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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.146 Bogotá May/Aug. 2011

 

¿HAY UN MAL EN MORIR?
CONSIDERACIONES ÉTICAS Y JURÍDICAS SOBRE LA MUERTE INDUCIDA
*

Is There Evil in Dying? Ethical and Legal Reflections concerning Induced Death

 

ALEJANDRA ZÚÑIGA F.
Universidad de Valparaíso - Chile
Universidad Diego Portales - Santiago, Chile
alejandra.zuniga@uv.cl

Artículo recibido: 18 de mayo de 2010; aceptado: 07 de agosto de 2010.


Resumen

Se analizan los dilemas morales asociados a la muerte, para reflexionar sobre los interrogantes que surgen al calificarla como un hecho banal desde la perspectiva de quien muere. Se estudian, además, las consecuencias éticas y jurídicas de reconocer autonomía moral a quienes deciden, en circunstancias extremas, tomar por sí mismos la decisión de cuándo y cómo morir.

Palabras clave: eutanasia, muerte, suicidio.


Abstract

The article analyzes the moral dilemmas associated with death and carries out a reflection on the questions that arise when death is considered trivial from the perspective of the individual who dies. Additionally, the article analyzes the ethical and legal consequences of acknowledging the moral autonomy of those who, in extreme circumstances, decide when and how to die.

Keywords: euthanasia, death, suicide.


Introducción

¿Puede ser la muerte un mal para quien muere? De ser así, ¿en qué sentido podría ser un mal? Intentar responder a estas preguntas tiene importancia a la hora de reflexionar acerca de si es posible concebir un perjuicio, en vida, superior a la muerte misma. Si es así, podría estar justificado el suicidio o aquellos actos de misericordia que muchos médicos hoy invocan a la hora de ayudar a sus pacientes a cometer suicidio (eutanasia), en el caso de enfermos terminales, o cuando interrumpen, a petición de sus familiares, los tratamientos vitales de pacientes en estado vegetativo permanente.

Este trabajo pretende adentrarse en las reflexiones filosóficas que, desde Epicuro, han intentado darle sentido al miedo a veces incontenible que las sociedades, especialmente occidentales, parecen tenerle a la muerte. En torno a ese sentimiento se han erigido prohibiciones que, desde el punto de vista de la teoría de los derechos humanos y la filosofía política, contradicen los clásicos principios de autonomía y dignidad personal, dejando a las víctimas a merced de encíclicas y sentencias que señalan, en último instancia, que nuestra vida no nos pertenece y que sólo nos queda vivirla, aun bajo las peores condiciones y sufrimientos. La muerte, estiman quienes apoyan estas restricciones, es siempre un mal. Pero ¿cómo se puede dañar a quien no existe? Dejemos que los clásicos de la filosofía iluminen las respuestas que requerimos hoy para tratar los dilemas bioéticos asociados a la muerte.

1. Un mal ¿para quién?

Posiblemente fueron estos dos grandes clásicos, Epicuro y Lucrecio, quienes primero se preguntaron por las cuestiones relativas a la muerte. Epicuro examinó, en su Epístola a Meneceo, por qué la muerte podría ser un mal para alguien, "si la muerte no tiene nada que ver con nosotros, porque todo bien y todo mal radican en la sensación, y la muerte es la privación de toda sensación" (88). De ahí que, cuando existimos, la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente, entonces ya no existimos. Para Epicuro era necesario distinguir dos componentes de la muerte levemente diferentes. Primero, la idea de que para que algo pueda ser malo para alguien es necesario que envuelva una experiencia negativa; y como quien muere ya no existe, no es posible entonces que se experimente, después de la muerte, nada negativo. En segundo lugar, para que algo sea malo para alguien debe haber un alguien, y eso es precisamente lo que ya no hay una vez que acaece la muerte.

Todo lo que sabemos de la muerte es que significa la eterna ausencia por parte de quien muere, la separación definitiva. Vemos que esa persona ya no siente nada, parece no sufrir, sabemos que ya no está. Sin embargo, ¿esto significa que la muerte no puede ser un mal? ¿Por qué temer a la muerte? Lucrecio observa que la muerte es nada, ni nos importa, puesto que es de mortal naturaleza, y nada podrá sin duda acaecernos por no seguir existiendo. Con todo, se pregunta ¿por qué nos preocupamos tanto de la muerte y no hacemos, sin embargo, gran alarma por nuestra inexistencia antes del nacimiento? "Mira también los siglos infinitos que han precedido a nuestro nacimiento y nada son para la vida nuestra, naturaleza en ellos nos ofrece como un espejo del futuro tiempo" (Lucrecio 228). Si bien ambas realidades son simétricas, ¿por qué, entonces, nuestra actitud respecto de ellas es asimétrica?

