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Ideas y Valores
Print version ISSN 0120-0062
Ideas y Valores vol.63 no.155 Bogotá May/Aug. 2014
https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n155.34217
http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n155.34217
EL DISENSO HERMENÉUTICO UNA INTERPRETACIÓN POLÍTICA DE LA FUSIÓN DE HORIZONTES EN H. G. GADAMER
HERMENEUTICAL DISSENT A POLITICAL INTERPRETATION OF H. G. GADAMER´S FUSION OF HORIZONS
O DESENHO HERMENÊUTICO UMA INTERPRETAÇÃO POLÍTICA DA FUSÃO DE HORIZONTES EM H. G. GADAMER
ANDRÉS FELIPE PARRA AYALA*
Universidad Nacional de Colombia
Artículo recibido: 19 de octubre del 2012; aceptado: 20 de mayo del 2013.
RESUMEN
Se ofrece una interpretación teórico-política de la fusión de horizontes de Gadamer. Se argumenta que el diálogo político, desde un punto de vista hermenéutico, debe entenderse como el proceso de cuestionamiento y disputa de los horizontes de sentido en donde descansan las prácticas sociales. Asimismo, se sostiene que el diálogo instituye una pregunta-escenario-común que abre el horizonte social de sentido hacia la contingencia e incertidumbre, así como que este nunca busca un consenso procedimental o sustancial que subsane los conflictos y concilie las diferentes perspectivas en un punto de vista homogéneo.
Palabras clave: H. G. Gadamer, J. Habermas, consenso, disenso, fusión de horizontes.
ABSTRACT
The article provides a theoretical-political interpretation of Gadamer´s fusion of horizons, arguing that, from a hermeneutical point of view, political dialogue should be understood as the process of questioning and challenging the horizons of meaning underlying social practices. Likewise, the article holds that dialogue establishes a common question-scenario that opens up the social horizon of meaning to contingency and uncertainty, and that it never seeks a procedural or substantial consensus that eliminates conflicts and reconciles different perspectives in a homogeneous point of view.
Keywords: H. G. Gadamer, J. Habermas, consensus, dissent, fusion of horizons.
RESUMO
Neste artigo, oferece-se uma interpretação teórico–política da fusão de horizontes de Gadamer. Argumenta–se que o diálogo político, sob um ponto de vista hermenêutico, deve ser entendido como o processo de questionamento e disputa dos horizontes de sentido em que descansam as práticas sociais. Além disso, sustentase que o diálogo institui uma pergunta-cenário-comum que abre o horizonte social de sentido à contingência e incerteza, bem como que este nunca procura um consenso procedimental ou substancial que ressarça os conflitos e concilie as diferentes perspectivas num ponto de vista homogêneo.
Palavras-chave: H. G. Gadamer, J. Habermas, consenso, desenho, fusão de horizontes.
Introducción
El pensamiento filosófico hermenéutico guarda una relación espinosa y problemática con la política. Las imágenes icónicas de un Heidegger nazi y de Gadamer como un pensador conservador han creado la distancia y la imposibilidad de un diálogo entre la filosof ía hermenéutica y la teoría política. Algunos han visto en las tesis hermenéuticas sobre la pluralidad del sentido un escepticismo conservador y un relativismo vulgar que deshacen cualquier fundamento racional o razonable de la política. La hermenéutica llevaría todo pensamiento a sostener consecuencias cavernícolas sobre la vida social y la actividad política: la pluralidad del sentido se convierte inevitablemente en un todo vale (cf. Hirsch 1967).
Mientras tanto, otras interpretaciones de la hermenéutica, y en especial del pensamiento de Gadamer, han visto, contrario a lo que sostiene Hirsch, que esta se convierte en un discurso que defiende las tradiciones de forma a crítica, dotándolas de un velo universalista que, desde una concepción abstracta de la verdad, responde a preocupaciones políticamente conservadoras (cf. Caputo 108-115). Un cálido pero peligroso apretón de manos con la tradición y con el statu quo estaría en la base del pensamiento de Gadamer. La hermenéutica destierra a la crítica del terreno político y, bajo el concepto de tradición, legitima formas de dominación política a partir de la excusa de que estas deben ser comprendidas (cf. Habermas 2007).
