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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.59 no.146 Bogotá May/Aug. 2011

 

DIÁLOGO

Cuchumbé, Nelson J.
"La crítica de Taylor al Liberalismo procedimental y a la racionalidad práctica moderna",
Ideas y Valores LIX /143 (2010): 33-49.


El modelo ético-político de un liberalismo no procedimental como ordenamiento sociopolítico del Estado multicultural, tal como es propuesto por Charles Taylor, está sustentado en una crítica a la racionalidad moderna configurada en la tradición filosófica clásica. Cuchumbé expone claramente los argumentos que sustentan este liberalismo alternativo bajo una concepción de la racionalidad práctica que se justifica críticamente como rechazo al individualismo y al instrumentalismo que caracterizan el proyecto político del Estado moderno liberal. El rechazo de este proyecto obedece a razones prácticas del no reconocimiento político de la diferencia. Esto es, de las múltiples expresiones culturales de una comunidad respecto de otras y de la necesidad de salvaguardar los procesos de construcción de una identidad social con miras al desarrollo del modo particular de vida que propone para sí dicha sociedad. Antes de entablar el diálogo con la exposición de esta crítica de Taylor, me permitiré algunas aclaraciones previas.

En primer lugar, debo indicar que la postura de Taylor se inscribe en la llamada filosofía práctica, que comprende la filosofía moral y la filosofía política. Aquella tiene en el centro de sus discusiones las formas normativas de regular la conducta humana en conformidad con fines deseables, lo que incluye, en su extensión política, intentos por legitimar o justificar el modo posible de dicho comportamiento en el marco de una comunidad organizada bajo la forma del Estado. La expectativa de una vida mejor se ha interpretado, en parte, como el desarrollo de las potencialidades del individuo en cuanto ser perfectible en su camino hacia el mejoramiento de las condiciones personales de vida y, en parte, como el mejoramiento de la conflictiva vida social animada por el deseo de alcanzar el bienestar colectivo. La filosofía práctica ha intentado la justificación de normas regulativas de la conducta en los ámbitos privado y público del desenvolvimiento humano. Desde la antigüedad griega, la especulación se ha ocupado en parte de precisar los conceptos que califican lo moral (los valores) y preocupado por indagar los fines ideales de la vida humana y los modos de alcanzarlos mediante el ejercicio moral. La reflexión sobre la moral, también llamada ética, ha tenido diferentes enfoques, como los deontológicos y eudaimonistas, y muchas escuelas, como la estoica, la epicúrea, la utilitarista y la comunitarista, entreotras. Las fuentes de moralidad son diversas, y las normas emanadas de ellas pueden o no encontrar validez en la argumentación ética. La diversidad de las fuentes se suele clasificar en dos grandes grupos: externas al individuo o heterónomas (exógenas) e internas o autónomas (endógenas). El extendido enfoque social de la reflexión moral en la actualidad, aun en los estudios psicológicos del desarrollo moral, ha dado primacía a las fuentes externas de moralidad bajo la autoridad del orden social, en detrimento de las fuentes autónomas que presuntamente perfilaron el proyecto eidético de la modernidad.

Con lo anterior no quiero decir que en esta vía no haya criterios razonables que expliquen la regulación moral desde la conciencia individual, pero sí que, en las condiciones actuales, los criterios sociales "suelen contar cuando los hombres elaboran las normas y [los] criterios que expresan moral" (Giner 68-69). El panorama de la ética es di-verso y priman los debates (cf . Camps 1988); siguiendo el trabajo de Jaqueline Jongitud (1-2), la discusión filosófica en materia ética puede clasificarse en la actualidad en dos grandes líneas: la sustancialista y la procedimentalista, como acertadamente lo ha subrayado Cuchumbé en la primera parte de su artículo, profundizándolo luego en la exposición histórica que ofrece en la segunda parte. Tomando en cuenta esta distinción primaria, es necesario caracterizar ambos enfoques. Bajo el punto de vista procedimentalista, se espera encontrar procesos racionales que legitimen la norma, interpretando la praxis humana como un fenómeno al que puede serle inmanente la racionalidad (cf . Cortina 2000 75-78). En esta línea pueden inscribirse los trabajos de la ética discursiva de Karl Otto Apel (1998), Jürgen Habermas (1983,1998), Adela Cortina (1992), el neocontractualismo de John Rawls (1997) y la ética de la liberación de Enrique Dussel (1973). Al procedimentalismo le resulta indispensable la institucionalización de los procedimientos, principios y canales que han de respetarse para garantizar las libertades y los derechos a todos los actores sociales.

