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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.143 Bogotá May/Aug. 2010

 

UNA APROXIMACIÓN A LA CONCEPCIÓN HISTÓRICA MAQUIAVELIANA

An Approach to Machiavelli's Concept of History

 

LUCIANA SAMAMÉ
Universidad Nacional de Córdoba – Argentina
lucsamame@yahoo.com.ar


Artículo recibido: 25 de septiembre de 2009; aceptado: 22 de febrero de 2010


RESUMEN

En las páginas que siguen podrá encontrarse esbozada, en sus líneas fundamentales, la concepción de historia sustentada por Maquiavelo, en el marco de su pensamiento político. Se intenta identificar los supuestos sobre los que aquella es construida y, al mismo tiempo, extraer sus consecuencias. En este punto, se pone de manifiesto una contradicción presente en los postulados teóricos asumidos por Maquiavelo, lo cual habilita dos interpretaciones contrapuestas en relación con la historia. Dada esta antinomia, se toma partido por una de las alternativas, esperando haber dado razones suficientes, si bien no concluyentes, para ello.

Palabras clave: Maquiavelo, historia, libertad, fortuna.


ABSTRACT

This paper sets forth the fundamental aspects of the conception of history supported by Machiavelli in the context of his political thought. It attempts to identify the assumptions in which it is grounded, and, at the same time, to extract its consequences. At this point, it becomes manifest a contradiction in the theoretical postulates adopted by Machiavelli, that makes possible two opposing interpretations about history. In the light of this antinomy, the article provides sufficient but not conclusive reasons for take side for one of the alternatives.

Key words: Machiavelli, history, freedom, fortune.


Introducción

Nos anima la intención de asomarnos a la visión de la historia sustentada por Maquiavelo, así como a la comprensión del papel y de la importancia revestida por la misma en su pensamiento político. Puede rastrearse, en efecto, un interés vívido por la historia a lo largo de toda su obra, fundamentalmente en relación con la historia de la Roma preimperial y de su ciudad natal, Florencia. Esta inclinación experimentada hacia los asuntos del pasado nos autoriza a afirmar que, junto con el teórico político, encontramos también en Maquiavelo al historiador. 1 Resulta por demás interesante hallar conjugados dentro de un mismo pensamiento la filosofía y la historia, en una época en la que precisamente la filosofía de la historia no se había convertido todavía en un tema dominante. Habrían de pasar más de dos siglos hasta que la misma llegara a desempeñar un papel protagónico en la escena filosófica. De hecho, la expresión "filosofía de la historia" es acuñada por Voltaire recién en el siglo XVIII, y se dice también que la "conciencia histórica" advino por primera vez de la mano de Vico y del Romanticismo. No nos ocuparemos aquí de la cuestión de si Maquiavelo anticipa, y en qué medida lo hace, las ideas que más tarde serán recogidas y rectificadas por la filosofía de la historia. Nuestro propósito tendrá aquí un alcance más restringido: reconstruir los supuestos sobre los que se asienta su visión de la historia y la función que esta cumple en el marco de su "pedagogía política".


La historia como magistra vitae

Maquiavelo vive en una época de grandes convulsiones y profundas transformaciones. Un creciente proceso de secularización avanzaba firme en todas direcciones, evidenciándose en todos los terrenos: en los de la ciencia y el arte, así como también en los de la economía, la política y la moral. En todos ellos comienza a patentizarse una emancipación con respecto a la religión y la teología. Poco a poco se va abandonando el principio de autoridad, y empieza así a apoderarse del hombre un sentimiento de libertad y optimismo. El hombre del Renacimiento experimenta efectivamente un ansia por conocer todo lo que lo rodea, conocimiento que no ha de someterse sino a los fundamentos de su propia razón. Dejando atrás la tutela de antiguas creencias, valores e ideales, comienza a prefigurarse el sapere aude kantiano.

