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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores v.58 n.140 Bogotá mayo/ago. 2009

 

Imagen, aspecto y emoción: Apuntes para una fenomenología de la metáfora*

Image, Aspect, and Emotion: Towards a Phenomenology of Metaphor

 

EDUARDO FERMANDOIS

Pontificia Universidad Católica de Chile, eferman02@yahoo.de

Artículo recibido: 25 de octubre de 2007; aceptado: 29 de febrero de 2008.


Resumen

Este trabajo se centra en dos aspectos poco estudiados de la comprensión de metáforas fuertes: la dimensión visual y factores emocionales. En concreto, intento responder las siguientes preguntas: 1) ¿Qué significa comprender una metáfora visual? 2) ¿Es posible que las ideas de Wittgenstein sobre la visión de aspectos nos ayuden a comprender mejor dicha comprensión? 3) ¿En qué sentido enriquece su noción de significado secundario la reflexión filosófica sobre la comprensión de metáforas? 4) ¿En qué sentido puede decirse que las emociones representan un importante factor en la interpretación de ciertas metáforas? El trabajo se inscribe en el marco de una propuesta metodológica: abogo por una fenomenología de la metáfora, es decir, por una prolija descripción de nuestras experiencias con metáforas, en este caso, su comprensión.

Palabras clave: Wittgenstein, metáfora, comprensión, imágenes, ver aspectos, emociones, significado secundario.


Abstract

This article focuses on two largely ignored aspects of the understanding of strong metaphors: the visual dimension and the emotional factors. Particularly, I intend to offer answers to the following questions: 1) What does it mean to understand a visual metaphor? 2) Can Wittgenstein's ideas about the vision of aspects help to better understand this understanding? 3) In what sense does his notion of secondary sense enrich the philosophical reflection on the understanding of metaphors? 4) In what sense may emotions be an important factor in the understanding of certain metaphors? The article is framed in a methodological proposal: I defend a phenomenology of the metaphor, that is, an accurate description of our experiences with metaphors, and in this case, its understanding.

Keywords: Wittgenstein, metaphor, understanding, images, emotional aspects, secondary meaning.


1. Introducción: del significado a la comprensión de metáforas

Es muy variado lo que se ha escrito sobre metáfora en la filosofía analítica del lenguaje de los últimos treinta años, pero ningún tópico ha acaparado tanta atención como el del significado de un enunciado metafórico. Sin perjuicio de que existan otras, una de las causas de tal predominio temático es la aparición, en 1978, del artículo "What Metaphors Mean" de Donald Davidson. Como es sabido, según la polémica tesis de este artículo "las metáforas significan lo que las palabras significan, en su interpretación más literal, y nada más" (1999 578).1 Las críticas y adhesiones al planteamiento davidsoniano no se hicieron esperar, y ya es considerable la lista de quienes han reaccionado en forma explícita. Cabe constatar en ello tanto un beneficio como un perjuicio para la investigación filosófica de este fenómeno. El beneficio dice relación con la radicalidad de Davidson, quien más que presentar una nueva oferta en el mercado de teorías metafóricas, se rehusó de plano a entrar en tal mercado. Fue esa radicalidad la que por mucho tiempo pudo hacer de un silencio frente a su artículo una actitud casi censurable, y la que puso en marcha una reflexión sobre cuestiones elementales: la posibilidad de que hubiéramos encauzado todo mal desde un comienzo no nos dejaba en paz.2 Hay incluso algo más: aunque no se comparta la tesis última de Davidson (es mi caso), es posible abrazar aspectos de su enfoque que son independientes (es mi opinión) de la validez de dicha tesis —como, por ejemplo, el énfasis puesto en el rol activo del intérprete—. Ahora bien, esa misma radicalidad derivó con el tiempo en una cierta obsesión por el tema del significado, la que, por su parte, ha terminado obstaculizando el trabajo actual, por no dar cabida al tratamiento de otros temas, tanto o acaso más importantes. Es, me parece, el lado perjudicial del impacto de "What Metaphors Mean". Y es lo que quisiera dejar aquí indirectamente justificado al proponer un nuevo tema, el de la comprensión de metáforas.3 Se trata de un tema más bien ausente en la literatura de talante analítico, y cuyo tratamiento exige un cierto desplazamiento metodológico respecto de este modo de filosofar. Trataré de mostrar poco a poco que debemos hacerle más espacio a una fenomenología de nuestra experiencia con metáforas, en este caso, de su comprensión.

¿En qué consiste comprender una metáfora? En esta pregunta general confluyen muchas preguntas particulares, entre las cuales elijo cuatro: a) ¿Qué implica para la comprensión de una metáfora el que en ella operen imágenes? b) ¿Pueden contribuir a entender mejor lo anterior las reflexiones de Wittgenstein sobre ver aspectos, como piensa Hester? c) ¿En qué sentido enriquece la noción de significado secundario de Wittgenstein la comprensión de la comprensión metafórica? d) ¿En qué sentido podría ser constitutivo de la comprensión de ciertas metáforas el que intervengan en ella factores emocionales? Trataré estas preguntas, una a una, entre las secciones 3 y 6. Antes, en la sección 2, esbozaré la idea de una fenomenología de la metáfora y mis motivaciones para abogar por algo semejante.

2. Los ejemplos predilectos y la idea de una fenomenología de la metáfora

La tarea de fijar y delimitar un fenómeno a estudiar va siempre ligada a la presentación de ejemplos, ese material insobornable que reclama explicaciones, a la vez que las controla. No sólo con respecto al lenguaje, sino que en filosofía en general, los ejemplos pueden cumplir una función argumentativa (y no sólo como contraejemplos), resultan a menudo indispensables a la hora de introducir conceptos y juegan un rol prominente en la redescripción de experiencias filosóficamente relevantes; por todo ello, su importancia va mucho más allá de servir a fines meramente ilustrativos o didácticos, los únicos con los que tradicionalmente se les asocia.4 Ahora bien, ejemplos no suelen escasear en los artículos y libros sobre la metáfora —acaso un motivo por el que los leamos, en su mayoría, con tanto agrado—. Un texto sobre metáforas sin metáforas es un absurdo o, por lo menos, no es un texto. Lo que, sin embargo, frecuente y sorpresivamente se echa de menos en el sinnúmero de autores que han escrito sobre la temática, es —primero— una mínima reflexión sobre el tipo de ejemplos (de metáforas) que más velada que declaradamente son tratados con predilección, y —segundo— una descripción más acuciosa de tales ejemplos favoritos.

Caracteriza la hechura de muchos de esos trabajos, y en particular muchos de raigambre analítica, el que se comience presentando un par de ejemplos, seguidos de las preguntas a responder (o a la inversa), y que luego se pase de inmediato a la discusión de contenidos, asumiéndose sin más que se trata de casos representativos, casos idóneos para figurar en el lugar de metáforas en general. "La metáfora esto, la metáfora aquello...", así leemos en el resto del escrito, y la tenue arrogancia del artículo determinado nos hace escuchar de paso la falsa generalización. Puede sorprender que detrás de más de una teoría de la metáfora se halle al acecho una simple parspro-toto —puede que sorprenda, pero es muchas veces lo que hay—. Por mi parte, declaro de entrada que mi interés se centrará aquí en las metáforas que, siguiendo a Black, califico de fuertes (cf. 1993 26).5 Algunas de mis predilectas son: "La vida es una travesía en alta mar" (como lo fue también de Blumenberg), "Palabras, como flores de la boca" (un verso hölderliano caro a Heidegger) y "Las palabras son herramientas" (una metáfora sin la que no existiría el pragmatismo, en ninguna de sus variantes). Habiendo explicado en otro lugar por qué me parece teóricamente instructivo orientar el estudio de algunos aspectos de la metáfora precisamente en torno a ejemplos como éstos (cf. Fermandois 2000 78), me limitaré a mencionar aquí dos criterios, necesariamente aproximativos, que permiten distinguir entre mis favoritas y metáforas de otros tipos: las metáforas son fuertes cuando nos sorprenden en alto grado y cuando su interpretación es abierta o indeterminada. Esas dos características diferencian enunciados como los tres que acabo de citar, de una metáfora convencional como "Se trata de una metáfora muerta" y de una metáfora muerta como "No dejes pasar el tiempo".6