Diversos autores han retomado estas preguntas, intentando reflexionar sobre los problemas que plantea la muerte, tanto para la filosofía, como para el derecho. Thomas Nagel considera que la muerte es un mal porque priva a la persona que la sufre de las cosas buenas de la vida, de los bienes de la vida (1-2). Lo que hallamos deseable de la vida son determinados estados, condiciones o clase de actividades, es el estar vivo, hacer ciertas cosas, tener ciertas experiencias que consideramos buenas. Bienes como la percepción, el deseo, la actividad y el pensamiento son los que generalmente constituyen la vida humana, y para Nagel son tan importantes que aun cuando nuestra vida esté saturada de malas experiencias, vale la pena seguir vivo. Ello es así, porque, como cualquier bien, "más es mejor que menos", y cuanta más vida poseamos, mejor estaremos. El mal de la muerte está, entonces, en la comparación de la vida de esa persona que muere, que deja de vivir, y la vida que, de lo contrario, seguiría viviendo. Cuando una persona entra a la vida comienza su existencia; se inicia un proceso de acumulación de bienes que se interrumpe una vez que acaece la muerte. De ahí, dice Nagel, su maldad. Por eso mismo, estar en coma es también algo malo, pues, aunque no suponga una experiencia dolorosa, supone un estado de inconsciencia que nos priva de la posibilidad de sentir y disfrutar de los bienes de la vida (cf . Nagel 2).

Nagel reconoce, con todo, que no es sencillo sostener que la muerte sea siempre un mal y, a la vez, responder los interrogantes planteados por los clásicos, pues ¿cómo puede algo ser malo para alguien si no existe experiencia? ¿Quién es el que sufre la muerte si no existe un sujeto de la muerte? ¿Cómo, en fin, resolver la asimetría mencionada por Lucrecio entre la muerte y la inexistencia prenatal? Para afrontar estas cuestiones, Nagel comienza argumentando en contra de la antigua idea que defiende que lo que no conocemos no puede dañarnos. Esto significa que si alguien nos traiciona sin que lo sepamos, entonces ese acto de traición no nos daña. Pero el autor no está de acuerdo con esto, pues descubrir que nos han traicionado nos entristece, porque "es malo ser traicionado", y no porque la traición haya sido descubierta.

En segundo lugar, si bien el sujeto de la muerte deja de existir precisamente en el momento en que la muerte tiene lugar, es posible considerar que, con todo, esa persona sufre con la muerte una pérdida, por cuanto ya no podrá seguir disfrutando de la vida y de sus bienes. Se ejemplifica lo anterior de la siguiente manera. Imaginemos una situación de privación similar a la de la muerte y supongamos que una persona adulta e inteligente sufre un daño cerebral que la deja mentalmente reducida a la condición de niño. Esta persona, convertida ahora en un infante, no sufre en cuanto tal, pues parece feliz y sus necesidades son cubiertas por su familia. Sin embargo, dicho acontecimiento será ampliamente considerado una desgracia no sólo por sus amigos, su familia o la sociedad, sino, primeramente, como una desgracia para la persona. Esto no significa que la persona que hoy se ha convertido en un niño sea el "sujeto" de la desgracia, sino que lo es la persona adulta que ha sido reducida a esa condición, ella es el sujeto del infortunio. ¿Y la asimetría planteada por Lucrecio? Nuestra actitud desigual respecto de la muerte y la inexistencia prenatal se debe a que la muerte nos priva de gozar de los bienes de la vida, cuestión que no ocurriría con la inexistencia prenatal, pues de haber nacido antes del momento en el que nacimos, habríamos sido otra persona (Nagel 8).

Francis Kamm también ha reflexionado sobre qué hay de malo en morir y sobre cuál sería la verdadera maldad, si la hay, de la muerte. Kamm cree que la muerte es un mal para mucha gente debido a que se la asocia a un proceso de muerte dolorosa; se tiene la idea de que "la vida más allá" no será placentera, o porque es posible que la muerte llegue muy temprano, generando el temor a dejar solas a las personas que se ama, etc. Con todo, continúa la autora, dejando de lado estas suposiciones y asumiendo que el proceso de la muerte no será doloroso, que no envuelve otras vidas, etc., sino que simplemente se trata de una inexistencia póstuma, ¿es posible preguntarse por qué la muerte sería un mal para quien muere? (Kamm 13). La autora retoma la reflexión de Nagel desde el análisis de la "privación", pues para que la muerte sea un mal no es necesario que la experimentemos . Al igual que le ocurre al que está en coma y no experimenta nada, el mal de su estado está en aquello de lo que se le priva: las cosas buenas de la vida. Por ello es un mal morir, pues si bien no nos pone en un peor "estado", es mejor poder tener más de la vida . Luego el argumento de Nagel, dice Kamm, es un argumento "comparativo" en dos sentidos. Primero, al comparar el estado en que extendemos la vida con el otro estado, aquel en el que morimos. Segundo, si comparamos el periodo en el que la persona está viva, en el que puede disfrutar de los bienes de la vida, y aquel periodo de no-existencia, en el que ya no puede disfrutar más de esos bienes. Así, la muerte no es un mal en sí mismo, sino que lo es comparativamente: nos impide una existencia colmada de "más bienes".