Como "hijo de su tiempo", Maquiavelo no permanece ajeno a estas influencias. De hecho, y tal como insiste la mayoría de sus intérpretes, su pensamiento no puede entenderse sino en una relación de aguda crítica y confrontación, explícita e implícita, con los "viejos" ideales, esto es, con el cristianismo. El autor de El príncipe manifiesta a viva voz y con un descaro hasta entonces inusitado, que la política tiene sus propios fines y que por eso no ha de subordinarse ni a la moral ni a la religión; más bien al contrario: el uso instrumental de estas últimas en manos del político es legítimo. Quizá resulte superficial agregar aquí que esta particular óptica de la política ha sido objeto de las más variadas opiniones, que van de un extremo a otro: desde considerar al pensador florentino un "maestro del mal" -como es el caso de Leo Strauss (cf. 1996)- hasta concederle el honor de haber sido quien le devolvió a la política su vieja dignidad -como lo hace Hannah Arendt-. Más allá de estas diferentes lecturas de las implicancias de su filosofía política, de las que aquí no nos ocuparemos, queremos resaltar ante todo el hecho de que lo que Maquiavelo está proponiendo es un sistema de valores y creencias incompatibles con los del cristianismo.

 El autor que nos ocupa pertenece a esa generación de hombres que, ante la obstrucción producida por ideas obsoletas e infértiles, va en busca de otras más vívidas y edificantes, en las cuales pueda encontrar inspiración e impulso renovado la vida presente. Así, y emparentado con la tradición del humanismo cívico, él busca en el pasado -en la Antigüedad clásica- un "modelo", o al menos una pista, para encauzar el presente. Preocupado en lo fundamental por el caos reinante en los Estados italianos debido a luchas facciosas sin fin, Maquiavelo encuentra en la resplandeciente República romana un modelo de organización política que puede servir de guía para reestructurar y unificar a la Italia dividida de su tiempo.

Ahora bien, vayamos a lo que nos interesa: su ocupación con la historia. Como primera aproximación, y teniendo en cuenta lo afirmado precedentemente, podemos aseverar que es su preocupación por la política lo que lo lleva a interesarse por la historia. El conocimiento del pasado cobra sentido, en la medida en que pueda servir para orientar el presente. Desde esta óptica, el conocimiento histórico tiene una finalidad meramente operativa: es valorado en cuanto nos provea de alguna direccionalidad hacia la cual encaminar nuestras acciones. Este postulado sitúa a Maquiavelo muy lejos de cualquier tipo de planteo epistemológico en relación con la historia. No le preocupa tanto el estatus ontológico o cognoscitivo de los hechos pasados, ni el método para acceder objetivamente a ellos, como su utilidad práctica.2 Esta concepción corresponde a la vieja idea de la historia como magistra vitae.

La formación humanista de Maquiavelo lo hace entrar en contacto con los historiadores clásicos: Tito Livio, Salustio, Polibio. Es en ellos justamente donde puede encontrarse por primera vez formulada la idea según la cual la historia puede constituirse en maestra de la vida. Maquiavelo se nutre de la lectura de la obra histórica de estos clásicos, extrayendo los principios historiográficos que luego habrá de seguir:

Los dos dogmas fundamentales de la historiografía clásica -y por ende de la humanista- eran que las obras históricas debían inculcar lecciones morales, y que sus materiales debían por tanto seleccionarse y organizarse de manera que ofreciesen las lecciones adecuadas con la máxima intensidad. (Skinner 100)

Haciéndose eco de tales preceptos, Maquiavelo redacta sus obras históricas, entre las que cabe mencionar -por ser las más sistemáticas y al mismo tiempo las más ambiciosas- los Discursos y la Historia de Florencia.

Si el conocimiento histórico tiene una finalidad eminentemente práctica, entonces se corre el riesgo de que el mismo pueda ser mistificado, distorsionado o deliberadamente falsificado. Por ejemplo, Skinner hace notar que cuando Maquiavelo redacta la biografía sobre Castruccio Castracani, ofrece una descripción ficticia sobre los detalles de su nacimiento, con el fin de introducir un discurso efectista sobre el poder de la fortuna en los asuntos humanos. De este modo, no se consideraba que lo fundamental fuese la crónica completa y fidedigna de los acontecimientos, sino la selección adecuada de aquellos fragmentos del pasado capaces de aleccionarnos, ya sea porque fuesen dignos de ser imitados, ya porque fuera preciso evitarlos. Para lograr este efecto, el estilo en el que la obra histórica se componía era de la mayor importancia; por eso, y siguiendo en esto también a los antiguos, Maquiavelo cultiva un marcado estilo retórico. En opinión de Romero (cf. 1986), esta forma de proceder le quita mérito en cuanto historiador, ya que ese realismo empírico, que lo guiaba en su observación y análisis del presente, desaparece cuando se enfrenta con el pasado histórico. Así, y lejos de ofrecer una fiel imagen de los hechos pasados -cosa a la que todo historiador debiera al menos en principio tender-, nos ofrece a menudo versiones deliberadamente distorsionadas de los mismos, con el objeto de hacerlos encajar en sus propósitos.

