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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.145 Bogotá Jan./Apr. 2011

 

TROPOLOGÍA, AGENCIA Y LENGUAJES HISTÓRICOS EN HAYDEN WHITE

Tropology, Agency, and Historical Languages in Hayden White

 

NICOLÁS LAVAGNINO
Universidad de Buenos Aires - Argentina
nicolaslavagnino@gmail.com

Artículo recibido: 25 de marzo de 2010; aceptado: 28 de abril de 2010.


Resumen

Se abordan tres cuestiones estrechamente relacionadas con los desarrollos actuales en filosofía y epistemología de la historia. En primer lugar, se pretende dar cuenta del despliegue narrativo del discurso historiográfico siguiendo los lineamientos originales de la filosofía narrativista de la historia de Hayden White centrada en la tropología como método básico de la cognición histórica. En segundo lugar, la aplicación de la tropología a la historiografía ha suscitado dudas acerca del estatus del conocimiento histórico y ha derivado en la recaída en una problemática transida por preocupaciones como el relativismo, el "solipsismo lingüístico", la verdad y la justificación. Por último, el narrativismo ha sido considerado como una apuesta por la consideración meramente literaria o ficcional del pasado. Se propone una perspectiva narrativista que coarte las interpretaciones escépticas, relativistas, y que a la vez reconsidere el concepto de literatura como una mejor forma de comprender el carácter tropológico de los usos lingüísticos que pretenden dar cuenta del pasado.

Palabras clave: H. White, escepticismo, historiografía, literatura, narrativismo, relativismo, tropología.


Abstract

This article addresses three issues closely related to current developments in philosophy and epistemology of history. First, it addresses the narrative deployment of historiographic discourse according to the original framework of Hayden White's narrativist philosophy of history, centered on tropology as a basic method of historical cognition. Secondly, it examines how the application of tropology to historiography has raised questions about the status of historical knowledge, resulting in concerns about relativism, "linguistic solipsism", truth, and justification. Finally, the paper addresses the fact that narrativism has been seen as opting for a merely literary or fictional view of the past. On that basis, it goes on to propose a narrativist perspective that avoids skeptical and relativistic interpretations, while at the same time reconsidering the concept of literature as a better way of understanding the tropological nature of the language used to give an account of the past.

Key words: H. White, skepticism, historiography, literature, narrativism, relativism, tropology.


1. Introducción

El presente artículo se estructura en tres secciones estrechamente vinculadas con desarrollos actuales dentro de la filosofía y epistemología de la historia. En primer lugar, se intenta dar cuenta del hecho de que el desplegarse de la historiografía en la forma de relatos o narrativas está informado por la articulación de lenguajes históricos concretos, cuya consideración teórica requiere de la postulación de un cruce entre la teoría literaria, la filosofía del lenguaje contemporánea y la filosofía de la historia propiamente dicha. Esto se ha llamado, en las últimas décadas, narrativismo, y ha sido a partir de la propuesta teórica de Hayden White, centrada en la tropología como modo básico informante en la cognición histórica, que la consideración de los lenguajes históricos y las estructuraciones verbales referidas al pasado se han visto promovidas al primer plano (en particular, véase White 1978 y 1992). En segundo lugar, la aplicación de la tropología a la historiografía ha suscitado dudas acerca del estatus del conocimiento histórico y ha derivado en la recaída en una problemática transida por preocupaciones tales como el relativismo, el solipsismo lingüístico, la verdad y la justificación. Usualmente, esto último ha tomado la forma de una rápida y superficial conexión entre narrativismo y nihilismo cognitivo, o de vagas vinculaciones entre la propuesta whiteana y ciertas formas de relativismo. Por último, el narrativismo ha sido considerado en ocasiones como una perspectiva centrada exclusivamente en el lenguaje de la historia, lo que genera dudas acerca de su relación con aquello que se yergue más allá de la expresión verbal referida al pasado, en particular, los referentes del relato (en especial cuando no es ficcional), y la esfera de la acción y los modos de intervención práctico-políticos. La propuesta del presente artículo consiste en considerar el narrativismo y la tropología whiteana de una manera que precise la formulación o el planteamiento de las cuestiones antes referidas, sin conducir a callejones sin salida ya transitados en el curso de la reflexión en torno a la historia como modo de conocimiento.

La imagen que tanto White como el narrativismo en general persiguen del conocimiento histórico es la de una estructura verbal compleja que presenta una serie de niveles o contiene variadas dimensiones reconocibles analíticamente, y que van de lo más evidente y manifiesto a lo profundo e inmanente del propio texto. Pero White no se limita a resaltar, por medio de una estrategia formal de interpelación de textos canónicos en la historiografía y la filosofía de la historia, la presencia de ciertas operaciones de superficie en el relato (tramado, modos formales de argumentación, implicaciones ideológicas), sino que las vincula y las hace depender conceptualmente de un ordenamiento precrítico, profundo, una operación metateórica que bajo la égida de los tropos prefigura el registro e indica la manera en que las operaciones de superficie pueden ser llevadas a cabo. Por tropos se entiende, literalmente, figuras del habla, giros o expresiones necesarios en toda pragmática del lenguaje, como la metáfora, la metonimia o la ironía, y que, sencillamente, son registros técnicos imprescindibles en eso de "hacer cosas con palabras" (al análisis de los cuales se aboca, precisamente, la teoría literaria). La forma en que esa prefiguración o ese ordenamiento precrítico opera es de vital importancia para la teoría whiteana, ya que, se supone, informa la totalidad de los atributos manifiestos de los lenguajes históricos y sus efectuaciones puntuales, las narrativas históricas.

De cara a la teoría whiteana, tres preguntas se suscitan inmediatamente. En primer lugar, acerca de cómo procede la adopción de un tropo dominante, esto es, cuál es la mecánica precisa que explica la operatoria tropológica hegemónica; cuál es el agente de la adopción; cuáles son los límites de cada esfera o universo tropológico, y por qué motivos es una u otra figura del habla la que es promovida a un lugar de supremacía o hegemonía configuradora. En segundo lugar, en torno a cómo es posible la contrastación de, o competencia entre, lenguajes diversos interpelados por tropos dominantes distintos. Por último, cuál es el tratamiento que la tropología y la narración histórica así concebida hacen de la evidente escisión que se establece entre la historiografía, los referentes de su discurso y la intervención práctico-política.

Los fantasmas del relativismo, del aislamiento romántico en una celda del lenguaje, del solipsismo lingüístico y de las islas interpretativas amenazan esta interpretación del narrativismo y de la tropología whiteana, y las respuestas de White a los interrogantes antes planteados no siempre han conseguido alejarlos. Lo que me propongo aquí, en primer lugar, es un breve rastreo de las ambivalencias o ambigüedades presentes en la fértil propuesta whiteana, con miras a postular que los tropos no deberían ser considerados, primero, ni como modos de conciencia, segundo, ni como esquemas representacionales. Lo primero no resuelve el enigma de la adopción tropológica -de los cambios, las continuidades y la conflictividad de esta-, sino que conduce a nuevas aporías, al desplazar las incógnitas a un escenario interior. Lo segundo no permite evitar la errónea inferencia que lleva del perspectivismo al relativismo y suscita todo tipo de dudas en torno al escepticismo y la justificación de nuestras empresas cognitivas. En segundo lugar, me propongo refinar el concepto mismo de narración y de tramado (en el sentido originario de mythos, elemento estructural que integra el relato) con el objetivo de resaltar el interés de este concepto para cualquier consideración acerca de lo social y, más genéricamente, acerca del estatuto de lo no-ficcional. Si lo que preocupa, al enfatizar las propiedades lingüísticas o literarias del relato histórico, es la posibilidad de que se desvanezca el horizonte de intervención propiamente historiográfico, afirmo entonces que tal preocupación se deriva, en lo sustancial, de una visión limitada y empobrecedora de lo literario. Es a la reformulación y reconsideración de estos temas a lo que se abocarán las siguientes secciones del presente trabajo.

