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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.61 no.150 Bogotá Sept./Dec. 2012

 

TEORÍA ESTÉTICA E HISTORIA DEL ARTE
KANT, WÖLFFLIN, WARBURG
*

Aesthetic Theory and History of Art
Kant, Wölfflin, Warburg

LISÍMACO PARRA
Universidad Nacional de Colombia
japarrap@unal.edu.co


RESUMEN

A partir de las reflexiones de dos conocidos historiadores del arte del siglo XX, Heinrich Wölfflin y Aby Warburg, se examina la vigencia de dos aspectos centrales de la teoría estética kantiana: por un lado, la posibilidad de emitir juicios de gusto plenamente acabados, lo que justificaría la empresa de una deducción trascendental de los mismos, y, por el otro, su implicación en el conjunto de la vida cultural y social, es decir, la significación de la experiencia estética de la forma, tan enfatizada en la doctrina kantiana del gusto.

Palabras clave: I. Kant, H. Wölfflin, A. Warburg, estética, historia del arte.


ABSTRACT

On the basis of the reflections of two well-known art historians of the 29th century, Heinrich Wölfflin and Aby Warburg, the article examines the validity of two central aspects of Kantian aesthetic theory: on the one hand, the possibility of providing fully complete judgments of taste, which would justify their transcendental deduction, and, on the other hand, their involvement in cultural and social life, that is, the significance of aesthetic experience as emphasized in the Kantian doctrine of taste.

Keywords: I. Kant, H. Wölfflin, A. Warburg, aesthetics, history of art.


Introducción

Resulta afortunado que un mismo objeto pueda examinarse desde diversas perspectivas científicas o intelectuales. Pero no resulta tan afortunado si esas diversas perspectivas no se relacionan con frecuencia y permanecen como compartimentos estancos. En este escrito quiero insinuar un intercambio entre dos disciplinas -la teoría estética filosófica y la historia del arte- que versan sobre un objeto más o menos común, la creación artística. De manera concreta, pretendo examinar dos aspectos centrales de la teoría del juicio de gusto, tal como la formulara Kant en su Crítica de la facultad de Juzgar, a partir de las reflexiones de dos historiadores del arte del siglo XX, los cuales son representantes de sólidas tendencias historiográficas que uno casi se siente tentado a calificar de endoxas. Se trata de Heinrich Wölfflin y Aby Warburg. Y aunque no afirmo que estos dos autores se hayan ocupado explícitamente de la teoría estética de Kant, sí creo encontrar una cierta conexión y evolución temáticas en sus respectivos planteamientos que quiero presentar aquí.

Como punto de partida, esbozaré dos "tensiones" que en mi opinión atraviesan la teoría kantiana sobre el juicio de gusto. La primera, de la que quizás Kant no podría haber sido consciente, es la tensión existente entre una crítica del gusto y la formación del mismo. La segunda, esa sí registrada por nuestro autor, es la existente entre juicio de gusto puro, que versa sobre la belleza libre (pulchritudo vaga) y juicio de gusto no puro, que recae sobre la belleza adherente (pulchritudo adhaerens). Voy a examinar la primera de ellas a la luz de las reflexiones de Wölfflin y la segunda a la luz de las de Warburg.

Las nociones de crítica y de formación del gusto

En el "Prefacio" de 1790 a la Crítica de la facultad de juzgar (cf. CJ B IX), Kant distingue entre el propósito trascendental de su investigación y otra tarea distinta, de la que advierte que no se ocupará, y a la que llama la formación y cultura del gusto. Para esta última, afirma Kant, no se necesitan nuevas investigaciones especiales, como la que se emprenderá en la tercera Crítica, sino que ella puede seguir su curso tal como hasta el momento se ha venido haciendo.

La diferencia mencionada podría ilustrarse tomando ejemplos provenientes de campos distintos al de la estética. Así, por ejemplo, es válido investigar por qué puedo estar absolutamente seguro de que la proposición "2 x 2 = 4" será verdadera siempre, independientemente del tiempo o lugar en que se la emita. Ahora bien, esa investigación dará por sentado que yo sé multiplicar y, por lo mismo, se desentenderá de todos los problemas propios de una pedagogía de la aritmética. De manera similar, cuando nos referimos al caso del juicio de gusto -cuya fórmula estándar podría formularse como "este X es bello"-, al menos dos requisitos se dan por cumplidos (así como en el ejemplo que acabo de mencionar se da por cumplido el que yo sepa multiplicar). El primero es planteado por Kant en los siguientes términos: "[s]ólo cuando la necesidad (Bedürfnis) ha sido satisfecha, se puede distinguir quién entre muchos tiene o no gusto" (CJ §5 B 16). Así, pues, cuando emito un juicio diciendo de algo que es bello, mis inclinaciones personales deberían estar satisfechas de modo que yo pueda presumir razonablemente que no van a influir en ese juicio. De modo que cuando emitimos un juicio de gusto, de manera implícita estamos afirmando que nuestras inclinaciones privadas no son el motivo determinante del mismo y, de manera igualmente implícita, estamos aceptando que si no fuese así, entonces nuestro juicio sería ilegítimo.

Para lo que Kant llama "propósito trascendental" de su investigación se da por sentado que las inclinaciones de un individuo no juegan ningún papel determinante en sus juicios de gusto, bien sea porque estén satisfechas, bien porque estén bajo control; pero, como sea, que no han influido en la declaratoria de un determinado objeto como bello. Sólo a partir de entonces adquiere sentido y comienza la "investigación trascendental".

El segundo factor sobre el que aquí quiero llamar la atención se refiere a otra característica muy importante que, según Kant, exhiben los juicios de gusto. Se trata de que, cuando queremos justificar las elevadas pretensiones de nuestro juicio de gusto -nada menos que las de su validez universal y necesaria-, no podemos recurrir a ningún tipo de conocimiento.

Así, por ejemplo, en ocasiones sucede que llamamos bello a un objeto simplemente porque lo hemos "re-conocido". Es el caso de muchas canciones o de tonadillas que acaso llamo bellas porque me las sé de memoria. Y a la inversa, muchas veces condeno estéticamente objetos por el simple hecho de que no los puedo re-conocer. Al menos en teoría, me parece claro que, en ambos casos, los juicios de gusto que se emitieran sobre tales fundamentos no serían legítimos. Así pues, cuando digo, por ejemplo, que "esta rosa es bella", no debería afirmarlo porque reconozca que el objeto que tengo ante mi vista es efectivamente una rosa. De la misma manera, el hecho de que no pueda reconocer a ningún objeto en una pintura abstracta, no debería llevarme a emitir un juicio de gusto negativo sobre la misma. Aunque no reconociera al objeto, el juicio de gusto puro que eventualmente afirmara su belleza no tendría que depender de ese des-conocimiento. Como veremos, la corriente estética que posteriormente se denominará "formalista" tiene aquí un importante sustento. Y sólo a partir del esfuerzo de haber diferenciado "forma" y "contenido", puede un juicio, que llamamos de gusto, recaer exclusivamente sobre la forma. Y sólo entonces empezará esa investigación que Kant llama trascendental.

