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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.63 no.154 Bogotá Jan./Apr. 2014

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n154.30475 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n154.30475

PARADOJAS DEL PROGRESO EN LA ALDEA GLOBAL

PARADOXES OF PROGRESS IN THE GLOBAL VILLAGE

PARADOXOS DO PROGRESSO NA ALDEIA GLOBAL

LEONARDO ORDÓNEZ DÍAZ
Universidad de Montreal - Canadá
leonardo.ordonez.diaz@umontreal.ca

Artículo recibido: 19 de junio del 2012; aceptado: 13 de enero del 2013.


Resumen

La idea de progreso es una de las nociones más influyentes, pero también más polémicas, del mundo moderno. Ello se debe en buena medida al carácter ideológico que subyace a su empleo en diferentes contextos. En este artículo se examinan cuatro paradojas que ha generado la aplicación de la idea de progreso, cuyos efectos negativos se hacen sentir cada vez con más fuerza hoy en día. Se muestra también cómo esta idea, pese al creciente descrédito que la rodea, continúa ejerciendo una poderosa influencia en la vida contemporánea.

Palabras clave: progreso, ideología.


Abstract

The idea of progress is one of the most influential and at the same time most controversial notions in the modern world. To a great extent, this is due to the ideological nature underlying its use in different contexts. The article examines four paradoxes generated by the application of the idea of progress, whose negative effects are increasingly felt today, and shows how that idea continues to have a powerful influence on contemporary life, despite the fact that it has been somewhat discredited.

Keywords: progress, ideology.


Resumo

A ideia de progresso é uma das noções mais influentes, mas também mais polêmicas, do mundo moderno. Isso se deve, em boa parte, ao caráter ideológico que subjaz a seu emprego em diferentes contextos. Neste artigo, examinam-se quatro paradoxos que vêm gerando a aplicação da ideia de progresso, cujos efeitos negativos se fazem sentir cada vez com mais força hoje em dia. Mostra-se como essa ideia, embora o crescente descrédito que a rodeie, continua exercendo uma poderosa influência na vida contemporânea.

Palavras-chave: progresso, ideologia.


Una idea polémica

La idea de progreso es una de las más influyentes de los últimos dos siglos. Si bien tiene antecedentes en la Antigüedad y el Renacimiento, la idea solo adquirió fuerza en el siglo XIX, después de la Revolución francesa y la Revolución Industrial. A tono con la oleada de optimismo que se vivió en esa época, la idea de progreso sirvió para caracterizar la historia como un proceso de mejoramiento gradual de las condiciones de vida de la humanidad (cf. Angenot 27-80; Manuel & Manuel 492-511 y 519-531). El veloz desarrollo de la ciencia, desencadenado a partir de los descubrimientos de Copérnico y Galileo, así como el auge de la técnica desde el Renacimiento, suscitaron grandes esperanzas en torno a las posibilidades de perfeccionamiento del conocimiento, la tecnología y la sociedad. El pasado de la humanidad comenzó a ser visto como el lento preámbulo de una modernidad que, siempre cambiante y con la mirada fija en el futuro, tenía plena confianza en su capacidad para generar una calidad de vida impensable hasta entonces (cf. Taguieff 2004 174-223). Aunque en sus inicios la idea de progreso se aplicó a la historia de la humanidad, pronto empezó a aplicarse también a campos específicos de la actividad humana; esto permitió plantear preguntas acerca del progreso en las ciencias, en las artes y letras, en las costumbres, en la política, e incluso, más recientemente, en la evolución de las especies.

No obstante, diversos autores han mostrado cómo, desde que comenzó su auge, la idea de progreso enfrentó una fuerte oposición, encabezada primero por pensadores reaccionarios adeptos a la teoría de la degeneración (en el marco del debate entre los antiguos y los modernos) y luego por filósofos conservadores a favor del Ancien Régime (por ejemplo, De Maistre y Bonald, entre otros (cf. Le Goff 1988 66-90; Bury 78-97 y 260-265). Pero fueron, sobre todo, los efectos concretos de la aplicación de la idea de progreso a lo largo del siglo XX los que sembraron mayores dudas sobre la fe en la idea de progreso. Las dos guerras mundiales, los reiterados genocidios en diversas regiones del mundo y los daños ambientales ocasionados por la expansión del estilo de vida occidental han hecho vacilar la confianza en la capacidad de la razón para conducir a los seres humanos por el camino de un avance seguro. En la controversia en torno al progreso, esta cuestión ha tenido abogados más o menos entusiastas y también formidables detractores, de modo que la polarización de las posturas perdura hasta hoy.

Ya las primeras formulaciones de la idea de progreso, obra de pensadores de la Ilustración francesa, como Turgot y Condorcet, no solo loaban con ardor los beneficios que el progreso de la ciencia y la técnica le reporta a la humanidad, sino que defendían la idea según la cual el futuro sería necesariamente mejor que el presente, en virtud de un proceso de racionalización inscrito en el curso mismo de la historia humana.

Vamos a encontrar, en la experiencia del pasado -escribe Condorcet- en la observación de los progresos que las ciencias, que la civilización han hecho hasta hoy, en el análisis de la marcha del espíritu humano y del desarrollo de sus facultades, los motivos más poderosos para creer que la naturaleza no ha puesto ningún término a nuestras esperanzas. (205)1

Incluso Kant -un autor muy poco inclinado al optimismo entusiasta- se sitúa en una postura afín, al proponer que el telos de la historia es el desarrollo pleno de la razón humana más allá de la animalidad, hasta lograr la constitución de una ciudadanía mundial. No en vano Kant creyó poder predecir "el progreso de la humanidad hacia lo mejor" con base en los "signos precursores" de la época (cf. 104-105). Esta línea de pensamiento encontraría luego distintas vías de desenvolvimiento en las obras de pensadores como Saint-Simon, Comte, Hegel y Marx, dándole alas a lo que se conoce como la "religión del progreso" (cf. Taguieff 2000 239-263; Monteil 1995), ese culto secular de la modernidad para el cual la confianza en el avance triunfal hacia un futuro radiante tiene la certeza de un artículo de fe.

Sin embargo, esta creencia en el carácter inevitable y a la vez deseable del progreso fue objeto de agudas críticas por parte de autores que, como Nietzsche y Heidegger, consideraron que la civilización moderna, lejos de promover el florecimiento de las potencialidades humanas, se orientaba más bien hacia una nivelación de la vida en la que se impondrían la moral del rebaño y la cultura de la vulgaridad. Nietzsche escribe, por ejemplo:

El Occidente entero ha perdido esos instintos de los que nacen las instituciones, de los que nace un porvenir: ya no acepta nada que vaya en contravía de su "espíritu moderno". Se vive al día, se vive muy rápido, se vive de manera muy irresponsable: es precisamente esto lo que llama "libertad". (135)

A su turno, autores como Benjamin, Horkheimer y Adorno denunciaron el proceso por el cual el optimismo ilustrado degenera en una nueva mitología; la fe en el progreso, en una credulidad ciega, y el dominio de la naturaleza, en administración total de la vida. Bajo el impacto de las experiencias históricas traumáticas vividas en Europa en la primera mitad del siglo XX, estos pensadores constataban que la razón humana, lejos de servir como herramienta para la emancipación, se convertía en productora de nuevas y terribles servidumbres. En palabras de Horkheimer, "el avance de la ilustración tiende en cierto punto a recaer en la superstición y la paranoia" (21). Esta postura se acompañaba de una crítica radical al carácter instrumental del desarrollo de la ciencia y la tecnología.