Hay un rasgo en común que comparten estas dos interpretaciones, estos dos lugares comunes, aunque se opongan entre sí: ambos se amparan en una comprensión poco profunda y poco acertada de lo que significa una pluralidad de sentidos desde una visión hermenéutica y no tienen una concepción precisa de lo que Gadamer considera tradición según sus planteamientos ontológicos. Nuestro propósito, en este orden de ideas, se inscribe en un deseo de deshacer este malentendido y esas interpretaciones facilistas del pensamiento hermenéutico en general, y del de Gadamer en particular, que se dan sobre todo en el ámbito de la teoría política.
Este objetivo nos obliga a ir más allá de una fiel filología conceptual que aclare las interrelaciones conceptuales de la obra de Gadamer de un modo exclusivamente exegético. Más bien, nuestra estrategia analítica intenta restituir la vocación política del pensamiento de Gadamer. Con miras a ese objetivo, reconstruiremos el problema de la crítica de la técnica en el campo político, explícita en la obra de Gadamer, para anudarla con sus concepciones ontológicas sobre el lenguaje y la comprensión. Aunque Gadamer nunca problematizó en su obra un tránsito de lo "ontológico" a lo "político", queremos mostrar que las perspectivas y afirmaciones explícitamente políticas en Gadamer (sobre todo en sus debates con Habermas) se sitúan desde un punto de vista ontológico. Solo de este modo es posible comprender a fondo y de forma radical lo que está en juego. Más allá de una concesión práctica de un filósofo que trata temas abstractos, se trata de ver que la ontología del lenguaje –al ser una reflexión sobre la vida de los seres humanos– está anclada en problemas de la vida práctica y, por supuesto, en la vida política.
Buscamos develar el sentido de una concepción política del disenso hermenéutico como un aporte del pensamiento de Gadamer para caracterizar el diálogo político. La tesis que queremos sostener en este escrito es que el concepto de fusión de horizontes, aplicado al diálogo político, permite observar los problemas y limitaciones de las concepciones consensualistas de la política, además de trazar los rasgos ontológicos de una política anudada a la contingencia, la incertidumbre y la apertura. Así, la política será entendida como el proceso dialógico por medio del cual se instituye y se crea un asunto común que tiene la forma de una pregunta que cuestiona e irrumpe en el acontecer cotidiano de los horizontes sociales de sentido.
El texto se divide en tres partes. La primera presenta la crítica a la política como técnica administrativa que fue explicitada por Gadamer en algunos apartados de Verdad y Método II. La segunda introduce algunos desarrollos argumentativos ontológicos imprescindibles para comprender la concepción gadameriana del diálogo. La tercera, por su parte, se centra en develar las consecuencias políticas de la concepción gadameriana del diálogo. Haremos una interpretación política de la pretensión y exigencia de alteridad, de la fusión de horizontes y de la primacía de la pregunta en la concepción hermenéutica del diálogo, y las distinguiremos como momentos dinámicos del diálogo político.
1. La gestión o el método en la política
La gestión es el contenido de lo que contemporáneamente llamamos "política". La reducción de la política a una técnica, a una actividad meramente administrativa, tiene para Gadamer una especial significación, pues esta reducción se enmarca en la tecnificación de toda experiencia humana del mundo. Esta tecnificación no es otra cosa que el ascenso del método como forma predilecta de abordar todas las cuestiones sociales y humanas: "… no es el insospechado incremento en el dominio de la naturaleza, sino el desarrollo de métodos de control científicos para la sociedad lo que marca el rostro de nuestra época" (Gadamer 2000 153).