Existe otra variedad del conocimiento que ha jugado un papel importante en las reflexiones estéticas, pero que Kant rechaza como intromisión ilegítima. Me refiero a las preceptivas que en el siglo XVII se llamaron "poéticas" y que sirvieron de soporte a los críticos de arte para sus juicios. Por su parte, Kant afirma que no pueden intervenir como motivos justificatorios de un juicio de gusto:

Cuando alguien me lee su poema o me lleva a un espectáculo que finalmente no quiere placer a mi gusto, podrá él aducir a Batteux o a Lessing, o a críticos del gusto aún más antiguos y famosos, y todas las reglas por ellos establecidas, para demostrar que su poema es bello; también puede ser que ciertos pasajes, que precisamente me displacieron, concuerden, e incluso muy bien, con reglas de belleza (tal como son dadas allá y reconocidas generalmente); pero yo me tapo los oídos, no quiero escuchar ninguna razón ni sutileza, y antes supondré que las reglas de los críticos son falsas o que, al menos, no es este el caso de su aplicación, a que debiera dejar determinar mi juicio por argumentos a priori, puesto que ha de ser un juicio del gusto y no del entendimiento o de la razón. (CJ §33 B 141)1

A simple vista, el anterior planteamiento, que descarta toda pretensión de legitimación demostrativa del juicio de gusto, podría parecer dogmático: "me tapo los oídos, no deseo escuchar razón ni sutileza", etc. Tal objeción podría suavizarse parcialmente, si recordamos que la teoría kantiana no desconoce la necesidad de formación del gusto, sino que la presupone como algo ya logrado. Esto quiere decir que, al menos mientras que mi gusto se encuentre en proceso de formación, será de esperarse una serie de retractaciones con respecto a juicios míos que alguna vez declararon bellos a determinados objetos. Pero, en la opinión de Kant, la argumentación demostrativa nunca jugará ningún papel en dicha rectificación.

Ahora bien, Kant cree que, después de las retractaciones propias del período de formación, habrá de llegar el momento de una capacidad de juzgar por fin sólidamente formada. Y sólo bajo el supuesto de un gusto ya plenamente formado y que por ende juzga correctamente, adquiere su sentido y necesidad la investigación trascendental de los fundamentos que justifican de jure las pretensiones de universalidad y necesidad exhibidas de facto por dichos juicios. Kant ha resumido de manera muy apretada estos dos aspectos con los siguientes términos:

Uno trata de ganarse el acuerdo de todos los otros, porque para ello se tiene un fundamento que es común a todos. Uno podría contar con tal acuerdo, sólo si se estuviera seguro de que el caso fuese correctamente subsumido bajo ese fundamento, como regla de la aprobación. (CJ §19 B 63 s.)

Pese a que, como se ha afirmado, la formación del gusto no es objeto de las preocupaciones kantianas, quiero detenerme en un par de insinuaciones que, no obstante, ofrece al respecto la tercera Crítica. La primera insinuación, ya de alguna manera mencionada, consiste en que la formación del gusto requiere de un ejercicio de discernimiento y autocontrol, en virtud del cual me abstengo de llamar y aprobar como bello a lo que en realidad me es agradable o bueno. La frecuente indisciplina en este ejercicio amenaza con arruinar nuestra facultad de juzgar.2

En segundo lugar -y esta es la insinuación que más interesa para mis propósitos-, es preciso recordar lo dicho recientemente acerca de las poéticas: "Batteux o Lessing, o críticos del gusto aún más antiguos y famosos, y todas las reglas por ellos establecidas" (CJ §33 B 141), no pueden cumplir ninguna función ni en la legitimación del juicio de gusto ni en la formación del gusto. No obstante, existe un acervo plástico, el de los modelos producidos por aquellos autores que llamamos clásicos, con el que debería familiarizarse el gusto cuando se encuentra en proceso de formación. El pedagogo sabe que se encuentra ante una herencia de valor estético perdurable y puede animar al neófito a entrar en relación con estos modelos, con el fin de que con su frecuentación ahorre tiempo en su formación. De lo contrario, "si siempre cada sujeto tuviera que empezar completamente desde la cruda disposición de su natural" (CJ §32 B 138), los ensayos erróneos se multiplicarían de manera inconveniente e innecesaria. Así pues, para que el gusto "no se vuelva pronto otra vez tosco y vuelva a caer en la crudeza del primer intento" (CJ §32 B 139), ha de "beber de las mismas fuentes de donde bebió" el modelo.3

Pero si ahora nos preguntamos por la naturaleza y extensión de ese acervo clásico en el que de manera icónica y no conceptual ha de formarse el gusto, creo que en el caso de Kant no se excederían en mucho, si es que ello ocurre, los límites winckelmannianos. Las sofisticadas precauciones kantianas contra la injerencia de factores tales como el atractivo y la emoción (cf. CJ §13 y §14) dan a entender que el objeto sobre el que, de manera exclusiva, ha de recaer un juicio de gusto puro es de hecho la pura forma clásica. Y esto sigue siendo válido, incluso cuando, para conjurar el riesgo de la coacción de la regularidad, Kant contemple como legítimo el recurso a las formas barrocas.4

Más que como crítica, y sí más bien como constatación, me parece que se puede afirmar que el acerbo icónico formal que Kant tiene en mente para la formación del gusto se reduce a lo que con Wölfflin llamaríamos clasicismo y barroco occidentales. Por supuesto que Kant no prescribe tal limitación, e incluso también podría decirse que en teoría no la aceptaría. Pero la consecuencia fundamental que tiene en su doctrina un acervo tan reducido, es la confianza en que el gusto puede formarse de manera plena y acabada, y, por ende, que los juicios que emite un gusto tal merecen una investigación trascendental acerca de las condiciones de posibilidad de las pretensiones por ellos exhibidas. Queda entonces ahora abierta la pregunta por el sentido que todavía pudiera tener una investigación trascendental tal, si, en virtud de un ensanchamiento desmesurado del acervo formal a tener en cuenta para su formación, hubiéramos de concluir la improbabilidad de un gusto plena y definitivamente formado.

"Quien sólo conoce una, no conoce ninguna": Heinrich Wölfflin

Pero es bueno estudiar lo extranjero, porque, mediante la contraposición, estaremos en capacidad de ver más claramente lo peculiar de la manera de representación germánica. Quien sólo conoce una, no conoce ninguna. (Wölfflin 1921 29)

Una prevención que podría surgir cuando se pretende vincular las observaciones historiográficas de Wölfflin con la teoría del gusto kantiana es la de que la perspectiva de un historiador del arte no tiene por qué ser la misma que la de un simple y desprevenido espectador. Y en efecto, no es sólo posible sino también necesario mantener una cierta diferencia entre el juicio de gusto puramente estético de un espectador y el juicio de conocimiento de un historiador del arte. Sin embargo, en el estado de cosas posterior a Kant, parece insostenible una diferenciación tan radical como la que él tenía en mente. No está de más reconocer que el tipo de "conocimiento" implicado en la práctica del historiador del arte se encuentra más en la órbita de lo que Kant llama conocimiento reflexionante, mientras que el conocimiento del que su doctrina estética quiere deslindar al juicio de gusto es, en realidad, demostrativo o determinante. No obstante, y a diferencia de lo que sucedía en tiempos de Kant, desde finales del siglo XIX los procesos de formación del gusto del espectador saltan a un primer plano, no sólo porque suponen una mayor cantidad de conocimiento histórico de culturas no occidentales, sino también porque, en virtud de la eclosión de estilos artísticos dentro de la propia cultura occidental, la confianza en la posibilidad de un acabamiento pleno del proceso formativo desaparece para dar paso a lo que en adelante se exhibirá dramáticamente como su inacababilidad.

Así pues, puede afirmarse, en primer lugar, que la doctrina kantiana del juicio de gusto puro encuentra un interesante desarrollo y radicalización en el enfoque wölffliano de la plástica artística, y que, en palabras del propio historiador suizo, se resume en su proyecto frustrado de escribir "una historia del arte sin nombres" (Wölfflin 2002 15). Dicho en otros términos, para el tipo de juicio "este X es bello" resultaría superfluo, si es que no inadecuado, despejar la variable "X". En una consideración estética o histórico-artística adecuadas a la naturaleza de su objeto no habrían de importar ni los contenidos representacionales ni los títulos de las obras, salvo por necesidades clasificatorias.

