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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.143 Bogotá May/Aug. 2010

 

LA REPÚBLICA IMPOSIBLE

The Impossible Republic*

 

OLOF PAGE
Pontificia Universidad Católica de Chile
opage@uc.cl


Artículo recibido: 19 de octubre de 2009; aceptado: 11 de noviembre de 2009.


RESUMEN

La filosofía política de Philip Pettit es uno de los mayores intentos contemporáneos por elaborar una completa teoría republicana acerca del buen gobierno. En la base de este republicanismo se encuentran dos supuestos, a los que, por lo demás, ha adherido, de distintas maneras, la tradición republicana en general. Primero, que los seres humanos son capaces de generar civilidad o virtud cívica y, segundo, que los seres humanos son intrínsecamente corruptibles, es decir, dadas ciertas condiciones, ejercerán el poder arbitrariamente. El artículo busca mostrar que ambas afirmaciones no son compatibles y que, en consecuencia, al nivel de supuestos fundamentales, esta teoría republicana del gobierno debe ser repensada.

Palabras clave: republicanismo, civilidad, corruptibilidad, confianza.


ABSTRACT

The Philip Pettit's political philosophy is one of the most important contemporary efforts to elaborate a complete republican theory about the good government. At the base of this republicanism there are two assumptions to which republican tradition, in general, has adhered in different ways: first, human beings are capable of generating civility or civic virtue, and second, that human beings are intrinsically corruptible, meaning that, under certain conditions, they will exercise power arbitrarily. The article attempts to show that these statements are incompatible, and that, therefore, at the level of the fundamental assumptions, this republican theory of government must be rethought.

Key words: republicanism, civility, corruptibility, trust.


En la tradición republicana la virtud cívica es considerada una condición esencial para la salud de la comunidad política. Sin la ayuda de la virtud cívica -lo que Maquiavelo llamaba i buoni costumi- las leyes corren el peligro de ser letra muerta, y las instituciones, cuerpos sin vida. Esa misma tradición republicana también cree que, sin los necesarios mecanismos de control institucional, quienes detentan el poder político lo ejercerán inevitablemente de manera arbitraria. Hay buenas razones para creer en la salud de la república, pero también hay buenas razones para creer que esa república está inevitablemente expuesta a la enfermedad.

Philip Pettit, uno de los más destacados teóricos del republicanismo contemporáneo, se adhiere a este punto de vista -que podríamos llamar dualista-, conformado por una dimensión optimista (los seres humanos pueden desarrollar virtud cívica o civilidad) y por una dimensión pesimista (dadas ciertas condiciones, los seres humanos ejercerán el poder arbitrariamente). El trabajo de Pettit puede ser considerado uno de los mayores intentos contemporáneos por desarrollar una completa teoría republicana del gobierno con claras aspiraciones normativas. Creo que el éxito de esas aspiraciones normativas depende, en buena parte, de la adecuada relación entre la dimensión optimista y la pesimista. Por esta razón, en lo que sigue, mi interés es discutir algunos aspectos que tienen relación con la manera que tiene Pettit de articular ambas dimensiones. Sostendré que estas dimensiones no son compatibles y que, en consecuencia, una de las dos debe ser abandonada o, en el mejor de los casos, modificada. Esto significa, entonces, que si es verdad que, dadas ciertas condiciones, los seres humanos ejercerán el poder arbitrariamente, dicha verdad no es compatible con la existencia de una de las propiedades que el mismo Pettit considera distintiva de la civilidad y de la condición de posibilidad de la república: la confianza.

No es mi intención extender el alcance de estas reflexiones a la relación entre virtud cívica y ejercicio del poder en otros exponentes de la tradición republicana. Si bien es cierto que la virtud cívica ocupa un espacio central en el pensamiento político republicano1, la manera en la cual Pettit la concibe tiene ciertos rasgos propios -por ejemplo, el énfasis en la confianza como aquello que posibilita su existencia- que justifican y demandan un tratamiento particular.
 
Con el fin de establecer claramente el contexto desde el cual surge la objeción al dualismo de Pettit, es necesario fijar previamente una serie de puntos. Con este propósito, en las páginas que siguen procederé de la siguiente manera. En la sección i se expondrá brevemente la que puede ser considerada una de las piezas centrales del republicanismo de Pettit: el ideal de la libertad como no-dominación.

Como veremos, es con respecto de dicho ideal que la civilidad cumple un papel fundamental. En las secciones ii y iii se abordarán las dimensiones optimista y pesimista. En la sección iv se introducirá la historia del anillo de Giges, tal y cual figura expuesta en La República de Platón y que Pettit usa en reiteradas ocasiones para ilustrar la dimensión pesimista. Con esto se habrá completado la descripción del dualismo de Pettit y se pasará a elaborar, en la misma sección iv, la objeción que cuestiona la plausibilidad de dicho dualismo. La sección v tiene por objeto, primero, volver sobre la misma objeción, enfatizando ciertos aspectos que espero ayuden a entender su alcance, y segundo, examinar la posibilidad de modificar la dimensión pesimista, con el fin de sortear la objeción planteada.

Por último, no quisiera que la crítica realizada a este aspecto del republicanismo de Pettit fuera vista como un mero dispositivo para detectar incompatibilidades dentro de una teoría particular, de manera que quien no tuviera interés en esa teoría particular tendría, por ese motivo, una buena razón para no leer este ensayo. Creo que la teoría de Pettit ofrece la posibilidad -pocas veces vista, a mi juicio- de analizar con cierto nivel de detalle un concepto clave para la filosofía política en general y, desde luego, para la tradición republicana en particular -como lo es el concepto de virtud cívica- que a menudo es invocado, pero pocas veces tratado con el nivel de profundidad que demanda la importancia del concepto. Me parece que es justamente esta importancia la que hace que la posible relevancia de la objeción planteada en este ensayo pueda quizás exceder, en una medida que no pretendo precisar, la teoría republicana del propio Pettit. De todas formas, si no fuera este el caso y la objeción de la incompatibilidad funciona, esto significaría que una de las más potentes teorías republicanas contemporáneas debería ser revisada, en lo que se refiere a sus supuestos fundamentales.

 

I. La libertad como no-dominación

Como es bien sabido, la tradición republicana se ha articulado históricamente en torno a motivos como la libertad, la participación política, la virtud cívica y la preocupación por el ejercicio arbitrario del poder, pero la manera específica en la que estos motivos han sido tratados ha generado, dentro de esta tradición, dos corrientes diferentes. La primera -identificada en el ya clásico libro de J. G. A. Pocock (1975)- adhiere a la preocupación aristotélica por la vida buena y defiende la conexión entre la participación política y el pleno desarrollo de la naturaleza del ser humano en cuanto "animal político". Recientemente, debido en parte a los trabajos de Michael Sandel (1996) y Charles Taylor (1979), se le ha dado a esta corriente el nombre de "humanismo cívico neo-ateniense". La otra corriente -que ha recibido el nombre de "neo-romana"- tiene como figura emblemática al orador romano Cicerón y hace de la libertas su preocupación central. Quintin Skinner (1998) ha pretendido mostrar que la tradición del republicanismo neo-romano dispone de una concepción de la libertad que se distingue tanto de la concepción positiva de la libertad, que la entiende como la autorrealización derivada de la vida en comunidad, como de la interpretación negativa, vinculada al liberalismo clásico, que la entiende como mera ausencia de interferencia. El propio Pettit se inscribe a sí mismo dentro de la tradición neo-romana y hace de la libertad como no-dominación su ideal distintivo. Es oportuno, entonces, que expongamos brevemente esta manera de entender la libertad que el republicanismo de Pettit busca defender, entre otras cosas, para poder introducir adecuadamente la noción de "ejercicio arbitrario del poder". Además -como veremos en la sección siguiente-, una comprensión general del ideal de la libertad como no-dominación nos permitirá entender mejor el papel fundamental de la civilidad, pues, según Pettit, los ciudadanos podrán gozar de la libertad así entendida en la medida en que, entre otras cosas, exista civilidad.

