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vol.58 issue141Weakness of the Will as Furtive IrrationalityCastañeda, Felipe, ed. Anselmo de Canterbury. Tratado sobre la libertad del albedrío. Edición bilingüe. Bogotá: Universidad de los Andes, 2007. 328p. ISBN 978 958 695 280 4. author indexsubject indexarticles search
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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.141 Bogotá Sept./Dec. 2009

 

LECTURAS EJEMPLARES

Jonathan Edwards:
Una Investigación Cuidadosa y Estricta
de las Nociones Modernas Prevalecientes
de la Libertad de la Voluntad

Parte III Sección VI
"La libertad de indiferencia no sólo es innecesaria para
la virtud, sino que es completamente inconsistente con ella;
y todas las inclinaciones y los hábitos,
ya sean virtuosos o viciosos, son inconsistentes con las nociones
arminianas de la libertad y de la agencia moral
"

Introducción, traducción y notas
CARLOS G. PATARROYO G.
Departamento de Filosofía
Universidad Nacioanal de Colombia
cgpatarr@cable.net.co


Introducción

Jonathan Edwards (1703-1758) fue, para muchos, uno de los filósofos estadounidenses tempranos más agudos y uno de los teólogos norteamericanos más brillantes (cf. Marsden 1). La influencia de su pensamiento en el desarrollo de la historia de los Estados Unidos es innegable:

Después de la revolución estadounidense, el calvinismo de Nueva Inglaterra —con una profunda marca dejada por Edwards— emergió como uno de los movimientos más importantes […]. El congregacionalismo de Nueva Inglaterra y sus aliados presbiterianos llevaron las campañas evangélicas calvinistas al noroccidente del país. Para la década de 1830 sus organizaciones de voluntarios para las misiones, el evangelismo y la reforma habían combinado presupuestos mayores que los del gobierno federal. Antes de la guerra civil los herederos del legado de Edwards y sus contrapartes cercanas controlaban la mayor parte de los colegios mayores, incluyendo las universidades estatales. (Marsden 6-7)

En vida, Edwards logró ocupar cargos de suma importancia, en los que su influencia fue también notoria. Fue, por ejemplo, tutor en Yale desde 1724 hasta 1726, y fue nombrado presidente del Colegio Mayor de New Jersey (hoy conocido como la Universidad de Princeton), cargo que no desempeñó por mucho tiempo, ya que murió ese mismo año.

De fuertes convicciones calvinistas, la mayor parte de su copiosa producción se dedicó al estudio y divulgación de este cuerpo de creencias y al inclemente ataque hacia las prevalecientes creencias arminianas de su tiempo. Los arminianos, seguidores de las enseñanzas de Jacobo Arminio (1560-1609), defendían el libertarismo humano, es decir, la capacidad del hombre de poder elegir sus propias acciones, e incluso de sobreponerse a inclinaciones anteriores. Esta noción de libertad fue el objeto central del ataque de Edwards en su obra más célebre, publicada en 1754: Una investigación cuidadosa y estricta de las nociones modernas prevalecientes de la libertad de la voluntad, que se supone es esencial para la agencia moral, la virtud y el vicio, la recompensa y el castigo, el elogio y la culpa.

El objetivo de Edwards es mostrar que la libertad arminiana es plenamente incoherente y absurda. Para poder hacer una breve reconstrucción de la estructura general de su ataque, es necesario recordar cuáles características dice el arminiano que ha de tener la libertad que defiende:

Esto pertenece a su noción de libertad: 1. Que consiste en un poder de autodeterminación de la voluntad, o una cierta soberanía que la voluntad tiene sobre sí misma y sobre sus propios actos, de manera que determina sus propias voliciones y no es dependiente en sus determinaciones de ninguna causa exterior ni es determinada por ninguno de sus propios actos anteriores. 2. La indiferencia pertenece a esta libertad, esto es, la mente ha de estar, previamente al acto de volición, in equilibrio. 3. La contingencia es otra característica que le pertenece y le es esencial, no en la acepción común de la palabra, sino como opuesta a toda necesidad […]. Ellos suponen que la esencia de la libertad consiste en estas tres cosas, y que, a menos que el hombre sea libre en este sentido, no tiene en realidad libertad. (Edwards 18-9)

