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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores v.57 n.138 Bogotá sep./dic. 2008

 

La paradoja de lo público en Richard Rorty

The Paradox of the Public Realm in Richard Rorty

Martha Palacio Avendaño*

Universidad de Barcelona - España, marpave@hotmail.com


Resumen

El concepto de lo público en Richard Rorty, heredero de la tradición liberal, admite ser tratado como parte de un juego del lenguaje denominado liberalismo democrático. En ese sentido, una de las reglas de este juego para saber si una jugada es válida consiste en asumir la distinción entre esfera pública y privada. Richard Rorty pensó que este juego no requería fundamentación más allá de la forma de jugarlo, que el criterio en que se apoyaría estaba en las prácticas que tienen lugar dentro del mismo con arreglo a sostener una utopía que permitiera hacer cada vez más jugadas. Esto es, el liberalismo democrático no requería basarse en algo más allá de las prácticas conducentes a lograr una esperanza social alentada por la libertad en defensa del pluralismo. Su utopía liberal, guiada por el principio de la no-crueldad, haría posible una sociedad inclusiva en la que todos tuvieran espacio para su léxico privado. De este modo, Rorty habría vinculado libertad y solidaridad, pero su juego del lenguaje permite advertir la paradoja del vínculo que implicaría el sentido de lo público. Aquí, la libertad no es condición suficiente de la solidaridad, de modo que la inclusión social no tiene cabida en su juego del lenguaje.

Palabras claves: Rorty, liberalismo, juegos del lenguaje, espacio público, democracia, metáfora, inclusión social.


ABSTRACT

The concept of the public sphere in Richard Rorty's philosophy, inherited of liberal tradition, allows be treated as a part of a game of language called democratic liberalism. One of the rules for validating a move in this game consists in taking for granted the distinction between the public and the private spheres. Richard Rorty thought that democratic liberalism did not need any foundations beyond the way to play it; its only criteria would be the game's practices, according an utopia which would allow us to make more movements in the game. That is, the democratic liberalism does not require foundations, but just practices for achieving a social hope inspired on freedom and pluralism. This kind of utopia, based upon the non-cruelty principle, would make possible an inclusive society where everyone would have a place for their own private vocabulary. In this way, Rorty would have linked freedom and solidarity. However, his language-game reveals the paradox of the link which implies the meaning of the public sphere. Herein, freedom is not a sufficient condition of solidarity; hence, there is no place for social inclusion in Rorty's language-game.

Keywords: Rorty, liberalism, games of language, public sphere, democracy, metaphor, social inclusion.


1. Introducción

La forma de la distinción entre espacio público y privado que sostuviera Richard Rorty, está representada en el «ironista liberal», ciudadano ejemplar de su utopía. El ideal de la ciudadanía democrática liberal recuperará la plasticidad humana como posibilidad de creación de todos y cada uno, la creación de sí mismo como ejercicio de la libertad. Complementario a este ejercicio está el de la ironía como el poder de albergar dudas sobre los logros individuales y los de la comunidad. Ambas posibilidades se sostienen en la confianza en las instituciones políticas de las democracias liberales, como las mejores y más acabadas formas –hasta la fecha– de defender la libertad humana (creación de sí mismo, y posibilidad de dudar).

Esta imagen de ciudadano es la que permite la reconstrucción del discurso sobre lo público (cf. Rorty 1991a),1 a partir de la cual Rorty presenta la inutilidad de un fundamento epistemológico, larvado de metafísica, que legitime la importancia de una democracia liberal. Hace parte de este ejercicio en contra de la inutilidad del fundamento, señalar que la distinción entre esferas es necesaria para un proyecto liberal que quiere evitar el deseo de abrazarse a algún presupuesto trascendente que pudiera unificar las distintas esferas de la vida en un solo propósito, o bien al deseo de síntesis entre lo público y privado por el riesgo que comportaría de engendrar algún tipo de práctica que niegue la libertad y su despliegue. La distinción, en la que Rorty sigue a Berlin (cf. Berlin 45; Rorty 1989; Rorty 1991a 63ss), significa desmarcarse del propósito de que el poder político sea un yo «superior» más verdadero y mejor que el yo privado. La pretensión de que el yo debe encontrarse en el Estado, es un asunto que el mismo Rorty descarta y ubica como parte de las fantasías privadas de quienes se ocupan de los asuntos teóricos. De modo que lo que le habría interesado al filósofo neopragmatista, era mostrar que, no existiendo ningún yo que fuera más verdadero que otro y al cual deberíamos hallar, tampoco tendría que existir el deseo de su proyección en el espacio público. Al no intentar la síntesis y deplorarla, Rorty radicalizó la tensión con miras a determinar que eran dos ámbitos irreconciliables, por cuanto ninguno sería más real que otro, ninguno tendría preeminencia ontológica ni explicativa.

