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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.145 Bogotá Jan./Apr. 2011

 

DIÁLOGO

Greppi, Andrea.
"Derechos políticos, constitucionalismo y separación de poderes",
Revista Arbor CLXXXVI/745 (2010): 809-820.


Son diversos los aportes alrededor de la democracia y varios los autores que han coadyuvado en la discusión sobre sus variantes, sus implicaciones y sus beneficios. No obstante, la relación entre derechos políticos y separación de poderes no ha recibido la misma atención. En esta discusión se centra este artículo de Andrea Greppi, que nos propone volver nuestra mirada sobre las transformaciones que han afectado la estructura de separación de poderes y el ejercicio de los derechos políticos en el marco de los cambios institucionales acontecidos particularmente en el último siglo.

El problema de la democracia

Como bien lo reconstruye Helmut Dubiel en ¿Qué es neoconservadurismo? (1993), a partir de 1970, la democracia deviene un problema, más que filosófico, sistémico, en la medida en que el mode-lo democrático derivado del estado de bienestar -producto de la crisis que ya Clauss Offe había conceptualizado- se vuelve disfuncional a la dinámica del mercado, por lo cual se impone el replanteamiento y la transformación del modelo democrático imperante.

En este nuevo aire de la discusión, después de sus orígenes decimonónicos, surgen entonces dos tendencias opuestas: de una parte, una concepción de democracia restringida que básicamente considera que la democracia es "para el pueblo, por el pueblo, pero sin el pueblo", y que su manejo corresponde a una élite tecnocrática que tiene que manejarla, en primer lugar, como un sistema social altamente especializado y, en segundo lugar, permitiendo que las dinámicas del mercado sufran la menor injerencia posible por parte del Estado.

De aquí surge lo que podríamos denominar el modelo de democracia autorreferencial, en la línea de Niklas Luhmann y la teoría de sistemas, para el cual la democracia debe garantizar la autopoiesis de los diferentes sistemas sociales gracias al mínimo de incidencia estatal en su manejo. En este modelo convergerán en buena parte, desde la filosofía y la teoría política, tanto las posturas neoliberales como las neoconservadoras de Nozik (Anarquía, estado y utopía, 1975) y Buchanan (The Limits of Liberty, 1975) de un estado mínimo, así como, ya a nivel político, las políticas restrictivas de Margaret Tatcher y Ronald Reagan en el Reino Unido y EE. UU., que constituirían, prácticamente, el paradigma dominante de final de siglo en el mundo entero.

A esta tendencia se opondrá una segunda que, por el contrario, creerá que la crisis entre trabajo y capital se supera en la medida en que se da mayor participación a la sociedad en el manejo de la democracia, estimulando, por tanto, procesos de descentralización y desconcentración de funciones, y, en últimas, mecanismos de democracia directa que posibiliten mayor control por parte de diferentes sectores sociales en el manejo del Estado, lo que no supone necesariamente una reducción y quizás sí una complejización sistémica de este, en aras de garantizar los mecanismos que hicieran funcional institucionalmente la propuesta.

La democracia después del Muro

Así pues, la caída del Muro de Berlín se encuentra con dos concepciones de democracia liberal enfrentadas -democracia de élites vs. democracia participativa-, aunque con una claramente dominante. Pero la caída del comunismo replantea los términos de la cuestión democrática: la democracia liberal se presenta triunfante en su versión neoconservadora-neoliberal, y el fin de las ideologías y de la historia, como Fukuyama pretende, se convierte en el destino final de la humanidad. La democracia es liberal, sistémica y capitalista, o no es; tal es el dilema sin salida que se le presenta al mundo postcomunista.

Es en ese contexto donde Nancy Fraser (Iustitia Interrupta, 1997) se atreve a replantear los términos de la discusión democrática, como igualmente ya venían haciéndolo Habermas y, avant la lettre, el mismo Rawls, solitario desde los setenta. Sin duda hay una concepción imperante de democracia: la democracia sistémica autorreferente, ajena a los clamores del entorno y a las necesidades sociales, presta a garantizar las dinámicas del mercado sin consideraciones de justicia. Esa es la democracia liberal que, en el marco de un nuevo régimen de acumulación postfordista, fue funcional a las nuevas necesidades de flexibilización del mercado globalizado. Pero no es la única forma de democracia.