Edwards ataca sistemáticamente cada uno de estos tres puntos. En lo referente al primero, procura demostrar que un acto de autodeterminación de la voluntad ha de llevar al arminiano a un inevitable y demoledor dilema. Comienza por afirmar que esta autodeterminación de la voluntad ha de ser, ella misma, un acto. Y si se desea defender que no tiene (como afirma el arminiano) su causa en nada externo, entonces, ha de ser un acto voluntario; de donde se sigue que ha de haber una voluntad previa que determine ese acto de autodeterminación. Se ha de preguntar qué ha determinado a esa voluntad previa, de donde se llega a un acto anterior que ha debido ser voluntario a su vez y así ad infinitum.1 El regreso se puede detener únicamente con la suposición de un primer acto de la voluntad. Pero es allí donde el arminiano cae en el dilema, pues se puede preguntar qué causa este acto. Si, por un lado, el arminiano responde que es causado por otro acto de la voluntad, entonces, no se trata realmente de un primer acto y el regreso continúa. Si, por el otro lado, responde que no es causado por un acto de la voluntad, entonces, no está determinado por la voluntad, no es una autodeterminación de ésta y no cumple, entonces, con uno de los requisitos fundamentales para la libertad (cf. Edwards 21 y Harris 115).

Edwards considera varias líneas de defensa que el arminiano puede explorar para evadir este dilema, ninguna de las cuales encuentra satisfactoria. El arminiano puede alegar, en primer lugar, que este primer acto no es causado en absoluto. Sin embargo, esta opción caería presa del segundo cuerno del dilema antes visto, y, además, sería absurda, pues "nada ocurre sin una causa. Si algo es autoexistente debe serlo desde siempre y debe ser inmodificable; pero todas las cosas que comienzan una existencia no son autoexistentes y, por lo tanto, deben tener algún fundamento de su existencia fuera de sí mismas" (Edwards 26-7); lo único autoexistente y, por lo tanto, incausado, es, a los ojos de Edwards, Dios (cf. Storms 204).

La segunda línea de defensa del arminiano puede ser la afirmación de que este primer acto de volición no debe presuponer algo que ocurra anteriormente, sino que la voluntad se puede autodeterminar en la volición misma:

[E]s cierto que, para que la voluntad determine sus propias voliciones, debe ser activa al hacerlo y la determinación misma debe ser un acto; sin embargo, no hay necesidad de suponer que este acto sea previo a la volición determinada; la voluntad determina el acto de la voluntad en la volición misma, determina su propia volición en la volición misma. (Edwards 23-4)

Para Edwards esta confusa afirmación puede ser interpretada de tres maneras: (a) Lo que se afirma es que la determinación primera no es antecedente en el tiempo, sino en la naturaleza misma del acto de volición. Independientemente de lo que esto signifique, Edwards encuentra que no ayuda a solucionar el problema, pues el regreso al infinito se sigue presentando, ya no en el orden del tiempo, sino en el de la naturaleza. (b) Puede interpretarse como una afirmación de que ambos actos (la volición primera y la volición determinada) son un mismo acto. A lo que Edwards responde que es una contradicción afirmar que hay dos cosas, una de las cuales determina a la otra, y que sin, embargo, no sean en absoluto diferentes (cf. Harris 117). (c) Puede interpretarse como una negación de la causa misma de la volición primera, pero, como ya se ha visto, esta opción ya ha sido rechazada por Edwards.

La segunda característica esencial para la libertad arminiana es el equilibro o indiferencia de la mente en el momento de realizar la elección. Es al ataque de esta condición al que se dedica la traducción de la sección que el lector puede leer al final de esta introducción. El principal problema que encuentra Edwards con esta condición reside en que parece lograr precisamente lo contrario de lo que pretende el arminiano al postularla. Según el arminiano, si la voluntad está determinada por una inclinación previa, el acto no se realiza libremente y, al no ser libre, el agente no es moralmente responsable por lo que hace. La libertad es una condición de la imputación moral, y la indiferencia de la mente en el momento de la acción es una condición de la libertad. Sin embargo, Edwards dice que, si se siguen los principios arminianos, se llega a la absurda conclusión de que no hay razón alguna para rechazar a aquel que actúa de manera malvada siguiendo una inclinación al mal, o de que no hay virtud alguna en un hombre cuyo espíritu prefiere más fuertemente al bien sobre el mal. La libertad, de ser posible, consistiría sólo en un primer momento de elección por parte del agente, ya que si ese momento produce una inclinación de su voluntad hacia el bien, toda acción que provenga de esta voluntad en desequilibrio en un futuro no será una acción libre y, por lo tanto, el agente no podrá ser elogiado por ella. No habría, adicionalmente, inclinaciones o caracteres buenos o malos, ya que la censura y el elogio se aplicarían sólo a lo neutral, a lo indiferente. No se podría felicitar a un hombre por su constante inclinación hacia la rectitud, ni se podría censurar a otro por su propensión hacia el mal. Toda influencia de un carácter previo debe desaparecer en el momento de tomar una decisión para que ésta sea libre y, por lo tanto, "la tendencia previa no es de ninguna consideración respecto del acto en el que la voluntad es libre" (Edwards 41).

