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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.143 Bogotá May/Aug. 2010

 

EL PAPEL DE LA RAZÓN EN LA MORALIDAD:
EL CASO DE LA ÉTICA ABELARDIANA*

The Role of Reason in Morality:
The Case of Abelard’s Ethics

 

JIMMY WASHBURN
Universidad de Costa Rica
jimmy.washburn@ucr.ac.cr


Artículo recibido: 15 de septiembre de 2009; aceptado:9 de octubre de 2009


RESUMEN

Pedro Abelardo desarrolla un pensamiento ético, poco cercano a la filosofía moral posterior, que se estructura con base en varios conceptos, entre ellos la razón y la subjetividad moral. El primero, como poder discursivo sobre la vida moral y como razonamiento moral. Al respecto de la subjetividad moral, enfatiza la psicología del acto moral y desarrolla su comprensión que no parte del pecado, sino de su constitución. El estudio le sigue el rastro a ambos conceptos en las dos obras morales mayores que el autor escribió, la Ética y el Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano. Asimismo, el artículo estudia la moralidad según P. Abelardo en relación con la metafísica por él defendida.

Palabras clave: P. Abelardo, ética, moral, pecado, razón.


ABSTRACT

Peter Abelard develops an ethical thought, which is quite different from later moral philosophy, structured over some concepts such as reason and moral subjectivity. The first, is understood as discursive power over moral life and as moral reasoning. About moral subjectivity, emphasizes the moral act's psychology, and develop his understanding not on the basis of sin, but its constitution. The paper traces the development of these two concepts in Abelard's two major ethical works: Ethics and Dialogue between a Philosopher, a Jew and a Christian. And also studies the relation between Abelard's morality and the metaphysics held by him.

Key words: P. Abelard, ethics, moral, sin, reason.


Introducción

La filosofía moral es de reciente data, sin embargo, los esfuerzos sumados a su definición epistemológica se remontan a siglos atrás. La obra de P. Abelardo es una contribución a dicho esfuerzo. Su obra y su labor académica fueron al mismo tiempo propositivas y polémicas dentro del mundo escolástico. Firme en sus convicciones, fue tanto monje benedictino como esposo y padre, suficientemente temerario e inteligente para enfrentarse a cualquier autoridad, aun cuando su suerte corriera serios riesgos de herejía. Amó a su Iglesia, y probablemente por ello soportó persecuciones, acusaciones, y fue llamado a la obediencia. Teológicamente, quería otros desarrollos no ensayados aún. Su obra moral es ilustrativa al respecto. El presente estudio realiza un movimiento retrospectivo al siglo XII, con el propósito de denotar elementos propuestos por el autor, en aras de la constitución del saber moral. Perímetros más definidos y otras premisas cognitivas son algunos de los aportes suyos al pensamiento ético.

El estudio se ocupa de la constitución del saber moral a través de dos rastros que el autor delinea en sus obras: la subjetividad moral y el papel de la razón en la moralidad. Rastros más que desarrollos, ya que son otros los temas que acucian la obra abelardiana, por lo que el presente estudio es un seguimiento de estos dos temas a través de una lectura entrelíneas (destacar, cotejar, enlazar) de las obras morales del autor.

Varios límites acotan este estudio. Los primeros son textuales, pues el pensamiento moral del autor se concentra fundamentalmente en dos de sus obras de madurez, la Ethica seu Scito te ipsum, y las Collationes1, mejor conocidas como el Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano. Quedan por fuera las obras teológicas y los comentarios bíblicos. La delimitación aquí seguida no obvia que el mismo Pedro Abelardo lejos se vió de concebir su obra con base en una distinción entre teología y filosofía como si fueran materias claramente diferenciadas2. Ni era así entendido uno y otro saber en su época, ni fue un cometido del autor pensar más allá del ámbito teológico. Así que nos ahorramos cualquier esfuerzo para hablar de obras teológicas y obras filosóficas de Pedro Abelardo, ya que ello hubiera resultado extraño a sus esquemas especulativos. La escogencia de estas obras bien podría obedecer a razones bastante obvias. Sin embargo, cabe mencionar alguna razón no tan obvia. En particular, el autor introduce con estas obras un acotamiento del pensamiento moral desconocido hasta ese momento: no hace referencia a la vida piadosa (o es marginal), no son obras penitenciales, su articulación no se apoya en la autoridad escrituraria (o bien esta aparece sirviendo a otras intenciones), la moralidad es sometida al examen racional.

Otros límites seguidos en este estudio son de orden conceptual, debido a que interesa ensayar el desarrollo de dos categorías medulares de la ética abelardiana: la subjetividad moral y la razón. Ambas categorías se muestran a través de sus propósitos y análisis, y están presentes a lo largo de sus argumentos sin una explicitación de las mismas. Cada una de estas categorías integra un apartado del presente estudio. En virtud de lo que expuso, sólo queda seguir unas cuantas pistas argumentativas para dar con unos perfiles semánticos de ambas categorías.

El estudio se apoya en el examen de las obras antes mencionadas y la revisión del recurso bibliográfico existente. Existen estudios basados en el análisis de argumentos, pero el nuestro se centra en un seguimiento de contenidos según el uso que P. Abelardo da a los conceptos con los cuales estructura su pensamiento moral. Es decir, en sus obras hay una idea de razón como modo de examinar la moralidad y como estructuración de un saber, y también establece un perfil de sujeto correspondiente a la agencia moral.

A través de la subjetividad, las circunstancias (someterse a la autoridad eclesial en la confesión, vivir para un señor feudal, las relaciones entre hombres y mujeres, pertenecer a comunidades religiosas) cobran un relieve diferente, ya no para prevenir tentaciones o para explicar conductas pecaminosas, sino para mostrar el poder del agente moral capaz de determinar la rectitud moral. Las experiencias morales cotidianas de cada quien cobran relieve ante la interpretación del texto sagrado y las vidas ejemplares. De estas experiencias morales3 toma elementos suficientes para sus análisis, y para establecer un contraste entre la moralidad subjetiva y la moralidad objetiva.

Se trata de dos obras morales articuladas con base en propósitos y contenidos diferenciados. Hilos conductores las enlazan: el agente moral como pivote de la moralidad y el examen racional como herramienta cognitiva. Estos hilos no obvian las diferencias entre una y otra obra: las Collationes, cercanas a una sociología de las costumbres, y la Ethica, centrada en la pregunta por el pecado. El desarrollo de este breve estudio expondrá algunos aspectos de estas relaciones entre ambas obras.

 

1. Elementos contextuales de las obras examinadas

Antes de entrar a las obras escogidas, conviene exponer algunos elementos de la vida y pensamiento del autor que las acompañaron o antecedieron. Hacia el año 1132, P. Abelardo retoma en París las lecciones4 y las continúa hasta 1141. Durante estos años, Guillermo de Saint Thierry, monje cisterciense, lo denunció por considerar algunas de sus tesis teológicas como heréticas. Esas tesis fueron tomadas de su obra Theologia Christiana, reelaborada luego en una obra más concisa, la Theologia Scholarium (c. 1135). La denuncia llegó hasta el Obispo de Chartres y Bernardo de Claraval. La persecución culmina con la condena de herejía, durante la realización del Concilio de Sens, cuando rechazó las medidas impuestas. Escribió una confesión de fe en la que expresó su sentir y doctrina, luego de haberse reconciliado con Bernardo de Claraval. Corría el año 1140, y Pedro el Venerable era su mentor y consejero. Pedro Abelardo falleció en 1142, como monje de la Abadía de Cluny, retirado de toda actividad académica, sin haber abdicado de sus posiciones por no considerarlas contrarias a las enseñanzas del magisterio eclesiástico. "No obstante, no encuentro culpa alguna -bien lo sabe Dios- en todas esas graves acusaciones que se me hacen, ni, de haber alguna, la defenderé contumazmente" (Abelardo 1990 116)5.

La obra Ethica seu Scito te ipsum, en español conocida como Ética, y el Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano son de las últimas obras escritas por Pedro Abelardo. Junto con el Comentario a la epístola a los Romanos, componen sus obras de madurez, ya desentendido de las disputas lógicas que sostuviera en su primer magisterio parisino, que va del 1100 al 1120, como también de algunos propósitos teológicos (la doctrina sobre la Trinidad). Mas no son obras libres de conflictos, la primera en medio del apasionado intercambio epistolar con su esposa Eloísa, y la segunda acompañada de las acusaciones venidas de Bernardo de Claraval y el Concilio de Sens. Sin embargo, aun cuando su dedicación a la dialéctica merma en mucho -durante la década de 1130 retomó su enseñanza-, textos como las Collationes muestran la fuerza argumentativa desarrollada por él, y aplicada a materias como la ética. Súmese el cuidado para exponer ciertas materias, advirtiendo que no es cualquier argumento el que puede darse, y el legado a la teología de una preocupación, por el esfuerzo que exige la especulación. Fueron escritas en latín, muy posiblemente más cuidado que el de siglos anteriores, en virtud de un conocimiento mayor en ese siglo de la literatura romana (Virgilio, Ovidio, Horacio), así como de la literatura patrística, en la cual resaltan las plumas de Agustín de Hipona y de Jerónimo.6

Las obras no nacen como fruto de una polémica doctrinal, sino que recogen, en la edad madura de P. Abelardo, materias por él tratadas en sus lecciones sobre doctrina cristiana. A estas obras se suma el Comentario a la epístola a los Romanos, del año 1134. Un poema dirigido a su hijo Astrolabio, Carmen ad Astrolabium, escrito en su estancia en la Abadía de Cluny una vez terminado el Concilio de Sens7, cierra la producción ética de P. Abelardo. Sin embargo, subyacen a la especulación abelardiana dos intereses: uno es que la verdad no garantiza que las palabras autorizadas (Sagrada Escritura, Padres de la Iglesia) sean la única vía de acceso o un único patrón de pensamiento. Por lo tanto, la teología habría de admitir desarrollos alternativos. El segundo interés es un afán de construcción del conocimiento, es decir, hay más posibilidades que las ofrecidas por la sola tarea de interpretar y comentar auctoritates. "Respondió el filósofo: 'Ha sido por iniciativa mía por lo que este asunto tomó su curso, pues es tarea propia de los filósofos la de buscar la verdad mediante el razonamiento y seguir en todas las cuestiones, no la opinión de los hombres, sino la guía de la razón" (Abelardo 1988 83).8

Ambas obras abonan un estudio racional y argumentativo de la agencia moral: ¿cómo acontece y cuáles son los criterios de validez de un juicio de valor de acuerdo con la composición del acto moral? En el ambiente escolar en el cual P. Abelardo diera a conocer sus ideas, dos preguntas éticas dominaban: ¿por qué el ser humano puede actuar bien o mal?, ¿cuáles criterios se requieren para distinguir una conducta meritoria de una culpable? Estas interrogantes llevaron a la pesquisa teológica para la identificación del pecado y la culpabilización de la naturaleza humana, y amalgamaron un examen psicológico para establecer criterios morales con los cuales identificar y diferenciar el bien y el mal, el mérito y el pecado. Este último, conocido por Revelación, sufre un giro, ya que el tratamiento dado por P. Abelardo deja parcialmente de lado la doctrina de la gracia y la redención, sin perder de vista propósitos salvíficos que el autor tuvo presentes. "Y no lo haré discutiendo como un sofista, sino examinando los argumentos como un filósofo y, lo que es más importante, buscando la salvación de mi alma" (Abelardo 1988 92).9

Un hito de la vida académica de P. Abelardo es la disputa entre dialécticos y antidialécticos, desembocadura de la controversia sobre los universales, y de la cual participó de lleno. Dicha controversia arrastró consigo la polémica entre fe y razón, tópico muy sensible por las concesiones hechas a los aportes de la razón en materia teológica (más injerencia de la dialéctica).10 Así, el dato revelado exige, para su justa comprensión, la intervención de la razón. O si entendemos bien el proyecto abelardiano, la interpretación de la Revelación se completa sólo cuando se abre al examen racional, ya que unas verdades se desprenden del dato revelado, cuentan con la garantía de su procedencia divina, pero únicamente son cognoscibles gracias al trabajo especulativo, y no a la sola fe. De ahí que la obra abelardiana deje, en algunos momentos, la sensación de una paridad argumentativa entre la razón y la Sagrada Escritura. ¿Le permite esta estrategia a Abelardo considerar la moralidad desde otro ángulo, desde una subjetividad que, además de penitente, es concebida como potestad moral, y no sólo fundada en los designios de la voluntad divina?11

Ambas obras se circunscriben a esta breve caracterización del pensamiento abelardiano. Aun desempeñando el papel del personaje del filósofo en las Collationes, quien afirma seguir a la sola razón, difícilmente podría pensarse que P. Abelardo fuera más allá de la teología. Fue un hombre de fe, y esta no desapareció de su argumentación, aun cuando estableciera deslindes necesarios. Él agregó una definición metodológica: hay materias que admiten un tratamiento racional sin perder su correlato de fe; antes bien, este se ve enriquecido, ya que la razón se muestra como una puerta de acceso a verdades que permanecen fuera del alcance de la fe.