Empieza aquí a consolidarse una tendencia que ya venía a galope, que tiene en la propuesta de democracia consensual de Rawls y de democracia discursiva de Habermas, como también en la democracia contestataria del republicanismo y la misma democracia radical de Laclau & Mouffe (Hegemonía y estrategia socialista, 1985), un antecedente inmediato, y que las feministas norteamericanas coadyuvarán a per-filar en su denominación alternativa: democracia deliberativa.

Se produce entonces lo que podríamos llamar una eclosión de concepciones de democracia deliberativa con un sólo propósito: mostrar que el supuesto triunfo de la democracia liberal funcional no había sido absoluto, y que el pensamiento crítico tiene un proyecto postsocialista de democracia orientado a cuestionar y ofrecer una alternativa a la democracia liberal convencional.

Dos lecturas de la teoría/filosofía política y constitucional

La democracia deliberativa, como lo ponen de manifiesto Habermas en Facticidad y validez (1992) y Rawls en Liberalismo político (1993), recoge del republicanismo (por favor, no confundir con el Partido Republicano estadounidense) elementos estructurales de esta tradición, uno de los cuales es el constitucionalismo, en particular en el esquema de controles políticos y constitucionales (bicameralismo, defensa de derechos fundamentales, federalismo, pesos y contrapesos) que el sistema debe garantizar para evitar que las mayorías -sin cortapisas de ninguna índole y legitimadas por su carácter mayoritario- desbalanceen el sistema a su favor en contra de minorías por fuera del poder.

Pero el constitucionalismo también tiene una raíz liberal que es congruente con una democracia liberal representativa. ¿Dónde entonces estaría la diferencia? Precisamente en la oposición de la democracia liberal representativa a las disposiciones contramayoritarias del constitucionalismo buscando descalificar, deslegitimar o, por lo menos, poner en cintura la pretensión de las minorías para que sea respetada su condición política y social, y para que las mayorías, pese a su control del parlamento o el congreso y el poder ejecutivo, tengan que atenerse a unos mínimos constitucionales y legales para no atropellarlas.

En este punto, la teoría política y constitucional no es neutra. Algunos defienden la pretensión constitucional que las mayorías tienen de orientar a su manera el sistema político, legitimadas por la votación mayoritaria que la democracia representativa les ha proporcionado. Otros defienden la pretensión constitucional de que, pese a su derrota electoral, las minorías tienen que tener todas las garantías para no ser arrolladas por la inercia mayoritaria que se constituye. Es lo que se conoce, en general, como la discusión contramayoritaria, que tiene argumentos en las dos orillas de la querella.

Sobre el artículo

Lo anterior sirve para ubicar los referentes del escrito: en general, autores como Sartori (Ingeniería constitucional comparada, 1994) y Ferrajoli (Derecho y razón. Teoría del garantismo penal, 1994), que provienen de una tradición liberalpositivista italiana, se me antojan más cercanos a una defensa de las mayorías en el marco constitucional de una democracia representativa. Autores republicanos como Pettit (Republicanismo, 1997) y Antoni Doménech (El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, 2004), e igualmente Habermas, Rawls, la tercera Escuela de Frankfurt (Honneth, Dubiel, Wellmer) y las feministas norteamericanas (Fraser, Iris Young), desde la democracia deliberativa, tienden a reclamar para las minorías todas las garantías y representación constitucional que evite que la sociedad quede sometida a la imposición totalitaria de unas mayorías.

Desde un marco conceptual que recurre a Sartori y Ferrajoli, el artículo de Andrea Greppi centra su atención en las transformaciones que afectan la estructura de separación de poderes, así como el ejercicio de los derechos políticos. Como lo señala Greppi, no se trata sólo de votar, sino de la función de opinión de los ciudadanos: mayor participación no es garantía de mayor legitimidad democrática, dada la degradación de los derechos de participación debido a desequilibrios en el marco institucional de los sistemas democráticos, los cuales se evidencian en la estructura de separación de poderes que caracteriza a la democracia representativa.