La tercera y última condición de la libertad arminiana es la contingencia. Que la libertad de la voluntad se caracterice por ser "contingente" debe ser entendido como una relación especial que ésta tiene con sus estados antecedentes, con inclinaciones previas e incluso con los estados físicos precedentes del mundo. Ningún estado previo, sea físico o mental, puede determinar a la voluntad en el momento de una elección, so pena de que ésta pierda su libertad. Pero, para Edwards, lo que esto significa es que la voluntad actúa sin causa alguna, algo que, como ya se ha visto, implicaría que es eterna e inmutable, características que sólo Dios tiene. No ha de tener causa alguna porque "aquellas cosas que tienen un fundamento previo y una razón de su existencia, que tienen una causa que las determina previamente, y las determina a ser tal como son, no ocurren contingentemente" (Edwards 25). En otras palabras, si la voluntad ha de autodeterminarse, esta autodeterminación ha de ser la acción de una causa (la voluntad) sobre un efecto (sobre sí misma). Y puede preguntarse qué determina a esta primera causa. Si es una causa anterior (otro acto de la voluntad), entonces, no es contingente. Si no tiene causa alguna, se ha de aceptar que tiene que ser algo autoexistente y eterno, cosa que ningún arminiano aceptaría acerca de una acción o decisión. No hay en este asunto puntos intermedios a los ojos de Edwards:

O bien el efecto es completamente determinado por su causa, o no lo es; si no lo es, entonces, el "efecto" es un evento sin causa. La noción de un efecto que tenga sólo una relación contingente con su causa es una contradicción. (Harris 120)

Edwards considera que ha logrado refutar las tres condiciones fundamentales de la noción arminiana de la libertad: la autodeterminación, la indiferencia y la contingencia. Afirma que no sólo son condiciones inherentemente contradictorias e imposibles, sino que, además, son inconsistentes con los propósitos para los que los arminianos las postulan.

Vale la pena advertir que la escritura de Edwards, sobre todo en su Investigación cuidadosa y estricta…, puede ser en ocasiones repetitiva. Con el deseo de preservar el estilo del autor, la traducción se ha hecho literal más que literaria, es decir, no se han cambiado términos que se repiten constantemente por pronombres demostrativos, por ejemplo. Si bien esto puede hacer que la lectura sea menos fluida, éste es un pequeño precio a pagar por poder acceder al estilo de argumentación y redacción característico de Edwards.

Traducción

Suponer que una libertad de la voluntad, como aquella de la que los arminianos hablan, es requisito para la virtud y para el vicio, es de muchas maneras contrario al sentido común.

Si la indiferencia perteneciese a la libertad de la voluntad, tal como suponen los arminianos, y si fuese esencial para la acción virtuosa que fuese realizada en un estado de libertad, como también ellos suponen, se seguiría que es esencial a la acción virtuosa que sea realizada en un estado de indiferencia; y si es realizada en un estado de indiferencia, entonces, sin duda debe ser realizada en un momento de indiferencia. Y así se seguiría que, para que un acto sea virtuoso, el corazón debe ser indiferente en el momento de su realización; y cuanto más indiferente y frío sea el corazón en relación con el acto que es realizado, tanto mejor, porque será realizado con mucha más libertad. Pero ¿es esto acorde con la luz de la naturaleza? ¿Es acorde con las nociones que la humanidad, en todas las épocas, ha tenido de la virtud? Según estas nociones, la virtud yace en aquello que es contrario a la indiferencia; más aún, yace en la tendencia e inclinación del corazón hacia la acción virtuosa; y cuanto más fuerte sea la inclinación y, por tanto, más lejana de la indiferencia, será mucho más elogiable el acto que procede de ella.

