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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.143 Bogotá May/Aug. 2010

 

ANÁLISIS FUNCIONALES Y EXPLICACIONES SELECCIONALES EN BIOLOGÍA:
UNA C
RÍTICA DE LA CONCEPCIÓN ETIOLÓGICA DEL CONCEPTO DE FUNCIÓN

Functional Analyses and Selectional Explanations in Biology:
A Critique of the Etiological Conception of Function

 

GUSTAVO CAPONI
Universidad Federal de Santa Catarina -Florianópolis, Brasil
caponi@cfh.ufsc.br


Artículo recibido: 8 de septiembre de 2009; aceptado: 23 de octubre de 2009


RESUMEN

Contrariando la concepción etiológica de las funciones biológicas, se pretende mostrar que las explicaciones por selección natural, lejos de justificar atribuciones funcionales, las presuponen; y que estas atribuciones pueden ser entendidas apelando a una especificación particular de la concepción sistémica de función: concepción biológica de función. Se argumenta que la concepción etiológica de función se basa en dos errores fundamentales: confundir el concepto de función con el concepto de adaptación; y confundir las explicaciones seleccionales con análisis funcionales. Por eso la exigencia improcedente de que dichos análisis entrañen un contenido explicativo etiológico y posibiliten la distinción entre aptaciones y exaptaciones.

Palabras clave: adaptación, análisis funcional, biología, exaptación, expli­cación seleccional, función.


ABSTRACT

In opposition to the etiological conception of biological functions, this paper attempts to show that explanations by natural selection, far from justifying functional attributions, presuppose them, and that these attributions may be understood by appealing to a particular specification of the systemic conception of function, that is, the biological conception of function. This paper argues that the etiological conception of function is based on two fundamental errors: confusing the concept of function with the concept of adaptation, and confusing selectional explanations with functional analyses. This explains the inappropriate demand that those analyses include an etiological explanatory content and make possible the distinction between adaptations and exaptations.

Key words: adaptation, biology, exaptation, function, functional analysis, selectional explanation.


Presentación

En el intrincado, y ya demasiado largo, debate contemporáneo sobre las atribuciones y análisis funcionales en Biología, la llamada concepción etiológica de función, propuesta inicialmente por Larry Wright (1972; 1973) y retomada más tarde por Karen Neander ([1991]1998) y Ruth Millikan ([1989] 1998; [1999] 2002), parece mantener todavía una posición hegemónica por sobre su retadora oficial: la concepción sistémica de función defendida por Robert Cummins (Hardcastle 27; Buller 1999 19; Lewens 2007 530); y es en contra de esa posición hegemónica que me volveré en este artículo. Argumentaré, en efecto, que dicha concepción etiológica de función se basa en dos errores fundamentales: confundir el concepto de función con el concepto de adaptación; y confundir las explicaciones seleccionales con análisis funcionales.

Pretendo mostrar, en este sentido, que las explicaciones por selección natural, lejos de ser o justificar atribuciones funcionales, las presuponen; y que estas atribuciones pueden ser entendidas apelando a una especificación particular de la concepción sistémica de función que llamaré, simplemente, concepción biológica de función. Esta concepción, diré también, es necesaria para definir los conceptos de adaptación y exaptación y para establecer la distinción entre ambos: cosa que no puede hacerse con base en la concepción etiológica, pues, para ella, tener una función es lo mismo que ser una adaptación. Argumentaré, finalmente, que la exigencia de que los análisis funcionales deban tener un contenido explicativo, de corte etiológico, que nos permita discriminar entre beneficios accidentales y verdaderas funciones, es improcedente porque, en realidad, esa es una atribución de las explicaciones seleccionales: son ellas las que dan a conocer dichas etiologías y son estas etiologías las que permiten distinguir entre adaptaciones y exaptaciones. Sostendré, con todo, que la concepción biológica de función posee un carácter intrínsecamente normativo que permite evaluar y comparar desempeños funcionales sin apelar a la distinción entre beneficio accidental y función propia.

Las concepciones etiológicas

Asumiendo la concepción etiológica de las imputaciones funcionales, si hablamos de una parte o pieza que integra un aparato diseñado por un ser humano, o por cualquier otro agente intencional, se dirá que la función de la misma no es otra que el efecto sobre el funcionamiento o desempeño total del aparato que ese agente buscaba cuando decidió poner ahí ese elemento (Lawler 332). Desde esta perspectiva, esa barra de la bicicleta en la cual, allá en la infancia, llevábamos a un acompañante tendría como función tornar más robusta la estructura general del vehículo, y no la de transportar un pasajero extra. Es decir: no obstante el uso ocasional que se le pueda dar a esa célebre parte de la bicicleta, su función, en sentido estricto, su función propia, es aquella efectivamente prevista y procurada en el proceso de diseño del vehículo.

Así, tanto en este caso como en el de una estructura biológica, la perspectiva etiológica nos lleva a pensar que una atribución funcional siempre obedece a este esquema que Wright (1972 211 y 1973 161) ya había destacado:
 
Decir que "la función de x (en el sistema o proceso z) es y" supone aceptar que:

[1] x produce o causa y.
[2] x está ahí (en z) porque produce o causa y.