En el debate sobre la reivindicación de derechos políticos se tiene bajo sospecha a la mayoría y, en una posición secundaria, la discusión sobre la separación de poderes. La discusión sobre derechos políticos queda relegada por la contraposición entre mayorías y derechos, en la que los neoconstitucionalistas apelan a una concepción sustancial de la democracia haciendo énfasis en los límites constitucionales a la voluntad democrática, sustentados en la idea de que, para contrarrestar el déficit de legitimidad actual, debe existir un desarrollo de garantías contramayoritarias que reafirmen la superioridad del gobierno de las leyes sobre el de los hombres y promuevan el imperio del Estado de Derecho.

Desde la perspectiva de Greppi, los neoconstitucionalistas ubican la igualdad de los miembros de una asociación política como centro del proceso político, frente a lo cual las mayorías nunca estarán a salvo de la manipulación propagandística, ni la autonomía de los jueces estará garantizada plenamente. No obstante, el argumento de una mayor capacidad epistémica de los guardianes de la Constitución con respecto a las mayorías puede dar lugar a pensar que el error democrático no se distribuye de forma adecuada entre los jueces y las mayorías, sino que deben considerarse multitud de factores institucionales y sociales en su correlación.

Cuanto más amplio es el ámbito de la Constitución y el número de decisiones controvertidas, menos será el consenso y mas difícil encontrar soluciones socialmente aceptables. Desde la tesis de continuidad y complementariedad entre los diferentes tipos de derechos, se opta porque es la ciudadanía, como fuente última de autoridad, la llamada a revisar y reformular el contenido de los derechos y libertades que forman el proyecto constitucional.

Para salir del debate mayoritarismo vs. antimayoritarismo se debe establecer un equilibrio entre Constitución y mayorías instaurando restricciones a la voluntad de estas, así como una autorrestricción judicial y de deferencia a la voluntad del legislador, en especial cuando tales voluntades suponen una mutación constitucional, y reservando la última palabra a las mayorías en el marco de la separación de poderes. Greppi sostiene que la legitimación democrática requiere del sufragio activo y pasivo de los ciudadanos, celebración de elecciones regulares, existencia de una estructura política que reconoce el principio de legalidad, sustentado en el principio de separación de poderes.

Sin embargo, en el siglo XX, donde se ha desarrollado el constitucionalismo democrático, el modelo de relación entre los tres poderes ha quedado desvirtuado por la aparición de un sinnúmero de nuevas condiciones que han modificado el control democrático y han alterado profundamente, con ello, las formas institucionales decimonónicas.

Los factores de cambio enumerados por Greppi se pueden resumir en los siguientes: 1) aparición de estructuras multifuncionales que cumplen objetivos, implementan planes y administran programas; 2) desdibujamiento del ejecutivo entre la ejecución administrativa y la dirección política, las cuales están sometidas al control jurisdiccional; 3) pérdida del monopolio de la producción normativa por parte del legislativo; 4) dispersión de la función de control en instancias complejas y menos visibles, y 5) desbalance en la función de coordinación entre poderes y niveles institucionales.

La conclusión de la autora es que la disolución del modelo clásico de separación de poderes trae consigo el fin de la democracia representativa, al menos en los términos convencionales en que fue concebida en el siglo XVIII. El pueblo no habla a través de las leyes, y sólo entra en escena para deponer las élites en el gobierno, y así el reconocimiento universal de los derechos políticos se convierte en un elemento marginal del derecho.

El principio de separación de poderes reposa sobre unos presupuestos teóricos y políticos conflictivos. La diferencia entre funciones de gobierno y de garantía tiene sentido si se distingue la diferencia entre lo opinable y lo cierto. El problema es que la frontera de las dos esferas no es obvia, y a medida que se difumina se viene abajo la diferencia entre poderes encargados de crear órganos y encargados de seguir reglas, entre legislar y aplicar el derecho.

La crisis del principio de separación de poderes se manifiesta así en diversos síntomas: la voluntad democrática se vuelve una ficción, la centralidad de la ley y la soberanía del legislador se evaporan, el texto de la ley deja de ser el referente de unidad y coherencia del sistema jurídico, lo que se evidencia, además, en el avance del derecho privado, que genera multiplicidad de legislaciones paralelas. Este nuevo derecho se expande con los avances de la globalización económica.