A la manera de un péndulo que se desplaza de un extremo al otro sin encontrar un punto de equilibrio, la idea de progreso generó así las posiciones más antagónicas. Como apunta Valéry, "al ídolo del Progreso le respondió el ídolo de la maldición del Progreso; con lo que tenemos ya dos lugares comunes" (140). Ahora bien, la experiencia indica que las posturas extremas rara vez son las más sólidas. Las concepciones del desarrollo histórico que pueden ser de ayuda, a la altura de los tiempos que corren, probablemente se sitúan en una zona intermedia. De ahí el interés de hacer un nuevo reconocimiento del terreno, asumiendo los riesgos inherentes al intento de transitar en medio del fuego cruzado de las posturas radicales. En efecto, la idea de progreso continúa jugando un papel clave en muchos procesos asociados a la expansión del capitalismo. Inmensos territorios en las cuatro esquinas del Globo son explorados y explotados en su nombre; recursos formidables son utilizados y, a veces, agotados para alimentar su marcha; la diversidad cultural y la biodiversidad del planeta son sometidas a presiones inmensas a medida que se acelera el avance hacia el futuro prometido. Todo esto no impide que millones de hombres y de mujeres alrededor del planeta se beneficien (nos beneficiemos) de todo tipo de adelantos sociales, científicos y técnicos debidos al propio desarrollo de la cultura occidental progresista. En una época todavía no muy lejana, entonar las alabanzas del progreso fue un quehacer habitual, pero mucha agua ha corrido bajo los puentes y ahora las cosas han cambiado; hoy por hoy, criticar el progreso se ha vuelto un lugar común argumentativo. Hacer un balance imparcial de sus logros y de sus fracasos es, por el contrario, una tarea ardua y apremiante.

Pero, ¿cómo orientarse en un terreno tan resbaladizo? ¿Cómo evaluar las marcas que la idea de progreso ha dejado en el paisaje de la modernidad? Más importante aún, ¿cómo distinguir lo que sigue vigente y lo que ya ha caducado de la idea de progreso en los comienzos del siglo XXI, cuyo horizonte aparece cargado de oscuros nubarrones y cuyo sendero está poblado de incertidumbres más que de certezas? La complejidad de esta problemática es enorme, de modo que en las páginas siguientes apenas bosquejaremos un campo de reflexión, cuyo desarrollo detallado requeriría un volumen entero. Nuestros objetivos son tomarle el pulso a la idea de progreso para evaluar su grado de vigencia en el seno de la aldea global y, más específicamente, evaluar los resultados concretos de su aplicación en diferentes facetas de la vida contemporánea.

Las cuatro paradojas

En concordancia con la vertiente más optimista del pensamiento ilustrado, todavía hoy cuando hablamos de progreso suponemos de entrada que la palabra designa a) el desarrollo incesante de la ciencia y la tecnología y, como corolario de ello: b) el mejoramiento de las condiciones de vida de las personas; suponemos también que este proceso c) tiene lugar en el marco de un tiempo lineal irreversible, de modo que d) la época presente fue precedida de un pasado peor y está enfocada hacia un futuro mejor. Nuestra idea de progreso supone, por lo tanto, la articulación estrecha de cuatro elementos heterogéneos: el desarrollo científico-tecnológico, el incremento de la calidad de vida, la concepción lineal del tiempo y la orientación hacia el futuro.

La influencia de esta idea ha sido tan fuerte en los dos últimos siglos que su alcance parece universal. Además, a nivel etimológico, el término latino progressus designa la acción de "ir hacia adelante", lo que parece corresponder a un rasgo propio de todos los seres humanos. ¿Acaso, desde que estamos vivos, no marchamos hacia adelante, con el pasado a cuestas? ¿Existe acaso, aparte del futuro, otra dirección en la cual avanzar? No obstante, distintas culturas tienen distintas ideas de progreso, y así lo muestran la antropología comparada y la historia. En muchas culturas, "ir hacia adelante" no significa avanzar "hacia una vida más cómoda" sino "hacia una vida más sabia". En algunas culturas, es el pasado el que se sitúa adelante, mientras que el futuro se sitúa detrás (cf. Godenzzi 154-155). De hecho, muchas culturas no conocen la idea de progreso ni otra similar. Puesto que la idea europea de progreso supone un tiempo lineal, no parece razonable esperar que esta idea surja en culturas cuya concepción del tiempo es cíclica y en las que, por tanto, "ir hacia adelante" significa reactualizar un pasado inmemorial. La idea europea de progreso privilegia, además, el desarrollo de la ciencia y la técnica,2 mientras que otras culturas privilegian más bien la filosofía, las artes, la religión u otras facetas de la creatividad humana. Solo en la cultura europea moderna la idea de progreso técnico ha tenido ese alcance normativo, en virtud del cual la búsqueda del progreso se convirtió en un fin indiscutible y una meta obligada que aún hoy provoca los esfuerzos de tantas personas y figura en el programa de gobierno de diversos movimientos políticos. En la cultura europea de los siglos previos al Renacimiento, la noción de progreso a la que ahora estamos acostumbrados no existía, aunque la concepción cristiana del tiempo como una línea que va del pasado hacia el futuro constituye un antecedente crucial (cf. Le Goff 1984 16-20). Al hacer un balance de la idea de progreso, conviene tener presentes los límites histórico-geográficos del concepto, así como el trasfondo cultural de su evolución en los tiempos modernos.

Hechas estas aclaraciones, el camino queda allanado para presentar las que, en nuestra opinión, constituyen las cuatro paradojas de la idea occidental moderna de progreso, que el advenimiento de la aldea global pone de relieve con particular claridad:

Primera paradoja: uno de los supuestos centrales del proyecto ilustrado era que el progreso de las luces de la razón y el avance de la ciencia eliminarían paulatinamente la ignorancia y le permitirían a los individuos tomar las riendas de su propio destino. Sin embargo, con el paso del tiempo, descubrimos que cuanto más sofisticadas son las herramientas científicas y técnicas, menos saben sus usuarios cómo funcionan ni qué efectos de mediano y largo plazo generan en la vida social y personal, lo que reduce sustancialmente los márgenes de autonomía posibles. En vena un tanto provocadora, vamos a bautizar esta paradoja el progreso de la ignorancia.

Segunda paradoja: otro supuesto clave de la Ilustración era que la difusión del conocimiento y el desarrollo de la tecnología harían la vida humana más fácil, limpia y cómoda. Sin embargo, con el tiempo descubrimos que a medida que la ciencia y la técnica ayudan a mejorar la calidad de vida de las personas, los problemas ecológicos y ambientales se agudizan, lo que a la postre amenaza con volver la vida más ardua y menos sana. En la misma vena, vamos a denominar esta paradoja el progreso del deterioro ambiental.

Tercera paradoja: el proyecto ilustrado suponía además que el incremento de poder asociado al desarrollo tecnológico liberaría poco a poco a la humanidad de sus preocupaciones mundanas más acuciantes. Sin embargo, aunque las nuevas tecnologías traen consigo nuevos poderes, a la vez generan nuevos problemas y preocupaciones, difíciles o imposibles de prever. Vamos a denominar a esta paradoja el progreso de la incertidumbre.

Cuarta paradoja: por último, aunque la Ilustración apuntaba a modelar un futuro liberado de las ataduras de la tradición y del lastre de los prejuicios heredados del pasado, lo que en realidad sucede es que la marcha progresista hacia el futuro se instala en una especie de presente perpetuo, convertida en pura repetición mecánica y abocada a un estado de crisis permanente. Así, justo cuando más hace falta una visión conocedora del pasado y orientada hacia el porvenir, más la acción humana se ancla en el presente, mientras las viejas promesas utópicas se vacían de sentido. Vamos a denominar esta última paradoja la huida hacia el presente.

En cierto modo, estas paradojas están prefiguradas en los elementos constitutivos de la idea europea moderna de progreso. La primera paradoja es una derivación del postulado según el cual el motor principal del progreso radica en el desarrollo incesante de la ciencia y de la técnica. La segunda paradoja es una impugnación de la idea de incremento de la calidad de vida. La tercera paradoja es un corolario de la pérdida de seguridad inherente a la noción de un tiempo lineal irreversible. La cuarta paradoja acentúa la desvalorización del pasado implícita en la idea de progreso, al tiempo que desplaza el centro de gravedad del movimiento histórico del futuro hacia el presente. En el examen que haremos ahora de estas paradojas veremos cómo ellas nutren el creciente malestar global que acompaña la actual transición hacia la posmodernidad.