La radicalización significaría, además, su forma particular de afirmar la fecundidad del pluralismo democrático como el medio que mejor puede garantizar la ampliación de nuestras libertades; esto es, la proliferación de formas de vida al interior de una democracia en la forma de un debate abierto que prueba la capacidad de ésta de darles cobijo.

En segundo lugar, la redescripción que ofrece Rorty de lo público y privado sugiere que la esfera privada es el lugar privilegiado de crearse una identidad como redescripción del pasado, lo que luego dará vida a una metáfora o nuevo vocabulario con el cual enfrentarse a su propia contingencia, a la vulnerabilidad de su existencia, y a una lucha constante por desmarcarse de la autoridad, una autoridad que puede asumirse como el discurso normal al que tendríamos que enfrentarnos para reconfigurar nuestras prácticas en la tesitura del presente. Si bien esta práctica de crear nuestro léxico último, la forma de interpretarnos a nosotros mismos, de definir los términos de nuestra forma de vida, cristalizarían en una metáfora que permite entender la libertad individual como el espacio de creación de sí mismo, el ámbito en que todos podemos ser poetas; esta descripción de lo privado dificulta comprender el paso de una metáfora privada al ámbito público para transformar las prácticas sociales, como sugiere Rorty al describir los cambios en el vocabulario de la cultura occidental, que revolucionarios y poetas como Galileo, Hegel, Dewey, etc., pudieron constituir. Comprender cómo las nuevas metáforas de creación y redescripción de sí mismo pueden llegar a transformar un nosotros (Lara cap. 7-8)2, es aquí el nudo de la cuestión.

Rorty afirmaría hacia 1991 en las conferencias Tanner que "[…] [U]na feminista pragmatista entendería su labor como la de contribuir a crear a las mujeres, más que intentar describirlas con mayor exactitud. (Rorty 2000e 256, énfasis mío)

Con ello Rorty buscaba afirmar la inutilidad de una búsqueda de términos cada vez más precisos para definir qué son y qué hacen las mujeres, mientras mantenía su idea ya prefigurada en 1989 de que uno puede crearse a sí mismo mediante el lenguaje. Pero esta redescripción rortyana, que hace del debate feminista la creación de una identidad que no existía pero que ahora podría reconocerse, pone en entredicho la forma de lucha del movimiento social feminista en contra de prácticas desiguales que vulneran la libertad privada y pública, situándolo en la configuración de metáforas nuevas que puedan seducir a otros interlocutores a emplear el nuevo léxico. La trasformación social mediada por el lenguaje, por la capacidad de constituir un léxico, introducir una metáfora en la conversación, es lo que resulta insuficiente en la descripción rortyana, pues no explica la forma del cambio, la limita a un interlocutor del que no presenta la forma en que se constituye en interlocutor válido, y sencillamente concluye que su existencia en el marco de una democracia liberal es muestra del carácter inclusivo de la misma.

Pero acaso el ejemplo del feminismo resulte aún más llamativo, si consideramos que en la redescripción rortyana está abogando por un vocabulario nuevo del que podemos hacer uso, pero no de una voz política importante, de un movimiento social que no puede aceptar el juego del liberalismo que la remite a la esfera privada, y sin el cual no podríamos entender "lo personal es político".