Mientras que para la tradición liberal hablar de libertad significa hablar de ausencia de interferencia, la tradición republicana, y el republicanismo de Pettit en particular, afirman que dicho criterio es insuficiente porque no dispone de las herramientas para considerar moralmente objetable ciertas relaciones en las cuales no existe interferencia pero sí dominación. Uno de los ejemplos que frecuentemente se dan para ilustrar el punto es el del esclavo que tiene la fortuna de tener un amo comprensivo que, de hecho, no interfiere con su vida pero que, si quisiera, podría hacerlo. Desde el punto de vista de la concepción liberal, deberíamos decir que el esclavo goza de libertad, pues, de hecho, el amo no interfiere en su vida. Desde el punto de vista de la interpretación republicana deberíamos decir que no, porque el amo tiene la capacidad para interferir arbitrariamente si así lo quisiera; lo que significa que, a pesar de que no interfiere en la vida del esclavo, sí lo domina.2 Que la dominación se defina por la existencia de una capacidad de intervención arbitraria -sea esta ejercida o no- significa que una persona domina a otra cuando puede interferir a partir de un "interés o una opinión no necesariamente compartidos por la persona afectada" (Pettit 1997 41), y puede hacerlo a "su arbitrio y con impunidad" (Ibid.). Esto significa que puede haber dominación sin que haya interferencia -como en la relación entre el amo y el esclavo- e interferencia sin que haya dominación. Este último sería el caso cuando, por ejemplo, le permito a una persona o institución interferir, con el propósito de que cumpla un fin específico por mí establecido y aceptado, y a condición de que lo haga dentro del respeto de mis creencias. No hay dominación si, en caso de que la interferencia no satisfaga estas condiciones, existe la posibilidad de bloquearla o de imponer un castigo que puede tener, además, un efecto disuasivo. El bloqueo o la imposición del castigo pueden ser ejercidos tanto por mí como por un tercero (Pettit 1997 42). Bajo estas condiciones, argumenta Pettit, existe interferencia pero no dominación.3

Ya que el propósito último, a partir del cual deben ser evaluadas las instituciones políticas y la sociedad civil, es que los ciudadanos puedan alcanzar el estatus de no-dominación, es decir, ya que no se trata sólo de la ausencia de interferencia actual respecto de ciertos cursos de acción específicos, sino de alcanzar una condición que se caracteriza por la ausencia de la capacidad de interferencia arbitraria, la libertad como no-dominación demanda que nuestra atención no se dirija sólo al ejercicio arbitrario del poder estatal (imperium), sino también al ejercicio arbitrario del poder privado (dominium). Esto significa que la dimensión pesimista no debería hacer referencia únicamente al posible ejercicio arbitrario de poder por parte de quienes ejercen cargos políticos, sino también al posible ejercicio arbitrario de poder que puede darse dentro de cualquier relación -de ahí, como veremos, la importancia de la civilidad como instrumento para evitar el ejercicio arbitrario de poder en esferas que no están cubiertas por la legalidad-.

Con el fin de contener los posibles efectos derivados del ejercicio arbitrario del poder en la esfera político-estatal, es necesario contemplar, en el nivel constitucional, mecanismos de control que eviten que este sea ejercido de manera arbitraria; mecanismos como el imperio de la ley, la dispersión del poder y el principio contra-mayoritario (Pettit 1997 300). Con el fin de evitar que el poder sea ejercido arbitrariamente en el ámbito de las relaciones interpersonales en general, la civilidad se convierte en una herramienta indispensable e irremplazable.

 

II. Corruptibilidad y civilidad
 
Uno de los rasgos distintivos de la tradición republicana ha sido su especial preocupación por el vínculo entre la posesión de poder y su posible ejercicio arbitrario. Respecto de este vínculo, el republicanismo ha tenido una visión decididamente pesimista. Según Montesquieu, por ejemplo, "es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites" (Montesquieu IX 4 205). Según Pettit, debemos considerar que, en posiciones de poder y dadas ciertas condiciones, las personas tienden a privilegiar su interés personal o el interés del grupo al que pertenecen, y establecen así relaciones de dominación con los demás. Esta es -como lo señalábamos en la introducción- la dimensión pesimista que caracteriza el dualismo de Pettit (1997). Los mecanismos de control del poder son necesarios porque las personas, si bien no son corruptas, son "intrínsecamente corruptibles", es decir, "aunque pueden tomar efectivamente decisiones propias e imparcialmente fundadas, no puede confiarse que sigan haciéndolo a falta de trabas y controles puestos a su posible abuso de poder" (274). Llamaré a esto "la tesis de la corruptibilidad". La razón de por qué esta tesis le parece a Pettit más convincente que la tesis de la corrupción tiene relación con la simple constatación de la existencia de un ethos de comportamiento público que hace que, de hecho, en más de una ocasión posterguemos la satisfacción de nuestro propio interés, en pos del interés común, o que seamos sensibles a lo que se espera de nosotros "y lo que requiere el juego limpio o la amistad" (281). Según Pettit, "sería un milagro que esa imagen que tenemos en relación con nosotros mismos y con los demás anduviera profundamente errada" (282).

Dada la tesis de la corruptibilidad, deberíamos entender el Estado de Derecho -en cuanto mecanismo de control del ejercicio del poder- como una condición necesaria para conseguir el estatus de no-dominación que demanda el ideal republicano. Pero, como ya lo anunciábamos, el Estado de Derecho republicano, con sus leyes e instituciones, no es suficiente para garantizar la condición de nodominación porque, en ausencia de civilidad, las personas tenderán a no respetar la ley, toda vez que el no hacerlo les proporcione más beneficios que costos (Pettit 1997 319). Bajo estas condiciones el cumplimiento de la ley dependerá de las circunstancias y no será una herramienta eficaz para instaurar de manera estable el estatus de nodominación. Además, y esto resulta particularmente importante para nuestros propósitos, existen, según Pettit (1997), espacios -"esquinas oscuras" (319)- no cubiertos por la ley, en los que, de no existir civilidad, predominaría la dominación de unos sobre otros.4 La existencia de civilidad hace que la consideración y el respeto en virtud de los cuales debemos conducirnos no dependan de la efectividad del derecho, sino de una "inclinación interior fiable, tal vez inconsciente" (319). Por tanto, las personas podrán gozar efectivamente de un estatus de no-dominación, si existen también normas de civilidad republicana que vayan en apoyo de leyes e instituciones. De esta forma, la civilidad contribuye a algo de extrema importancia: la estabilidad de la república. Justamente por esta razón es que las leyes, según Pettit, necesitan "fundarse" (337) en dichas normas. Sólo esta relación entre normas de civilidad y ley puede garantizar que la comunidad política alcance efectivamente la condición de no-dominación. Esta manera de caracterizar la relación entre norma y ley es de especial importancia porque evidencia la condición no-institucional de la civilidad -es decir, el hecho de que su existencia no es el efecto de la presencia de mecanismos de control institucional-, y con ella, su carácter de fundamento de la república, pues es justamente la existencia de esas normas lo que sirve de criterio, en último término, para calificar el diseño institucional como republicano. Si la civilidad funda la república institucional, entonces no puede ser el mero producto de esta.