La incidencia del método no comprende únicamente a las ciencias humanas, sino que también a la vida social y a la experiencia humana en su conjunto. Cuando las ciencias humanas asimilan y reducen toda verdad al método caen en una labor procedimental y estéril, con lo que se convierten en técnicas de producción de conocimiento. Allí lo que se produce es el resultado de un molde general, de un contenido metodológico que hace de la verdad algo susceptible de fabricación (en el sentido más instrumental del término) si se siguen las reglas procedimentalmente adecuadas. Naturalmente, estas indicaciones críticas no excluyen la existencia de reflexiones metodológicas en las ciencias humanas; solo advierten que el método de la ciencia natural no puede ser equiparado sin más a la verdad. En este orden de ideas, el punto crucial del planteamiento de Gadamer, el pivote fundamental de una crítica a nuestro contexto político contemporáneo, proviene del rastreo del efecto del ascenso del método sobre la vida social y política.
Este efecto consiste en que la política, en los linderos de la administración, se convierte en una actividad procedimental, y procedimental aquí mienta un sentido irremediablemente más pobre que la noción de procedimiento democrático anclada en la teoría política liberal, pues se trata de una concepción meramente instrumental de la política despojada de cualquier viso normativo (presente, sin duda, en las teorías procedimentales de corte liberal) y asimilable, en última instancia, a un proceso de fabricación. Siguiendo los procedimientos e instrucciones adecuados, la actividad política es susceptible de producir y fabricar un orden social apropiado. Todo esto se basa en que:
… el hombre pueda llegar a ser un objeto tal que cualquiera sea capaz de fabricarlo con sus rasgos sociales, que pueda haber, por tanto, un experto capaz de "administrar" a los demás y que ese experto sea administrado con su propia administración. (Gadamer 2000 159)
Vemos que la noción de "planificación" es la que anuda el proceso por el cual el hombre se convierte en un objeto capaz de ser fabricado y el carácter autorreferencial de la administración como actividad. La autorreferencialidad de la administración guarda aquí una significación distinta, por ejemplo, al carácter autopoiético de los sistemas en Luhman (1993). Con carácter autorreferencial, nos referimos simplemente al ideal al que, según Gadamer, tiende toda administración: una que sea capaz de administrarse a sí misma, un reino no perturbado de mecanismos, instrucciones, métodos de acción, además de roles definidos y articulados en un todo sin desajustes. La gran relevancia que adquiere la planificación en nuestros días se debe a una tendencia que, evitando cualquier contingencia dentro del plano social y político, busca no solamente crear modelos de conducta, formas predilectas de acción y cánones administrativos definidos, sino que además pretende formular métodos e instrucciones para los procesos de imposición y aplicación de la administración dentro del campo social. La planificación no trata únicamente de objetivar al hombre, de convertir su accionar en el efecto de un mecanismo articulado a un todo. Trata también de planificar y administrar el modo como el hombre es convertido en un objeto.
No es difícil darse cuenta que la autorreferencialidad de la administración implica un círculo vicioso y una curiosa regresión adinfinitum: los modelos y formas de concreción de la administración deben ser ellos mismos administrados. Todo esto nos lleva a plantear la necesidad de administrar la administración de la administración, y así sucesivamente. El círculo nunca podrá cerrarse, ya que siempre es posible plantear la necesidad de administrar un mecanismo administrativo sin importar el nivel en el que esté; por ejemplo, el caso real del Decreto 1345 del 2010, proferido por el gobierno de álvaro Uribe Vélez, que dice cómo deben hacerse los decretos. Pero más allá de la interminable aporicidad de la administración, lo que a Gadamer le interesa resaltar de la tendencia autorreferencial adscrita a la dinámica administrativa es que las preguntas, los temas centrales de discusión y las preocupaciones de la sociedad se centrarán necesariamente en la búsqueda de un ideal perfecto de administración, entendido como la administración capaz de administrarse a sí misma de forma plena y coherente. Dejemos que sea el propio Gadamer quien resalte las consecuencias de la tendencia:
… el ideal de administración supone más bien un concepto del orden que carece de un contenido específico. El objetivo explícito de toda administración no es qué clase de orden debe reinar sino que todo esté en orden. Por eso la idea de administración implica sustancialmente el ideal de neutralidad. Se busca el buen funcionamiento como valor en sí. (Gadamer 2000 157)
Lo que Gadamer ha apuntado nos deja una reflexión valiosa: si el concepto del orden que se entreteje en la trama de la administración carece de contenido específico, ya que solo está referido a la capacidad de la administración para administrarse a sí misma, entonces el desarrollo político de las sociedades contemporáneas estará regido inevitablemente por la búsqueda de esta tendencia. Esto nos lleva a observar otro momento de la autorreferencialidad administrativa, en donde la administración no administra únicamente los mecanismos o medios de la administración, sino que también lo hace con los fines a los que ella supuestamente sirve. Lo que allí sucede es la anulación de cualquier cuestionamiento o pregunta acerca del orden más adecuado para la sociedad, ya que inmediatamente la pregunta se trasladará a la cuestión de cómo este orden sería administrado por la administración. La autorreferencialidad de la administración otorga a los procesos administrativos una prioridad sobre cualquier cuestionamiento político, al colocarlos como la base sobre la cual debe realizarse todo orden social. Todo esto nos lleva, de nuevo, a una discusión sobre cómo la administración puede administrarse a sí misma para ser garante del orden. Así, independientemente del orden que debe reinar, la administración es el medio incuestionado para que el orden pueda reinar y ordenar. Es en este sentido que el ideal de administración propone un orden, como condición de todos los órdenes, que carece de contenido alguno, ya que se basa en una dinámica autorreferente, en donde el contenido de la administración no es más que la administración misma desplegada sobre su propio contenido.
De ahí que la única discusión posible en un contexto político regido por la administración sea la que gira alrededor del buen funcionamiento del sistema. El para qué del buen funcionamiento o los fines a los que sirve quedan totalmente descartados de una tematización política. Pero no solo porque se anulen estos debates o la burocratización tenga como consecuencia una falta de escucha en relación con los fines entre quienes manejan los asuntos del Estado. Se trata de comprender que la administración ostenta un mecanismo que absorbe cualquier debate sobre los fines a los que ella sirve y lo traslada a una semántica propia de la autorreferencialidad administrativa. El debate, así, queda totalmente invertido: de la cuestión ¿a qué fines sirve la administración y para qué administramos?, se pasa a la pregunta de ¿cómo pueden administrarse los fines y los para qué de la administración?
En esta inversión de las preguntas acerca de la administración subyace una profunda incertidumbre. Se trata pues de "… la tendencia inmanente en el pensamiento científico mismo a hacer superflua la pregunta por los fines en virtud del afán de progreso creciente en la consecución y domino de los recursos, [que incurre] así en la más profunda incertidumbre" (Gadamer 2000 157). La incertidumbre no es otra cosa que el resultado de la transformación de la política en método administrativo, es la retirada de cualquier cuestionamiento del contenido de la vida social al ser absorbido por la administración. Todo esto se trata, en suma, de un cambio de nuestra relación con el futuro: este debe planificarse pero nunca debe ser cuestionado. Todos los planteamientos del fin de la historia, de la esterilidad de las utopías y la pérdida de su fuerza vinculante responden sin duda a la transformación de la política en método y a su consiguiente autorreferencialidad administrativa.
El agudo diagnóstico de Gadamer muestra, entonces, cómo la planificación se transforma en incertidumbre. La incertidumbre proviene de la administración por la administración y del progreso por el progreso, es consecuencia de la trayectoria que absorbe dentro de un problema administrativo las preguntas por el futuro y los fines de la sociedad.
Todo esto nos lleva a ver que contemporáneamente entre futuro y planificación hay una relación peculiar: la planificación anula cualquier apertura al futuro, y esta apertura implica, asimismo, una pregunta por el presente que funda el diálogo, en cuanto este da "al hombre una superioridad sobre lo actual, un sentido de futuro" (Gadamer 2000 145). Así, en medio de nuestra relación con el futuro mediada por la planificación subyace, según Gadamer, una tecnificación de la experiencia humana que cancela y anula cualquier horizonte de diálogo sobre nuestras formas sociales de vida.