De esta suerte, el pensador florentino frecuenta el pasado con la intención de encontrar instrucciones para ejecutar acciones en el presente. En este sentido, y valiéndonos de una categoría nietzscheana, podemos decir que se sirve del pasado en cuanto historia monumental:

¿De qué le sirve entonces al hombre del presente la consideración monumental del pasado, la ocupación con lo clásico y raro de épocas pretéritas? Saca de ello la consecuencia de que lo grande que alguna vez existió fue en todo caso alguna vez posible y por lo tanto también será posible de nuevo alguna vez [...] (Nietzsche 44)

La historia monumental sólo repara en "islas" del pasado, en los acontecimientos estrepitosos y en las acciones heroicas llevadas a cabo por los grandes protagonistas de la historia -Numa, Rómulo, Licurgo, Moisés, constituyen, a los ojos de Maquiavelo, estos grandes héroes históricos-. No obstante, el peligro que conlleva el tratamiento monumental del pasado, advierte Nietzsche, puede resultar grande:

[...] partes enteras de él son olvidadas, despreciadas y siguen corriendo como un gris e ininterrumpido torrente, y sólo algunos hechos especialmente adornados se destacan como islas [...] La historia monumental engaña por medio de analogías, con seductoras semejanzas incita a los valientes a la temeridad y a los entusiastas al fanatismo; y si uno piensa esta historia en las manos y cabezas de los egoístas dotados y de los pillos fantasiosos, son destruidos imperios, asesinados príncipes, provocadas guerras y revoluciones [...] (Nietzsche 47)

Baste con estas palabras de Nietzsche para señalar los perjuicios de los que puede ser objeto el presente, cuando el pasado es enfocado exclusivamente desde esa óptica monumentalista.

Hemos puesto de manifiesto la filiación existente entre la concepción monumentalista de la historia y la de su consideración en cuanto magistra vitae, y las consiguientes consecuencias que pueden derivarse de dicho modo de consideración. Ahora cabe preguntarse: ¿cuáles son los presupuestos que la sustentan?, ¿qué determinada visión del hombre y del mundo supone? Si es posible extraer enseñanzas de las vivencias o hazañas que hombres de otros tiempos han experimentado y realizado, es porque de alguna forma se está suponiendo una cierta regularidad en el mundo humano, regularidad que puede estar dada, ya sea a partir de una naturaleza humana uniforme, ya sea a partir de un mundo histórico -ámbito en el que se despliegan las acciones humanas- regido por leyes constantes. La primera de ellas, es decir, la idea de que existe una naturaleza humana fija e inmutable, la encontramos claramente expresada en Maquiavelo. La segunda es más problemática, y sobre ella volveremos más tarde.

La convicción de que el hombre es el mismo en todo tiempo y lugar podemos encontrarla en varios pasajes de la obra maquiaveliana, v.g.: "y quien examine las cosas presentes y las antiguas, verá fácilmente que, en todas las ciudades y en todos los pueblos, aparecen los mismos deseos y los mismos humores, y que ellos existieron siempre" (Maquiavelo 2003 151). Esta es una idea que persistirá incluso hasta el siglo XVIII, en el cual volverá a ser enarbolada por la filosofía ilustrada de la historia. Pero retomemos el hilo de nuestra argumentación: afirmar que el pasado puede aleccionarnos sobre ciertos asuntos, ayudándonos así a dirigir nuestras acciones, implica la suposición de que hay algo común entre los hombres de ayer y de hoy, más allá de las particularidades siempre accidentales que puedan diferenciarlos. Así, prescindiendo de las diversas apariencias que puedan adoptar y de las infinitas circunstancias en que puedan presentarse, los anhelos y temores son siempre los mismos. En otras palabras, las pasiones humanas son constantes e intemporales: podemos encontrarlas idénticas tanto en un ateniense del siglo V a. c., como en un cristiano del Medioevo, o en un florentino del siglo XV. Idénticos deseos y propósitos mueven a los hombres, y por eso, al acceder al conocimiento de las historias y al ver cómo alguno de ellos -fundamentalmente los más virtuosos- han logrado encaminarlos con éxito, nos da entonces buenas razones para imitarlos. Aunque también es válido lo contrario, es decir, el aprendizaje por vía negativa: puede además aprenderse, a partir de las experiencias malogradas, a no repetir los errores en los que han incurrido nuestros antepasados.