 

2. La subjetividad moral

El pensamiento moral de P. Abelardo resulta de la conjunción de dos tesis, una ontológica y otra psicológica. La primera propone que todo lo que existe es individual o particular, y, por ende, el universo está poblado únicamente con entes individuales (cf. King 2004). La segunda, en cambio, consiste en afirmar que la moralidad se sustenta en un proceso interior a los sujetos por el cual alcanzan sus propias determinaciones. Es un proceso complementario y preliminar al acatamiento de las leyes o normas morales. Del cruzamiento de ambas tesis se erige una universalidad moral cuyo punto de partida es la existencia concreta, particular: cada agente es racional, su capacidad de pecar, es decir, su actuar moral, admite una explicación según un proceso psicológico gracias al cual se compone el mérito (o la culpa) de la acción moral. El pecado que ha herido a la naturaleza humana entera sólo se le conoce a través de las intenciones individuales, tejidas al interior de cada quien.

Su metafísica se forja al calor de la discusión acerca de los universales, a la luz del examen de la validez lógica de los realismos (extremo, colectivo) que sus maestros Roscelino de Compiègne y Guillermo de Champeaux defendían. La crítica que les dirigió no dejó nada en pie: no hay más realidad adjunta a los conceptos que su propia naturaleza lógica y semántica: "[...] no hay cosa alguna que sea universal, lo 'predicable de muchos' es siempre un término" (sic) (Castello 57).

Los universales se redujeron a sus propiedades lógicas, como indicadoras de realidades -función ostensiva del lenguaje-, pero sin trascender el plano semántico, sin acudir a realidades complementarias diferentes a los acontecimientos, entes o experiencias. La imagen confusa o indeterminada pero común en virtud de la cual se indican las semejanzas entre los individuos, en eso consiste el universal para P. Abelardo. Una imagen conocida a través de las palabras (voces)y que habla de seres particulares.

Al interior del pensamiento abelardiano, la individualidad es un dato primitivo que no fue sometido a explicación, tan sólo a su análisis.12 Cada ente singular contiene la razón de su individualidad, y el conocimiento de lo particular no consiste en otra cosa que en denotar su composición ontológica, cómo está hecho; tarea concerniente a la física. Al considerar al ser humano a través de dicho esquema se llega a la comprensión de la acción moral. De acuerdo con las obras acá tratadas, el sujeto aparece como un dato inmediato, un cierto horizonte en el cual la moralidad se despliega, cercano al conocimiento por un acto reflejo, y del cual el primer dato no es su condición herida por el pecado, sino una dimensión interior13 en la cual se encuentra la moralidad asentada, suscribiendo el pecado a la idea de un fenómeno moral y de competencia inmediata del agente moral.

Abelardo tenía presente que la discusión sobre los universales versaba sobre la comprensión de lo particular (¿cómo dirigirse a los entes singulares, cómo llamarlos, cómo entenderlos?), es decir, cuando se dice conocer algo, ¿qué es lo que se conoce realmente, si de lo particular no es posible tener ciencia alguna? Al menos ciencia humana. La opción que da a cambio es comprender lo singular sin seguir esos realismos, inclinándose por una ontología fundada en la existencia individual y no en dudosas realidades universales (algunos llaman irrealismo al pensamiento abelardiano, para distinguirlo de los realismos que combatió). La singularidad es un dato fontal del conocimiento, y el lenguaje, antes de referirse a otras realidades, da noticia de dicha singularidad. Por consiguiente, hablar del mundo es hablar de seres individuales, y cuando se trata del agente moral, el lenguaje da cuentas de su individualidad.

Desde la Antigüedad el estudio de la moralidad remitió al sujeto; se dieron desarrollos diferentes, particularmente por el contrapeso del orden (cósmico, divino) que se traducía en un orden humano (individual, social). El cristianismo, por supuesto, no estuvo ajeno a esto en ningún momento, y desde muy temprano encontramos aportes relativos a la vida interior asociados con la pureza y el sometimiento de la vida pecadora a la voluntad de Dios para su transformación. En el fuero interno se localiza un poder moral (la voluntad), que se convirtió tanto en materia de especulación teológica (Agustín de Hipona) como en derrotero de la dirección espiritual (aquello por lo cual se lograba un autosometimiento logrado por una vigilancia permanente de los movimientos del alma, para que el creyente fuera inhabitado por la voluntad divina, según las doctrinas de los Padres del Desierto). Así, la interioridad se convierte en ese sitio en el cual Dios se encuentra, donde se dialoga con Él, donde se le conoce; pero también es aquello que hay que domeñar, darle una determinada forma, sitio de batallas con las fuerzas del mal, sometimiento y negación.14 De hecho, el mal en el mundo, que cuenta con dos explicaciones fundamentales, tiene rasgos humanos (cf. Triana 2002).

La subjetividad es desde antaño una materia de especulación y escrutinio. La vida interior pasó a ser el sitio en el cual se conoce a Dios; allí se realiza la imagen y semejanza con el Creador; a través de un esfuerzo sostenido alcanza perfección moral, cuyo canon es la vida de Cristo. Por lo que la pastoral y la espiritualidad cristiana se ocuparon de la subjetividad -entiéndase, interioridad-, y mereció un lugar destacado en la reflexión teológica (Orígenes, Gregorio Magno, Agustín de Hipona, Boecio). La tradición cristiana ha conocido el examen de conciencia a través del cual cada quien se muestra a sí mismo y se convierte en su juez, de acuerdo con los ideales evangélicos; así, la experiencia cristiana (el modelo de una vida nueva que encarna la historia de la salvación) gana en individualización. La diferencia introducida por Abelardo estriba en un tratamiento diferente de la subjetividad, ya que la regencia de la conducta humana no consiste en el simple acatamiento u obediencia a criterios morales externos (la vida humana siempre está acompañada de Dios, sea por la ley o por su juicio), ni la conciencia es solamente el escrutinio por el cual se mide la imitación de modelos de vida. La subjetividad se convierte en materia de exploración y discurso racional, es decir, en lo que ella dice de sí misma, según la comprensión de la naturaleza humana, con el mismo vocabulario moral usado hasta entonces. Podría aventurarse que hay un alejamiento de una moralidad según el misterio (fe) y la penitencia, hacia una moralidad según la razón y la autorregulación consciente. El resultado es la afirmación de un perímetro más definido de la moralidad "que más en armonía estuviese con la razón" (Abelardo 1988 84).

El patrón de filosofía seguido por el autor proviene de la filosofía helenística (estoicismo, platonismo), la cual comprendió la filosofía como la conjunción jerárquica de lógica, física y ética.

De hecho los estudios de las otras artes quedan muy por debajo del bien supremo, ni se elevan a la excelencia de la felicidad, ni aportan beneficio alguno, sino en cuanto sirven a esta filosofía suprema como siervas que se ocupan de lo relativo a la señora. (Abelardo 1988 137)

En pocas palabras, la comprensión del mundo -físico- entraña la comprensión del ser humano: este es un ente más que puebla el mundo, perteneciente al orden creado, por el cual se mueve como un agente moral, como sujeto de virtudes y pecados, a diferencia de las demás creaturas. Si en el universo únicamente se encuentran individuos, y entre ellos los seres humanos, entonces la comprensión de la moralidad humana comienza por la singularidad, y la referencia obligatoria son las experiencias morales de las cuales cada quien es sujeto. Así, el conocimiento moral lo comienza, no con el dato revelado -la condición caída del ser humano-, sino con la experiencia particular del pecado -experiencia común a todos los sujetos-, la cual, más que indicar su condición caída, muestra la agencia moral. El proceder hermenéutico seguido por Abelardo para hablar del conocimiento moral pasa a través de la singularidad de las experiencias, dándole un giro a la comprensión de la naturaleza humana, ya no desde el dato revelado -al comienzo Adán y Eva pecaron, y por ellos entró el pecado en el mundo-, sino desde el sujeto que comete el pecado, porque antes que hablar de una naturaleza humana herida, indica una facultad de acción que explica tanto el pecado como la virtud. El mérito o la culpa son un asunto enteramente humano (los expulsados del Jardín del Edén fueron Adán y Eva, porque pecaron, porque eran culpables; la serpiente no fue castigada), por lo que el pecado tiene su explicación en la subjetividad misma.

Las dos obras desarrollan varios contenidos relativos a la subjetividad. En las Collationes, el sujeto aparece dentro de una condición circunscrita, es decir, perteneciente a una comunidad religiosa y a una determinada cultura, y si bien hay acciones individuales de las que cada quien rinde cuentas, la explicación última de cada acción está en la pertenencia a una práctica social, a una tradición que garantiza un orden moral. La escena que presenta Abelardo es la de tres hombres reunidos a discutir cómo es posible que se den formas de vida y fes diferentes, si todos adoran a un Dios único, y cómo se resuelven esas diferencias (Abelardo 1988 83). Cada uno proviene de entornos culturales específicos, uno judío, otro cristiano y otro embebido en la cultura grecolatina (con alguna influencia de la filosofía islámica), y cada uno se rige por una ley moral que viene de fuera (dada por Dios o por la naturaleza humana). Cada uno cuenta con una moralidad, que consiste en el sometimiento a la ley. Esta es objeto de conocimiento por Revelación y por la sola razón, como lo atestigua el filósofo. Así, la moralidad se funda en cogniciones y la agencia moral es susceptible de razones justificadoras. El pecado contrasta precisamente con el conocimiento de la ley, ya que es una toma de posición frente a esta: seguirla o despreciarla.  

La Ethica esboza un agente moral colocado frente a sí mismo, capaz de una mirada a sí mismo y de elaborar un discurso acerca de sí mismo. Esta es una estrategia conocida desde la filosofía helenística y patrística a través de los Padres del Desierto, de Boecio, de Agustín de Hipona, y posteriormente de Anselmo de Canterbury. La diferencia puesta por Abelardo estriba en un giro analítico dado a ese recurso tan usado, de manera que no es ya un diálogo con Dios, ni este es un interlocutor más. Es solamente un diálogo consigo mismo. Siguiendo el camino abierto por Agustín de Hipona, Abelardo fija su atención en el sujeto que conversa consigo mismo, pero sin dejar de ser el sitio en el cual Dios habla y habita. El sujeto piadoso queda relegado por el sujeto convertido en objeto de conocimiento, y la interioridad se somete a examen sin propósitos penitenciales. La agencia moral es el otro polo de la moralidad, el polo objetivo, dado por las leyes humana y divina, las cuales dotan de contenidos materiales a la moralidad singular. De esa manera, el sujeto se mira a sí mismo a través de la ley que ha recibido (horizonte de comprensión moral).15

El sujeto es limítrofe, fija un ámbito interior y otro exterior; este último conformado por Dios, la sociedad y la Iglesia.16 "Grande es, pues, la misericordia de Dios que nos remite a nuestro propio juicio, para no tener que castigarnos Él con mayor rigor" (Abelardo 1990 99). En ambos textos, eso diferente venido de afuera y que no es puesto por el sujeto particular forma parte de este, es un contenido de la subjetividad. En palabras más actuales, el afuera es el lado objetivo17 de la moralidad, puesto por las prácticas sociales, por la vida pública e institucional. Con ello, Abelardo se mantiene a suficiente distancia de sostener que los contenidos de la moralidad estén al alcance de cada sujeto al punto de volver relativas las convenciones de la sociedad. La argumentación abelardiana muestra unos intercambios entre el afuera y la interioridad, y esta última se alimenta materialmente de los contenidos de la ley humana y divina.