El progreso de la ignorancia

Una de las principales líneas de fuerza de la modernidad ha sido su orientación firme hacia el incremento del conocimiento. Como resultado, el volumen de los saberes acumulados hoy en día es enorme y el edificio del conocimiento es más complejo que nunca. Al mismo tiempo, la mayor parte de las personas no sabe a ciencia cierta en qué consiste ese conocimiento ni en qué forma exactamente se aplica para transformar el mundo. Surge así un tipo de ignorancia que, como han advertido diversos autores (cf. Ungar 298-300; Brey, Innerarity & Mayos), aumenta a medida que se incrementa la producción de conocimiento nuevo. ¿Cómo es que hemos llegado a esta singular situación?

A lo largo de los tiempos modernos, el desarrollo de las ciencias ha estado acompañado de la creciente división del trabajo intelectual, es decir, de una ramificación cada vez más compleja de las áreas del saber humano y de una paulatina especialización de los conocimientos necesarios para formar parte de una comunidad científica. Es indudable que buena parte de los logros contemporáneos de la ciencia no habrían sido posibles sin esta evolución. Sin embargo, es patente también que el conocimiento científico poco a poco se ha convertido en una cuestión esotérica, a la cual la mayoría de las personas no tiene acceso. Por supuesto, los textos científicos están en los estantes de las bibliotecas, al alcance de todos, y los resultados de las investigaciones de punta se publican de modo que quien lo desee pueda leerlos. Lo que no está al alcance de todos es el conocimiento especializado y el lenguaje disciplinar propio de este tipo de textos. Toda una vida humana dedicada al estudio no alcanzaría hoy en día sino para familiarizarse con una porción diminuta del saber total disponible. Nadie, ni siquiera un genio, puede ahora estar al tanto de las investigaciones de punta de varias disciplinas a la vez. Esto contrasta con la situación hace algunos siglos, cuando un Da Vinci o un Goethe aún podían dominar el conjunto de saberes disponibles en su época y cuando "un hombre culto podía aún entender todos los instrumentos que utilizaba" (Kundera 12). La especialización típica de la ciencia contemporánea tiene como efecto una separación creciente entre la esfera de la producción de conocimiento y la esfera de la vida cotidiana de las personas.

Es curioso notar cómo una de las promesas centrales del proyecto moderno (el incremento del saber humano) se anula en el momento mismo en que se cumple -y cuanto más se cumple, más se anula-. Claro, hay matices que atenúan la radicalidad de esta formulación. No cabe duda de que la ciencia avanzada sigue siendo operativa gracias a la existencia de los laboratorios de investigación, los grupos de expertos y demás instituciones específicamente diseñadas para hacer posible el progreso del conocimiento y su aplicación en diferentes áreas. Tampoco se puede negar que los desarrollos tecnológicos asociados a esta evolución llegan al alcance de muchas personas y potencialmente podrían beneficiar incluso a la humanidad entera. No obstante, en la mayoría de los casos, las personas terminan utilizando artefactos cuyo funcionamiento desconocen, cuyos principios les resultan oscuros y cuyos efectos biológicos y culturales a menudo les resultan inimaginables. Es así como esta nueva forma de ignorancia progresa al mismo tiempo (y casi al mismo ritmo) en que progresa el conocimiento. Los filósofos del Siglo de las Luces habían creído que el desarrollo del conocimiento implicaba automáticamente que la ignorancia sería cosa del pasado. Ahora vemos que tal creencia puede ser ilusoria, y que los esfuerzos de la educación y la divulgación científica no bastan para contrarrestar el progreso de la ignorancia.

Esto, desde luego, no invalida la importancia del saber científico. Gracias a las ciencias, la humanidad, considerada colectivamente, dispone hoy de un acervo de conocimientos mayor que en cualquier otra época. Si, como pensaba Francis Bacon, saber es poder, entonces la civilización occidental es muy poderosa. El problema es que los ciudadanos, considerados individualmente, saben cada vez menos de la complejidad de la realidad que los rodea, con base en la cual se construyen múltiples aspectos de sus vidas diarias. Esta ignorancia es una de las raíces secretas de muchos de los problemas que afrontamos en la actualidad, particularmente del deterioro de las instituciones democráticas.3 En este sentido, la poderosa civilización occidental es, al mismo tiempo, débil. Si bien es imposible que las personas sepan todo acerca de cada aspecto de su entorno, es razonable esperar que conozcan los principios de los saberes y artefactos que marcan su existencia. Pero esto solo sucede raras veces. La primera paradoja se puede reformular en los siguientes términos: el conocimiento y la ignorancia no solo son compatibles, sino incluso directamente proporcionales. Para combatir las nuevas formas de ignorancia, que pueden incluso llegar a ser muy sofisticadas, el progreso científico y el desarrollo del conocimiento por sí mismos no bastan.

Esta situación no es nueva, y corresponde a un desarrollo de lo que hace casi un siglo Ortega y Gasset, en términos un tanto exagerados, llamó la "barbarie del especialismo" (cf. 179-187). Y no es solo el ciudadano común quien se ve afectado por ello. Los propios científicos, confinados dentro de los límites de la especialidad a la cual han dedicado sus vidas, permanecen con frecuencia ajenos a lo que sucede en otras disciplinas o incluso en la vida política y cultural de su época. Esto hace más difícil la construcción de una visión de conjunto del mundo en que vivimos. Su complejidad, aunque sea el fruto de nuestro propio trabajo, amenaza con desbordarnos. El incremento exponencial del conocimiento humano, al favorecer una creciente especialización del saber, acentúa el distanciamiento entre las élites de expertos y la ciudadanía. Decisiones claves de la esfera pública quedan en manos de grupos de expertos, que cuentan con la fuerza que les da su adscripción a una disciplina, pero que adolecen también de las cegueras propias de su formación disciplinar. Entre tanto -y esta es quizá la faceta más inquietante del asunto-, en la vida cotidiana de la ciudadanía a menudo coexisten solidariamente el consumo pasivo de tecnología avanzada y la credulidad frente a formas modernizadas de superstición (horóscopos, esoterismo, cienciología, etc.). Vemos así cómo, a despecho de las esperanzas progresistas, el aumento del saber no se traduce necesariamente en un aumento de la autonomía de las personas.

¿Acaso la salida de este laberinto está en el terreno de la educación media y superior? Tal vez, pero la educación actual suele reproducir la estructura del aparato científico-tecnológico, lo que en la práctica significa que se apoya en estructuras disciplinares. Y así como esto entorpece las sinergias entre investigadores de disciplinas distintas, entorpece también la adopción de un punto de vista culturalmente amplio a la hora de diseñar los planes de estudios. La sociedad de la información requiere ciudadanos con un criterio bien formado; el problema es que, sin una visión panorámica que trascienda la segmentación disciplinar, resulta muy difícil comprender y articular los saberes relevantes para un buen ejercicio de la ciudadanía en la aldea global. El conocimiento, por muy profundo, exacto o avanzado que sea, pierde buena parte de su valor si permanece encriptado en el seno de un lenguaje técnico inaccesible para la mayoría, si no enriquece los debates democráticos, si no le aporta elementos de juicio a la comunidad. Como puede notarse, esta perspectiva le asigna una posición clave a los efectos sociales del conocimiento. Si dicho enfoque es pertinente, la lucha contra la ignorancia en realidad no depende tanto del desarrollo de conocimiento nuevo ni del fortalecimiento de las estructuras educativas vigentes, sino de una revisión profunda de lo que implica conocer y aplicar el conocimiento a la solución de problemas concretos de las personas. Si bien la producción y la transmisión de conocimiento (entendido instrumentalmente como cuantía de información especializada) son muy importantes y seguirán siéndolo en el futuro, el ingrediente crucial que hace falta promover es el desarrollo de criterio (entendido como la capacidad para entender, contextualizar y aplicar con acierto los datos y la información disponibles). Al fin y al cabo, no es solo el conocimiento el que nos hace menos ignorantes, sino también (y ante todo) nuestra capacidad de aplicarlo con responsabilidad y buen sentido para el logro de fines comunes legítimamente consensuados.