2. La adopción tropológica: los tropos como modos de conciencia

¿Por qué tropologizamos? ¿Cómo es que se constituyen las for-mas específicas del lenguaje histórico? Debería entenderse que la primera pregunta es el resultado de la respuesta dada por White a la segunda. En White se aprecia el intento más acabado de concebir el lenguaje histórico como un compuesto asimilable formalmente a otras formas de discurso (ficcionales o no), en el cual lo relevante es el rastreo de los compromisos éticos, cognitivos y estéticos que estructuran los textos históricos, estructuración que a su vez depende de la adopción de un protocolo lingüístico de composición que pivota alrededor de los tropos (figuras de habla) como engranajes constitutivos y fundantes.1 La base tropológica del discurso historiográfico se muestra así como un dispositivo que explica la configuración concreta de diversos textos historiográficos y que permite comprender el endémico estado de divergencia interpretativa. El disenso y usual clima de controversia ineliminable en la historiografía se derivaría, en última instancia, de la adopción de protocolos tropológicos alternativos, los cuales supondrían a su vez compromisos ontológicos, epistémicos y éticos irreductibles recíprocamente, al menos dado cierto nivel de sofisticación y erudición. O dicho de otro modo, dado cierto nivel de articulación argumental, la apelación a la evidencia no permite discriminar entre interpretaciones en pugna, porque lo que está en discusión (vía compromisos alternativos) es qué es lo que cuenta como evidencia. A más de descartar casos burdos o claramente incorrectos, no puede confiarse en "la realidad histórica" como restricción de los usos lingüísticos referidos al pasado (White 2003 55).

Los lenguajes históricos se constituyen por medio de mecanismos tropológicos. Ahora bien, ¿cómo sabemos que tales cosas existen, cómo conocemos efectivamente las entidades postuladas para explicar otro dominio, aparente, de objetos? Este típico problema del tercer hombre se le presenta a la tropología también. La interpretación más burda del narrativismo implica creer que, mientras los lenguajes históricos aparentan estar regulados por el flujo de estados y acaecimientos en el mundo, en lo profundo, en realidad, están determinados por los mecanismos tropológicos. Por eso es que White habla de infraestructura o estructura profunda del discurso histórico, y por eso es que en ocasiones se interpreta al narrativismo como una forma de determinismo lingüístico.

Una primera tentación, en lo concerniente a este esquema de profundidades, consiste en remitir los tropos, sin más, a formas de conciencia, esquemas organizadores del flujo de la experiencia, "paradigmas, proporcionados por el lenguaje mismo, de las operaciones por las cuales la conciencia puede prefigurar áreas de experiencia que son cognoscitivamente problemáticas a fin de someterlas después a análisis y explicación" (White 1992 45). "Así concebido, un discurso constituye en sí mismo un modelo determinado del proceso de conciencia, por el que un área de experiencia [...] se asimila por analogía" (White 2003 71) a otras áreas sentidas como ya comprendidas. La asimilación es parte del proceso de conciencia. El discurso es un modelo de este. White mismo evita confundir ambos planos cuando postula que, en realidad, el de los tropos "es un modelo que se repite persistentemente", lo que permite incluso hablar de un largo linaje de teóricos que descubre y asocia el esquema tropológico como "modelo de las formas de asociación mental características de la conciencia humana" (id. 85). Los tropos serían así "patrones transformacionales" (id. 89) sumamente ubicuos, que llevarían a muchos analistas a creer que están descubriendo los rasgos de ciertos procesos de percepción y cognición, cuando, ciertamente, no están más que suscribiéndose a una convención en el modo de describirlos. La prioridad del discurso y la teoría de los tropos como modelo explicativo, frente a los atributos de aquello contra lo cual el esquema tropológico es relacionado, se dirimen, en opinión de White, gracias al hecho de que, en la medida que nos interesa la articulación pública de conjuntos simbólicos, será "una terminología derivada del estudio de los artefactos verbales" la que podrá "reclamar prioridad" (id. 99). Los conjuntos simbólicos pueden aglutinarse sobre la base de procedimientos tropológicos en la conciencia (si se concede que tal ámbito existe), pero "en la medida en que nos ocupemos de estructuras de conciencia estaremos familiarizados con estas sólo en tanto se manifiesten en el discurso [...]. La conciencia se aprehende más directamente en el discurso" (id. 98-99).2

El inicio del mecanismo de comprensión de la conducta humana se da cuando comienzan a ligarse "palabras con sonidos en la forma de proposiciones, probablemente de la forma 'Esto es eso'" (White 2003 99). Dado que esa afirmación existencial de identidad es, técnicamente hablando, un proceso de condensación metafórica,3 no es implausible que el análisis tropológico pueda proporcionarnos "una estrategia para clasificar diferentes tipos de discurso por referencia a los modos lingüísticos que predominan en ellos más que por referencia a 'contenidos supuestos'" (id. 101). Una tipología de discursos puede permitir la comprensión de los modos en que se identifican los dominios de objetos y relaciones (las ontologías) en un ámbito que los discursos pretenden segmentar con fines prácticos; y, más importante aún, tal tipología puede ofrecer un criterio plausible para obtener protocolos de traducción entre modos que han establecido ontologías alternativas.

La tropología es una teoría del discurso, no de la mente o de la conciencia. Aunque supone que no se puede evitar la figuración en el discurso, la teoría, lejos de implicar un determinismo lingüístico, busca proporcionar el conocimiento necesario para una libre elección entre diferentes estrategias de figuración. [...] no considera que la percepción está determinada por el lenguaje en el que se escribe. Como teoría del discurso, la tropología tiene mucho que decir acerca de la representación, pero nada acerca de la percepción. (White 2003 171)

Por lo tanto, no tenemos ni determinación ni libre creación. El lenguaje, y esto es importante para lo que sigue, es considerado una estructura mediadora entre la conciencia y el mundo que esta habita. La tarea del tropólogo consiste en reconstruir la gramática discursiva implicada por tal o cual adopción tropológica, y explicitar los compromisos ontológicos derivados de los protocolos de composición informados por la configuración simbólica. El lenguaje produce discurso referido al pasado. Los tropos son los criterios protocolares para que ese discurso pueda ser elaborado. Como artefacto mediador, el lenguaje histórico en forma de discurso no distorsiona u oculta ningún aspecto de la realidad. Por el contrario, más que un obstáculo es un mecanismo habilitador.