Supongamos (contrario a lo que ha sido demostrado anteriormente) que puede haber un acto de la voluntad en estado de indiferencia; por ejemplo, el acto de la voluntad con la que ésta sale de su estado de indiferencia y se da a sí misma preponderancia hacia una cierta opción. De ello se seguiría, según los principios arminianos, que la virtud consiste sólo en este único acto de determinación de la voluntad porque éste es el único que es realizado mientras la mente permanece en un estado de indiferencia y, por lo tanto, en estado de libertad. Una vez que la mente está fuera de este equilibrio, todos los actos que se siguen de ella, al proceder de la inclinación, no pueden tener la naturaleza del vicio ni de la virtud. O si aquello que la voluntad puede hacer en estado de indiferencia y, por tanto, de libertad es sólo suspender la acción y determinarse a tomar el asunto en consideración, entonces, esta determinación es lo único en lo que consiste la virtud, y no en el proceder a la acción después de que la balanza ha sido inclinada por la consideración. Así que se sigue de estos principios que todo lo que es hecho después de que la mente ha sido sacada de este equilibrio, por cualquier medio que sea, y es poseída por la inclinación no tiene nada de la naturaleza de la virtud ni del vicio, ni es digno de elogio o castigo. Pero ¡cuán claramente es esto contrario al sentido universal de la humanidad y a la noción que ésta tiene de las acciones sinceramente virtuosas!, esto es, que hay acciones que proceden de un corazón bien dispuesto e inclinado; y cuanto más fuerte, más firme y determinada sea la disposición del corazón, más grande será la sinceridad de la virtud y mayores su verdad y realidad. Pero si hay acciones que son realizadas en estado de equilibrio, o que brotan inmediatamente de la indiferencia absoluta y de la frialdad del corazón, no pueden surgir de ningún buen principio o disposición del corazón y, consecuentemente, de acuerdo con el sentido común, no tienen sincera bondad ni virtud en ellas. Tener un corazón virtuoso es tener un corazón que favorece la virtud y es amigable con ella; y no uno perfectamente frío e indiferente respecto de ella.

Adicionalmente, las acciones que son realizadas en un estado de indiferencia, o que surgen inmediatamente de un estado tal, no pueden ser virtuosas porque no son determinadas por ninguna elección precedente. Pues si hubiese una elección tal, ésta intervendría entre el acto y el estado de indiferencia, lo que es contrario a la suposición de que el acto debe surgir inmediatamente de la indiferencia. Pero aquellos actos que no son determinados por una elección previa no pueden ser virtuosos ni viciosos, según los principios arminianos, pues no son determinados por la voluntad. Así que ni de una manera ni de otra pueden ser las acciones virtuosas o viciosas, según los principios arminianos. Si la acción es determinada por un acto de elección precedente, no puede ser virtuosa porque no es realizada en estado de indiferencia ni surge inmediatamente de dicho estado, y así no se realiza en estado de libertad. Si la acción no es determinada por un acto de elección precedente, no puede ser virtuosa porque, entonces, la voluntad no está autodeterminada en ella. Así que se hace evidente que ni la virtud ni el vicio pueden encontrar jamás lugar en el universo.

Más aún, que sea necesario para una acción virtuosa que se realice en un estado de indiferencia, donde este estado se entiende como uno de libertad, es contrario al sentido común; ya que éste dicta que la indiferencia en sí misma, en muchos casos, es viciosa y en alto grado: como cuando veo a mi vecino, a mi amigo cercano o a alguno que ha merecido altamente mi aprecio en aprietos y a punto de perecer, y encuentro en mi corazón una indiferencia respecto de cualquier cosa que pueda hacer fácilmente para su alivio. También sería altamente vicioso y vil que fuese indiferente a blasfemar de Dios, a matar a mi padre o a un sinnúmero de cosas más que puedan ser mencionadas.

