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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.145 Bogotá Jan./Apr. 2011

 

DELEUZE O "DEVENIR DELEUZE".
INTRODUCCIÓN CRÍTICA A SU PENSAMIENTO

Deleuze or "Becoming Deleuze".
A Critical Introduction to his Thought

 

RAFAEL GÓMEZ PARDO
Universidad Central - Bogotá, Colombia
r_filosofia@hotmail.com

Artículo recibido: 17 de abril de 2010; aceptado: 27 de agosto de 2010.


Resumen

La filosofía no está para que tranquilice nuestras conciencias, para que nuestra razón se sienta en "casa", sino que es una caja de herramientas. Algunas de las preguntas que nos plantea el pensamiento de G. Deleuze son: ¿qué podríamos hacer o experimentar con ella?, ¿cómo podremos devenir en ella? Ahora bien: "devenir Deleuze" implica violentar el código de nuestras habituales representaciones, e incluso el código que los deleuzianos le atribuyen a Deleuze. Sólo entonces es posible llegar a esa "zona de indiscernibilidad o de indiferenciación" (línea de fuga) en la que somos deleuzianos, profanando la fábrica de sus conceptos, acaso fabricando otros o, mejor, experimentando el acontecimiento más allá de todos los conceptos. ¿Qué otra cosa esperaría Deleuze de sus "discípulos"?

Palabras clave: G. Deleuze, acontecimiento, cuerpo sin órganos, filósofo sumiso, línea de fuga.


Abstract

The purpose of philosophy is not to soothe our conscience or to make reason "feel at home"; rather, it serves as a toolbox. Some of the questions raised by Deleuze's thought are: What can we do or experience with philosophy? How can we advance within philosophy? "Becoming Deleuze" entails violating the code of our customary representations, and even the code that Deleuzians attribute to Deleuze. Only then is it possible to reach that "area of indiscernibility" (line of flight) in which we can truly be Deleuzians, by desecrating the "factory" of his concepts, perhaps producing new ones, or, better yet, experiencing the event which takes place beyond all concepts. What else would Deleuze expect from his "disciples"?

Key words: G. Deleuze, event, body without organs, submissive philosopher, line of flight.


Para comenzar, quizás sea conveniente señalar que el cliché según el cual Deleuze es irracionalista (sea verdadero o no) lo vuelve inoperante, en el sentido de inhabilitarnos para abordar su filosofía en cuanto filosofía. Toda filosofía crea conceptos (cf. Deleuze 1994b 11) y, en tal sentido, crea también un nuevo territorio de sentido dentro del cual sus conceptos se constituyen como un nuevo lenguaje dentro del lenguaje; un nuevo sistema de signos dentro del sistema duro, vigente, enmohecido por nuestras viejas y cómodas representaciones. Pretender que una filosofía justifique lo que ya sabemos es negarnos (por temor o comodidad) a hacer el viaje que ella misma supone, al que ella invita, explícitamente o no. "Toda obra es un viaje, un trayecto, pero que sólo recorre tal o cual camino exterior en virtud de los caminos y las trayectorias interiores que la componen, que constituyen su paisaje o su concierto" (Deleuze 1996 10).

Es verdad que podemos (¿o debiéramos?) eludir este viaje, sobre todo cuando amenaza atacar nuestras certezas, cuando nos precipita en el terrero pantanoso de los devenires y lo desconocido. El viaje implica que podemos "devenir Deleuze", es decir, habitar en esa peligrosa vecindad donde el sentido emerge sólo para destruir todo fundamento. Devenir no es alcanzar una forma (parecerse a Deleuze o imitarlo), sino encontrar la "zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación" (Deleuze 1996 12) tal que ya no quepa distinguirse, por ejemplo, de un animal, de una molécula o, quizás, de Deleuze. Crear esa zona de vecindad implica que los afectos (no la representación) se abren ante una experiencia que es la experiencia singular de aquella filosofía donde el Yo deja de ser yo, y el fundamento fundamento. ¿Ello se equipara a entronizar el reino de la arbitrariedad y la abyección? Pero ¿cómo saberlo, cómo experimentarlo sin haber comenzado a "devenir Deleuze", a jugar el juego en el que el acontecimiento mismo emerge en medio de nuestras representaciones como una línea de fuga? No obstante, podemos negarnos a semejante devenir considerándolo peligroso, o defendiendo el fundamento de nuestras representaciones que nos mantiene seguros, estables y cómodos. Sin embargo, ello no quiere decir que la crítica al fundamento de Deleuze no descanse en ningún fundamento. Podemos hacer la crítica a la filosofía de Deleuze como quien se representa un código (así la esquiva en lo que tiene de más peligroso e interesante) para luego llevarla al tribunal del juicio. Pero esta crítica eludiría aquello que esta filosofía tiene de más propio, y se dirigiría a una filosofía inexistente -una filosofía sin devenir-, a un fantasma, a una imaginación nuestra que se le atribuye al personaje Deleuze, en suma, a una representación que justifica aquello mismo que en ella es un límite.

La invitación al viaje, al devenir, sigue abierta aunque parezca perturbadora, y es, al parecer, el propio territorio en el que esta filosofía puede o ha de ser abordada, al menos si queremos abordarla no sólo en cuanto filosofía sino en cuanto devenir. Un viaje cuyo sentido sólo puede ser dilucidado -o mejor, experimentado- después de una larga travesía. Por lo pronto, podemos pretender, en primer lugar, que con tal viaje no buscamos un código que reduzca la peligrosa alteridad de Deleuze a un ordenamiento seguro, homogéneo, capaz de tranquilizarnos en nuestras certezas. Tiene que ser una forma de devenir en el lugar -o en el no-lugar- en el que aún no hay código, en el que quizás nunca haya código, y cuya síntesis ha de ser imposible, pues siempre habrá mucho que experimentar. Es cierto que una parte de nosotros quiere e incluso solicita el código que nos otorgue al menos la tranquilidad de saber de qué estamos hablando. Pero ¿acaso un código, una clara representación, puede llevarnos más allá de nuestro territorio y dejarnos ver otros paisajes, otras constelaciones de cosas? ¿Qué es la filosofía si no nos ofrece la oportunidad de experimentar y ver otras constelaciones de cosas? La filosofía no está para tranquilizar nuestras conciencias, para que nuestra razón se sienta en "casa", sino que es una caja de herramientas (Nietzsche): ¿qué podríamos hacer o experimentar con ella?, ¿cómo podremos devenir en ella? Son preguntas que nos plantea el pensamiento de Deleuze.