El progreso del deterioro ambiental

Desde la época de la Revolución Industrial, el desarrollo tecnológico no ha cesado de incrementar el poder de las sociedades humanas para modificar la naturaleza en aras de su propio beneficio. Al mismo tiempo, el impacto de la civilización sobre los entornos ambientales no ha cesado de agudizarse. Las consecuencias de este doble proceso están a la orden del día: explosión demográfica, agotamiento de recursos, contaminación del aire, los mares y los ríos, aumento de la polución nuclear, deterioro generalizado de los ecosistemas a escala global, cambio climático... Agazzi plantea el alcance de esta paradoja en los siguientes términos: "[...] el crecimiento vertiginoso de los conocimientos científicos y de sus aplicaciones técnicas nos confronta a situaciones tan peligrosas que la supervivencia misma de la humanidad se ve amenazada" (2000 17). Es preciso reconocer que la segunda paradoja ilustra con mucha eficacia la naturaleza ambivalente del progreso promovido por la civilización occidental. Los desarrollos de la medicina permiten salvar miles de vidas y prolongar otras tantas, pero la sobrepoblación del planeta y el crecimiento tentacular de las áreas urbanas ejercen una presión exagerada sobre los recursos disponibles. Los avances de la industria permiten producir más mercancías que nunca y los nuevos medios de transporte hacen que millones de personas alrededor del mundo tengan acceso a una variedad de productos sin paralelo en la historia, pero nunca hubo una civilización que produjera tantas basuras ni que contaminara el planeta de forma tan masiva como la nuestra. Ahora podemos viajar fácilmente a cualquier región del mundo, conocer lugares exóticos y entablar relaciones con personas de otras culturas, pero los gases, que emanan de nuestros aviones, barcos y autos, generan un efecto de invernadero que calienta el planeta y hace subir el nivel de los océanos. Los peligros ambientales no son el único, pero sí quizás el principal peligro en el mediano plazo, ya que, "a fuerza de dominarla, nos hemos vuelto tanto y tan poco dueños de la Tierra, que ella amenaza a su turno con dominarnos de nuevo" (Serres 61). Mientras los líderes mundiales no logran ponerse de acuerdo en una reglamentación común para fijar límites precisos a la emisión de gases de efecto invernadero, el aumento global de la temperatura sigue su curso lenta y silenciosamente, acercándose poco a poco a ese "punto de no retorno" en el que las decisiones humanas serán insuficientes para revertir el proceso (cf. Lovelock 51-52).

El incremento del poder de la ciencia y la tecnología genera, de hecho, una inercia a la cual es difícil sustraerse en el momento en que las circunstancias exigen un cambio. Las tecnologías basadas en los combustibles fósiles están tan arraigadas en nuestro estilo de vida, que el desarrollo de tecnologías alternativas viables va a ser difícil y pausado ante problemas ambientales que exigen respuestas rápidas. Las comodidades asociadas al uso de automóviles, aviones y barcos no son fáciles de abandonar, y menos aun cuando las amenazas de las que hablan los climatólogos no parecen inminentes. Esta inercia no obedece a una lógica exclusiva del desarrollo científico. Se trata, por el contrario, de una inercia propia de los sistemas sociales, que arrastra consigo los procesos de producción de conocimiento y de innovación tecnológica. Es por eso que la inversión en ciencia y tecnología se orienta, con tanta frecuencia, en función de intereses económicos particulares, incluso si ello implica que ciertas áreas claves de investigación deberán afrontar una penuria de recursos.

El corazón de esta paradoja radica en el hecho de que, en el mismo momento en que la humanidad tiene a su disposición herramientas científicas y tecnológicas de un alcance que potencialmente le permitiría resolver los problemas ambientales y sociales más urgentes, las instituciones políticas no quieren, no pueden o no saben cómo utilizar estas herramientas para darle una solución efectiva a tales problemas. En virtud de este contraste, mientras la ciencia y la tecnología se hacen más y más poderosas, los problemas ecológicos y sociales se hacen más y más agudos. En la práctica, las dos tendencias están asociadas geográficamente en concordancia con la distinción entre centro y periferia (cf. Wallerstein 11-12, 17-18), pues el poderío científico-tecnológico permanece como un monopolio controlado por las regiones prósperas del mundo, mientras que los problemas ambientales y sociales alcanzan su mayor urgencia en las zonas del mundo más empobrecidas. Este hecho, fácil de constatar, ilustra muy bien la distribución desigual de los beneficios del desarrollo tecnológico y constituye en sí mismo una amarga paradoja. ¿Por qué los países pobres deben llevar la peor parte de los efectos negativos de un progreso del cual se han beneficiado, ante todo, los países ricos?

Desde esta perspectiva, la distinción entre el valor del progreso considerado en sí mismo y el uso de los frutos del progreso cobra relevancia. Los beneficios económicos y sociales que los países ricos disfrutan gracias a su alto nivel de progreso sugieren que este es de excepcional valor. Pero el precio que las otras regiones del mundo -y, más recientemente, los ecosistemas planetarios- pagan por este progreso es demasiado alto. Como sabemos, gran parte de la polución producida en los países ricos se acumula en zonas pobres del planeta a través de la exportación de basuras tecnológicas y otros residuos procedentes de las zonas industrializadas. Podría pensarse entonces que el problema del progreso no radica en su valor intrínseco (el progreso en sí mismo sería bueno), sino en el uso inequitativo que se hace de sus frutos (que son derrochados en su mayor parte por la población de los países más ricos) y en la distribución desigual de los desechos correspondientes. A este respecto, la promesa según la cual la brecha entre países ricos y países pobres va a cerrarse con el paso del tiempo sería consoladora, si no fuera porque diversos síntomas y datos estadísticos indican, por el contrario, un aumento de la brecha que separa a ricos y pobres, incluso al interior de las propias potencias industriales. Pero aun si la brecha se cerrara y los pobres disfrutaran un nivel de vida similar al de los ricos, la segunda paradoja subsistiría, ya que los recursos que ese progreso exige superarían con creces la capacidad del planeta. En el Living Planet Report 2004, la World Wildlife Fund advirtió que el consumo mundial para ese entonces excedía en un 20% la capacidad de renovación de los recursos naturales del planeta. Cálculos anteriores de la huella ecológica per cápita mostraban que si se quisiera asegurar para toda la población del mundo un nivel de vida equivalente al de un ciudadano norteamericano promedio, ello requeriría recursos que exceden ampliamente la capacidad de sustentación de la Tierra bajo las actuales condiciones de producción (cf. Wilson 34-35).

Ante estas advertencias, la pregunta por el valor del progreso queda ligada a la pregunta por sus usos. Si progresar significa ir hacia adelante, forzoso es reconocer que una marcha así está sujeta a las condiciones del camino y a la disponibilidad de recursos para la movilización y el sostenimiento del esfuerzo. Pasar por alto los factores limitantes puede conducir la civilización a resultados inversos de los implícitamente presupuestados en la idea de progreso. El logro de una calidad de vida digna para todos sin duda constituye una meta deseable, pero quizás el medio para alcanzarla no sea la obtención del progreso técnico ni la dominación de la naturaleza a cualquier costo. Una cosa es mostrar, como hizo Norbert Elias (1978), que el proceso de la civilización implica un lento y sostenido refinamiento de las costumbres, pero sujeto siempre a recaídas o a retrocesos parciales, y otra muy diferente, concluir que el progreso técnico es la ley que rige el curso de las sociedades humanas o la norma que debe servir siempre como criterio supremo para la toma de decisiones y para la evaluación de cursos de acción alternativos. Adicionalmente, la posibilidad de servir para el bien o para el mal es inherente a cualquier desarrollo tecnológico:

Entre el veneno y el medicamento, entre un tren de la muerte y un tren de pasajeros, entre un yugo y un collar, entre los aviones civiles y los aviones del 11 de septiembre, entre una silla de masajes y una silla eléctrica, entre Hiroshima y una central nuclear sin duda hay una frontera, pero cuán imprecisa, borrosa, ambigua... (Chabot 52)

Puesto que armas y herramientas son miembros de la misma familia, puesto que cualquier herramienta puede llegar a ser utilizada como un arma y cualquier artefacto puede convertirse en una nueva fuente de contaminación o de daños, el desarrollo tecnológico está siempre marcado por una ambigüedad que no es accesoria o pasajera, sino que constituye un dato fundamental. Lo mismo vale para el desarrollo científico: "Es un hecho empírico que los avances científicos son utilizados por lo menos tanto, si es que no más, para destruir como para construir" (Bertalanffy 52).