La naturaleza humana es una realidad para someter a través de la ley, y la reparación del pecado original se lleva a cabo a través de la ley, por lo que el ejercicio de autolegislación supone unos contenidos previos para saber qué hacer, para saber qué determinar. El punto de vista seguido es una ley cuyo mérito no está localizado en la exterioridad de la obra, sino en la interioridad del agente. Por ende, la ley natural seguida por el filósofo de las Collationes es afín a la ley cristiana y no a la ley judía. En ambas obras, los seres humanos aparecen como los sujetos primeros de sus acciones, y la explicación del pecado no acontece por una falta primigenia, sino en virtud de un engranaje de elementos conjuntados en el alma, de manera que la individualidad toma de sí misma las razones para regirse, se transforma en motor sui.

Abelardo establece una mutua determinación entre el análisis del acto moral y la premisa ontológica arriba mencionada. El énfasis en la individualidad imprime un sesgo a la mirada: comprender el acto moral in subiecto, es decir, en la particularidad del ejercicio de sí mismo. De esta manera, la subjetividad singular se convierte en la premisa ontológica mayor de la moralidad, conocida a través del componente psicológico del acto moral, como queda en evidencia en los capítulos dos y tres de la Ethica. Una acción, pecaminosa o no, se mueve por móviles localizados dentro del sujeto, como queda expuesto en la Ethica18, conformando así un contrapeso a la ley objetiva: una ley subjetiva como autorregulación que opera el sujeto. Las Collationes siguen un plan acorde con esto: tres personajes (y un cuarto personaje que apenas aparece caracterizado y que sería el autor mismo), cada uno dando testimonio y justificaciones de la ley que sigue dentro de su comunidad religiosa. La diferencia recae en la localización del mérito o la culpa: en la acción externa, como lo indica la ley judía; en la intención, para el cristiano y el filósofo. Mediante el orden de la exposición que sigue en las Collationes, el lector lleva a cabo un ascenso o progresión: de la ley natural a la ley de Cristo, de la ley conocida por la sola razón a la ley conocida por la Revelación del Hijo de Dios, de la ley de la obra a la ley del corazón.

La Ethica se centra en la comprensión del acto moral: comprensión hacia dentro, que conduce a la psicología moral, sin quedar atrapada en la interioridad, gracias a la argumentación moral. Para ello introduce una abstracción que consiste en separar los procesos psicológicos del acto moral de las situaciones concretas de los sujetos, esto es, la particularidad de la agencia moral tomada como un patrón por el cual denotar las características de la moralidad. Ya no desde una naturaleza herida, sino desde el ejercicio de la agencia moral. Por lo tanto, los conceptos éticos se sujetan a condiciones de moralidad que podrían cumplirse en cualesquiera sujetos. Si se quisiera dotar de existencia a esos conceptos, es decir, hacer que remitan a alguna realidad, esta vendría a estar configurada por las experiencias morales de cada quien (experiencias de sí, de la vida interior, experiencias con los otros). Se trata, en el fondo, de la individualidad de cada sujeto moral. Las Collationes, en cambio, parten de una constatación moral: el peso de la moralidad tiene residencias diferentes; así, mientras que la ley judía lo coloca en los actos externos, la ley cristiana lo sitúa en la intención, como lo hacen quienes se rigen por la razón natural. El cristiano admite una ley que completa y eleva la ley natural, pero el filósofo no está convencido de ella, y por ello persiste en la ley que la naturaleza le ha concedido. En cualquiera de los casos, se trata de una ley que el sujeto moral no se da a sí mismo, de manera que no se confunde con la autorregulación que ejecuta. La circunscripción de las comparaciones que se establecen a través de la conversación entre los personajes es la ley moral, natural y revelada; y la discusión sobre otras materias teológicas, particularmente en el diálogo entre el cristiano y el filósofo, resulta un tanto marginal para nuestro propósito.

2.1. El acto moral

La subjetividad moral adquiere una delineación más definida a través del análisis del acto moral. Este se compone de varios procesos o movimientos del alma que desembocan en la cualidad moral de la acción. Para Abelardo, el enjuiciamiento de las acciones morales en cuanto obras externas pierde validez, si no cuenta con el conocimiento de las intenciones que movieron a los actos. El conocimiento moral recurre a una metáfora visual, con mayor peso cuando se trata del conocimiento de sí mismo (intención, consentimiento, ley divina), y de menor peso cuando se trata de conocer los actos morales en su aspecto visible, tangible, al margen de los móviles que los impulsan. Precisamente, esta metáfora visual queda en entredicho cuando se trata de juzgar las obras externas, ya que, a criterio de Abelardo, la bondad de una acción reside en su intención y no en la obra externa. "Cuando se dice que la intención de un hombre es buena y que también lo es su obra, debemos distinguir dos cosas: la intención y la obra. Con todo, hay una única bondad, la de la intención" (Abelardo 1990 40). Esta distinción en los juicios incide en la delimitación entre una moral objetiva y otra subjetiva: aquella se apoya en las actuaciones a la vista, mientras que esta lo hace en la conciencia del agente moral. Las Collationes recogen esta distinción cuando el filósofo critica el aprecio concedido al valor de las obras externas por parte del pueblo judío, e igualmente cuando reconoce el papel de la ley natural, seguida por el filósofo y por todos aquellos que murieron sin haber conocido la ley de Cristo: "Job no menciona para nada las obras de la Ley, sino únicamente las obras de la ley natural, de cuya bondad la misma razón natural convence a todos y cada uno" (Abelardo 1988 115).

La ética es la ciencia de las costumbres (cf. Ethica c.1), se ocupa de las cosas divinas (Collationes), es decir, de lo que está establecido, por lo que la vida moral consiste en medirse contra lo lícito e ilícito. Y la agencia moral consiste en realizar el ajustamiento o acople entre la ley y los móviles particulares. El sujeto, en su vida interior, tiene la tarea de establecer esa conexión, y en caso de no hacerla, comete pecado. El pecado consistente en "consentir en lo que no es lícito" (Abelardo 1990 8); es la vía que se toma para llegar a la agencia moral: el desprecio a Dios le indica la ausencia de correspondencia entre las determinaciones singulares y la ley divina, ya que el esfuerzo del agente moral consiste o ha de consistir en vivir según esta ley; por consiguiente, el pecado entraña un consentimiento contra lo lícito, y si se trata de la ley divina, "es despreciar al Creador, es decir, no hacer por Él lo que creemos que debemos hacer" (Ibid).

Como ya se indicó, la preocupación por el pecado, por comprender cómo acontece en el alma humana, fue un detonante de la especulación moral. Al margen del gravamen del pecado original, Abelardo trata el pecado como el resultado de una elaboración subjetiva, de la misma manera que cualquier acción meritoria. Nace en la interioridad (allí mismo donde Dios y el sujeto se encuentran y cohabitan), como resultado de un consentimiento (consensus) dado al mal (lo contrario a la ley divina), y asume diversas formas a través de las obras externas, pecaminosas por la intención grabada en ellas, nunca por sí mismas.

Tanto para realizar una acción meritoria como una culpable, median cogniciones (el conocimiento de la ley, consentir). La calificación dada a la obra externa se elabora en el terreno de las voliciones y el agente tiene a su alcance el mérito y la falta. La voluntad aparece en su ejercicio, conocida como asiento de las querencias y elecciones, y relacionada con la imputación.19 Más que una facultad del alma, Abelardo se refiere a ella a través de las operaciones del alma y la asocia con las inclinaciones propiciadas por los vicios y las virtudes (cf. Ethica c. 2). También la identifica como poder o fuerza del alma:

Se ha de advertir que, puesto que la justifica [al alma] es la firme voluntad del ánimo que preserva para cada cual lo que es suyo, la fortaleza y la templanza son como ciertas potencias y cierta fuerza del ánimo por las que, como ya recordamos, se robustece la buena voluntad de la justicia. (Abelardo 1988 179)

Antes de Abelardo, ya Agustín de Hipona había dedicado sendos análisis al papel de la voluntad como poder en virtud del cual se actúa bien o mal (cf. De libero arbitrio L. 2 1-28).

Las intelecciones (conocer o desconocer la ley humana y divina, resolver situaciones prácticas) son operaciones que no corresponden a la voluntad; pero esta funciona con base en ellas. La voluntad es susceptible de influjos, es decir, es objeto de gobierno por las pasiones o deseos, y puede padecer las tentaciones venidas de los demonios (cf. Ethica c. 4), además de recibir las orientaciones suministradas por la razón.20 Pero la tentación surte efecto cuando la voluntad llega al consentimiento. Sin embargo, la orientación a lo lícito malogra la eficacia de la tentación.

El filósofo de las Collationes introduce la voluntad en asocio con la felicidad. Al igual que en la Ethica, no hay una idea enteramente clara de lo que es la voluntad, pero se ofrecen rasgos más definidos, aunque sólo llegamos a conocerlos mediante su diferenciación con otras operaciones (razón, pasiones, deseos). La voluntad es el motor de la actuación moral: "Pues la voluntad conduce a la acción" (Abelardo 1988 163). La voluntad se localiza en el alma, y el cuerpo puede perturbar sus operaciones. La inclinación de la voluntad puede ser al bien o al mal, porque admite direcciones contrarias. No solamente contiene esta disyuntiva, sino que admite una consolidación habitual para el bien (virtudes) o para el mal (vicios): "Sin duda el estudio mismo de las enseñanzas morales o la práctica del dominio de las apetencias carnales hasta que la buena voluntad consolidada en forma de hábito merezca el nombre de virtud" (Id. 149). La mala voluntad viene a ser lo contrario, ya que es movida por los vicios (cf. Ethica c. 1).

¿Cómo acontece un acto moral? En el capítulo 7 de la Ethica, Abelardo afirma que las culpas del alma corresponde a Dios juzgarlas, y a nadie más. Además del agente moral, Dios es el único con la potestad de conocer las intenciones que animan las acciones y, por lo tanto, de juzgarlas debidamente. La remuneración del bien y del mal atiende únicamente a la intención, y no a las obras y sus consecuencias. Sólo Dios ve en la intimidad del alma, sólo Él conoce sus movimientos, sólo Él sabe si hubo consentimiento o no para llegar a una u otra obra21. "Dios, en efecto, no juzga lo que se hace, sino la intención con que se hace. Por otra parte, ni el mérito ni la gloria están en la obra misma, sino en la intención del que la ejecuta" (Abelardo 1990 24). La argumentación de las Collationes se organiza de manera que se muestre el paso de una moralidad articulada por la estimación de las obras externas (ley judía) a una moralidad que se sitúa en la interioridad del sujeto (ley de Cristo). Esta última se sitúa en la conciencia, con la razón mediando en la conformación de la intención y del consentimiento. El consentimiento es la deliberación acerca de lo lícito e ilícito, es la consideración singular de la ley, mientras que la intención, por el contrario, es la introducción de la rectitud moral. La determinación se alcanza al conjuntarse ambos momentos.