Los epicureistas rechazan este punto de vista, que supone que no podría existir un mal dentro de la vida, en el espacio de la vida, equivalente al mal que supone la muerte. En efecto, en relación con la muerte, la vida puede ser comparativamente mala (como cuando hay dolor) o indiferente (si se está en un coma). Sin embargo, para Nagel, la muerte es siempre peor que el estar vivo, sea cual sea el contenido (de bienes) de la vida, especialmente porque, además, la muerte es por definición un estado "permanente". Por ello, los críticos de Nagel replican que para poder comparar es necesario que el ser que muere compare su actual estado de vida, el que disfruta de los bienes de la vida, con el de la muerte, en el que ya no puede disfrutar de ellos. Pero en el estado de muerte esa persona ya "no es", por lo que no hay nada de lo que se la pueda privar, nada que se pueda ya comparar.

A Kamm, por cierto, este argumento no le satisface, pues hay cosas, como la muerte, que simplemente son malas, aunque no nos "coloquen en un peor estado". Es simplemente peor vivir una vida más corta que una más larga. Por ejemplo, es bueno salvar la vida de alguien, aunque esa persona sufra dolor o daño a resultas de ello. Eso es así porque se comparan ambos estados (la muerte o la vida que se salvó, aun con dolor). Si no fuera mejor estar vivo, no valdría la pena sufrir ningún mal, grande o pequeño, con el objeto de poder seguir viviendo. La misma comparación es posible hacerla observando la actitud de aquellos que prefieren seguir viviendo aunque vivan miserablemente. De la misma forma, la vida puede ser peor para una persona que la alternativa de la no existencia, aun si la no existencia no supone un "mejor estado". Esto tiene sentido si comparamos la vida de alguien que es miserable con su muerte, antes de que su vida se llenara de miseria.

En su ejemplo, la autora parece estar comparando dos estados de vida (vida con o sin miseria, vida más o menos larga) con el estado de muerte, que en verdad no supone estado alguno. Pero lo que haría de la muerte un mal no es algo que "experimentemos", sino, precisamente, que ya no podamos experimentar más después de que ella ocurre. Esto es lo que hace posible considerar ser dañado, aun cuando ese daño no se advierta. Para ello baste el ejemplo de la reputación, que muestra que se puede sufrir un daño -si nuestra reputación es perjudicada por alguna falsa creencia-, aun cuando la persona no lo sepa, aun cuando no tenga conciencia de ello. Algunos podrán decir que cosas como esas son malas únicamente porque descubrirlas sería malo (por el dolor que producirían). Ese argumento, para Kamm, tiene dos errores: primero, porque rechaza la idea de que pueda haber cosas malas con independencia de que sean o no descubiertas (mi reputación, en efecto, ha sido dañada).Y segundo, porque niega la posibilidad de que ese descubrimiento pueda ser también positivo, por ejemplo, si descubro que quien creí que me había engañado no lo ha hecho. Con todo, usar esos ejemplos para argumentar sobre el mal de nuestra inexistencia póstuma presenta grandes dificultades, pues falla en la tarea de sacar a la luz cuáles son los bienes cuya privación hacen de la muerte un mal. Por ejemplo, cuál es el bien que se pierde si se arruina la reputación de alguien después de muerto, si esa persona, en vida, nunca pudo experimentar ese mal.

En la línea de Kamm, Bernard William, citado por la autora, sostiene que la muerte es un mal porque interfiere con el logro de nuestros planes, deseos y anhelos categóricos. Estos planes categóricos nos dan razones para seguir viviendo, pues queremos continuar para alcanzar y terminar esos proyectos. Por ello distingue los proyectos categóricos de los meramente hipotéticos, que no nos darían razones "fuertes" para continuar nuestra vida. Luego la interferencia con el logro de esos planes es lo que haría de la muerte un mal, cuestión que, por cierto, no puede ocurrir con el tiempo anterior a nuestro nacimiento, pues en él aún no existían esos planes y proyectos. Esta es la razón, por tanto, que explicaría la asimetría que mostramos frente a nuestra inexistencia antes de nuestro nacimiento y después de nuestra muerte (Kamm 26).