Así, tenemos la conciencia por un lado, el mundo por el otro, y una instancia intermedia, sin la cual nada podríamos saber o decir de la primera,4 que es, a su vez, la que nos permite la configuración significativa y la intervención práctica en el segundo. En resumen, y respondiendo desde cierta interpretación amplia de la teoría whiteana a las dos preguntas que inician esta sección, podemos decir lo siguiente:

  1. Las formas específicas del lenguaje histórico se constituyen tropológicamente.
  2. Los tropos son procedimientos protocolarios de segmentación ontológica en el discurso que permiten postular los objetos, estados y relaciones que constituyen el dominio o rango que el discurso pretende cubrir.
  3. El discurso es un artefacto orientado a la producción de significado con vías a la orientación práctica y cognitiva del sujeto (o más modestamente, del usuario del lenguaje) en el mundo.
  4. El lenguaje es un medio posibilitador que se tiende entre dos entidades pre-existentes, y tiene sus propias finalidades (orientación teleológica, autodeterminación), derivadas de su estructuración sistemática (tropológica).
  5. La mediación lingüística permite la reapropiación por parte del sujeto o usuario del lenguaje de un entorno extrañado.
  6. Que el entorno pueda resultar extraño al sujeto es la manifestación de las brechas conceptuales que se tienden entre el sujeto (la conciencia), el lenguaje (o usos del lenguaje) y el entorno (la realidad).
  7. El ámbito lingüístico mediador produce una constelación de creencias que, en virtud del carácter estructural del primero, tiende, aunque nunca lo logra, a conformarse sistemática y coherentemente.
  8. El carácter mediador, estructurado y abismal del lenguaje genera la posibilidad de marcos alternativos, estructuraciones paralelas o sistemas de creencias empíricamente equivalentes que pivotan en torno a la misma realidad y, sin embargo, comportan compromisos ontológicos diferentes.
  9. La tropología permite establecer protocolos de traducción entre esos marcos alternativos. La utilidad de la tropología se revela, así, doble: permite comprender la estructuración del lenguaje ordinario y permite arbitrar metalingüísticamente entre léxicos y gramáticas alternativas.

3. La interpretación tropológica: tropos, esquemas y representaciones

Las nueve proposiciones anteriores comportan diferentes implicaciones. Las tres primeras (1 a 3) apuntan a justificar la adopción del marco tropológico en la consideración de los lenguajes históricos. Las tres segundas (4 a 6) intentan constituir una ontología del lenguaje como esfera mediadora entre el sujeto, el yo o el usuario del lenguaje y el mundo o la realidad. Las tres últimas (7 a 9) avanzan en concepciones específicas del objeto-lenguaje así constituido. Las tres primeras constituyen el núcleo teórico (que comparto) del narrativismo. Las tres segundas generan una visión del lenguaje que porta consigo las semillas del escepticismo y que, dentro de la ontología con la que se comprometen, difícilmente puede evitar que germinen. Las tres últimas delinean una imagen sistematizadora del lenguaje que conduce a la idea de este como sistema coherente de creencias o de representación, y que lleva a preguntarse por el fantasma del relativismo y los esquemas alternativos del mundo. Lo que discutiré brevemente es esto: el narrativismo no debería ser concebido como una teoría que habilita el escepticismo o el relativismo en torno al conocimiento histórico; explicitar el rechazo a ambas posturas resulta fundamental para la comprensión de la obra de White. La tropología, en conjunto con ciertas dosis terapéuticas de la visión del lenguaje de Davidson, puede constituir una imagen posibilitadora, no determinista, de los procesos constitutivos del lenguaje histórico. A esbozar esa visión se dedica el resto de esta sección.

3.1. El lenguaje como medio: el problema del escepticismo

Hay razones para sospechar que el narrativismo tiene muchos motivos para lamentar la resurrección de la cuestión escéptica, en primer lugar, porque al poner en primer plano el aspecto constitutivo del lenguaje lo que se estaba intentando hacer era, tomando prestadas palabras de Richard Rorty, "ir más allá del realismo y el idealismo, cesando de contrastar el mundo representado con nuestras formas de representarlo" (Rorty 2007 157). Entre el lenguaje, concebido como una "estructura común claramente definida", y el orden de aquellas cosas que escapan a la representación y al lenguaje (y la preceden) se establece una relación tensa, de inadecuaciones in-eliminables, que suscita innumerables problemas ontológicos y epistemológicos. Al tener límites, un lenguaje se revela como un objeto con poderes causales, estructurado, con funciones reconocibles, con propósitos autodeterminados y con contornos definidos oposicionalmente (respecto de un otro usualmente inefable).

Así, puede apreciarse que, si su estructura y su función es de mediación y representación, presumiblemente por esas mismas características es que se suscitan problemas de contacto, ya sea porque las finalidades del medio lingüístico estén autodeterminadas o heterodeterminadas. Así definido, no es extraño que surjan espléndidas y a la vez terroríficas visiones del lenguaje como prisión, como medio ineludible y como cedazo constitutivo, que terminan por delinear una fantasía en torno a la posibilidad de ser engañados por tan magnífico artefacto, que puede desconectarnos de nosotros mismos y de todo lo demás volviéndonos ajenos y extraños a todo aquello que nos parece irrenunciablemente inmediato, próximo, propio. Una visión tal se termina apreciando en Ankersmit (2005). En este sentido, las proposiciones 4 a 6 no consiguen tener otra finalidad más que la de generar tales dilemas. El problema de las representaciones (como objeto lingüístico aprehendido mentalmente) y el del contacto constituyen en realidad un único asunto, ya que el primero genera las dudas acerca del segundo: "si el objeto (el lenguaje como representación) no está conectado con el mundo, nunca podemos llegar a saber cosas sobre el mundo teniendo a ese objeto ante la mente [...]. Por otro lado si el objeto está conectado con el mundo, entonces no puede estar enteramente ante la mente en el sentido relevante" (Davidson 2003 70). Por el contrario, si evitamos el problema de la representación como objeto intermediario (epistémico) crucial en la formación de creencias acerca del mundo, podemos apreciar que todas las conexiones que se requieren entre los usuarios del lenguaje y los objetos y acaecimientos se limitan a las causales. De este modo, la salida a todas estas aporías y tensiones insuperables consiste en cambiar la manera de pensar el lenguaje, en cuanto a su estructuración, sus alcances, sus poderes causales y sus modos de intervención. La concepción del lenguaje de Davidson:

Nos pide que pensemos al ser humano como un ser que trafica con marcas y ruidos para alcanzar fines. Hemos de concebir esta conducta lingüística como una conducta continua con la conducta no lingüística, y entender que ambos tipos de conducta sólo tienen sentido en tanto y en cuanto podemos describirlos como intentos por satisfacer determinados deseos a la luz de determinadas creencias. (Rorty 1993 90)

El objetivo de postular esta visión consiste en evitar la reificación del lenguaje, la creencia de que este es algo que tiene extremos, que forma un todo limitado o que puede convertirse en un objeto de estudio diferenciado.