Aún así, no sólo el movimiento feminista puede espetar la inutilidad de tal liberalismo, sino cualquier movimiento social no conforme con el juego del lenguaje político que lo sitúa. Por ello, hacer de la diferencia algo privado constituye la proscripción de la fuerza de transformación del lenguaje que Rorty sugiere, y que queda diluida en su filosofía, convirtiéndose en el mecanismo de un reformismo político como tarea de la democracia liberal, pero no de la conformación de una sociedad inclusiva. De ahí que su utopía no resulte tan transformadora como se presenta al recurrir al lenguaje.3

2. El juego del lenguaje del liberalismo democrático

El fin político que traduce la obra rortyana se asienta en la frase "la ampliación de la libertad". Esto sugiere una particular manera de abordar el ejercicio político desde una acción moralizante que toma cuerpo en acciones de sensibilización,4 estableciendo así una práctica discursiva en la que la ética puede ser leída en clave estética.5

La pretensión de ampliar la libertad, de defenderla y promoverla, dinamiza nuestro sentido de lo público, tanto como permite interpretar las acciones que en éste tienen lugar, como el mejor modo de dar cuenta de nuestra capacidad imaginativa y de una racionalidad que no se opone al rasgo de una sensibilidad por la que también se constituye.

La acción en el espacio público es la forma en que se entrecruzan nuestras creencias y deseos con el fin de ampliar el sentido de nuestra identidad moral. Hacer esto sugiere que la justificación de nuestras acciones no distingue entre razón y sentimiento, porque lo que puede denominarse como identidad moral es también la narrativa histórica de un individuo o de una comunidad que se articula en esa red de creencias y deseos haciendo uso de un lenguaje. Poner el acento en las creencias y deseos, es considerar que nuestro propósito de ampliar la libertad está relacionado con la lealtad y la solidaridad como dos formas de participar y hacer partícipes a otros con quienes reconocemos la posibilidad de un acuerdo entre creencias. Esto sugiere que la justificación ante audiencias cada vez más diversas y/o remotas, no depende del uso de una facultad que nos identifique, sino del grado de confianza alcanzado por una comunidad como para conversar con otra.6 El proceso de justificación está basado en lograr un acercamiento entre comunidades que se dinamiza por la racionalidad social, sustentada en el esquema triangular del conocimiento davidsoniano (cf. Davidson 2001; 2003 cap. 14), por lo que el contraste entre creencias haría posible lograr un acuerdo que permita establecer líneas de coordinación para poder afirmar la ampliación de la libertad.

Hacer de lo remoto algo próximo, pensar en la posibilidad del reconocimiento de la diferencia, ampliar nuestra comunidad moral, ser inclusivos e imaginativos, ser leales y solidarios, son formas de hablar de la libertad en el pensamiento rortyano. Formas que tienen lugar en un espacio público caracterizado por el discurso del liberalismo democrático que habla un ironista liberal (cf. Rorty 1991b).

¿Qué forma tiene este liberalismo democrático?

a. El liberalismo democrático à la Rorty constituye la forma de revitalizar la fuerza de la primera enmienda7 a la Constitución norteamericana, según la cual los padres fundadores de los Estados Unidos de América no sólo asumieron el carácter primordial de la libertad, sino a su vez consagraron todo su esfuerzo político a la defensa de ésta. El objetivo sigue siendo éste, pero la forma de su logro se modifica al curso de nuevas metáforas que den cuenta del progreso moral de una comunidad.

b. El objetivo, incluso, puede redescribirse apelando a la utopía de una comunidad cada vez más leal a sí misma, y por tanto solidaria con el dolor de otros, con las formas de crueldad que niegan la libertad de nos-otros y los otros.

c. El liberalismo democrático rortYano es el credo de todo social demócrata (cf. Rorty 1987), de cualquier reformista social que cree en sus instituciones y en su poder para transformar las condiciones que generan o perpetúan el dolor.

d. Este liberalismo asume que la forma de una sociedad democrática liberal pasa por reconocer y debería articular los dos principios de la justicia planteados por John Rawls, como el modo en que una sociedad habría de luchar contra la crueldad (cf. Rorty 1990).

e. El principio de no-crueldad8 es la forma de redescribir la libertad, del que todo individuo debe poder gozar y que una comunidad debe garantizar.

f. Esta caracterización no requiere de ningún principio fundamentador, ni de explicación filosófica alguna (cf. Rorty 1990). La forma de esta comunidad liberal ya existe, sólo precisa de reformas para combatir brotes de crueldad reconocidos, y en ocasiones insospechados, pero que una buena redescripción de las cosas que nos importan puede hacernos advertir.