Ahora bien, una debilidad bastante menos aparente —bastante más interesante— en la literatura del caso, radica en la descripción o bien ausente, o bien insuficiente, de los ejemplos seleccionados. Por de pronto, muy pocas veces el autor ofrece alguna pista que permita avizorar por qué eligió precisamente éste y no otro ejemplo. ¿O es que su única razón es haberlo encontrado en otro artículo? ¿Sabe acaso el filósofo interesado en metáforas por qué encuentra atractivos, enigmáticos o profundos sus ejemplos predilectos? ¿Ha reflexionado sobre ellos? Tales inquietudes dan paso a una idea cuya importancia no acabo de sopesar con exactitud, pero que quiero dejar más que sugerida en el presente trabajo. Considero que los textos de corte analítico (los de Black, Searle, Goodman, Davidson, Cohen, Hesse, Cooper y Fogelin, por mencionar quizá los más importantes) representan un inestimable avance en la comprensión de este maravilloso fenómeno lingüístico, pero que debiéramos —sin desatender los altos estándares de claridad y argumentación por ellos impuestos— comenzar a complementarlos con un nuevo tipo de textos, que no se me ocurre caracterizar sino como una fenomenología de la metáfora. No es suficiente con citar metáforas; se las debe caracterizar, y se debe hacerlo con mayor cuidado, colorido y fantasía. Algo que aquí sólo puedo proponer, no probar: atender a evocaciones, articular peculiaridades, escuchar connotaciones y retratar sentimientos, alabar o criticar imágenes, descubrir ritmos y melodías, ceder a veces —por qué no— a la libre asociación, citar críticas literarias... de todo ello sacarán provecho estudios genuinamente filosóficos sobre nuestro tema. Sea cual sea el significado de la palabra "riqueza" en relación a la metáfora, claro está que nos ocupa un evento lingüístico que mucho tiene que ver precisamente con eso: con riqueza. Por ello desconcierta el hecho de que esta palabra —así como la palabra "profundidad"— no se torne tema en ninguna parte, de que apenas aflore incluso. En cualquier caso, el déficit dice relación con la poca atención que la mayoría de los autores presta a los matices y complejidades de sus propios ejemplos. La discusión filosófica sobre la metáfora debiera verse más atravesada por la curiosidad literaria y la audacia descriptiva de quienes la protagonizan. Desde luego que hay excepciones. Fuera de la tradición analítica, la más llamativa —aunque inimitable— la representa Hans Blumenberg. Pero también Roger White (1996) y Samuel Guttenplan (cf. 2005, especialmente cap. 4) han escrito pasajes destacables. Con todo, son aún magros avances, por lo que conviene insistir: de algo así como una fenomenología de la experiencia metafórica cabe esperar nuevas enseñanzas y la destrabazón de más de algún debate. Aquí sólo lo puedo proponer, no probar.

Sin embargo, quisiera al menos insinuar con un par de ejemplos las posibles ventajas de una tal reorientación. El primero concierna la diferencia entre metáforas y metonimias. La idea básica de Michel Le Guern, quien dedicara un pequeño libro a la cuestión, es que mientras la metonimia sólo conlleva un leve desplazamiento referencial, en la metáfora tiene lugar además, y sobre todo, una especie de cambio de significado (cf. 1990 17ss). Si alguien dice leer seguido a Schopenhauer, pero sentir después de cada lectura el deseo de tomarse un par de copas, no es necesario que las palabras "Schopenhauer" y "copas" cambien de significado, para que la primera se entienda como referida a un libro (no a su autor) y la segunda a la bebida (no a su recipiente). Ha ocurrido simplemente un leve desplazamiento de la referencia. Si alguien dice, en cambio, que un poema es un pavo real, esto implica que algunos elementos constitutivos del significado de "pavo real" son puestos entre paréntesis (como "animal" o "ave"). En tal sentido, la metáfora afecta, según Le Guern, "la sustancia misma del lenguaje", en vez de modificar levemente la relación entre el lenguaje y la realidad. En mi opinión, el autor detecta un punto central de la diferencia entre metáfora y metonimia, pero que él mismo termina oscureciendo al valerse de una poco feliz terminología semántica. Esto último, porque tal terminología no contempla la distinción entre el significado de la palabra (o la oración), por un lado, y el significado del hablante (o la emisión), por otro, distinción griceana-searleana del todo decisiva en el análisis del discurso figurado y de acuerdo a la cual las palabras de la metáfora no cambian de significado, en el primer sentido de este término. Resulta por ello conveniente reformular la correcta intuición de Le Guern fenomenológica y no semánticamente. Me explico: puestos a describir nuestra experiencia con ambos fenómenos lingüísticos, podríamos afirmar que mientras en la metáfora la palabra que aparece en lugar de otra es vivenciada como extraña (“Un poema es un pavo real"), es precisamente la ausencia de tal vivencia lo que caracteriza nuestra experiencia con la metonimia. En ésta todo nos parece habitual; es preciso incluso una explícita recordación para que en la frase "Leo seguido a Schopenhauer, pero después de cada lectura siento el deseo de tomarme un par de copas" experimentemos las palabras "Schopenhauer" y "copas" como levemente fuera de lugar. En las metáforas se advierte de inmediato el ingrediente desconocido de una cocina extranjera; las metonimias son el pan nuestro de cada día.

Una descripción correcta de fenómenos puede sustentar también la crítica de algunas explicaciones, como lo demuestra el siguiente caso. En la Rhétorique générale del Grupo μ se explica la metáfora como el resultado de dos sinécdoques. La sorprendente propuesta funciona más o menos así: si decimos que un abedul es una muchacha, llegamos a tal metáfora mediante una sinécdoque generalizadora que nos lleva de "abedul" a "frágil" y, luego, mediante una sinécdoque particularizadora que nos hace descender de "frágil" a "muchacha" (cf. Grupo µ 1987 176-180). "Una solución inteligente" —nos sentimos propensos a decir—. Pero si bien podría ser que el asunto funcionara así, en realidad no funciona así. Pienso que muy pocos, si los hay, tenderían a describir su invención o interpretación de metáforas como un discurrir consistente en dos pasos, en estos dos pasos precisos. La moraleja es que nuestras explicaciones debieran venir respaldadas por su ajuste con experiencias reales, no contentándose con ser muestra de inventiva teórica.

3. Metáforas visuales: primeros alcances

Convendrá comenzar con una simple distinción a fin de precisar más nuestro tema. Respecto de la comprensión de una metáfora podemos distinguir dos tipos de casos: se da, por un lado, una comprensión básica, cuando el oyente (lector) logra dar con algún parafraseo del enunciado, en lugar de quedar simplemente atónito; por otro lado, existe una comprensión enfática en la que el oyente despliega interpretaciones y las va ligando entre sí, inventa pequeñas metáforas a propósito de la metáfora central, ilumina el origen histórico de esta última, la relaciona con metáforas diferentes sobre el mismo tema, etc. En el primer caso, alguien se da por satisfecho, seguramente por su escaso interés en el tema, si llega a un vago parafraseo que le permite distinguir el enunciado de un mero sinsentido. En el segundo caso, alguien quiere contar, lo más hilvanadamente posible, una historia cuyo leitmotiv es la metáfora. Tomemos, por ejemplo, "El Señor es mi pastor". Alguien podría comentar el enunciado diciendo simplemente que Jesús de alguna manera lo guía; de tal persona diré que tiene una comprensión básica de esta metáfora. De un sacerdote, en cambio, que toma el aforismo bíblico como eje de su prédica dominical, o de un teólogo que lo hace el tema de un ensayo, diré que despliegan una comprensión enfática de la metáfora, introduciendo detalles y convocando imágenes, buscando el tono adecuado para describir el sentimiento de cobijo y nuestra humana necesidad de orientación, reconstruyendo el mundo pastoril de la época, y refiriéndolo todo, una y otra vez, a la idea de un buen pastor. Esto no debe hacernos pensar que sólo un experto en el tema de una metáfora estará en condiciones de comprenderla enfáticamente. Primero, porque tal como la distinción entre comprensión básica y enfática es puramente gradual, así también hay grados al interior de esta última. Y, segundo, porque junto con el conocimiento especializado, que puede ser ciertamente de ayuda, hay otro factor que también pesa y es independiente, a saber, el simple interés del intérprete. En general, cualquier persona que se interese en el asunto de una metáfora y le dedique un tiempo a pensar qué le sugiere en verdad (lo que precisamente no hacemos en muchísimos casos), ya habrá comenzado a comprenderla enfáticamente. Pues bien, en lo que sigue me interesa dar cuenta de tres dimensiones, apenas exploradas en el ámbito analítico, de la comprensión de una metáfora en un sentido enfático: las imágenes, la fisiognomía de las palabras y las emociones. Comienzo con las imágenes.

Desde luego, no toda metáfora pone en juego una imagen. ¿Cuál sería, por ejemplo, la que esconde "El matrimonio es un juego de suma cero" o "Los seres humanos son verbos, y no sustantivos"? ¿Y no sería por lo demás algo ridícula aquélla que podríamos asociar con "Los cerros nos hablan"? Ni que decir tiene que tales concesiones no hacen del estudio de la imagen en la metáfora —en algunas metáforas— un desatino. Pero de inmediato debo corregirme: no son algunas, sino muchas. Tres botones de muestra: a) "Los árboles son escobas que barren el cielo"; b) "El sueño teje un ovillo de seda de la enmarañada manga de nuestras preocupaciones" (Shakespeare) y c) "Y el verso cae al alma como al pasto el rocío" (Neruda). Llamemos simplemente "metáforas visuales" a botones de este tipo.