El lenguaje es, así, un ámbito de comportamientos sociales estabilizados en torno a determinadas prácticas, prácticas que constituyen redes carentes de centros o estructuras de determinación, y que siempre pueden ser redescritas, recontextualizadas y resituadas en el interior de otra red de prácticas sociales. Así las cosas, podemos concebir a los tropos whiteanos como estabilizaciones o convenciones en la adopción e interpretación de los protocolos que regulan la composición de ontologías históricas, y evitar así las disquisiciones en torno a la conciencia y las dudas escépticas. El lenguaje no es un mediador epistémico, no tiene una orientación teleológica ni tiene una estructuración sistemática que produce coherencia en las constelaciones de creencias. Es un dispositivo ateleológico que articula redes dispersas, constelaciones de creencias informadas por convenciones estabilizadas y recurrentes (analizables empírica e históricamente) de prácticas verbales y no verbales. Las constelaciones pueden o no aspirar a la coherencia y a una mayor sistematicidad, pero, al estar informadas tropológicamente, deberíamos advertir que el tipo de coherencia buscada no es lógica ni aspira a convertir los sistemas de creencias en conglomerados deductivos. Los sistemas de creencias anhelan en todo caso la reproducción y la estabilidad de los marcos previos, los sistemas precedentes, y cuando esos marcos no pueden sostenerse los sistemas enfrentan mutaciones y reconfiguraciones que también se encaran tropológicamente, alterando patrones inferenciales por medio de saltos y figuras metafóricas, transvaloraciones en los modos de atribución semántica. La tropología es, así, una teoría de los ciclos de articulación, reproducción, alteración y superación de constelaciones de creencias, siendo estas no más que configuraciones contingentes que admiten tabiques, cesuras y valores contradictorios. La función de los tropos es administrar esas irregularidades por medio de procedimientos propiamente tropológicos, de acuerdo a convenciones o paradigmas disponibles culturalmente, relativos al tratamiento de las anomalías. Así vistos, los tropos son los procedimientos verbales constitutivos de esas convenciones.

3.2. El lenguaje como esquema: el problema del relativismo

Por lo tanto, la interpretación de las proposiciones 7, 8 y 9 debe ser revisada. Aunque procede de acuerdo a reglas, el lenguaje no es sistemático (7) y, por lo tanto, no debería producir esquemas (8) entre los cuales la tropología podría arbitrar (9) a priori. Son conocidas las objeciones que, desde Davidson en adelante, se han hecho a la idea misma de un esquema conceptual. El relativismo conceptual vía esquemas exige la distinción entre datos inmediatos y formas o construcciones propias de la actividad de pensamiento, esto es, se reconoce un sustrato compartido ante el cual se erigen distintos esquemas alternativos; existe, de esta manera, por un lado, "lo dado de manera no interpretada, los contenidos no categorizados de la experiencia" (Davidson 2003 75), el registro o la observación, y, por otro, la teoría, el contenido y la visión del mundo. Este dualismo genera a cada paso brechas y desconexiones que no pueden ser salvadas, ya que "debería haber una fuente última de evidencia, el carácter de la cual pueda especificarse totalmente sin hacer referencia a aquello a favor de lo cual es evidencia" (id. 77), como paso previo a volver comprensible tal dualismo. Pero este es el terreno conocido del tercer hombre parmenídeo y de las terceras entidades tal como venimos recorriéndolo hasta aquí. Si tales fuentes fueran autoespecificantes, lo mismo podría predicarse de las entidades precedentes (o de cualesquiera otras), por lo que no serían necesarias construcciones ulteriores. Si no son autoexplicativas, se genera, o bien una argumentación circular, o bien una regresión al infinito que postula otras entidades ulteriores. Por lo tanto, la idea de un dualismo de esquema y contenido no sirve para aislar, enfrentar y resolver el problema para el cual se postula como solución: comprender el problema del relativismo conceptual.

Por el contrario, y tal es la apuesta de esta lectura declaradamente pragmatista y davidsoniana de White,5 resulta aconsejable descomponer al gran objeto-lenguaje en usos lingüísticos, y con ello también difuminar la imagen del lenguaje como medio, esfera autónoma, de contornos definidos. Una vez dicho esto, no es necesaria una gran teoría sobre un gran objeto. El lenguaje es una práctica social susceptible de análisis empírico. Ese análisis puede ser realizado por un intérprete preocupado por los usos concretos del lenguaje y que tenga entre sus atributos la capacidad de contextualizarlos, tanto en lo relativo a los usos normales, exitosos o convencionales (donde se despliegan los habituales problemas de la comunicación: la traducción, el significado, la causación, la referencia, etc.) como en lo referente a aquellos usos heterodoxos, disruptivos o anómalos (y aquí surge el problema de la apertura a otros mundos, la contingencia, el cambio cultural, la metáfora, etc.).6 La tropología es una herramienta útil porque está especialmente entrenada y preparada para abordar al lenguaje como praxis social, reconstruir e interpretar la gramática y los protocolos lingüísticos, y reconocer los compromisos ontológicos que se tienen por detrás. Adicionalmente, la tropología no se encuentra inicialmente comprometida ni con la estabilidad ni con la variación de las constelaciones de creencias, pues las trata más bien como momentos analíticos discernibles en el interior del recorrido dialéctico de los compromisos ontológicos. La actitud ante tales compromisos es a la vez externa y distanciada; la tropología se retira y revisa críticamente el sentido mentado de la praxis, los contenidos supuestos del discurso y los avances introspectivos de la primera persona, y está comprometida con un mismo horizonte de pertenencia, en la medida en que es el reconocimiento de lo que compartimos con los otros (la imposibilidad de una inconmensurabilidad total o discontinuidad insalvable del espacio de prácticas y de creencias; si la hubiera ¿cómo sabríamos que son prácticas y creencias que, adicionalmente, resultan ser totalmente discontinuas?) lo que habilita el trasfondo categorial que permite analizar la diferencia de las prácticas sociales y la posibilidad hermenéutica misma de la comprensión. Sin el distanciamiento formal, el intérprete quedaría preso de los compromisos asumidos por el hablante o el discurso a interpretar, en un seguidismo esterilizante. Sin el trasfondo compartido no habría hermeneusis posible -ni siquiera reconoceríamos en la situación algo que requiere algún tipo de interpretación- ni percepción de los otros como tales -como quienes tienen un comportamiento-, como sujetos capaces de intervenir en realidad alguna. En otras palabras, la figura del intérprete radical en Davidson y la del tropólogo whiteano que discierne una gramática histórica son dos versiones de la misma persona.

El narrativismo así explicitado no debería generar el temor a recaer en la trillada controversia entre realistas, idealistas, escépticos y relativistas. La filosofía del lenguaje representada por Davidson y la filosofía de la historia de White (y como veremos más adelante, la teoría literaria de Frye) tienden a converger en una visión del lenguaje que lo sitúa como continuo en la praxis social y en el espectro variable del comportamiento humano, y que renuncia a generar imágenes de extrañamiento, discontinuidad y solipsismo, con la convicción de que estas imágenes son deudoras de una concepción del lenguaje atada a los abismos de la representación como intermediario innecesario, a los contornos de un objeto-lenguaje inexistente y a la persistente creencia en que ese objeto comporta una estructura sistemática que tiene la capacidad de cobrar vida propia, en la forma de esquemas o concepciones alternativas irreductibles. La tropología, en caso de arbitrar, lo hace ex post, analizando constelaciones verbales específicas, asistemáticas, usos discretos del lenguaje en el contexto del comportamiento global de quienes así proceden con variados propósitos. No hay nada paralizante o relativista en el reconocimiento de la especificidad, contingencia e historicidad de esas articulaciones.