Con esta caracterización, el filósofo Richard Rorty habría establecido que la forma de luchar contra la crueldad consistía en ser cada vez más fieles al liberalismo democrático, a la forma de una identidad política constituida por un lenguaje y una cultura política común. Esto es, la forma de una socialización determinada con el recurso de la herramienta lingüística.

En este lenguaje político, una de las formas de garantizar la libertad pasa por escindir el ámbito privado del público. Delimitar las acciones posibles del individuo en cuanto miembro de su comunidad, acciones que definen el espacio de la interacción social. En el léxico rortyano, la interacción social se integra en un juego de lenguaje determinado que permite a cada quien elevar su tono mientras se mantenga fiel a la promesa de seguridad que la comunidad le otorga. Esto es, las pretensiones privadas con sus consecuentes léxicos últimos9 (cf. Rorty 1991a 91) pueden ser perseguidas y conquistadas mientras no interfieran con la escena en que todos debemos ponernos de acuerdo para remediar la crueldad. No hay nada personal que pueda ser público, ni nada idiosincrásico que esté legitimado para hacerse pasar por la pretensión de muchos. Las luchas de sujetos colectivos pueden ser leídas como el intento de una metáfora por hacerse lugar en el juego lingüístico de la comunidad, un intento que se da en el orden de la persuasión para insertarse y cambiar las condiciones que son denunciadas. Esta persuasión, no obstante, está limitada al cómo reconstruir la relación y/o la situación en disputa por medio del recurso metafórico que pueda integrarse al uso del juego del lenguaje del liberalismo democrático. Esto es, todo intento metafórico corre el riesgo de llegar a literalizarse, pero el problema más grave en esta concepción rortyana de nuestro progreso moral se sustenta en que el efecto de choque, de ruptura de la metáfora, queda debilitado, porque no alcanza a inaugurar un nuevo modo de contarnos las cosas, sino que está siendo recortado en un contexto que lo aloja y lo integra, deshaciendo su fuerza y haciéndolo pasar por una reforma que reacomoda piezas pero que no parece remediar la enfermedad. Es como si todo intento de reforma fuese la marca de un apaño, pero no de una transformación, como corresponde al ideal de la libertad.

3. ¿Cómo abordar la complejidad del espacio público?

La interpretación rortyana de la complejidad social puede rastrearse en su redescripción de la división de esferas entre público y privado, que busca salvaguardar el discurso político de un totalitarismo que nacería de las fantasías privadas, individualidades, rasgos idiosincrásicos con pretensiones públicas. Lo curioso de la patología individual que recrea el carácter sublime de un poeta, es que parece reproducir la forma de un sujeto que no ha sido socializado, mientras, por otro lado, Rorty le aporta la carga de la socialización por el uso del lenguaje con el que cada quien crea su identidad, su conjunto de creencias y deseos. Esta es la forma de una libertad negativa, por la que todo ciudadano podría crearse su forma de vida como un léxico último con el cual justifica sus acciones. Pero para poder hablar en el espacio público, el nivel del léxico último constituido por variados léxicos que serían menores –esto es la distinción de roles en que se desenvuelve su vida particular–, ha de aceptar las reglas del juego del lenguaje de la comunidad, y, como ha sido dicho, este juego es el del liberalismo democrático y sus instituciones. Salir de estos límites no resulta posible, porque superar los límites de mi lenguaje es situarme en lo indecible, y no hay comunidad que se asiente ni erija sobre prácticas incomunicables. Así las cosas, el problema del espacio público rortyano parece situarnos en la perspectiva de una homogeneidad discursiva10, en la que todo acto de habla pasa por hacer uso de las reglas de ese juego de lenguaje, todo agente que pretenda ser escuchado debe hacerlo en los términos en que pueda ser entendido. No se trata de una base común de la cual partir para poder comunicarnos, sino de adecuarnos a un lenguaje legítimo sin el cual no seríamos escuchados.