Ahora bien, una vez establecida la posibilidad de extraer del pasado preceptos para el presente y de la utilidad que a la acción puede prestar la historia, debemos plantearnos la siguiente cuestión: ¿cuál es el contenido de esta historia?, ¿cuál o cuáles, los objetos de la narración histórica? Maquiavelo no reconocerá sino uno: el objeto de la historia es la política. Lo único digno de ser contado y recordado, y de volverse así historia, es la actividad humana desarrollada en el campo de la política, porque sólo en cuanto ser político alcanza el hombre su máximo designio. Si el contenido de la historia no es nunca otro que el de la política, entonces el interés por aquella obedecerá a su vez a un interés político y no meramente cognoscitivo (lo cual se corresponde al mismo tiempo con la preeminencia que tiene para nuestro pensador la vita activa sobre la vita contemplativa). De este modo, quienes principalmente debieran estar familiarizados con el conocimiento de las historias son los príncipes y gobernantes. Desde esta perspectiva, la historia se convierte para Maquiavelo en la base de su pedagogía política.

 

Historia, repetición y libertad

Si la historia se despliega sobre todo en el suelo de lo político, y la acción política es prerrogativa exclusiva del hombre, entonces la historia constituye aquel ámbito donde únicamente pueden intervenir los hombres. Rotos los lazos con el cristianismo y manteniendo sus convicciones de un modo consistente con esta ruptura, Maquiavelo destierra de la historia todo supuesto de índole trascendente. Para San Agustín, precisamente, la historia humana estaba entretejida con los designios divinos, secreta y sabiamente dirigida por la Providencia.3 Esta idea perdurará en el pensamiento moderno y encontrará una formulación secularizada en las filosofías de la historia de Bossuet, Herder, Kant y Hegel, entre otros. Sin embargo, Maquiavelo permanecerá ajeno a esta tradición -cristiana- de pensamiento, estableciendo que no hay intervención divina o extrahumana en el transcurso histórico4 -aunque alguna que otra vez deje deslizar la palabra "providencia" en sus escritos-.

Así, los hilos de la historia sólo pueden ser hilvanados por manos humanas -cuyos fines, por lo demás, no pueden estar sino en este mundo-, y su trama está conformada tanto por sus torpezas como por sus aciertos. Los seres humanos son sus únicos protagonistas, y su carácter "natural" constituye el motor de los cambios históricos. ¿Pero cuáles son las notas definitorias de esta naturaleza humana de la que habla Maquiavelo? Ya hemos hecho mención de que, para este, es en la vida política donde alcanzan los seres humanos su más alta dignidad. Sin embargo, no debemos engañarnos y conjeturar que, junto con Aristóteles, supuso también que el hombre era zoon politikon de un modo esencial, es decir, que naturalmente experimenta el deseo y el placer de vivir junto con otros. En su Política, el Estagirita había dejado sentado que la asociación política estaba fundada sobre la philia, de modo que la sociedad humana podía ser entendida como una especie de amistad civil. Sin embargo, es claro que para Maquiavelo, en lugar de la concordia que Aristóteles establecía como vínculo natural entre los hombres, lo que prima es la discordia, de manera que "hace del conflicto el núcleo duro, irreductible, de las relaciones entre las personas y entre los grupos, y el motor de las transformaciones en la historia" (Rinessi 157).