En el caso de que z sea un sistema o proceso diseñado y construido por un agente intencional, [2] querrá decir que ese agente diseñador colocó y configuró a x, en z, de la forma en que lo hizo, debido a que esperaba o deseaba que el efecto y fuese efectivamente producido. Por lo tanto, llevar un pasajero extra no sería, en sentido estricto, una función propia de la barra de la bicicleta: ella es, en todo caso, una función accidental de la que el fabricante, en el momento de responder por la garantía, no debería enterarse, respecto a lo que esa pieza estaba ejerciendo en el momento de romperse. Mientras tanto, en el caso de sistemas o procesos biológicos no intencionalmente proyectados, [2] aludirá al proceso de selección natural que configuró a z y a x premiando la producción de y. Así, en el contexto de las ciencias de la vida, las atribuciones funcionales, según sostienen los defensores de la perspectiva etiológica, tienen que obedecer a esta variante o especificación particular del esquema de Wright:

Decir que "la función de x (en el sistema o proceso z) es y" supone aceptar que:

[1] x produce o causa y.
[2] x está ahí (en z) porque la selección natural premió la realización de y en las formas ancestrales de z.

Esta formulación, es cierto, podría ser refinada para evitar algunas ambigüedades y dificultades que ella podría entrañar; y la literatura sobre la concepción etiológica de las atribuciones funcionales es riquísima en versiones de la misma que intentan superar dichos problemas (Griffiths 442; Kitcher 489; Godfrey-Smith 473; Schwartz 219; Buller 2002 230). En este sentido, una cuestión muy discutida es la que se plantea cuando nos preguntamos si lo que cuenta como proceso selectivo para atribuir una función puede remitir a toda presión selectiva que haya moldeado cualquier forma ancestral de los organismos en análisis, o si se debe tratar de una presión reciente (Godfrey-Smith 282; Millikan, 1999 116; Pigliuci & Kaplan 133), o incluso aún actuante (Schwartz). ¿Tendría sentido, por ejemplo, atribuirles funciones a los órganos vestigiales en virtud de las presiones selectivas que alguna vez actuaron sobre los ancestros de una determinada especie? Aparentemente no; y por eso, si se acepta la concepción etiológica, es menester delimitar mejor cuáles serían las presiones selectivas que se podrían invocar en nuestras atribuciones funcionales (Garson 535).

Por otro lado, también nos podríamos preguntar si es realmente necesario que nuestra atribución funcional apunte a una presión selectiva. Porque, si así lo consideramos, estamos también suponiendo que sólo es legítimo atribuirle a una estructura x¹ una función y; si y sólo sí, existía, o incluso aún existe, una forma alternativa a ella, x², que fue, o es, penalizada por la selección natural en virtud de no producir y o, en todo caso, en virtud de producirlo con menos eficacia que x¹. Tal vez, y como lo sugiere Buller (1998 508 y ss.) en su versión débil de la concepción etiológica, para concluir que y es la función de x en z sea suficiente con afirmar que la estructura x contribuyó, por el ejercicio de y, a la fitness de los ancestros, más o menos inmediatos de z.

Es decir, para afirmar que en los zorrinos actuales la pestilencia tiene una función protectora puede no hacer falta que nos remitamos a un pasado en donde algunos antepasados de esos animalitos no eran pestilentes, o lo eran en menor grado que algunos de sus congéneres, y por eso habrían tenido menos suerte en la lucha por la existencia que los que ya eran pestilentes o lo eran en mayor grado. En lugar de eso, tal vez baste con aceptar que la pestilencia ha contribuido a la supervivencia de sus ancestros, más o menos inmediatos, ahuyentando a algunos predadores, para, con base en esa presuposición, atribuirle a dicho rasgo esa función protectora. Es decir, para justificar una atribución débil no es necesario remitirse a una situación en donde existían zorrinos no pestilentes, o menos pestilentes: basta con apuntar que ese rasgo, tal vez presente en todo el linaje, contribuyó, en el pasado, a la supervivencia de sus portadores.

Es de observar, sin embargo, que este último modo, débil, de entender el concepto de función continúa siendo etiológico (Preston 2009 44). Allí la atribución funcional continúa justificándose retrospectivamente por "referencia a la historia evolutiva que condujo al sistema que se está considerando" (Gayon 483); y esto se nota cuando comparamos el planteo de Buller con la distinción entre una versión débil y una versión fuerte del concepto de función propuesta por Robert Hinde en 1975. Lo que este autor entiende por versión fuerte del concepto de función coincide con la definición de función que surge de la tesis etiológica fuerte: se adscribe una función y a una estructura x, en la medida en que tal estructura haya sido seleccionada por el hecho de cumplir dicha función. Pero la primera, la versión débil, en el sentido de Hinde, sólo alude a las "consecuencias benéficas" actuales de una estructura sin aludir a los beneficios producidos en el pasado. En este sentido, se puede atribuir una función y a una estructura x si ella es una particularidad que favorece la realización del ciclo vital, ahí incluida la procreación de un determinado tipo de ser vivo en un ambiente específico sin ninguna consideración sobre el pasado del linaje en estudio.

Hinde (431), como él mismo lo reconoce, asume puntos de vista próximos a los de Niko Tinbergen; y para este, la distinción entre preguntarse por el valor de supervivencia de un rasgo, la ventaja o beneficio que él comporta, y preguntarse por su historia evolutiva es muy clara (Tinbergen [1968] 1985 168). Ambas son para Tinbergen dos cuestiones independientes: una alude a las interacciones del viviente con su ambiente en un momento dado; y la otra cuestión alude a cómo esas u otras interacciones pueden haber contribuido o pueden aun contribuir en la evolución del tipo de organismo en estudio (Tinbergen [1965] 1979 100). Así, en ese contexto, se puede aludir a la función de un rasgo entendiéndola como la contribución de este al buen desempeño de un ser vivo en un cierto ambiente, sin que eso nos exija ninguna consideración de tipo evolutivo.