Porque son muchas, no nos debiera sorprender que se hable de un "imaginario verbal" (Moran 1989 88); ni ver a Ricoeur subrayando que ya la expresión "figuras", que remite —metafóricamente— a una figura humana, atestigua el carácter visual de muchas metáforas, testimonio fehaciente de que en ellas y otras figuras el lenguaje toma cuerpo; en fin, tampoco nos debiera sorprender entonces que Todorov defina lo figurado como "la visibilidad del discurso".7 Podemos tener una peculiar impresión de pobreza imaginativa, cuando en el comentario de ciertas metáforas se pasa por alto su dimensión visual, cuando, paradójicamente, no se la ve. Y no es preciso que se trate de ejemplares poéticos: si alguien se refiere a una persona como el perro faldero de su jefe, no simplemente está afirmando que esa persona es sumisa y que serlo parece agradarle. Está sugiriendo además una imagen. Cuando tenemos delante nuestro a la persona, se nos viene a la mente la imagen de un perrito brincando detrás de su amo, o mejor: no de un perrito, sino de la persona, siempre detrás del jefe, acosándolo, brincando casi, mirándolo hacia arriba, la mirada toda lánguida a veces.

Voy a suponer que tales consideraciones justifican el tema y presentaré ahora tres tesis generales que se han sostenido, y que cabe retener, con relación a las metáforas visuales.

1) Las imágenes son de carácter no proposicional. Se trata de un punto muy conocido desde que lo enfatizara Davidson (cf. 1999 586).8 Querer descubrir cuántas son las proposiciones que se expresan en un cuadro (o en una fotografía, o en una imagen metafórica) es como querer decir cómo suena un clarinete. Lo del clarinete es un ejemplo de Wittgenstein, pero creo que Davidson —no menos que Wittgenstein— se mostraría de acuerdo con la analogía. El filósofo norteamericano dijo alguna vez algo muy cierto: hay importantes experiencias en la vida que no consisten en, ni son reducibles a, la captación de contenidos proposicionales (cf. Davidson 1993 173). Es indudable que a muchas metáforas las queremos por regalarnos tales experiencias.

2) La repercusión de una imagen es independiente de que el enunciado sea afirmado; de ahí el poder de las metáforas visuales. Este es mi resumen de una serie de interesantes observaciones que he hallado en Moran (cf. 1989 101ss).9 El punto es que la imagen de una persona como perrito faldero continúa igualmente activa, si en vez de afirmar la oración la formulamos como pregunta, si sólo la citamos, si la subsumimos en un condicional o incluso si la negamos. Las imágenes son poderosas porque logran un efecto, como el de humillar a alguien mediante cierta comparación canina, en todos aquellos casos. Moran las vincula por eso con las obscenidades: su venerable abuelita —nos cuenta— no sólo no dice obscenidades, sino que tampoco citaría las dichas por otra persona. Y es que en el vocabulario indecoroso no funciona tan fácil y tajantemente aquella distinción con que comienza toda introducción a la filosofía del lenguaje, la distinción entre uso y mención. Pues bien, tampoco en las metáforas visuales. Ni siquiera interponiendo la negación, el escudo más férreo de todo hablante, se es capaz de contener la fuerza con que se impone la imagen metafórica. Las observaciones de Moran se pueden complementar con una simple pregunta para la casa: ¿por qué no es lo mismo hablar de alguien como una persona sucia o hasta extremadamente sucia, y referirse a ella como un cerdo, siendo ésta una metáfora tan convencional, prácticamente sinónima —cualquier diccionario estará dispuesto a confirmarlo— de "sucio" o "extremadamente sucio"?

3) La metáfora visual poética refiere a sí misma. Esta vez son pertinentes las razones de varios autores, las del lingüista Roman Jakobson por ejemplo, quien opone el lenguaje poético al lenguaje descriptivo (científico o cotidiano), planteando que mientras este último privilegia lo referencial —habla siempre de algo, de algo que le es externo—, el primero se orienta hacia adentro, hacia sí mismo —habla de algo, el algo no es sino él mismo—. "La función poética [...] pone el énfasis en el lado palpable de los signos, subraya el mensaje por el mensaje [...]" (citado en Ricoeur 1981 239, la traducción es mía).10 Wittgenstein parece articular el concepto de comprensión que haría justicia a esta autoreferencialidad del lenguaje poético, al hablar de una comprensión intransitiva de figuras reales. En estos casos, explica, no es que uno comprenda la figura así, introduciendo este "así" la traducción de lo comprendido a otra expresión —como quien, al parafrasear, dice en otras palabras aquellas que comprendió (cf. Wittgenstein 1984 79). Quien comprende no está pensando aquí en algo distinto; lo comprendido es entonces "cuasi-autónomo" (ibíd.).11 Wittgenstein aplica la idea de la comprensión intransitiva al caso de la comprensión musical.

Quizá no hubiera tenido reparos en proyectarla también a la comprensión de metáforas poéticas y, hasta cierto punto, de metáforas visuales en general.

4. Ver aspectos (o la relevancia estructural de un tema para otro)

El tópico wittgensteiniano de "ver aspectos" (Aspekte-Sehen) o "ver como" (Sehen-als) nos permitirá seguir clarificando la dimensión visual.12 Es cierto: por de pronto pareciera que la experiencia de ver la famosa figura del pato-conejo, bien como la cabeza de un pato, bien como la de un conejo, nada tiene en común con la comprensión de una metáfora —incluso tratándose de una visual—. 13 Marcus Hester, empero, probó lo contrario.

Dejando aquí de lado las diferencias entre el "ver como" metafórico y el "ver como" visual, que Hester también apunta, son dos las analogías entre ellos que principalmente le interesa subrayar. La primera, la más compleja, establece que la visión de aspectos, tanto en el pato-conejo de Jastrow, como en la metáfora visual, presenta una dualidad: apunta a una habilidad imaginativa y posee una base objetiva. El "ver como" se distingue del ver sin más, por tratarse, según Wittgenstein, de un proceso activo que implica una voluntad. "Trata de ver la figura como pato; ahora, imagínala como conejo [...]" —así aleccionamos al otro o nos decimos a nosotros mismos—. El "ver como" supone el "dominio de una técnica" (Wittgenstein 1988 II 479), por oposición a la percepción visual habitual en su carácter receptivo y, por así decir, inevitable. Por otro lado, ese mismo "ver como" está conectado con algo públicamente accesible, conlleva objetividad: los dos aspectos en cuestión se hallan ahí en el dibujo; el aspecto de conejo está en la figura pato-conejo, no menos que el de pato. Con respecto a esta base objetiva se aprecia ahora un parecido entre "ver como" y visión habitual, parecido que, al mismo tiempo, distingue al primero de otros tipos de imaginación. Ahora bien, la intención de Hester es mostrar que en la comprensión metafórica se hallan también presentes tanto una técnica o habilidad, como una base objetiva. Se vale de los siguientes versos de Shakespeare:

Time hath, my lord a ballet at his back
Wherein he puts alms for oblivion,
A great-sized monster of ingratitude.14

La comprensión de esta metáfora visual no tiene un carácter meramente receptivo, sino que requiere de una técnica imaginativa de la cual alguien podría carecer: así como alguien podría no ver, o costarle ver, la figura del pato-conejo, por ejemplo, como conejo (a mí, de hecho, no me resultó tan fácil al comienzo), así también, y aun conociendo el significado literal de las palabras en juego, alguien podría no conseguir "ver" el tiempo como un mendigo, perdiendo así la dimensión visual de la metáfora. Por otro lado, es precisamente en ese significado literal —condición necesaria, aunque no suficiente, para comprender la metáfora en su plenitud— donde se detecta en este caso una base pública y objetiva. El significado literal corresponde al dibujo objetivo del pato-conejo; el significado metafórico, a uno de sus dos aspectos. Y este significado metafórico está en el enunciado, tanto como el aspecto-conejo (o el otro aspecto) se halla en la figura de Jastrow.