Pero dar fundamento a la moralidad es una tarea que enfrenta grandes dificultades. Algunas corrientes de pensamiento rechazan la fundamentación ética realizada por la vía del procedimentalismo, bien porque sea una tarea imposible, bien porque la consideran innecesaria. El carácter particular de los juicios morales, al basarse en valores que son conceptos sobre lo preferible, hace subjetivos los criterios de elección moral. Esto representa un comportamiento que no se atiene a lo puramente racional y hace relativo el juicio moral. Por ello, el procedimentalismo buscaría evitar que el actuar humano en el ámbito de lo público estuviera orientado por las inclinaciones, las cuales entrañan el riesgo de la insociabilidad como única forma de interacción, según lo ha expuesto claramente Kant. No obstante, la crítica subjetivista a la falta de criterios absolutos es a menudo tomada como una imposibilidad para una cimentación racional de la moral, sin que se colige el menosprecio por los intentos de regular las formas de sociabilidad humana. La consecuencia de esta tensión es que se intente delimitar el campo de la acción reflexiva de la filosofía bajo presupuestos racionales.

Este es el trasfondo de la segunda línea de reflexión ética sobre la moral: el sustancialismo. Este rechaza la fundamentación moral que apela a una razón universal, por el reduccionismo formal a que somete la diversidad de la realidad ética. Esta consigna contra "la tiranía de los principios", para emplear una expresión de Stephen Toulmin y Albert Jonsen (1988), vindica la pluralidad de las formas históricas concretas de la definición del bien, la subjetividad como fuente de regulación moral y los elementos contextuales que dan sentido a lo moral (cf . Thiebaut 40-49). Esta vuelta a la persona y al particularismo axiológico, pero también a la comunidad concreta y al contextualismo social, interpretativo y comunicativo, es, en parte, una vuelta al terreno de cimentación práctico de la ética. En esta línea se encuentran los trabajos de MacIntyre (1981), Rorty (2000) y Taylor (1996), de quien me ocupo en el presente diálogo. El sustancialismo que se configura desde este autor en la reflexión de Cuchumbé supone privilegiar el contexto sociocultural o, en términos gadamerianos, el horizonte de mundo cultural como algo determinante en el modo de actuar de los individuos y grupos humanos.

La política se enfrenta a una serie de consecuencias morales producto de la pluralidad de sociedades, culturas, subjetividades e identidades de ciudadanos en problemática coexistencia. La pretensión del carácter universal de los juicios éticos, que constituyen las normas, comparte la convicción de la existencia de unos objetos predeterminados a la experiencia. La reflexión ética se dirige, por tanto, a la explicitación de tales presupuestos mediante definiciones, por ejemplo, de los ideales de autonomía y dignidad humana, para fijarlos objetivamente en imperativos éticos que han de constituirse tanto en principios universales de los seres humanos como en las condiciones para la realización personal y la participación en la vida pública del hombre. De ello se derivarían los derechos inalienables de la humanidad y las obligaciones para todos los agentes morales. Ejemplos de idealizaciones de la ética de la vida son: la idealización del ser humano, que conduce a la idea de la dignidad humana; la idealización de la independencia individual, que conduce a idea de la autonomía. Ambas nociones "revisten" muchos de los datos de la experiencia concreta, en la que el ser humano no aparece como el ser idealizado de la reflexión teorética. En Kant y en Habermas, estos ideales o ideas serían construcciones de la razón y de la dinámica histórica, respectivamente. Por ejemplo, la autonomía es vista en Kant como un principio dado por la propia razón para guiar la voluntad en la dirección del respeto a la igual dignidad de los seres humanos.