Pero ahí, al usar esa variante del concepto de función, la débil en el sentido de Hinde y no en el de Buller, ya salimos del dominio de la concepción etiológica y nos introducimos en el campo de aquello que Garson (537) llama de teorías consecuenciales de la función (cf. Lewens 2004 102); y es en ese campo que se inserta la concepción biológica de función que aquí habré de sostener. Ella alude, en efecto, al tipo de efecto producido por lo que estamos considerando como ítem funcional, y no a su historia. Ella alude, exclusivamente, a las consecuencias que trae la operación del ítem funcional, en un momento dado, para el sistema en el que se encuentra, y no hace referencia a nada que tenga que ver con su etiología o su origen. Sin embargo, no querría presentar ese punto vista consecuencial sin antes apuntar, y explicar, las dificultades más importantes que presentan las concepciones etiológicas.

 

Dificultades de la concepción etiológica

Esas dificultades, es cierto, ya han sido mencionadas por diversos autores y apuntan al carácter demasiado restrictivo de ese modo de entender las atribuciones funcionales: al asumirlo, muchas imputaciones funcionales que aparecen en el discurso de las ciencias biológicas quedan deslegitimadas. Pero, aunque conocidas, creo que conviene tenerlas en cuenta para entender mejor lo que considero que constituye el error central, el error de base, de esa concepción etiológica. La primera de esas dificultades tiene que ver con la posibilidad de que se pueda atribuir funciones a estructuras no seleccionadas para cumplir dicha función; y la segunda tiene que ver con el hecho de hacer depender las atribuciones funcionales de la Teoría de la selección natural, sin considerar que dichas atribuciones han sido hechas, y continúan siendo hechas, en momentos y contextos del desarrollo de las ciencias biológicas en los cuales esa teoría no existía o en los cuales ella no entra en consideración. Las dos dificultades, sin embargo, están indisolublemente vinculadas.

Pensemos, primero, en estructuras no seleccionadas que pueden resultar funcionales o, mejor todavía, en estructuras que pudieron ser seleccionadas en virtud de una determinada función pero que también cumplen otra para la cual no fueron seleccionadas. Eso es lo que está implicado en el concepto de exaptación propuesto por Gould y Vrba en un artículo de 1982; y aun cuando en ese escrito se siga a George Williams (9), reservando el término función para designar el efecto seleccionado de un rasgo (Gould & Vrba 520), creo que la idea de que pueden existir estructuras heredadas que resultan útiles en el cumplimiento de cierto rol biológico, y que hasta son capaces de incrementar la aptitud de sus portadores, pero que no han sido labradas por la selección natural en virtud de dicho rol, nos indica que es sólo por una decisión terminológica, y no por algún compromiso teórico más profundo, que no se habla ahí de una función no seleccionada (Id. 522).

Tal sería el caso, por ejemplo, del clítoris hipertrofiado de la hiena moteada. Esta estructura, aparentemente, cumple una función relevante, un papel importante, en los rituales de apareamiento de esa especie; pero su evolución puede ser un efecto secundario de presiones selectivas de otra índole que "premiaron" hembras con más secreción de andrógenos en virtud del mayor tamaño que ellas podían alcanzar (Id. 529). Se dirá, claro, que esa función secundaria o accidental no es su función propia, que ella no es la función seleccionada de ese rasgo prominente; pero, aun para introducir esa diferencia, es necesario suponer un concepto de función más general que el de función como efecto seleccionado (cf. Davies 2000 36 n8; 2001 55; 2009 141). Sin ese concepto más general de función, me atrevo a decir, la propia idea de exaptación no tendría mayor sentido. Porque ella, es claro, no surge para dar cuenta del hecho de que las estructuras biológicas producen efectos no seleccionados como la reacción alérgica que, en mí, ocasiona el pelo de los gatos, o como el ruido que produce el corazón al latir. La idea de exaptación surge para calificar esos efectos que, aun no siendo seleccionados, son funcionales en algún sentido que, evidentemente, no es captado por la concepción etiológica de función.

Pero más evidente aun que esa primera dificultad de la concepción etiológica, es aquella otra que se deriva del hecho de que esta concepción hace depender las atribuciones funcionales de las explicaciones por selección natural. Esto, como ya ha sido observado, implica negar o desconocer todo lo que ocurre en el campo de la Fisiología (cf. Nagel 221; Davies 2001 112; Weber 37); y para ver eso no es necesario que nos remitamos a los remotos y predarwinianos esfuerzos de William Harvey (40, 103, 105) por determinar el rol o la función del corazón. Desde Claude Bernard en adelante, los biólogos funcionales no han dejado de trabajar conforme a esta regla metodológica que, además, también era la de Harvey: Para todo proceso o estructura normalmente presente en un ser vivo se debe mostrar cuál es el papel causal que él o ella cumple,o tiene, en el funcionamiento total del organismo (cf. Caponi 70; Gayon486); y es justamente a ese papel causal que los biólogos funcionales llaman función, sin esperar una justificación darwiniana, y menos aun teológica, de sus conclusiones.

Por eso, si, como pretende Ruth Millikan ([1989]1998 297-298), el análisis del concepto de función tiene que adecuarse a los marcos teóricos vigentes (cf. Lewens 2007 535), debe también ser considerado ese tipo de atribución funcional. Si un fisiólogo moderno descubre que la excreción de una sustancia maloliente permite que un cierto animal elimine sustancias tóxicas presentes en su dieta, él no esperará una justificación evolutiva para decir que esa excreción tiene la función de desintoxicar el cuerpo de dicho animal. Él, en todo caso, va a ensayar una contraprueba a la Bernard ([1865] 1984 91), intentando impedir esa excreción, para así poder ver si el animal efectivamente se intoxica cuando esa operación no es realizada (cf. Schaffner 145; Delsol & Perrin 142). Si la desintoxicación fue realmente la función seleccionada de esa excreción, o si fue seleccionada como recurso defensivo para ahuyentar predadores, será algo que, en definitiva, tendrá al fisiólogo sin mayor cuidado. Para él, si el organismo se intoxica y muere cuando ese proceso de secreción es impedido; entonces esa desintoxicación es una de las funciones de dicho proceso. Por eso, los artículos de Fisiología no suelen abundar en conjeturas darwinianas (cf. Weber 40).