Puede observarse, además, que suponer que esta libertad de indiferencia es esencial al vicio y a la virtud destruye la gran diferencia de grados de culpa en los distintos crímenes, y remueve la atrocidad de las iniquidades más viles y horribles, tales como el adulterio, la bestialidad, el asesinato, el perjurio, la blasfemia, etc. Pues de acuerdo con estos principios no hay mal en tener la mente en estado de perfecta indiferencia respecto de estos crímenes; ¡no!, es absolutamente necesario para que haya virtud al evitarlos o vicio al cometerlos. Pero que la mente esté en un estado de indiferencia respecto de ellos es estar a punto de cometerlos, es estar infinitamente cerca de elegir y así de realizar el acto; pues el equilibro es el paso anterior a un grado de preponderancia, y un grado, así sea mínimo, de preponderancia (hechas todas las consideraciones) es una elección. Pero no es sólo esto; para que la voluntad esté en un estado de perfecto equilibrio con respecto a dichos crímenes, la mente debe estar en un estado tal que esté tan cercana a elegirlos como a rechazarlos, a hacerlos tanto como a omitirlos. Y si nuestras mentes han de estar en este estado, en donde se está tan cerca a elegirlos como a rechazarlos, y donde por necesidad, de acuerdo con la naturaleza de estas consideraciones, se es tan propenso a cometerlos como a rehusarlos, ¿dónde está la atrocidad excedente de elegirlos y realizarlos? Si no hubiese mal alguno en estar regularmente en ese estado, donde la probabilidad de realizar un crimen y de abstenerse de ello es exactamente la misma, habiendo allí un equilibrio y ninguna tendencia hacia uno más que hacia el otro, entonces, de acuerdo con las leyes y la naturaleza de esta contingencia, puede esperarse como consecuencia inevitable de dicha disposición que elijamos realizarlos tan frecuentemente como elegimos abstenernos. Que esto ocurriera así sería necesario, ya que la igualdad en el efecto es la consecuencia natural de la tendencia igual de la causa, o del estado de cosas antecedente del que el efecto se deriva. ¿Por qué, entonces, seríamos tan excesivamente culpables si éste fuera el caso?

De muchas maneras es evidente que el esquema arminiano de la libertad es completamente inconsistente con que haya cosas tales como hábitos o disposiciones, tanto virtuosos como viciosos. Si la libertad de indiferencia es esencial para la agencia moral, entonces, no puede haber virtud en las inclinaciones habituales del corazón, que son contrarias a la indiferencia e implican en su naturaleza su destrucción y su exclusión. Los arminianos suponen que nada en lo que la libertad no haya sido ejercida puede ser virtuoso; ¡pero cuán absurdo es hablar de ejercer indiferencia bajo la inclinación y la preponderancia!2

Si el poder de autodeterminación de la voluntad es necesario para la agencia moral, para la culpa, el castigo, etc., entonces, nada que sea hecho por la voluntad merece elogio o castigo, a menos que la voluntad sea movida, dirigida y determinada por sí misma y que la balanza sea inclinada por el poder soberano que la voluntad tiene sobre sí. Por lo tanto, la voluntad no ha de ser puesta fuera de equilibrio con anterioridad, así como la preponderancia no la debe afectar de antemano, con lo cual se anticiparía al acto de autodeterminación. Ésta es, entonces, otra manera en la que la inclinación habitual es inconsistente con aquella libertad que los arminianos suponen que es necesaria para la virtud y para el vicio; de donde se sigue que la inclinación habitual no puede ser, en sí misma, ni virtuosa ni viciosa.

El mismo resultado se obtiene de su doctrina concerniente a la inconsistencia de la necesidad con la libertad, el elogio, el castigo, etc. Nadie puede negar que la tendencia y la inclinación puedan ser tan fuertes que sean invencibles y no permitan la posibilidad de que la voluntad se determine de manera contraria a ellas, la cual, de esta manera, las sigue necesariamente. Esto es lo que dice el Dr. Whitby3 sobre la voluntad de Dios, de los ángeles y de los santos glorificados respecto del bien; y de la voluntad de los demonios respecto del mal. Por lo tanto, si la necesidad es inconsistente con la libertad, cuando la inclinación es firme con un grado de fuerza tal, excluye completamente toda virtud, vicio, elogio o castigo. Y si esto es así, entonces, cuanto más cercanos estén los hábitos a esta fuerza, más impedirán la libertad y disminuirán el elogio y la culpa. Si los hábitos muy fuertes destruyen la libertad, los menos fuertes la obstaculizan en proporción a su grado de fuerza. Por lo tanto, un acto es virtuoso o vicioso cuando es realizado absolutamente sin inclinación alguna porque es realizado con la libertad más grande.