El acto moral nace como resultado de un movimiento de la voluntad que pasa por el consentimiento resultante de diversos influjos y desemboca en una intención. Estos movimientos se asocian con una cognición y determinan orientaciones para las obras. Mientras que el consentimiento entraña la determinación subjetiva, la intención destaca la rectitud o bondad moral de la determinación (o lo contrario). "Contodo,hayunaúnicabondad,ladelaintención" (Abelardo 199040). "En consecuencia, todos los hombres, sean buenos o malos, son la causa tanto de los bienes como de los males, y el mal y el bien acaecen por su mediación" (Abelardo 1988 218). A través de la intención, la cualificación moral alcanza a las obras. "A la obra, en cambio, la llamamos buena, no porque contenga en sí bien alguno, sino porque nace de una intención" (Abelardo 1990 48). Que alguien actúe bajo el entendido de que la conducta es buena y por ende recta, es lo que Abelardo llama intención (intentio)(cf. Abelardo 1990 49). Aun cuando no da una definición de intención, la relaciona con la puesta del acto de acuerdo con un consentimiento. Luis Bacigalupo (1992) llama a la intención "empeño deliberado", es decir, el esfuerzo sumado al consentimiento que pretende alcanzar efectivamente (a través de la acción) lo que ha sido consentido, por lo que la intención introduce una relación entre el hecho y los fines del agente.

Abelardo utiliza una metáfora visual para ilustrar el componente cognitivo asociado con la intención: "Y llamó simple al ojo de la mente -esto es, a la intención simple y casi libre de mancha-, cuando puede ver con claridad" (Abelardo 1990 49). Así como hay un conocimiento antecedente que alimenta el consentimiento (las disposiciones de la voluntad) y sin el cual no se distingue lo lícito de lo ilícito, igualmente ese conocimiento entra en la autodeterminación, es decir, al optar por una acción que previamente ha sido establecida como la buena que se debe seguir.

La localización del pecado y, por ende, del acto moral escapa de la vista de los demás, y permanece oculto hasta que el agente dé cuentas de sus intenciones. "El pecado del alma resulta, en efecto, de la propia voluntad" (Abelardo 1988 131). "Los pecados son sólo del alma y no de la carne" (Abelardo 1990 36). Aunque se trata de una experiencia (de sí mismo), se aleja de las realidades visibles (obras externas): "el pecado carece de sustancia, ya que consiste más en el 'no ser' que en el 'ser'" (Ibid. 8). El acto moral externo permanece indiferente hasta tanto no cuente con la impronta moral de la intención, por lo que la sola observación del acto es una razón de validez insuficiente para un juicio.

Cabe sugerir aquí una distinción: la inculpación recae en la intención del agente, pero la intención apunta a la acción moral, porque de otra manera carecería de sentido si no alcanza la obra externa. Si esta interpretación se sostiene, entonces la moralidad desempeña un papel de puente entre la interioridad y el mundo exterior. La acción moral, por consiguiente, no es solamente la intención materializada, sino además una determinación que acontece en el mundo. Esta sugerencia aparece en ambas obras, cuando problematiza el juicio de los hombres, porque se desconocen las intenciones que los movieron: "Nosotros, en cambio, incapaces de examinar y juzgar tales cosas [las intenciones], dirigimos nuestros juicios fundamentalmente a las obras o acciones" (Abelardo 1990 37).

Tales retribuciones [divinas] dependen de la cosa misma y no de la opinión de los hombres, pues estos califican y premian basándose más bien en los efectos de las obras que en la moralidad de la acción y juzgan a unos hombres más justos, más animosos o mejores que los otros, si guiendo las apariencias de las obras externas. (Abelardo 1988 159)

Hablamos de coherencia que no solamente toca a la relación entre la deliberación que lleva al consentimiento y la determinación de la rectitud mediante la intención, sino también a lo establecido a través de la ley y su acatamiento, tarea que corre por cuenta de cada agente y no de las instituciones sociales. Esto es, hay un agregado que proviene de los sujetos, que logran una validez de las normas a través de la intencionalidad. Por lo tanto, la moralidad de la ley se completa cuando pasa por los procesos de consentimiento e intención de los agentes.

Finalmente, para Abelardo las intenciones, así como las circunstancias que las rodean, pueden ser diversas para un mismo sujeto. En unos casos buenas, en otros malas. Si el consentimiento se ha modificado, las intenciones difieren, ya que la voluntad no opera por necesidad. Es esta una razón más para deslindar la imputabilidad de las obras externas, ya que móviles diversos se dan cita en el agente moral y, por consiguiente, no cabría un único juicio sobre los actos. El agente moral aparece con una potestad sobre sí mismo, por ser el único con un conocimiento inmediato de las intenciones de sus acciones. Fuera de él, Dios las conoce y se convierte así en el garante de la rectitud moral del agente. La ambigüedad propiciada por la opacidad de los hechos (en sí mismos, poco pueden decir sobre la imputabilidad) ha sido una razón para que Abelardo acudiera a la interioridad, cuya dinámica conduce a la autodeterminación (consentimiento, intención), como el terreno en el cual se cuece la moralidad, es decir, se definen los criterios de valoración del mérito y del pecado: "Otro tanto vale para cada uno de los hombres, pues siendo creados sin que tengan aún uso de razón, no puede decirse de ellos que sean buenos o malos en su misma creación, ya que no adquieren en ella lo que les hace ser buenos o malos" (Abelardo 1988 183).

 

3. La razón

El estudio se ha movido por los predios de la subjetividad moral, vista como objeto de examen para ensayar una comprensión alternativa del pecado, trascendiendo lo consignado por la fuente escrituraria, con base en los recursos del agente moral. El pensamiento de Abelardo establece entonces delimitaciones. Para ello echa mano de los recursos conceptuales del momento, pero con una connotación diferente sustentada en las reflexiones desarrolladas en la Ethica.Y las Collationes examinan la validez racional de los credos judío y cristiano, para precisar su aceptación. Sin embargo, poco se ha indicado sobre la razón de la cual se sirve para sus análisis. Ha sido hasta ahora un supuesto. La lectura arroja algunos rasgos de esa razón, a través de las tareas que acomete y gracias a su uso22. Cabe resaltar tres de ellos: i) la relación que establece entre la fe y la razón en el terreno de la moralidad, ii) la conciencia y iii) un nuevo saber moral. Estos tres rasgos se sustentan en una idea de razón práctica, con la consideración de cómo se aplica la ley en las situaciones concretas y cómo agrega un plus de rectitud moral que la sola ley no tiene.

3.1. La fe y la razón

Al filósofo23 de las Collationes le corresponde encarnar el uso exclusivo de la razón (cualquier creencia reclama un sustento argumentativo), es decir, admite como única autoridad el poder de la dialéctica. Este personaje discute con el cristiano acerca de los alcances de la fe y la razón. Para él la fe cristiana cuenta con un avance racional que la fe judía no posee, pues el examen a la que la somete soporta su idea de moralidad localizada en la interioridad y no en las obras externas. La predicación cristiana ha llevado a la fe a aquellos que exigen razones para creer, y por ello la doctrina cristiana ha ganado en fortaleza argumentativa y en evidencia en la disputa racional. Para el filósofo toda autoridad es aceptada una vez que ha sido sometida al escrutinio racional.

En otro caso desistiríamos de filosofar y, posponiendo el análisis racional de las pruebas, usaríamos fundamentalmente argumentos de autoridad, considerados carentes de creatividad intelectual, totalmente desviados de la materia tratada y más bien basados en la opinión que en la verdad. (Abelardo 1988 140)

El filósofo sugiere al cristiano que una predicación asentida de manera indiscriminada conduce a una fe débil por carecer de argumentaciones, con lo cual contiene escaso mérito cognitivo. Con el rechazo del intelecto a examinar las verdades que la fe aporta, el error tiene cabida, ya que no habría manera de refutarlo. No quiere el filósofo restar crédito a las autoridades, y sólo apunta que la elección y el empleo de dichas autoridades han de fundarse en una deliberación según la propia razón:

Cuando el orador, más que el filósofo, se ve forzado a buscar refugio en ellos [las autoridades], los filósofos juzgaron rectamente que los tópicos de tales argumentos eran totalmente extrínsecos, desviados de la cuestión y carentes de fuerza probatoria. Ello es así, porque se basan más en la opinión que en la verdad y no se valen del intelecto para construir sus argumentos. (Abelardo 1988 143)

Abelardo distingue entre las argumentaciones basadas en autoridades, consideradas vulnerables a las pruebas dialécticas, y los argumentos basados en razones puestas por el intelecto (es decir, por sí mismo). A criterio del filósofo, la verdad es también competencia de la razón, y esta extensión del saber trasciende el perímetro de la fe.24  Esta última se ocupa únicamente de verdades creídas, aceptadas por venir de una autoridad (Sagrada Escritura, Iglesia). Se reducen a dar noticia del dato salvífico, y requieren asentimiento y obediencia. No obstante, los filósofos antiguos tuvieron conocimiento de las verdades reveladas, mas no se quedaron en ellas, sino que buscaron razones para creer. Este punto es un detonante para la polémica, porque los autores paganos son un ejemplo de una razón que alcanza verdades con sus solas luces, por lo que el dato revelado no es el patrón único de verdad. En virtud de su condición icónica (el ser humano es imagen y semejanza de Dios), la mente humana comparte con la mente divina la propiedad de acceder a la verdad. El empleo de la razón para alcanzar verdades no riñe entonces con la fe. El trabajo especulativo cuenta con frenos que se pone a sí mismo, ya que ha admitido el valor de la fe cristiana y no podría caer en conclusiones contradictorias con ese valor ya reconocido. Los límites al trabajo especulativo vienen de adentro, no de afuera.

Para lo que atañe a este estudio, la apelación a la razón y la discusión acerca de las autoridades que reclamarían la adhesión por la fe introducen en materia de moralidad el asunto de que la bondad moral de las obras no proviene de la norma misma (aunque esta encarna una cuota de bondad moral), sino del sujeto. Este, de acuerdo con la combinación del consentimiento y la intención, establece la rectitud de la acción moral. Frente a la autoridad de la ley se levanta la conciencia del agente moral, quien determina en última instancia cómo se aplica esa ley, cómo se traduce en intenciones y acciones. De esa manera, la razón afirma otra fuente de normas (no otras normas), otra autoridad moral, además de Dios. Abelardo ofrece elementos para una obediencia diferente a la obediencia a las autoridades, pues esta conlleva al ciego acatamiento a la bondad moral (la que viene con la ley), sin entender cómo el sujeto construye el acto moral bueno o malo. Desde otro punto de vista, el examen racional del acto moral muestra la combinación de una doble norma, la resultante del conocimiento de la ley (norma objetiva) y la proveniente de la determinación tomada por el sujeto (norma subjetiva), para los efectos que ha considerado convenientes. Porque en medio de las circunstancias que rodean a los sujetos, la responsabilidad inmediata por las determinaciones es de ellos, y de nadie más.