En virtud de una segunda analogía, más simple que la primera, Hester subraya que tanto la captación de aspectos visuales como la visión metafórica representan técnicas irreducibles. Dudo que la elección de este último término sea feliz, pero ello no afecta al punto del cual se trata. Wittgenstein señala por ahí que la ceguera para los aspectos (Aspektblindheit) —i. e., el ser incapaz de ver, por ejemplo, el aspecto de conejo, aun no siendo ciego en el sentido habitual del término— está "emparentada con la falta de 'oído musical'" (Wittgenstein 1988 II 491). La comparación apunta a que, si bien se le pueden brindar ayudas —muletas interpretativas, por así decir— a quien por de pronto no puede ver uno de los dos aspectos de la figura, nunca es posible garantizar que realmente lo logre. Llamamos la atención sobre parecidos que existen entre la figura pato-conejo y el aspecto-conejo, pero si posteriormente la persona continúa sin ver dicho aspecto, no podemos sino repetir nuestros consejos. Ocurre algo parecido, apunta Hester, en la comprensión de metáforas. Suponiendo que las palabras son conocidas en su sentido literal, sólo podemos ayudar a un lector de Shakespeare que no logra "ver" el tiempo como un mendigo, diciéndole, por ejemplo: "Piensa en el paso del tiempo... Ahora piensa que, en el fondo, nuestras buenas acciones se pierden en el tiempo sin pena ni gloria; el tiempo, por así decir, se las traga. Sucede un poco como con ese pan o dinero que le das a un mendigo y que éste toma con indiferencia, con desgano, con cierto descaro incluso, para luego guardarlo en su morral en un movimiento casi automático. De inmediato lo olvida, ¿no es así? Pues bien, así de indiferente y así de inexpresivo es el tiempo; y nuestras acciones, también las de bondad, van a dar en el sucio morral de aquel 'gran monstruo ingrato'...". He tratado de hacer lo que un crítico de poesía haría por cierto bastante mejor; pero las suyas no serían muletas interpretativas de otro tipo. Y más no se puede hacer, ni garantías ofrecer. El lector dirá: "sí, claro, ahora lo veo", o tendremos que seguir agregando muletas a la espera de un resultado.

El punto se relaciona con el que revisáramos antes en Jakobson y otros autores: con el carácter no referencial (o autoreferencial) del lenguaje poético, con su peculiar cerrazón sobre sí mismo. El crítico de poesía intenta estimular en los demás una experiencia similar a la que durante y después de la lectura él mismo ha tenido; lo que busca es generar aquella comprensión intransitiva imposible de traducir a otros términos, por estar en juego un significado imposible de extraer del poema. Hester habla de lo mismo cuando, tomando prestadas palabras de Bouwsma, señala que en poesía el significado está en el lenguaje, y que frente a problemas de comprensión a fin de cuentas sólo podemos sugerir que el poema sea releído (cf. Hester 1966 211). No es casual, pues, que en mis muletas de interpretación aparecieran al final palabras del propio Shakespeare.

Esta reconstrucción del trabajo de Hester sale al paso de un argumento con el que David Cooper cuestionó posteriormente la pertinencia general del "ver como" para nuestro tema. Existen no pocas metáforas de la forma "A es B" que, según Cooper, se resisten a este enfoque, a saber, cuando los términos "A" y "B" designan realidades pertenecientes a dominios inconmensurables. En principio, el análisis podría resultar con "Ricardo es un león", donde se halla en juego la categoría común de los seres vivos. Sin embargo, ¿qué hacer cuando se afirma que la eternidad es un espía ruso en un baño público (Dostoievski)? Se pregunta Cooper: ¿qué puede querer decir ver la eternidad como un espía? Sin embargo, la dificultad sólo se presenta si se busca un parecido directo entre "ver como" y visión metafórica, lo que es, según pienso, malentender el intento de Hester de sacar provecho del tema wittgensteiniano para la comprensión de la comprensión metafórica.15 En efecto, lo que Hester intenta es iluminar estructuras: el dominio de una técnica y la base objetiva. Se trata de establecer analogías estructurales y no de buscar parecidos de contenido. ¿Tenemos que cerrar un ojo, pestañear o focalizar la mirada para ver a Ricardo como un león? —inquiere retóricamente Cooper en explícita alusión al tema de Wittgenstein—. 16 Pero la objeción no da con el blanco, porque en este caso no existe blanco con el que dar.17

Las dos analogías señaladas por Hester son, pues, correctas e iluminadoras. Lo es también su observación de que "la imaginería metafórica está fusionada con o inmersa en el significado metafórico" (Hester 207), observación que da cuenta de nuestra experiencia con metáforas visuales: observación fenomenológica. Con todo, pienso que Hester pudo haber destacado más explícitamente el aspecto de actividad del "ver como", que se registra también, y muy señaladamente, en la interpretación metafórica. Las nociones de "técnica" o "habilidad" no recogen del todo dicho aspecto, simplemente porque no se trata de lo mismo: lavarse diariamente los dientes implica dominar una técnica y mostrar una habilidad, pero es algo que solemos hacer sin el menor esfuerzo, hasta se podría decir que pasivamente. No funcionan así los casos que nos ocupan: la figura del pato-conejo se halla inerte delante nuestro y somos nosotros los que la activamos, bien como pato, bien como conejo; así también, en cierto sentido un enunciado metafórico ha sido simplemente dejado ahí por su autor y es el intérprete quien forjará, o no, algo a partir de él. Como intérpretes debemos transformar lo insólito en interesante, porque tal como nos llega la metáfora, ésta nada nos dice, nos deja perplejos (recuérdese que hablo siempre de metáforas fuertes). Por cierto que toda metáfora es una generosa promesa, pero es el intérprete quien, más o menos generosamente, se encarga de cumplirla. Pues bien, respecto de este carácter proactivo de la interpretación metafórica, el paralelo con el "ver como" resulta incluso más claro y directo que con respecto al dominio de una técnica. El paralelo es éste: la comprensión literal se da más bien pasiva e ineludiblemente (piénsese nada más en el crucial tópico del seguimiento obligado y ciego de reglas (cf. Wittgenstein 1988 II §211, §212, §217 y §219)), tal como se da también la visión común y corriente; la comprensión metafórica, en cambio, implica proactividad, voluntariedad, lo mismo que la visión de aspectos. Por esas inusitadas vueltas de la vida teórica, le debemos precisamente a Cooper una analogía que muestra como ninguna este rol activo y hasta productivo del intérprete. Cooper nos recuerda que una fiesta nunca es buena o mala en o por sí misma, que son los invitados los que la hacen buena o mala (cf. Cooper 1986 242). Metáforas son fiestas.

5. Un martes magro y un miércoles graso

A medio andar en la sección XI de la segunda parte de las Investigaciones, el locus classicus de la visión aspectual, Wittgenstein hace un alto para contarnos que su interés en el tema de la ceguera para los aspectos (Aspektblindheit) "radica en la conexión entre los conceptos 'ver un aspecto' y 'vivir el significado de una palabra'" (1988 II 491). Y agrega: "Pues queremos preguntar: '¿Qué le faltaría a quien no vive el significado de una palabra'?" (ibíd.). Llama por ello la atención, no tanto —o no sólo— que Hester soslaye la cuestión del significado vivido o vivenciado, sino —sobre todo— que explícitamente le reste importancia: "El ver como con respecto al poema físico, esto es, al poema tomado como un objeto visual o auditivo, es algo trivial" (Hester 208). Pretendo mostrar que, por el contrario, la idea de vivir el significado de una palabra apunta a cualidades específicas de la metáfora, en la que importa de un modo crucial "el rostro familiar de una palabra, la sensación de que recogió en sí su significado, de que es el retrato vivo de su significado". Más de uno podría pensar que acabo de citar a algún poeta, pero la cita es de Wittgenstein (1988 II 499).

Darse cuenta de que al repetir muchas veces una palabra ésta se vuelve mero sonido (cf. Wittgenstein 1988 II 495); parecernos extraño el uso de la palabra "torre" si hemos acordado con otra persona usarla como "banco" y la persona nos pide ir a la torre, y más específicamente: que nos parezca extraño, aunque de hecho entendamos la petición y vayamos al banco (cf. ibíd.); sentir como si "Schubert", el nombre, concordara con las obras de Schubert y con su rostro (cf. íd. 493); ante la pregunta de si el martes es magro y el miércoles graso, responder que es así y no a la inversa; entender a alguien que dice que la vocal e es amarilla (cf. íd. 495) —he ahí parte del material del que Wittgenstein se vale para introducir la noción de significado secundario—. Plantea que llamar al martes magro (más bien que graso, que calza mejor al miércoles) tiene que ver con el significado secundario de "magro". Le enseñaríamos a un niño el significado primario de esta palabra apuntando a una persona delgada o dando alguna definición verbal apropiada, pero jamás refiriendo a un día de la semana. Ahora bien, a Wittgenstein le interesa que no se identifique el significado secundario —parasitario, por cierto, del primario— con el significado metafórico o figurado, y éste es su motivo: "Si digo 'La vocal e para mí es amarilla' no quiero decir: 'amarilla' con significado metafórico —pues lo que quiero decir no lo puedo expresar de otro modo que mediante el concepto 'amarillo'" (ibíd.)—. Volveré dentro de poco sobre la distinción entre significado metafórico y secundario.