Lo interesante, por otro lado, es que esas conjeturas también pueden estar ausentes en las observaciones de los naturalistas que trabajan en el dominio de la Auto-Ecología. Si un ecólogo de campo analiza las condiciones de vida del animal del ejemplo anterior y establece que este se sustenta comiendo plantas tóxicas que lo envenenarían de no mediar esa excreción, él dirá que ha descubierto un importante papel o rol biológico, en el sentido de Bock y Wahlert (131), de dicha operación. Pero, como estos dos autores lo reconocían, ahí también se podría llegar a usar la palabra función. Ella puede servir como sinónimo de rol biológico (Id. 125) para designar ese importante papel que la excreción de esas substancias tóxicas cumple en la historia de vida, o en el ciclo vital, de nuestro animal. Por otro lado, ese mismo ecólogo también podría descubrir que esa excreción también sirve para espantar predadores; y entonces diría que ha descubierto una segunda función, por lo menos en lo que, según Hinde, sería el sentido débil del término, sin que eso lo comprometa a tener que decidir, por un estudio evolutivo, cuál de esas dos funciones fue la inicialmente seleccionada. Y creo que algo análogo se podría decir de las inferencias funcionales en paleontología (cf. Rudwick; Turner).

Aunque ahí las atribuciones de roles biológicos sean mucho más difíciles de justificar que en Auto-Ecología (Bock & Wahlert 132; Gans 560), ellas siguen apuntando a la función que se podría pensar que una estructura cumplía en la historia o ciclo de vida del organismo en estudio. Ellas hablan de un momento pasado; pero no necesariamente lo hacen remitiéndose a un momento todavía anterior. Conjugado en tiempo pasado, ahí también se cumple lo que Tinbergen (1985 168) dejó siempre muy claro: una cosa es preguntarse por cómo una estructura contribuye a la realización del ciclo vital de sus portadores; y otra cosa diferente es preguntarse por su historia evolutiva (cf. Lewens 2004 116).

Lo primero se hace observando cómo el ser vivo en cuestión interactúa con su medio, cuáles son los problemas que tiene que resolver para poder vivir y reproducirse, y cuáles son los recursos con los que cuenta para resolverlos; o se hace, en todo caso, intentando reconstruir esas interacciones y esos problemas. Lo segundo, en cambio, siempre es más complicado y exige otro tipo de indagación; y aunque los problemas de supervivencia que una estructura resuelve en un momento determinado tal vez puedan darnos una pista importante sobre su historia evolutiva, también es posible que esa función actual resulte un indicio engañoso. Puede ocurrir que el rasgo en cuestión sea sólo una exaptación para el papel biológico detectado y eso nos oculte la verdadera naturaleza de las presiones selectivas involucradas en su evolución. El clítoris hipertrofiado de las hienas moteadas sería un buen ejemplo de ello; y las placas del estegosaurio podrían darnos otro (cf. Lewontin 145).

Yo no diría, sin embargo, que hacer depender las atribuciones funcionales de las explicaciones por selección natural esté errado sólo por el hecho de ser una tesis demasiado restrictiva. Yo creo que el error va más allá de eso. Hacer depender las atribuciones funcionales de explicaciones seleccionales es errado, en primer lugar, porque estas últimas explicaciones presuponen las atribuciones funcionales (Davies 2001 55-57). Asumiendo el marco de la Teoría de la selección natural, la frecuencia de un rasgo se explica por su desempeño en el cumplimiento de una función, y la configuración del mismo se explica por las exigencias derivadas de dicho desempeño; y esto exige que el desempeño funcional sea identificado antes de que la explicación seleccional se construya. Así, una vez que la función está establecida, se dice que el rasgo en estudio es una adaptación que evolucionó por las exigencias derivadas de ese ejercicio; o se dice que él fue seleccionado por su desempeño en dicho ejercicio.

Puede afirmarse, por eso, que el gran malentendido que está en la base de la concepción etiológica del concepto de función es haber confundido este concepto con el de adaptación sin percibir que este es lógicamente posterior a aquel: primero tenemos que establecer la función de una estructura para después determinar si ella es o no una adaptación; es decir: si ella evolucionó o no por selección natural en virtud de las exigencias derivadas de ese desempeño funcional o en virtud de otras exigencias funcionales que también deberemos identificar. Las explicaciones seleccionales no justifican imputaciones funcionales, ellas las suponen y, a partir de otras consideraciones (cf. Brandon 1990 165), nos permiten atribuirle a un rasgo el estatuto de adaptación. Es esta atribución, y no la atribución funcional, la que tiene un carácter etiológico.

Es necesario, por eso, que busquemos una elucidación del concepto de función que sea independiente y anterior a la Teoría de la selección natural; y eso puede hacerse pensando en modo consecuencial y no en modo etiológico. Como ya dije, en lugar de intentar delimitar el concepto de función en virtud de la génesis del ítem funcional, debemos hacerlo en virtud del efecto o consecuencia que produce la operación u ocurrencia de ese ítem (cf. Garson 538); y es así como podremos llegar a un concepto biológico de función que supere las dificultades y malentendidos de la concepción que acabamos de examinar. Para hacer eso, sin embargo, tendremos que proceder mediante dos pasos: primero tendremos que delimitar un concepto general de función;y luego presentar el concepto biológico de función como una especificación particular de ese concepto más abarcador.