El concepto de dignidad humana se suele ejemplificar bajo la apariencia de un hombre o una mujer virtuosos, con cierto grado de vulnerabilidad. La idealización de la autonomía la representamos en un ser cuyo desempeño cognitivo es alto, capaz de dominar sus emociones y decidir en situaciones críticas siguiendo criterios razonables que, por supuesto, corresponden al proyecto ilustrado de la modernidad (cf . Giraldo y Aguirre 12-17). Al presentarse una situación cultural problemática, en la que se hace manifiesto un conflicto en torno a la concepción de tales principios, parece no quedar otro recurso que validar el principio o formular una excepción a la norma como una excepcionalidad regulada ante la aplicación de los principios éticos frente a casos y circunstancias que no fueron tenidos en cuenta en su formulación. La dignidad humana y la autonomía, pilares de la ética de la vida, son, no obstante, idealizaciones positivas del ser en conformidad con lo que se espera de él en su alto grado de valoración moral y bajo las expectativas de una sociedad que se siente permanentemente amenazada por la presencia del otro. Estas idealizaciones no son exclusivamente procedentes u originales de la reflexión ética. Provienen de antiguos códigos deontológicos, posturas religiosas, ideologías políticas o tendencias filosóficas. Tal es el caso de la retribución personal del beneficio social en el utilitarismo inglés, del cumplimiento de la obligación de la ética kantiana, de la ideología del cooperativismo, de la solidaridad proletaria del marxismo o de la ayuda mutua del anarquismo de Kropotkin (cf . Sass 394). Lo cual muestra la predeterminación histórica de la relación moral por la ética contemporánea, que ningún pensador se atreve a negar en la actualidad.

La ética, más que cualquier otra reflexión filosófica, reconoce sus fuentes históricas, subjetivas, particulares, pero aun así la falta de un método claro y adecuado lleva a traspiés en la formulación de sus principios. El debate multicultural ofrece toda la evidencia de las enormes dificultades que se tienen para llegar a acuerdos sobre cuestiones serias que comprometen la existencia individual, la calidad de vida y el futuro de la humanidad. Las dificultades surgen en el orden de las diversas concepciones del mundo, del ser humano y de la vida; de las distintas jerarquizaciones de valores, de las interpretaciones heterogéneas de las máximas y aun de los valores. La pluralidad de estos elementos y la necesidad de acuerdos conducen a revalorar la tradicional pretensión racionalista de encontrar fundamentos válidos universalmente. Tal pretensión obviaría autoritaria y hegemónicamente la irreductible multiplicidad de la experiencia humana por la vía de la imposición discursiva o la autoridad gubernativa. El pensamiento moderno, en consideración al marco kantiano de regulación moral en obligaciones, deberes y derechos, ha determinado el ordenamiento político de las libertades individuales, en reconocimiento a los valores jerarquizados de la autonomía, la igualdad y la dignidad de todo ser humano. Esta universalidad de la legislación moral, en su articulación política normativa, declara una igualdad que no hace práctico el reconocimiento de las identidades individuales y colectivas instauradas en una tradición cultural diferente de la hegemónica.

Esta uniformidad en el trato a las culturas niega el pluralismo cultural, pero además de no generar condiciones para "la preservación de las tradiciones culturales" y no "viabilizar el reconocimiento", como lo indica en su excelente artículo Cuchumbé (35), amenaza la integridad cultural y genera el conflicto social, desestabilizando comprensiblemente el orden social y deslegitimando el ejercicio del poder político. Este aspecto, que no pasa desapercibido en la exposición, se advierte en la denunciade la discriminación cultural a la que es proclive el Estado liberal, y en la sentida necesidad de buscar soluciones colectivas a las tensiones y los conflictos por fuera del modelo de organizaciónliberal. Aquí surge una pregunta fundamental: ¿puede prescindirse de los supuestos del procedimentalismo y proponerse vías alternativas para la resolución de los conflictos de un modo participativo que involucre a todos los actores del conflicto? La respuesta argumentada que ofrece el artículo es que tal cosa no sólo es posible sino que no podría hacerse de otro modo. La postura contrastada, que quisiera explorar, plantearía que la vindicación del mundo cultural en su primado práctico no excluye la posibilidad de encontrar una salida participativa y consensuada a los conflictos presentes entre sociedades constituidas desde los supuestos del individualismo racional. El que deba admitirse que dichos supuestos descansan formalmente, pero no de facto, en una presuposición idealista, a saber, la contractualista, no es óbice para tal posibilidad. Esta salida se encontraría en la vía del diálogo y la fusión de horizontes propuesta por Taylor, que en la interpretación del artículo corresponde a una ampliación del horizonte normativo que no implica necesariamente negar el procedimentalismo liberal. La objeción al origen presunto del Estado o de la comunidad civil en un pacto de sus miembros, radica en que en tal convenio primigenio la constitución de una sociedad es concebida desde el libre consentimiento de los individuos (cf . Taylor 1996 118-122). La dificultad está en que la renuncia a los derechos naturales (Rousseau) o la deposición de la libertad externa (Kant) a favor de derechos o libertades como miembros de una comunidad aparecen como actos individuales de libertad que paradójicamente legitiman otra libertad que los subordinan.