La necesidad de que se nos explique una filosofía, la exigencia de un código, es precisamente la exigencia de que todo sea representado, y, a la par, la negativa a devenir, el peligro de que fuera de nuestro control emerja un "acontecimiento" (cf. Deleuze 1994b 200), y entonces algo pase y no lo podamos reducir, codificar. Con tal negativa quisiéramos cuestionar a Deleuze antes de que nos toque, y representarnos su filosofía como algo que podemos someter, y así eludir el peligro de ser afectados por un devenir. Ello puede ser muy adecuado, ya que precisamente lo que plantea Deleuze está en el plano de las afecciones, y es allí, y no en la representación, donde la vida se mueve totalmente y sin concesiones. Por todo lo anterior, no podemos meramente explicar conceptos, sino hacer el intento de recorrer uno u otro devenir, habitar su cercanía, y luego seguir la línea de fuga que quizás nos "libere" de hablar de Deleuze sin haber experimentado ninguno de sus desafíos.

Primer devenir: ¿cómo hacerse un cuerpo sin órganos?

En primer lugar, ¿para qué hacerse un cuerpo sin órganos? ¿No es suficiente con el organismo? Deleuze entiende por organismo la organización social y política del deseo. El deseo es el único absoluto,1 la única posibilidad de una ontología en Deleuze. Pero este deseo no es carencia o necesidad. Se lo convierte en carencia y necesidad una vez que es codificado, atrapado y distribuido. Cada individuo desea en un contexto determinado aquello que corresponde a una semántica, a una línea dura, a una significación que se le presenta como algo dado y ante lo cual no puede hacer otra cosa que convertirse en una máquina deseante, binaria. De allí surgen todas las patologías, las tolerables o las intolerables. ¿No es la decencia, después de todo, una patología tolerada por todos? Allí surgen la necesidad y la muerte. Entonces hay que llenar las necesidades. El funcionalismo aparece como el código por excelencia: "El seno es una máquina que produce leche, y la boca, una máquina acoplada a aquella. La boca del anoréxico vacila entre una máquina de comer, una máquina anal, una máquina de hablar, una máquina de respirar (crisis de asma)" (Deleuze & Guattari 11). Digamos que muchas máquinas funcionan muy bien aunque, al mismo tiempo, ninguna máquina puede funcionar perfectamente. La necesidad es satisfecha, pero debajo de ella o más cerca de ella, disimulada, la neurosis continúa, por ejemplo, bajo la promesa de satisfacer una nueva necesidad o bajo la necesidad de rechazarla o, en otras palabras, bajo la necesidad de acoplamientos ya codificados. ¿Cómo funcionan las máquinas o qué las hace posibles? Y ¿cómo funciona el organismo y qué lo hace posible?

Mientras el organismo se puebla de flujos, pone en marcha flujos binarios, un cuerpo sin órganos está hecho de tal manera que sólo puede ser ocupado por intensidades. No es una escena, un lugar, ni tampoco un fantasma o algo para interpretar. Es una pragmática. Sin embargo, también el organismo es una pragmática, pero en un sentido diferente. El organismo es el órgano codificado desde la semántica social del deseo. Según tal semántica, el deseo es necesidad. Durante toda nuestra vida todos hacemos genuflexiones y penitencias ante el dios de la necesidad. La necesidad es necesidad de un acoplamiento, de una satisfacción. Pero si el deseo no es necesidad, sino intensidad (concentración), entonces el deseo mismo irradiaría desde su abundancia hacia todas nuestras experiencias, desde un erotismo no centralizado sino democráticamente indiferenciado y distribuido. La vida sería vida, y no muerte ni miseria. La política (no sólo como Estado o partido) es la administración de la necesidad en un territorio. Esa administración, esa semántica, codifica los flujos (llámese leche materna, fundamento o la necesidad de un orgasmo), los hace circular de un modo particular. No los deja libres en un ámbito indiferenciado, indiscernible. Si los dejara libres, enloqueceríamos o encontraríamos el cuerpo sin órganos poblado de intensidades. Por el contrario, los somete a un ordenamiento como máquina deseante. Tal ordenamiento no es natural o a priori; es dado por la representación o por cada uno de los estratos del organismo. La representación -valga la redundancia- ya se ha representado el deseo en todas sus variables (por ejemplo, mediante el psicoanálisis). La representación domestica lo salvaje de toda experiencia humana. Según ella, hay algunas experiencias que son normales y otras que no lo son. El psicoanálisis intenta exorcizar aquellos nuevos demonios clínicos, seculares, es decir, la "anormalidad del capitalismo", producida todos los días por el mismo código. Se dedica a corregir los flujos del deseo codificados por la gran máquina productiva, el capitalismo. No sólo el psicoanálisis, sino también las ciencias humanas tienen esa función. En ellas se representa el "sentido" en cuanto carencia, se crea el territorio por el que los flujos han de pasar a nivel micro a través de los cuerpos (cf. Deleuze & Guattari 15). Dice Deleuze: "Edipo supone una fantástica represión de las máquinas deseantes. ¿Por qué, con qué fin? En verdad, ¿es necesario o deseable someterse a él? ¿Y con qué?... ¿No hay cuestiones más importantes?" (id. 12) ¿No es el cuerpo sin órganos más importante que los intentos de volver a colocar los flujos en el ordenamiento de la máquina? ¿En qué sentido es más importante?

