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vol.62 issue151Cadahia, María Luciana. "Dos caras de una misma moneda: Libertad y Poder en los escritos foucaultianos", Logos, Anales del Seminario de Metafísica [Universidad Autónoma de Madrid, España] 44 (2011): 165-188.GUILLERMO HOYOS VÁSQUEZ (1935-2013) author indexsubject indexarticles search
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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.62 no.151 Bogotá Jan./Apr. 2013

 

Val, Alejandra.
"Imágenes en contexto: genealogía, representación social e imaginario pictórico del cuerpo femenino",
Aisthesis [Universidad Católica de Chile] 49 (2011): 53-66.


El cuerpo encarna los códigos culturales, refleja y moldea cánones estéticos, morales y políticos, así como desnuda las categorías de raza, clase o género, y en él está también grabada la génesis social de la feminidad y la masculinidad en Occidente. La historia del cuerpo, por eso, apela a una experiencia que no es sólo óptica o táctil, involucra más que un efecto de superficie y está atravesada –entre otros– por discursos médicos, anatómicos, artísticos y biológicos. Si el cuerpo le debe no poco a la medicina moderna en el triunfo de la división sexual binaria y jerarquizada, tampoco es de despreciar su deuda a las artes plásticas y a la mirada artística en la configuración de esa identidad femenina que es obra de la bipartición.

Este último es el tema de Alejandra Val, autora del artículo que comento. Se trata allí menos de una historia del arte y más de una reflexión sobre el régimen escópico que, del siglo XV al XVII, revela una transformación de la mirada sobre el cuerpo y los límites de lo representable en las artes. Esta es también la historia del erotismo, de la estimulación del deseo que pertenece –proverbialmente– al hombre; la historia de la óptica sobre el cuerpo y los lugares acostumbrados en este orden visual.

Según dice Henri Zerner, la forma que convino por antonomasia a la pintura histórica fue el desnudo (87). Esta exhibición del cuerpo, no obstante, se dio sin desdoro de la moral, porque se trataba de representaciones siempre ideales, siempre demasiado trasfiguradas. De modo que la percepción del cuerpo, hostilizada por la moral, se abrió paso entre las representaciones artísticas, al apelar menos a la vista y más a la fantasía, a la ficción y a los ideales. La imagen de la mujer que de tal suerte se adaptó y codificó en el seno de la academia fue Venus, inaccesible emblema del deseo masculino. Opina Val que sólo así podía "la respetabilidad burguesa [...] abrir camino hacia una expresión «natural» de las pasiones humanas", liberándose del brocado y el "movimiento apasionado" (55).

La primera de las Venus a la que presta atención atención la autora pertenece a Botticelli, en "El nacimiento de Venus". Val hace bien al señalar que al artista no se le atribuye "la fundación del arte profano" o la incipiente expresión de un interés por la Antigüedad. Él, como tantos otros (Cranach, el viejo, por ejemplo) impulsó un tránsito entre el tema religioso y el tema mitológico, hizo comparecer al cuerpo desnudo como punto de encuentro entre el pensamiento judeocristiano y la herencia griega (cf. Perniola 249). Aquí, dice Val, "la propia Venus podría ser tomada como una Virgen de la Anunciación" (57) –y añado– porque "ambas participan de la idea metafísica de belleza" (Perniola 57). La reflexión de Val se completa al decir que la influencia neoplatónica, que es fundamento del desnudo histórico, guarda una íntima relación con el significado griego atribuido a la claridad de la vista y la verdad. Es conocida la concepción metafísica de la verdad como un desvelamiento o descubrimiento, pero hace falta señalar que es "sobre tales premisas metafísicas [que] se asienta la representación del desnudo" de carácter típicamente renacentista (ibíd.). Lo que Perniola llama "metafísica de la desnuda verdad", este modelo iconoclasta, ensalza la búsqueda de una verdad más esencial, la identidad metafísica con algo más puro y originario, y se impone entonces como modelo de experiencia erótica (cf. id. 246-249). Con lo anterior se hace oportuno el pensamiento de Ficino –citado por Val–, según el cual "el deseo es lo que induce al hombre a integrarse en ese orden universal y así unirse a Dios" (55).