Derek Parfit observa que la asimetría es generada siempre que las personas se preocupan más por aquello que aún no han sufrido que por aquello que ya padecieron, como también nos importan menos los bienes de la vida que ya tuvimos que aquellos bienes que están por venir. Luego, sea cuando sea que se haya nacido, la pérdida de los bienes que se produce por no haber nacido antes está para nosotros en el pasado (detrás de nosotros), en cambio la pérdida que acaece con la muerte está por venir. Si nos preocupamos más por las pérdidas futuras que por las pasadas, lo que hace distinta a la muerte de la no preexistencia es la ausencia de más bienes futuros, no tan sólo la pérdida de más bienes. La asimetría, entonces, se produciría entre nuestra preocupación por el futuro y la preocupación -que tenemos o no tenemos- por el pasado (Kamm 27). Este punto de vista incorpora ideas como que la vida de las personas se produce, se desarrolla, en la dirección del tiempo (de pasado a futuro), y que el orden de las causas es "hacia adelante", de modo que el pasado afecta al futuro, pero ello no ocurre al revés. Así, nuestra preocupación por el pasado siempre será menor que la que sentimos por el futuro, aunque los bienes pasados sean mejores que los que están por venir, y los males pasados sean menores que los futuros.

El problema de esta tesis es que ella supondría que, entre las dos siguientes situaciones, se elegiría siempre la segunda. Por una parte se nos dice que podemos elegir estar en la situación (A), viviendo los momentos finales de una vida que estuvo plagada de logros y momentos importantes, y por otra, que podríamos elegir (B), estar en los momentos iniciales de una vida que, se sabe, no contendrá grandes bienes o logros. Kamm considera que la mayoría elegiría lo primero, pues es mayor el deseo de vivir bien que tan sólo el de vivir. Lo contrario, sostiene, sería una elección moralmente incorrecta, pues no se debe vivir de forma tal que se niegue el valor de las distintas experiencias y acciones tan sólo porque ellas ya han pasado. Cuando se propone la elección entre la posibilidad (A) o (B), se está planteando una elección aparentemente sensible, pues se trata de elegir entre la propia vida que actualmente se está viviendo (A) y unos pocos bienes futuros. Si bien esta es una opción que, estrictamente hablando, no es posible la elección de una u otra nos dice muchas cosas, pues no es claro cuánto le importan a una persona la vida, el trabajo y las relaciones que ha formado en el pasado, frente a la posibilidad de optar por más vida y algunos pocos bienes en el futuro.

¿Interpreta bien esta autora todo el argumento de Parfit? Posiblemente no. En efecto, los ejemplos de Kamm pueden ser falaces, ya que, si bien teóricamente son posibles, no consideran que en la vida real -como argumenta Parfit- la razón por la que las personas no se preocupan ya por el pasado es, precisamente, porque saben que no pueden, con sus decisiones y acciones presentes, cambiar ni influir de manera alguna en él. Si incorporamos ese elemento crucial en el argumento de Parfit, los ejemplos de Kamm ya no parecen ayudarnos a resolver la asimetría. En fin, si optamos mejor por reunir las tesis de ambos autores, podríamos argumentar que la muerte es un mal porque nos priva de las cosas buenas de la vida y, desde una perspectiva interna, parece peor que la no existencia prenatal, ya que tendemos a preocuparnos más de las cosas futuras que de las pasadas . Ahora bien, aun así, podría ser posible encontrar otros argumentos que nos convencieran de que la no existencia póstuma es peor que la prenatal, lo que supondría que la inexistencia en el futuro es distinta que la inexistencia en el pasado, por otras razones que el simple hecho de que esta última esté en el futuro.

En esta línea, Kamm desarrolla el "argumento de la destrucción": primero, la muerte supone la destrucción, la aniquilación de la persona, y ello no ocurre con la inexistencia prenatal, ni con el nacimiento, los cuales, por el contrario, suponen la entrada a la vida, a la existencia. Segundo, la muerte le ocurre a la persona, en el sentido de que supone su destrucción y la privación de futuros bienes. Aun si la persona ya no está cuando la muerte ha llegado, la muerte le llega a una persona viva. Esto no ocurre con la inexistencia prenatal. La muerte es entonces una pérdida. Existen dos formas de pensar sobre las cosas que no tenemos: las cosas que nunca hemos tenido, y las que tuvimos y se nos han arrebatado. Pensamos que la muerte hace lo segundo, y por ello es que nos resulta más grave. La muerte no sólo nos impide tener más bienes, sino que nos quita los que hemos tenido. La inexistencia prenatal no hace esto, pues aún no hay nada que poseamos (y no es posible creer que lo que tendremos siempre ha estado predestinado a nosotros).