Maquiavelo pone así en el centro de la historia -y, por ende, de la política- el conflicto, sentando sus bases teóricas como nadie anteriormente lo había hecho. Será este un legado fundamental para la modernidad, y se convertirá en un asunto de máxima importancia para las filosofías política y de la historia, respectivamente. La idea de conflicto, podemos agregar, no sólo está dada a partir de la constatación empírica que él mismo hace -pues ¿qué otra cosa es la historia y ese presente que le toca vivir sino el escenario de luchas facciosas, transformaciones violentas y pugnas por el poder?-, sino además por una particular caracterización de la naturaleza humana: a esta la mueven siempre móviles egoístas -expresados básicamente en el instinto de conservación y en la voluntad de dominio-, por lo que estaría siempre dispuesta, al menos en principio, a actuar en beneficio propio y, si fuera necesario, en perjuicio ajeno. Desde esta perspectiva, se abandona la visión de la naturaleza política del hombre: debajo de su vida civilizada laten impulsos que, lejos de instaurar la concordia, instalan el conflicto en las relaciones interpersonales y, por extensión, en las relaciones interestatales. Así, la política no sería más que un correctivo, una especie de fuerza coactiva tendiente a poner freno a esas fuerzas destructivas que impedirían toda vida en sociedad. Entonces, lejos quedamos aquí de la idea aristotélica de la política; ahora esta ha pasado a ser un mero artificio (Hobbes retomará más de un siglo después esta misma idea, y es en ella donde puede encontrarse la raíz de la concepción del Estado como "mal necesario").

Llegados a este punto debemos retomar la cuestión que hemos dejado planteada: si Maquiavelo admite alguna especie de legalidad al interior del decurso histórico. Ya dijimos que, al concebir la historia como magistra vitae, estaba suponiendo alguna especie de regularidad en el mundo humano sobre cuya base sería posible el aprendizaje en relación con el pasado. Hemos dicho también que esta regularidad estaría dada a partir de la postulación de una naturaleza humana uniforme: dado que las pasiones son invariables, es posible sacar del conocimiento de las historias preceptos para conducirnos con acierto. Pero ahora la pregunta es mucho más radical y mucho más espinosa, porque lo que se está planteando, en definitiva, es si en la historia hay novedad o repetición de lo mismo. Si el devenir histórico está sujeto a leyes y estas pueden ser aprehendidas por el entendimiento, entonces podrían predecirse con certeza hechos futuros, procediendo de este modo en forma análoga a las ciencias naturales. Si esto fuese así, la posibilidad de la novedad histórica quedaría seriamente puesta en entredicho, lo cual significaría ni más ni menos que poner en jaque la idea de libertad y la consiguiente posibilidad de introducir cambios al interior de la historia. Pero vayamos por partes.

En su análisis del tema, Romero establece que para Maquiavelo la regularidad histórica estaría dada por las transformaciones en la ordenación jurídico-política del Estado, las cuales se repiten una y otra vez:

Estas mutaciones, aunque son dolorosas para las generaciones de hombres que las presencian y no siempre es deseable el provocarlas, obedecen, en sus líneas generales, a una ley natural cuyo esquema sigue en Maquiavelo la serie dinámica de Polibio, elaborada sobre el pensamiento platónico-aristotélico. Así, a la monarquía inicial sigue la tiranía y luego, sucesivamente, la aristocracia, la oligarquía, la democracia y la demagogia, para volver a recomenzar el ciclo. (Romero 79)

El paso de una forma de gobierno a otra estaría dado por la corrupción de la ordenación política precedente, preparándose así el terreno para una nueva ordenación. Esta corrupción consistiría, según Maquiavelo, en la desaparición de la idea de bien común y en su supeditación al interés particular de los gobernantes o de los grupos en pugna por el poder. En la medida en que el pensador italiano es testigo de la demagogia y la disgregación imperantes en su tiempo, y en la medida en que cree en esta sucesión necesaria de una forma de gobierno a otra, puede apelar al retorno de la monarquía. Tal como puede constatarse en la historia de los pueblos, tras un periodo de caos y libertinaje en que la comunidad se halla desgarrada por intereses enfrentados, sobreviene una forma monárquica de gobierno, puesto que es la única capaz de restablecer el orden.