 En lo que podría considerarse su distanciamiento de una historiografía basada en el criterio del Kunst können, Wölfflin acepta, casi como si se tratara de lugares comunes, los presupuestos de sus adversarios;5 sólo que ellos no dan en el blanco. Y lo mismo sucede con principios que podrían considerarse propios de una historia social del arte,6 o incluso con la concepción expresionista de la creación artística.7 Por más pertinencia que pudieran tener todos estos enfoques, ellos resultan inadecuados y, por ende, secundarios para captar lo propiamente específico de la creación plástica:

Donde quiera que se mire bien, se encuentran desarrollos, una vida interior secreta y un crecimiento de la forma. Los motivos particulares se modifican tanto como los tipos de representación a gran escala. Los estilos particulares tienen su desarrollo y en ellos pueden distinguirse distintas etapas. La historia del arte de pueblos enteros se clasifica en períodos que se llaman arcaico, clásico o barroco. Esto indica que no siempre el arte acompaña a la "vida" sólo como un instrumento de expresión, regularmente dócil, sino que tiene su propio crecimiento y su propia estructura. Y sin duda que esto es completamente natural. (Wölfflin 1921 14)

Pero, en segundo lugar, y aunque compartiendo e incluso radicalizando el mismo presupuesto "formalista" de la doctrina kantiana del juicio puro de gusto,8 el historiador del arte -¡cuanto más el "simple" espectador!- estará afectado por una inseguridad insuperable, dado que el mundo formal se le presenta ahora como virtualmente inagotable: "[n]uestra capacidad de intuición y representación no es algo terminado, un algo que nos ha sido dado de una vez para siempre, sino algo viviente que se desarrolla" (Wölfflin 1921 14).

Así pues, incluso si se acepta plenamente que la relación estética pura del hombre con los objetos reside en el sentimiento por la cualidad, Wölfflin hace estallar el implícito kantiano de un repertorio cualitativo limitado al clasicismo y, en el mejor de los casos, a ciertas manifestaciones occidentales del barroco. Poco después de finalizada la Gran Guerra, el historiador suizo considera como un paso adelante indiscutible el "que no se hable más de un tipo de arte como del único posible, sino que se acepte la pluralidad" (Wölfflin 1921 17). Y entre muchas otras cosas, este postulado muestra su fecundidad al descubrir un sin fin de prejuicios que suelen rodear la experiencia estética. Así, por ejemplo, que el arte italiano sea el de la perfección formal sensiblemente perceptible, no tiene por qué seguir significando que sea superior al arte de la expresión anímica inmediata, como lo es el germano, y viceversa. Las anteriores valoraciones se hacen extensibles al arte de culturas primitivas y exóticas, y no se duda en calificarlas como progreso frente a una época -¡la clasicista winckelmanniana!- acostumbrada a calificar las cosas con parámetros que les eran extraños. Se devela así un prejuicio usual y se advierte contra él: "siempre debemos decirnos que no tenemos ningún derecho a condenar como pose y exhibición aquello que nos parece rígido y artificial; tiene ese efecto precisamente sólo para nosotros" (id. 28).

Ahora bien, expresiones de admiración como "progreso" o "paso adelante" no delatan en Wölfflin un alma candorosamente optimista. Muy por el contrario. Su reconocimiento de la pluralidad formal va en contravía de postular una república de las artes relativamente armoniosa y pacífica, tal como la pensaban los "modernos" y también Kant. Recuérdese la metáfora, rescatada por Perrault, según la cual los modernos son enanos en hombros de gigantes, es decir, de los clásicos antiguos. Por su parte, Kant piensa en sucesores creativos, es decir, no simplemente imitadores, quienes, al innovar, afirman al mismo tiempo el legado de los antiguos (cf. CJ §32 B 138 y s.). Pero en los comienzos del siglo XX, Wölfflin encuentra más adecuada la metáfora de la ley de la selva:

[E]l arte no crece en un sólo árbol, sino que más bien es comparable con una selva en la que, junto a las plantas más antiguas, crecen otras nuevas, y en donde el individuo más fuerte puede entorpecer el desarrollo del más débil. (1921 11)

La anterior constatación resultaría aburridamente trivial, si lo que de ella se siguiera fuese una mera afirmación del relativismo, o de su consecuencia, la ley del más fuerte. Interesante, en cambio, es que, no obstante, Wölfflin pretenda poder seguir hablando de ópticas falsas (falsche Einstellungen), a las que pueden contraponerse entonces ópticas verdaderas que nos remiten de inmediato a la cuestión de aprender a ver. Kant habría estado de acuerdo en las determinaciones más generales de este planteamiento. Así, por ejemplo, creo que Kant interpretaría como el núcleo de la formación del gusto -de la que él consideró que no era necesario ocuparse por no representar problema alguno- la afirmación de Wölfflin, según la cual "el ver es algo que ciertamente tiene que ser aprendido" (1921 3), porque no es evidente ni natural que cualquiera vea lo que está allí. Explicar (erklären) una obra de arte consiste entonces, precisamente, en orientar la mirada hacia donde es preciso que se dirija.

Y también resultaría acorde con los requerimientos kantianos del juicio de gusto el primer nivel que establece Wölfflin al explicar una obra de arte individual: para considerar la forma tal como ella [re]-quiere ser considerada, se precisa de una cierta educación:

[C]ualquiera ve lo individual; la dificultad está en la mirada de conjunto del todo: que no sólo se vea la mancha de luz aislada, sino el ritmo del curso de la luz en lo grande. No el árbol, el estanque o la colina aislados, sino la estructura formal completa; qué tipo de figura constituyen cielo y tierra juntos, y de qué manera dicha figura está dentro del marco. (Wölfflin 1921 5)

Consideraciones similares a estas, que se refieren a la composición plástica de conjunto, se aplican también a otro elemento formal, como el color: el sistema de tonos que se apoyan e intensifican, las correspondencias y contradicciones colorísticas, la manera como atraviesan el cuadro. Y sólo cuando el color, la luz y la forma dibujada se perciban en su relación como surgiendo de una misma fuente, sólo entonces podrá afirmarse que hemos visto el cuadro que tenemos ante nuestros ojos y "sólo entonces su alma puede empezar a hablarnos."

Sin embargo, una consideración más aguda pronto nos demuestra que el ver no se ha agotado todavía y, por ende, que la orientación resulta mucho más compleja de lo que Kant hubiese sospechado. Sucede que la obra individual se inscribe dentro de un estilo y, ciertamente, que su recepción resulta más sencilla cuando estamos familiarizados con el estilo al que pertenece, lo que a menudo se traduce en que, en la contemplación de la obra, ni siquiera lleguemos a percatarnos de que este existe. Pero lo que hay que resaltar en el escrito de Wölfflin que he venido comentando -Das Erklären von Kunstwerken-, dirigido al gran público y no a especialistas, es su afirmación de que, cuando de estilos se trata, "su número es infinito" (1921 5).

Se abre entonces aquí un vastísimo campo para la educación "histórico-estética" de nuestra capacidad de reaccionar ante versiones formales que nos son ajenas. Y aunque siga siendo innecesario saber japonés para "entender" un dibujo japonés y, además, aunque siga siendo posible que algún espectador lego pero particularmente sensible lea más o menos adecuadamente este dibujo, Wölfflin encuentra que ello no será fundamento suficiente para afirmar, tal como lo pretende la analítica kantiana del juicio de gusto, su juicio frente a opiniones contrarias. Para ello, según el mismo autor, finalmente sí será preciso "saber japonés", no necesariamente como lengua, pero sí indiscutiblemente en lo que se refiere al enfoque pictórico japonés: "[c]on las costumbres visuales occidentales es absolutamente imposible aproximarse a estructuras como las indias antiguas: la pregunta no es si las encontramos bellas o no; primero tenemos que desarrollar en nosotros el órgano para tal efecto formal" (Wölfflin 1921 6).