La obediencia a la ley, para nuestro autor, reposa en el reconocimiento (la consideración racional de la ley objetiva) de la bondad moral que encierra la norma y que debería ser razón suficiente para inclinarse ante ella. Su idea del pecado, particularmente en la Ethica, muestra a la razón elaborando un autoconocimiento, la coherencia entre el consentimiento y la ley, pero con ello entra en juego otro elemento más relevante, apenas mencionado, y es la libertad. La razón es el medio por el cual se conoce la norma y se establece el contraste entre esta y la inclinación deseada, es decir, la razón abre el abanico de opciones para la inclinación que disponga la voluntad. También es el medio por el cual se interpreta la norma. Este rasgo de abrir opciones y deliberar al respecto se halla contenido en la propuesta del filósofo al cristiano de una fe basada en la deliberación acerca de las razones venidas de las diferentes autoridades, que atañen, no a los contenidos de la fe propiamente, sino al asentimiento a ellos. Las menciones que hace de la Sagrada Escritura -en especial en las Collationes- no son recursos argumentativos ad auctoritatem, sino su consideración como una autoridad que es necesario someter al examen racional, por lo que la verdad revelada no resulta evidente per se, y la razón debería salir al paso para conocer con seguridad lo que Dios ha dispuesto para los seres humanos.25 El cristiano le plantea al filósofo cómo este ha tenido la misma oportunidad que tuvieron los griegos que escucharon a Pablo y sin embargo no se convirtieron. El problema estriba precisamente en el examen requerido para llegar a la fe, que no ha sido realizado aún por el filósofo, y, por ende, no ha pasado a la fe cristiana a pesar de su buena disposición (natural), como lo prueban los testimonios de Sócrates y Platón cuando hablaron de verdades que entran dentro del dominio de la fe cristiana.

Lo antes expuesto apunta a otro asunto. Al comienzo de las Collationes, el filósofo deja en claro que la filosofía es más que nada un método para alcanzar la verdad, y que se basa en la confrontación argumentativa. Hacer filosofía consiste en la disputa racional. "Las palabras mismas de cada autoridad dan pie a muchas cuestiones, de forma que más que formarse un juicio a partir de ellas, hay que formarse un juicio acerca de ellas"(Collationes 146, énfasis nuestro). Y este es el carácter que imprime a ambas obras: a) el examen de los conceptos morales como pecado, culpa, intención, entre otros, a la luz de la razón, la cual toma todas las autoridades; b) el examen de la validez racional de los credos religiosos para la moralidad; c) la distinción racional entre la actuación según la fe (algo es pecado porque así lo dicta la ley divina) y según la razón (actuar sabiendo en qué consiste una acción virtuosa y una viciosa, con el conocimiento de la ley y la tarea subjetiva de ajustar a ella las intenciones).26

De la misma manera, el filósofo y el cristiano coinciden en que el bien supremo es una realidad que se puede someter a la pregunta respecto a su naturaleza, así como acerca de los medios para alcanzarlo. La bondad es algo cognoscible, identificable con la ley, por venir de Dios, y las virtudes son los medios al alcance de cualquiera para acceder al bien supremo. "Y si hemos de juzgar al bien de la vida futura como bien supremo, como nos señala la razón, opino que el camino para alcanzarlo no es el de las virtudes de que estamos aquí dotados" (Abelardo 1988 153). Alcanzar dicho bien es motivo suficiente para una vida justa, y su retribución consiste en alcanzarlo y gozarlo, es decir, alcanzar con él la felicidad.

A mi entender -dice el filósofo-, esa es la misma felicidad a la que Epicuro llama placer y vuestro Cristo Reino de los Cielos. Sin embargo, ¿qué importa el nombre que le demos con tal que la realidad de la cosa siga siendo la misma? La felicidad es en ambos casos la misma, y el propósito del filósofo de vivir justamente en nada diverge de aquel del cristiano. (Abelardo 1988 155)

La razón aparece casada con el conocimiento del bien supremo, lo cual no solamente es un conocimiento objetivo, sino que embarga la existencia subjetiva, pues el bien del ser humano consiste en alcanzar la bienaventuranza en la vida futura y, por ende, introducir los ajustes en la vida presente para alcanzar ese fin. La razón es conocimiento subjetivo y pertenece al ámbito de la conciencia. E igualmente es el medio para construir la objetividad y la universalidad en cuestiones morales a través del sujeto. Es una mediación que pasa por el autoconocimiento y por la comprensión del acto moral.

Pedro Abelardo integra el acto moral con un acto intelectual antecedente en virtud del cual se reconoce la norma por acatar. Este acto intelectivo es una cognitio, aunque no es ciencia propiamente. Es un saber siempre relativo a la persona y las circunstancias en las cuales se encuentra, y el propósito es resolver moralmente un dilema. Es decir, hablamos de un acto intelectual cuyos contenidos son particulares y que apunta, además, a una conducta práctica. Ese acto intelectivo guarda relación con un conocimiento superior, por ser la ética la corona de las ciencias que abre la comunicación con Dios. Por eso el cristiano de las Collationes llama a la ética la ciencia de la divinidad (Abelardo 1988 136), pero su construcción no sigue el patrón de la ciencia física, que se fundamenta en experiencias sensoriales del mundo sensible y que se ocupa de la constatación de las propiedades de las cosas y de su explicación ontológica. Se trata de un conocimiento que versa sobre la vida en este mundo, mientras que la moral se ocupa del deber ser mediante el conocimiento de la ley. Todos los ejemplos expuestos en la Ethica ilustran situaciones cotidianas que cualquier hombre o mujer podían vivir. Pero se trata de alcanzar la salvación, por lo que la razón no persigue únicamente conocer o explicar la psicología del acto moral, sino que median propósitos de más alto vuelo. El conocimiento que reclama la ética es el de sí mismo y el de la ley tanto divina como humana.

3.2. La conciencia

Gracias a la atención prestada a la interioridad para dar razón del pecado, Abelardo llega a la conciencia. Se trata de una instancia cognitiva y judicativa que enlaza la racionalidad con la determinación subjetiva. El conocimiento moral singular se lleva a cabo allí, ya que es el sitio del cruzamiento de los contenidos de la ley con los consentimientos. La conciencia conjunta lo lícito y lo ilícito, dispuestos por Dios y por los hombres (gobierno civil), con la correspondencia con las propias determinaciones. La existencia humana aparece regida por leyes, y, por lo tanto, en la interioridad de cada quien acontece una rectitud. La ley (natural, divina, civil) es un contenido moral antecedente, y encierra los vínculos de obligación en virtud de los cuales los sujetos conciben las determinaciones (saber qué elegir) y distinguen entre buenas y malas acciones. La sola consideración de la ley trae implícita la distinción entre el bien y el mal: toda ley tiene a Dios como su fuente última, y, por ende, es buena. Sin embargo, la moralidad no queda resuelta por la sola ley, ya que se completa con las consideraciones que los sujetos agregan de su propia cosecha para determinar qué es lo bueno y lo malo. Se trata de una autolegislación que cada individuo ejerce con base en una combinación de cogniciones (la ley, autoconocimiento) dadas en la conciencia.

La diferenciación entre el bien y el mal la establece la razón, y la voluntad no tiene poder alguno para alcanzarla sino mediante el conocimiento. Se trata además de un conocimiento vivencial, no teórico. La localización del pecado en el consentimiento lo deja fuera del alcance de la vista de los demás, se oculta, se encuentra en la interioridad del alma. "El pecado del alma resulta, en efecto, de la propia voluntad [...]" (Abelardo 1988 131). El pecado deja de ser una realidad visible porque no acontece como un hecho, aunque sí como una experiencia (de sí). Los demás únicamente observan el acto externo, el cual es indiferente hasta tanto no cuente con la impronta moral de la intención. Esta cae fuera del juicio de los demás al hallarse dentro del poder judicativo de la conciencia, en virtud de su conocimiento de los móviles (intenciones, consentimientos), con los que se introduce una diferencia de pesos entre los diversos juicios. Este poder judicativo subjetivo tiene a su favor el juicio divino, porque sólo Dios conoce el corazón de los seres humanos y sabe si hay culpa o mérito en ellos.

La imputabilidad identifica la responsabilidad con las autocogniciones, es decir, con el conocimiento que los sujetos tienen de sus intenciones y consentimientos, de la ley y de las correspondencias que establecen con ella. La responsabilidad adquiere una localización en la interioridad: Dios es "el que penetra las intenciones y consentimientos" (Abelardo 1990 37). Al tratarse del juicio moral, las intenciones se mantienen invisibles y los demás no están en condiciones de poder juzgar sobre ellas, aunque sí pueden hacerlo sobre las obras como acontecimientos sensibles. Asimismo, la intención buena viene a ser ese "ojo de la mente" (Id. 49), ya que consiste en una visión clara. Abelardo introduce un giro en la mirada, de los actos externos a los móviles internos, porque ninguna obra habla de sus cualidades morales y la interpretación de los actos es falible, por lo que se hace necesario un asidero seguro para saber si una conducta es buena o mala, y ese asidero no se lo encuentra en la exterioridad de la obra, sino en la vida interior, donde sólo Dios garantiza el juicio de sí mismo. Este es un conocimiento seguro que está más allá de la potestad de los demás seres humanos.

Para llegar a un juicio que establezca la imputabilidad, sea para sí mismo o para los demás, media un conocimiento de lo lícito o lo ilícito. "No puede, en efecto, haber culpa por despreciar a Dios en quien no es capaz de percibir lo que debe hacer" (Abelardo 1990 19). Y la virtud de los demonios consiste en saber tentar porque conocen las debilidades de la naturaleza humana (cf. Ethica, c. 4). La tentación es la inclinación del alma a consentir lo ilícito. Mas la tentación sólo surte efecto cuando la voluntad llega al consentimiento. A quienes carecen de razón no se les imputa nada, a causa de su ignorancia. "Pecar por ignorancia es no ser culpable de algo, sino hacer lo que no se debe" (Id. 60). "Pues las acciones se juzgan buenas o malas únicamente en virtud de la intención en que radican: por sí mismas son todas indiferentes" (Abelardo 1988 215). Es decir, quienes llegan a un consentimiento sin conocer la ley divina no incurren en pecado más que de obra, pero no por voluntad. Desconocer la ley de Dios es una posibilidad ejemplificada por los pensadores antiguos, pero es impensable una conciencia sin ley alguna. Sólo los infantes y disminuidos mentales estarían disculpados del todo por su ignorancia. Abelardo los llama carentes de razón. Por consiguiente, la presencia de la razón (esto es, la garantía de examen y conocimiento) es una condición necesaria, mas no suficiente para llegar al consentimiento/intención.27

Se muestra con ello que todo cuanto es hecho y cualquiera que sea su agente, como quiera que acaece por la óptima disposición de la divi na providencia, se origina de un modo racional, pues tiene una razón de por qué es así aunque el agente no lo haga razonable o rectamente, ni se atenga al obrar a la misma razón que Dios. (Abelardo 1988 221)

Aquellos que en nombre de Dios han perseguido a los cristianos porque no han conocido a Cristo no sufren condena, ya que no han actuado contra su conciencia, es decir, contra lo que debían hacer (cf. Abelardo 1990 51-52). Se establece así una homologación entre conocimiento normativo (ley de Cristo, ley natural) y conciencia (el conocimiento que cada quien elabora para su disposición). Esta última es el momento en el cual el agente hace el reconocimiento de lo debido, como también el conocimiento del propio acto volitivo: la determinación que se debe tomar. Una confluencia de garantías se da en la conciencia: el conocimiento del pecado y el de la ley de Dios constituyen la garantía objetiva del bien moral, y el conocimiento de cómo vicios y virtudes (pero particularmente los vicios, debido al combate moral) actúan en cada quien conforma la garantía subjetiva del bien.

En la conciencia acontece el conocimiento de sí (scito te ipsum), a través del cual se establece el contraste entre las inclinaciones de la voluntad por la virtud o por el vicio y los parámetros de bondad expresados normativamente.28 De esta manera, pecar es un consentimiento basado en un conocimiento: el menosprecio a Dios y el deseo consentido, es decir, la determinación a la cual el sujeto llega a sabiendas de que ofende a Aquel. "Pues sólo puede haber culpa y desprecio de Dios allí donde hay conocimiento del mismo y donde la razón puede echar sus raíces" (Abelardo 1990 36). En otras palabras, gracias al conocimiento de la norma, el intelecto cuenta con datos para el reconocimiento del bien moral, objetivamente dado, y también para el reconocimiento del bien o del mal que se logra a través de las intenciones. "Hay quienes piensan que se da una buena y recta intención siempre que uno cree que obra bien y que lo que hace agrada a Dios" (Id. 49). Las Collationes recogen un acento puesto por Abelardo en la obediencia a la ley, ya que, siendo esta la expresión y garantía de la bondad moral, y dado que no hay sujeto que no rija su conducta normativamente, lo mejor que cualquiera puede hacer es obedecer la ley (natural o divina). El pecado es lo contrario a lo prescrito, y la desobediencia, como no hay ley que no venga de Dios, es siempre desprecio a Dios. Ahora bien, pecar supone conocimiento, pero implica intervención de la voluntad que está a nuestra disposición (cf. Ethica, c. 3). La voluntad es la que agrega el esfuerzo deliberado por una determinación que se busca alcanzar.