En Deleuze encontramos por fin una política del psicoanálisis, un materialismo del deseo. Debajo de todos nuestros deseos, interpretados como necesidad, domesticados en los flujos del capitalismo, está el cuerpo sin órganos. La represión originaria del deseo, según Deleuze (cf. & Guattari 18), no es ante un Edipo natural, sino ante el cuerpo sin órganos. Es la repulsión de las máquinas deseantes2 por el cuerpo sin órganos. Y la máquina paranoica o masoquista, por ejemplo, puede significar por una parte, y en el mejor de los casos, la búsqueda de un cuerpo sin órganos (en un estado violento de abyección3) y, en el peor, el daño al organismo, la locura y la muerte. El psicoanálisis es también la producción de una máquina, de un código capitalista del deseo.4 Desde esta política (política del deseo), todas las anormalidades censuradas por el código son sólo expresiones larvadas de una esquizofrenia generalizada y producida, mantenida y estimulada. No hay una esquizofrenia como condición natural establecida. Lo que el esquizofrénico vive es producido, o es la "naturaleza como proceso de producción" (id. 13). Lo mismo sucede con todas las llamadas patologías. Todas ellas son producciones sociales de un código económico y semántico, desde el cual se sanciona como "caso clínico" lo que "atenta" contra el organismo y la máquina deseante. Sin embargo, el paranoico como el esquizoide, el neurótico y el histérico no están afuera sino adentro del código mismo, o en el límite en el que el organismo intenta pero no puede (o puede en parte) hacerse un cuerpo sin órganos (desestratificación violenta).

Para poder hacerse un cuerpo sin órganos hay que volver a descubrir el deseo en su positividad, es decir, hay que descubrir la "inmanencia del deseo" (Deleuze 1988 169). No como necesidad, sino como intensidad. No como desgaste y angustia, sino como plenitud. No cuidadosamente localizado y dirigido a algo, alienado o como negación, y menos aún como un mecanismo represor y de sublimación, o sexualizado. Hay que descubrir el deseo como inmanente a todo ello, y como el ámbito de lo indiscernible y lo no determinado. Sin embargo, tal descubrimiento no pasa por el entendimiento de algo, por una determinada "representación del deseo" más atinada, por ejemplo, sino por una pragmática, por un "devenir" como categoría existencial, y, a la par, por la desestratificación del organismo. La manera como los personajes de Deleuze (artistas, pintores, novelistas) se hacen un cuerpo sin órganos es paradigmática: nos muestra el límite de la representación; por ejemplo: la neurosis de "pretender comprenderlo todo" y no poder experimentar nada (ni siquiera a Dios). Tal límite desemboca en la abyección o lo patético. En Occidente, en lugar de hacernos un cuerpo sin órganos, pretendemos fundamentar el organismo como algo dado, como un absoluto. Sin embargo, aun en tal neurosis sigue habiendo un cuerpo sin órganos, en la medida en que ello es también "deseo" distribuido como necesidad. En Occidente necesitamos atravesar el horror para poder experimentar lo indecible, el cuerpo sin órganos. El proceso por el cual nos hacemos un cuerpo sin órganos es la devastación de la vida, el rompimiento de nosotros mismos, de nuestra identidad, en medio del universo. Necesitamos aprender a utilizar el organismo sin hacerle violencia (no deshaciéndonos de él),5 sino usándolo, puliendo sus bordes.

Pero cuando el organismo se vuelve una máquina fascista, la abyección es la única esperanza que le queda a la vida al convertirse en muerte, en muerte sistemática de todo lo vivido y en todo lo que vivimos.6 La abyección como iluminación a la inversa, es decir, como cinismo sensato en medio de un cinismo inconsciente, que haría parte del cinismo total. La abyección como imposibilidad de reducir los estratos del organismo para preparar la irrupción del deseo como intensidad. ¿Cómo hacerse un cuerpo sin órganos? Según Deleuze, es una pregunta que se hace también Francis Bacon en su pintura. Todo el cuerpo tiende a escaparse. Todo el cuerpo se escapa por la boca que grita. Quiere dejar de ser organismo. Todo el cuerpo quiere escapar del funcionalismo, de la organización social del deseo. Las imágenes de Bacon no quieren representar, no quieren el organismo, sino que quieren hacerse un cuerpo sin órganos en ocasiones mediante la abyección violenta del organismo, hasta experimentar una vitalidad no orgánica. En la medida en que escapa de representar entonces puede vivir o acercarse al menos a la línea fuga, a una intensidad; ya no en el espacio y en el tiempo -reinos de la funcionalidad, que Kafka describe de manera patética-, sino en medio de lo indiscernible o lo indiferenciado.

Quizás en las llamadas "patologías", después de todo, exista la posibilidad de hacerse un cuerpo sin órganos. No se trata de hundirse en ellas sino de usarlas en un sentido diferente al que tiene el vicioso. Eso es lo que sugiere Deleuze cuando se refiere a las novelas de Fitzgerald (cf. 1994a 167-168). Sus personajes no viven el alcoholismo bajo la forma de la carencia o la necesidad. Se hunden en la grieta y no se defienden. Su vida se desploma antes sus ojos lúcidos y presentes. Hay en la vida muchas aproximaciones ambiguas al cuerpo sin órganos (el alcohol, la droga, la esquizofrenia, el sadomasoquismo, etcétera). A esta enorme patología occidental Deleuze la llama: "cohorte lúgubre de cuerpos cosidos, vidriosos, catatonizados, aspirados" (1988 156). El masoquista busca un cuerpo sin órganos, pero de tal tipo que sólo podrá ser recorrido, llenado por el dolor, en virtud de las propias condiciones en las que ha sido constituido. Todo ello no se ha de considerar como la búsqueda morbosa de la muerte (pues la muerte es la condición de la necesidad ya encontrada), sino el intento -quizás desesperado- de abrir el cuerpo y la sensibilidad a conexiones inéditas, a "devenires" inéditos. Hacerse un cuerpo sin órganos no implica pasar por una devastación infinita, violenta, perversa, aunque tampoco se le opone a ello, dadas las condiciones perversas en que vivimos. Supone más bien movilizar las líneas duras más allá de sus límites asignados, hasta llegar al punto en el que la experimentación pueda sustituir a la interpretación.

Segundo devenir: el acontecimiento

En el plano de la representación nos representamos el mundo, a Dios y a nosotros mismos como objetos de conocimiento. Sin embargo, tal representación puede precisamente esconder el temor a "devenir otro", el temor a ser afectado por algo que no se encuentra bajo nuestro control y que no conocemos, incluido Dios como acontecimiento (Deleuze 2002 125). La representación codifica el mundo para disminuir la peligrosa realidad de lo aleatorio y lo incierto. Y ¿qué es más incierto que todas nuestras pasiones o que el acontecimiento mismo? La representación quiere atenuar el peligro, pero el acontecimiento lo presenta en su esencial ingobernabilidad. Los personajes de Deleuze asumen lo ingobernable del acontecimiento y, al asumirlo, no profesan una ideología que les disminuya lo insoportable (lo contraefectúan): son creadores.