Toda predisposición o inclinación de la mente conlleva un grado de inhabilidad moral para lo contrario; pues cuanto más esté inclinada o predispuesta la mente, más impedimento habrá para lo opuesto. Por lo tanto, si la inhabilidad moral es inconsistente con la agencia moral, o con la naturaleza del vicio y de la virtud, entonces, en cuanto haya algo como la disposición del corazón hacia el mal, la inclinación habitual a la depravación, a la codicia, al orgullo, a la malicia, a la crueldad o a cualquier otra cosa, más excusables serán las personas, y sus actos malévolos no tendrán la naturaleza del vicio. Igualmente, cualesquiera que sean las disposiciones o inclinaciones excelentes que las personas tengan, sus actos no tendrán la naturaleza de la virtud.

Es evidente que ninguna disposición habitual del corazón, ya sea ésta de un mayor o menor grado, puede ser en lo más mínimo viciosa o virtuosa; ni pueden las acciones que proceden de ella ser en absoluto elogiables o censurables. Pues debemos suponer que el hábito no tiene tanta fuerza como para eliminar toda habilidad moral y todo poder de autodeterminación, o como para impedirlos completamente; y pese a que el acto procede en parte de la inclinación, puede proceder también de la autodeterminación; y, en este caso, todo lo que provenga de la inclinación antecedente debe ser dejado de lado como no digno de consideración, y en la estimación del grado de virtud o vicio de la acción nada más ha de ser considerado que lo que proviene del poder de autodeterminación —sin influencia alguna de esa inclinación—, pues la libertad no se ejerce sino allí. Así que todo lo que corresponde al ejercicio de la inclinación habitual es desechado, por no pertenecer a la moralidad de la acción. De donde parece claro que ningún ejercicio de estos hábitos, sean ellos fuertes o débiles, puede tener jamás algo de la naturaleza del vicio o de la virtud.

Alguno podría decir que, pese a todo lo anterior, los hábitos de la mente pueden tener la naturaleza del vicio y de la virtud porque ellos son los efectos de los actos en los que la mente ha ejercido la libertad. Pues todas las razones antes mencionadas sólo prueban que los hábitos naturales, o los que nacen o son creados junto con nosotros, no pueden ser viciosos o virtuosos; pero no prueban lo mismo de los hábitos que han sido adquiridos y establecidos mediante la repetición de actos libres.4

A este opositor le respondería diciendo que esta evasión no soluciona en absoluto el asunto; pues si la libertad de la voluntad fuese esencial a la naturaleza misma del vicio y de la virtud, no habría vicio ni virtud sino sólo en aquello en donde esa libertad es ejercida. Si un hombre ejerce su libertad en una o más acciones, y mediante esos actos es llevado a las circunstancias en las que su libertad cesa y le sigue una larga serie de actos o eventos que ocurren necesariamente, esos actos no son virtuosos ni viciosos, elogiables ni censurables; sólo lo serán los actos libres que establecieron esta necesidad, pues sólo en ellos era el hombre libre. Los efectos que siguen después, que son necesarios, no tienen más de la naturaleza del vicio o de la virtud que lo que la salud o la enfermedad del cuerpo tienen de esa naturaleza por ser los efectos de los actos libres de la temperancia o el exceso; ni de lo que la tendrían las buenas cualidades de un reloj, por ser éstas los efectos de los actos libres del relojero. Tampoco son la frescura y la dulzura de las frutas de un jardín virtudes morales, por ser ellas efectos de los actos libres del jardinero. Si la libertad es un requisito absoluto para la moralidad de las acciones, y la necesidad es inconsistente con ella —como insisten los arminianos—, entonces, ningún tipo de efectos necesarios, sea su causa tan buena o mala como se quiera, puede ser virtuoso o vicioso; ya que la virtud y el vicio deben estar solamente en la causa libre. Según esto, el Dr. Whitby supone que la necesidad que caracteriza a los hábitos buenos de los santos en los cielos y a los malos de los condenados en el infierno, que son consecuencia de sus actos libres en su estado de prueba, no son recompensables ni censurables.5