En consecuencia, el poderío de la ciencia y de la técnica no constituye en sí mismo una garantía de progreso, pues todavía hace falta ver el uso que se hace de ese poder y los efectos concretos que se derivan de ello. Experiencias recientes (pensemos en la Gran Mancha de Basura del Pacífico Norte, en la crisis de las basuras en Nápoles, en los derrames de petróleo en el Golfo de México y otros lugares, en la polución de ríos y lagos alrededor del mundo, en la atmósfera densa de las grandes metrópolis) muestran con claridad que la ciencia y la tecnología pueden ayudarnos a transformar diversas partes del mundo en zonas sucias o inhóspitas. Pero, desde luego, pueden ayudarnos también a limpiarlas y a preservarlas -como ya lo han hecho a menudo en el pasado-, siempre que nos pongamos de acuerdo para tomar esa decisión y llevarla a la práctica. Al fin y al cabo, la limpieza y el arreglo de los daños ya ocasionados constituyen tareas ineludibles que la civilización tendrá que afrontar muy pronto.

El progreso de la incertidumbre

En la época de apogeo del optimismo progresista, el siglo XIX, los grandes propietarios de fábricas en Inglaterra competían entre sí para ver cuál de sus instalaciones industriales lanzaba mayores cantidades de humo a la atmósfera. Las negras bocanadas que salían de las chimeneas eran consideradas una señal de prosperidad, un indicador de la riqueza de su propietario y de la pujanza de sus actividades productivas. Ninguno de aquellos potentados sospechaba que, al cabo de pocas décadas, los científicos descubrirían el efecto de invernadero, con lo cual las emisiones de gases a la atmósfera cambiarían de signo y dejarían de ser una señal de prosperidad para convertirse en un sinónimo de contaminación y un indicador de irresponsabilidad. Esto significa que, durante casi un siglo, las grandes fábricas que cimentaron la riqueza de Inglaterra y de otros países contaminaron masivamente la atmósfera sin que casi nadie se preocupara por ello y sin que nadie se percatara de las implicaciones a escala planetaria, en medio de la buena fe de los participantes involucrados.

Cuando consideramos estos hechos retrospectivamente, no podemos dejar de experimentar una sensación de piedad por ese ingrediente de ofuscación inherente a la condición humana. No es la primera vez que una empresa a la que muchas personas han consagrado su entusiasmo y sus mejores esfuerzos resulta ser una fuente de dificultades o de resultados adversos. La historia de la tecnología ilustra bien hasta qué punto esta experiencia común constituye una constante en la inserción de artefactos o máquinas innovadoras en el marco de una estructura social. Hoy en día sabemos que la introducción de nuevas tecnologías suele acarrear, además de efectos positivos, secuelas negativas insospechadas (cf. Elias 1995). Nuevas y mejores formas de transporte implican la posibilidad de accidentes más peligrosos, incluso letales. Nuevos materiales más eficientes traen consigo nuevas formas de contaminación. Artefactos o productos de uso masivo resultan tener facetas nocivas imprevistas. Millonarias inversiones en ambiciosos proyectos tecnológicos resultan tener efectos colaterales dañinos para los animales, las plantas, el aire, el agua...

Con la globalización, los efectos perversos no previstos del uso de nuevas tecnologías alcanzan una dimensión mundial (cf. Beck 1996), y la gestión calculada de los riesgos producidos por la propia dinámica innovadora del capitalismo se afianza como parte del funcionamiento normal del sistema, justo cuando los riesgos de un desastre de magnitud continental o planetaria amenazan con escapar a todo cálculo razonable (cf. Beck 1992). Esto siembra la incertidumbre y el miedo en la opinión pública y acentúa la tendencia a hacer de la ciencia y la tecnología chivos expiatorios. Se suponía, desde la época de Bacon y Descartes, que el avance del progreso reduciría los riesgos y los temores de los seres humanos, que la ciencia y la tecnología nos ayudarían a construir un mundo más seguro. Pero he aquí que de pronto aparecen en escena toda una serie de miedos distintos e impensados, hijos legítimos del propio avance del progreso con su cargamento de nuevos saberes, nuevos aparatos, nuevos procesos productivos. ¿Los alimentos genéticamente modificados son buenos para la salud? ¿Es posible revertir el calentamiento del planeta? ¿Podrán los antibióticos ganar su batalla contra las bacterias y los gérmenes? ¿Qué podemos esperar de la clonación? A medida que la ciencia y la técnica progresan, también progresa la incertidumbre, que se hace más y más sofisticada, generando nuevos temores más y más difíciles de desarraigar, nuevos riesgos más y más difíciles de cuantificar. Ante accidentes como los de Chernobyl o Fukushima, surge la tentación de culpar por todo a la ciencia y la técnica. Igual sucede cuando se descubre que cierta sustancia de uso común puede ser cancerígena, o que en la última guerra el ejército triunfador utilizó una nueva arma especialmente destructiva. Pero incluso el agua, fuente de la vida y elemento nutricio por excelencia, puede causar graves males; la luz del sol, símbolo de la verdad para Platón, puede quemarnos o cegarnos si nos exponemos demasiado a la fuerza de sus rayos. Convertir la ciencia y la técnica en chivos expiatorios es un síntoma de la intensidad del miedo que sentimos los seres humanos ante las nuevas incertidumbres, de nuestra dificultad para afrontar creativamente las circunstancias de un presente tan complejo y cambiante.

La concepción medieval cristiana del tiempo como una línea recta que conduce del pasado hacia el futuro había preparado a la civilización europea para afrontar el carácter cambiante e incierto del presente. Los acontecimientos actuales no eran más una mera reedición de un pasado legendario, y el terreno estaba maduro para que los seres humanos ejerciesen su libre albedrío, su capacidad de juicio. No obstante, en aquella visión del mundo subsistía siempre la figura del Dios supremo como principio de referencia estable, indestructible, que servía de guía en caso de duda. Cuando la libertad humana llegaba a su límite, siempre había la opción de atenerse a la voluntad divina, consignada en los textos sagrados, única capaz de procurar la confianza necesaria para seguir adelante. De este modo, aunque el presente se había franqueado un margen de libertad con respecto al pasado, las puertas del futuro continuaban cerradas, como lo atestigua esa grandiosa filosofía de la historia que es La ciudad de Dios de Agustín de Hipona, en la que la línea recta del tiempo desemboca a la postre en el Juicio Final, es decir, en la eternidad. En ese momento, el Dios único dirá la última palabra acerca de lo justo y lo injusto, de lo falso y lo verdadero, poniendo punto final a toda incertidumbre, a toda fuente de duda o de perplejidad.