La conciencia es sinónimo de conocimiento de la norma objetiva y subjetiva, y se identifica con la razón, en virtud de la deliberación. Es, además, la ocasión de ponderación de las bondades. En cuanto al conocimiento de sí, es la vía por la cual el agente llega al primer juicio respecto a la propuesta de consentimiento sobre su licitud o conveniencia. Gracias a la conciencia hay autoexamen y se reconoce la culpa por el pecado consentido. El juicio moral tiene como primer autor al mismo agente, aun antes de que la intención alcance las obras y los demás seres humanos den su juicio. Otro juicio, el venido de Dios, sólo atañe a las intenciones y no a las obras, y es un juicio infalible, a diferencia del juicio humano, que puede ser falso. El contrapeso antes mencionado se traduce en una preeminencia del juicio de la conciencia sobre el juicio de los demás sujetos. "Sólo Dios, que no tiene en cuenta tanto lo que se hace, como el espíritu o intención con que se hace, valora según verdad la mancha en nuestra intención y examina con juicio verídico la culpa" (Abelardo 1990 34).

3.3. El saber moral

Cae por su peso que las dos obras ensayan un tratamiento de la moralidad acorde con las preocupaciones del ambiente escolástico, conocidas por Pedro Abelardo, y están animadas por el propósito de llevar el saber moral por otros derroteros. El desarrollo acá presentado ha mostrado unas delimitaciones que conjugan la constitución psicológica del acto moral con una concepción de la vida moral y unos mínimos ontológicos (bien moral, la existencia individual de la potestad moral), con miras a determinar el origen de la maldad del pecado y de la bon-dad de la acción virtuosa. La comprensión de la acción humana es de regulación, es decir, el acto moral es visto con criterios de rectitud, y estos criterios vienen dados en dos momentos: por la ley conocida por el agente moral y por las determinaciones logradas por sí mismo. Estas delimitaciones le conceden al saber moral un desarrollo propio, que se explicita de manera desigual en cada una de las dos obras.

La razón aparece a cargo de la validez del juicio moral (por qué una censura o alabanza), porque descansa en la potestad del agente moral. La subjetividad no sólo es examinada para dar con la estructura psicológica del acto moral, sino también para mostrar cómo se elabora la rectitud singular. El resultado es un conocimiento racional que se distingue de la introspección piadosa y de fines pastorales. La vida interior no es solamente el sitio en el cual se encuentra a Dios, como lo sugería Agustín de Hipona, ni es solamente la ocasión del diálogo terapéutico consigo mismo. Ni el discurso de sí tiene que darse únicamente como plegaria o con fines penitenciales. El vocabulario en su ambiente escolar (vicio, voluntad, razón, intención, consentimiento, culpa, bondad y pecado) le ha servido a Pedro Abelardo para la construcción de ese saber moral, a sabiendas de que el uso lingüístico tiene sus límites. "Mediante el uso lingüístico29 aprendemos la mayoría de los términos correspondientes a las cosas, pero somos incapaces de delimitar lo que significan o qué sentido les atribuimos" (Abelardo 1988 216, énfasis nuestro).

La preocupación por el pecado, cómo distinguirlo de las acciones meritorias, llevó a Pedro Abelardo a tomar la interioridad del alma como el escenario en el cual se puede observar30 la constitución del saber moral. Lo que implica que estos problemas admiten aproximaciones racionales, tal como lo plantea el filósofo al judío y al cristiano en relación con sus respectivos credos (cf. Abelardo 1988 88). Precisamente, en esta obra se combinan dos personajes para elaborar un discurso sobre la vida moral en términos racionales, en contraposición al discurso sustentado en la autoridad escriturística del judío y del cristiano. Esos dos personajes son el filósofo y el maestro, este último buscado para arbitrar la polémica. El sometimiento al examen dialéctico y la admisión de razones que no provengan de las Sagradas Escrituras, aunque no riñan con estas, son algunos de los cometidos de estos personajes a lo largo del Diálogo. A diferencia de los tratados penitenciales, ocupados en la identificación de los pecados, Abelardo buscaba preguntar qué hace de un acto un pecado, lo que sólo podía hacerse mediante el examen de la conciencia (cf. Bacigalupo 93-122).

El pecado no radica en el acto externo, sino en la interioridad del sujeto, por lo que el juicio moral venido de otros sujetos únicamente ve el acto y desconoce los móviles del acto. Sólo Dios y el mismo sujeto pueden dar un juicio moral. Esta distinción de juicios se sustenta precisamente en la delimitación antes mencionada entre lo objetivo y lo subjetivo. En las Collationes, el autor vuelve a esta distinción cuando el filósofo critica el aprecio puesto por el pueblo judío en el valor de las obras externas, pero también cuando reconoce el papel de la ley natural seguida por el filósofo y por todos aquellos que murieron sin haber conocido la ley de Cristo. "Job no menciona para nada las obras de la ley, sino únicamente las obras de la ley natural, de cuya bondad la misma razón natural convence a todos y cada uno" (Abelardo 1988 115).

El juicio moral, como cualquier otro juicio, entraña un conocimiento. Así como distingue varios juicios morales, el que viene de Dios, el que proviene de sí mismo y el de los hombres, hay conocimientos diferentes que los sustentan. Los dos primeros juicios se apoyan en el conocimiento de sí, y el juicio de los otros seres humanos se apoya en la comprensión de las obras externas. Abelardo, sin demeritar las obras externas, considera que un juicio justo y recto riñe con una estimación mayor de estas. La interioridad es un terreno vedado, excepto para sí y para Dios. Curiosamente, Abelardo no añade temáticamente la narración de sí usada en la dirección espiritual y en la confesión como medio para conocer esas intenciones invisibles.31 Pero afirma que la instrucción no es en vano si cuenta con la debida explicación, por lo que las enseñanzas morales -y la suya es una de esas enseñanzas- se apoyan en explicaciones racionales (cf. Abelardo 1988 216).

La figura de Dios juega para nuestro autor un papel ambivalente o con varias facetas. Es decir, se le encuentra tanto dentro como fuera del sujeto, se le encuentra animando la moral objetiva (moral cristiana, ley natural y divina) y acompañando los movimientos del alma de cada quien como testigo irrecusable.32 Aparejado a esto, hay un conocimiento de los designios de Dios a través de la enseñanza moral de la Iglesia y de los modos como Dios les ha hablado a los seres humanos a lo largo de la historia: ley natural, ley mosaica, ley de Cristo.

Se han señalado algunos rasgos del saber moral que Abelardo presentó en sus dos obras. Ambos libros innovan dentro de lo que venía desarrollándose en el ambiente escolar: un tratamiento dialéctico y, por ende, una delimitación alternativa del pensamiento moral. La diferencia estribó en una aproximación fundada en el conocimiento de sí y de la ley, dejando en evidencia un campo de conocimiento con sus reglas propias: en qué consiste un acto moral. Su aporte incursiona en una extensión de la teología según el conocimiento de la agencia moral. Teología moral, al fin y al cabo, que no puede ser calificada de filosofía moral, por varias razones. Una es que el problema de la fundamentación está resuelto a priori, ya que la garantía de bondad moral es puesta por Dios, y el sujeto humano únicamente ha de ajustar su conducta a lo ya establecido por Él. Una segunda razón es que no se sale de los linderos de lo que ha sido aceptado por la fe, es decir, la razón aparece explicitando y ampliando las materias de fe, de modo que no acude a una idea de filosofía como saber independiente del saber revelado. Finalmente, su esfuerzo se concentró en dotar al saber teológico de un rigor que hasta ese momento no conocía, y él estaba convencido de que la razón aportaba las herramientas necesarias para ese efecto; por lo tanto, no avanza más allá con el propósito de hacer filosofía, y menos una filosofía moral. Ahora bien, como sucede con buena parte de los pensadores medievales, la especulación teológica tuvo repercusiones en la filosofía.

3.4. ¿Qué viene a ser la razón para Pedro Abelardo?

A lo largo de los tres últimos parágrafos se han esbozado algunos desarrollos de la idea de razón. En particular, la razón que sirve a la articulación del saber moral y la razón que en cada quien se encarga de las cogniciones que contribuyen a las determinaciones morales. Una razón examinadora, a distancia del conocimiento de la fe, y una razón que presta atención a las situaciones concretas de los agentes morales. La razón examinadora es la del teólogo, mientras que la razón abocada a las cuestiones prácticas es la razón de todos, la razón compartida indistintamente. Tan sólo se ha ofrecido un desarrollo descriptivo del pensamiento moral abelardiano, y para ello la división en los tres parágrafos ha permitido prestar más atención a aspectos que aparecen traslapados en su obra.

A diferencia de la filosofía moral moderna y contemporánea, la razón abelardiana no desempeña una tarea fundamentadora, porque toda la moral humana mana de una misma fuente que es Dios, y resulta ocioso en el pensamiento moral del autor la pregunta por el principio del cual pende la vida moral, cuando su garantía y medida están dadas desde la eternidad. Hay un orden moral ya establecido, al cual se ajusta el ser humano. La razón se ocupa del examen de la comprensión de ese orden moral y de la interpretación que cada quien hace para elaborar ese ajustamiento o reconocer los desajustes.

Sin embargo, si no hay una filosofía moral, sí encontramos una delimitación del saber moral que obedece al modo de argumentación empleado por Abelardo para explicar genealógicamente el pecado, en lo que consiste, a fin de cuentas, la explicación del acto moral. Se trata siempre de la agencia moral de un creyente, por lo que supone la inspiración de la fe, y con ella, el dato revelado, más explícito en las Collationes que en la Ethica. El giro puesto en el sujeto, visto como agente moral, presenta las razones del pecado o de la acción virtuosa. Ese mismo sujeto considera las razones correctas con las cuales fijar sus intenciones. La ley no sólo exige obediencia, sino ponderación, de acuerdo con las circunstancias que rodean a los sujetos, y también rectitud moral.

Lo anterior destaca el papel de la razón como poder examinador y constructor, que le concede al saber moral unos rasgos propios, pero sin aproximarse al saber moral antiguo, ya que permanece dentro de los linderos de la teología. Posiblemente, porque no había otra intención de parte de Abelardo.

 

4. Conclusiones

Un estudio sobre el pensamiento de cualquier pensador pasado entraña una tarea de interpretación que solamente se puede hacer desde las coordenadas vividas por quien realiza dicho estudio. Desde esas coordenadas se establece un diálogo con el autor o los autores. Lo que resulta es una lectura de una propuesta en y para nuestro tiempo. El presente caso es un ejemplo. Se ha hecho una lectura de dos obras de Pedro Abelardo, con el propósito de mostrar su idea de la ética. Lo hemos hecho a través de dos conceptos: la subjetividad moral y la razón. Pero este estudio ha significado un acercamiento y una distancia, porque el esfuerzo de lectura ha privilegiado aquello que se quiere ver en las obras, de acuerdo con la argumentación que su autor desarrolla, de manera que la fidelidad al pensamiento del autor no ha sido escrupulosa, tan sólo lo indispensable para desarrollar algunas tesis relativas a su pensamiento moral. Se expusieron ideas que solamente encuentran inspiración en el pensamiento abelardiano, y esto para evitar la adjudicación de tesis o ideas no contenidas en sus obras. El estudio de un determinado pensador es siempre una excusa para hacer filosofía, por lo que es una palabra acerca del tiempo propio y no sólo sobre el tiempo pasado.