Parece, entonces, que si fuesen verdaderas las nociones de los arminianos concernientes a libertad y a la agencia moral, se seguiría que no habría virtud en hábitos o cualidades como la humildad, la mansedumbre, la paciencia, la piedad, la gratitud, la generosidad; no habría nada elogiable en amar a Cristo más que a los propios padres, a la esposa y a los hijos, o a la propia vida; ni lo habría en el regocijo en la santidad ni en el hambre y la sed por la rectitud, el amor a los enemigos, la benevolencia con la humanidad. De igual manera, no habría ningún vicio ni nada que merezca desprecio en las disposiciones más sórdidas, bestiales, malignas y diabólicas; ni lo habría en ser ingrato, profano, en odiar habitualmente a Dios y a las cosas sagradas y divinas; ni en ser el más traicionero, envidioso y cruel con los hombres; pues todas estas son disposiciones e inclinaciones del corazón. En suma, no hay cosa tal como una cualidad de la mente que sea viciosa o virtuosa; nada a lo que le sea inherente la virtud y la santidad o el vicio y el pecado; y cuanto más fuertes sean estos hábitos, que solían ser llamados virtuosos o viciosos, más lejos están ellos de serlo en realidad; cuanto más violentos sean los deseos de los hombres, cuanto más firmes sean su orgullo, su envidia, su ingratitud y su malignidad, más lejos estarán de ser censurables. Si hubiese un hombre que, mediante sus propios actos repetidos o por cualquier otro medio, llegase a tener las disposiciones más infernales y se inclinase desesperadamente a tratar a sus vecinos injuriosamente, con desprecio y malignidad, ellos no podrían formar una disposición a sentir ira contra él o a culparlo en lo más mínimo. De igual manera, si hubiese una persona cuyo excelente espíritu lo inclinara hacia las acciones más amables, admirables, benevolentes, etc., esta persona estaría tan lejos de algo elogiable o recompensable como el anterior hombre lo estaría de la censura. Según estos principios, Jesucristo no era elogiable por sus actos de santidad y bondad, ya que éstas eran propensiones fuertes en su corazón. Y, sobre todo, el Dios infinitamente sagrado y misericordioso estaría infinitamente lejos de cualquier acto elogiable, ya que sus inclinaciones hacia el bien son infinitamente fuertes; y Él estaría a la mayor distancia posible de ser libre. En todos los casos, cuanto más fuertes sean las inclinaciones de cualquiera hacia la virtud, cuanto más las ame, menos virtuosas serán. Y cuanto más amor se tenga hacia la maldad, menos viciosa será. Si esto es acorde con la Sagrada Escritura o no, es algo que cada cristiano y cada hombre que ha leído la Biblia habrá de juzgar; y si es o no acorde con el sentido común, habrá de juzgarlo cada quien que ejerza el entendimiento humano.

Si seguimos estos principios, habremos de concluir que la virtud y el vicio están completamente excluidos del mundo y que nunca hubo, ni podrá haber, ni una cosa ni la otra, ya sea en Dios, en los ángeles o en el hombre. Ninguna propensión, disposición o hábito puede ser virtuoso o vicioso, como se ha demostrado, pues ellos, en el momento en que intervienen, destruyen la libertad de la voluntad, que es el fundamento de toda agencia moral, y excluyen toda capacidad para el vicio y la virtud. Y si los hábitos y las disposiciones en sí mismos no son ni virtuosos ni viciosos, tampoco podrá serlo su ejercicio, pues el ejercicio de la inclinación no es el ejercicio de la voluntad autodeterminante y así no hay ejercicio de la libertad en ella. Consiguientemente, ningún hombre es virtuoso o vicioso ni al estar bien o mal dispuesto ni al actuar según una disposición buena o mala. Y el que esta inclinación o disposición sea o no habitual, que aparezca sólo en el momento previo al acto de la voluntad, del que éste es efecto, no altera la situación, ya que se trata de un efecto necesario. Y si no hubiera en absoluto una disposición previa, bien sea habitual u ocasional, que determinara al acto, entonces, no sería la elección lo que lo determinaría; sería, por lo tanto, una contingencia que le sucede al hombre y que no procede de nada en él que sea necesario, como una inclinación o una elección que sean suyos. Por consiguiente, en un caso así, un hombre no puede ser mejor o peor que otro más de lo que un árbol puede ser mejor que otros árboles porque con frecuencia es embellecido por un cisne o por un ruiseñor; o una roca puede ser más viciosa que otras porque ocurre con frecuencia que las serpientes se arrastran sobre ella. Así que no hay ni virtud ni vicio en las disposiciones malas o buenas, sean éstas firmes o transitorias; ni hay vicio o virtud en actuar según una inclinación previa buena o mala; y no hay tampoco vicio ni virtud en actuar sin inclinación previa alguna. ¿Dónde hemos de encontrar, entonces, lugar para el vicio y para la virtud?