Digamos para ser muy claros que la única pregunta, la única voluntad de verdad que plantea toda representación es: ¿cómo establecerse en un significado, en una identidad, en un fundamento, desde el cual ni lo aleatorio ni lo incierto ejerza sobre nosotros un poder desconfigurador, una devastación de nuestra comodidad burguesa, muy bien aderezada mediante sus explicaciones de todo, incluyendo las "últimas causas"? En otras palabras: si la vitalidad de una vida se mide por lo que puede experimentar, la única voluntad de verdad que plantea toda representación es: ¿cómo morirnos antes de tiempo, y sin que nadie -especialmente nosotros mismos- se percate de ello? Pero podríamos objetar lo anterior preguntándonos: ¿por qué habríamos de querer el peligro, porqué habríamos de buscarlo? Pero la búsqueda de un cuerpo sin órganos, aunque no se opone al peligro, no es la búsqueda del peligro. La búsqueda de un cuerpo sin órganos es la desaparición de la búsqueda y la llegada del encuentro. Por otro lado, ¿por qué habríamos de plantearnos estas preguntas si la vida misma es rica por su incertidumbre y no por sus seguridades? ¿Por qué habríamos de buscar el peligro si desde hace ya mucho que nos encontramos en él así como nos encontramos en un cuerpo sin órganos, sin que sea propiamente algo objetivo? El acontecimiento irrumpe por todas partes, incluso allí donde a veces parece que no sucede nada. La herida está abierta, no es necesario que se la vea o que se hunda el dedo para que sea una herida. Que la vida no se parezca a una demolición aunque se esté derrumbando todos los días desde adentro, sino que tenga una apariencia abstracta y "edificante", esa es la voluntad de verdad de la representación.

La representación no da cuenta del sentido sino del significado como representación. El sentido no brota de la representación sino del acontecimiento. Lo que tiene de paradójico la lógica del sentido no es que muestre la inexistencia de un sentido, sino precisamente que, en primer término, hay un sentido y, en segundo término, tiene una "lógica" que no es -por supuesto- la lógica de la representación. El sentido es un efecto de superficie, una creación. No es algo que preexiste o que hay que descubrir. Según Deleuze, a partir de un efecto de superficie se pueden reconocer las alturas o las bajezas de un valor (cf. 1994a 90).7 Entonces no hay aquí una negación de lo edificante, ni de la moral, sino una negación de lo edificante8 en cuanto deviene en una representación moralista o en una representación de esencias inmutables (metafísica y ontología). ¿Para qué queríamos saber cómo es el mundo, cómo somos nosotros mismos, cuán "buenos" somos, cuál es el sentido de la vida, si es precisamente en ese saber (representado, codificado, archivado en nuestros discos duros o líneas duras) donde deja de tener sentido lo que tiene sentido? ¿Cómo es que emerge el sentido y rompe abruptamente con todas nuestras representaciones de la vida, de las cosas, de nosotros mismos y de Dios? Mediante el acontecimiento. Frente al "buen sentido" de la representación, Deleuze se entretiene escarbando en los vericuetos del sentido que rompe con el "buen sentido" que nos asegura todos los días que el ser que somos, la vida que vivimos, la muerte que vivimos y las cosas que utilizamos son reales. El buen sentido -digámoslo en nuestros términos- es el fariseísmo y la hipocresía del que considera que todo está bien o estaría bien si se amoldara a la representación y a la identidad de un saber donde todo se aquieta, esto es, donde todo funciona (al adecuarse) desde el canon de una Idea que representa nuestra temerosa y burguesa necesidad de seguridad (es decir, de muerte).

Alicia, por el contrario, pierde su propio nombre constantemente. La pérdida del propio nombre es la aventura que se repite a través de todas las aventuras de Alicia. Porque el nombre propio o singular está garantizado por la permanencia de un saber. Este saber se encarna en nombres generales que designan paradas y descansos, sustantivos y adjetivos, con los cuales el propio mantiene una relación constante. Así, el yo personal tiene necesidad de Dios y del mundo en general. Pero cuando los sustantivos y adjetivos comienzan a diluirse, cuando los nombres de parada y descanso son arrastrados por los verbos de puro devenir y se deslizan en el lenguaje de los acontecimientos, se pierde toda identidad para el yo, el mundo y Dios. (Deleuze 1994a 27)

El yo, el mundo y Dios, en cuanto asignación de identidades fijas, se configuran como líneas duras, realidades que niegan el acontecimiento y el devenir. ¿Qué es el acontecimiento? El acontecimiento "no es lo que sucede, pero está en lo que sucede" (Deleuze 1994a 158). Es lo que nos espera en lo que sucede, en la herida que nos duele, en la experiencia que no comprendemos o que comprendemos sin saberlo y nos desgarra desde adentro, perforando nuestros sentidos, dejando en cada uno de ellos una luz imposible. El acontecimiento es indefinible, pues su presencia misma es un desafío a toda definición; sin embargo, es aquello que infinitamente se nos escapa en lo finito y que, sin embargo, nos sostiene vitalmente haciéndonos señas, mostrándonos lo invisible en lo visible. Todo hombre es hijo de sus acontecimientos -dice Deleuze-, y sus grandes obras no pudieron ser producidas sino "por el hilo del acontecimiento" (ibid.). Aquella herida que nunca sanó fue el acontecimiento una vez que la herida, contraefectuándose a sí misma, alzándose como un grito, como una pintura (Bacon) o un poema, fue elegida: "Mi herida existía antes que yo; he nacido para encarnarla" (id. 157). La herida, amada en su contraefectuación, más allá de todo resentimiento contra la vida, más allá del yo y de toda idea de justicia, es creación. Querer el acontecimiento no es aceptar lo que sucede, sino desprender la verdad eterna en lo que sucede, mediante la contraefectuación, mediante la transmutación. Este es un movimiento de la voluntad, no de la representación. Sin embargo, el acontecimiento en su mera efectuación es la negación de la voluntad de vivir, pues pareciera negar la voluntad misma en su poder. Necesita de la contraefectuación, de la voluntad de vivir como creadora de sentido en el sinsentido. Esta -según Deleuze- no es la creación de un sujeto, sino que hay creación porque hay acontecimiento, porque hay contraefectuación, es decir, porque se crea algo con aquello que sucede. Este "se crea" es impersonal tanto como personal, universal y singular, no obedece a una decisión pero sí a un amor o a una voluntad de querer el acontecimiento en su terrible impersonalidad. Sólo el "hombre libre" (id. 161) capta el acontecimiento y no lo deja efectuarse sin contraefectuación. Sólo él puede hacer violencia a la violencia, matar la muerte con la vida, afirmarse frente a todo resentimiento. El acontecimiento es ingobernable y, por otro lado, siempre sucede. Ello significa que el hombre libre se sostiene dentro de lo ingobernable, dentro de lo incierto, no reduciendo o controlando el acontecimiento, sino dejándolo efectuarse completamente en él, y afirmándose con él, como creador. De allí provienen sus obras.