El Estado multicultural, en su orientación liberal alternativa, parte de un supuesto filosófico cuya raigambre ontológica, sin duda aristotélica, reconoce las potencialidades individual y colectiva de construir una identidad propia. En este supuesto, Taylor introduce lo que me atrevo a llamar "un igualitarismo positivo", que no discute el artículo: "la igualdad de valor del potencial de todos los seres humanos" (1997 308), aunque sea bajo el reconocimiento del valor de las culturas, al ser estas horizontes de mundo que merecen un debido respeto y buen trato. Tal principio, a mi modo de ver, acerca el universalismo del liberalismo procedimental al particularismo cultural o multiculturalismo del liberalismo alternativo, ya que, además de lo expuesto, este último no negaría una política de la dignidad igualitaria en términos potenciales; lo que se hace evidente en el requerimiento práctico del respeto a la diversidad cultural y en la negación de privilegios o aplicaciones preferenciales bajo un discurso establecido en términos identitarios. De este modo, la política de la diferencia es también una política de la dignidad, universal e igualitaria, pero en un sentido ético-ontológico más básico que el configurado por las formulaciones del imperativo categórico kantiano. Pero ¿cómo se sostiene tal universalismo e igualitarismo con la renuncia a la aplicación uniforme de un marco normativo de derechos? No creo que baste decir que el Estado acepta las diferencias y comprende las pretensiones de los grupos minoritarios (cf . 36), pues ya que el reconocimiento no se discute en su sola dimensión cultural o antropológica, este deberá concretarse en acciones políticas de reconocimiento a la diferencia, y sus comprensiones de los diversos sentidos de identidad cultural se articularán de cara al Estado. ¿Bajo qué otras formas sino bajo las formas jurídicas y legalistas de la normatividad se pretende la garantía y operatividad de los propósitos liberales de alternidad? De otro modo, ¿cómo garantizar un espacio de libertades para el desarrollo del potencial cultural y la coordinación de las acciones colectivas que expresan el intento de construir o reafirmar identidades culturales? Esta oposición entre los mandatos morales y la pertenencia al mundo cultural debe matizarse al subrayar que el problema real está en la unificación racional de lo diversamente cultural. Sobre este aspecto volveré más adelante.

Taylor (cf . 1997 324) ve un creciente multiculturalismo que se intensifica en las sociedades actuales, apelando al patente deseo de supervivencia de las comunidades; pero el asunto no se limita a la actualidad, puesto que acompaña el origen mismo de las sociedades humanas. Ni siquiera las condiciones de esa supervivencia en Estados más abiertos al reconocimiento ciudadano de otras culturas son propias de la modernidad liberal, ya que han estado presentes en el expansionismo de imperios del pasado, aunque ciertamente a una escala menor que la global. La urgencia actual del reconocimiento no es la consecuencia de las expresiones de supervivencia de las comunidades, que ha hecho presencia histórica en las diversas formas de resistencia cultural; es más bien subsidiaria de la positiva proliferación de los discursos etnológicos, sociológicos y multi-e interculturalistas. Comparto, no obstante, que el desconocimiento de las identidades culturales es en gran parte consecuencia de la adopción política del proyecto moderno de subjetividad, promulgado por la filosofía moderna, especialmente la kantiana, que implicó, como bien lo afirma Cuchumbé (cf . 36), un recorrido desde la ética de los valores comunitarios propios, hacia una moral de obligaciones, deberes y derechos individuales. Es muy atinado el énfasis que pone el autor (cf . 37), siguiendo a Taylor (cf . 1996 17), en el reconocimiento de un relativismo lingüístico que afecta toda fundamentación, siempre discursiva, de la moral. Este aspecto básico del sustantivismo, en oposición al procedimentalismo, concierne a la complejidad cultural que se hace patente en el lenguaje, lo que explica cómo los más efectivos intentos de homogeneización cultural han adoptado la forma de un colonialismo lingüístico. En mi modesta opinión como estudioso del lenguaje, este es un asunto al que la filosofía política no ha dado suficiente relevancia.