La cancelación del horizonte de diálogo tiene una profunda correlación con la "tolerancia" y "convivencia" contemporáneas, como consecuencia de esta cancelación los individuos parecen refugiarse en sus propias opiniones sobre el orden y, en este sentido, a lo único que puede aspirar la sociedad en su proyección es a que estas opiniones nunca se mezclen o se toquen entre sí (lo que implica negar el diálogo) con miras a evitar un conflicto social. El orden administrativo y técnico –no solo a nivel estatal, sino también globalâ es una respuesta a la necesidad del aislamiento de las opiniones de los individuos en las sociedades:
Se plantea por primera vez el problema del orden mundial. Este no significa ya el conocimiento de un orden existente, sino planificación y creación de un orden que no existe sino que se deriva del hecho de que las ideas sobre el recto orden son tan divergentes que se impone el vocablo resignado de "coexistencia". (Gadamer 2000 153)
Así, podríamos decir que el resguardo y protección de la llamada "esfera individual", que es una de las supremas tareas del Estado de Derecho, y el ascenso del saber y las prácticas político–administrativas hacen parte del mismo movimiento, en donde el ser juntos se ha vuelto una superflua coexistencia, en donde la política, que puede poner a los seres humanos a discutir en torno a una o varias preguntas sobre el futuro o los fines de nuestra vida, queda remplazada por las respuestas técnicas del experto que suprimen cualquier pregunta.
¿De qué se trata entonces este diálogo político que la técnica administrativa cancela? ¿Qué es lo que se opaca y tiene su ocaso fundamental debido a la primacía de la autorreferencialidad de la administración? La crítica a la autorreferencialidad de la administración tiene como contrapartida, como contra-movimiento, la construcción teórica de un momento político: el diálogo hermenéutico como fusión de horizontes que reúne a la actividad política y al disenso dentro de un mismo planteamiento.
2. Elementos ontológicos del diálogo hermenéutico.
¿Qué quiere decir dialogar? ¿Y, en particular, dialogar políticamente? La respuesta que puede darse a estos interrogantes desde los planteamientos de Gadamer debe partir del siguiente supuesto: Gadamer quiere ir más allá de una descripción profunda y conceptual de la experiencia del diálogo y de ver lo que allí está en juego.Lo que se relaciona profundamente con esta descripción es el problema ontológico del lenguaje. Esta cuestión parte, para Gadamer, no solo de interrogar el ser del lenguaje como un dominio entre otros de la experiencia y la vida del ser humano, sino de presuponer que en un abordaje filosófico del lenguaje está en juego el sentido de ser, y, por ende, las orientaciones, indicaciones y formas generales que toman las múltiples concreciones y realizaciones efectivas de la totalidad de la experiencia humana.
En consecuencia, el lenguaje es inseparable e indisociable del mundo y, por lo tanto, de cualquier manifestación y realización de la vida humana. Toda manifestación de vida aparece, se constituye y se realiza en y por el mundo, siendo el mundo un entramado fundamentalmente lenguájico.1 "El lenguaje no es sólo una de las dotaciones de que está pertrechado el hombre tal como está en el mundo, sino que en él se basa y se representa el que los hombres simplemente tengan mundo" (Gadamer 1991 467). En el lenguaje se basa también el hecho de que los hombres tengan una vida, no en el sentido biológico del término, entendida como el lapso orgánico que va del nacimiento a la defunción, sino una vida –siempre más que biológica– dentro de la significatividad, una vida que se desenvuelve dentro de un mundo social significativo, en el cual el sentido no es un agregado o una determinación conceptual adicional, sino que es de lo que está hecho el mismo mundo de los seres humanos.