Las obras no provienen sino de las grandes heridas, que Deleuze llama aforismos vitales. Esa es la única moral que existe: "ser digno[s] de lo que nos sucede" (Deleuze 1994a 158), dejar de lamentarse, dejar de rascarse la llaga (criatura de la amargura y el resentimiento). Darlo todo de sí en todo momento: ser libre. Ello no proviene de ningún abstracto altruismo o de alguna gran idea, o de una razón soberana. No proviene tampoco de una abstracta necesidad de conocer, ligada a su facultad correspondiente. Proviene de una experiencia que desplaza nuestro conocimiento y toda creencia en las facultades, más allá de los límites asignados. La lleva a un punto de fuga que tiene el poder de desestratificar el organismo y, sobre el cuerpo sin órganos, hacer pasar toda clase de intensidades.

El sentido no es dado por alguna idea sino que viene pendiendo del acontecimiento mismo. El sentido, que brota del acontecimiento, es precisamente lo que rompe con el significado estatuido por una Idea, por una representación. ¿Qué pasaría si el devenir tuviera un sentido que la Idea no comprende? La Idea Dios, yo y mundo ignoran el devenir, o mejor, enlazan todas las cosas en una identidad omnipresente, en una identidad de significado en el que todas esas cosas confluyen (Descartes). Sin embargo, ¿no es precisamente todo ello la negación misma de lo divino como acontecimiento? Se pueden pintar sensaciones celestiales (Bacon), en lugar de representar a Dios como objeto, como esencia. Al respecto afirma Deleuze:

El cristianismo ha hecho que la forma, o más bien la figura, experimenten una deformación fundamental. En la medida en que Dios se encarnaba, era crucificado, descendía, subía al cielo... etcétera, la forma o la figura no estaban ya exactamente relacionadas con la esencia, sino con su contrario por principio, con el acontecimiento, e incluso con el cambio, con el accidente. (2002 125)

Y por qué no (diríamos nosotros) con los despreciados (lapidados) o rechazados por el mundo.

El dios de los filósofos es la negación de lo divino como acontecimiento. Así mismo, el yo es la negación de todo posible devenir y el mundo es la negación de la aparición de un sentido. Estamos tentados a decir: el yo puede devenir en algo o el yo es algo. Sin embargo, ¿cuál es ese yo que puede devenir? No es una sustancia. ¿No es precisamente el devenir algo que le sucede al yo o que resquebraja su identidad o la idea de que hay una historia del yo? "El devenir no produce otra cosa que a sí mismo" (Deleuze 1988 244). El devenir no tiene otro sujeto que sí mismo. No se es o se tiene un Yo. Se llega a ser uno así como se llega a ser profesor, negociante o padre de familia. Se llega a ser una línea dura, ante sí mismo y ante los demás. Deleuze equipara los devenires a las líneas señalando una diferencia entre las líneas o los devenires duros y las líneas moleculares. "En este segundo tipo de líneas, de de-venires, de micro-devenires..., suceden muchas cosas" (Deleuze 1997 141), dice. No tienen el mismo ritmo que las primeras. Mientras en los primeros devenires hay mucho ruido, parecen suceder muchas cosas a la vez, realmente no sucede allí nada o casi nada: es el tiempo que arrastra tras de sí toda su pestilencia ideológica, todos los significados sobrecodificados. Allí todos los días se muere. Sin embargo, también la línea dura tiene sus fluctuaciones. "El estado más centralizado no es en absoluto dueño de sus planes" (id. 165).

Tercer devenir: línea de fuga

Deleuze descubre que la filosofía no es un código. Todo código tiene el poder de reducir a un fundamento toda la experiencia, y, en esa medida, no se abre al acontecimiento, a aquello que el código no puede someter a la representación. Es cierto que toda la filosofía de Deleuze es una máquina de guerra contra la representación. Ello es también cierto de muchas filosofías de este siglo; pero en Deleuze la crítica a la representación adquiere un vigor o una radicalidad excepcionales: la crítica de la representación se concibe allí como la desestratificación del organismo, del significado, de la subjetividad y del yo, en suma, de toda forma de identidad o esencia. De manera análoga, el concepto de desestratificación corresponde al de deconstrucción en Derrida y al de genealogía en Foucault, si bien en cada uno de estos autores (herederos del estructuralismo) adquiere unas resonancias propias, singulares. No son filosofías que se representen el mundo, la realidad, para luego explicarla (adecuación), sino que en ellas se usa el pensamiento en su poder desconfigurador de toda realidad sustancial, de todo fundamento, desconfigurador tanto de la experiencia vivida, individual (Deleuze), como de la vida histórica (Foucault) o de los saberes (Derrida). En cierto modo, tanto lo individual como lo histórico y el saber están presentes en cada uno de estos autores, y, sin embargo, también es fácil encontrar en cada uno ciertos énfasis que, conjugados con los otros, nos desafían a entrar en su juego, en su devenir.