Existen, por tanto, normas de civilidad cuando quienes adoptan dichas normas no son hostiles al bien común, sino que, por el contrario, despliegan un carácter que puede ser descrito como públicamente orientado (Pettit 1997 318), es decir, una disposición -culturalmente reforzada- al reconocimiento mutuo y una sensibilidad permanentemente atenta a denunciar el ejercicio arbitrario del poder (Pettit 1997 314). Me parece que, ni ese carácter, ni esa disposición y sensibilidad deben ser entendidos como el producto de la institucionalidad republicana. El lenguaje casi intimista que usa Pettit para describir la civilidad -como "inclinación interior fiable"- no permite entenderla como el producto o la creación pura de las instituciones.5

 

III. Confianza y civilidad

Para entender claramente en qué sentido la civilidad es fundamento de la república y causa fundamental de su estabilidad, resulta de vital importancia explicar cuál es la relación entre civilidad y confianza. Pettit sostiene que la existencia de civilidad o virtud civil supone que las personas confían regularmente unas en otras para poner en obra los compromisos derivados de las normas republicanas de conducta (1997 339). La clase de confianza de la que se está aquí hablando es de tipo personal: "confiamos en que alguien se comportará de determinada manera, porque pensamos que la percepción de nuestra confianza activará una disposición a cooperar -o dígase: disparará su virtud cívica-, haciéndole así a esa persona más atractiva esta forma de conducta" (Pettit 1997 338). Esto significa que las razones que tenemos para confiar personalmente en alguien no tienen relación con la presencia de sanciones u otro tipo de condiciones que pudiesen asegurar, más o menos, que la persona en la que se confía responda efectivamente a dicha confianza, sino que tienen que ver más bien con la existencia de ciertas propiedades de su carácter que motivan -adecuadamente, creemos- nuestro acto de confianza. No deberíamos decir que confiamos en alguien personalmente porque creemos que, dada la presencia de ciertas disposiciones legales, por ejemplo, esa persona no nos defraudará. Confiamos en alguien personalmente porque esa persona nos parece confiable.

Entonces, el tipo de sociedad civil presupuesta por la república institucional "es una sociedad en la que, previsiblemente, la confianza existirá y prosperará" (Pettit 1997 337). Si existe una civilidad ampliamente difundida, eso quiere decir que existe también el tipo de confianza señalado. Esto es lo que deberíamos entender por un orden político y jurídico "decente" (Id. 338): uno en el cual existen dosis importantes de confianza y una vida cívica relativamente intensa. Es esta forma de concebir la confianza la que permite ver de manera algo más específica en qué sentido la civilidad tiene como elemento central el ser públicamente orientada. La existencia de confianza personal entre los ciudadanos se traduce en una vida cívica en la que se generan relaciones y se persiguen fines comunes que van más allá del entorno familiar, pero, según Pettit, más acá de los auspicios de un Estado coercitivo (1997 338).

La intensidad de esta vida cívica se expresará en la existencia de asociaciones, clubes y, particularmente, movimientos sociales enfocados hacia ciertos aspectos del bien público considerados como relevantes. Muchas veces son estos movimientos los que permiten identificar y articular nuevas causas jurídicas y, además, identificar y denunciar a quienes ejercen el poder de manera arbitraria. Si se da entonces entre los ciudadanos confianza mutua, esto permitirá que se desarrolle una identificación natural entre ellos y, como consecuencia, existirá "un compromiso espontáneo con todo aquello que pueda servir para promover los intereses compartidos" (Pettit 1997 339). Esto nos posibilita entender mejor por qué, según Pettit, la civilidad nos capacita para estar alertas, para detectar a tiempo -como una "alarma de incendio" (Id. 324)- las llamas que ponen en peligro la existencia de la república. El precio que hay que pagar por la libertad como nodominación es la vigilancia perenne (Pettit 1997 324).6

 

IV. El anillo de Giges y la objeción de la incompatibilidad

Ya que los seres humanos somos intrínsecamente corruptibles, la ausencia de mecanismos que controlen el ejercicio del poder sería equivalente, según Pettit, a disponer del anillo de Giges. Veamos, en términos generales, en qué consiste la historia del anillo. Una vez introducida la historia habremos completado la descripción de la dimensión optimista y de la pesimista, y esto nos permitirá presentar, a continuación, la objeción que pretende cuestionar la posible compatibilidad de ambas dimensiones.

Como se recordará a partir de lo dicho en el Libro ii de La República de Platón, el anillo de Giges tiene un poder especial: nos puede hacer invisibles. ¿Qué harían las personas justas e injustas, se pregunta Glaucón, si dispusieran de este anillo? ¿Se comportaría el justo de manera distinta al injusto? Esta historia pretende ser, según Glaucón, una "buena demostración de que nadie es justo voluntariamente, sino por fuerza y hallándose persuadido de que la justicia no es buena para él personalmente; puesto que, en cuanto uno cree que va a poder cometer una injusticia, la comete" (360c-d).7 El anillo mostraría que, cuando es usado tanto por el justo como por el injusto, "sorprenderemos al justo recorriendo los mismos caminos que el injusto" (359c). Y esto sería así porque el justo, al igual que el injusto, es "impulsado por el interés propio, finalidad que todo ser está dispuesto por naturaleza a perseguir como un bien, aunque la ley desvíe por fuerza esta tendencia y la encamine al respeto de la igualdad" (Ibid.). El anillo de Giges pondría en evidencia disposiciones esenciales de la naturaleza humana que la ley esconde mediante la coerción.

Esta historia, en su condición de experimento mental, pretende aislar las motivaciones que podrían justificar nuestro deseo de actuar conforme a la justicia, con el fin de establecer si es nuestro miedo a la sanción lo que nos hace actuar conforme a ella o si, cuando actuamos justamente, lo hacemos independientemente de las sanciones. En el primer caso, la justicia tendría un valor instrumental; en el segundo, un valor intrínseco. Glaucón busca mostrarnos que la justicia tiene para todos nosotros sólo un valor instrumental: sin el anillo nos comportamos de manera justa sólo porque nuestras acciones son detectables.

