon Ton, 2007.

Margarita Cepeda

Universidad de los Andes, Colombia marceped@uniandes.edu.co

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