Sin el cumplimiento del requisito mencionado, no importa si se trata de un historiador del arte profesional o de un espectador lego, ambos correrán el riesgo de atender a lo inesencial y pasar por alto lo esencial. Así, cuando el viajero nórdico juzgue desde su sentido los movimientos y expresiones de una construcción romano-florentina del alto renacimiento, en un primer momento la encontrará fría y desnuda. Pero, en cuanto se apropie de los presupuestos italianos, la inicial pobreza se transformará en una riqueza descomunal, y esta vez, en un sentido aún más profundo, se podrá afirmar que "sólo entonces se habrá visto lo que está ahí" (Wölfflin 1921 7).

Existe un último nivel de "explicación" que sólo prima facie resultaría necesario para el historiador, y al menos no tan urgente para el espectador: "[l]a obra de arte aislada siempre tiene algo de intranquilizante para el historiador. [Por eso,] intentará darle contexto y atmósfera" (Wölfflin 1921 7).

Un camino para esta restitución de contexto y atmósfera, que me permitiré llamar "sincrónico", consiste en una rica aplicación de la lógica clásica de términos (o de conjuntos) mediante la cual se obtiene una clasificación de la obra individual. Se trata de aproximar la obra a lo que le es contemporáneo, y un primer círculo a considerar es entonces el de las producciones "hermanas", lo que nos permite hacernos una idea sobre la personalidad del artista. El círculo se ensancha cuando se incorporan colegas contemporáneos al artista, lo que permitirá esclarecer la relación entre la individualidad aislada y el tipo conceptual de la generación. Así, por ejemplo, aunque Durero se diferencia marcadamente de Grünewald, su coincidencia en trazos esenciales constituirá el carácter de la generación, es decir, las señales que permiten reconocer el arte alemán de comienzos del siglo XVI. Ahora bien, a una generación pertenecen no sólo individuos, sino que, dentro de ella, también es posible distinguir grupos: la escuela de Franconia (a la que Durero pertenece claramente) o la suaba, etc. Todas estas familias se contienen en el concepto de arte alemán en general: "explicar querrá decir siempre aquí enseñar a sentir lo más universal en lo individual y único" (Wölfflin 1921 9). La pregunta que surge entonces es si la de los esfuerzos derivados de la "pedantería" del historiador, intranquilo frente a la obra de arte aislada, no habrían de resultar necesarios y fecundos para el espectador lego cuando se enfrenta a la obra de arte individual.

Una dirección explicativa complementaria, y que podríamos calificar de "diacrónica", quiere encontrar la relación de algo con lo que lo antecede, y entiende que todo es pre-requisito para lo ulterior, trátese de la obra del artista individual o de las generaciones (cf. Wölfflin 1921 9). Así, por ejemplo, el alto gótico francés sería impensable sin la forma germinal del gótico temprano, el que a su vez surge de las premisas del estilo románico.

De la aplicación combinada de este conjunto de estrategias, de cuya necesidad Wölfflin quiere convencer al espectador lego, se deriva la formación del gusto. Y según sea la calidad de esa formación, dependerá lo justificado o injustificado de las pretensiones de su juicio de gusto. Pero es claro que de lo que aquí se trata es de un ejercicio siempre renovable y nunca de una posesión cierta.

Así, pues, la diferencia entre el espectador y el historiador del arte, aunque real, es relativa, y con ello quiero decir que normalmente un mismo individuo puede asumir ambas perspectivas. Pero si preferimos considerarlos como dos personajes distintos, entonces hemos de afirmar que en ambos ha de existir un cierto grado de conocimiento, entendiendo por este no la argumentación demostrativa y sí, en cambio, una familiaridad formal con la obra, familiaridad que puede ser más o menos consciente, más o menos completa.

Por su parte, el "espectador ideal" kantiano, antes de emitir su juicio de gusto, deberá haber formado su gusto, lo cual quiere decir que deberá estar familiarizado con el estilo de los clásicos. Pero tanto el espectador del siglo XX como el historiador wölffliano constatarán la existencia de infinitos estilos, es decir, de infinitos arcaicos, clásicos y barrocos posibles. Una cierta familiaridad, susceptible siempre de ser profundizada, al menos con algunos de esos estilos, será un presupuesto necesario para juzgar de manera adecuada, y precisamente desde una perspectiva estética pura, las obras particulares que a ellos pertenecen. Pero recuérdese que el conocimiento de los estilos extraños se convierte en presupuesto también necesario para el juicio acerca de obras que se inscriben bajo estilos familiares, pues gracias al contraste nos volvemos atentos con respecto a aspectos que sin él pasarían desapercibidos: "quien sólo conoce una forma de representación, no conoce ninguna" (Wölfflin 1921 29).

Mas, si en virtud de su extensión los estilos son inabarcables y si la familiaridad con cada estilo es susceptible de ser enriquecida por contrastes siempre renovables, la conclusión es que el "conocimiento" que se presupone para que un juicio de gusto aspire a ser inapelable es sencillamente inalcanzable: "ni siquiera dentro del propio país estamos a salvo de malentendidos" (Wölfflin 1921 7).

Ahora bien, al hablar del conocimiento presupuesto por un juicio de gusto se mantiene una diferencia entre ese conocimiento y el juicio propiamente dicho. Esto quiere decir que, junto a su conocimiento, el historiador puede jugar a ser espectador al emitir juicios de gusto, en los que declara una complacencia frente a la representación de determinados objetos que estima digna de ser compartida universalmente. El elemento de legitimación de su aspiración a obtener un asentimiento universal no es otro que su conocimiento de la obra. Pero si con el mismo fundamento pretendiese convertir su aspiración en una exigencia -y ese es precisamente el significado de la necesidad según la analítica de la Crítica de la facultad de juzgar en su cuarto momento-, entonces tal pretensión sería dogmática y el primero en saberlo tendría que ser el mismo historiador.

Por su parte, el espectador lego hará bien en no dejarse intimidar por el juicio del historiador especialista, pues la comprensión más completa posible de una obra no tiene necesariamente que traducirse en su aprobación estética. Pero nunca debería descartar la posibilidad de que sus deficiencias cognoscitivas sobre la obra afecten la calidad de su juicio estético, más precisamente, la eventual pretensión de asentimiento universal que este exhiba. Su independencia con respecto al prejuicio de autoridad frente al historiador no lo exime de los esfuerzos para obtener una comprensión más cabal de su objeto de gusto.

De este modo, la complejidad de la producción y recepción artísticas contemporáneas destruye el supuesto de un universo formal relativamente simple y fácilmente acotable que hacía plausible la búsqueda de un fundamento trascendental para el carácter inapelable del juicio de gusto. En ese sentido, el proyecto de una deducción trascendental de las pretensiones del juicio de gusto no sólo resulta inviable, sino que acaso no llegue siquiera a formularse, al menos en los términos concebidos por Kant. Pero, además, he insinuado cómo ello no tiene que significar por fuerza caer en los brazos de un relativismo que, pese a su trivialidad, no deja de ejercer su atracción, ni de obtener sus cautivos.

Belleza libre y belleza adherente

Hay dos especies de belleza: la belleza libre (pulchritudo vaga), o la belleza meramente adherente (pulchritudo adhaerens). La primera no presupone ningún concepto de lo que el objeto deba ser; la segunda presupone uno tal y, según él, la perfección del objeto. Las primeras se llaman bellezas (por sí existentes) de esta o aquella cosa; la otra, en cuanto dependiente de un concepto (belleza condicionada), será añadida [beigelegt] a objetos que están bajo el concepto de un fin particular. (CJ §16 B 48 s.)