 

De Margarita Ponce a Claude Bernard

El concepto general de función al que estoy aludiendo es, en realidad, una formulación más amplia del concepto de función como papel causal propuesto por Cummins (1975); y, al asumirlo, estaremos aceptando que decir que la "función de x (en el proceso o sistema z) es y" sólo exige suponer que: [1] x produce o causa y; y que [2] y tiene un papel causal en la ocurrencia o en la operación (o funcionamiento) de z. Así, dado cualquier proceso causal, tal como el funcionamiento de una máquina, un fenómeno fisiológico, la explosión de un avión al despegar o el movimiento de las mareas, se puede afirmar que un elemento tiene una función dentro de ellos, si y sólo si la operación o presencia de ese elemento tiene un rol o un papel causal, alguna incidencia efectiva, en la ocurrencia o cumplimiento de los mismos.

Si el movimiento de los pedales se transmite del piñón grande al chico, y este mueve la rueda trasera, impulsando la bicicleta, diremos que la función de los pedales es impulsar la bicicleta. Si el movimiento cardiaco hace circular la sangre dentro del organismo, diremos que esa es su función en el sistema circulatorio. Y si una chapa que estaba por descuido en la pista de un aeropuerto fue succionada por la turbina de un avión que despegaba, haciéndolo explotar, entonces diremos que esa chapa tuvo una función en el accidente. Por fin, si determinamos que, en virtud de la atracción gravitacional que ella puede ejercer sobre las grandes masas de líquido, la Luna incide en el flujo y reflujo de las mareas, también diremos que tiene una función, un papel causal, en dichos procesos.

No se está diciendo, sin embargo, que la chapa estaba en la pista para producir ese accidente; y que ella había sido puesta ahí por un grupo terrorista de escasos recursos. Ni tampoco se dice, claro, que la Luna fue creada para producir las mareas: simplemente se dice que interviene en dicho proceso análogamente a como la chapa pudo haber tenido una papel en la explosión del avión; y es sólo por referencia a esos procesos en particular que les atribuimos una función a dichos objetos. Dado un proceso mayor, y si se quiere más complejo, un proceso o evento particular cobra una relevancia funcional dentro del mismo; sin que eso implique pensar que él estaba ahí en virtud de dicha participación. Desde esta perspectiva, la atribución funcional no supone ninguna hipótesis sobre el origen o construcción del sistema funcional; y hacerla tampoco implica negar que, dado otro proceso de referencia, el evento o ítem que fue objeto de la misma pueda ser objeto de otra, o de ninguna, atribución funcional.

Como es obvio, este modo de entender las atribuciones funcionales supone que estas pueden hacerse en relación con cualquier proceso causal, y no sólo en relación con procesos orgánicos o a artefactos construidos por agentes intencionales; y esto ha motivado la objeción de que este concepto de función es demasiado tolerante (cf. Kitcher 494; Amundson & Lauder 346; Walsh 353). Asumiéndola, en efecto, se puede hablar, como realmente muchas veces se hace, de la función de las nubes en el ciclo del agua o de la función del movimiento de las placas geológicas en el sistema tectónico. Pero esto, para los defensores de la noción de función como papel causal, no es una dificultad: ello muestra que este modo de entender dicha noción contempla todos los variados contextos en los que podemos realizar y, de hecho, realizamos imputaciones funcionales (cf. Davies 2001 85). Las imputaciones funcionales, las imputaciones de papeles causales, son ubicuas, porque el mundo es una red de procesos causales que pueden ser funcionalmente analizados.

A este respecto, la actitud aparentemente radical de Margarita Ponce me parece la más correcta y coherente. Según ella, en un análisis funcional la entidad funcional:

[E]s, simplemente, el fenómeno o el hecho que comprendemos en virtud de sus consecuencias en cada caso de explicación; y la función es el efecto de la cosa funcional que contribuye a la consecución del estado de cosas o del fenómeno por cuyas causas inquirimos en ese mismo proceso explicativo. (1987 106)

Yo, sin embargo, preferiría expresar esa idea diciendo que en un análisis funcional la entidad funcional no es otra cosa que el fenómeno o elemento cuya contribución o intervención en la ocurrencia de un proceso particular queremos entender o destacar; y la función es la contribución o intervención de dicha entidad en el mencionado proceso. Donde haya explicaciones causales, podríamos decir, habrá siempre análisis y atribuciones funcionales; porque esos análisis y esas imputaciones, como de algún modo también lo dice Margarita Ponce (cf. 103), no son más que el reverso de explicaciones y atribuciones causales.

Lo único que limita esas atribuciones funcionales, en todo caso, es el interés del investigador en analizar cierto proceso en particular, en lugar de otro. Si el ruido que produce un corazón al latir no nos parece una función de dicho movimiento, es porque estamos dando por supuesto que el proceso en cuestión es la circulación sanguínea. Pero si pensamos en el adormecimiento de un bebé cuando está en el regazo de su madre, ahí es posible que podamos pensar que ese ruido, si es acompasado y regular, tenga algo que ver, tenga una función, en dicho proceso. En realidad, y a diferencia de las relaciones causales que son binarias (x es causa de y), las relaciones funcionales son siempre ternarias (y es la función de x en el proceso z); y si no perdemos de vista eso, veremos que las imputaciones funcionales están siempre restringidas y ordenadas por ese carácter ternario inherente a la relación funcional. Eso es lo que nos impide pasar de la ubicuidad a una promiscuidad indiscriminada: tener una función es siempre tener una función dentro de un determinado proceso o sistema de referencia; y cuando el proceso de referencia es el ciclo vital de un organismo, llegamos al concepto de función biológica.