El acto de desnudamiento no sólo pone de presente una concepción del conocimiento, sino que también expresa un ideal de belleza y un programa moral: "La Venus del Renacimiento [...] no es sólo una diosa del placer, sino que abarca la humanitas, que a su vez engloba el amor, [...] la liberalidad y magnificencia" (56). Importa observar en esto que el canon de belleza humana ponía al lado de "las formas blandas y carnosas de la Venus", la morfología "firme y musculosa" de un Hércules.1 Olvida nuestra autora que ese humanismo, originado –según ella– en la humanitas, erige lo masculino como prototipo de la forma humana, semántica pero también corporalmente. El cuerpo masculino, incluso a través del universo conceptual que fue paradigma médico y anatómico durante el Renacimiento (en el discurso de la homología anatómica), contemplaba a lo femenino como rezago o inversión de la masculinidad, "ser humano era ser plenamente hombre".2 Esas ninfas de los decimonónicos desnudos académicos comunican sí una "concepción vital" y un conjunto de "valores humanos supremos", como acierta a decir Val, pero este orden social legitimaba también la dominación masculina a través de códigos culturales arraigados en el lenguaje y en los cuerpos. La "armonía plástica" y el "deleite visual" que ofrece la Venus no deben distraer de las implicaciones políticas y morales, ciertamente menos ingenuas que la mera "reafirmación de los valores humanos de racionalidad y libertad".

La segunda pintura objeto de análisis corresponde a Tiziano y su "Venus de Urbino". En esta –según Val– "se excluye cualquier interpretación neoplatónica" y se descubre el "sentimiento moral y erótico de la pintura" (57). En efecto, si aceptamos la tesis de Perniola que define lo erótico como el tránsito entre las partes cubiertas por ropa y aquellas que quedan al desnudo (cf. 237), este cuadro es triunfo de un erotismo fundado en la promesa de desnudamiento. El movimiento de poner al desnudo es allí interrumpido por la mano de la propia Venus cubriéndose el sexo, cuidando así de mantener la tensión erótica que amenaza con disolverse más allá del acto de encubrimiento. Este modelo de experiencia erótica hace suya la fórmula iconoclasta, pero le traza un límite a aquella fusión total, unidad o completo desvelamiento, y consigue hacer de la promesa y la prórroga la fuente del deseo masculino.

Por otro lado, no comparto la opinión de la autora al asegurar que estas imágenes "repercutieron tanto en las mujeres como en los hombres"; en las mujeres, al decirle: "esto es lo que tú eres", y en los hombres: "esto es lo que ella es". Observo, como Zerner, que "el cuerpo representado no es nunca el cuerpo real"; aquella figura de Venus aún debía a la ficción su más importante influencia. La fina curva del vientre, las disimuladas caderas y el vello imperceptible correspondían a la norma que se inició en los países nórdicos sobre el desnudo femenino (Perniola 246). Ello habla menos de "lo que era" la mujer y más del deseo, así como del cuerpo femenino tal y como era supuesto por el hombre. Incluso, por lo que respecta a la difusión de las obras, cabe desmentir una simetría entre el público femenino y el público masculino. Es sabido que en el discurso dedicado a los efectos y los límites de lo observable durante la época, la violencia de la censura privilegiaba a la vista femenina (cf. Corbin 165, 195). Los museos anatómicos, tanto como los salones de arte, quedaron prohibidos por largo tiempo a las espectadoras, y fueron más bien "santuarios" de elaboración y exhibición del deseo de los hombres (ibíd.).