Luego de exponer estas consideraciones, Romero se pregunta si es que acaso esta creencia en una "sucesión natural" de las ordenaciones jurídico-políticas del Estado no entra en contradicción con la caracterización que el autor de la Historia de Florencia hace de ciertas singularidades históricas. A lo que responde:

Maquiavelo no llega nunca a considerar lo individual histórico como resultante de elementos irreductibles a una estructura general de la historia; en el cuadro general de la historia, lo individual histórico con sus particularidades finamente percibidas se entronca como una fase de un proceso homogéneo [...] (Romero 85)

Esto nos enfrenta con un problema de especial relevancia: si lo singular o lo particular quedan desdibujados en este proceso homogéneo y cíclico de las estructuras de gobierno, entonces ¿qué lugar queda para la contingencia y la libertad, para la posibilidad de introducir cambios radicales, de revolucionar la realidad existente? ¿Acaso niega Maquiavelo dicha posibilidad?

Aquí encontramos una inconsistencia teórica en el pensamiento maquiaveliano, inconsistencia que se manifiesta a partir de la aceptación de dos postulados que se contradicen en un punto: por un lado, la concepción legalista de la historia a la que acabamos de referirnos; por el otro, la idea de que la Fortuna -entendida en este caso como una potencia azarosa y contingente- gobierna la mitad de las acciones humanas. Muchas páginas se han dedicado a esta cuestión tan fascinante; al modo en que Maquiavelo habría concebido la fortuna y a las posibles variantes en su significación. La fortuna podría ser entendida como una especie de inteligencia directriz similar a la providencia, o como un ciego torrente independiente de la voluntad humana, o como una fuerza que no vendría a ser más que el producto de las intervenciones y creaciones humanas en la historia, por lo que en el fondo su existencia se reduciría a una ilusión. Más allá de todas estas posibles interpretaciones y de los argumentos que las sustentan, para los propósitos que aquí nos interesan nos detendremos en un sentido particular de la idea de "fortuna" que puede rastrearse en Maquiavelo: la idea de que la misma constituye un tipo de entidad autónoma que escapa del dominio absoluto del hombre.

De esta suerte, y aceptada esta particular concepción de la fortuna, podemos afirmar que para el autor de El Príncipe, el decurso histórico no sólo evidencia la "sucesión natural" y cíclica de los gobiernos, sino también la acción de la fortuna. Tomando también en esto como referencia a los clásicos, la misma es caracterizada como una ciega y gigantesca potencia que, de no ser contrarrestada por la previsión humana, puede provocar los más grandes estragos. Es la virtù, precisamente, la acción razonada conforme a fines, la única capaz de poner un freno a los embates de la fortuna. En el escenario de la historia, entonces, el historiador no ve sino el juego entre la fortuna y la virtù, esto es, los distintos modos en que los seres humanos hacen frente a lo que les sucede, a la realidad que les toca vivir; realidad que por su parte es siempre imprevisible y cambiante.

Resulta por demás interesante el hecho de que Maquiavelo, en el capítulo XXV de su obra más famosa, citado una y otra vez, le atribuya a la fortuna la potestad sobre la mitad de nuestras acciones, quedando la otra mitad -o casi- bajo nuestro dominio. De esto pueden extraerse dos consecuencias fundamentales de cara a la elucidación de su concepción de historia. Con la reflexión acerca del alcance de la virtù y la fortuna en la conducción de los asuntos humanos, él estaba reintroduciendo uno de los temas principales -si no el principal- de la metafísica occidental: la antinomia entre libertad y necesidad. ¿Somos dueños por completo de nuestros destinos? Si la fortuna dominara totalmente, la libertad se presentaría como un mero fantasma, pues hagamos lo que hagamos, tomemos las decisiones que tomemos, no podremos asumir nunca las riendas de nuestro destino, ya que la fortuna -imprevisible e inescrutable- lo hará por nosotros. Sin embargo, Maquiavelo no se atreve a ir tan lejos. En la medida en que cierta parte del curso de los acontecimientos depende de las acciones humanas, le está concediendo un lugar suficientemente importante a la libertad. Si bien hay una realidad independiente de la voluntad del hombre con la que este mismo choca, tiene la posibilidad, no obstante, de introducir en esta realidad ya "dada" un cierto orden, logrando a su vez modificar el estado de cosas con el que originariamente se había encontrado. Justamente porque Maquiavelo creyó en la capacidad -aunque no sea absoluta- que tiene el hombre para intervenir en el rumbo de los acontecimientos, ya sea instaurando un orden, ya sea destruyendo uno existente, podemos decir que la historia es el ámbito en el que se despliega la libertad humana, aunque aquel no le haya dado a esta idea una formulación precisa. Y podemos agregar también: dado que hay libertad, existe la posibilidad de la novedad histórica, del cambio imprevisto en el rumbo de los acontecimientos.5