La objeción de la incompatibilidad

El recurso frecuente (al menos seis veces), por parte de Pettit, a la historia del anillo de Giges para graficar la tesis de la corruptibilidad y justificar la necesidad de los mecanismos de control del ejercicio del poder amerita que nos preguntemos lo siguiente: ¿en qué sentido podría decirse que quien se adhiere a esa concepción de la naturaleza humana que el anillo no hace más que poner de manifiesto podría tener también una concepción optimista de ella? Es posible que el término optimista haga referencia aquí a la capacidad que tendría el ser humano de sobreponerse, en alguna medida, a la corruptibilidad. Pero, si así fuera, esta manera de entender el punto no resultaría del todo plausible, porque la corruptibilidad no es entendida por Pettit (1997 274) como un mero estado transitorio -por tanto, eventualmente superable-, sino como una condición permanente, cuyo reconocimiento es signo de "realismo", y que justifica el que pensemos el orden político de una determinada manera. Si dicho orden no contemplase esta condición permanente, es decir, si no fuera realista, las instituciones políticas "naufragarían frente al vicio". Puede establecerse con claridad entonces que la idea que tiene Pettit de la naturaleza humana es pesimista en lo que refiere a la "capacidad de los seres humanos para abusar del poder". ¿En qué consistirá la idea optimista que también tiene Pettit acerca de la naturaleza humana?8

Es más bien poco lo que Pettit afirma acerca de lo que entiende por optimismo, y esta es una cuestión que, dada la importancia del asunto (i.e. su vínculo con la civilidad), se le podría reprochar. Pettit sólo señala que el optimismo tiene relación con la naturaleza humana en cuanto tal y que, más específicamente, dicho optimismo se refiere, por ejemplo, al hecho de que las personas "pueden tomar efectivamente decisiones propia e imparcialmente fundadas" (1997 274). Por otra parte, el punto de vista pesimista se basa -como veíamos- en la creencia de que no puede confiarse en que las personas sigan tomando decisiones de manera imparcial, "a falta de trabas y controles puestos a su posible abuso de poder" (Ibid.). El tomar decisiones en forma imparcial, es decir, decisiones que pudiésemos calificar como públicamente orientadas, es esperable sólo en un contexto regulado. Allí sí podríamos confiar en que la imparcialidad es posible. Para nuestros fines, es muy importante señalar que en este caso se trataría de un tipo de confianza de carácter impersonal (Pettit 1997 338), es decir, de una confianza que es el efecto directo de la presencia de trabas y controles.9 El punto es que este es justamente el tipo de confianza que no forma parte esencial de la civilidad, tal y como Pettit la entiende. La confianza que caracteriza a la civilidad no tiene relación con la presencia o ausencia de restricciones o sanciones -la presencia o ausencia del anillo de Giges, o del Estado coercitivo-, sino que, como hemos visto, se basa en una disposición interior y en la existencia de un cierto tipo de sensibilidad, en las cuales las leyes deben fundarse. Creo que no parece del todo correcto afirmar que existe confianza personal entre los ciudadanos porque existen mecanismos de control institucional que aseguran que las personas respondan de manera adecuada a los actos de confianza, exactamente de la misma manera en que no parece correcto decir que yo confío en que tú, después de comprar lo que te pedí, me traerás el dinero que sobre, porque también te pedí que, por favor, me trajeras la boleta de la compra. Si te pido la boleta de la compra para asegurarme de que el dinero que sobra es el que corresponde, esto significa que, al menos respecto de este punto, simplemente no confío en ti. La confianza personal tiene un valor comunicativo que no es compatible con el valor comunicativo que tienen los mecanismos de control. Confiar en alguien respecto de algo significa ponerse en sus manos respecto de ese algo -otorgarle "poderes discrecionales" (Baier 1991 119)- y aceptar el riesgo que eso implica.

Además, según Pettit (1997), la existencia de civilidad implica "la fidelidad a las normas cívicas como un ejercicio en la derrota del yo" (334). Esto significa que "las normas de civilidad necesarias para pro-mover la libertad como no-dominación son normas de solidaridad con otros" (335), y que un nivel saludable de vida civil en la sociedad implica la existencia de una "pauta sostenida de confianza mutua" (339). Pero, dada la adhesión de Pettit a la tesis de la corruptibilidad, es lícito concluir que, en ausencia de los controles y sanciones que impone la ley, no cabe esperar ni fidelidad ni solidaridad ni confianza mutua, es decir, no cabe esperar civilidad. Este punto es visto con mayor evidencia todavía si recordamos que las actitudes cívicas -como la consideración y el respeto- se dan plenamente "cuando es de presumir que la civilidad cristaliza sobre bases espontáneas, no en el deseo estratégico de algún otro fin: ni siquiera en el deseo mismo de consideración y respeto" (329). Si la tesis de la corruptibilidad es verdadera -si es verdad que todos nos comportaríamos de manera injusta cuando tenemos el anillo de Giges-, esas bases espontáneas simplemente no podrán existir. La verdad de la tesis de la corruptibilidad sería, en la práctica, una razón para no confiar. Confiamos personalmente en alguien cuando creemos tener buenos motivos para esperar de esa persona un cierto tipo de comportamiento, y cuando dichos motivos no tienen relación con la presencia de sanciones que nos pudiesen asegurar que la persona se comporte de la manera esperada. Confiar significa decidir depender de esa persona y creer que el riesgo que podríamos correr con otros, en esas mismas circunstancias, no lo corremos con ella, o lo corremos en menor medida. Me parece razonable entender las cosas de este modo bajo la asunción -bastante compartida- de que, para que existan prácticas continuas de cooperación confiada, las personas deben estar motivadas a entrar en ese tipo de relaciones.10 La gente no entrará en este tipo de relaciones, si cree tener motivos para suponer que la otra parte podría defraudarla. Ver al otro como corruptible es un motivo para creer que puede defraudarnos y para no establecer, por tanto, una relación de cooperación confiada con él.11
 
De manera resumida, el problema podría formularse de la siguiente manera. El ser humano es intrínsecamente corruptible. Esto significa que, en ausencia de trabas y controles, el ser humano es corrupto (o tiende a desarrollar hábitos de corrupción).12 Luego, en este escenario -i.e. en ausencia de trabas y controles- no es razonable esperar que también se establezcan relaciones de confianza personal entre las personas. Ahora bien, la civilidad implica confianza personal, es decir, que exista civilidad significa que existe confianza personal. Deberíamos concluir entonces que, en ausencia de trabas y controles, no podemos razonablemente esperar que existan normas de civilidad, puesto que las personas, en la medida en que se ven unas a otras como intrínsecamente corruptibles, no disponen de buenas razones para confiar unas en otras.

No sólo parece plausible afirmar que, dada la tesis de la corruptibilidad, en ausencia de trabas y controles la confianza personal no existirá, sino que además, como lo veíamos hace algún momento, en presencia de trabas y controles el tipo de confianza que pudiese generarse, debido a esa presencia, no será de carácter personal, sino más bien de carácter impersonal. De manera que si la tesis de la corruptibilidad es verdadera, la confianza personal no existirá, bien sea debido a la ausencia de mecanismos de control, bien se deba a la presencia de ellos.