4. Tropología, agencia y narración

Hasta aquí hemos visto objeciones anti-relativistas y antiescépticas contra el narrativismo, y el procedimiento ha consistido en mostrar que la teoría whiteana, a pesar de algunas ambigüedades del mismo White, no requiere ni supone conceptualmente el tipo de patologías que se le achacan. Pero, aun así, al considerar el discurso de la historia como una pieza de comportamiento verbal articulado tropológicamente de acuerdo a estabilizaciones y constelaciones de compromisos espacio-temporalmente especificables, parecerían estar anulándose algunas de las declaradas especificidades de la historiografía en vías de homologarlas con las de la literatura. Esta acusación al narrativismo de constituir una suerte de lecho de Procusto sería razonable si consiguiera especificar la noción misma de ajuste de algo a alguna otra cosa, pues no está claro en absoluto que de White en adelante se haya intentado tal proyecto teórico, ya que el modo de comprensión formal de una práctica en términos metateóricos rara vez implica su reducción a alguna otra cosa, sino más bien su común comprensión en términos que escapan a las autoadscripciones de sus practicantes. Aun así, vale la pena explorar en qué podría consistir el ajuste, para comprender qué características se le suponen a Procusto y cuáles a sus víctimas. El muestrario de lo que se le adjudica a cada uno será, espero, suficientemente indicativo de la necesidad misma de un enfoque tropológico.

El narrativismo, en opinión de sus críticos, parecería especialmente incapacitado para dar cuenta de dos aspectos cruciales de la historiografía: en primer lugar, que se encuentra comprometida con referentes no ficcionales (la evidencia) que regulan el comportamiento verbal en un modo lógicamente distinto al de la literatura ficcional; en segundo lugar, que el discurso historiográfico es de crucial importancia en la orientación práctico-cognitiva de los sujetos (enunciado 3 de la sección anterior), esto es, constituye una pieza reflexiva de primer orden en las autoadscripciones de los agentes sociales. Eliminar la especificidad de la historiografía como modo cognitivo comportaría, así, una desrealización de la naturaleza de la realidad histórica misma y una pérdida del potencial subjetivo de actuación en el horizonte social. Rechazar el narrativismo implicaría entonces preservar la posibilidad de la historiografía como un tipo de escritura heterodeterminada por factores causales especificables de manera independiente, escritura que, a la vez, sería un elemento clave en la imaginación de, y en la intervención en, lo social.

La acusación entonces es esta: al homologar historiografía y literatura vía sometimiento de ambas al cedazo tropológico se amputa a la historiografía de sus aristas cognitivas y prácticas. Es perceptible que la acusación sólo tiene sentido si (a) la homologación de historia y literatura es más bien una reconstrucción de la primera sobre el modelo de la segunda, lo cual, a su vez, sólo tiene sentido si (b) conocemos lo que es la literatura y sus propiedades modélicas, y (c) entre las propiedades de la literatura se encuentran aquellas que contradicen la heterodeterminación y la orientación práctico-cognitiva de la historiografía.

Los objetores del narrativismo por lo general han realizado encendidas defensas de la historiografía como modo de cognición, pero se han preocupado bastante menos por desarrollar algún punto de vista teóricamente informado de aquello de lo que tanto anhelan diferenciarse.7 La importancia de realizar un abordaje que incluya a la teoría literaria en la aproximación al discurso de la historia consiste en evitar la articulación superficial de una idea de la literatura palmariamente inexistente, caracterizada primordialmente como el compendio de lo que la historia no es, lo que usualmente equivale a afirmar que (d) la característica específica de la literatura reside en que es una práctica autodeterminada y que no resulta eminentemente práctico-cognitiva.

Ahora bien, desde el siglo XVIII, la reflexión en torno a la literatura ha pivotado, por un lado, en torno al énfasis en el autotelismo (autonomía) del hecho literario, y, por el otro, en derredor de su contrario, su fin extrínseco, relativo a un modo de inserción social (heterotelismo). Con el romanticismo pareció imponerse una concepción inmanente y autotélica de la literatura -que no es otra que la que se esconde detrás de la objeción al narrativismo-. Como opuesto al lenguaje práctico, el lenguaje poético sería un caso claro de uso lingüístico de valor autónomo (expresivo, sentimental, no vinculado a estados de hecho), y si hay que ubicar un punto de partida en el formalismo ruso -referencia obligada de la teoría literaria en el siglo XX-, es precisamente ese (cf. Todorov 11-38). Pero, a pesar de sus iniciales credenciales románticas, el análisis empírico de los formalistas los condujo a describir la literatura a partir de "las propiedades específicas del arte verbal" (id. 35), propiedades que terminaron revelándose como inexistentes, en la medida que no hay nada específico, compartido ni manifiesto en la expresión verbal. La noción formal de literatura cede así impulso ante el hecho literario, categoría no formal, sino histórica, situada. Por todo ello, las posibilidades de una consideración formal de la literatura en cuanto tal se desvanecen, y es la visión heterotélica, historicista, heterodeterminada la que termina imponiéndose en la concepción de lo literario.8 Así, en la obra del crítico canadiense Northrop Frye, influencia directa en el narrativismo de White, se postula la literatura, por un lado, como una estructura verbal autónoma respecto de la cual se plantean fuerzas centrífugas (que van hacia lo no literario) y centrípetas (que refuerzan la autonomía), y, por el otro, como una praxis inescindible de los demás discursos de una sociedad. "Lo literario se encuentra también fuera de la literatura, como lo 'no-literario' en su interior" (id .109). De esta manera, la materia del crítico "es la totalidad de la experiencia verbal, o hasta imaginaria [...], y no sólo la pequeña parte llamada por convención 'literatura'. El bombardeo verbal incesante [...] contribuye a formar la imaginación literaria con mucha mayor fuerza que la poesía o la ficción" (Frye 1970 84-85). La totalidad del comportamiento se encuentra comprendida en la materia de análisis de aquel que está interesado en edificar "una teoría del uso de las palabras" (Frye 1977 482). Siendo así, "nuestro universo literario se ha dilatado hasta convertirse en un universo verbal y ahí no puede funcionar ningún principio de autonomía" (id. 461). El universo verbal está en relación con el resto de las prácticas sociales, a las que dota de cierto orden y a las que constituye, y es constituido a su vez por ellas. La interacción social sería imposible sin un patrón establecido de producción y circulación de las palabras que la enmarque. Y viceversa, ningún orden simbólico podría establecerse sin pautas de interacción materiales a partir de las cuales aquél se erige.

De manera similar, una concepción historicista del surgimiento de la historiografía misma revela menos una oposición dicotómica que un proceso de derivación genérica. Sólo si la literatura es considerada un discurso ornamental, de pura orientación estética o sentimental, carente de determinaciones extrínsecas y cognitivamente inmotivado, puede hacerse un espacio conceptual apropiado para la contraposición que requiere el antinarrativista.

Naturalmente, no hay ningún género de expresión verbal que satisfaga el enunciado (c), y, ciertamente, la literatura tampoco es uno de estos géneros. Por otro lado, mal puede postularse una sujeción procústea de la historia a la literatura cuando el dominio que interpela el segundo término excede e incluye al primero, a partir de sus últimas y más genéricas (y quizás excesivamente amplias) definiciones histórico-formales. Por lo tanto, estamos en condiciones de rechazar (b), si es que eso implica una concepción restringida de la literatura como género decorativo o emocional que se propone como modelo relativo a otro tipo de práctica verbal.

Finalmente, no ha sido nunca un objetivo de la teoría literaria ni del narrativismo reducir la historiografía a algo en particular, por lo cual también se rechaza (a). La finalidad del análisis narrativista ha consistido más bien en aprovechar las virtudes de un modelo teórico que, en la crítica literaria, había generado una concepción amplia de la literatura que permitía deshacerse de algunas oscuras contraposiciones, como las que se daban entre el realismo y el romanticismo; entre la literatura ficcional y la no ficcional, y entre lo literal y lo metafórico.