Así, si nos permitimos decir que la meta inherente, intrínseca y definitoria de todo organismo es establecer y preservar su autonomía organizacional frente a las contingencias y perturbaciones del entorno, y se acepta llamar autopoiesis a ese proceso, que también incluye la reproducción (Maturana & Varela 69), podríamos también afirmar que el concepto de función biológica siempre alude a la contribución o papel causal de una estructura o fenómeno en la realización de esa autopoiesis. Y, en este sentido, decir que la "función biológica de x es y" simplemente supondría aceptar que:

[1] x forma parte de un proceso o sistema autopoiético z
[2] x produce o causa y.
[3] y tiene un papel causal en z; o es una respuesta a una perturbación sufrida por z.

Pero si por alguna razón el término autopoiesis no resulta conveniente o del todo adecuado, es posible sustituirlo por el de auto-re-producción, propuesto por Gerard Schlosser (1998). Los organismos, en efecto, pueden ser caracterizados como sistemas auto-re-productivos complejos [complex self-re-producing systems] (Schlosser 1998 329 y 2007 122): sistemas que se auto-producen y se auto-preservan y, al hacerlo, también se reproducen; y, bajo esa perspectiva, cabe caracterizar como funcional a cualquier efecto de una estructura o proceso que, siendo parte del fenotipo en sentido extendido de dichos sistemas (Dawkins), contribuya a la auto-sustentación y reproducción de los mismos (Schlosser 2007 123). Así, y siguiendo ahora la terminología de Schlosser, se podría también afirmar que, al decir que la "función biológica de x es y", estamos suponiendo que:

[1] x forma parte de un sistema auto-re-productivo z.
[2] x produce o causa y.
[3] y tiene un papel causal en la auto-re-producción de z, o es una respuesta a una perturbación sufrida por dicho proceso.

Se puede apelar, de todos modos, a un lenguaje más clásico; y, en lugar de usar las expresiones autopoiesis y sistema auto-re-productivo, podemos recurrir al término ciclo vital y usarlo como E. Russell (1948 20) lo usaba en La finalidad de las actividades orgánicas. En ese caso, el esquema general de las imputaciones funcionales biológicas podría ser presentado de una forma que dejaría más claro el hecho de que dichas imputaciones no sólo aluden a fenómenos relacionados con la fisiología y el desarrollo de un ser vivo, sino que ellas también pueden aludir a esos procesos y estructuras, generalmente estudiados por la Auto-Ecología, que, como las coloraciones miméticas, aseguran o facilitan el ajuste de un organismo a su medio. En ese caso, decir que la "función biológica de x es y" supondría aceptar que:

[1] x forma parte del ciclo vital z
[2] x produce o facilita y.
[3] y tiene un papel causal en la realización de z, o es una respuesta a una perturbación o amenaza sufrida por z.

Pero insisto: esta y las dos anteriores son sólo versiones de una misma idea sobre las atribuciones funcionales que ocurren en las ciencias biológicas. Una idea, por otro lado, que puede ser caracterizada como clásica: ella ya está explícitamente formulada en los escritos de Claude Bernard (1878 370); aunque, como es de esperarse, en este caso, ella sólo parece aludir a las funciones en un sentido estrictamente fisiológico: desarrollo y Auto-Ecología están ahí fuera de toda consideración. Ya en el viejo diccionario de Abercrombie, Hickman y Johnson (108), ella aparece enunciada en toda su generalidad. El término función, según estos autores, designa por lo general "la función de una parte del organismo en el sentido en que esa parte coadyuva en el mantenimiento de la vida y en la capacidad de reproducción"; y se hubiese ganado mucho tiempo, y mucha tinta y papel, si las discusiones sobre el concepto de función hubiesen comenzado por ahí y no por la concepción etiológica de Wright.

 

Las limitaciones de la concepción consecuencial

Lo cierto, sin embargo, es que este modo de entender las atribuciones funcionales no parece satisfacer algunos requisitos que los defensores de las concepciones etiológicas han apuntado, insistentemente, como ineludibles para cualquier elucidación del concepto de función. La acusación de promiscuidad ha sido aquí contestada aludiendo al hecho de que toda atribución funcional es relativa a un determinado proceso y apuntando que las funciones biológicas son siempre relativas a esos procesos que llamamos ciclos vitales; pero eso no alcanza para responder la acusación de que las concepciones consecuenciales permiten atribuciones funcionales que no satisfacen estos otros tres requisitos que algunos insisten en considerar como inherentes a ese tipo de enunciados (cf. Lewens 2004 88-9 y 2007 530-1):

-Las atribuciones funcionales deben tener valor explicativo: ellas deben servir para explicar por qué el ítem funcional está ahí, y, hasta cierto punto, por qué él es como es.

-Las atribuciones funcionales deben ser distintas de la atribución de un efecto accidental.

-Las atribuciones funcionales deben revestir un cierto carácter normativo.

Lo primero, claro, no podría ser nunca satisfecho por una concepción general de las atribuciones funcionales. Para estas, la relación funcional es, sí, el reverso de una relación causal en cuanto considerada como parte de un proceso; y, en ese sentido, atribuirle a algo una función implica aceptar que, en cierto modo, la operación de ese algo explica, por lo menos en parte, tanto la ocurrencia del efecto funcional como la ocurrencia del proceso total que le da sentido a esa atribución funcional (Buller 1999 14). Pero, diferentemente de lo que supuestamente ocurriría con la concepción etiológica de función (Id. 13), la operación explicativa implícita en ese concepto general nada implica o presupone sobre la proveniencia y el proceso de configuración del ítem funcional (cf. Gayon 485); y esto también ocurre en el caso de las atribuciones de funciones biológicas basadas en la referencia a un ciclo vital.