La vida social, la vida de los seres humanos, es, en consecuencia, siempre y necesariamente comprensión. La comprensión es el comportamiento por excelencia que tienen los seres humanos: lo primordial en nuestra vida humana no es la experiencia cognitiva de un sujeto enfrentado a un mundo de objetos dentro de una actitud teorética, tampoco es la realización mecánica de ritmos, necesidades y proyecciones biológicas determinadas por procesos fisiológicos y sus leyes implícitas. Antes que todo eso, los seres humanos comprenden. Aquí comprender no significa un comportamiento teórico, elevado, propio de los científicos sociales que se enfrentan a los textos y quieren desatar su sentido. Comprender es, en cambio, poder moverse y poder actuar dentro de las tramas de sentido que constituyen el mundo. El andar por una calle buscando una dirección, mirando a lado y lado para cruzar, etc., es comprender. Allí, antes que un individuo estudiando la calle o conociendo la calle desde un punto de vista teórico, hay una comprensión en despliegue dentro de una trama de sentido (ni siquiera hay un sujeto que comprende) que es singular, actuante y no teorética. Hay, entonces, en todos los casos una actividad que tiene lugar dentro del sentido y que se define solamente por este tener lugar. Atravesar una calle, conducir un auto, cocinar, usar un martillo, construir una casa, ensamblar un automóvil, etc., son actividades cuya definición es impensable sin un horizonte de sentido, ya que allí subyace un entramado relacional de significatividades en los cuales se define lo que tales actividades son. Pero además la actividad es siempre comprensiva en sentido estricto porque no es otra cosa que el sentido de la actividad articulado a tramas y horizontes significativos relacionales: el uso del martillo es siempre en relación con la construcción de la casa, y esta es en relación con concepciones de la espacialidad, cánones culturales de la arquitectura, formas concretas del hábitat, etc. Así lo plantea Gadamer:
… la comprensión y el acuerdo no significan primaria y originalmente un comportamiento con los textos formado metodológicamente, sino que son la forma efectiva de realización de la vida social, que en última formalización es una comunidad de diálogo. Nada queda excluido de esta comunidad de diálogo, ninguna experiencia del mundo. (2000 247)
La comprensión es la realización efectiva de la vida social, lo que significa también que el lenguaje es la forma de toda vida social. Lenguajidad y sociabilidad forman siempre un solo correlato que no puede ser dividido. Es en el contorno de esta relación entre lenguaje y vida social que la noción gadameriana de tradición puede ser vista dentro del planteamiento. En efecto, la tradición es comprendida como esta comunidad de diálogo desde y en la cual tenemos cualquier experiencia del mundo y de nosotros mismos. El hecho de que nuestra vida social esté mediada por completo por el lenguaje y por un horizonte de sentido ya establecido autoriza a Gadamer a afirmar que vivimos dentro de tradiciones que condicionan toda nuestra comprensión del mundo y de las que no podemos disponer como objetos.
¿Constituye el énfasis gadameriano en la tradición un discurso simplemente conservador que da legitimidad al statu quo, como, por ejemplo, ha acusado Habermas, diciendo que Gadamer apela a la fuerza de la tradición contra los elementos críticos que surgieron en el proyecto ilustrado (cf. Habermas 2007 96)? En realidad, no. Que vivamos dentro de tradiciones nunca quiere decir, para Gadamer, que la tradición sea una cárcel incuestionable e inamovible que no podemos criticar: "esta comunidad [la tradición] está sometida a un proceso de constante formación. No es simplemente un presupuesto bajo el que nos encontremos siempre, sino que nosotros mismos la instauramos cuando comprendemos" (Gadamer 1991 363). En este orden de ideas, la actitud simplemente reaccionaria que ve en la tradición un objeto de defensa frente a cualquier racionalidad crítica reproduce teóricamente un sentido no auténtico y no verdadero de lo que realmente significa la tradición. De ahí que la tradición no sea simplemente un objeto del pasado, sino que sea un contexto móvil del presente: ella opera siempre en todo acto de comprensión que debe revaluarse y ser resignificado en cada ocasión. Por eso, la tradición es fundamentalmente móvil, ya que para Gadamer la historicidad es siempre efectual y nunca objetual. Dado que "el comprender debe pensarse menos como una acción de la subjetividad que como un desplazarse uno mismo hacia un acontecer de la tradición en el que el pasado y el presente se hallan en continua mediación"(id. 360).