Literatura, de ahora en más, no designa el tipo de escritura profesional, imaginativa, individual, novedosa y eminentemente ficcional que hemos llegado a identificar como novelesca. Quizás con minúscula podría seguir designándose de ese modo a un tipo o género de expresión verbal históricamente situado (que aparece recién en el siglo XVII), y que iguala literatura a "expresión autoral imaginativa". Tenemos allí un estatuto ficcional que parece oponerse a lo historiográfico, pero no es ese el universo extendido de prácticas al que la literatura remite, por lo que la contraposición no es todo lo fecunda que parece. Esa literatura en sentido restringido no alcanza a dar cuenta del fenómeno literario en sentido amplio, que abarca el conjunto de las expresiones verbales que remiten a conglomerados discursivos, constelaciones de compromisos y comportamientos eminentemente prácticos a los cuales se apela en el curso de la interacción ordinaria, y para los cuales las nociones mismas de autoría, novedad, ficción, autodeterminación o imaginación (como concepto contrapuesto a lo cognitivo y como sinónimo implícito de la fantasía fabuladora) se revelan como empobrecedoras e insignificantes para captar el dominio bajo análisis.

La literatura entendida de modo ampliado sólo puede ser tratada a partir de lo que Gadamer ha denominado, sugestivamente, una visión antropológica del lenguaje como ritual.9 De manera idéntica, la monumental Anatomía de la crítica de Frye y sus textos subsiguientes han enfatizado el aspecto clave de la literatura como un tipo de práctica continua con el conjunto de comportamientos no verbales y en estrecha relación con los patrones de interacción social (y preocupada por dar cuenta de ellos).10 La literatura y en particular el espacio narrativo se encuentran comprometidos estructuralmente con la transmisión de aspectos tanto relativos a la continuidad de lo social como a la articulación de espacios imaginativos de contraposición entre lo deseado y lo experimentado. Groseramente, la literatura se articula en agregados mitológicos11 preocupados principalmente por lo ritual y lo onírico. Ambos son modos de interpelar lo real, o delinear un sentido más inclusivo o penetrante de realidad.

Más aún, el conjunto de la expresión verbal apunta a consolidar regímenes de aplicación de un concepto propio de realidad y estabiliza conglomerados de compromisos en torno a los objetos, agentes y relaciones perceptibles en un campo o dominio determinado. La literatura (en sentido ampliado), el arte en general y la filosofía pueden verse así como actividades y procesos vinculados con la delimitación ontológica, aunque en el caso de la primera el procedimiento es tropológico más que lógico o estrictamente inferencial, siendo dos de las peculiaridades de la tropología el trabajar con criterios laxos en torno a la identidad, la equivalencia y la cuantificación (tal la tarea de la metáfora), y, por lo tanto, como hemos visto, el admitir tabiques o cesuras que conspiran contra una sistematicidad y coherencia general del ámbito de asunciones que sea el caso (tal la tarea del conjunto de tropos que forman parte del ciclo que inaugura analíticamente la metáfora y cierra la ironía). La construcción de un entero conjunto de protocolos de utilización de nuestras nociones semánticas básicas encuentra un primer ámbito operativo en el conjunto irrestricto de técnicas de significaciones literarias, narrativas y discursivas en general. Esas técnicas no tienen otra finalidad -y ese es el punto que me interesa aquí- que la de especificar un concepto de realidad y un conjunto instructivo de protocolos en el manejo de nuestro vocabulario semántico. El uso ordinario del lenguaje y el análisis tropológico de este nos entregan una noción de la práctica lingüística preocupada por sostener una visión unificada del entero espacio de interacción verbal y no verbal, y, a la vez, reconocer la asistematicidad, última incoherencia e ineliminabilidad de las cargas contradictorias insertas en aquel espacio. Nuestra realidad, tal como es articulada por la expresión verbal, lidia, tematiza y lleva consigo siempre los desajustes que otorgan espacio conceptual a la necesidad de pautas evolutivas que desafían la recurrencia (pautas denominadas tramas o mythos en el sentido aristotélico) y de modos de intervención que especifican la contribución de los agentes a la alteración de la recurrencia (ethos o carácter aristotélico, aunque para nuestros fines resulta más relevante su consideración en términos de agencia).

El conjunto de estas insinuaciones apunta a sostener una visión de la expresión verbal articulada en forma discursiva que afirma que:

1. Los relatos implican tramas (o modelos de articulación y anticipación de secuencias de eventos), agentes (entidades que intervienen en las secuencias de eventos cuya aportación es especificable en términos del apartamiento de la recurrencia de aquellas12), estrategias de emisión (espectro que va de la originalidad y ruptura a la más absoluta sujeción a patrones convencionales de comportamiento discursivo) y estrategias receptivas (espectro que va de la interpelación activa y la participación en el relato entendido como praxis a la recepción pasiva y contemplativa de un conjunto simbólico entendido como espectáculo).

2. Las constelaciones de modelos de tramas y de agentes adoptados delinean patrones de interacción respecto de los principales tópicos narrativos (interacción ritual, espacio onírico, "realidad" experimentada y deseo de una realidad modificada por los agentes). Las estrategias de emisión sugieren las relaciones intertextuales -reglas de antecedencia y variación- de esos mismos patrones y algunas claves de decodificación, así como también las estrategias receptivas sugieren el conjunto de las actitudes esperadas en el modo de presentación.

3. Toda expresión verbal continua de tipo discursivo exige lo implicado en la proposición 1 y genera el conjunto de constelaciones referido en la 2, sin por ello implicar más que un protocolo de tratamiento formal del conjunto de operaciones verbales realizadas (con independencia de los contenidos mentados por ellas).

El punto clave en discusión aquí es la proposición 3, pues allí radica el corazón formalista y el pretendido alcance y exhaustividad de esta visión ampliada de la literatura. La proposición 1 sugiere que el formalismo historicista de Frye y la estrategia hermenéutica de Gadamer y Blumenberg nos conducen en la dirección de una consideración de las piezas discursivas específicamente narrativas -que forman parte del comportamiento verbal continuo y de la interacción social- como aquellas que tienen por finalidad tematizar esas mismas modalidades de interacción, incluyendo los modos de circulación de las palabras, los discursos y el conjunto amplio de prácticas que validan o impugnan un estado de cosas. En un sentido ritual se encuentra en el mito (en el sentido de mito antes apuntado) un conjunto de posicionamientos hacia cuestiones de interés público o que no pueden no dar cuenta de aspectos elementales del espacio y el tiempo en común. Es decir, si hay algo que interesa a la literatura en sentido amplio es evitar cualquier desrealización de lo social. La proposición 2 especifica de qué modo se estructuran esos posicionamientos, qué estrategias y qué modalidades asume lo que, sin más, podríamos llamar estructuración de una teoría social y de la acción implícita en los relatos y narraciones, sean o no ficcionales. Es decir, la literatura ampliada no sólo delinea un sentido de realidad, sino que se preocupa por asignar claves y orientaciones eminentemente prácticas y cognitivas de intervención. Hemos dado la vuelta así a la acusación realizada al narrativismo al comienzo de esta sección. No es esperable que un seguimiento tropológicamente informado del discurso de la historia conlleve una pérdida de los contenidos y las preocupaciones por lo real o por la orientación práctica. Más bien puede descontarse una profundización y tematización de la idea misma de lo real y de las posibilidades de intervención de los sujetos en el plano de la interacción.