Contrariando lo que Walsh (356) dice a este respecto, creo que de la mera individualización de la función que el corazón cumple en la economía orgánica no se infiere nada sobre cómo llegaron a existir seres dotados de corazón; como tampoco se infiere la historia de una máquina del simple análisis de sus mecanismos de retroalimentación. Dichos análisis, es cierto, pueden darnos indicios esenciales para reconstruir la historia de los diseños de máquinas y organismos; pero, estas explicaciones no se siguen inmediatamente de esos análisis funcionales. Por eso, si hemos de atribuirles un cierto carácter legítimamente teleológico a los análisis funcionales de la Fisiología o la Auto-Ecología, eso no dependerá, contrariando una vez más a Walsh (Ibid.), del hecho de que dichos análisis funcionales entrañen alguna información sobre la historia del ítem funcional en cuestión y sobre la historia del sistema analizado.

En todo caso, si esos análisis son teleológicos, lo son por el simple hecho de poner en evidencia la contribución del putativo ítem funcional en la consecución o preservación de lo que consideramos la meta o estado privilegiado del sistema analizado (cf. Goldstein 340; Merleau-Ponty 215; Polanyi 1962 360 y 1966 40). Pero ahí se trata de la clásica teleología intraorgánica que Claude Bernard (1878 340), siguiendo a Kant (KU ∫66)1, ya reconocía como un elemento constitutivo de la perspectiva fisiológica (Caponi 70); y que también cabe considerar como un elemento fundamental de los análisis autoecológicos centrados en roles biológicos (Id. 75). Una teleología que es independiente de cualquier consideración etiológica retrospectiva: ella sólo alude a la contribución causal que un ítem o proceso funcional hace en la preservación o consecución de la meta intrínseca de un sistema.

En este sentido, la concepción biológica de función que aquí se ha presentado parece debilitar, en efecto, el poder explicativo de las imputaciones funcionales. Cosa que, claro, no ocurre con la concepción etiológica: para esta, como vimos, atribuir una función a una estructura ya implica formular una hipótesis sobre la historia de esa estructura y de su razón de ser (cf. Gayon 485). Y es por esa misma razón que la concepción aquí defendida tampoco permite distinguir entre la función propia de un verdadero ítem funcional y el efecto accidental, aun benéfico, que ese ítem, u otro cualquiera, pueda traer para el sistema en análisis. Esto es obvio, por lo pronto, en el caso de la noción concepción general de función que suponemos cuando, para explicar un accidente aeronáutico, le atribuimos un papel causal,o función, a la succión que la turbina del avión hace de una chapa dejada por descuido en la pista de despegue. Esa noción, por sí sola, no implica, ni supone, ninguna distinción entre funciones propias, buscadas o seleccionadas, y efectos accidentales de un supuesto ítem funcional. Pero la situación no es del todo diferente en el caso de una imputación funcional basada en la idea de función biológica derivada de ese concepto general de función.

Cuando pensamos en un ciclo vital, se podrá afirmar, o se podrá negar, que un fenómeno cualquiera tenga una función dentro de él; pero si se constata esa función, dicha constatación no nos permitirá decir si esa función es o no es un efecto sólo accidentalmente benéfico. Si la excreción de ciertas sustancias presentes en la dieta de un animal lo mantiene desintoxicado, de allí no podremos inferir nada respecto de si ese efecto benéfico fue lo que selección natural premió en la conformación anátomo-fisiológica que permitía dicha operación, o si lo premiado fue el posible efecto que la excreción de esas sustancias producía en los predadores de dicho animal.2 Una vez más, la concepción de función aquí defendida parece debilitar el valor cognitivo de las imputaciones funcionales; y esto, dirían los defensores de la concepción etiológica, también se vería en el hecho de que el punto de vista consecuencial aquí defendido tampoco nos permitiría discriminar entre el mal o buen desempeño de un ítem funcional.

Atribuir una función a una estructura, nos dicen los defensores de la concepción etiológica, supone poder formular juicios sobre buen y mal funcionamiento de dicha estructura; y esa discriminación, en el caso de muchas atribuciones causales contempladas como válidas en la concepción general de función, no es posible. Si una chapa dejada accidentalmente en la pista de despegue no fuese succionada por la turbina de un avión al despegar, por el hecho de ser demasiado pesada, no parece tener sentido decir que, en este caso, la chapa no funcionó bien o no cumplió su función (cf. Walsh 354; Krohs & Kroes 9; McLaughlin 95). En cambio, si el sistema de frenos de un avión falla en un aterrizaje, y esto produce un accidente, cabrá decir que el mismo no funcionó o que no funcionó correctamente; y esto, nos dicen los defensores de la concepción etiológica, es así porque estamos suponiendo que el sistema de frenos fue diseñado y estaba allí para cumplir con esa función que, de hecho, no cumplió (cf. Lawler 334). Es decir, la concepción etiológica, a diferencia de la concepción general [o irrestricta] de función, nos permite hablar de funciones legítimamente adscritas, pero no cumplidas.