Poco importa si se es o no capaz de rehacer el camino causal de asociaciones —culturales, psicológicas, fonéticas o del tipo que sean— que explicarían el fenómeno lingüístico en cuestión. Personalmente creo que el martes nos parece más flaco o magro que el miércoles, en buena parte porque la palabra "miércoles" es más larga.18 Pero podrían contarse otras cuantas historias que explicaran el asunto, y hasta podría ser cierta una que, a fin de subrayar precisamente la poca importancia que tiene aquí la pregunta por las causas, aventura el propio Wittgenstein: que alguien se incline a considerar el miércoles gordo en vez de flaco, porque cuando era niño un profesor obeso le hacía clases todos los miércoles...19 El punto que interesa no se alteraría un ápice de resultar cierta tal "hipótesis" (y al final del apartado veremos cuál es ese punto).

Otro aspecto a destacar es lo que se podría llamar "una cierta objetividad" presente en todos los ejemplos brindados. Es la que Wittgenstein deja entrever al señalar que no podría referirse al tema en cuestión con una palabra que no fuera "significado". En cualquier sentido que se pueda asociar con esta noción, el significado nunca responde a un capricho subjetivo, conlleva siempre objetividad —una cierta objetividad, cuando es secundario—. Wittgenstein insiste, pues, en usar "significado", y en esa insistencia, como muy agudamente apunta Mulhall, "es la palabra 'significado' [...] la que es tratada como si hubiese recogido en sí su significado" (2001 258).

La discusión de las siguientes preguntas resultará de interés para el tema de la metáfora y su comprensión. a) ¿En qué consiste exactamente la distinción entre significado secundario y significado metafórico? b) ¿Existe, con todo, alguna relación entre ambos conceptos? c) ¿Cuál es la importancia del tema de la ceguera de significado?

Ad a) Estrictamente hablando, la razón que ofrece Wittgenstein para distinguir el caso de la e amarilla del de una metáfora no es válida. 20 Esto, porque existe un tipo de metáfora muerta, la catacresis, que tampoco permite expresar lo que se quiere decir sin usar precisamente la palabra en cuestión. La pata de la mesa no tiene otro nombre que el de "pata". Sin embargo, podemos convenir que se trata de casos peculiares: para dar nombre a las cosas que no lo tienen parimos muerta una metáfora, manteniendo así bajo control la potencial inflación de los vocabularios. En los demás casos, sin embargo, la posibilidad de algún parafraseo tipifica lo metafórico. Por lo mismo, podríamos incluso dejar de llamar "metáforas" a las catacresis, con lo que el asunto se disolvería en un mero acuerdo terminológico. Más interesante parece, en cambio, la propuesta que hace Hanfling para dar cuenta de la diferencia entre significado secundario y significado metafórico (cf. Hanfling 127s).21La diferencia estribaría en que, tratándose de metáforas, es posible dar razones de lo que se dice y justificar así el uso inusual de un término, mientras que en el caso del significado secundario las razones son un imposible. Efectivamente, dar una interpretación o parafraseo no es otra cosa que ofrecer una justificación, mientras que cuando se "vive" el significado de una palabra, las justificaciones, para decirlo con deje wittgensteiniano, han llegado ya a su fin. Ahora bien, de la indicación de Hanfling cabe extraer la siguiente conclusión: si es posible mostrar que existe una relación interesante entre el significado secundario —la vivencia de significados— y la comprensión de metáforas, lo dicho por Hanfling tendría para nosotros la interesante consecuencia de que la comprensión metafórica contemplaría un momento racional, relacionado con la interpretación formulada en parafraseos, y un momento ya no racional, correspondiente a la captación de un significado secundario. El antecedente de este largo condicional constituye el tema del segundo punto.

Ad b) Max Black habló alguna vez de "énfasis". Enfática es una emisión metafórica cuando quien la realiza no está dispuesto a aceptar que ninguna de sus palabras, elegidas seguramente con pinzas, sea sustituida por alguna palabra diferente —sobre todo no, apunta Black, aquella que configura el "foco" de la metáfora, es decir, la que en, su interior, es usada metafóricamente (cf. 1993 551)—. Yo pregunto (con Black, supongo): ¿podría alguien dudar que las metáforas enfáticas son legión? Indudablemente lo son en contextos poéticos. Pero también exhiben énfasis muchas metáforas de la política, la filosofía y otros ámbitos. La necesidad de palabras que calcen y se hagan, en consecuencia, insustituibles, es propia de lo metafórico y de lo figurado en general. Cuando Black habla de metáforas enfáticas, cotidianamente decimos: "Es la metáfora precisa". Y aunque con relación a este punto la diferencia entre lenguaje figurado y lenguaje literal sea tan solo gradual, no es falso afirmar que en la comunicación literal cotidiana importa más bien qué se dice, y no tanto cómo se lo dice: "Por favor, llámame", "¿Me podrías llamar?", "Telefonéame, ¿ya?", "No dejes de llamarme", "Dame una llamadita", etc.22Ahora bien, ¿es posible explicar por qué una palabra calza en una metáfora enfática? Sin hablar de metáforas precisas, pero sí de palabras que calzan, Wittgenstein responde: a veces sí y a veces no. El pasaje es notable:

¿Cómo encuentro la palabra 'apropiada'? ¿Cómo escojo entre las palabras? A veces es como si las comparara según finas diferencias en su olor: ésta es demasiado..., ésta es demasiado..., —ésta es la apropiada.— Pero no siempre tengo que juzgar, explicar; a menudo podría limitarme a decir: 'Sencillamente no concuerda'. Estoy insatisfecho, sigo buscando. Finalmente llega una palabra: '¡Ésta es! A veces puedo decir por qué. Este es el aspecto que toma aquí el buscar, y el encontrar. (1988 II 501)

Estas líneas son una valiosa contribución al proyecto de una fenomenología de la metáfora. Es indudable que el significado secundario tiene que ver efectivamente con las metáforas, con las enfáticas, porque en ellas nos importa el olor, y hasta el aroma, de las palabras. (Es otro motivo, dicho sea de paso, para calificar de "enfática" la comprensión que nos interesa comprender). Resumiendo, comprender enfáticamente una metáfora enfática implica reconocer que tal o cual palabra es "la apropiada", y ello pese a que en algunas ocasiones no se lo pueda explicar, como no podemos explicar por qué "Schubert" calza tan bien a ese rostro y a esa música; o mejor: pese a que nada importa cuál sea la explicación que eventualmente descubramos. Comprender una metáfora supone vivenciar los significados de sus palabras; ambas habilidades están ligadas para siempre.

Ad c) En mi opinión, que se aparta en este punto de lo sostenido por algunos comentadores, aquello que perdería un ciego para los aspectos (en este caso, para los aspectos específicamente lingüísticos) no sería poco. Afirmar esto no significa olvidar la advertencia de Wittgenstein de que su interés por la vivencia del significado jamás pone en entredicho su crítica al modelo semántico mentalista (subjetivista, privado, etc.), aquella crítica que ha desplegado, en variaciones sin fin, a lo largo de las Investigaciones, la misma que, por lo demás, continúa madurando en la segunda parte de este texto. La discusión antimentalista está ahí, tiene importancia y logra lo que se propone.23 Pero permanecer en ella sería, pienso, empobrecer el material que estudiamos. En contra de intérpretes como Scholz24 y Zemach25, sostengo que la ceguera para el significado no es cuestión menor. Puede que mis diferencias con ellos respondan sólo a cuestiones de matices. Sólo que en nuestro contexto, como en tantos otros, diferencias de matiz pueden marcar toda la diferencia.

Hagamos un poco de exégesis textual. Ya está dicho que Wittgenstein da importancia a la llamativa coincidencia en cuanto a que el martes sea magro y el miércoles graso: "Aquí quiero usar estas palabras ["magro" y "graso"] (con los significados habituales)" (1988 II 495). "¿Podría haber seres humanos —se pregunta en otro lugar, sin revelar su parecer— a quienes les faltara la posibilidad de ver algo como algo [...]? [...] ¿Podría compararse este defecto con el daltonismo o con la carencia de oído absoluto?" (íd. 489). Al menos esta segunda pregunta no parece tan difícil de responder: el daltónico simplemente ve colores cambiados, por lo que su defecto en nada semeja estructuralmente a la incapacidad de ver la figura de Jastrow como pato o como conejo; y quien carece de oído absoluto no oye de inmediato la nota "la", lo cual se diferencia de no poder oír una música como un lamento. Ahora bien, una respuesta negativa a la segunda pregunta deja claramente sugerida una respuesta no menos negativa a la primera. Y esta sospecha es confirmada inequívocamente por otros textos citados por Mulhall: Wittgenstein describe en ellos a una persona ciega para los aspectos "como si tuviera, por así decir, un origen racial diferente", como si correspondiera a "un tipo diferente de ser humano" (Mulhall 2001 260). Por si esto no fuera suficientemente lapidario, podemos detenernos en un detalle textual al que los comentadores, hasta donde los conozco, no han atendido: en una frase ya citada, Wittgenstein afirma que la ceguera para los aspectos está "emparentada con la falta de 'oído musical'". ¿Qué lo movió a poner la primera palabra en cursivas? Lo hizo, en mi opinión, para decir "está emparentada, pero no es igual", que es de hecho el sentido natural que tendría acentuar "emparentada" con la voz. La ceguera para los aspectos visuales o lingüísticos, concluyo, no es algo tan extendido como la falta de oído musical. Lo habitual es que no seamos ciegos para los aspectos. Ciertamente puede haber una ceguera mayor o menor para los aspectos; lo que discuto es que la haya en un sentido absoluto.