Puede afirmarse que buena parte de la historiografía del arte del siglo XX resultó vinculada con estas dos nociones, que hicieron las veces de orientaciones fundamentales y, a partir de las cuales, se deslindaron los campos de los opuestos, incluso hasta en sus mismas personalidades psicológicas.9 Pero no resulta fácil, leyendo el texto kantiano, decidir cuándo nos encontramos frente a una belleza libre y cuándo frente a una adherente. En ocasiones la distinción parece un asunto de la perspectiva que se elija para la consideración del objeto, es decir, de si se tiene en cuenta o se prescinde a voluntad de cualquier consideración acerca de lo que el objeto deba ser. Otras veces, la distinción parece venir impuesta desde el objeto mismo (cf. CJ B 50). Y quizás lo correcto sea, finalmente, un juicio que combine en la reflexión esta doble perspectiva: tanto la de la contemplación puramente formal, como la de aquella que se pregunta por la finalidad de esa forma.10

Así, cuando se refiere a la configuración de una obra del arte bello, la posición de Kant es que el valor formal debe conjugarse siempre con el contenido de la obra, pues el riesgo de un arte bello exclusivamente forjado por la idoneidad formal será la posibilidad de que su contemplación termine generando descontento en el ánimo de quien lo contempla (cf. CJ §52 B 214). El antídoto para tales efectos es la vinculación de lo formal en las bellas artes con contenidos que él llama "ideas morales", para cuya representación artística es preciso ir más allá de la pura belleza formal, adentrándose en consideraciones sobre los fines de los objetos representados.

Por la otra parte, un arte rico en contenidos espirituales corre el riesgo de dejar de ser arte bello, y en él la imaginación desbordada y carente de ley anula la comunicabilidad pretendida por los juicios de gusto. El antídoto, en este caso, consiste en cortar las alas del genio creador, para hacerlo educado y refinado (cf. CJ §50 B 203).

Pero, dado que en las secciones antecedentes hemos considerado con cierto detalle la perspectiva de la belleza libre que ha de residir en la pura forma, consideremos ahora más detenidamente la noción de belleza adherente. Aquí resulta indispensable introducir el concepto de perfección, que en su acepción más general podría definirse como la conformidad a fin de la forma de un objeto. Recordemos que en un juicio puro de gusto, que versa sobre la belleza libre, se atiende a la mera forma del objeto; por el contrario, un juicio sobre la belleza que se adhiere a un objeto se enfrenta con una mayor complicación. En realidad, se trata de casos felices en los que la conformidad a fin de la forma que se descubre en el objeto no entorpece, sin embargo, la experiencia puramente formal con el mismo.

El concepto kantiano de "perfección" contempla tres posibilidades; pero, luego de una lectura atenta del texto, me parece que Kant ha pensado que sólo una de ellas resulta pertinente para las necesidades del juicio de gusto. En el curso de esta exposición quiero mostrar que, a la luz de la historiografía warburgiana, esta restricción no resulta más convincente y, por el contrario, parece inconveniente. Veamos esto con cierto detalle.

Perfecta es, pues, la forma de un objeto que se muestra conforme o adecuada a un fin. Ahora bien, ese fin puede ser externo a la forma (es decir, al objeto), como en el caso de una herramienta. Así, cuando necesito clavar una puntilla y para ello la golpeo con el tacón de mi zapato, quizás pueda hablar de una relativa adecuación del zapato para tal fin, si lo comparo con lo que sería intentar clavar la puntilla con la sola presión de mis dedos. Pero el zapato será muy inadecuado -imperfecto- si lo comparo con un martillo, que es una herramienta que precisamente debe su forma específica al fin de clavar puntillas.

A diferencia de lo que parece pensar Kant, esta noción de "conformidad a fin objetiva" o externa o de utilidad no resulta pertinente tan sólo para herramientas y, por el contrario, ha demostrado su fecundidad en una consideración más adecuada a la complejidad de la obra de arte. En el primer momento de la "Analítica de lo bello" (cf. CJ §2), y ciertamente con el propósito de afirmar la significación puramente formal de la belleza libre, Kant ha hecho decir a un buen rousseauniano que detesta la vanidad de los grandes que no dudan en recurrir a la explotación del pueblo para construir el palacio que tiene al frente, y del que se le pregunta si lo encuentra bello o no. Y resulta claro que, desde la perspectiva de la belleza libre, la diatriba del rousseauniano no constituye una respuesta. Pero, sin lugar a dudas, sus afirmaciones resultan altamente interesantes desde la perspectiva de la belleza adherente. Una inmensa porción de nuestras producciones artísticas resultaría inexplicable si prescindimos de funciones culturales o de prestigio social: ellas ejemplifican un tipo de adherencia de factores no puros a los valores puramente formales. No obstante, Kant ha pasado completamente por alto la posible pertinencia de los alegatos del rousseauniano, que nos ilustran acerca de las adherencias a las calidades formales del palacio y sin las que no nos sería posible entender la existencia de dicho objeto.

La conformidad a fin de la forma del objeto también puede ser interna, y esta sería para Kant la perfección propiamente dicha. Por fin interno se entiende aquí "el fundamento de la posibilidad interna del objeto" (CJ §15 B 45) o, en otras palabras, el concepto de qué cosa deba ser el objeto. Decimos de un objeto que es perfecto cuando, al compararlo en su existencia concreta con el concepto de lo que este debe ser, encontramos una correspondencia completa entre existencia y concepto. Pero a su turno, cuando se pregunta acerca de qué cosa deba ser un objeto determinado, se puede estar pensando en la determinación cuantitativa exhaustiva de todo aquello que ha de estar presente en la cosa. Así, por ejemplo, quien dibuja una planta con miras a la elaboración de un tratado de botánica, o a un hombre con miras a la elaboración de un tratado de anatomía, deberá esforzarse por no pasar por alto detalle alguno, y la perfección a la que deberá aspirar se llama cuantitativa. Pero tampoco parece que Kant considere pertinentes para el juicio de gusto sobre la belleza adherente las consideraciones derivadas de este tipo de perfección.

Junto a la denominada perfección objetiva interna cuantitativa, Kant reconoce ahora la objetiva interna cualitativa, que es el único tipo de perfección al que concede pertinencia en el ámbito de la consideración estética. Afirma que cierta tradición filosófica (con seguridad la de Leibniz y Baumgarten) llegó a pensar equivocadamente que la belleza no era otra cosa que la perfección de una cosa, sólo que pensada confusamente. Importante para nuestro problema es que la representación de la perfección cualitativa de un objeto no requiere la presencia de la integridad de las notas que pertenecen al concepto del mismo, sino que basta con que lo múltiple de la cosa concuerde con el concepto de la misma. Parafraseando a Aristóteles -"yerra menos el que ignora que la cierva no tiene cuernos que quien la pinta sin ningún parecido" (Poética 60b31-32)- la perfección cualitativa no reside en la exhaustividad y precisión de los detalles, sino en la posibilidad de reconocimiento del objeto. Podría decirse entonces que la perfección cualitativa es la condición necesaria, aunque absolutamente insuficiente, para la representación de un objeto bello.

La iconología en su significación más tradicional recayó sobre un campo de objetos muy reducido. Ella perseguía "la identificación, catalogación e historia de los retratos de personajes distinguidos de la antigüedad", y posteriormente se extendió al "conocimiento de los atributos, emblemas y símbolos con y bajo los cuales se acostumbra a representar a dioses, héroes y objetos mitológicos de la antigüedad, así como también y de manera particular a santos y conceptos cristianos"11. Pues bien, una iconología así entendida, que a partir de Panofsky se llamaría más bien iconografía, no sólo se corresponde con, sino que esclarece el significado de la noción kantiana de perfección cualitativa.