El derecho privado sin Estado es fruto de la voluntad de los agentes que actúan al margen de cualquier lógica de separación funcional de poderes. Desde el punto de vista de los contenidos de las normas que expresan la voluntad popular, se da una drástica disminución de la capacidad regulativa del derecho. Se está pasando de un derecho de reglas a uno de principios, un derecho que establece fines, objetivos, programas, directrices, criterios flexibles e indeterminables de actuación que van desplazando al derecho del momento legislativo.

Estas nuevas técnicas normativas inciden en la implementación de nuevos modos de gobernanza. Los procesos de desregulación están generalizados en cualquier nivel del ordenamiento jurídico en los ámbitos locales, estatales, internacionales y supranacionales. El nuevo derecho es más eficaz que el viejo, y la voluntad del legislador democrático queda descentrada por un conjunto indeterminado de normas administradas por un sistema no estructurado de poderes.

Lo anterior deriva en un profundo cambio de las estructuras de los poderes públicos que afecta la discrecionalidad del legislador y del ejecutivo. El ocaso de la ley lleva a que el legislador sea menos influyente. Es un legislador despojado de competencias por los procesos de descentralización local y de integración supranacional, donde se hace uso sistemático del principio de subsidiaridad. El ejecutivo se ve amenazado por la aparición de organismos e instituciones cuasiautónomos, no-gubernamentales, pero directa o indirectamente controlados por instituciones de tipo político, y encargados del desempeño de funciones públicas.

La consecuencia es la disolución de la frontera entre Estado y no Estado, entre administración y sociedad civil. Los nuevos actores desplazan al legislador cuando este no puede imponer un criterio propio, con lo cual absorben competencias legislativas y ejecutivas que ellos son capaces de decidir mejor que el Estado.

Las funciones de garantía se modifican al establecerse -en las últimas décadas- el paso de un Estado asistencial que produce bienes y servicios a un Estado positivo, regulador y evaluador. La actividad de gobierno reposa sobre principios técnicos de calidad y eficiencia en los servicios. La cuestión que se impone es saber dónde ha quedado la vieja exigencia democrática del imperio de la ley.

De otro lado, en el interior de órganos de garantía florecen comisiones y autoridades reguladoras con independencia respecto a las estructuras administrativas y judiciales. Las funciones de garantías se descomponen y dispersan en el proceso de descentralización de los viejos Estados territoriales, y se integran en instancias supranacionales. Se avanza hacia la creación de formas políticas reticulares de carácter cosmopolita y policéntrico. Todo esto deja mucho que desear en relación con los mecanismos de garantía adecuados a la nueva estructura institucional.

La argumentación de Greppi muestra que el principio de separación de poderes está sometido a un proceso de disolución que tendrá implicaciones decisivas respecto al papel que juegan los derechos políticos en los procesos de legislación democrática. Si no se consigue salvar la distinción entre funciones de gobierno y de garantía, la democracia cambiará radicalmente, se harán elecciones, pero no habrá legislaciones, y así el pueblo dejará de ser soberano.

La pista para entender cómo funciona el contexto institucional de los derechos políticos está en la distinción de dos funciones básicas, la diferencia entre legislatio y iuris-dictio, entre decir el derecho y decidir el derecho, entre legislar y aplicar, entre opinar y juzgar. Es posible reconstruir los presupuestos epistémicos del derecho, pero depende de lo que acontezca en los ámbitos de la opinión pública, lugar donde se desarrollan los procesos de la voluntad política y se contrastan las estipulaciones básicas del lenguaje jurídico.

Hoy nos enfrentamos a transformaciones socioculturales que cuestionan la distribución del trabajo epistémico vigente en tiempos de Locke, Sieyes, Montesquieu. El deterioro institucional de la separación de poderes es consecuencia de un cambio social que está relacionado con la disolución de lo opinable, objeto de decisión política, y de lo cierto, determinado por el conocimiento objetivo experto. En la práctica han cambiado las reglas de distribución del trabajo epistémico. El conocimiento experto incide en la administración y la legislación, con lo cual se genera una indebida cesión de responsabilidades de la política que pone al gobierno y a la jurisdicción en las manos irresponsables de expertos.

En ese contexto, ¿serán las mayorías -procedimentalmente constituidas- el fiel de la balanza?


OSCAR MEJÍA QUINTANA
Universidad Nacional de Colombia
omejiaq@unal.edu.co

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