Las últimas consideraciones permiten bosquejar ahora la enseñanza más general de la reflexión wittgensteiniana sobre las palabras y su fisiognomía.26 Si tuviera que resumirla en una expresión, hablaría de una visión profundamente humana del lenguaje, o quizá mejor: de una actitud humana frente a él. En la primera parte de las Investigaciones (lo mismo que en Sobre la certeza) Wittgenstein nos muestra lo decisivo que es para una comprensión cabal del lenguaje humano reconocer el rol de las reacciones pre-lingüisticas, el nivel de lo instintivo, lo biológico. Esa enseñanza es complementada ahora por una nueva: la de que el dominio de técnicas lingüísticas no sólo nos pone en condiciones de llevar adelante nuestros negocios comunicativos, sino que viene a conformar una segunda naturaleza que impregna de humanidad a la primera. Se trata ahora de reacciones, no menos espontáneas que la de mirar hacia la punta del dedo de un adulto, pero enfocadas esta vez al lenguaje mismo. El lenguaje se nos vuelve naturaleza y resulta difícil expresar este punto sin metáforas: "el rostro familiar de una palabra, la sensación de que ha recogido [aufgenommen] en sí su significado, el retrato vivo de su significado" (Wittgenstein 1988 II 499). Aufgenommen: cada palabra, podría decirse también, ha absorbido su significado.

En un discreto paréntesis, Wittgenstein se atreve a señalar más literalmente una cuestión fundamental acerca de seres humanos carentes de todo sentido fisiognómico: "(Les faltaría el cariño [Anhänglichkeit] por sus palabras)" (1988 II 499). La fisiognomía de la palabra alemana Anhänglichkeit es rica en resonancias: cariño, apego, devoción, lealtad, fidelidad, etc. Ahora bien, si preguntáramos dónde se juega principalmente todo esto, una sola respuesta cabría, la de Stephen Mulhall: en nuestra relación con la lengua materna. La lengua materna (lengua, que no lenguaje) es el primer hogar en que se cría esa segunda naturaleza que todo ser humano adquiere qua ser parlante, y es, unos años después, el pueblo o la ciudad en que se la encarna y despliega. Nunca igualará a esta relación, es sabido, la que podamos establecer con otras lenguas, de visita en otras ciudades. Si hemos interpretado bien a Wittgenstein, los ciegos para el significado serían más bien pocos, prácticamente no existirían; porque se trataría en realidad de personas carentes de una lengua materna. "Un tipo diferente de ser humano", por cierto.

Nos hemos terminado alejando, ahora incluso temáticamente, de la filosofía analítica, tanto en su versión más dura como en su variante "post", la rortyana. Se ha hecho costumbre en la corriente anglosajona, buena costumbre por cierto, hablar sobre metáforas; pero ¿cuándo se ha hablado al mismo tiempo de vivir significados, de apego, de maternidad? El mismo Rorty, por ejemplo, nos propone considerar las metáforas fuertes como ruidos extraños, comparables al gorjeo de un pájaro desconocido (cf. 1996 231ss). Sin embargo, en tal propuesta no puede verse más que una abstracción posterior, como lo demuestra el experimento wittgensteiniano de tener que repetir tediosamente una palabra familiar para poder volverla sonido. Los humanos no sólo vivimos entre metáforas, al decir de Lakoff y Johnson; vivimos también, desde nuestro origen individual y como especie, entre palabras que son palabras, no sonidos.27

6. Una constelación emocional

La pregunta que me propuse revisar en esta sección decía así: ¿en qué sentido podría ser constitutivo de la comprensión de ciertas metáforas el que intervengan en ella factores emocionales? En lo que sigue me acercaré a su respuesta desde varios flancos: dando algunas pistas, analizando un par de versos, denunciando una metáfora poco feliz y enlazando la cuestión de las emociones con temas que hemos revisado en los apartados anteriores.

Primera pista. Todos los ejemplos de metáforas que he dado hasta ahora poseen algo en común: son frases simples, breves y, sobre todo, frases que he aislado de su entorno cotextual y contextual. ¿Es tan insensato sospechar que tal presentación disminuye la probabilidad de una comprensión plena y adecuada de las correspondientes metáforas? No lo creo.28 No sólo la impermutabilidad de palabras caracteriza la forma concreta e inconfundible que adopta una metáfora; la caracteriza también una red de remisiones e insinuaciones que salen de la metáfora, que vuelven a ella, pero que no se observan sin más en ella. Sin el cotexto o sin el contexto, no pareciera que una metáfora pueda desarrollar todo su potencial expresivo —su fuerza enunciativa, la intensidad de sus imágenes, su llamado emocional—. Si una metáfora, según la original propuesta de Ricoeur, es un poema compr imido, vale de seguro también el movimiento en reversa: para originar emociones el enunciado metafórico requiere del poema desplegado. Y una vez más: el punto quizá valga también de metáforas que no son poéticas.

Segunda pista. Todos los ejemplos de metáforas que he dado hasta ahora han sido oraciones predicativas. Pero piénsese ahora en la sutil y crucial diferencia que existe entre "Tu silencio es una piedra" y "Tu silencio, ¡una piedra!". Es una diferencia en la capacidad de causar una impresión, de impactar la disposición afectiva del oyente o el lector. Acaso se quisiera objetar que la aposición nunca podría ser emocionalmente efectiva, si no fuese tan apropiado comparar un silencio —ése, tu silencio incomparable— con una fría piedra. Y es correcto: por regla general, no lograremos mejorar una comparación poco feliz, traspasándola de la forma predicativa explícita a otra forma sintáctica, como la aposición. Con todo, esta última puede significar una decisiva intensificación literaria o retórica de lo dicho. Cuando una metáfora es mala, no mejorará por obra de una variante gramatical; si es buena, una variante la puede tornar aún mejor.

Tercera pista. En todos los ejemplos de metáforas que he dado hasta ahora no he hablado de su pronunciación, del tono en que son dichas, del ritmo que las acompaña. Pensemos de nuevo en "Tu silencio, ¡una piedra!" Es indudable que pronunciar esta oración con cierta lentitud, con un breve respiro entre sus dos partes, con solemnidad pero a la vez con energía —es indudable, digo, que todo ello puede hacer de su emisión algo profundamente conmovedor—.

Las tres pistas sugieren lo mismo: si se toma el fenómeno metafórico en su totalidad, su comprensión no puede pasar por alto una cierta emocionalidad que desde la metáfora nos interpela. Con el fin de confirmar las pistas y su enseñanza, comentaré a continuación los primeros versos de un conocidísimo poema de Pablo Neruda, el Poema 20 de sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos".
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Es sabido que el poema continúa, pero puedo dejarlo hasta aquí, primero, porque la emoción que emana de los versos transcritos no varía en los que he debido excluir, y segundo, porque estos catorce acaso basten para ir cerrando el semicírculo descrito por nuestra pregunta. Por de pronto, observamos, ahora sí, un contexto lingüístico en plena acción: es en el marco de estos versos que la figura del verso cayendo al alma despliega su fuerza emocional. Era una de nuestras pistas: las emociones que cada metáfora suscita vienen con el poema en su conjunto. Pues bien, veamos ahora cómo funciona en un caso concreto esta especie de holismo emocional.