La promoción de la libertad rortyana, de la pluralidad, tiene que entenderse como la pluralidad de formas de vida privada, como la garantía de que cada quien lleve adelante su proyecto de vida, mientras reconoce, aun a regañadientes, la forma de vida común que le habrá permitido incluso ironizar sobre el esquema en que se integra su particular modo de ver las cosas. Desviarse de tal esquema obviamente concursará en la penalización que hará efectiva la comunidad ante cualquier amenaza de la seguridad que aporta al resto de sus leales y solidarios miembros.

La pregunta que parece quedar sin respuesta es la de ¿cómo en este juego tiene cabida la metáfora?

La metáfora significa, en el pensamiento de Richard Rorty, la libertad, la posibilidad de una crítica, es el modo de redescribir nuestras contingencias, de hacernos cargo de las mismas, es el recurso con que contamos para variar el léxico, para contrapuntear la clave tonal de una conversación que se ha enquistado. La metáfora es un recurso estilístico, un tropo, pero no es un más allá de nuestro lenguaje, es la forma que adquiere en ese mismo juego el recurso de una imaginación que reacomoda las piezas, que mezcla nombres y figuras para decir a su particular modo algo que pudiéramos no haber advertido; es una reacomodación, una redescripción, la irrupción de algún par de términos que no habíamos relacionado, el choque y la ruptura de lo habitual, pero no de algo distinto aunque parezca nuevo. Toda su novedad e incluso su fuerza radican en el efecto que producen en el esquema habitual de nuestras creencias, integrándose unas veces con la consecuente literalización que hará que prontamente sea algo habitual. En esta dinámica se insertan los movimientos sociales, las políticas públicas que algún día eran imaginación y hoy son reformas logradas. Aquí también tienen lugar los progresos científicos, intelectuales, no sólo políticos y morales.

Pero ahora se trata de entender que el esquema de la filosofía rortyana apunta a la legitimación de un espacio público orientado por la creencia en que es el liberalismo democrático el mejor modo que tenemos para lograr la ampliación de la libertad. Y lo que habría que subrayar es que dicha ampliación es la forma que tendría que tener la inclusión social. La posibilidad de que como comunidad podamos justificar nuestras acciones ante los que alguna vez fueron 'pseudo humanos', pero ahora harían parte de nosotros, como los gentiles, los infieles, los homosexuales, las mujeres y los inmigrantes.

La consecución de este propósito, que en palabras rortyanas se denomina solidaridad, no es algo que dependa de nuestra capacidad de conocer, sino que se relaciona con nuestra imaginación y nuestra capacidad de sentir. Si queremos que todos los nuestros participen de la bondad de no ser crueles, entonces tendríamos que conversar, imaginar y conmovernos con las narraciones sobre el dolor de (nos)-otros. Esto es lo que ha sugerido Rorty en variados apartes y momentos de su obra, (cf. Rorty 2000b; 2000c), es este rasgo sentimentalista el que tanto sus detractores como algunos comentaristas coinciden en remarcar. Pero avanzando sobre esto, la misma definición de lo que Rorty asume como principio liberal, esto es la no-crueldad, consiste en un sentimiento articulado por fuertes creencias que nos conducen a diferenciar entre aquellos que pueden ser objeto de crueldad y aquellos que no, y entre quienes la imparten. La distinción sobre el criterio de que una misma práctica se constituya en crueldad para unos y no para otros, está en la base del asunto de la democracia inclusiva.

Existe en la obra rortyana la especificación de una crueldad como la redescripción en nuestros términos de las prácticas de quienes no hacen uso de nuestro lenguaje (cf. Rorty 1991a).