Sin embargo, esta debilidad de la concepción general de función parece menos evidente en el caso de la concepción de función biológica que de ella derivamos. Esta, desde el vamos, de un modo casi inmediato, nos permite distinguir entre ítems funcionales que contribuyen en la realización del ciclo vital de un organismo, e ítems disfuncionales que positivamente conspiran contra esa realización: podemos decir que un tumor es disfuncional sin saber nada de su etiología. Pero, además de eso, una vez que se ha determinado la contribución, tal vez accidental, que una estructura presta en la realización del ciclo vital de un organismo individual -sea en su metabolismo, en su desarrollo o en sus interacciones con el ambiente-, aun cuando sea en una situación muy particular y aun cuando se trate de una estructura totalmente nueva o única, si ocurre que dicha estructura deja de dar esa contribución, o lo hace de un modo menos eficiente, diremos que esa estructura perdió la función biológica que antes tenía o que está dejando de cumplirla con la misma eficiencia (cf. Walsh 356). Inevitablemente, nuestras evaluaciones tendrán que fundarse en análisis comparativos; pero esas comparaciones no serán arbitrarías sino relativas a la contribución que esos ítems funcionales hacen en el cumplimiento del ciclo vital del organismo en cuestión.

 

Conclusión

Pero esto también se cumpliría en el caso de estructuras que cumplen funciones semejantes en organismos con ciclos de vida también semejantes, sean ellos de una misma especie o de especie diferentes: dada esa función que se supone semejante o idéntica, se podrán establecer comparaciones entre el desempeño funcional de ambas estructuras; y esto es esencial en la construcción de explicaciones seleccionales porque estas, justamente, suponen esas diferencias y esas comparaciones de desempeño funcional entre las variantes de una estructura en organismos de una misma población cuya historia de vida es, consecuentemente, básicamente la misma. Y aquí vemos, una vez más, que, lejos de dar sustento a los análisis funcionales, las explicaciones seleccionales suponen su preexistencia (cf. Davies 2001 55). Cosa que es lo mismo que repetir lo que también dijimos cuando criticamos la concepción etiológica de función: la noción de adaptación supone la noción de función; y esta es independiente de aquella.

Así, vistas a la luz de estas últimas consideraciones, las supuestas ventajas de la perspectiva etiológica se esfuman como una ilusión. Porque si bien es innegable que al pensar los análisis funcionales con base en la idea de metas orgánicas nos resignamos a perder la supuesta capacidad explicativa de las concepciones etiológicas y aceptamos que esos análisis, por si solos, no permiten discriminar entre estructuras accidentalmente benéficas y adaptaciones, o entre funciones accidentales y funciones propias, lo cierto es que para poder hacer estas últimas cosas tampoco podemos prescindir de dichos análisis. Sin análisis funcional, lo repito, no hay explicación seleccional; y en realidad es esta última la que permite explicar la historia de algunas estructuras funcionales y discriminar entre genuinas adaptaciones y meras exaptaciones. Los defensores de la concepción etiológica superponen y confunden esas explicaciones seleccionales, que necesariamente se basan en análisis funcionales consecuenciales fundados en la idea de función biológica, con supuestos análisis funcionales etiológicos; y es por eso que les atribuyen a estos las capacidades de explicar las historia de esas estructuras funcionales y la de permitirnos discriminar entre adaptaciones y exaptaciones.

Pero si evitamos esa confusión y reconocemos que explicaciones seleccionales y análisis funcionales son operaciones cognitivas diferentes y que apuntan a objetivos cognitivos también diferentes, podremos aceptar esas supuestas limitaciones de la concepción biológica de función; porque sabremos que a los análisis funcionales no les compete, ni darnos a conocer la historia de los sistemas analizados, ni permitirnos discriminar entre adaptaciones y meras exaptaciones. Esto es asunto de esas explicaciones seleccionales que explican la conformación de las estructuras orgánicas, apoyándose, aunque no exclusivamente, en el conocimiento de su funcionamiento. He ahí una perfecta complementación entre dos operaciones cognitivas diferentes: las explicaciones seleccionales permitiendo un conocimiento inaccesible desde una perspectiva puramente funcional; pero que tampoco sería posible sin esta última. La explicación seleccional se construye sobre el análisis funcional y permite establecer etiologías y discriminaciones que a dicho análisis no le compete establecer.

Los defensores de la perspectiva etiológica tienen razón en suponer que en Biología hay algo más que meros análisis funcionales sobre la contribución que una estructura orgánica puede cumplir en la realización de un ciclo vital; y ellos también tienen razón en suponer que cabe explicar la historia de esas estructuras distinguiendo entre adaptaciones y exaptaciones. Se equivocan, sin embargo, al no ver que eso es asunto de esa otra operación cognitiva llamada explicación seleccional. Pero creo que también se equivocan esos defensores de las concepciones consecuenciales de función que, como Cummins (2002 162), no quieren reconocer la legitimidad y la viabilidad de este último tipo de indagación, que, por su naturaleza y por sus objetivos, es irreductible al mero análisis funcional. Sin incurrir en el pluralismo sobre las nociones de función propuesto por autores como Godfrey-Smith ([1993]1998), Amundson y Lauder ([1994] 1998), Beth Preston (1998), la propia Millikan (1999), Robert Brandon (1999) y Mark Perlman (2009), debemos reconocer que adaptación y función son nociones diferentes y que obedecen a operaciones cognitivas también diferentes. Y si la primera es propia de la Biología Evolucionaria, la otra es clave en la Biología Funcional y en la Auto-Ecología.


1 Sobre este aspecto del pensamiento de Kant se puede consultar el trabajo de Alejandro Rosas, "Kant y la ciencia natural de los organismos".

2 Esto no implica negar, claro, que esas imputaciones funcionales resulten importantes para la identificación de esas presiones selectivas.

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