Neruda crea en pocas líneas un ambiente, una atmósfera, o algo que no se me ocurre llamar de otra manera. Un ambiente, claro está, no es una emoción particular; se acerca, en cambio, a lo que se da en llamar un estado de ánimo, un mood, una Stimmung. Verso a verso, y en un movimiento de menos a más, el poeta va generando una atmósfera de tristeza y meditación, de oscuridad y recuerdos, para sólo después dar paso a la metáfora que me interesa resaltar, en tanto que marca un decisivo punto de inflexión en todo el poema. En efecto, de la melancolía creciente, ésa que llega a su culminación en la inmensidad de la noche, "más inmensa sin ella", se pasa, mediando sólo un aliento, al profundo consuelo que mana de la única metáfora importante: "y el verso cae al alma como al pasto el rocío". Del viejo amor ausente a la poesía que una y otra vez puede servir de alivio, de un estado de ánimo a otro muy distinto, aunque, claro, el relevo nunca sea ni perfecto ni completo, aunque todo en realidad se dé mezcladamente (¿añora el poeta a ese viejo amor? ¿hasta qué punto la añora?). Existe entonces un interesante —por dinámico— contraste entre la literalidad sin imágenes de los trece primeros versos —la excepción de un viento que canta no parece decisiva— con su marcado énfasis en la melancolía nocturna, y el advenimiento consolador de la metáfora. Además, ésta transmite una sensación: cae el verso como suave refresco, como un rocío capaz de templar y terminar acaso empapando al alma resentida. Tampoco faltan las imágenes: cae el verso no sólo lenta e imperceptiblemente, cae abarcándolo todo, desbordándose casi, como propio es de todo estado de ánimo. En fin, no puedo hablar aquí del tempo lento oportuno al poema, de la repetición casi piadosa de "Puedo escribir los versos más tristes esta noche", de la sincopada sintaxis de nuestro verso metafórico, de su estupenda autoreferencia (también él cae al alma, ¿no?), de la impresión que nos causa el laconismo, cercano al prosaísmo casi, en algunos de los versos literales, en fin, de una serie de aspectos que cooperan todos hacia un solo fin: configurar una constelación emocional. La metáfora del verso cayendo al alma organiza esta constelación de un modo magistral, pero no sin el concurso de los demás versos.

Ahora bien, ¿qué decir de alguien que no siente la inmensidad de la palabra "inmensidad"? Si le comentamos a un amigo que al escuchar "y el verso cae..." sentimos un peculiar estremecimiento, hasta en un sentido corporal casi, y él nos dice de buena fe no comprender en realidad de qué hablamos... ¿qué hacer, qué decir? ¿Qué pensar de alguien que no siente caer al alma el verso sobre los versos que caen? ¿Afirmaríamos que una persona comprende la metáfora si lo que intenté mostrar en el párrafo anterior nada le sugiere? ¿Qué responder a alguien que viera en mi interpretación de la metáfora nerudiana una expresión de mis sentimientos subjetivos y que, por respetables que éstos le parecieran, no reconociese en mis palabras nada intersubjetivo, ni en un grado mínimo siquiera?

Quiero explicar a continuación por qué una metáfora puede resultar poco feliz, como un intento de iluminar, ahora en negativo, la dimensión que nos ocupa. En una librería descubrí hace un tiempo un libro de viajes con el título "París es una mujer". Puedo recordar exactamente la sensación que tuve al momento de ver la tapa: el título me pareció de mal gusto, no pudiendo evitar tener la impresión de que se ponían en juego los más burdos clichés sobre mujeres. Es interesante observar que esto último no tiene que ser necesariamente el caso: al autor del libro tales clichés podrían resultarle tan incómodos como a mí (no lo creo, en verdad, pero es teóricamente posible). El motivo por el cual, incluso en ese caso, continuaría considerando esta metáfora poco afortunada, es que para serlo basta con la probabilidad —en este caso bastante alta— de que surja la sospecha del cliché. Es el mismo aspecto que observáramos en la sección 4 respecto de las imágenes y las obscenidades: no es preciso que alguien haga suya la metáfora, afirmándola, para que ciertas imágenes se susciten por sí solas. Lo mismo ocurre ahora con las emociones en clave negativa, a saber, que la metáfora las genera al margen de las posibles buenas intenciones que pueda tener su autor. Junto con el poder de las imágenes existe un poder de las emociones y las sensaciones; en este caso, una rara, algo exagerada, pero genuina sensación de vergüenza ajena.

Además, al ver aquel título tuve de inmediato la vaga impresión de que la metáfora no me diría nada nuevo sobre París. Como la mayoría, bien sé que se trata de una ciudad hermosa, cautivadora, elegante, misteriosa y así sucesivamente con todos los demás clichés. De nuevo, el autor podría no haber pensado en estas propiedades de la metrópolis francesa, sino en otras mucho menos conocidas. Aun así, la metáfora me seguiría desagradando, al no ser ella capaz por sí misma de impedir que se me vengan a la mente las viejas verdades sobre París, numerosos clichés de nuevo, esta vez sobre una ciudad. Las palabras suscitan a menudo un movimiento de succión.

Con base en lo anterior, creo poder explicar además por qué mi sensación no fue la misma, cuando por primera vez supe de otra metáfora femenina, esta vez de prominencia filosófica y no turística, a saber, la sugerencia nietzscheana de que la verdad es una mujer. La semejanza con el caso del libro de viajes reside en que también aquí parecen estar operando odiosos clichés sobre mujeres. Nietzsche no está precisamente libre de toda culpa... Pero la diferencia radica en que ahora sí me pude imaginar que la metáfora me llevara a nuevas verdades (en este caso, sobre la verdad). En fin, una reflexión acabada sobre la dimensión afectiva o emocional en la que ciertamente opera un sinfín de metáforas debiera incluir una fenomenología del malestar que más de alguna genera. No puedo avanzar ahora más en esta línea, pero dejo al menos planteada una tesis: cuando hablamos de clichés, no sólo nos referimos a creencias cuya expresión nos resulta por algún motivo inapropiada, sino también de sensaciones de incomodo, vergüenza ajena, etc.

El último flanco desde el cual abordaré las emociones en la metáfora dice relación con reflexiones hechas en apartados anteriores. En primer lugar, así como Hester destacó la base objetiva que subyace a la visión de aspectos en metáforas visuales (a saber, el lenguaje público en su significado literal), y así como el significado secundario no es simplemente lo que algunos pocos, dotados de una penetrante visión aspectual, logran experimentar (es, por el contrario, un significado), así también, cuando una metáfora contextualizada despierta en nosotros emociones y sensaciones, éstas no caen milagrosamente del cielo, sino que tienen un sustento relativamente objetivo en las palabras de la metáfora y su entorno.29

También decíamos antes que en virtud de los significados secundarios vivimos apegados a nuestra lengua materna, nuestra segunda naturaleza específica, por así decir. Ahora bien, ese apego se experimenta concretamente en dos ámbitos cruciales de nuestra experiencia: el de la expresión de emociones y el de la apreciación de la literatura —incluida, claro, la de muchas metáforas&8211. Bien sabemos que nunca será fácil, si alguna vez es posible, expresar nuestras emociones más profundas o complejas, y disfrutar de las tonalidades o coloraciones de un poema, tratándose de aquellos lenguajes en los que no nos sentimos del todo en casa. Pero el que la "pena de extrañamiento" (Lihn) que implica vivir en otros lenguajes se experimente de un modo tan sensible precisamente en estos dos ámbitos, deja ya de sorprender: hemos visto en esta sección que metáfora y emoción son al menos primas.

De todo lo dicho comienza a despuntar, por último, otra tesis interesante, con la que lamentablemente sólo puedo finalizar. Si lo que caracteriza a un lenguaje propiamente humano es el hecho de que sus palabras poseen un rostro familiar para quienes lo hablan como lengua materna, habiendo absorbido ellas (para ellos) su significado; pero si, además, eso que llamamos significado secundario es tan esencial para la metáfora, puesto que comprenderla implica no sólo manejar, sino también vivir los significados de sus palabras; entonces este nexo de relaciones necesarias pareciera unir también la idea de la metáfora (y su comprensión enfática) a la de un lenguaje humano. De un modo apurado y formal: si no hay lenguaje humano sin vivencia de significados, pero si tampoco hay metáforas sin esa misma vivencia, es decir, si la vivencia de significados es condición necesaria, tanto para la idea de un lenguaje humano, como para la de las metáforas fuertes, entonces parece existir una relación esencial entre estas últimas dos. Ahora bien, ¿cómo expresar tal relación sino afirmando que un lenguaje sin metáforas no sería un lenguaje humano? Se trata de la relevancia antropológica del tema de la metáfora.


* He escrito este texto en el marco del proyecto de investigación "La comprensión de metáforas y su importancia para la comprensión lingüística en general" que contó con el apoyo financiero de Fondecyt (Proyecto n.° 1050872, Filosofía). Agradezco a dos personas que mucho quiero y que mucho me ayudaron con este trabajo: Claudia Hermosilla y Jacques Ergas.

1 Cito la traducción de Luis M. Villanueva, muy superior a la que aparece en Verdad e Interpretación, el volumen de artículos de Davidson que publicó Gedisa (Barcelona) en 1995.