En la concepción moderna de progreso, este consuelo final ya no es posible. Quizá la faceta más notable de la tercera paradoja es que revela, sin ambages, el hecho de que la incertidumbre constituye de ahora en adelante un elemento inherente de nuestro modo de habitar el mundo. Vivir significa dudar y tener que elegir sin saber de antemano todas las consecuencias que se derivan de nuestra elección. Por eso no podemos aspirar a eliminar de una vez por todas, en una especie de juicio final humanizado y mediante la invención de aparatos más potentes o máquinas más sofisticadas, las fuentes de temor y de incertidumbre que nos acechan. Cada invención trae consigo nuevas respuestas, pero también nuevas preguntas y problemas. Por ende, los adelantos de la ciencia y la técnica nunca serán suficientes para afrontar la incertidumbre: es inútil tratar de hacer de ellos unos sustitutos que colmen el vacío dejado por el Dios cristiano. La incertidumbre, al ser un ingrediente esencial de la condición humana, no puede eliminarse sin eliminar al mismo tiempo a su portador. Pero esto no significa que sea necesario apelar a un nuevo Dios que aporte la certeza. En efecto,

si la crisis de la religión del Progreso no es al fin y al cabo sino un recordatorio de la fragilidad de los asuntos humanos, es entonces a través de la fragilidad, pero esta vez consciente y asumida, que se la puede superar. (Monteil 53-54)

La incertidumbre es algo con lo cual hay que aprender a vivir, una piedra de toque que evita que la vida se vuelva plana y enteramente previsible. Puesto que una vida despojada de incertidumbres no es una vida propiamente humana, la función del progreso técnico no es eliminar la incertidumbre, sino ayudarnos a aprovecharla creativamente y a negociar con ella cada vez que sea necesario tomar una decisión o resolver un problema.

La huida hacia el presente

Quizás el ingrediente intuitivamente más atractivo de la idea moderna de progreso sea su orientación hacia el futuro. La apertura hacia la dimensión del futuro constituye una ampliación extraordinaria de la imaginación humana, una auténtica liberación con respecto a las urgencias del presente y la fuerza de gravedad del pasado cumplido. Hemos dicho que en el marco de la concepción del tiempo lineal heredada de la cosmovisión cristiana, las puertas del futuro estaban cerradas. Con el advenimiento de la modernidad estas puertas se abren poco a poco y la línea del tiempo se estira indefinidamente hacia adelante. Como diría Popper, en la nueva época que surge "el porvenir está abierto" (cf. 1990). Sin embargo, como todas las conquistas humanas, también la apertura hacia el futuro es incierta y podría perderse de nuevo. La cuarta paradoja encuentra aquí el terreno abonado para crecer. Justo cuando los progresos de la ignorancia, del deterioro ambiental y de la incertidumbre exigen una visión atenta a las lecciones del pasado y abierta a los desafíos del futuro, la acción humana se ancla en los límites de un presente cada vez más estrecho. No en vano Taguieff, quien denomina "presentismo" a este fenómeno, se pregunta con inquietud:

El encierro de los consumidores de la aldea planetaria o del bazar global en un presente exclusivo, el de la urgencia, la satisfacción inmediata del deseo y la insaciabilidad permanente [...] ¿este encierro es acaso el destino mundial que se anuncia? (2000 94-95)

La huida hacia el presente se manifiesta de muchas formas. En el marco de las dinámicas capitalistas, se manifiesta en el énfasis creciente por la obtención de resultados a corto plazo y en el auge del crédito de consumo. En el marco de la política, se manifiesta en el incremento de la democracia-espectáculo en detrimento de la democracia deliberativa. En el marco de las ciencias y de la educación, se manifiesta en el desinterés creciente con respecto a la historia. En el marco de los medios de comunicación, se evidencia en la búsqueda compulsiva de noticias de última hora y en la tendencia al predominio mediático de las noticias deportivas y de farándula. En el marco de la vida cotidiana, se manifiesta como una paulatina estetización de la realidad mediante masajes sensoriales continuos (flujos incesantes de música, de imágenes y de otros estímulos placenteros) y por un aumento del uso de analgésicos y drogas de diversa índole (incluyendo en esta categoría las drogas "suaves", como los videojuegos, las redes sociales, etc.). Si bien estos diversos síntomas de presentismo se nutren del progreso técnico, constituyen también su negación, ya que el progreso se basa en una comparación constante del presente con respecto a un pasado que se deja atrás, pero que se mantiene a la vista, y un futuro que aún no llega, pero que se anticipa en la imaginación. En el presente frenético que vivimos hoy "el movimiento como tal, abstraído de su contexto social y sus fines humanos, se vuelve una mera ilusión de movimiento, la mala infinitud (the bad infinity) de la repetición mecánica" (Horkheimer 91).

Este avance del presentismo constituye quizá la mayor amenaza para la civilización actual, debido a que el anclaje en el presente reduce sensiblemente las posibilidades de afrontar las dificultades desde una perspectiva panorámica rica en elementos de juicio. Así, por ejemplo, el excesivo énfasis en la obtención de resultados a corto plazo dificulta el diseño de respuestas integrales para los problemas complejos que enfrenta hoy la aldea global, la mayoría de los cuales requieren respuestas pensadas en el marco del mediano y del largo plazo. El auge de la democracia-espectáculo y el predominio mediático de los deportes y la farándula desplazan el foco de atención de lo esencial hacia lo accesorio y fomentan la pérdida del sentido de las proporciones, facilitando la confusión entre lo que es importante y lo que no lo es. El desinterés por la historia genera una sensación de pérdida de sentido de la acción, ya que las acciones humanas solo cobran pleno significado en el marco de un relato en el cual se apoyan y con respecto al cual se orientan en una u otra dirección. El crecimiento exagerado de la industria del entretenimiento y el aumento del uso de analgésicos, aunados a la pérdida de confianza en la acción política y a la sensación de impotencia que se deriva de ello, dificultan la articulación de acciones colectivas que le hagan frente a las crisis. La huida hacia el presente, a causa de la desvalorización del pasado y la despreocupación por el futuro que su despliegue supone, termina despojando de valor el presente mismo que debía servir como refugio. Como decía Tocqueville: "Cuando el pasado ya no ilumina el porvenir, el espíritu marcha en las tinieblas" (657).

En la tercera paradoja vimos cómo un curso de acción escogido con un objetivo preciso puede alcanzar resultados distintos y aun contrarios a los esperados. La cuarta paradoja no es ajena a dinámicas similares. El desarrollo de las comunicaciones, por ejemplo, ha multiplicado nuestras opciones de acceder a fuentes de información, difundir mensajes y entablar nuevas relaciones, pero no ha mejorado la comunicación en la medida en que no ha garantizado un incremento concomitante en la calidad del contenido de los mensajes. Cualquiera que haya buscado en internet información relevante para una investigación sabe que el 95% de los materiales que flotan en el ciberespacio son sencillamente un fardo que obstaculiza el acceso a las fuentes de calidad. La proliferación de datos irrelevantes y de palabrería trivial a través de los medios de comunicación genera esa extravagante situación en la que un máximo de recursos comunicativos coincide con un mínimo valor del contenido de los mensajes. Se exhorta a todos los individuos a expresarse sin importar si realmente tienen algo que valga la pena expresar. La comunicación se transforma así en un "fin en sí mismo" que termina por anular su propia razón de ser. Como dijo Octavio Paz en la entrevista que le hizo Rita Guibert: "La civilización que ha inventado los instrumentos más perfectos de comunicación es la misma que sufre por falta de comunicación" (220). Esto explica en parte por qué los temas claves para evaluar las posibilidades reales de sostenibilidad de la aldea global en los próximos dos o cinco siglos apenas afloran a los medios y solo han sido objeto de debate serio entre grupos de especialistas, aunque sus consecuencias conciernen a toda la población.

Las implicaciones extremas del presentismo dan lugar a visiones oscuras del futuro que constituyen en cierto modo la reducción al absurdo del proyecto progresista moderno. Por ejemplo, Rodolfo Llinás, refiriéndose a la red mundial y a la creciente homogeneización del pensamiento que ella favorece, se inquieta por el posible advenimiento de una "sociedad sibarita decadente", entregada al disfrute de una constante interacción con realidades virtuales (música, deportes, simulaciones de viajes a sitios exóticos, videos de experiencias extremas, etc.), puestas al alcance de todos por la acción combinada de las herramientas informáticas y los medios masivos. Una conciencia colectiva hedonista como esa precipitaría "la desintegración de la sociedad, ya de por sí debilitada por el clima ominosamente anti-intelectual en el cual vivimos" (Llinás 302). La posibilidad de un desenlace semejante (que, significativamente, tendría lugar en el marco de las sociedades ricas y no en los países de la periferia) constituye una de las aporías terminales de la era moderna. Resultaría irónico que el despliegue de un vasto aparato tecnológico que ha sido posible por el progreso acabara por anular sus beneficios. Esta situación podría concretarse por distintas vías. De un lado está el peligro que afana a Llinás de un hundimiento gradual de la humanidad en estados semivegetativos mediados por la alta tecnología. De otro lado está el peligro de una dislocación de las condiciones que hacen posible el florecimiento de la vida en el planeta, debido a la pérdida del control sobre los arsenales nucleares y otras tecnologías militares, o al deterioro irreversible del entorno ambiental planetario.