Si esto es así, entonces habría que espetarle a Rorty que esta suerte de crueldad como redescripción es de nueva cuenta la forma de legitimar el uso del juego de lenguaje del liberalismo democrático. Un lenguaje según el cual se exhortaría a los otros a que hablen en nuestros términos si es que pretenden ser entendidos. El neopragmatista ha conseguido estatuir una forma de identidad que se adecúa a este propósito, pues la descripción del yo como el conjunto de creencias y deseos más o menos coherente sugiere que cualquiera puede hacerlo. Sin embargo, el contraste de creencias para establecer lo que es el caso, al establecer una objetividad del mundo mediada por el empleo del lenguaje, no garantiza que de dicho contraste pueda resultar efectivamente el cambio de perspectiva, o la adopción de un lenguaje nuevo para que mis pretensiones sean tenidas en cuenta. Porque lo que parece contar aquí no es, como ha querido enseñarnos Rorty –siguiendo a Davidson–, la posibilidad de ese dinamismo del conocimiento que estatuye la racionalidad social. Sino el uso de un juego lingüístico que parece imposible que algunos pudieran sencillamente rechazar. Lo que le otorga legitimidad al uso de este juego del lenguaje es la lealtad de sus usuarios a las reglas con las que pueden hacerse jugadas.

La inclusión, fruto de nuestra solidaridad, significa la inclusión en nuestro juego del lenguaje, es la forma de ese etnocentrismo inclusivo rortyano que, al decirse como la forma de una libertad, niega la posibilidad de la misma al proscribir otros juegos del lenguaje.

La democracia inclusiva de Rorty como ampliación de las libertades es la garantía de la libertad individual, mientras en el espacio público atiende a una homogeneidad que deja en manos de las políticas públicas el asunto relativo a las condiciones de una libertad política que ha perdido todo efecto transformador e incluso proteico con que fuera presentada.

Así las cosas, la forma de la inclusión social como otro modo de decir la libertad y la no crueldad, asume el rasgo de una homogeneidad11 que se traduce en un etnocentrismo con pretensiones inclusivistas, y que circunscribe las prácticas transformadoras de los individuos al empleo de unas reglas aceptadas por su carácter consuetudinario, porque así es como hacemos las cosas 'nosotros'.

La homogeneidad del espacio público y la deserción de una libertad política se unen en la utopía de una esperanza social en la que los poetas transformadores tienen vocabularios, pero no voz.

4. Conclusión: 'Nosotros'

Ante tal perspectiva, la pregunta sobre 'nosotros' implica la confección de una metáfora y el miedo genuino a perdernos en la boca de quien quiera. El miedo que se matiza con la esperanza de que sean todos o cualquiera quien la emplee. Pero el riesgo no acaba aquí, todo poeta sabe que puede ser utilizado incluso por aquel a quien cuestiona. Habría que ser lo suficiente irónico para hacer que cualquiera que utilice nuestra metáfora termine conquistando para sí una paradoja, algo así como la contradicción performativa habermasiano- apeliana. Pero suponer la contradicción preformativa12 (cf. Rorty 2000d 92-100), aunque sea su plausibilidad como esperanza, es un gesto que no tiene lugar en un juego de lenguaje cuya opacidad está conjurada por la utilidad de sus acciones, por su carácter contingente. En un juego de lenguaje tampoco la metáfora tiene lugar, porque no hay contenido que pueda serle asignado; por eso es ruptura y posibilidad de la libertad en un orden causal que no empieza de novo, sino que redescribe irrumpiendo el orden de relaciones. Si como dice Davidson, la metáfora constituye el efecto de choque sobre nuestras creencias habituales, ése es justamente el lugar que le asigna Rorty en su esquema interpretativo de la filosofía, de la historia intelectual, del progreso moral y de la política. Pero el problema que esto traduce es justamente que el efecto de choque deslegitima su propia plausibilidad. Aunque el efecto concurra dentro de un juego con reglas estipuladas que éste trastoca, el efecto 'lente' de ampliación de la mirada concursa al caso de los hablantes de dicho lenguaje, y sólo esboza una esperanza y hasta una profecía, pero esto no constituye una utopía, ni constituye el modo adecuado para tratar con las políticas públicas, con los cambios que deben realizarse para que nuestras sociedades sean verdaderamente inclusivas. La paradoja es que hablar un juego del lenguaje es dar por hecho la homogeneidad, y en ella el único rasgo susceptible de romperlo es instaurar un nuevo juego que va penetrando de manera sutil. Pero ningún lente nos haría cambiar la perspectiva, quizá nos haga introducir términos, pero sólo será la comunidad la que decida literalizar la metáfora en orden a cambiar las circunstancias que ahora redescribimos.