Se podría pensar, por otra parte, que una posible manera de hacer frente a esta objeción es ofrecer una explicación de la conexión posible entre ley y norma cívica, con el fin de sostener que allí donde no hay virtud cívica -dada la verdad de la tesis de la corruptibilidad-, la ley y las instituciones la pueden crear.13 Para nuestros fines, lo importante es constatar que es el propio Pettit quien señala que de eso se sabe poco o nada, y que, en consecuencia, sólo podemos pensar qué es lo que, desde el punto de vista de la ley y de las instituciones, no habría que hacer para que el "buen patrimonio de civilidad", que suponemos como existente, no disminuya o desaparezca (1997 328).14 De todas for-mas, aun si Pettit ofreciese una explicación plausible de la conexión causal entre ley y norma cívica, con el fin de dar cuenta de la existencia de civilidad, estaríamos en presencia de un tipo de civilidad cuyas relaciones de confianza no serían de carácter personal, sino, como ya lo hemos señalado, de carácter impersonal. No estoy sosteniendo con esto que toda vez que pudiese llegar a constatarse que existe una relación causal entre ley y normas de civilidad -i.e. casos en los que la institucionalidad genera civilidad-, la confianza que caracteriza a esas normas de civilidad sea impersonal porque ha sido generada por la institucionalidad. La confianza en cuestión es impersonal en la medida en que la razón para confiar tiene directa relación con la existencia de mecanismos de premios y sanciones de carácter institucional. La posible relación de causalidad entre la institucionalidad y la civilidad es, en este sentido, secundaria respecto de la calificación de la confianza como personal o impersonal.

Si se sostuviese, como otra posible manera de hacerle frente a la objeción planteada, que la tesis de la corruptibilidad sólo tiene relación con el ejercicio del poder político-institucional, se debería replicar señalando que, en el caso de Pettit, no existe razón alguna que legitime la limitación de la tesis de la corruptibilidad a la esfera político-institucional. Afirmar que la tesis de la corruptibilidad es aplicable sólo al ejercicio no controlado del poder estatal, es decir, sólo al imperium, no soluciona las cosas, ya que, como resulta evidente, las situaciones de poder que pueden ser fuentes potenciales de dominación no se refieren únicamente al ejercicio del poder estatal, sino al ejercicio de cualquier forma de poder que pudiese tener como efecto la dominación de una persona sobre otra, desde la relación gobierno-gobernados hasta la relación marido-mujer. El término corruptibilidad no debería hacernos considerar sólo las aplicaciones institucionales que este tiene. La fuerza del ideal de la libertad como no-dominación radica precisamente en la extensión de casos que es capaz de cubrir (que lo político no se agota en lo estatal). Por lo demás, los ejemplos dados por Pettit para ilustrar esta idea (1997 89) son bastante claros. Puede haber ejercicio arbitrario del poder en la relación entre padre e hijo, en la medida en que, en ausencia de los debidos mecanismos de control, los padres "disfrutarán de un poder subyugador" sobre sus hijos. Lo mismo puede suceder en el caso de las mujeres maltratadas, víctimas del poder subyugador de sus maridos, o en la relación entre directivos y trabajadores.

Con todo lo anterior no estoy sosteniendo que, de hecho, no sea posible constatar la existencia de normas cívicas como las descritas por Pettit, sino que, si existen (o si las suponemos como existentes), entonces la tesis de la corruptibilidad no sería verdadera, o al menos las personas no creerían que esa tesis sea verdadera, porque de lo contrario difícilmente establecerían el tipo de relaciones que la existencia de civilidad demanda.

Entonces resulta difícil entender cómo podríamos llegar a confiar unos en otros regularmente -que es lo que demanda la existencia de civilidad-, si nos consideramos unos a otros intrínsecamente corruptibles. Lo que estoy afirmando -dada la incompatibilidad entre las dimensiones pesimista y optimista- es que, si nos vemos unos a otros como intrínsecamente corruptibles no estaremos en presencia de una sociedad en la cual "la gente establezca vínculos de confianza" (Pettit 1997 318).15

 

V. Confianza y mano intangible

Por último, podría ser oportuno examinar brevemente si una posible modificación de la tesis de la corruptibilidad ayudaría a resolver la objeción de la incompatibilidad. Como lo hemos visto, si la tesis de la corruptibilidad es verdadera, esto significa que, en ausencia de los debidos controles, los seres humanos -todos los seres humanos, según Glaucón y Pettit- nos comportaríamos privilegiando la satisfacción de nuestros propios intereses. Cualquier comportamiento diferente no sería más que el efecto de la presencia del poder coactivo de la ley. Si ese poder coactivo no está presente, no cabe esperar este comportamiento. Esto significa que nadie es justo voluntariamente. Pero quien no esté de acuerdo con Glaucón podría simplemente negarse a aceptar su predicción: no es verdad que si todos tuvieran acceso al anillo, todos se comportarían de manera injusta. Es al menos discutible que esta predicción de Glaucón -a la que Pettit claramente adhiere- sea verdadera. Para muchos podría ser injustificadamente fuerte. ¿Por qué creer que todos ejerceríamos el poder arbitrariamente si dispusiéramos del anillo de Giges? No creo que sea mucho lo que se pueda discutir acerca de esto desde el punto de vista filosófico. Lo más parecido a una discusión tendría la forma de una negación de la tesis -con el propósito de afirmar simplemente que no todos ejerceríamos el poder en forma arbitraria si dispusiéramos del anillo de Giges-, y el reporte de ciertos casos que podrían ir en respaldo de lo que no parece ser más que una especie de intuición antropológica. Es justamente -o más bien curiosamente- el propio Pettit quien también se expresa en estos términos, afirmando esta vez, no que nadie, sino que pocos de nosotros seríamos capaces de desechar la oportunidad de abusar del poder, si dicho abuso pasara desapercibido (1997 275).16 Si modificamos la tesis de la corruptibilidad y decimos que algunos (la gran mayoría) ejercerán el poder arbitrariamente en ausencia de mecanismos de control, ¿resolvería esto la objeción de la incompatibilidad? Es evidente que no, ya que ahora la incompatibilidad residiría dentro de esa gran mayoría. Entonces, no parece correcto predicar al mismo tiempo de esa gran mayoría la corruptibilidad y la civilidad, dada la forma como Pettit entiende ambos conceptos. Lo que obviamente sí sucede es que, mientras más se reduzca la extensión de la tesis de la corruptibilidad -desde una mayoría hacia una minoría-, más se reduce la extensión de la incompatibilidad. Pero esa no es una manera de resolver la cuestión de la incompatibilidad, sino más bien una manera de desplazarla.

Se podría pensar, por otra parte, que lo que Pettit llama la "mano intangible" [MI] (1997 292) soluciona las cosas, al hacer que desaparezca la supuesta incompatibilidad entre la tesis de la corruptibilidad y la civilidad. Según el criterio de la MI, las personas tendrían una buena razón para realizar actos de confianza y también para responder adecuadamente a dichos actos. Esa razón sería el conjunto posible de sanciones sociales a las que estamos expuestos en virtud de nuestro deseo de consideración y respeto por parte de los demás, en caso de que no respondiésemos al acto de confianza, es decir, en caso que defraudáramos. Nuestra imagen podría verse seriamente dañada o beneficiada según respondamos. La MI sería un mecanismo de regulación espontáneo que reforzaría la conducta cívicamente virtuosa. Los deseos de consideración y de respeto ejercerían sobre nosotros un "dócil y constante tipo de presión" (Ibid.) que evitaría que no respondiésemos de manera adecuada a los actos de confianza de los que somos objeto. La MI explicaría el poder creativo de los actos de confianza personal, ya que es a partir de ellos como se establecen progresivamente relaciones de confianza que de otro modo no se establecerían. La MI es el tipo de "astucia" (347) de la que dispone la confianza para reforzar las normas de civilidad existentes y para eventualmente continuar expandiéndolas.