En tercer lugar, Kamm se refiere al "argumento de la vulnerabilidad". Este sería otro factor que haría peor a la muerte, pues la idea de la vulnerabilidad significa que ella puede, finalmente, destruirnos, y eso nos hace conscientes de nuestra debilidad y fragilidad. Ello no ocurre, en cambio, con la inexistencia prenatal. Supongamos que la muerte implica perder los bienes de la vida y que por ello es un mal para quien muere. Ello podría hacernos ver a la muerte, además, como una decadencia; el curso de los eventos iría hacia un ocaso, producto de la ausencia de bienes. La decadencia es, en sí misma, un mal, pues creemos, por ejemplo, que una mejor vida es aquella que posee una carrera que mejora con los años, y no aquella vida que tiene una carrera que parte en la cima y luego se hunde. La idea de que la muerte supone decadencia, destrucción de lo que la persona era y privación de todo aquello que le pertenecía; es lo que Kamm llama "el factor agravio" -para distinguirlo del factor privación de Nagel-. De esta forma, no es lo mismo para quien nunca ha tenido brazos que para quien los pierde, pues la segunda persona ha sufrido un daño, un insulto o un agravio, que no ha padecido la primera, de ahí que su situación sea peor.

Finalmente, la asimetría se explica, puesto que para cualquier persona que alguna vez vaya a existir, la ausencia de bienes anteriores a su nacimiento tendrá un fin, no así la ausencia que deviene a su muerte, porque esa es permanente. Eso es lo que Kamm llama "la eternidad de la inexistencia póstuma", y es debido a ello que la inexistencia anterior al nacimiento nos parece mejor, pues ella nos conducirá, finalmente, a la vida (Kamm 27). Después de ella, siempre que creamos que el tiempo corre o avanza en la dirección en que lo hace, existe un potencial de vida. Podemos, entonces, llamar al factor que supone el fin definitivo y permanente de nuestra existencia "el factor extinción", que supone el final definitivo de toda posibilidad de existencia -en el orden del tiempo-, y que, sumado al factor privación y al factor agravio, es lo que realmente nos aterra de la muerte.

2. La religión y el suicidio

Para la gran mayoría de los autores clásicos de corriente cristiana, el suicidio es un acto inmoral. La Iglesia Católica lo ha considerado así en su Evangelium Vitae, donde se reflexiona acerca de las implicancias morales que las nuevas técnicas de la medicina moderna poseen, al permitirle hoy a las personas alargar su vida "artificialmente" y, así mismo, acortarla a consecuencia de los "cuidados paliativos" destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad. Ya el Pontífice Pio XII afirmó que era lícito suprimir el dolor por medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y abreviar la vida. Con todo, se afirma, la eutanasia "es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto es la eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana" (Juan Pablo II §66). Ello sobre la base de que el suicidio comportaría el rechazo del amor a sí mismo.

Luego, de alguna manera, parecería que las personas no pueden considerarse dueñas de sus vidas, por cuanto existe un interés de la sociedad en la vida de cada cual. Cada uno, entonces, se debe a la comunidad, y por amor a ella debería someter, finalmente, su voluntad y autonomía. La eutanasia, en su "realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y la muerte" (Juan Pablo II §65). Así mismo, el suicidio asistido sería inmoral, pues la voluntad del suicida no modifica en nada la maldad intrínseca del acto de quitar a otro la vida. El mandamiento "no matarás" se aplica tanto para el prójimo como para con uno mismo, y el auxilio al suicidio o cualquiera de las formas activas de eutanasia son, a la luz de la Encíclica, tan sólo una falsa piedad, más aún, se trataría de una "preocupante perversión de la misma" (id . §66). Luego, respecto del suicidio y de sus formas relacionadas (eutanasia), justificadas en la autonomía, la libertad o la democracia, Juan Pablo II consideró que, detrás de la "excusa democrática", las sociedades modernas no estarían defendiendo ningún tipo de moral objetiva, sino que imperarían, insensatamente, el relativismo ético. Con todo, ¿es verdad que la democracia no posee ninguna "base moral" que sustente sus principios? ¿Qué papel desempeñarían entonces los llamados "derechos humanos" o "libertades básicas" que se han ido desarrollando desde mediados del siglo pasado en Occidente, de la mano de filósofos morales, legisladores y tribunales internacionales?

La postura actual defendida por la Iglesia Católica respecto de la eutanasia tiene su origen en uno de sus más grandes filósofos, Agustín de Hipona. Este autor consideró que era indudable que el suicidio, en todas sus formas, estuviese prohibido por la ley divina, por cuanto "en ningún pasaje (de los libros santos) puede leerse que Dios nos mande o nos permita que, ni aun a trueque de alcanzar la inmortalidad, ni de excusarnos o guardarnos de cualquier mal, nos demos la muerte a nosotros mismos" (Agustín 44). De esta manera, comete delito de homicidio (exceptuados aquellos a quienes manda matar generalmente la ley justa, o excepcionalmente el mismo Dios) todo aquel que mata a un hombre, sea él mismo o sea cualquier otro. En este sentido, ninguna justificación, ni aun el padecimiento de extremo dolor, puede ser suficiente razón.