A esta bondad hay que oponerle otra manera de abordar la irrupción y redescripción de la metáfora, que nos deja de nuevo ad portas de una plausible humillación y crueldad, la de ocultarnos el pasado. El efecto de la redescripción es también contar la historia en términos de un interés particular, el de los usuarios de ese léxico. Ante ello, la metáfora de la política como juego lingüístico vuelve a poner el acento en el temor a la seducción, en la virtud viciosa de una retórica, que no es que se olvide del pasado, sino que cuenta la historia a su modo.

Por ello la pregunta rortyana por el nosotros se contesta así: nosotros, los ciudadanos pertenecientes a las democracias liberales. Pero haber planteado la pregunta por el nosotros ha sido su virtud, al hacernos sospechar de los discursos del nosotros para saber a quién se dirigen y qué pretenden, qué prácticas valida y cuáles rechazaría. Hay tantos nosotros como juegos del lenguaje, y hay tantas posibilidades de hallar términos comunes que funjan como puentes, como esperanzas de liberación han sido segadas en el camino de la historia. La pregunta por el nosotros impele a que dejemos de asumir que somos el nosotros del liberalismo democrático, la definición del nosotros es ya la pretensión por impedir a otros su inclusión. Es también en contextos de redefinición de las tareas políticas y emancipatorias, la clave para abandonar la idea de un nosotros alternativo, pues no se trata de la búsqueda del nosotros como un algo perdido en un más allá en las postrimerías de la historia, sino de un nosotros actualizado aquí y ahora que enseña su rostro perplejo ante una homogeneidad que clausura la posibilidad del diálogo, que establece los términos de la inclusión.

La perplejidad, tanto como el asombro que recuerda Aristóteles, o el cabreo que señalara Celia Amorós (2006), son, más que la fuente de la filosofía, la fuerza audible del pensar crítico. Un pensar que no puede abandonarse a reproducir una crítica cultural para un medio homogéneo en que no tiene voz ninguna. Se trata, antes que nada, de la creación de esa voz que abre la posibilidad de una conversación distinta, cuya diversidad no quede subsumida por el monologuismo de la razón que pensó que de la mano del giro lingüístico se haría diálogo, pero al dar tanto la vuelta volvió al punto de origen: un solipsismo consumado y consumido.

En estas condiciones, la filosofía rortyana nos deja en silencio, no ofrece alternativas ni para el lenguaje ni desde éste. La pretensión de una política sin fundamentación filosófica puede conducirnos a un pragmatismo larvado de idealismo, que consigue en su contra clausurar la conversación, elevar un juego de lenguaje en que la creencia como hábito de acción imposibilita la acción política.

El círculo de tiza del juego del lenguaje del liberalismo democrático rortyano es la vuelta de tuerca que impide ir más allá del giro lingüístico. Su pretensión por situarnos en el diálogo requiere de otro sustento conceptual, de una vía aún por pensar, que no aloje la diferencia en el ámbito privado.

 


1 A partir de aquí y de las críticas recibidas, Rorty realizará algunas precisiones que sin embargo no modificarán sustancialmente el argumento inicial, aunque perfilarán mucho mejor su idea de una esperanza social como objetivo político.

2 En estos capítulos la autora señala las dificultades del planteamiento rortyano para hablar de transformación del nosotros mediante prácticas lingüísticas.