Lo primero que me parece oportuno señalar respecto de este punto es que esta forma de explicar la existencia de relaciones de confianza personal -y, por tanto, de civilidad- difiere de manera importante de la otra forma de explicar la civilidad que el propio Pettit ofrece. Cuando Pettit hace uso de la mi para explicar el poder creativo de los actos de confianza, parece bastante claro que las relaciones de confianza que de allí resultan podrían ser entendidas como el mero producto de un cálculo que el depositario del acto de confianza hace respecto de los posibles beneficios que podrían derivarse de una adecuada respuesta a dicho acto.17 De esta forma, las relaciones de confianza descansarían simplemente en la creencia de que, en general, responder a los actos de confianza es algo que nos conviene. El problema es que de aquí resulta perfectamente válido concluir que, en todos aquellos casos en los que creamos que no se desprende ningún beneficio si respondemos de manera adecuada a un acto de confianza, simplemente no lo hagamos. Incluso si se llegase a establecer una conexión necesaria entre la respuesta adecuada a los actos de confianza y nuestra buena reputación, lo que explicaría la existencia de relaciones de confianza entre las personas no sería ya la existencia de normas de solidaridad con otros, o un ejercicio constante en la derrota del yo, o una disposición interior fiable, como lo expresa el propio Pettit, sino el hecho de que creemos que eso nos beneficia. Ambas explicaciones son distintas y me parece que es necesario optar por una de ellas. Una combinación de ambas explicaciones no es posible, porque el mero cálculo costo-beneficio como una motivación para responder adecuadamente a los actos de confianza no guarda relación alguna con la referencia a la solidaridad, o a compromisos espontáneos para promover intereses compartidos, o a una inclinación interior fiable, como una manera de explicar la existencia de confianza dentro de una sociedad cívicamente virtuosa.18

Otro problema vinculado a la explicación de la civilidad en términos de costo-beneficio tiene relación con el hecho de que el deseo de consideración y respeto podría no ser un instrumento útil en contextos en los cuales exista dominación, ya que a quien domina podría no importarle porque no le representa ningún costo mayor el causar una mala impresión en el dominado y no responder adecuadamente al acto de confianza del que ha sido objeto. En este contexto, la conexión entre la respuesta adecuada a los actos de confianza y nuestra buena reputación puede no ser relevante. Por esta razón, el propio Pettit afirma que las aperturas de confianza personal hacia los demás tendrán el efecto deseado sólo si existen entre las personas niveles de no-dominación comúnmente compartidos (1997 346). Esto significa, entre otras cosas, que puede esperarse que la mi cumpla su función sólo en un contexto en el cual la no-dominación impere. Este asunto presenta un inconveniente en el cual es necesario que nos detengamos un momento. Lo que parece problemático es que esperar la satisfacción de algo así como un principio de igualdad respecto de la no-dominación, para que los actos de confianza tengan el efecto deseado, implica suponer ya la efectividad de los actos de confianza sin los cuales el ideal de no-dominación no podría ser alcanzado. Los actos de confianza funcionan como un requisito para que exista no-dominación -de allí la idea de Pettit de que la civilidad es la que proporciona la "protección final" (1997 344) frente a la posibilidad de dominación-, de manera que no es correcto pensar la no-dominación como un requisito para que se den actos de confianza. La relación es más bien a la inversa, según lo expuesto por el propio Pettit de manera ambigua, como se ve: para que exista no-dominación es necesario que exista confianza personal, es decir, civilidad. Esto no impide, desde luego, que pueda parecernos problemática la existencia de confianza personal en un contexto en el cual no exista libertad como no-dominación, porque las personas son intrínsecamente corruptibles. A mi parecer, el punto resulta más problemático todavía cuando se sostiene que las relaciones de confianza personal podrían prosperar en este escenario sobre la base del modelo costo-beneficio. Puede ser ligeramente menos problemático cuando se ofrece una explicación de estas relaciones vinculándolas con una inclinación interior fiable, o con un constante ejercitarse en la derrota del yo, o con actos de solidaridad. Bajo el primer modelo, en un contexto donde no todos gozan de libertad como no-dominación, quienes dominan pueden no tener razón alguna de conveniencia para responder adecuadamente a los actos de confianza de los dominados. Bajo el segundo modelo, lo que explicaría el establecimiento de las relaciones de confianza, en un contexto en el que no todos gozan de libertad como no-dominación, es la disposición interior fiable que existe cuando una persona es cívicamente virtuosa.19

Es quizás por estas razones que el propio Pettit jamás habla de la mi como si esta fuera una fuente creadora ex nihilo de civilidad. Para que las sanciones propias de la mi funcionen, tienen que ser parte de la reacción espontánea de un número significativo de personas; de lo contrario, no tendrán el efecto esperado. De hecho, el mismo Pettit señala que la función de la MI es, en el ámbito de la civilidad, reforzar ciertas pautas de conducta ya establecidas (1997 329). Nuestra objeción cuestiona la posibilidad de que esas pautas se establezcan si la tesis de la corruptibilidad es verdadera.

 

VI. Conclusión

He intentado poner en cuestión la compatibilidad de dos afirmaciones hechas por Pettit con relación a la naturaleza humana: el ser humano es intrínsecamente corruptible y el ser humano es capaz de generar civilidad, es decir, de establecer relaciones de confianza que son las que, en último término, permiten que la república exista. Si pretendemos realizar el ideal de la libertad como no-dominación, ambas afirmaciones, según Pettit, deberían ser tenidas en cuenta como supuesto fundamental a la hora de pensar, desde el punto de vista normativo, el orden que debería darle forma a la comunidad política. Si la objeción de la incompatibilidad es plausible, otra debería ser entonces la justificación que se ofrece de los principios normativos que le dan forma al republicanismo que Pettit pretende defender.

Como lo hemos dicho, la tradición republicana ha sospechado por lo general de quienes detentan poder político, porque cree que, de no existir ciertos resguardos, ese poder será ejercido, tarde o temprano, de manera arbitraria. Es lo que hemos llamado "la tesis de la corruptibilidad". Pettit extiende esta tesis a la esfera de las relaciones interpersonales en general, y es en parte precisamente por eso que, para que no exista dominación en ese ámbito, no basta la presencia de una cierta institucionalidad, sino que se requiere que los ciudadanos dispongan de un carácter, de una disposición interior, sensible a la existencia de relaciones de dominación y dispuesta además a establecer relaciones de confianza que eviten que unos dominen sobre otros. La objeción de la incompatibilidad afirma que no es correcto predicar de ese carácter una disposición interior fiable, si se le va a predicar también una corruptibilidad intrínseca. En otras palabras, si se va a suponer la existencia de un buen patrimonio de civilidad, como lo hace Pettit (1997 328), es importante no suponer al mismo tiempo una cuota de pesimismo tal que pudiese volver poco plausible la existencia de dicho patrimonio. Si no se está dispuesto a renunciar a esta cuota de pesimismo, es decir, si no se está dispuesto a renunciar a la tesis de la corruptibilidad, se debería entonces mirar con escepticismo la posibilidad misma de la existencia de la civilidad.