Como ya se ha dicho, según su definición más general, esta perfección consiste en "la concordancia de una cosa con su concepto" (CJ §15 B 45). Pero en lo que se refiere a su aplicación al campo del gusto, Kant afirma que este gana: "[p]or cierto que gana el gusto [...], pues es fijado [... porque] pueden serle prescritas determinadas reglas con respecto a ciertos objetos determinados en conformidad a fin" (CJ §16 B 51). Así, el objeto representado puede ser una iglesia, pero también otro de más complejo reconocimiento como, por ejemplo, un San Jorge o un San Jerónimo. Y gracias a las reglas que la perfección cualitativa prescribe para la representación de estos objetos, el gusto no se ve perturbado en lo que le es propio -la consideración sobre la forma- por culpa de un eventual desconocimiento suyo del objeto representado, o de una excesiva liberalidad en la representación del mismo, que eventualmente puede llegar a hacerlo irreconocible.

Pero, no obstante esta ganancia, Kant alcanza a entrever también que, al ser fijado el gusto, pierde universalidad (dass er fixiert wird, und zwar nicht allgemein ist) (CJ 16 B 51)): al fin y al cabo, San Jorge y el dragón no pertenecen al repertorio universal de la humanidad. Sin embargo, y quizás por los motivos expuestos en el primer aparte de este escrito, el inconveniente vislumbrado no parece haberle merecido mayor atención.

La iconología crítica12

En 1912, en la ciudad de Roma, el historiador hamburgués del arte Aby Warburg presentó una conferencia titulada: "Arte italiano y astrología internacional en el Palacio Schifanoia de Ferrara".13 El propio Warburg describe en los siguientes términos su objeto de estudio (véase figura 1):

La serie de pinturas murales en el Palazzo Schifanoia de Ferrara representaba las figuras de los doce meses del año, de los cuales, luego de su redescubrimiento bajo el yeso (1840), hemos recuperado siete. La figura de cada mes se compone de tres superficies pictóricas ordenadas paralelamente una sobre la otra, con espacios pictóricos independientes y con figuras de más o menos la mitad de su tamaño natural. En el espacio superior, los dioses del Olimpo se desplazan en carrozas triunfales, y en el inferior se narra el trajín terrenal en la corte del duque Borso. Se le ve ocupado en sus negocios de estado o en animada cacería. La faja intermedia pertenece al mundo de las divinidades astrales, a lo que alude el signo del zodíaco que aparece en la mitad de la superficie, rodeado por tres enigmáticas figuras. (1980b 181)

La composición y significado de esta banda media de los frescos se había resistido a todas las interpretaciones, hasta que la conferencia de Warburg propone la siguiente resolución, que en términos generales puede valer para todas las extrañas figuras que aparecen en cada uno de los meses (véase figura 2):

De hecho, no son otra cosa que símbolos de estrellas fijas, que evidentemente han visto afectada gravemente la claridad de sus contornos griegos a lo largo de esa migración de siglos desde Grecia, atravesando Asia Menor, Egipto, Mesopotamia, Arabia y España. (1980b 181)

Aunque en este lugar no podamos detenernos en todos los detalles de esta rica conferencia de Warburg, valga decir que con ella se pone una fecha de nacimiento a la iconología moderna.

Resulta claro que la iconología warburgiana, desplegada en la conferencia de Roma, también se propone, como la iconología tradicional, la identificación de las figuras. Pero hace gala de una mayor complejidad. El primer aspecto que llama la atención es su propuesta de lectura de las figuras como tradiciones que se superponen a la manera de placas tectónicas. Warburg ha cartografiado, valiéndose tanto de la plástica como de la descripción hallada en documentos literarios, el recorrido y las mutaciones de las figuras:

[S]obre la capa más honda del firmamento griego de estrellas fijas había reposado en primer lugar el esquema egiptizante del culto a los decanos. Sobre este se superpuso el estrato de la transformación mitológica india, la cual pasó, probablemente a través de la mediación persa, al medio árabe. Y luego de que, mediante la traducción hebrea, hubiese tenido lugar una nueva y confusa sedimentación, el firmamento griego de estrellas fijas desembocó, a través de la mediación francesa, en la traducción latina de Pietro d'Abanos de Abu Ma'schar, en la monumental cosmología italiana del Renacimiento temprano, bajo la forma de aquellas 36 enigmáticas figuras de la faja media de los frescos de Ferrara. (1980b 185)

El esfuerzo de desciframiento de las figuras bien puede ser calificado de titánico. Para la consecución de tal fin, ningún material podía resultar despreciable. No se trataba de atender tan sólo a los más mínimos detalles de los frescos, sino a documentos en apariencia externos: un recibo de pago encontrado podía arrojar luces acerca del autor de determinado panel que no necesariamente es el mismo de otro, o sobre la finalidad del encargo recibido. Y como sucede con aquel tipo de perfección llamado por Kant cuantitativa, ningún detalle puede ser despreciado a priori. Por lo demás, el desciframiento de la figura representada en cada una de las fajas del fresco, que no consiste en otra cosa que en descubrir el concepto de lo que la cosa deba ser, no atiende, al menos en un principio, a si se trata de buen o mal arte. Como agudamente ha anotado Martin Warnke, desde esta perspectiva "todo documento cultural es considerado con los mismos derechos, si bien no con el mismo valor" (1980 58).

Pero si esta investigación iconológica además de moderna también merece llamarse crítica, no es solamente por la identificación tanto de las figuras travestidas como de las rutas por ellas recorridas, en las que adquirieron sus enigmáticas apariencias. Al "desvestir" las figuras, la iconología warburgiana llega a resultados sorprendentes: no sólo llega al prototipo griego y a la comprensión del mismo, sino que también arroja luces sobre la razón de su pervivencia tras los vestidos y capas adheridos a lo largo de la historia.

Así, pese a que la ciencia natural griega había logrado espiritualizar las criaturas perturbadoras de la fantasía religiosa, haciéndolas puntos matemáticos orientadores, las tendencias reaccionarias irreductibles vuelven a emerger, insuflan nueva vida y dotan de nuevas apariencias a estas creaturas, que se apropian, entonces, incluso de la otrora liberadora matemática. La astrología no es más que "una sofistería pseudo-matemática, que hasta el día de hoy y por siglos ha hechizado a los hombres" (Warburg 1980b 181), y que desde muy temprano habría de pertenecer al "patrimonio común fatal de Europa". Pero la ingenuidad, que una vez fue de la matemática y ahora lo es de la tecnología ejemplificada en la figura del Tío Sam, consiste en creerse garantía contra la superstición, ignorando su inagotable capacidad adaptativa.

Si retornásemos por un momento a nuestro contrapunto con Kant, encontraríamos entonces que la historia del arte warburgiana no sólo ha encontrado aplicaciones muy fecundas de las nociones de perfección, desechadas por Kant para la consideración estética, sino que, además, ha desarrollado en direcciones inéditas aquella única que el filósofo consideraba como pertinente para sus propósitos: más allá de las "reglas" para la construcción de modelos fácilmente reconocibles a los que el artista recurre en la configuración de su objeto, el conocimiento que exige la obra de arte, al menos la renacentista, nos abre a dimensiones insospechadas tales como la pervivencia de una antigüedad compleja, lejana de la tan arraigada simplificación que con tanto éxito Winckelmann supiera inculcarnos. Tal como sucede en el de Burckhardt o en el de Nietzsche, en el Renacimiento warburgiano ilustración y superstición se entrelazan continuamente.