En la medida en que de esta visión de las acciones humanas se desprende la posibilidad de la libertad, esto es, la posibilidad de establecer nuevos comienzos -para utilizar la terminología arendtiana- al interior de la historia, este supuesto entra en contradicción, como decíamos antes, con el modelo legalista de la sucesión de los gobiernos que Maquiavelo propone como clave para leer la historia. Pues este modelo supone una temporalidad cíclica y, en el fondo, una interpretación también cíclica de la historia, cuya filosofía sería: "No hay nada nuevo bajo el sol". De acuerdo con esta concepción, la historia no haría sino repetir, bajo diferentes máscaras, los mismos asuntos. Desde esa singular óptica quedaría por completo anulada la posibilidad del cambio y del progreso, y, por ende, de la novedad histórica. Probablemente Maquiavelo no hubiera aceptado esta consecuencia que se desprendía de los mismos supuestos que había adscrito como historiador6. Si lo hubiera hecho, habría renunciado al principio de la libertad humana, que para él consistía en el gobierno de la mitad de nuestras acciones, lo cual no es poco. Así, y a pesar de esta contradicción en el pensamiento maquiaveliano, es menester destacar aquí que podemos encontrar en él las bases -si bien endeblemente sentadas- que permiten sustentar una concepción de historia en cuanto ámbito de la libertad, ámbito en el que encuentran lugar la creación y el cambio, lo nuevo y lo imprevisible.

Pero analicemos ahora la contracara de este argumento, y es esta la segunda consecuencia que puede extraerse de la convicción según la cual la fortuna gobierna la otra mitad de las acciones. Miles de páginas se han escrito en relación con esta cuestión. Aquí la expondremos muy brevemente. Si la fortuna representa una fuerza exterior e incontrolable -al menos en gran parte-, entonces los hombres no sólo no tienen el dominio absoluto de sus acciones, sino tampoco el de sus consecuencias. Esto vendría a significar que "en el mundo mismo hay algo que siempre, inexorablemente, escapa a nuestros cálculos y a nuestra previsión" (Rinessi 54). Esta idea de que el mundo, en su fondo, se halla dominado por impulsos inconscientes e ingobernables alcanzará su máxima expresión, en opinión de Isaiah Berlin (cf. 2000), en el movimiento correspondiente al Sturm und Drang alemán. Pero no nos vayamos tan lejos. Al introducir la figura de la fortuna en el centro de sus reflexiones, Maquiavelo parece querer decir que la libertad humana choca con un límite infranqueable, lo cual, en un primer sentido, significaría que no podemos hacer corresponder del todo el mundo con nuestros propósitos, dado que innumerables veces su cumplimiento se ve impedido por factores externos. Pero también, y en un sentido más profundo, significaría que aun cuando calculemos de antemano las consecuencias de las acciones teniendo en cuenta los posibles vaivenes de la fortuna, el éxito de las mismas no está garantizado. Y esto es así, porque a pesar de la ciencia y del conocimiento, siempre quedarán en el mundo elementos ajenos a nuestra previsión y control. Tal vez sea esta una forma renovada de expresar que el Ser es caos.