Pero remitiéndonos al planteamiento de Deleuze, con sus abundantes descripciones e inventarios de experiencias singulares, no se trata de atizar toda clase de patologías y abandonarse a ellas para hacerse un cuerpo sin órganos, como quien se representa una nueva finalidad, una nueva máquina deseante entre otras. Menos aún se trata de organizarse en una moral para fortalecer el organismo, la línea dura, y así defenderse ante la vida contra la vida. Deleuze se guarda de hablar del cuerpo sin órganos como una esencia en los siguientes términos: no puede hacerse un cuerpo sin órganos sino porque ya tenemos uno. No porque "preexista o venga dado de hecho, sino porque de todas maneras hacéis uno, no podéis desear sin hacer uno" (Deleuze 1988 155). No es un concepto, sino una práctica. No es algo que alguien consiga, y al mismo tiempo nunca se acaba de acceder a él. Es una pragmática constante e incluso inadvertida. Deleuze, a diferencia de otros muchos filósofos, no está hablando de ideas, sino de experiencias posibles. "No es un problema de ideología, sino de pura materia, fenómeno de materia física, biológica, psíquica, social o cósmica" (id. 169). Necesitamos, para hacernos un cuerpo sin órganos, construir un plan de consistencia, no para denunciar los falsos deseos, sino para vigilar en nosotros al fascista, al suicida y al demente, y aislar la desestratificación demasiado violenta. Como diría Don Juan, habría que "limpiar la isla del tonal" (Castaneda 210), preparar el organismo para el cuerpo sin órganos, no procediendo mediante una moral que distinga lo bueno de lo malo, sino de manera estratégica: ¿existe la posibilidad de utilizar la paranoia en algún caso? Pero si se quiere llevar a cabo un proceso menos violento, y no precipitar los estratos en un desmoronamiento suicida y demente, habría que ir más despacio:

Instalarse en un estrato, experimentar las posibilidades que nos ofrece, buscar en él un lugar favorable, los eventuales movimientos de desterritorialización, las posibles líneas de fuga, experimentarlas, asegurar aquí y allá conjunciones de flujo, intentar segmento por segmento continuos de intensidades, tener siempre un pequeño fragmento de una tierra nueva. (Deleuze 1988 166)

Hacerse un cuerpo sin órganos implica comenzar siempre por encontrar una línea de fuga, es decir, hacer pasar por el organismo una línea de fuga. Esta línea supone una experiencia inédita que pone entre paréntesis el modo de vida habitual. Los modos de vida inspiran maneras de pensar, y los modos de pensamiento crean maneras de vivir. Siguiendo a Spinoza y a Nietzsche, tenemos dos modos de vida: aquella en la que la moral es causa de una "vida buena" en cuanto categoría moral, y aquella en la que la moral es un efecto de la "buena vida" en cuanto categoría ontológica. En la primera se sacrifican las pasiones para alcanzar en el más allá un fin eterno, una recompensa. En la segunda -llamada vida activa en contraposición a la vida reactiva- no hay sacrificio sino amor, entrega y un tipo de ascetismo especial: el filósofo es aquel que se apropia de las virtudes ascéticas -humildad, pobreza, castidad- para utilizarlas con fines totalmente particulares, inauditos, muy poco ascéticos en verdad. Las convierte en la expresión de su singularidad, de su abundancia. En él no son máscaras morales, ni medios religiosos para otra vida.

En la vida activa, no meramente reactiva, el pensamiento afirma la vida y la vida afirma el pensamiento. Pero no tenemos en la actualidad más que pensamientos que refrenan y mutilan la vida, pensamientos que exorcizan toda la fuerza de la vida, la vuelven juiciosa, y en los que la vida se desquita enloqueciendo el pensamiento y perdiéndose en él (Kant). Pensamientos abstractos respecto a la vida, sin intensidades, con organismos maltrechos y muertos, pudriéndose en los resquicios de su mermada biología. Vidas demasiado sensatas para un pensador, pensamientos demasiado racionales para estar vivos. Vidas demasiado obsesionadas por un cuidado despreciable de sí mismas, que habla mal de todo santo egoísmo, de todo peligroso amor. Vidas sumisas ante la necesidad, tolerando lo intolerable por necesidad. Para ese tipo de vida, hacerse un cuerpo sin órganos, procurarse un plan de consistencia, es una curiosidad insensata, un lujo de excéntricos, una blasfemia. Sin embargo, no otra cosa es la filosofía sino el diseño de un plan de consistencia. Según Deleuze (cf. 1994b 54), cada gran filósofo establece un plan de inmanencia nuevo, aporta una materia del ser nuevo y erige una imagen del pensamiento nueva. No concebimos ningún gran filósofo del que no sea obligado decir: "ha modificado el significado de pensar, ha pensado de otro modo" (ibid.).

Mientras que en Nietzsche las virtudes del filósofo legislador, del creador, eran la crítica de todos los valores y la creación de nuevos valores (el Superhombre como sentido de la vida), encontramos, por otra parte, no sólo en cierta tradición filosófica, sino también en la actualidad (quizás con más fuerza), que el filósofo legislador cede su sitio al filósofo sumiso. El filósofo deja de ser médico y poeta, y se convierte en profesor público. Se presenta sumiso a las exigencias de la razón. Deleuze afirma:

La historia de la filosofía ha sido el agente de poder dentro de la filosofía, e incluso dentro del pensamiento. Siempre ha jugado un papel represor: ¿cómo queréis pensar sin haber leído a Platón, Descartes, Kant y Heidegger, y tal o tal libro sobre ellos? Formidable escuela de intimidación que fabrica especialistas del pensamiento, pero que logra también que todos los que permanecen fuera se ajusten tanto o más a esta especialidad de la que se burlan. (1997 17)

El profesor público siempre tiene muy serias exigencias acerca de lo que significa pensar. Bajo esas exigencias reconocemos fuerzas que no son tan razonables: Estados, religiones, valores en curso, etcétera. La filosofía ya no daña a nadie, ya no transforma a nadie. Aparece como una figura bonachona amiga de las comodidades y los consensos, el "conversador de los valores admitidos" (Deleuze 1974 212). Pero el filósofo trasgresor y legislador valora la vida no por su comodidad, sino por su vitalidad. Nietzsche lo dijo con bellas palabras: "En verdad, amamos la vida no porque estemos habituados a vivir, sino porque estamos habituados a amar" (70). En este sentido, toda verdadera filosofía ha de ser peligrosa e intempestiva, porque no anuncia lo que se establece ni refuerza aquello que lo fundamenta, sino que anuncia el fin de todo ello como el fin de un valorar excesivo de la muerte sobre la vida, de la comodidad sobre el peligro, de la razón sobre las pasiones, de la "voluntad nihilista" sobre la voluntad creadora, de lo singular sobre lo universal.