* El argumento central de este artículo fue expuesto de manera esquemática en la Conferencia Internacional "Humboldt Kolleg sobre Republicanismo y la teoría del gobierno", realizada en Santiago, Chile, entre el 27 y el 29 de octubre del 2008. Agradezco los comentarios de los allí presentes, en especial los del propio Philip Pettit.

1 Sobre la centralidad de la virtud cívica en la tradición republicana, véase Viroli (1999). Sobre las distintas maneras que ha tenido la tradición republicana de concebir la virtud cívica, sin negar por ello su centralidad, véase Burtt (1990).

2 En Pettit (2006a) se encuentra una defensa más acabada del ideal de la libertad como no-dominación. Creo que hay buenas razones para pensar que la supuesta distinción entre republicanismo y liberalismo, basada en diferentes maneras de concebir la libertad, no es del todo plausible, es decir, creo que hay buenas razones para pensar que la libertad como no-dominación no es realmente distinta de la libertad como nointerferencia. En Carter (1999) y Kramer (2003) se encuentran buenos argumentos al respecto. Pettit ha intentado responder a estas críticas en su artículo "Republican Freedom: Three Axioms, Four Theorems" (2008). A pesar de que este tema es de gran importancia a la hora de evaluar las pretensiones de autonomía del republicanismo respecto del liberalismo, no es relevante para nuestros propósitos examinar dicha cuestión. Asumiré, por lo tanto, que la libertad como no-dominación, efectivamente, capta relaciones de no-libertad que la concepción de la libertad como no-interferencia es incapaz de abordar con los instrumentos conceptuales de los que dispone.

3 No voy a detenerme a examinar la plausibilidad del vínculo entre la presencia de interferencia y la ausencia de dominación, y la manera en la cual Pettit entiende el concepto de intervención arbitraria. Para nuestros fines, tal discusión no es relevante y, por lo mismo, asumiré que dicho vínculo no presenta problemas. Para una discusión crítica acerca de estas cuestiones, en particular acerca de la posible carga normativa implícita en la interpretación que hace Pettit del concepto de arbitrariedad, véanse McMahon (2005) y la respuesta a sus objeciones dada por Pettit (2006b).

4 Recientemente, Pettit (2006b 282-3) ha señalado que la no cobertura legal de esos espacios puede deberse tanto a cuestiones de eficiencia como a cuestiones de competencia o autorización. La regulación o intervención del Estado puede no ser eficiente en ciertas áreas, y en esos casos puede ser mejor que no intervenga. Algunos sostienen, por ejemplo, que en casos de abuso doméstico, la intervención formal del Estado puede empeorar las cosas. En ese escenario la posibilidad de mejorar la situación puede descansar más en la sociedad civil que en la sociedad política. Por otra parte, puede pensarse que en determinadas áreas, por ejemplo, cierto tipo de mercado laboral, el Estado no debería estar autorizado a intervenir, pues al hacerlo puede generar más costos que beneficios, tanto en términos de no-dominación como en términos de prosperidad general. También puede ser que, por razones religiosas, no sea parte del interés común de la ciudadanía la reducción de cierto tipo de dominación -por ejemplo, en la relación marido-mujer-. Tanto en este caso como en el anterior puede afirmarse que el Estado no está autorizado a actuar. No voy a discutir aquí si los ejemplos dados por Pettit para ilustrar la distinción entre razones de eficiencia y razones de competencia o autoridad son o no buenos ejemplos a la hora de destacar la importancia de la civilidad. El contexto en el que Pettit realiza esta distinción no tiene, por lo demás, ese objetivo.

5 Se entenderá mejor en qué sentido las normas de civilidad son independientes de la institucionalidad, cuando se aborde, en la siguiente sección, el vínculo entre civilidad y confianza. La idea central es que el tipo de confianza que Pettit describe como parte esencial de la civilidad no es el efecto de la existencia de garantías (premios o sanciones) institucionalmente establecidas que aseguran que los actos de confianza no caigan en el vacío.

6 Lo que resulta, a mi juicio, algo sorprendente es que Pettit interpreta los mecanismos de control del ejercicio del poder político -el imperio de la ley, la dispersión del poder y el principio contra-mayoritario- como manifestaciones de una "desconfianza expresiva personal" (1997 341, énfasis mío), hacia quienes detentan el poder. Esta desconfianza expresiva sería compatible con la existencia de una confianza personal hacia las autoridades, es decir, puedo sentir confianza personal y expresar desconfianza personal. La desconfianza expresiva, según Pettit (341), no implica "sentir realmente desconfianza alguna", sino que es compatible incluso con tener "una mentalidad confiada" [a trustful mentality]. Es decir, podemos sentir confianza hacia las autoridades porque creemos que no son corruptas, pero Pettit cree que tenemos buenas razones para dejarnos llevar por impulsos expresivos de desconfianza "e insistir en la necesidad de controles y restricciones" (342), ya que su ausencia podría desencadenar el ejercicio de una voluntad arbitraria. Mi punto de discrepancia con Pettit está en que, si sentimos confianza personal hacia las autoridades, entonces no tenemos buenas razones -excluyendo razones de carácter meramente estratégico- para dejarnos llevar por impulsos expresivos de desconfianza. Pettit pareciera basar su argumento en la creencia de que sentimos confianza porque las autoridades no son corruptas, pero el que sean corruptibles no debería afectar dicha confianza. Sólo de esta manera es posible hablar de la coexistencia de confianza personal y desconfianza expresiva. No veo ninguna razón -y Pettit no da ninguna- para suponer que la corruptibilidad humana -al igual que la corrupción humana- no deba ser también un motivo para desconfiar personalmente de las autoridades. (Creo útil notar que la edición española de Republicanismo no traduce completamente la expresión expressing personal distrust que figura en el original [Pettit 1997 265]. Simplemente traduce "la expresión de desconfianza expresiva", omitiendo personal. El propio Pettit -en conversación personal- se mostró algo sorprendido por la presencia, en el texto original, de personal distrust en el contexto en el que aparece, pues la desconfianza en juego -allí- debería ser más bien de carácter impersonal).

7 No es relevante para nuestros propósitos analizar si la historia del anillo es o no una buena demostración de que nadie es justo voluntariamente. Para una discusión sobre el punto, véase Shields (2006).

8 Creo oportuno notar que al hacer uso de términos como optimismo, pesimismo y naturaleza humana, estoy siguiendo al propio Pettit. Véase, por ejemplo, (1997 274).

9 "Cuando confiamos en que alguien se comportará de determinada manera porque existen sanciones independientes que vienen en apoyo de esa forma de conducta, confiamos en esa persona de manera impersonal" (Pettit 1997 338).

10 Véanse, por ejemplo, Baier (111-112), Williams (116), Dasgupta (51). Parece bastante claro que un tratamiento mínimamente adecuado de la confianza exigiría que se distinguieran los distintos tipos de razones o motivos por los cuales una persona confía en otra. Lo mismo habría que decir en relación con la necesidad de distinguir la confianza que se puede dar entre dos conocidos, respecto de la confianza que se puede dar entre gente que no tiene un nivel de conocimiento tal que justifique la cooperación confiada. Es posible que dentro de una sociedad se den actos de confianza entre gente que no se conoce personalmente y que, por lo tanto, pueda decirse -en algún sentido- que no existe una razón previa específica que justifique dichos actos de confianza. El mismo Pettit señala esa posibilidad, pero agrega que estos actos son característicos de las flourishing societies (1995 218), es decir, de las sociedades en las que ya existe el tipo de confianza que no es compatible con la verdad de la tesis de la corruptibilidad. Es este tipo de confianza el que podría justificar que Pettit crea que el acto de confianza "puede mostrarse inherentemente motivador" (Pettit 1995 220). Pero, como ya lo hemos dicho, no hay ninguna razón para creer semejante cosa, si es que nos vemos unos a otros como intrínsecamente corruptibles.