La última pintura en ser analizada es la "Venus del espejo". Con este cuadro, y en general con toda su obra –dice Val–, Velázquez "manifiesta una 'actitud moderna', trata de romper con la tradición". Es verdad que los moldes pictóricos del Renacimiento y la "pretensión del idealismo", presentes en el desnudo académico, sufren aquí una importante transformación. "El pensamiento mágico-mítico comienza a declinar" –dice Val–, conmoviendo no sólo el régimen del conocimiento en las ciencias, sino también en las artes y el estudio de lo humano (61). La plástica empieza a dejar atrás lo alegórico, para recibir una diáfana "correspondencia entre los signos y las cosas" (63). Ciertamente, Velázquez es heredero del dibujo anatómico que, en el siglo XVI, tanto ocupó a los artistas. Su obra exhibe un tipo de desnudez desublimada; la carga erótica de esta Venus pertenece más a la disponibilidad de la mujer que a la inaccesibilidad de la diosa. Puede ello explicar las denuncias que amenazaban este nuevo ritual de representación, y que recomendaban –dice Val– "la lectura de Ovidio y el teatro de los dioses, sólo para que se pudieran comprender mejor los cuadros de los palacios" (63).

A la zaga de este tipo de representación quedó también el erotismo de la metafísica y el desnudamiento. La erótica que trae a muestra el pintor español es un movimiento de revestimiento –paradigma del Barroco y la Contrarreforma, según Perniola–, un tránsito desde las vestimentas hasta el cuerpo a través del drapeado, en el que finalmente parece disolverse la piel (cf. 258). La pulsión iconoclasta queda así suspendida. La (re)vestimenta del cuerpo no es ya la aspiración de reunión teofánica, puesto que "se libera de la subordinación con relación al mito" (ibíd.) y devuelve a los cuerpos la espacialidad de la carne y los huesos.

Es claro que los cambios en el orden del saber permitieron una escalada naturalista que, en reemplazo de los ideales icónicos en la pintura, adoptó un nuevo modelo de desnudo. Velázquez "renunció a la pretensión del idealismo, tratando de captar de la naturaleza sólo lo necesario" (61). Este régimen escópico en ascenso esperará, no obstante, las revoluciones técnicas del siglo XIX para franquear los límites de lo observable y explotar el acercamiento de la mirada en el encuadre fotográfico.

A modo de conclusión, opino, como Val, que estas obras –dignas representantes del régimen visual que instituyó el humanismo–, codificaron alrededor del cuerpo de la mujer el ideal femenino y la noción de naturaleza (en el extremo opuesto, la idea de cultura y el cuerpo masculino, vestido las más de las veces). Añado que este proceso de naturalización iniciado –según ella– en el Renacimiento, destinó a la mirada un espectáculo ideal de la desnudez femenina, y otorgó al hombre el lugar del observador. La repetida postura muda de la ninfa o la diosa es el reflejo de la mirada masculina –siempre externa y conjetural– sobre el cuerpo de la mujer.

Con todo, estimo que la reflexión sobre el tema consigue mostrar cómo la representación ideal del otro sexo comprometió la construcción social de la feminidad en Occidente; pero aún más, cómo clasificó y fabricó arquitecturas corporales, cómo normalizó ciertos tipos de experiencia erótica.


1 Cf. Delveau, A. Dictionnaire érotique moderne. Paris: Union Générale d'Editions, 1997. Citado en Corbin (2005).

2 Cf. Laqueur, Th. "Amor veneris. Vel dulcedo appeletur". Feher, M., Naddaff, R. & Tazi, N. (eds.), Fragmentos para una historia del cuerpo humano, Vol. III. Madrid: Taurus, 1992. 90-131.


Bibliografía

Corbin, A. "El encuentro de los cuerpos". Corbin, A. (ed.), Historia del cuerpo, Vol. II: De la Revolución Francesa a la Gran Guerra. Madrid: Santillana, 2005. 140-201.         [ Links ] 

Perniola, M. "Entre vestido y desnudo". Feher, M., Naddaff, R. & Tazi, N. (eds.), Fragmentos para una historia del cuerpo humano. Vol. I. Madrid: Taurus, 1992. pp. 237-265.         [ Links ]

Zerner, H. "La mirada de los artistas" En: Historia del cuerpo. Vol. II: De la Revolución Francesa a la Gran Guerra. Alain Corbin (ed.). Madrid: Santillana. 2005. pp. 87-116.         [ Links ]


ADRIANA MICHELLE PÁEZ GIL
Universidad Nacional de Colombia
admpaezgi@unal.edu.co