Cuchumbé encuentra, en la teoría de las fuentes morales, la clave justificatoria del liberalismo alternativo, por cuanto la conciencia cultural de las narrativas de vida no está predefinida por la "tradición inmutable", sino que pueden plantear metas sin precedentes (cf . Taylor 1996 121). El punto de discusión en este plano teleológico de comprensión de la historia cultural, que se recorre dialógicamente en la interacción social, es quién agencia esas narrativas, si el individuo en su libertad o la colectividad en el horizonte de su tradición. Lo cual responde a un viejo debate dialéctico: individuo-sociedad (o cultura), conclusivo en la reivindicación de un sistema de influencias mutuas, pero que en la interpretación discutida (cf . 37-38) se actualiza con prioridad a la narrativa, es decir, a la cultura, desde la cual el sujeto dimensiona su vida sin pérdida de autenticidad. Esta opción encuentra respaldo en importantes estudios sociológicos, como el desarrollado en Teoría y estructuras sociales de Robert K. Merton. Este autor ha descrito los diferentes modos de adaptación individual a los medios institucionales y a las metas de la cultura como efectos sociales estabilizadores de una estructura institucional frente a las cuales el individuo reacciona adaptativamente. Estas reacciones se presentan de diversos modos. Por un lado, conformidad, ritualismo e innovación, esta última caracterizada por buscar alcanzar las metas culturales sin interiorizar las normas institucionales y por una forma de adaptación divergente. Por otro lado, existe un modo menos común de reacción, el retraimiento,y uno aún menos frecuente, la rebelión. Aquel implica el abandono de las metas y el distanciamiento de las normas, lo que conlleva cierto aislamiento o refugio en un grupo marginal, como es el caso de la expresión de una subcultura. La rebelión, por su parte, busca una estructura social nueva, pretende modificar normas y metas, porque las existentes son juzgadas como arbitrarias y no legítimas. La expresión cultural de este tipo divergente de adaptación es la contracultura (cf . Merton 218-236). Puede comprenderse cómo un trasfondo cultural de normas y metas dadas ejercen su influjo sin que determinen en su mismo sentido la orientación ética de los individuos. Ciertamente esta realidad es ajena a la deontología kantiana de la "sumisión" a la ley moral en el actuar correcto, es decir, al cumplimiento conforme al deber, centrada en el aseguramiento individual del ejercicio de la libertad en la propia y libre imposición de restricciones en el uso de la razón, con vista a la reciprocidad. Como bien lo expresa Cuchumbé, la ética asociada al liberalismo alternativo de Taylor "rehabilita el mundo cultural como condición para que los individuos logren convivir de acuerdo con un sentido de vida potenciado en su narrativa" (38). No obstante, sigue siendo problemático de qué modo el Estado reconoce y garantiza el respeto por la diferencia y la identidad sin fungir como garante legal frente a los derechos y las libertades particulares y colectivas que se derivan de ese respeto (cf . ibid .).