Hay una larga tradición revolucionaria al interior de la filosofía que pasa por los estoicos, llega a Spinoza, luego pasa por Nietzsche, y que retoma y enriquece la pregunta acerca de la filosofía no como representación sino como pulsión, deseo, voluntad y acontecimiento, amor y odio (y no meramente juicio). Una filosofía que es un punto de fuga dentro de la filosofía misma, cuya ascética es, ella misma, la mayor de todas las voluptuosidades: la del conocimiento. La ascética del filósofo es el incremento del deseo como intensidad pura, y no como mera carencia interior (miseria humana), trascendencia superior (miseria religiosa) o apariencia exterior (miseria del mundo). "Todo está permitido, salvo aquello que vendría a interrumpir el proceso completo del deseo" (Deleuze 1997 113), es decir, salvo la posibilidad de hacerse un cuerpo sin órganos.

Una abundante vida no orgánica es testimonio de una alta espiritualidad, puesto que es una voluntad espiritual quien la guía fuera de lo orgánico, "a la búsqueda de fuerzas elementales" (Deleuze 2002 53). Debemos abandonar el cliché según el cual lo espiritual se opone a la vida y al cuerpo. Lo espiritual se expresa mejor -o exclusivamente- en la vida y el cuerpo, en la sensibilidad. Lo espiritual no es representado: es expresivo. Hay filosofías de la representación, así como hay pintura figurativa, y hay filosofías expresivas, así como hay expresionismo en la pintura. La lucha contra los clichés ha sido algo terrible tanto en la pintura (cf. Deleuze 2002 91-92) como en la filosofía. El cliché pretende dar cuenta de aquello que no comprende; pretende representar lo que no puede ser sino experimentado. Todos los que copian (comentan e imitan) han hecho siempre renacer el cliché. Deleuze muestra que el ejercicio de pensar no está previamente codificado nunca, sino que se mantiene vivo sólo en la medida en que no resiste la seducción de hacerse violencia a sí mismo, a los viejos conceptos, para trazar una diagonal, quizás perturbadora, por impredecible e insoportable, en lo que bien o mal creemos saber.

Después de todo, ¿no es el deseo -en su inmanencia, y no enajenado en la necesidad- la presencia del espíritu puro, no como representación, sino como acontecimiento? ¿No es el espíritu creatividad permanente, y no esencia inmutable? Del espíritu se puede decir lo mismo que del cuerpo sin órganos: "está lleno de alegría, de éxtasis, de danza" (Deleuze 1988 156). El lenguaje del espíritu necesita de una pragmática (esto es, una mística), una haecceidad, y no tanto de una hermenéutica, una lógica (Hegel) o una crítica (Kant). ¿No es el espíritu la más extraordinaria e intensa vitalidad no orgánica? Sin embargo, estamos asediados por palabras muertas, sepulcros donde se pudren cadáveres o palabras: la palabra cuerpo, dios, espíritu, etcétera. Clichés donde no se piensa nada, y donde pensar algo es un desafío. Palabras en donde se pudren las experiencias más originarias y los hombres.

¿Qué podemos pensar desde este "devenir Deleuze", o mejor, qué nueva diagonal podemos trazar luego de él? Podemos comenzar a dejar de ser deleuzianos. No legitimar ninguna representación, incluso aquellas que provengan de sus territorios, de la fábrica de sus conceptos. Podemos honrar a Deleuze profanando la tumba de sus conceptos. Pues Deleuze, que es, sin duda, el gran crítico de la filosofía sumisa, por ello no deja de ser el filósofo actual de la vida. Toda filosofía de la vida, si quiere ser honesta con ella, debe desear su propia autodestrucción; como si dijera: aquí no ha pasado nada. Todo puede empezar de nuevo, incluso por el camino más inesperado. La vida nos exige, si no queremos morir, crear nuevos conceptos. ¿A quién le importa si son o no deleuzianos? La vida sigue direcciones imprevistas. Es una aventura. Los filósofos construyen un árbol de conceptos para dar cuenta de la intensidad de la vida. Lo construyen con la vida misma (sus intensidades), con la vida de ellos y su voluptuosidad por el conocimiento. Pero la vida no es un concepto, ni el mejor de los conceptos fabricados. Por ello, al final del recorrido que nos ofrece Deleuze, no podemos evitar ser rizomáticos. Los conceptos no son eternos, también mueren. Al final de una gran filosofía tenemos un árbol de hojas secas. Conceptos apilados sobre conceptos, los cuales pueden ser usados por otros. Al ser usados, vuelven a recobrar su sentido, y la vida les da un lugar en el desierto de su ser significante. Cuando aparece un gran filósofo, el pensamiento no puede hacer otra cosa, para pensar de nuevo, es decir, para liberarse de su territorio (que pronto se convertirá en aldea, en escolástica), que salir de todos sus conceptos (epojé) y comenzar de nuevo utilizando aquellos que le sirvan mejor para esta tarea. No otra cosa hicieron Platón con Sócrates, Aristóteles con Platón, Kant con Descartes, Marx con Hegel, etcétera.

Podemos hacernos ciertas preguntas que están precisamente en el límite del "devenir Deleuze" y que quizás son de suyo un nuevo campo de inmanencia. Por ejemplo: ¿qué implica pensar en Dios como acontecimiento y no como esencia? ¿Puede el acontecimiento, abandonado a sí mismo, sin ningún referente, desencadenar toda la voluptuosidad del deseo, o, por el contrario, ha de transformarse irremediablemente en muerte? Es cierto que en todo desear buscamos o hacemos, lo sepamos o no, un cuerpo sin órganos. ¿Pero la experimentación en cuanto tal, a la deriva de sí misma, no es ya locura y suicidio? ¿No es un "suicidio a priori" el no poder salir de los propios conceptos cuidadosamente fabricados? Si la vida no tiene sentido ni fundamento, podemos preguntar: ¿requiere de uno? La pregunta es pragmática, no metafísica. Si no requiere de uno, la respuesta al fundamento de la vida está dada por omisión: el sentido de la vida es el abandono a la esquizofrenia total, el devenir desbocado, y el acontecimiento suicida. El acontecimiento como sujeto y el individuo como objeto del acontecimiento. El hombre abandonado al mecanismo de un deseo sin referente excepto el juego de su propia inmanencia. Pero ¿para qué queríamos una extensa descripción de los fantasmas que mantienen encerradas a las máquinas deseantes en sus círculos monótonos de acoplamientos previsibles y neuróticos? ¿A dónde lleva todo ello sino al caos? ¿Qué es lo que quiere el deseo?, ¿qué es lo que sueña el cuerpo sin órganos? ¿Cuál es el rostro del acontecimiento?.