Tampoco será, con estricta justeza, llamada grandeza del alma la del que, no pudiendo sobreponerse a situaciones de aspereza o sufrir intolerancias ajenas, se ocasiona a sí mismo la muerte, porque la más paladina demostración de escasa reciedumbre moral es no tener la capacidad de soportar la dura esclavitud física o afrontar la necia opinión del vulgo. (Agustín 46)

Otro clásico del cristianismo, Tomás de Aquino, desarrolla, en ST II-IIae q.64 a.5, tres razones por las cuales sería absolutamente ilícito suicidarse. Primero, "porque todo ser se ama naturalmente a sí mismo […]; el que alguien se dé muerte va contra la inclinación natural". En segundo lugar, menciona también uno de los argumentos contenidos en la Encíclica revisada más arriba, sosteniendo que "un hombre cualquiera es parte de la comunidad y, por tanto, todo lo que él es pertenece a la sociedad". Finalmente, el Aquinate sostiene que la vida es un don divino dado al hombre y sujeto a su divina potestad, de manera que si bien el ser humano poseería libre albedrío, este se tiene sólo en relación con esta vida, pero "el tránsito de esta vida a otra más feliz no está sujeto al libre albedrío del hombre".

Kant, en su Metafísica de las costumbres [MC], argumenta también en contra del suicidio, sosteniendo que el primer deber del hombre "para consigo mismo en calidad de animal […], es la autoconservación" (MC, AA VI, §5, 280-284). Para este autor, el suicidio supone un crimen, ya que "destruir al sujeto de la moralidad en su propia persona es tanto como extirpar del mundo la moralidad misma en su existencia" (MC, AA VI, §6, 284). Es decir, en la medida que sólo el ser humano es capaz de descubrir y contener en sí mismo la moral universal, esta depende, para su existencia, de la permanencia de ese mismo ser humano en el mundo. Además, agrega que disponer de sí mismo como un simple medio para cualquier fin supone desvirtuar la humanidad en su propia persona, de ahí que la obligación del imperativo categórico, de no tratar a ningún ser humano sólo como medio para un fin, sino siempre como un fin en sí mismo, se aplica también a nuestra propia persona, y al trato que nos damos a nosotros mismos.

¿Están de acuerdo los clásicos, entonces, en que la muerte es siempre un mal, y que no está dentro de nuestro elenco de elecciones posibles? Uno de los autores que con mayor detención cuestionó las anteriores tesis fue David Hume. En su obra, el autor examina los argumentos que comúnmente se han esgrimido contra el suicidio, con el objeto de regresar a los hombres a su libertad original. Analiza así las tres razones dadas por Tomás de Aquino, que harían del suicidio un crimen, a saber, que ese acto interfiere en los planes divinos, que atenta contra nuestro deber hacia la sociedad y el prójimo, y que es antinatural porque contraviene nuestro deber de amor a nosotros mismos.

En primer lugar, acerca de la tesis de que el suicidio constituye una transgresión de nuestros deberes para con Dios, Hume argumenta en torno a la clásica idea del "libre albedrío". Sostiene que para gobernar el mundo material:

[…] el Creador todopoderoso ha establecido leyes generales e inmutables por las que todos los cuerpos, desde el planeta más grande hasta la menor partícula de materia, son mantenidos en su propia esfera y función. Para gobernar el mundo animal ha dotado a todas las criaturas vivientes de poderes corporales y mentales, de sentidos, pasiones, apetitos, memoria y juicio, por los que son impulsados o regulados en ese curso de vida al que han sido destinados. (Hume 124)

De esta forma, concluye que "en un cierto sentido puede decirse que todo lo que ocurre es acción del Todopoderoso; todos los acontecimientos proceden de esos poderes que Dios ha dado a sus criaturas" (Hume 124-125). Entonces, ¿cómo podría el acto de suicidarse escapar, como acto, del poder omnipotente de Dios? Ello no es posible, pues "las facultades humanas no son menos obra de Dios que las leyes de la gravitación y el movimiento" (ibid .). De esta manera se pregunta:

¿Qué sentido tiene, por consiguiente, el principio que afirma que un hombre cansado de la vida y perseguido por el dolor y el sufrimiento, que decide escapar de tan cruel escenario, provoca con ese acto la indignación de su Creador al estar interfiriendo en los planes de la divina providencia y trastornando el orden del universo? (Hume 126)

Evidentemente, estima Hume, si el disponer de la vida humana fuera algo reservado exclusivamente a Dios, entonces:

Tan criminal sería el que un hombre actuara para conservar la vida, como el que decidiese destruirla. [Luego] si yo rechazo una piedra que va a caer sobre mi cabeza, estoy alterando el curso de la naturaleza, y estoy invadiendo una región que sólo pertenece al Todopoderoso, al prolongar mi vida más allá del período que, según las leyes de la materia y del movimiento, Él le había asignado. (Hume 127)

En segundo lugar, sobre la objeción de que terminar con la propia vida atenta contra el deber que tenemos para con nuestro prójimo y la sociedad toda, Hume sostiene que "de lo único que estoy convencido es de un hecho que todo el mundo admite como posible: que la vida humana puede ser desdichada y que mi existencia, de prolongarse por más tiempo, resultaría indeseable" (Hume 128). Por ello, continúa, un hombre que se retira de la vida no hace daño alguno a la sociedad; lo único que hace es dejar de producirle bien. Y si esto es una ofensa, es, ciertamente, de la más modesta especie. Todas nuestras obligaciones de hacer bien a la sociedad parecen implicar algún bien recíproco. Yo recibo beneficios de la sociedad, y por tanto me veo obligado a promover sus intereses. Pero cuando yo me aparto totalmente de ella, no debiera seguir atado a esas obligaciones. Es por ello que parece irrazonable que las personas se sacrifiquen hasta ese punto por imposición social alguna; "no estoy obligado a hacer un pequeño bien a la sociedad, si ello supone un gran mal para mí. ¿Por qué debo, pues, prolongar una existencia miserable sólo porque el público podría recibir de mí una minúscula ventaja?" (ibid .). Más aún, supongamos que ya no tengo el poder de promover los intereses de la sociedad, que me convierto en una carga para ella, que el hecho de permanecer vivo le está impidiendo a otra persona ser mucho más útil a la sociedad. En casos así, mi renuncia a la vida no sólo sería un acto inocente, sino también laudable, concluye Hume.

Por último, sobre el argumento de que el suicidio sería también un crimen para con nosotros mismos, Hume sólo sostiene lo siguiente:

Creo que ningún hombre ha renunciado a la vida, si esta merecía conservarse. Porque tal es nuestro horror a la muerte, que motivos triviales nunca tendrán fuerza suficiente para hacer de ella algo deseable [...] Si se admite que el suicidio es un crimen, sólo la cobardía puede empujarnos a cometerlo. Pero si no es un crimen, sólo la prudencia y el valor podrían llevarnos a deshacernos de la existencia cuando esta ha llegado a ser una carga. (133)

Por ello, cuando el dolor nos recuerda que hay males peores que la muerte, entonces parecen tener sentido para nosotros principios como el de la autonomía de la voluntad y el de la dignidad personal, en el que el valor de la vida humana no puede ser independiente de su contenido.

3. ¿El valor "intrínseco" de la vida humana?

Sobre el problema de la muerte también se ha ocupado Joseph Raz. Este autor inicia su reflexión sosteniendo que la vida humana, en principio, no tiene un valor intrínseco e incondicional, pues si bien es la condición necesaria para experimentar cualquier bien, la vida humana puede ser considerada como provista o carente de valor en atención a cuáles sean sus características. Esta es su tesis fundamental: la vida humana puede ser valorada. El valor de la vida dependerá de su contenido, de las actividades, relaciones y experiencias de esa vida, de forma que ese contenido podría ser evaluado como bueno o como malo. Esto puede concluirse, estima el autor, cuando se analiza el caso de las siamesas Jodie y Mary Attard, que fue decidido por los tribunales ingleses y que requirió autorizar una operación que separara a las niñas, matando a una para dejar vivir a la otra. De lo contrario, ambas pequeñas hubieran muerto en unos pocos meses. El tribunal inglés falló a favor de la operación, al estimar que, si bien Mary tenía derecho a la vida, ella debía ser sacrificada por el bien de "las gemelas" y en favor de Jodie. Raz considera que, como ningún otro, este ejemplo logra demostrar su tesis de que la vida humana no tiene un valor intrínseco.