Volviendo una vez más a Castoriadis, este dice que los griegos pudieron crear la democracia y la filosofía, no sólo porque no creyeron en determinaciones extrahumanas, sino también porque creyeron que el Ser fundamentalmente era caos. Es decir, dado que el universo no está totalmente ordenado, ni tiene un sentido claramente inteligible, pueden crearse la filosofía -que pregunta si tras ese desorden, esa falta de sentido, se esconde algún principio o algún orden- y la democracia -que intenta establecer un orden creando leyes y que sólo reconoce en el cuerpo ciudadano la fuente de la autonomía-. Y Castoriadis va aún más lejos: sólo sobre el telón de fondo de la visión del Ser como caos tiene sentido la política. Pues si el universo estuviese totalmente ordenado, ¿qué lugar le cabría a la reflexión sobre la justicia, sobre las mejores normas bajo las cuales vivir?, ¿qué lugar a la acción autónoma?, ¿qué lugar, en definitiva, a la intervención del hombre en la sociedad y en la historia? Trasplantando esta misma reflexión al interior del pensamiento maquiaveliano, podemos decir que, justamente por haber seguido pensando que el Ser es caos -en este caso mentado con la palabra "fortuna"-, es posible la libertad. Dado que el mundo no está previamente ordenado ni determinado, tenemos la posibilidad de hacerlo nosotros mismos, lo cual se convierte a su vez en la condición de posibilidad de la política y de la historia.


1 Bajo esta misma premisa, José Luis Romero redacta un libro llamado precisamente Maquiavelo historiador, en el que se analizan los supuestos fundamentales de su concepción histórica e historiográfica, y el modo en el que estos se hallan entramados con los de su visión de la política. Vale destacar que este ensayo ha sido de gran ayuda para el análisis del tema que aquí emprendemos.

2 Nótese que Nietzsche, más de tres siglos después, reivindicará para la historia idéntica función, aunque bajo motivaciones por completo diferentes. Es en Sobre utilidad y perjuicio de la historia para la vida, donde, criticando el historicismo reinante de la época junto con su "exceso" de historia, intenta desvincular a esta última del problema del conocimiento, para subordinarla a una filosofía de la vida con finalidad práctica. Así, la historia tiene sentido en la medida en que pueda servir a la vida, en la medida en que no obstaculice y deje florecer la creación en el presente. En su ocupación con la historia, Nietzsche desplaza el acento desde el conocimiento a la acción.

3 Según Karl Löwith, es en esta teodicea de la historia, esbozada por vez primera por san Agustín, donde reside la raíz última de la moderna filosofía de la historia. Tras el proceso de secularización que se inicia a fines del Medioevo, el reino celestial del que hablaba aquel se vuelve terrestre, y así, en vez de hablarse del "Juicio Final" y del advenimiento del "Reino de los cielos", comenzará a hablarse de un "fin" de la historia inmanente a la historia misma: la sociedad cosmopolita para Kant, la sociedad sin clases para Marx, por nombrar los ejemplos más conocidos.

4 En este punto queremos destacar que Castoriadis, en su artículo "La polis griega y la creación de la democracia", dice que los griegos pudieron crear la democracia y la filosofía porque no creyeron en determinaciones extrahumanas responsables en primer grado de lo que sucediera en la historia. No hay leyes divinas, ni naturales, ni históricas, que prescriban el modo en que el mundo humano ha de ser organizado. Los griegos fueron los primeros en tomar viva conciencia de este hecho, y por eso lograron interesarse por la política, por la búsqueda de las leyes justas bajo las cuales vivir. Según Castoriadis, sólo sobre la base de esta creencia -no hay determinaciones extrahumanas en el mundo humano- es posible y tiene sentido la política. Siguiendo esta línea argumentativa, puede afirmarse que en Maquiavelo vuelven a aparecer - tras una prolongada ausencia en el cristianismo- tales supuestos sustentados por la mentalidad griega: como el mundo no está previamente sujeto a legislación alguna, es necesario que los hombres lo ordenen estableciendo leyes.

5 Es Hannah Arendt quien quizá le ha dado a este principio la expresión más bella: la libertad consiste en la capacidad que tiene el hombre de empezar siempre de nuevo, de generar un nuevo comienzo (Anfang) en el orden de los acontecimientos, y cuyo rumbo, de ahora en más, ya no podrá preverse. Un nuevo comienzo irrumpe en una serie causal de hechos como por una suerte de "milagro".

6 Volviendo a Romero, este dice que la debilidad central de Maquiavelo en cuanto historiador se resume en el hecho de que aborda la historia desde una especie de a priori político -dado por esa sucesión y estructura de los gobiernos-, lo cual le impide captar las singularidades propiamente históricas; todavía más: dice que el teórico político termina eclipsando al historiador.


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