Deleuze es el chamán de la filosofía en nuestro tiempo. Sin embargo, es un chamán sin mito, sin verdad. Eso es triste. Al no haber mito, la voluntad gira sobre sí misma, buscando su destrucción, su devastación final. ¿Para qué queríamos tantas intensidades que vuelven al vacío de la nada, o a conformar otro organismo? ¿Necesitamos de un referente que impulse mucho más la vitalidad desde un sentido, que no sólo sea efecto del acontecimiento (irracional y sin dirección), sino su origen y su telos? ¿Cuál es ese referente? No es, por supuesto, el referente de la metafísica tradicional. Tiene que ser un telos que sin embargo no ejerza su tiranía sobre el presente. Que deje al presente en el terreno del acontecimiento. Un telos que sea sólo una esperanza sin promesa. El deseo -según Platón- ama lo más bello. El deseo no ha de agotarse en la descripción analítica de un gran inventario de experiencias, donde la "belleza de una agonía patética" se recrea hasta el cansancio. El deseo no sólo experimenta, sino que se enamora. El deseo quiere aquello que es capaz de sostenerlo, de conservarlo sin destruir su inmanencia, sin destruir el acontecimiento, incluso en lo que tiene de ingobernable. El deseo discrimina la embriaguez que le produce la belleza, y quiere aquella -y sobre todo aquella- que no lo limita, sino lo estimula. Quiere aquello que no lo destruye, sino lo "edifica", no en un sentido moral, sino total, porque el deseo no ama la muerte, ni la máscara de la muerte más terrible, esto es, el miedo a la verdad. ¿Y no es aquello que el deseo quiere de manera activa una "esencia no inmutable" (que a la par sea acontecimiento) o, en otras palabras, una "esencia" que se realice constantemente, un referente no racional (simbólico), y un sentido que no es contingente, aunque pueda incluir lo contingente, siendo descubierto y, a la vez, "creado" y creador? "Devenir Deleuze" implica, después de todo, violentar el código que los deleuzianos le atribuyen a Deleuze. Y por último, llegar a esa "zona de indiscernibilidad o de indiferenciación" (Deleuze 1996 12) en la que somos deleuzianos, precisamente, profanando la fábrica de sus conceptos, acaso fabricando otros o, mejor, experimentando el acontecimiento más allá de todos los conceptos. ¿Qué otra cosa esperaría Deleuze de sus discípulos sino que lo "traicionaran"? Sin embargo, cabe siempre esperar que algunos se erijan hoy en día como los administradores de los conceptos correctos de Deleuze, del uso que debe darse de ellos, etcétera. Bienvenidos.


1 Al respecto afirma Deleuze: "Se acabaron los conceptos globalizantes [...] lo interesante de conceptos como deseo, máquina o agenciamiento, es que sólo tienen valor en función de sus variables, del máximo de variables que permiten [...]. Nosotros no somos partidarios de conceptos tan llenos de contenido como pompas de jabón" (1997 163).

2 En una obra de madurez, Deleuze afirma que no se concibe la sexualidad como una infraestructura de los agenciamientos del deseo (como se concibe en el psicoanálisis) capaz de crear una energía necesitada de la sublimación. "Por ello -afirma- decidimos renunciar al hermoso término de Féliz, máquinas deseantes. La cuestión de la sexualidad consiste pues, en lo siguiente: con qué otra cosa entra en vecindad para formar tal o tal haecceidad, tales relaciones de movimiento y reposo" (1997 114).

3 La posibilidad de la "abyección" la tiene en cuenta Deleuze en su estudio sobre la obra de Bacon (2002 25).

4 "El psicoanálisis odia el deseo, odia la política... El psicoanálisis está enteramente concebido para impedir hablar a las personas, para quitarles todas las condiciones de enunciación verdadera... Un paciente no puede murmurar Bocas del Ródano sin que le corrijan: bocas de la madre; otro no puede decir quisiera unirme a un grupo hippie sin que le intimiden con: ¿por qué lo pronuncia usted como pipí?" (Deleuze 1997 91-93).

5 Por el contrario, la experiencia de Castaneda con Don Juan muestra muy bien que hacerse un cuerpo sin órganos puede ser un proceso mejor orientado o preparado mediante la reducción o la limpieza del tonal (el organismo), en el curso de un aprendizaje que, si bien ha de tener sin duda momentos de devastación, no ha de colocar el tonal, el punto de apoyo en peligro de acabar incluso con el cuerpo sin órganos. Hay que conservar el tonal, el organismo (sus estratos) para sobrevivir (cf. Deleuze 1988 167).

6 ¿Qué pasa con los nuevos fariseos que, en nombre de una nueva moral de decencia funcionalista, son capaces de lanzar la piedra de la culpa sobre aquellos que no pueden soportar el organismo, sobre aquellos que enloquecen, asesinan o se matan? ¿Qué podemos hacer con aquellos que no pueden soportar el organismo? ¿Debemos ser cínicos y recomendarles la esperanza en el más allá, algún vicio, el alcoholismo, el sadismo, alguna sesión siquiátrica, toda clase de abyecciones, o un descanso, un alivio en medio de tanta muerte? ¿Por qué juzgamos tan duramente a aquellos que no se resignaron con tanta facilidad a la muerte, al resentimiento y el cinismo pensado o experimentado como "el fundamento"?... Sólo en la medida en que los llevamos al tribunal del juicio (la representación), podemos conservar nuestra cordura, es decir, nuestra locura, y, en especial, nuestra incapacidad de verla, nuestra incapacidad para devenir en ella y no poder soportarlo, y no poder regresar.

7 Sin embargo, nosotros podemos afirmar, contradiciendo a Deleuze: ¿no es todo descubrimiento a la par una creación? En tal sentido, el sentido es origen, principio, en un sentido genealógico y metafísico. Es tanto efecto como causa. ¿La oposición entre producción y descubrimiento no es también una ilusión propia de la representación?

8 Hay en Nietzsche una moral universal desde la cual el sentido de la vida está dado por el Superhombre. En esa moral hay una jerarquía: está la moral reactiva contra la moral de los creadores (Deleuze 2000 8, 87, 88).


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