La interpretación de la literatura, en sentido ampliado, implica dar cuenta de configuraciones que tienen por finalidad brindar una visión de la interacción y de los espacios de realización individual, y que tematizan los conflictos inherentes a la fricción entre ambos planos. Esas configuraciones luego ponen en relación (o no) esas tematizaciones y, por último, sugieren algunas claves para la recepción de estas. Los espectros de posibilidades para cada tópico reconocen (1) estrategias cómicas, trágicas, novelescas o satíricas de tramado; (2) agenciamientos míticos, románticos, miméticos (elevados o bajos) e irónicos; (3) emisiones discursivas como rupturas revolucionarias, desviaciones calculadas, convencionalismo crítico o conservadurismo, y, (4) en lo atinente a la recepción discursiva, claves que van en un continuo desde la absorción extático-epifánica en el orden simbólico hasta el distanciamiento puramente contemplativo.

Naturalmente, es discutible hasta qué punto toda la literatura cabe en este tamiz y si la teoría es todo lo exhaustiva que pretende. Aun así, el tenor de la apuesta es formal y apunta a refinar un conjunto de instrumentos que permitan clarificar algunos aspectos importantes relativos al funcionamiento, estructura y evolución de los relatos. La cuestión acerca de si el enunciado 3 es o no aceptable remite a un posicionamiento hacia el formalismo mismo, pero al menos esta discusión nos permite poner bajo una nueva perspectiva las objeciones al narrativismo.

Para una teoría literaria que ha venido considerándose a sí misma (de manera acertada o no) un intento por fundar una visión antropológica del lenguaje o una teoría de los usos discursivos como continuos al resto de la praxis social, es particularmente injusta la caracterización del narrativismo como el hijo indeseado de una teoría de lo literario como ornamental. Si recapitulamos, podemos apreciar que el concepto de literatura, según este esquema formal, es la negación misma del enunciado (d), pues es incapaz de dar sustento a visión alguna de la expresión verbal ficcional o no ficcional como una práctica autodeterminada sin relevancia práctico-cognitiva. La literatura es la discusión misma de qué es real y qué no, y de qué puede hacerse ante lo real y qué no. Es decir, la cadena de inferencias procede más bien de modo inverso al sugerido por los críticos del narrativismo: (e) la concepción ampliada de lo literario está centrada en la prefiguración de lo social y las estrategias simbólicas de posicionamiento ante ella; (f) la prefiguración literaria de lo social confiere a la expresión verbal un interés primordialmente práctico-cognitivo de posicionamiento del sujeto ante la realidad en la que interviene y es intervenido, y (g) la historiografía es un tipo de expresión que, aunque comporta características específicas, no es categorial o lógicamente distinta al rango de fenómenos comprendido por lo literario en sentido ampliado.

Dados (e), (f) y (g), no hay motivos para no aplicar el mismo espectro de preguntas e inquisiciones que se aplica a lo literario ampliado a las expresiones historiográficas o a cualquier otro discurso en el que sean reconocibles tramas, agentes y estrategias de emisión y recepción. Las restricciones referenciales, cognitivas y prácticas de la historiografía se aplican también a tipos específicos de literatura, por lo que constituyen malos delimitadores disciplinares. Aun así, algún tipo de objeción podría plantearse aún a las especializaciones y refinamientos teóricos de la historiografía cuando se vincula con disciplinas como la sociología o la demografía, y se aparta más declaradamente del discurso ordinario y las asunciones propias del lenguaje natural.

Ciertamente se podría intentar establecer algún tipo de contrapunto entre prefiguración de lo social y teoría social, quedando lo primero para la literatura en sentido ampliado, incluyendo la historiografía más ingenua o menos especializada, y lo segundo para la historia académica y transdisciplinar. Pero el contrapunto prejuzga el punto clave, consistente en especificar qué entendemos por teoría. Seguramente hay diferencias claves entre un conjunto de enunciados teóricos que incluye axiomatizaciones y formalizaciones de diversa índole, y un recorrido narrativo que esconde, de manera implícita, aspectos que se corresponden con esbozos de generalizaciones o teorías en sentido laxo. El punto no es ese, sino apreciar el salto que se da en la estructuración de la ontología de una teoría dada cuando ya no se admiten procedimientos tropológicos que completen y complementen otros recursos de orden lógico, inferencial o deductivo. La purga tropológica que supone la axiomatización y formalización es, razonablemente, un procedimiento válido en el interior de una estrategia cognitiva cuando se ha delimitado un ámbito de problemas o el dominio que pretende tratar la teoría, para fines específicos y acotados. Sin embargo, no es esperable que eso ocurra en modo alguno al tratar vastos ámbitos de lo social -a menos que opere un reduccionismo que se volverá contra la teoría tarde o temprano-, porque precisamente lo que está en discusión es cuál es el ámbito de problemas a tratar, y no es legítimo tampoco que se pretenda que el corazón mismo de la teorización radique en la exclusión de los elementos tropológicos, ya que en la formación, estructuración y secuenciación de conceptos utilizados por las teorías, así como también en su permanencia, estabilidad y variación, usualmente son cruciales los expedientes tropológicos.

Desde ya, este esbozo de la noción misma de teoría puede resultar insatisfactorio, pero lo que intento plasmar es el hecho de que la configuración tropológica de los lenguajes históricos y sus implicancias práctico-cognitivas no pueden desacreditarse desde el punto de vista de una noción sesgada de teoría, así como tampoco podía antes rechazarse la vinculación entre historia y literatura sobre la base de una noción escuálida y arcaica de la segunda.

Ha sido precisamente la noción limitativa de lo literario la que se ha adosado a una visión empobrecedora de la tropología con vistas a negar un movimiento teórico, el narrativista, que está especialmente interesado en resaltar lo que el antinarrativista más pondera: el enraizamiento social y la orientación práctico-cognitiva de nuestros relatos, entre ellos, los referidos al pasado en común. La función clave de la narración consiste en proveer una visión de la agencia posible en un entorno social, y a tal fin concurre por medios entre los cuales resultan cruciales e ineludibles los tropológicos. Tropología, agencia y narración concurren entonces en una visión habilitadora y clarificadora a la vez de las posibilidades (y las limitaciones) de la historiografía, por lo que no deben suponérsele nuevas víctimas a Procusto. La apelación a los lechos no resolverá estas cuestiones de índole teórica y filosófica.

5. Conclusión

Si este artículo tiene el título de "Tropología, agencia y lenguajes históricos", es porque considero que en la intersección del análisis literario teóricamente informado, la filosofía del lenguaje y la filosofía de la historia encuentran un espacio conceptual que el narrativismo ha usufructuado provechosamente, pero ante el cual se han alzado objeciones no del todo convincentes que, con todo, han tenido el mérito de sesgar la agenda en una dirección filosóficamente empobrecedora.

El lenguaje histórico es continuo a la realidad histórica, porque ciertamente no son reconocibles dos elementos que encuentran la manera de seguirse a través del tiempo y del espacio, sino que advienen juntos como dos aspectos de una misma praxis. La tropología es una vía de entrada útil para la comprensión de la dinámica de ese y otros lenguajes. Como tal, esa perspectiva no pone ni quita nada del mundo, no lo supone intrínsecamente amorfo ni esencialmente estructurado, porque desconfía de la idea misma de intrinsicidad. Comprender el lugar del lenguaje histórico (y del lenguaje) como miríada de usos discretos de acuerdo a contextos implica reconocer que si el escepticismo y el relativismo histórico han sido posibles es porque ha habido una concepción del conocimiento histórico centrado en el equívoco concepto de representación como intermediación y espacio lógico por derecho propio. Comprender el lugar del lenguaje histórico implica también reconocer el conjunto de operaciones propiamente literarias que realiza en pos de articular el conjunto de significaciones cruciales para los sujetos y agentes sociales, para lo cual es necesario deshacerse de una noción restrictiva, caduca y empobrecedora de la idea misma de lo literario.