¿Y cómo enfrenta Raz el argumento de la asimetría de Lucrecio? Afirma que los autores que han tratado ese problema no han sabido distinguir dos actitudes claramente disímiles. Por un lado, la actitud respecto a lo "largo" de nuestra vida (the length of life) y, por tanto, relacionada con la longevidad, y, por otro, una actitud que tiene que ver con el momento en que se prefiere que esa vida tenga lugar (preference regarding location in time). Ambas creencias son independientes. Es necesario distinguir entre quienes prefieren la longevidad y quienes prefieren tan sólo vivir "años extra", sea que se vivan esos años en el futuro o que se les permitiera haber nacido antes. Sólo los segundos podrían, entonces, caer en la asimetría. Con todo, la preferencia que resulta más común no es la segunda, sino la primera, la longevidad, pues los seres humanos vivimos conscientes de la imposibilidad de cambiar nuestro pasado, de forma que la elección que finalmente se hace depende de lo que es o no posible. Todos, continúa Raz, compartimos en general las dos siguientes ideas: primero, que no podemos cambiar el pasado, y, segundo, que es preferible tener más vida "hacia adelante". Ello, sin embargo, no significa que alguien no pueda tener razones para preferir alargar su vida en el pasado, si se piensa, por ejemplo, que habiendo nacido antes se sería otra persona, o si se tiene terror a enfrentar la muerte ahora. Luego ¿cuál es el valor personal de extender la vida? ¿Es siempre, para cualquier persona en cualquier situación mejor, como sostiene Nagel, continuar viviendo? Los casos de quienes sufren intensos y severos dolores, discapacidades graves o se encuentran en estados vegetativos permanentes son importantes aquí, pues en esos casos no podemos seguir sosteniendo tan livianamente que "es mejor para ellos" continuar viviendo. Ello resultaría claramente incomprensible, pues, insiste el autor, el valor de una vida está determinado por su contenido, por aquello que le sucede, y si en esa vida sólo hay enfermedad y sufrimiento, esa vida no tiene ningún valor.

Finalmente, Raz no está de acuerdo con la tesis de Nagel que considera que la muerte es un mal pues nos priva de lo valioso de la vida, y lo que es valioso en la vida es tan inseparable de la vida misma que, entonces, estar vivo es valioso. Valores como la percepción, el deseo, la actividad, el pensamiento, etc., serían buenos en sí mismos sea cual sea su contenido. Para Raz, si bien facultades como el pensamiento y la sensación son importantes, no poseen un valor intrínseco, puesto que su valía es más bien instrumental, y funcionan como herramientas que sirven para alcanzar determinadas metas que nos hayamos propuesto. Son estas últimas -las metas- las que podrían poseer valor intrínseco, pero no el instrumento que se usa para alcanzarlas. Resulta significativo, concluye Raz, que Nagel no mencione dentro de las facultades valiosas a la sensación. La razón puede ser que ciertas sensaciones, como el dolor, son intrínsecamente malas (Raz 116).

Toda experiencia, por tanto, es valorable y contingente, y no hay en ellas nada que pueda catalogarse de intrínsecamente valioso. Todo dependerá, nos dice, del contenido de las experiencias y, en definitiva, del contenido de la vida . Por cierto que el dramático caso de Diane Pretty, quien solicitó sin éxito que se le permitiera ser auxiliada por su marido (al suicidio) para no tener que morir ahogada a consecuencia de su enfermedad neurológica degenerativa, parece otro ejemplo de lo brutal que puede llegar a ser aquella doctrina que desconoce que las personas tenemos derecho a evaluar nuestra existencia y actuar en consecuencia (Tribunal Europeo de Derechos Humanos 2002).1

4. Conclusión

Parece haber una ironía en las tesis que sostienen que la muerte es siempre un mal para quien muere, pues la muerte nos privaría necesariamente de todos los bienes posibles futuros. Lo que parece fallar en ellas es que no logran apreciar el especial consuelo que puede significar la muerte frente a la perspectiva de una vida desafortunada. A veces sufrir una gran pérdida -como la vida- es mejor que vivir cosas extremadamente difíciles de soportar, precisamente debido a que la vida nos obliga a "experimentarlas". Parece haber entonces cosas intrínsecamente malas -como el dolor-, que pueden ser comparativamente peores que el mal que significa la muerte y el no experimentar más las cosas buenas de la vida. Eso sería así, aunque lo primero (el dolor) suponga una pérdida menor a la muerte.

De ahí que no parezca razonable que las personas sacrifiquen sus derechos básicos a la autonomía moral y a la integridad física y psíquica (que supone el derecho a estar libre de torturas), por imposición social. No debiéramos estar obligados a vivir vidas que estimamos miserables e indignas sólo porque la religión de algunos considera que no poseemos el derecho a decidir sobre nuestros más importantes y definitivos momentos. Siguiendo a Kamm, si la muerte es un mal debido a aquello de lo que se nos priva, las cosas buenas de la vida, entonces, cuando nuestra vida está copada de dolor, la muerte ya no nos puede colocar en un peor estado y, por ello, parece razonable querer la no existencia, pues ella implica la no experiencia. Al fin de cuentas, el valor de la vida humana no puede ser independiente de su contenido. Estimarlo así implicaría prescindir de la voluntad del titular de esa vida, lo que, a su vez, supone tratarlo como a una cosa y no como un fin en sí mismo.


* Este artículo está asociado al proyecto de investigación nº 11080005, financiado por el Fondo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico de Chile (FONDECYT).

1 Para un análisis de este y otros casos de eutanasia y auxilio médico al suicidio, véase Zúñiga (2009).


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