La concepción liberal del Estado, tomada sólo en su función de garante con pretensiones de neutralidad, parece, ante estos requerimientos, no ser sostenible por la igualdad que prescribe en el trato de los individuos con derecho. Neutralidad que reluce como no-interferencia e indiferencia ante los planes de vida particulares, garantizando, eso sí, su posibilidad sin distinción alguna. El argumento principal de esta insostenibilidad es que toda toma de partido hacia la particularidad de unos fines de vida ideales, o una vida buena, violaría la igualdad presunta. Está en juego, por una parte, el respeto de libertades particulares no diferenciadas (modelo liberal) y, por otra, el respeto por la diferencia, que conlleva libertades particulares diferenciadas (modelo alterno). Este parecer se halla emparentado, en la exposición, con la apreciación de que el Estado liberal, al no reconocer la diversidad de identidades culturales, obliga al individuo a la asimilación cultural de prácticas incongruentes con las propias (cf . 40). Hacer ver como una obligación impuesta por el modelo de Estado liberal un fenómeno de transculturación por medios ajenos a los estrictamente políticos me resulta inapropiado. Por más que un modelo de Estado presuponga un modo de vida, un lenguaje común y un esquema único de valores, que den pie tanto a la inclusión como a la exclusión, es innegable que las prácticas culturales enfrentadas se influyen mutuamente en complejas relaciones interculturales, que no obedecen al purismo cultural de preservación de identidad que alienta la dicotomía inclusión-exclusión. Con todo, la neutralidad afirmada en el modelo resulta ahora presentada como una toma de partido. Esta inconsistencia puede ser el resultado de confundir el modelo liberal de Estado y los Estados liberales reales que posibilitan la "cultura hegemónica" o "cultura de discriminación cultural", denunciada por Taylor; fenómeno que, a mi criterio, ocurre justamente porque las políticas de Estado se dirigen, más allá de ámbito de neutralidad, hacia ciertos modelos de desarrollo económico y tecnocientífico, o desde presupuestos religiosos, ideológicos o culturales, en general, habida cuenta de los interés de la clase gobernante.

El modelo multicultural tiene a su favor la consecución de políticas de reconocimiento a la diferencia, en las que los diversos grupos culturales no sólo sean reconocidos en la promoción y fomento de sus prácticas y valores, sino en las instancias de participación de las decisiones políticas, sin menoscabo de su carácter minoritario, marginal y, por qué no, emergente, de "subculturas" y "contraculturas". No obstante, estos mismos aspectos, con la mención ya hecha del reconocimiento a la potencialidad cultural en la disponibilidad de medios para la construcción identitaria, pueden en principio pensarse en el modelo liberal con desapego de ciertos aspectos de su tradición procedimentalista. Con esto sugiero que el modelo no es absolutamente incompatible con las políticas de la diferencia sino en la medida en que resulta incompatible su fundamento histórico en el procedimentalismo, frente a la tradición sustantiva que visibilizó la dimensión teórica de un problema ya patente. Incompatibilidad que también está presente, a lo largo de la exposición, en la relación de oposición que guardan la moral y la ética con aquellas dos fuentes de ordenamiento sociopolítico (procedimentalismo y sustantivismo). Por un lado, la moral ajustada a deberes, obligaciones y derechos como exigencias universales de la razón, y, por el otro, la ética en su concepción de la vida buena, en particular como promotora de acciones, actitudes y prácticas concretas. No descartaría que la evolución de un modelo liberal, que no ha sido en la práctica la realización pura de la moral kantiana, ni el logro absoluto del procedimentalismo, articule las libertades y los derechos civiles o políticos de lo individual a lo colectivo. Y, por tanto, que dicha articulación se obre a una escala más básica del respeto a las potencialidades culturales, con un esfuerzo racional de abstracción de principios (en la vía del procedimentalismo), a los que serían consecuentes, tanto la promoción, el fomento y el resguardo de prácticas y valores tradicionales o emergentes, como el aseguramiento de la pluralidad en las formas de organización que fortalezcan el nexo social ante proyectos culturales compartidos por una comunidad. En mi opinión, esto da un sentido más comprensivo al liberalismo alternativo, que no es una alternativa al liberalismo, sino una expresión menos viciada y más virtuosa del liberalismo. Finalmente, coincido con la identificación que Cuchumbé, siguiendo de cerca a Taylor, ha hecho de la necesidad de ampliar la idea reguladora que supone al individuo como centro del orden socio-político. El "ensanchamiento" de sus libertades y derechos hacia el colectivo, en la articulación de la identidad cultural de la comunidad, es sin lugar a dudas la conditio sine qua non de toda posibilidad de juego político de la diferencia.


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JOHN ALEXANDER GIRLADOCH.
Universidad del Valle - Colombia
jagchavarriaga@gmail.com

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