Acaso podría objetarse que, incluso cuando se trata de la belleza adherente, el interés kantiano recae exclusivamente en la dimensión de la belleza del objeto, que no debería verse perturbada por el necesario, pero siempre externo, aditamento de la perfección. Quedaría entonces por fuera de toda consideración una comparación de la teoría estética kantiana con la "democracia" warburgiana, que en todo documento considera su posible valor informativo, más que su calidad estético-formal. No obstante, creo que la metodología warburgiana está muy lejos de negar la diferenciación kantiana entre, por una parte, los contenidos y las exigencias cognoscitivas de la obra de arte y, por la otra, sus valores puramente estético-formales. Y antes, por el contrario, puede arrojar buenas luces para una comprensión más cabal de estos últimos.

Así pues, Warburg da inicio a la conferencia romana de 1912, a la que me he venido refiriendo, con los siguientes términos: "[e]l mundo formal romano del alto Renacimiento italiano nos anuncia a nosotros, historiadores del arte, el intento de liberación (Befreiungsversuch), finalmente logrado, del genio artístico con respecto a la servidumbre ilustrativa medioeval [mittelalterliche illustrative Dienstbarkeit]" (1980b 173). Y sin embargo, la conferencia misma va como en contravía de la anterior afirmación, y quizás también de la propia e inicial inclinación de Warburg hacia los objetos bellos. Su tema central es la astrología, esa "peligrosa enemiga de la libre creación artística", o, si se quiere, la persistencia de la servidumbre ilustrativa medioeval.

Ahora bien, la iconología warburgiana es crítica no sólo cuando, al "desvestir" una enigmática figura, descubre en ella la antigua divinidad griega travestida a lo largo de sus viajes centenarios, pero además una vez más presente y no extinguida. También es crítica cuando descubre la proclividad de dichas deidades por un tipo de expresión que, en el contexto del Renacimiento, Warburg denomina "servidumbre ilustrativa medioeval", y que no consiste en otra cosa que en la heteronomía de la creación artística, en este caso de la plástica. Cuando el Renacimiento temprano habla del estilo alla franzese y lo prefiere, no sólo está mostrando su gusto por una pintura cuyo fin es ilustrar textos, y que por ende atiende menos a la libertad que habría de tener el artista en su creación formal, sino que simultáneamente interpreta dicha preferencia como un índice de la superstición que avasalla a tal época. Pero por eso mismo también su arte será tanto más rico en informaciones.

De manera inversa, el refinamiento de la calidad formal va en detrimento de la calidad informativa de la obra, pero señala un progreso en la liberación de la superstición. Así, en las distintas producciones de Francesco Cossa, autor de los meses de marzo, abril y mayo en los frescos de Ferrara, puede descubrirse una significativa oscilación. Mientras que en la Predella -con escenas de la vida de San Vicente Ferrer-, el autor hace gala de "un impresionante sentido de realidad que sobrepasa el elemento inartístico de la intromisión literaria", en los frescos de Schifanoia de su autoría todavía se muestra como "personalidad artística débil, incapaz" de vivificar el seco programa iconográfico (cf. Warburg 1980b 187).

Pero si ahora comparamos los meses ilustrados por Cossa con el mes de julio, atribuido entretanto a Cosme Tura (véase figura 1), Warburg no duda en reconocer la superioridad formal del primero frente a "la voluntad de arqueología fiel al contenido" (1980b 188) propia de la llamada Edad Media, que posee la actividad configuradora del segundo.

A diferencia del mundo de figuras plenas de vida de Cossa, la fuerza configuradora del pintor del mes de julio no deja olvidar el trasfondo representativo. Él es un retoño del modo de ver artístico medioeval, maduro ya para desaparecer. (1980b 188)

Del Renacimiento temprano de los frescos de Schifanoia hasta el Renacimiento maduro, es decir, desde Cossa a Rafael (véase figura 3), encontramos un proceso similar al afirmado entre el Tura del mes de Julio y el Cossa del San Vicente y, en menor medida, el Cossa de Schifanoia: la liberación de la forma con respecto al servilismo ilustrativo. Y también aquí hay etapas intermedias (véase figura 4):

Con todo, existe una esfera de transición entre Cossa y Rafael: Botticelli. Pues también Alessandro Botticelli hubo de liberar primero a su diosa de la belleza del realismo medioeval del banal arte de género alla franzese, de la esclavitud ilustrativa [illustrativer Hörigkeit], y de la práctica astrológica. (Warburg 1980b 190)

Como se ve, el énfasis investigativo de la historiografía warburgiana recae precisamente en ese estilo alla franzese, porque es el vehículo natural de la superstición, y aún carecemos del manual "acerca de la esclavitud del hombre moderno supersticioso" (Warburg 1980a 201). Y ciertamente que, obnubilada por el influjo winckelmanniano, la historia del arte sólo tuvo ojos "para la consideración puramente formal" (ibid.), y con ello cayó en la ingenuidad de ofrecernos "el lado olímpico de la antigüedad", ignorando cómo este "hubo de liberarse antes del ‘demoníaco'" (id. 202).

Pero de lo anterior no se deriva que la teoría historiográfica warburgiana quiera negar el valor de la experiencia estética con la forma, experiencia que se constituye como absolutamente central en la teoría estética kantiana y también wölffliana. No se trata de nada más, pero tampoco de nada menos, que de inscribir esta experiencia liberadora de la forma dentro de un proceso que permite comprenderla en toda su grandeza sublime, pero que al mismo tiempo nos alerta contra toda ingenuidad: Atenas nunca habrá ganado la batalla contra Alejandría, porque "precisamente Atenas quiere ser reconquistada siempre de nuevo por Alejandría" (Warburg 1980a 267).

Conclusión

Situado en la cima de un proceso reflexivo en el que se encuentran nombres precedentes como los de Adisson y Hutcheson, Kant centra su atención en un hecho curioso: el de la experiencia estética de lo bello. Como toda experiencia estética, esta nos habla de placeres y displaceres surgidos a propósito de nuestra relación con el mundo. Pero a diferencia de todas las restantes experiencias estéticas, los placeres y displaceres que acompañan a esta no se resignaban a tener una validez meramente individual. Por el contrario, reclamaban un reconocimiento universal. Parte del esclarecimiento de este hecho consistió, para Kant, en que esta experiencia y el juicio que la menta se restringían rigurosamente a la dimensión formal del mundo.

Por cierto que en su descripción fenomenológica de la experiencia de lo bello no se le ocultó a Kant que, junto a la mencionada pretensión de reconocimiento universal, pronto se levantaría también la impugnación de la misma. No obstante, resulta curioso constatar cómo el peso de la reflexión kantiana recayó sobre la pretensión, más que sobre su segura impugnación. Kant ha preferido orientar su búsqueda sobre los fundamentos de esta pretensión según el modelo de los juicios de la ciencia. Si hubiese otorgado más peso a la segura impugnación de las pretensiones del juicio de gusto, el modelo a seguir para la investigación trascendental habría sido quizás, no el de la ciencia, sino el de la metafísica.14 Recuérdese que el pretendido valor cognoscitivo de los juicios metafísicos quedaba desvirtuado, porque en ellos, tal como sucede con los de gusto, siempre es de esperar la oposición irresoluble. Pero al sustraer de cualquier valor cognoscitivo a sus juicios, Kant pretendió restituir a la metafísica su valor genuino: el de ser expresión de tendencias inextirpables de la naturaleza humana. La investigación trascendental se dirigió entonces, no a esclarecer el derecho de unos juicios por siempre controvertibles, sino a esclarecer el significado de que, pese a su nulo valor epistemológico, resultaran ser no obstante expresión de una tendencia natural humana inextirpable.