3 A pesar del análisis de R. Brandom, quien sostiene que toda acción en el lenguaje es ya transformadora del mismo (cf. 2000 179). Suscribir esta idea de cara a Rorty es deshacer el problema clave de una filosofía que cree que los cambios en el lenguaje amplían la libertad política, cuando en realidad los mantiene dentro de un esquema que sólo admite la diferencia en la esfera privada. Quizá por ello, los problemas que sugiere la filosofía política de Rorty vienen derivados de su modo de extrapolar las consecuencias de una noción de lenguaje, como herramienta para entender las dificultades de la teoría política.

4 Entiendo por acciones de sensibilización la narración de relatos que pueden conmover al receptor haciendo que se opere un cambio en su sistema de creencias, o cuando menos que puedan hacerlo dudar de éste aunque sea brevemente. La posibilidad de introducir la sospecha en nuestro sistema habitual de entender e interpretar el mundo, tanto si dicha introducción se hace de modo deliberado o no. Esta es la idea de Rorty de ampliar el canon de nuestras lecturas para tener mayores perspectivas sobre lo que consideramos es 'nuestro' mundo (cf. Rorty 2000f cap.9).

5 El modo en que la ética pasa por estética constituye la fuerza del argumento rortyano sobre el uso de las metáforas en la conversación. Toda metáfora es la forma de introducir elementos que nos permitan hablar de progreso, incluso moral, adoptando la forma de nuevos rasgos de acercarnos a quienes anteriormente incluso no nos parecían humanos. Es nuestra capacidad imaginativa y nuestra sensibilidad, que también se hace acompañar de la simpatía, la forma de esta sensibilización en que la ética es sentimentalismo y es invención de formas no habituales de comportarnos.

6 Rorty retoma la noción de Annette Baier sobre la moral, que la define como el grado de confianza alcanzado por una comunidad y que sirve de cemento social (cf. Rorty 2000b 208). Sin embargo, no parece que el grado de cohesión de una sociedad sirva de punto de partida para poder conversar con otras. Aunque es un rasgo de suyo estimable, no resulta explicativo ni descriptivo de una situación de diálogo o conversación entre dos que se observan diferentes. Aquí el criterio que puede y debe ser empleado es que el carácter remoto es casi accesorio, si puede entenderse que para poder entablar conversación con alguien debo asumir que él o ella, tanto como yo, somos poseedores de un conjunto de creencias y deseos más o menos coherente; pues de otra forma no tendría lugar el contraste entre nuestras creencias por el que, además de conocer (en el esquema triangular de Davidson), se hace posible establecer una comunidad de intereses (como parece deducirse del esfuerzo rortyano por el que afirmara que una comunidad se constituye por el juego del lenguaje que habla).

7 La primera enmienda a la Constitución tuvo lugar en el año de 1789, siendo ratificada en 1791. El texto de la primera enmienda declara la libertad de culto, de expresión, de prensa y de reunión.

8 El autor propone una definición de qué es ser liberal tomada de Judith Shklar (cf. Rorty 1991a 17).

9 Rorty entiende por léxico último el conjunto de palabras que usa un individuo para dar sentido a su vida. El léxico último es un problema que atañe a la individualidad y al perfeccionamiento moral, pero hay sociedades que también pretenden justificarse en léxicos últimos. Por tanto, el préstamo de un orden individual a uno colectivo legitima el uso de la ironía en términos públicos con el fin de albergarle un margen saludable a la duda.

10Coincido en ello con la crítica que eleva Nancy Fraser a la postura rortyana de la distinción de esferas, que da como resultado la ruptura del mapa cultural (cf. Fraser 314).

11 Rorty acepta el rasgo de una homogeneidad si y sólo si se trata de una homogeneidad que puede cobijar el pluralismo (cf. Rorty 1999).

12El argumento de Rorty para rechazar la contradicción performativa hace parte de su intento de desembarazarse de un presupuesto comunicativo ideal que todos los posibles participantes habrían de aceptar si deciden entrar en el juego argumentativo, aunque sea para rechazar las pretensiones establecidas; esto es, no puedo rechazar el marco sin hacer uso de las reglas que tiene estatuido, aunque sea para controvertirlo. La posibilidad de caer en una contradicción de este tipo es una manera, en el pensamiento rortyano, de negar el historicismo, de bloquear incluso el juego de la ironía como redescripción.


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