De esta manera, el narrativismo, pragmáticamente reformulado, se convierte en una pieza valiosa para comprender la conducta lingüística en sus relaciones con la temporalidad y el pasado en común. Esto es, el narrativismo implica una reflexión sobre la contribución que nuestros modos de conocer el pasado hacen en lo referente a la posibilidad misma de comprender, imaginar y actuar en el mundo. Aclarar el estatuto de los tropos implicando en la respuesta historia, agencia y narración supone rehabilitar para los sujetos de la praxis lingüística una capacidad o un potencial de intervención respecto del cual el conocimiento y la imaginación del pasado resultan constitutivos. Así, tropología, agencia y lenguajes históricos constituyen las coordenadas básicas de un modo de análisis del discurso de la historia, el narrativista, centrado en el futuro de las imaginaciones del pasado.


1 Sobre los tropos, véase White (1978 y 1992). Una explicación sucinta del fenómeno metafórico en particular, y del alcance y sistematicidad de los estudios sobre la metáfora en la teoría contemporánea, puede verse en Ricoeur (1985 21-39) y, de manera más extensa, en Ricoeur (1977).

2 Dicho sea de paso, esto nos deja dos posibilidades. O bien la conciencia es la base del discurso (lo determina, lo que sea que esto quiera decir), pero es inefable e inaccesible lingüísticamente, o bien, dado que no podemos aprehender las manifestaciones de la conciencia como no sea a través del discurso, no deberíamos comprometernos con discusiones acerca de aquello respecto de lo cual haríamos bien en permanecer agnósticos. En White hay inclinaciones ambiguas acerca de este punto.

3 Siendo así la metáfora un procedimiento que, a la vez, cuantifica y realiza afirmaciones de identidad en un sentido no lógico. Esta estrategia tropológica, al igual que la implicada en el reconocimiento metonímico del predicado de pertenencia o el de abstracción (por la sinécdoque) o el de negación (por la ironía), constituye los rudimentos para una notación primitiva y conceptualmente primaria para el análisis de la articulación del discurso ordinario.

4 Pero lo importante conceptualmente es que existe y, ya sea que seamos "agnósticos"o correspondentistas, en la teoría whiteana hay algo para decir acerca de la relación entre la estructuración de la conciencia y la estructuración del lenguaje: "El lenguaje es caracterizado más adecuadamente como [un] instrumento de mediación entre la conciencia y el mundo que esa conciencia habita" (White 1978 126, énfasis mío).

5 La interpretación pragmatista de White resulta enteramente convergente con el marco general de análisis propuesto por Verónica Tozzi. El carácter enriquecedor de la lectura pragmatista de White puede apreciarse en Tozzi (2009).

6 Sobre este punto son clásicos Davidson (1990) y Rorty (1991). Véase también el interjuego entre convención y ruptura en Frye (1963 39-51, 1977 y 1980).

7 Entre los críticos de la narrativa en general, o del narrativismo o de White en particular, encontramos a Appleby, Hunt & Jacob (1999), Evans (1997), Lorenz (1994 y 1998), McCullagh (1984 y 1998), Palmer (1990), Runia (2006a y 2006b), Sazbón (2001), Zagorín (1990 y 1999) y Zammito (2005). La posición de Ankersmit ha variado sustancialmente, desde sus iniciales compromisos narrativistas, deslizándose en una dirección declaradamente antipática respecto de las posibles bondades de un análisis informado teóricamente del lenguaje de la historia. Ankersmit (2005) representa el punto de llegada de este cambio de perspectiva.

8 Naturalmente, las tendencias realistas y extrínsecas presentes en la literatura del siglo XIX sugieren poderosamente que el momentáneo triunfo del romanticismo nunca fue completo. Sin embargo, no se juzga aquí la práctica literaria, sino las corrientes que la enfocan teóricamente, entre las cuales la visión romántica ocupó siempre un lugar preeminente. Ciertamente, todas estas idas y vueltas han sido inexistentes para quienes suscribieron desde siempre una visión epifenoménica, superestructural o derivativa de lo literario, como puede percibirse en cierta corriente realista ingenua como forma de criticismo sentimental o en una posición de tipo marxista vulgar. Sobre el tema remito a Frye (1977, introducción).

9 Sobre este punto, véase naturalmente Gadamer (1997 67-133, 2007); en la misma línea, Hans Blumenberg ha dedicado importantes estudios al tema. Véase, a modo introductorio, Blumenberg (1999 115-142, 2004).

10 La consideración del lugar de la palabra en la sociedad ha seguido una ruta distintiva desde el original trabajo de Ong (1987). El necesario enraizamiento y vinculación de la expresión verbal con el resto del comportamiento y su importancia ritual ha influido en autores como el mismo Frye (1988) y Ricoeur (1985). La visión de la literatura es, de allí en más, la de una actividad ligada, preocupada por la comprensión e intervención en la realidad.

11 Entendiendo al mito como una unidad de significación social primordial, no como una fábula o fantasía. Los mitos tienden a agruparse en conjuntos, configurando así mitologías. En ese sentido, cualquier cuerpo de creencias que se encuentra, por motivos prácticos, contingentes y socio-históricos, en el centro mismo de la red de compromisos, y que, por lo tanto, se muestra remiso al cambio valorativo ante nuevas creencias que entran en fricción con él, puede ser considerado como mitológico. La importancia en la modernidad, por dar dos ejemplos, de la práctica científica y de la pertenencia nacional ocupó el lugar mítico en la circulación verbal reservado en otros tiempos a las identificaciones y credos religiosos. Que todos ellos sean, a su tiempo, caracterizados como mitos no los convierte en fábulas, sino que revela su lugar central en un determinado entorno epocal y en el interior de un sistema de creencias afectado por los contingentes avatares del devenir histórico. Contra este trasfondo es que puede comprenderse el aserto quineano en torno al carácter mítico de la ciencia (véase Quine 89).

12 La interpretación de la agencia como potencial de intervención en procesos o secuencias recurrentes ha sido en la teoría literaria un elemento destacado a partir de las obras de Ricoeur (1985 y 1995) y Frye (1977). Que el trasfondo de la expresión verbal remite al de la acción (y viceversa) y que ambos se requieren en el dar cuenta de secuencias de eventos implica un deslizamiento que lleva de la teoría de la acción a la del relato, y de allí a la filosofía de la historia, en la cual la obra de Ricoeur ha sido, probablemente, un punto de encuentro fundamental. En lo sustantivo, Ricoeur toma de G. von Wright la noción de intervención (cf. Ricoeur 1995 224-240); a su vez, Von Wright también parece haber influido en Frye sobre el punto (Frye 1977 53-96). En definitiva, el punto de partida es sin duda Von Wright (1979a y 1979b), y a partir de allí las obras de Ricoeur y Frye parecen haber introducido la cuestión en el marco del problema estructural del relato, donde encontraron respuestas nuevas a una problemática que en lo sustancial se remonta a Propp (1985).


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