El pensamiento de Abelardo conjuga dos intereses, uno metafísico y otro epistemológico. En el mundo únicamente se encuentran seres individuales, y, por ende, el conocimiento (ciencia) versa sobre ellos. La universalidad es una construcción racional, una propiedad de los conceptos, e indica la relación establecida con el mundo. La crítica de la universalidad que consiste en realidades diferentes a las particulares lo lleva a prestar atención, en el caso de la moral, a la subjetividad como su antecedente inmediato y como sitio correspondiente. Establece una igualdad entre entender la moralidad y entender la subjetividad moral, ya que a aquella solamente se la encuentra en los agentes morales, y estos son particulares, nunca universales, por lo que la tónica de la moralidad es la particularidad. De ahí que su punto de partida sea la experiencia moral en la que todos los sujetos se ven reflejados. La tarea del discurso moral es la elaboración de ese retrato.

De esta manera, el estudio cae en un punto de la ética abelardiana que merece atención. Mientras que la subjetividad ha sido altamente examinada y vigilada a través de las prácticas penitenciales que el cristianismo ha desarrollado a lo largo de sus siglos, el autor ensayó por esa misma vía un modo de construcción de la ética como saber racional. Por lo que la sugerencia de conocerse a sí mismo encierra, en manos de Abelardo, un sentido en otra dirección a la que hubiera tomado un alma penitente, la cual mira directamente al examen de los pecados y al arrepentimiento. El conocimiento de sí mismo propuesto por el autor se aleja del mero conocimiento individual, para tomar otra forma, al llegar a ser conocimiento de la experiencia moral común a todos (recuérdese que la argumentación abelardiana procede por identificación: el que lea sus obras entiende cómo opera su moralidad).

La vida penitencial ha allanado el camino para pensar que la subjetividad es accesible, sin que ello indique que sea autoevidente con simplemente cerrar los ojos, ya que se llega a ella a través de las experiencias morales (costumbres, como indica en la Ethica), las cuales son también una experiencia de sí. La diferencia, como hemos indicado, consiste en que este acceso al sujeto se separa en el punto en que no se trata de la revisión de la existencia particular, sino de la explicación de la moralidad en la cual todos comulgan. Esta experiencia moral se desliga de sus condiciones concretas, es decir, no son las de tal o cual persona, sino las notas comunes que explican cómo acontecen en cualquiera. No obstante, Abelardo mantuvo un ligamen con las particulares situaciones concretas: unas hipotéticas a través de ejemplos tomados de la vida social por él conocida, otras esbozadas dentro de los encuadres religiosos por él conocidos. Este cuidado, posiblemente, se debe a la premisa ontológica mencionada al comienzo: lo existente es lo particular, por lo que la vida moral cuenta con una sola dimensión, la de los agentes morales singulares. La moralidad remite, primero que nada, a los agentes morales.

La diferencia estriba, a nuestro entender, en el ejercicio de coincidencia que P. Abelardo establece entre la razón y el sujeto. Y al hablar de la razón, se entiende esa capacidad de examen que busca explicar por sí misma la realidad de acuerdo con toda la información disponible y de acuerdo con una dialéctica probada. Y se suma, además, la necesidad de criterios con los cuales se explica la realidad bajo examen. Estas condiciones de la razón son las que alejan entre sí al conocimiento del acto moral y al conocimiento de sí mismo practicado penitencialmente. La subjetividad mostrada por el examen racional no corresponde biográficamente a nadie, no hace manifiestas las experiencias de ninguna persona, sino que muestra en términos formales la constitución de estas.

No obstante lo anterior, el discurso moral de Abelardo deja algunos cabos sueltos para los cuales su propuesta no da suficientes elementos. Al establecer una coincidencia entre razón y subjetividad, cabe preguntar si la moralidad se reduce a la razón, y es posible que haya suficientes elementos para pensar que no es así. Como se indicó en su momento, en la conciencia se cuece una mezcla de razones e inclinaciones que impiden cualquier reducción. El examen racional llevó a Abelardo a identificar con claridad el papel de la voluntad en la experiencia moral. De esta manera, la razón cumple con una función de espectadora y relatora de lo que ha observado. Y, en su caso, lo observado no es la experiencia particular, sino lo que resulta de la construcción universal del acto moral. Por lo que el ejercicio de conocimiento de sí mismo se separa aún más en el modus operandi de la razón, la cual se desembaraza de la singularidad biográfica.

La identificación que hace de los movimientos del alma lleva a Abelardo a reconocer mecanismos (cómo interactúan los elementos que componen la experiencia moral) e instancias (en el siglo XII había una carencia de vocabulario, por lo que optamos por hablar de instancias y no de facultades) que operan en el alma, y por los cuales se articulan las experiencias de sí que explican las experiencias morales. Aun cuando Abelardo no se entretuvo en examinar el tejido compuesto entre la mismidad y las experiencias morales, al punto que estas solamente existen en individuos concretos, los ejemplos citados y el título de una de las obras (Scito te ipsum) señalan esa relación. Sin embargo, él vio que había una diferencia entre el conocimiento de sí y el conocimiento moral común a todos. A este se llega a través de aquel, como lo atestiguan los siglos de vida cristiana. La diferencia que introduce consiste en hacer de ese examen, que cualquier discípulo cristiano o monje realiza, un medio para elaborar un discurso moral cuyo rasgo dominante no es la conversión, ni la perfección moral por la asimilación de la voluntad de Dios, sino la racionalidad con la cual se explican la constitución del acto y los criterios con los cuales se miden sus cualidades.

Ahora, tomemos prestada una preocupación de la fenomenología husserliana sobre la intersubjetividad. En el pensamiento de Abelardo, los análisis del acto moral lo llevan a ver la subjetividad, es decir, la singularidad del acto, en cuanto armada por una serie de movimientos psicológicos y por determinaciones que pertenecen a un sujeto y no a otro. Él se muestra celoso en dejar claro que en la elaboración de las intenciones no interviene ningún otro que no sea el agente mismo. Incluso Dios es relegado a ser un espectador de las determinaciones del ser humano. De ahí que los elementos del pensamiento abelardiano por los cuales se muestra la intersubjetividad son prácticamente escasos. Los otros sujetos son un dato más; ahí están, dotados de una evidencia que descarta cualquier justificación. No entran en sus tesis sobre el acto moral, pero sí en la consideración de la ley y las obras externas. Tal vez pueda aventurarse que para Abelardo lo inmediatamente presente al sujeto es el sujeto mismo.

El pensamiento ético de Abelardo no incurre en tesis solipsistas, porque el sujeto analizado es una realidad enlazada, es decir, que los otros (Dios incluido) forman parte del conocimiento de la subjetividad. Ello queda expresado en su distinción entre moral subjetiva y moral objetiva, es decir, entre la norma que vienen de fuera, que vale para todos, y la norma que el sujeto se da a sí mismo, que sale de su interioridad. La autorregulación supone la diferencia -lo otro-, en virtud de lo cual puede valorar sus inclinaciones y determinaciones. De otra manera, sin la norma objetiva, el sujeto carecería de criterios para sí mismo. La razón para Abelardo, antes que fundar la realidad, constata las existencias particulares, y, a través del análisis del acto moral, muestra que la individualidad del agente moral resulta de un tejido normativo. Por lo que la comprensión de la subjetividad, más que una exploración monádica, es la constatación de un horizonte de relaciones en el cual se despliega la subjetividad y se abre al conocimiento.

En la Ethica aparecen Dios y los demás como elementos componentes de la subjetividad, es decir, esta se convierte, a lo largo de sus veintiséis capítulos, en el lente a través del cual se miran aquellos, por lo que el autor deja en claro la dirección que le concede a su comprensión de la moralidad. Si se acepta que Dios es quien concede la ley, él ya ha cumplido su labor, y a lo largo de su existencia el sujeto humano, conocedor de la ley, se encarga de llevar una vida en la cual imperen las virtudes y no los vicios, y por esa vía alcanzar la felicidad. Es decir, una vida según el aprecio de la ley divina. Dios es el único que conoce las intenciones de los sujetos, y con ello garantiza que estas están bajo vigilancia, y una de las estrategias de vigilancia viene con la ley. De ahí que el juicio de los demás se torne relativo, secundario. Más allá de la interioridad del sujeto, los demás solamente observan las acciones externas y se mantienen ignorantes de las intenciones, a menos, claro está, que el sujeto las comunique, por ejemplo, a través de la confesión. Al juicio humano le pone restricciones: al ignorar las intenciones, los juicios pierden certeza, el error los acecha, por lo que no son confiables. El único juicio fiable sería el que viene de Dios y de sí mismo. La moralidad establece una frontera entre la subjetividad y la intersubjetividad, pero no pone en cuestión a esta, antes bien permanece en escena, aunque poco se diga de ella. Algo semejante sucede con Dios; está ahí como garantía última de la moralidad, porque la dota de ley y por su infalible juicio, Él que todo lo ve. La subjetividad, en este sentido, es fuente inmediata de moralidad, nunca última, ya que el mundo no es sino en cuanto fundado por Dios, otro sujeto, de quien provienen los parámetros que todos compartimos. La conciencia es el sitio de la autocomprensión, el momento en el que cada sujeto se ve a sí mismo pecando o sujetando su existencia a los designios de Dios, por lo que es el momento en el que el sujeto se ve ante Dios, dando lugar a un autoconocimiento mediado normativamente.

Pensar que la moralidad es más que el diseño psicológico del acto moral es otra de las interrogantes acerca de la ética abelardiana. Esto quiere decir que la psicología de la agencia moral se distingue de la argumentación moral, de manera que aquella se desarrolla sin esta, pero no a la inversa. La argumentación moral supone, y es el caso de nuestro autor, las experiencias y móviles que operan en la interioridad, y por los cuales se llega a resultados como la intención y la acción concreta misma. Sin embargo, lo que interesa es la diferencia entre la argumentación y la psicología. El diseño psicológico del acto moral se centra en la conjunción de momentos y esfuerzos que culminan en la obra externa. La argumentación moral consiste en la confrontación que el sujeto realiza entre la norma objetiva y sus inclinaciones particulares, en virtud de la cual determina la bondad moral singular. La conciencia, instancia cognitiva y deliberativa, es la encargada de esta confrontación. La argumentación tiene dos desarrollos: uno como la justificación de cada quien para sus propias determinaciones, y otro como discurso o saber moral con una función especular (todos se mi-ran en él) y como ámbito en el cual se define la validez de un juicio.


* El presente estudio es el resultado del proyecto de investigación N° 743-A6-017 Estudio conceptual de la ética abelardiana, inscrito en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad de Costa Rica.

1 Para el presente estudio se utilizó la versión de Pedro R. Santidrián, del año 1990, de la Ethica. Esta versión cuenta con un estudio preliminar, además de la traducción y notas. El texto de las Collationes es una versión al español a cargo de Anselmo Sanjuán y Miquel Pujadas. Ambos se encargan de la traducción y de la orientación didáctica del texto. El año de publicación es 1988. De ambas obras no se cuentan traducciones anteriores conocidas. Tampoco se conoce cuáles son las ediciones de los textos latinos originales en los que se basaron las traducciones. Al respecto de la Ethica, se indican algunas ediciones, mas no indica el traductor si efectivamente se valió de alguna de ellas para hacer su versión. Queda en el terreno de las suposiciones. En el caso de las Collationes, no hay indicación de la fuente latina utilizada.  