2 Por mi parte, he formulado críticas a Davidson en Fermandois 2000 (73 y s y 90 y s).

3 En Fermandois (2005) ofrezco razones a favor de un estudio de la comprensión metafórica que venga a contrabalancear el monopolio del tema netamente semántico.

4 Me he referido al uso de ejemplos en filosofía en Fermandois (2008).

5 En todo lo que sigue, a menos que haga explícita mención de lo contrario, siempre que hable de "metáforas", así a secas, me estaré refiriendo a las metáforas de este tipo.

6 Las distinciones entre estos tres tipos de metáforas son todas de carácter gradual. Habrá ejemplos que calcen en una categoría no menos que en otra; pero no serán contraejemplos, si desde un principio las distinciones no son concebidas como categoriales y si no se ve en la tipología un fin en sí mismo.

7 Ver estas ideas en Ricoeur (cf. 1981 229). La referencia a Todorov se encuentra una página después.

8 La crítica de Tirrell al dictum davidsoniano "las palabras no son la moneda apropiada para cambiarlas por una imagen" no parece convincente. Según esta autora, la pregunta no es cuántas, sino cuáles palabras (aquí: enunciados) usamos al describir una fotografía (cf. Tirrell 1991 150). Sin embargo, Davidson jamás niega que se pueda comentar una foto diciendo, por caso, que Pedro cruza la calle. Y su sentencia sí tiene que ver con un "cuántos": no cabe preguntar de cuántos enunciados consta la foto, como sí cabe hacerlo respecto de una teoría o un texto. Debido a este contraste, el punto de Davidson mantiene vigencia teórica. Por otro lado, aceptar ese punto no implica necesariamente suscribir el rechazo davidsoniano del contenido o significado metafórico.

9 El artículo de Moran es más complejo de lo que mis referencias dan a entender, pero discutirlo con propiedad me llevaría demasiado lejos.

10 Ricoeur refiere un poco más adelante a Barthes, según el cual este tipo de lenguaje "se celebra a sí mismo", en vez de celebrar el mundo. Pero también es pertinente citar al propio Ricoeur, que describe el lenguaje poético como "un objeto cerrado sobre sí mismo", en el que "el signo es looked at y no looked through" (2001 278).

11En Johannessen (1990) se hallarán valiosas consideraciones al respecto.

12 Entre otros textos, el tópico de la visión de aspectos en general es analizado con rigor y profundidad en Mulhall (1990), Lange (1998) y Krebs (2003).

13 El análisis de la visión de aspectos se halla principalmente en Wittgenstein 1988 II, sección XI, sobre todo en sus primeras veintitrés páginas (con el número "II" se hace referencia a la segunda parte del texto, indicándose en este caso el número de página). Existen alusiones en otros textos que aquí no he tenido en cuenta.

14 "El tiempo tiene, mi señor, un morral en su espalda / Donde deposita limosnas para el olvido. / Inmenso monstruo de ingratitud." (W. Shakespeare, Troilo y Crésida III 3;citado en Hester 1966 207). Dado que no he tenido a mi disposición una buena traducción al castellano, también esta traducción es mía.

15 Hester es, de hecho, cuidadoso y explícito. Cuando habla de "ver" en el contexto de la visión metafórica, no olvida las comillas que testifican un sentido impropio: "When we 'see' Shakespeare's beggar this seeing is not just a species of normal seeing. Hume notwithstanding, the imagery is not just a faded perception, though our imagery does determinate qualities which are describable analogically in physical terms. In reading Shakespeare's metaphor we only 'see' a greedy beggar which is compared to time" (1966 207).

16 Sus palabras son: "Nor, typically, does metaphorical interpretation in any way involve the 'seeing as' we refer to in connection with certain familiar, yet striking, perceptual phenomena: seeing the drawing as a duck, say, or the outline of the cloud as a lion's profile. We do not squint, close one eye, or focus our gaze when told that Sally is a duck or Richard a lion" (Cooper 1984 438).

17 Cooper alega también que no cabe analizar metáforas visuales en términos de "ver A como B" si su forma gramatical es otra —como en "Te mostraré el miedo en un puñado de polvo" (Keats)— o si se trata de negaciones —como en "El lenguaje jamás es inocente" (Barthes)—. Sin embargo ¿es tan insólito pensar que Keats nos propone ver el miedo como un puñado de polvo? Y en cuanto a los enunciados negativos: ¿por qué no estudiarlos como casos en que A no es visto como B, conservando así la estructura fundamental, ahora simplemente negada, que Wittgenstein estudió en el fenómeno visual y que Hester proyectó a la metáfora?

18 En alemán, en cambio, la explicación podría ser muy distinta, pasando fundamentalmente por la n presente en Dienstag (martes) y que es un sonido que se asocia más a lo magro (dünn, ¡nótese de nuevo la n!) que a lo graso (fett). Así las cosas, Mittwoch (miércoles) sería declarado graso o gordo por descarte.

19 La referencia (Últimos escritos sobre filosofía de la psicología, § 795) aparece en Mulhall (2001 259).

20 El ejemplo de la e amarilla es raro. He hecho varias veces la prueba de pedirle a hablantes nativos del castellano que digan si la e les parece: a) azul, b) verde, c) amarilla o d) roja, obteniendo resultados tan dispares como desalentadores. Mi hipótesis es que el ejemplo funciona en alemán, pero no en castellano, y que la simple razón estriba en que gelb (amarillo) tiene precisamente una e como única vocal.

21 El comentador señala no haberla encontrado en escritos de Wittgenstein, aunque en cierto modo se halla implícita precisamente en el pasaje que estamos comentando (el de la e amarilla). Cabe consignar que también según Hanfling la razón de Wittgenstein para descartar la e amarilla como caso de metáfora no es, en estricto rigor, correcta. Ahora bien, su argumento, a diferencia del nuestro, no alude a la catacresis. A Hanfling le llama la atención que Wittgenstein no hable de "metaphorisch", sino de "übertragen": "trasladado". Pues bien, si se toma una noción tan amplia como "übertragen" —equivalente a la de (sentido) figurado—, entonces sí cabe hablar, sostiene Hanfling pace Wittgenstein, de un uso metafórico de "amarillo", dado que ciertamente no es habitual aplicar un predicado cromático a una entidad lingüística.

El argumento es correcto, pero no invalida la alusión a la catacresis, y puede ser resuelto también por estipulación terminológica.

Aunque para una discusión sobre el enfoque davidsoniano de la metáfora resultaría interesante hacerlo, no comento aquí la propuesta de hermanar dicho enfoque con las consideraciones de Wittgenstein acerca del significado secundario, propuesta que se lee en Schulte (1990).

22 Explico mejor esta diferencia gradual en Fermandois (2000 88ss).

23 Como si estuviéramos aún en la primera parte de las Investigaciones, leemos en la página 497 de la segunda esta tajante afirmación: "El querer decir [Meinen] algo es tan poco una vivencia como el proponerse".

24 El título del informado artículo de Scholz es la pregunta del propio Wittgenstein: ¿cuán terrible es la ceguera de significado? Y su respuesta —según él, también la de Wittgenstein— dice inequívocamente que no es terrible: "[v]ivencias del significado [...] son fenómenos marginales y secundarios" (1995 232).

25 La posición de Zemach se resume en dos afirmaciones: "[e]n el transcurso habitual del uso del lenguaje los cambios de aspectos son infrecuentes, por lo que no es necesario vivenciar el significado de las palabras que uno usa. [...] La ceguera para el significado sólo es un obstáculo serio en un área [...]: arte" (1995 491ss).

26 La siguiente reflexión debe mucho a Mulhall, en particular, en lo que toca a la noción de second nature (cf. 2001 260).

27 No lo puedo demostrar aquí, pero pienso que para reconocer esa profunda humanidad de todo lenguaje, su realidad aspectual, no hace falta borrar la distinción conceptual entre el significado literal y el metafórico, como lo propugnan Lakoff, Johnson y tantos otros.

28 La misma opinión es expresada en Moran (1997 249).

29 No es, por cierto, el aspecto menos importante de esta discusión lo que ella pueda contribuir a un esclarecimiento del propio concepto de emoción. Al menos quisiera afirmar —desarrollarlo llevaría más tiempo— que el tratamiento de las emociones como parte integral de una comprensión enfática de metáforas se conecta sin dificultad con la línea de trabajo de autores como Wollheim, Nussbaum y de Souza, quienes disocian el mundo de las emociones de aquel mundo caótico e irracional por el que gran parte de la tradición filosófica lo ha tenido. Tal diagnóstico puede sembrar a la vez una sospecha en otro frente: cuando Davidson, con el fin de rechazar la idea de un contenido expresado por una metáfora, precisamente subraya el que ésta genere emociones, ¿con qué concepto de emoción trabaja? ¿Se parece al que elaboran los tres autores mencionados, o no se parece más bien al del neopositivismo?


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