11 Otra manera de plantear el mismo punto desde una perspectiva diferente consiste en poner el énfasis, no ya en las motivaciones, sino en las condiciones. La pregunta aquí sería: ¿qué condiciones podrían identificarse como necesarias para que se dé el comportamiento cooperativo confiado? Preguntarse por las condiciones y no por las motivaciones tendría la ventaja de evitar cuestiones relativas al nivel de conocimiento que se requeriría para justificar el comportamiento confiado basado en las motivaciones, en la medida en que discernir y analizar motivos puede ser más difícil que observar condiciones. La importancia de la distinción entre motivaciones y condiciones ha sido puesta en evidencia -de manera convincente, a mi juicio- por Patrick Bateson (19). A pesar de esto, me parece claro que Pettit, dada su concepción de la confianza personal, adhiere más a las motivaciones que a las condiciones para explicar el comportamiento cooperativo confiado.

12 Me parece pertinente señalar que la verdad de esta afirmación descansa en la interpretación que hace Pettit de la tesis de la corruptibilidad, y no en una interpretación mía de dicha tesis. No olvidemos que Pettit y Glaucón comparten un mismo punto de vista respecto del modo en el cual se comportarían todos los seres humanos si tuviesen en su poder el anillo de Giges.

13 Respecto de las dificultades que encierra este problema -conocido como "la paradoja política"- y sus repercusiones en la discusión contemporánea, véase Honig (2007). Las palabras de Rousseau en Del contrato social describen de buena manera esta paradoja: "Para que un pueblo naciente pueda gustar las sanas máximas de la política y seguir las reglas fundamentales de la razón de Estado, sería menester que el efecto pudiera volverse la causa, que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución, presida la institución misma, y que los hombres fuesen antes de las leyes lo que deben llegar a ser por ellas" (Libro ii, Cap. 7). Parte de la tradición republicana sostiene que la educación cumple aquí un papel fundamental. Pettit es decididamente escéptico respecto del vínculo entre civilidad y educación, pues considera que "resulta doloro samente obvio que en la mayoría de las sociedades este tipo de medidas fácilmente degeneran en una suerte de propaganda aburrida o alienante" (1997 328).

14 Como lo veremos en la siguiente sección, este punto tiene relación con la conserva ción o aumento de la civilidad y es, por tanto, un asunto de carácter empírico que supone la existencia de civilidad. Respecto de la importancia de la civilidad y, par ticularmente, de los efectos positivos de la estima sobre la sociedad civil y política, véase Brennan y Pettit (2004). Lo que hace la objeción de la incompatibilidad es, jus tamente, cuestionar la posibilidad de que la civilidad exista si es que la tesis de la corruptibilidad es verdadera.

15 Podemos pensar, como lo hace Pettit, que existen además razones metodológicas para concebir las instituciones políticas como si estas tuviesen que funcionar en un mundo en el cual las personas son corruptibles. Es decir, al margen de que a Pettit le parezca que la tesis de la corruptibilidad sea "más convincente" (1997 275) que la tesis de la corrupción, la corruptibilidad parece ser además un buen supuesto -en términos metodológicos- a la hora de pensar el diseño institucional. Suponer que las personas son corruptas (y no solamente corruptibles) tendría el efecto negativo de concebir como necesarios ciertos mecanismos de control que tratarían a todos como si fueran villanos, amenazando así la permanencia de la virtud o de la civilidad que pudiese de hecho existir. De esta manera, las instituciones naufragarían frente a la virtud (Pettit 1997 275). Por otra parte, suponer que las personas cuando están en el poder no son ni corruptas ni corruptibles sería un pecado de falta de realismo que podría costar caro. Si esto sucediera -como ya lo vimos-, las instituciones naufragarían frente al vicio. Estas son razones que harían que la tesis de la corruptibilidad tuviese un valor pragmático: prevenir las peores eventualidades (Pettit 1997 281). Pero esas eventualidades son imaginadas a partir de la idea de la naturaleza humana que Pettit considera más convincente, y es justamente este hecho el que finalmente me parece que permite que la tesis de la corruptibilidad sea considerada, en términos metodológicos, un buen supuesto. Lo que me interesa destacar aquí es que la conside ración de la tesis de la corruptibilidad como un buen supuesto metodológico depende por completo de la creencia en la verdad de la tesis de la corruptibilidad.

16 En la misma página, líneas más abajo, Pettit vuelve a afirmar que nadie está hecho a prueba del anillo. Me parece pertinente señalar esta ambigüedad, pues la oscilación entre el creer que nadie está hecho a prueba del anillo y el creer que algunos pocos sí lo están corresponde en rigor a distintas maneras de interpretar la tesis de la corrup tibilidad. Como, según Pettit, la tesis de la corruptibilidad es el supuesto a partir del cual debemos pensar el orden institucional, entonces estas distintas interpretaciones de la tesis podrían (o más bien deberían) tener un impacto en el diseño de ese orden. Véase en este sentido lo dicho por Pettit (1997 279-286).

17 "En el acto mismo por el que el fideicomitente se pone en situación de riesgo, se le da al fiduciario motivos para que ese riesgo no se materialice. El fideicomitente puede agarrarse al hecho de que, si el fiduciario deja que el riego se materialice, habrá pérdidas para ambos lados. El fideicomitente subvendrá al coste de la pérdida de confiada seguridad, es cierto. Pero el fiduciario perderá la buena opinión del fideicomitente, y acarreará el costo de ganarse una mala reputación entre los testigos de lo ocurrido" (Pettit 1997 348).

18 Es interesante constatar, además, que estas diferentes explicaciones sobre la civilidad, que en Pettit se encuentran juntas, forman parte de distintas maneras de entender la virtud cívica dentro de la tradición republicana. La explicación en términos de costo-beneficio se asemeja bastante a la explicación de la virtud cívica en términos de acomodación de intereses individuales desarrollada por James Hamilton en su The Commonwealth of Oceana (1656). La explicación en términos de solidaridad o derrota del yo se asemeja bastante a lo expuesto, por Montesquieu en el libro iv, capítulo 5, Del espíritu de las leyes (1748), como por Henry Bolingbroke en su "On the Spirit of Patriotism" (1752), donde -en ambos casos- la civilidad es asociada con el sacrificio del interés privado, en aras del bien público. Sobre las distintas maneras que existen dentro de la tradición republicana de entender la virtud cívica, véase Burtt (1990).

19 Por supuesto que persiste el problema acerca de cómo es posible que una persona tenga una disposición interior fiable hacia los demás si es intrínsecamente corruptible, o si ella no lo es, cómo podría esa persona llegar a tener una inclinación fiable hacia los demás cuando los ve como seres intrínsecamente corruptibles.


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