2 A simple vista, cualquiera puede descubrir que las dos obras son teológicas, pero con contenidos filosóficos que pueden ser delimitados, como acá se pretende.

3 "Donde mejor [Pedro Abelardo] expresa su visión del hombre como individuo es en el ámbito de la acción, puesto que nada hay más individual que las acciones humanas" (Guerrero 20). Acá hemos preferido la expresión experiencias morales a la de acción por varias razones. Una es que la exploración de la vida interior que realiza el autor se diferencia claramente de las obras o acciones externas; no obstante, a esas acciones de la vida interior no les asigna nombre alguno. Al menos no un nombre que las unifique. Se suma a esta razón que el término acción tiene una connotación de simplicidad (¿acaso por la facticidad que la caracteriza?) que el término experiencia no posee. Hablar de experiencia indica un enlazamiento de aspectos o de movimientos y momentos diferenciados y complementarios, y nos inclinamos a pensar que eso es lo que muestra P. Abelardo al explicar el pecado y el papel de la conciencia, y al exponer sus ideas de intención y consentimiento.

4 Como muchos maestros del siglo XII, no era extraño que, además de lógica, enseñara teología, y como se constata con las obras acá estudiadas, ética. Las Collationes dejan entrever la íntima relación entre teología y ética. "Aquello a lo que vosotros denomináis Ética, es decir a la ciencia de la moral, nosotros lo denominamos habitualmente divinidad. Nuestra denominación deriva de aquello que aspiramos a comprender, es decir, Dios" (Abelardo 1988 136).

5 Cita proveniente del texto la Apología o Confesión de fe de Pedro Abelardo que acompaña a la edición de la Ethica.

6 "[...] lo que debemos entender es que Abelardo, fascinado por la antigüedad, estaba inmerso en la teología de San Agustín y de San Jerónimo, y en la ética de Séneca; [...]" (Ossandón 201).

7 Como señala Marenbon: "At Cluny and its dependency, Abelard seems only to have written his Carmen ad Astrolabium, a moralizing poem addressed to his son which, despite the constraints of the form, summarizes much of Abelard's distinctive ethical thinking, especially in regard to practical morality" (Marenbon 20).

8 P. Abelardo habla de la filosofía como un método y no como un campo de conocimiento con contenidos propios; se reduce a un propósito de alcanzar conocimientos veraces según las reglas de la razón: "[...] pues es tarea propia de los filósofos la de buscar la verdad mediante el razonamiento y seguir en todas las cuestiones, no la opinión de los hombres, sino la guía de la razón" (Abelardo 1988 83). Al igual que hicieran los filósofos griegos, distingue entre el saber basado en la opinión de los hombres y el saber según la razón. El primero es poco confiable, mientras que el segundo es lo contrario. La pregunta que cabe es cuál sería esa opinión de hombres en cuestiones morales, ¿acaso los juicios de los prelados caen dentro de esa clasificación? Un elemento aparentemente tomado de la filosofía árabe que comenzaba a pasar al Occidente cristiano, es el de la consideración de la filosofía como un saber autónomo de la fe religiosa, como se ilustra con la figura del filósofo de las Collationes.

9 Posiblemente este acento en la propia salvación no esté exento de influencias estoicas, del gusto de Abelardo a través de la lectura de Cicerón y Séneca.

10 "The history of development of the conflict between faith and reason throughout the mediaeval ages was that of the progressive realization that the very existence of theology as in some sense a scientia Dei, or science of divine things, rested upon the possibility of a fruitful application of disciplined reason, in however reserved a manner, to divine revelation" (sic) (Ginascol 321).

11 Estudios recientes, favorables a P. Abelardo, llevan a pensar que la doctrina ética del autor tendría poco de condenable; ni siquiera habría elementos suficientes para una acusación de pelagianismo; esto confirma la idea de haber sido objeto de acusación por otras razones, o bien de que el examen de sus obras fue insuficiente y que sus detractores las comprendieron mal.

12 Abelardo recurre a varias nociones de las cuales no da una aclaración semántica, al menos no en las obras acá tratadas, y la única salida es rastrear sus significados a través del uso que hace de ellas. El autor procede aislando epistemológicamente la categoría o tema de estudio, de manera tal que todos aquellos aspectos que, de otra manera, se encontrarían enlazados con este permanezcan a una distancia suficiente.

13 Esta idea de una dimensión interior está muy anclada en la teología cristiana gracias a Agustín de Hipona. Anselmo de Canterbury, quien deseó seguir de cerca al obispo de Hipona, toma como punto de partida argumental el conocimiento interior para llegar a la afirmación de la existencia de Dios con el solo recurso dialéctico.

14 No es extraño, por lo tanto, que Abelardo hable de un combate espiritual que el alma sostiene para no sucumbir a las tentaciones, para vencer el pecado. Era este un lugar común de la teología espiritual desde los comienzos del cristianismo.

15 Abelardo entiende la vida moral como sujeción a una ley, con unos márgenes de libertad definidos dentro de las obligaciones que la ley impone. Traspasar esos límites es incurrir en falta o vicio. Por lo tanto, la ética abelardiana presenta como rasgo dominante la obligación que está siempre más allá de la conciencia. Una vida moral virtuosa es aquella que cumple con esas obligaciones contenidas en la ley.

16 Esta distinción entre una exterioridad y una interioridad exige precisiones. La interioridad (dimensión moral subjetiva) consiste en la vida interior del sujeto, que la tiene ante sí mismo a través de un acto reflejo y la somete a un discurso examinador. En cambio, la exterioridad significa tanto la autoridad moral que dicta la Iglesia o el orden social (dimensión moral objetiva), como la voluntad divina que opera a través de la ley revelada y que se asienta en la conciencia. Abelardo tiene claro que Dios y su ley son diferentes de lo que la conciencia pauta. La diferenciación no rehúye los puentes entre la moral del sujeto y las normas establecidas. Son puentes que van más allá de los sujetos mismos, pero con la diferencia de que el sujeto esbozado en la obra abelardiana aparece como norma sui. No parece que Abelardo viera un problema en estas conexiones, ya que las daba como un hecho, de acuerdo con la lectura realizada.

17 Es necesario indicar ad hoc que las ideas de objetividad y subjetividad se usan como un juego de opuestos: lo objetivo es lo que está más allá del ámbito subjetivo, y este se halla sometido a la automirada; pero lo objetivo puede significar también lo común a la colectividad, para diferenciarlo de lo singular.

18 Podría sugerir que P. Abelardo poco le preocupa explicar el pecado como tal, sino que el pecado le lleva al acto moral en sí mismo, como antecedente moral.

19 Los Padres del Desierto (Ammonas, Doroteo de Gaza, Juan el Solitario), inspirados en el Evangelio, enseñaban a sus discípulos la negación de la propia voluntad para dejarse apropiar por la voluntad de Dios. La vida de un cenobita consistía en alcanzar esa transmutación de manera que el único gobierno en la vida personal fuera el de Dios y ninguno otro. Desde temprano, la voluntad aparece en el mundo cristiano como potestad y capacidad de autogobierno, además de ser la sede de la libertad de arbitrio. Para Abelardo también hay un dominio o gobierno de sí mismo, por el acatamiento de la ley, sólo que no aparece la voluntad como aquello que ha de ser mutado por la voluntad divina, sino como ese poder o fuerza que ha de regirse por la ley divina.

20 Un siglo después Tomás de Aquino, respondiendo a un pregunta acerca del libre albedrío, admite que los astros ejercen un influjo sobre la voluntad humana (cf. Quaestio VI De Malo, corpus articuli).

21 Dios es garantía última de la rectitud moral. La lectura de las obras indica que Abelardo no da espacio al autoengaño, es decir, lo que le sucede a aquel que actúa creyendo que es lo correcto, cuando no lo es. A lo sumo, apunta a que la ignorancia no es razón de inculpación. Pero el alma es ante todo una realidad que no puede ocultar nada, ya que al menos hay un sujeto que todo lo ve.

22 Abelardo solamente somete las materias al examen de la razón para alcanzar ciertos resultados. Podría decirse que ese es su cometido, sin pensar en un examen crítico de la razón misma.

23 Conviene no perder de vista que no hay homologación entre filósofo y filosofía, es decir, que no es posible afirmar que el filósofo sea aquel que hace filosofía, ya que en el pensamiento de Abelardo la posibilidad de un saber como la filosofía, tal y como se conoció en la Antigüedad griega, es remota. El personaje de las Collationes refleja más bien una actitud o talante respecto al conocimiento, gracias al cual dialoga con el judío y con el cristiano; además de tratarse un método que emplea en toda la obra. Las figuras de un sencillo pastor o de un príncipe jamás hubieran cumplido con los cometidos de las Collationes, indicio este que identifica al filósofo (¿al autor mismo?) con un cometido social: la guía a la luz de la razón es preferible a la opinión de los hombres. Posiblemente el personaje se inspira en la idea de filosofía que conoció a través de las primeras obras de filosofía islámica que llegaron a sus manos, o al menos a sus oídos.

24 Pedro Abelardo concebía una fe ilustrada, es decir, una fe que se hace razonable para sí misma. El esquema argumentativo seguido en las Collationes va de una fe que no es tan razonable (la fe judía), particularmente porque la moralidad practicada recae en las obras y no en la intención, a una fe (cristianismo) que contiene elementos de razonabilidad. La fe ilustrada es aquella que aduce razones por las cuales se explica su validez. Y dar razones consiste en someter sus contenidos, sus verdades, al examen de la razón. Esa es la finalidad de los dos diálogos que componen esta obra. El supuesto de todo esto es una fe que consiste en un conocimiento pobre para dar razones, por lo que echa mano de la razón y de su poder argumentativo. Por lo tanto, tiene más mérito una fe ilustrada, que ha completado su validez con la razón, que una fe que se basta a sí misma, sin apoyo adicional. De acuerdo con esto, no hay límite alguno para los alcances de la razón, ya que esta intenta copar el ámbito de la fe por entero, por lo que la moral cristiana no quedaría por fuera.

25 "No teme poner a la par con los profetas veterotestamentarios a aquellos filósofos antiguos que, según su opinión, se han aproximado por el esfuerzo de su ratio a la verdad de la fe cristiana en Dios, y concederles a unos y a otros una divina inspiratio que los acercaba al misterio de la Trinidad" (Gössmann 16).

26 Agustín de Hipona explica el pecado por la concupiscencia del ser humano, es decir, el placer sexual es la causa de la tendencia a pecar. En cambio, P. Abelardo afirma que el pecado consiste en el desprecio a Dios, lo desliga de cualquier asiento corpóreo y lo asocia con la determinación que un sujeto toma al respecto de la ley divina. El razonamiento abelardiano se construye con una premisa acerca del cuerpo humano y su relación con el alma, que lo lleva a descartarlo como razón del pecado. Otra debía ser, entonces, la causa, asociada con un papel del sujeto que no fuera una resistencia ciega a la tentación.

27 "[...] el sumo bien del hombre ha de ser tanto más apetecido cuanto más conocido sea [...]" (Abelardo 1988 207).

28 "La relación entre el saber de la norma (faciendum vel non) y el conocimiento del propio acto volitivo constituye lo que llamamos conciencia moral" (Bacigalupo 165).

29 Desconocemos el texto latino que da origen a esta expresión en español, por lo que no podemos asegurar si es la versión más afortunada.

30 Téngase en cuenta que Abelardo considera que la razón posee una propiedad visual, por lo que el diseño psicológico del acto moral es un movimiento del alma visto por la razón, y el discurso moral se apoya en una descripción de ese movimiento.

31 Se destaca más este punto si se consideran las reflexiones mediante su correspondencia con Eloísa, su esposa.

32 Téngase presente que la tradición cristiana conocida por Abelardo sitúa el conocimiento de Dios, el diálogo con Él, en la profundidad del alma, como lo ilustra el prólogo del Proslogion de Anselmo de Canterbury.


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