1 Edwards era un juicioso lector de Locke, y la influencia del Ensayo sobre el entendimiento humano en sus ideas es patente. Este argumento es un ejemplo de ello, pues antes de Edwards había sido Locke quien lo había formulado de la siguiente manera: "[e]s tanto como preguntar si un hombre puede tener volición respecto de lo que tiene volición [is to ask whether a man can will what he wills], o si puede placerle aquello que le place; una pregunta que, creo, no merece respuesta, y quienes hagan cuestión de ella tendrán que suponer que una voluntad determine los actos de otra voluntad y que otra determine los de ésta y así hasta el infinito" (Locke II XXX §25).

2 Dos son las razones por las que esto puede verse como absurdo. La primera es que este estado de indiferencia exige que el hombre ignore cualquier inclinación previa en el momento de hacer la elección. Y lo absurdo aquí está en que si se cree que el mal es mejor que el bien, por ejemplo, esto puede ser visto como una inclinación previa y, por ello, debe ser ignorado. ¿Sobre qué bases ha de escoger el hombre entonces? La otra razón, muy relacionada con la anterior, es que Edwards considera que una elección se hace porque una de las alternativas se encuentra como algo más aceptable, más agradable o más conveniente (cf. Edwards 36). Pero decir que la mente ha de estar en un estado de perfecta indiferencia lleva a afirmar que no puede encontrar una opción más conveniente que la otra; y esto lleva a la absurda conclusión de que la mente elige sin elegir: "[s]uponer que la voluntad ha de estar en un perfecto estado de indiferencia, ya sea para determinarse a sí misma, o para hacer cualquier otra cosa, es afirmar que la mente elige sin elegir. Decir que cuando es indiferente la voluntad puede hacer lo que le plazca, es decir que puede seguir su placer, cuando no hay placer alguno que pueda seguir" (íd. 37).

3 Edwards se refiere a Daniel Whitby (1638-1726), opositor profundo del calvinismo y fuerte defensor del arminianismo. Whitby había escrito en 1710 su famoso Discourse on the Five Points, donde atacaba los cinco pilares fundamentales del calvinismo. Este libro generó enérgicas respuestas de calvinistas como John Gill en su libro The Cause of God and Truth (1735). Si bien parte del presente texto de Edwards es una respuesta a esta obra, su ataque principal está destinado a otra obra anterior de Whitby: Seis discursos (1652) y, específicamente, al cuarto discurso dedicado a "La libertad de la voluntad del hombre en estado de prueba" (cf. Whitby 229-290).

4 En el debate contemporáneo acerca del libre albedrío sigue habiendo, por parte de los libertaristas, una línea de defensa similar a la que Edwards menciona aquí; ejemplo de ello es el libertarismo de Robert Kane. Defienden que no toda acción ha de ser el producto de una elección, ni que ha de provenir directamente de un estado de libertad previo. Puede, sin duda, ser el resultado de un cierto carácter del agente que se inclina más hacia cierto tipo de acciones. Se puede tener un carácter altruista, por ejemplo, o uno egoísta. Sin embargo, dicen que si estas acciones necesarias según el carácter del sujeto han de poder serle imputadas, entonces, el carácter mismo del agente ha debido ser escogido por él libremente. Esto no es sino otra manera de decir que las primeras acciones realmente libres del sujeto son las que forman un cierto hábito o inclinación en él, y que, al ser éstas realizadas en un estado de libertad, el hábito o inclinación que ellas determinan (y las acciones que de él se siguen) son su responsabilidad. Estas primeras acciones son denominadas por Kane acciones autoformadoras, y una de sus características es que la mente ha de estar en estado de equilibrio respecto de las distintas opciones, en el momento previo a la elección (cf. Kane 13-38).

5 Edwards se refiere a un pasaje del discurso de Whitby sobre "La libertad de la voluntad del hombre en estado de prueba", particularmente a la sección ii del capítulo i. Whitby defiende que la culpa y el elogio se han de juzgar en las acciones que el hombre realiza en la tierra. "El estado del hombre en este mundo es un estado de juicio y de prueba", afirma Whitby (228). Si un espíritu, en su estado de prueba, ha formado una inclinación hacia el mal, las acciones que realiza una vez ha dejado este estado de prueba "no lo hacen merecedor de castigo adicional" (231). Las acciones que siguen necesariamente a un carácter malévolo no son, ellas mismas, realizadas en estado de libertad. Pero el estado de prueba es aquel en el que el hombre escoge, sin determinación previa alguna, su carácter y sus inclinaciones, y es por estos actos libres por los que es juzgado, y no por los que ocurren en el estado de necesidad posterior.


Bibliografía

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