Este tipo de anticipaciones sombrías pone en evidencia el rasgo quizá más notable del presentismo y que constituye el núcleo de la cuarta paradoja. Nos referimos a la creciente pérdida de confianza en el futuro. Esto no se refleja solamente en el agotamiento de la imaginación utópica, desencantada e incapaz de proveer nuevas imágenes de un futuro promisorio hacia el cual dirigirse (cf. Manuel & Manuel 801-814). Se refleja además en el estremecimiento de pavor que sacude al pensamiento cuando fija la mirada en el porvenir y trata de representarse con claridad los posibles resultados de las tendencias actualmente en curso. Si el futuro se disipa o se achica, absorbido por el presente, ello se debe en buena medida a que las imágenes que aparecen en nuestras visiones futuristas a menudo nos hacen retroceder espantados. Como señala Sloterdijk, las nuevas generaciones viven en la "civilización del pánico", caracterizada por el aplazamiento diariamente renovado de la catástrofe que cada quien siente aproximarse en silencio pero que nadie sabe dónde golpeará primero (cf. 89-109). Estos presentimientos oscuros, que no encuentran una formulación precisa y que resultan por ello mismo tanto más pavorosos, nutren a su vez la crítica radical del progreso y avivan el fuego de la tecnofobia, con lo que dificultan aún más los esfuerzos por afrontar la situación actual con la serenidad y la inteligencia atenta que ello requiere. Si bien la imaginería apocalíptica puede servir como un revulsivo o una advertencia para salir del sopor y superar la sensación de impotencia, sus efectos más comunes son muy distintos: o bien atiza el temor, reduciendo con ello la capacidad de reacción y la disposición para buscar una respuesta constructiva a largo plazo, o bien se convierte en un dato más, frente a cuya reiteración constante la opinión pública, saturada de información, termina por encogerse de hombros.

Los anuncios del final de la utopía por Marcuse en los años setenta y del fin de la historia por Fukuyama en los noventa constituyen un índice de la evaporación de ese futuro radiante que había sido el horizonte de expectativas de los tiempos modernos. Cierto: la óptica de Marcuse era crítica; la de Fukuyama, conservadora. Empero, ambos extremos del espectro político coincidían en diagnosticar la clausura del tiempo histórico tal como este se concebía desde los albores de la modernidad progresista. Esa clausura y el anclaje en el presente que es su síntoma y su efecto a la vez no significan, sin embargo, que las dimensiones del pasado y el futuro se esfuman sin más, o que una nueva historia comienza de pronto desde cero. Sea que nos guste o no, el pasado sigue gravitando calladamente sobre nuestras acciones y estas, a su vez, siguen fraguando el camino que conduce hacia los días venideros. Por eso anegarse en el presente para evadir las preocupaciones no es una opción sensata. La crisis de la idea de progreso nos enfrenta más bien a la evidencia de que un futuro mejor nunca está garantizado, y que, para bien o para mal, lo que suceda mañana dependerá siempre, al menos en parte, de la calidad de las decisiones que se tomen aquí y ahora, en el momento presente -ese escenario fugaz en el que el pasado y el futuro se dan cita a cada instante, sin lo cual no podríamos orientarnos en nuestro diario quehacer-.

¿Más allá de las ilusiones del progreso?

Las cuatro paradojas que hemos examinado parecen indicar claramente la conveniencia de desechar una idea que, lejos de corresponder a la realidad, la enmascara, exponiéndonos al engaño y a las desilusiones. Pero esto es más fácil de decir que de hacer. La idea de progreso tiene la rara capacidad de sobrevivir a su propio desprestigio, de renovarse a sí misma, pese a las evidencias en su contra. Aunque ha sido objeto de las críticas más feroces, aunque su muerte ha sido decretada ya en varias ocasiones, la idea de progreso continúa vigente, y las viejas promesas de construir un futuro mejor gracias al desarrollo científico y la innovación tecnológica conservan sin duda buena parte de su brillo y su eficacia movilizadora. Esto se debe, por un lado, a los usos ideológicos de la noción de progreso, en los que las secuelas negativas de la industrialización se ocultan tras el velo de sus efectos positivos. Si bien la civilización ahora es más eficiente para resolver ciertos problemas, se olvida que también lo es para crear problemas nuevos. Si bien la capacidad para modificar la naturaleza -incluso los procesos biológicos básicos- es ahora mayor que nunca, se olvida que no es posible prever los efectos de largo plazo derivados de ello y, con frecuencia, se desestiman los riesgos. Las casas que construimos ahora quizás sean más sólidas y confortables, pero no es nada seguro que vivamos en ellas mejor de lo que los antiguos vivían en las suyas. Somos hábiles en el diseño de máquinas cada vez más sofisticadas, pero no es claro si realmente eso nos hace mejores seres humanos. Y mientras tanto, pese al énfasis que hacemos en la validez universal de los derechos humanos, pasamos por alto o minimizamos la importancia de las desigualdades crecientes, las injusticias rampantes de la globalización.

Por otro lado, la capacidad de supervivencia de las promesas progresistas se debe también a que, a lo largo de los tiempos modernos, el sentimiento de optimismo impregnó muchas facetas de la vida y a veces llegó a convertirse en un reflejo. Por eso, los intentos de trazar un camino que deje atrás las ilusiones del progreso suelen adoptar un aire progresista. Fressoz, por ejemplo, muestra cómo la tesis de la sociedad del riesgo, con su énfasis en la toma de conciencia de los peligros de la industrialización, anuncia la entrada en una nueva época histórica guiada por las luces de la reflexividad:

Puesto que ella distingue un pasado ciego y un presente en vía de iluminación, produce una nueva flecha del tiempo, ya no asociada al progreso de la técnica sino al de nuestra reflexividad. La tesis de la sociedad del riesgo bien podría ser uno de los últimos avatares del discurso del progreso, reformulado como teleología del devenir reflexivo de nuestras sociedades. (7)

En un esquema que confronta dos épocas, una anterior en la que la historia avanza a oscuras y otra nueva en la que la faceta sombría del movimiento histórico es expuesta a la luz, se trasparentan los rasgos familiares del proyecto moderno que, como el ave Fénix, renace una vez más de sus cenizas.

No conviene, por lo tanto, subestimar las dificultades inherentes al intento de renunciar a la idea de progreso. La experiencia enseña que los viejos esquemas de pensamiento no desaparecen de golpe, sino que solo se modifican gradualmente con el tiempo, de modo que más vale estar preparados para una larga convivencia con una idea que está profundamente inscrita en la lógica del desarrollo capitalista y en los modelos de cambio social. Ahora bien: el riesgo que se corre con la tesis de la sociedad del riesgo es el de reavivar el optimismo de las ilusiones progresistas que supuestamente se trata de superar. Pero ese es un riesgo compartido por cualquier enfoque que procure ofrecer una alternativa. Para conjurarlo, la renuncia a la idea de progreso tiene que ir acompañada de una actitud prudente que nos impida caer en la tentación de presentar las ideas alternativas como soluciones decisivas o infalibles, a fin de asumirlas desde el principio como lo que al fin y al cabo son: contribuciones parciales, sujetas siempre a la posibilidad del error. Recordemos que uno de los ejes de la falacia progresista radica en su optimismo constitutivo, vale decir, su confianza excesiva en que, a la postre, las cosas saldrán bien.