En este trabajo he planteado la hipótesis según la cual el énfasis otorgado por Kant a las pretensiones del juicio de gusto, en detrimento de la importancia que tiene el hecho de su segura impugnación, obedece a que el acervo formal disponible para su descripción fenomenológica del juicio de gusto era considerablemente reducido. En esas condiciones, la posibilidad de una formación completa y definitiva del gusto resultaba verosímil y, por consiguiente, se volvía explicable una subestimación de la importancia del disenso, no obstante su inminencia.

Resulta notable que el descomunal ensanchamiento del universo formal, que desde finales del siglo XIX se impuso a la consideración estético-artística, no haya llevado al historiador Wölfflin a la afirmación relativista según la cual "entre gustos no hay disgustos". Wölfflin no ha ignorado la pretensión de universal reconocimiento exhibida por el juicio de gusto, pero la ha reinterpretado. No la toma como un hecho cumplido cuyo fundamento es preciso esclarecer, sino como la expresión de una inextinguible aspiración humana a una comunicación que, pese a su fragilidad, o precisamente por ella, es necesario cultivar de manera adecuada. Aunque difiera en la letra con Kant, me parece evidente que comparte el mismo espíritu.

Por su parte, Aby Warburg ha mostrado que el esclarecimiento histórico de la obra de arte sólo en apariencia resulta contradictorio con la experiencia formal de la misma. Pero puede decirse aún más: con la ayuda de su iconología crítica podemos descubrir la significación más profunda que reside en el énfasis formalista que anima a las reflexiones de Kant y de Wölfflin. Quizás en ellos no resulte absolutamente evidente que el aprecio por la forma, que implica el sacrificio de las funciones ilustrativas de la obra de arte, es no sólo síntoma de la emancipación del arte, sino también de los hombres que le dispensan tal aprecio. Y queda por desarrollar la sugerencia warburgiana de que acaso toda "servidumbre ilustrativa" sea, como en el Renacimiento, un indicio de superstición. Ahora bien, una conclusión es clara: nunca estaremos completamente a salvo de la superstición.


1 Todas las traducciones de citas que provienen de textos en alemán son mías.

2 "Que quien cree emitir un juicio de gusto juzgue de hecho según esta idea [de una voz universal] puede ser incierto; pero que él se refiera ciertamente a ello, es decir, que haya de ser un juicio de gusto, lo anuncia mediante la expresión de la belleza. Pero para él mismo puede estar seguro de ello mediante la mera consciencia de la separación de todo aquello que pertenezca a lo agradable y a lo bueno de la complacencia que aún le reste. Y esto es todo lo que se promete para el acuerdo de los otros: una pretensión a la que también él estaría justificado bajo estas condiciones, si él no faltara a menudo a ellas, y con ello emitiese un juicio de gusto equivocado" (CJ §8 B 26).

3 Este planteamiento tiene una impronta inequívocamente winckelmanniana. En efecto, en su Historia del arte en la antigüedad afirma Winckelmann, tanto acerca de esta relación entre formación y talento, como también entre antiguos y modernos: "[p]ues Holbein y Albrecht Durero, los padres del arte en Alemania, mostraron tener en ellos un talento sorprendente. Y si ellos, como Rafael, Correggio o Tiziano, hubiesen podido aprender de las obras de los antiguos, habrían sido tan grandes como estos, e incluso quizás los hubiesen superado" (41).

4 "[D]e allí que el gusto inglés en los jardines [y] el gusto barroco en los muebles prefieren impulsar la libertad de la imaginación incluso hasta el acercamiento a lo grotesco, y que pongan precisamente en este apartamiento de toda coacción de la regla, el caso en el que el gusto puede mostrar, en bocetos de la imaginación, su perfección más grande" (CJ B 71).

5 "El arte es expresión, y la historia del arte es la historia del alma. Estudia a los hombres y entenderás su obra, estudia el tiempo y tendrás su estilo. Aquí se es plenamente consciente de que existen vínculos que pueden reposar, p. ej., en la materia o en la técnica. Un país rico en piedra construirá de otra manera que uno rico en madera o en ladrillo. Una técnica altamente desarrollada de la construcción en hierro producirá formas que antes no pudieron existir" (Wölfflin 1921 12 s.).

6 "También se sabe que el artista no produce como el ave canta, sino que es más o menos dependiente de un público que compra, y de que el cliente -sea la iglesia o quien sea- hará valer sus exigencias. No hay duda de que la historia del arte está entrelazada con la historia económica y social, e incluso con la del Estado" (Wölfflin 1921 13).

7 "Una explicación de qué tanto puedan valer, por ejemplo, el gótico nórdico o el Renacimiento italiano, como ejemplos de una determinada concepción del mundo y de la vida, no es pertinente aquí. Cualquiera está convencido de ello. El arte está mezclado con miles de raíces en el suelo de la realidad histórica. Todo depende de todo, y la vida en toda su extensión ha de ser traída para la explicación de los momentos pictóricos y sus estilos. Y sin embargo, al querer entender la historia del arte puramente como expresión, la cosa queda a medias" (Wölfflin 1921 14, énfasis mío).

8 "Un cuadro representa algo, una edificación sirve para un fin, una señal tiene un sentido; todo eso debe ser explicado. Pero la forma (y aquí sólo se hablará de ella), ¿no habla acaso por sí misma? Para entender un dibujo japonés, no tengo que haber aprendido japonés" (Wölfflin 1921 3).

9 "En la conciencia general fueron asociados con los nombres de Warburg y Wölfflin posiciones científicas fundamentales mutuamente excluyentes. Allá Wölfflin, el estético y formalista; aquí Warburg, el historiador e investigador de condicionamientos. Allá el fenomenólogo que se abandona sólo a las impresiones visuales y a la percepción espontánea; aquí el cavilador que quisiera reconocer todas las circunstancias y presupuestos de una forma artística. Allá entonces el hombre visual que no necesita ni documentos ni libros, es decir, sin biblioteca. Aquí el obseso que recopila libros con manía coleccionista. Allá el tipo del maestro y profesor exitoso, aquí el tipo del erudito privado necesitado de legitimación. Allá, pues, quien para su tiempo representó la quintaesencia de la historia del arte y que hoy es contado entre la vieja guardia, aquí el hamburgués inhibido para la escritura, casi desconocido en su tiempo, y que hoy promete llegar a ser siempre actual" (Warnke 1991 79).

10 "Un juicio de gusto con respecto a un objeto sería puro de determinados fines internos cuando quien juzga, o bien no tuviese ningún concepto de esos fines, o bien en su juicio hiciese abstracción de ello. Pero entonces, aunque este emitiese un juicio de gusto correcto en tanto que juzgase al objeto como belleza libre, sin embargo podría ser censurado y acusado de falso gusto por el otro que observara la belleza en el objeto simplemente como propiedad adherente (y que atiende al fin del objeto). Sin embargo, cada uno juzga correctamente a su manera; el uno, según lo que tiene ante los sentidos, el otro, en el pensamiento. Mediante esta diferenciación se puede dirimir más de una desavenencia entre jueces del gusto sobre la belleza, en tanto que se les señale que uno se atiene a la belleza libre y el otro a la adherente, y que el primero emite un juicio de gusto puro y el otro un juicio de gusto aplicado" (CJ §16 B 52).

11 Esta definición, tomada del "Meyers-Konversations-Lexikon" de 1876, está citada por Warnke (1980 55).

12 Al final del texto he introducido algunas imágenes que pueden ilustrar la argumentación expuesta. Todas las reproducciones de imágenes fueron tomadas de Wikimedia  Commons, en noviembre del 2012 . En los casos en que no se dispone de reproducciones que estén bajo dominio público he remitido al lector a la página de Web Gallery of Art.

13 Véase: the Salone dei Mesi en Web Gallery of Art (www.wga.hu).

14 Véase CRP Introducción §6 B 19 y ss.


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