Quizás el mayor desafío de un desarrollo científico liberado de las ilusiones del progreso es la grieta que separa hoy las ciencias y la política, debida en parte a esa fe ciega en que el proyecto moderno solo daría buenos frutos. En nuestra época, el científico muchas veces sabe, pero no tiene poder de decisión; el político a menudo decide sin saber que no sabe, y una inmensa mayoría queda al margen de los procesos de toma de decisión (pero en cualquier caso paga las consecuencias). A propósito de esta cuestión, ciertos aportes de Beck son relevantes. Este autor opina, en efecto, que "la sociedad industrial ha producido una 'democracia trunca', en la que las cuestiones del cambio tecnológico de la sociedad permanecen fuera del alcance de las decisiones políticas y parlamentarias" (Beck 1992 118). Por ello, para que los efectos de la ciencia y la tecnología sobre el porvenir no sean solo el resultado de la inercia del sistema, propone dotar a la democracia con una serie de herramientas -"producción de rendición de cuentas (accountability), redistribución del peso de la prueba, separación de poderes entre productores y evaluadores de los riesgos, debates públicos sobre las alternativas tecnológicas"- que le permitan recuperar las riendas de la industrialización desbocada (id. 119). En un orden de ideas parecido, Latour (2004) ha propuesto la instalación de una asamblea democrática deliberativa en la que tengan voz los actores humanos y no-humanos que hasta ahora han sido silenciados. El interés de estas y otras iniciativas similares es innegable y ayuda a oxigenar los debates contemporáneos sobre el control del poder tecno-científico. Sin embargo, por las razones antes expuestas, ellas no deberían verse como "progresos" que nos pondrían por fin en el camino de la verdadera salud, sino apenas como esfuerzos por ajustar temporalmente la ruta del barco en el que viajamos, sabiendo siempre que algo podría fallar y que la dirección de las olas y del viento puede cambiar en forma inesperada.

La renuncia a la idea de progreso no implica, en todo caso, una actitud retrógrada, sino más bien el reconocimiento de que, si bien es muy importante contar con computadores portátiles, música estereofónica, bibliotecas y hospitales, la creencia ciega en el progreso, lejos de extirpar la ambigüedad propia de los asuntos humanos, multiplica sus oportunidades de suscitar contradicciones. A lo que es preciso renunciar no es a la ciencia ni a la técnica, sino a los cantos de sirena que, apoyándose en el prestigio de la ciencia y la técnica y en la imagen seductora de un futuro espléndido, proclaman triunfalmente el avance hacia la tierra prometida. Para dejar atrás las ilusiones del progreso, hay que asumir el carácter limitado y frágil de las acciones humanas. La ciencia y la tecnología son herramientas necesarias para construir una sociedad decente. Pero la ciencia no es omnisciente y la tecnología no es omnipotente. De hecho, como vimos antes, el desarrollo técnico representa un peligro real si no se utiliza en forma responsable. Además, aunque la ciencia y la técnica optimizan los medios para transformar el mundo, no se les puede confiar la tarea de decidir acerca de los fines que vale la pena buscar. Tal decisión depende de una elección que la ciencia no puede efectuar sin volverse ella misma ideológica y dogmática. En contra de quienes piensan que la conjunción de las diferentes disciplinas científicas sería capaz de dar cuenta de toda la realidad, Agazzi ha mostrado que la ciencia solo evita su conversión en ideología o en dogma si admite que, incluso pensada como summa, permanece siempre al nivel de una totalidad imperfecta: la totalidad de la experiencia (cf. 1996 62-69). El futuro escapa por definición a esta totalidad; por ello, el avance científico-tecnológico no puede ser visto como un fin en sí mismo, sino solo como un medio cuyo porvenir no está asegurado y cuyos efectos son inciertos y requieren de una constante evaluación crítica.

Los antiguos creían que un velo de niebla ofusca siempre la visión de los humanos. Dicha niebla, si bien les permite distinguir los objetos más cercanos, no les deja ver su propio futuro y solo les permite apreciar una pequeña parte de las consecuencias de sus actos. Todo el inmenso desarrollo científico y tecnológico de Occidente en los últimos siglos no le resta validez a esta vieja sabiduría. En las encrucijadas a las que nos conduce la evolución histórica no contamos con certezas, sino solo con nuestro propio criterio para decidir. Por eso la formación de criterio continúa siendo tan importante como siempre o incluso más, debido a que el potencial para hacer daño también ha llegado a ser mayor. Ahora más que nunca conviene rescatar aquella concepción que veía en la ética la tarea mediante la cual los seres humanos se construyen para sí mismos una morada en el mundo. Los antiguos concebían al ser humano como un diminuto campo de fuerzas navegando en otro campo de fuerzas mucho más vasto y poderoso. Las acciones de los humanos, si no son cuidadosas y agitan con imprudencia el segundo campo de fuerzas, pueden convertirse en motivo de su ruina. En la tarea de construirse una morada, la acción humana corre el riesgo de desencadenar secuelas que se vuelvan contra ella misma, como en un efecto bumerán; evitar tal resultado requiere una sensibilidad y una inteligencia que actúen en delicada sincronización. Este es el verdadero y más profundo sentido de la expresión "actuar correctamente".

En concordancia con ello, ¿qué sería prudente preservar de la idea de progreso para poder dejarla atrás? ¿Qué conviene retener y qué rechazar de los cuatro elementos que la conforman y con los cuales iniciamos esta reflexión? La concepción de un tiempo lineal y la orientación hacia el futuro son conquistas irrenunciables que están en el corazón de nuestra visión del mundo y que apuntalan la construcción de sociedades abiertas y democráticas, liberadas del hechizo del tiempo mítico y del tradicionalismo de las sociedades cerradas. Pero eso no significa que las herencias del pasado carezcan de valor. Una sociedad verdaderamente abierta sabe aprovechar los legados e inspiraciones de la tradición pertinentes en el presente, articulándolos como elementos de juicio para afrontar una realidad cambiante e incierta. El propósito de procurar a las personas una buena calidad de vida sigue vigente, pero sin que ello implique la búsqueda obsesiva de su incremento, y siempre y cuando el significado de lo que es una vida buena no esté dado de modo arbitrario o abstracto, sino que sea susceptible de ajustes concertados a la luz del cambio histórico y de las necesidades de la colectividad. Esto exige la apertura y la disposición al diálogo con respecto a las nociones de vida buena de culturas distintas. Por último, para responder a las necesidades materiales y energéticas de la aldea global, es preciso más que nunca contar con el respaldo de la ciencia y la tecnología, pero subordinado a las pautas de una ética y una política cosmopolitas. La ciencia y la técnica no son sinónimos de una vida mejor; son medios cuyo buen uso es preciso custodiar mediante una veeduría política y un control ciudadano permanentes.

Si este enfoque es correcto, entonces, en lo sucesivo, los criterios claves para decidir si una acción o un saber valen la pena no deberían ser más los que tradicionalmente asociamos a la idea de progreso, vale decir, el éxito -la riqueza económica-, la verdad -el avance científico- o la efectividad de los medios -el desarrollo técnico-. Probablemente dos criterios más básicos son la relevancia de los fines buscados -vale decir, su pertinencia ética- y el nivel de participación abierta y pública -vale decir, de libertad política- que avalan su legitimidad.


1 Las traducciones de esta y las demás citas de textos en francés e inglés a lo largo del artículo son nuestras.

2 La noción de "progreso científico-tecnológico" no es la única noción europea de progreso y tampoco la única con impacto global. La noción de "progreso social" que se lleva a cabo por medio de políticas y leyes, tal y como se refleja en la Declaración Universal de Derechos Humanos y en la idea de democracia universal, es típica de la cultura europea, y su alcance normativo en la aldea global es muy poderoso. No obstante, para fines de delimitación del tema, el presente artículo enfoca la atención en la faceta científico-tecnológica del progreso.

3 Dado el enfoque del artículo, no vamos a desarrollar aquí esta afirmación. Baste señalar, por lo pronto, que la tendencia a dejar en manos de expertos los asuntos científico-tecnológicos se acompaña de una tendencia similar a dejar los asuntos públicos en manos de las élites políticas.


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