La continua mediación de un pasado que se resignifica constantemente en y por el presente, al ser contexto y no un objeto muerto, debe llevarnos a ver que para Gadamer hay un nexo entre razón, autoridad, tradición y verdad que la Ilustración ha ignorado. No toda autoridad es verdadera, pero tampoco toda autoridad y toda tradición son falsas. En ciertos casos, la tradición puede ser verdadera, iluminadora y puede dar pistas adecuadas para la comprensión de un fenómeno. Todo ello remite a una forma de entender la tradición que soporta todo el andamiaje teórico de la hermenéutica: la tradición no es nunca un objeto estático ni algo que simplemente está ahí. Ella nunca puede ser defendida a capa y espada por encima de cualquier crítica y movimiento histórico, como sostienen los reaccionarios vulgares, y no puede ser sometida a un rasero teórico-normativo que la objetiva y la evalúa de acuerdo a reglas de conocimiento universales y neutrales, como han querido sostener la Ilustración y el propio Habermas cuando asevera que el poder de la razón reside en "recusar la pretensión de las tradiciones" (cf. 2007 255).
Es en este sentido que la tradición es una comunidad de diálogo: hay un horizonte común y compartido en el que comprendemos. Pero es el carácter interpretativo de toda comprensión lo que la hace dialógica. Comprender es dialogar con la tradición, pues comprender siempre es poner en juego un marco general y un horizonte de sentido en una situación concreta y específica. Una tradición solo es si está en movimiento y se pone en juego constantemente más allá de sí misma, es decir, si se realiza dentro de la interpretación de un fenómeno, un texto o una situación que la obliga a resignificarse. La tradición y el lenguaje viven y adquieren su dinamicidad en el carácter interpretativo de toda comprensión: "… el lenguaje vive, y no vive por la rígida aplicación de reglas, sino por el constante perfeccionamiento en el uso del idioma y, en última instancia, por la acción de cada individuo" (Gadamer 2000 161).
El lenguaje guarda un carácter procesual que también tiene la tradición. La procesualidad de la tradición la hace ser fundamentalmente abierta. Si retomamos el carácter interpretativo de toda comprensión, topos en el que descansa el círculo hermenéutico de la comprensión, nos damos cuenta de que hay un supuesto implícito: la tradición se enfrenta a situaciones y horizontes de sentido que son diferentes de ella. Que la interpretación sea el proceso mismo de realización del sentido significa que hay una alteridad a la cual la tradición se enfrenta constantemente interpretándola. Esta alteridad es condición para la movilidad histórica de la vida humana y las tradiciones:
Igual que cada individuo no es nunca un individuo solitario porque está siempre entendiéndose con otros, del mismo modo el horizonte cerrado que cercaría a las culturas es una abstracción. La movilidad histórica de la existencia humana estriba precisamente en que no hay una vinculación absoluta a una determinada posición, y en este sentido tampoco hay horizontes realmente cerrados. (Gadamer 1991 374)
Todo esto no se trata de un sentido absoluto de la alteridad, inaprehensible e innombrable, ni tampoco de una Alteridad que esté en la base de lo mismo, de toda tradición, haciendo de la ruptura el proceso mismo de concreción del sentido. La alteridad en Gadamer tiene un sentido, si se quiere, más "débil": se trata de percatarnos de que un horizonte de sentido o una tradición no cuenta en sí misma con todas las situaciones a las que se va a enfrentar. Es por eso que la situación exige ser interpretada: no hay un continuum inmediato de la tradición, sino que la tradición se enfrenta a la alteridad, a situaciones que no prevé y no puede dar cuenta de ellas de forma inmediata sin un proceso interpretativo de cierto reacomodo y aplicación del horizonte general de sentido a la situación concreta. Nunca hay comprensión ni sentido sin esta comprensión interpretativa del horizonte que enfrenta situaciones que no puede prever de antemano. Es la distancia que hay entre una tradición y las situaciones a las que ella se enfrenta lo que funda una teoría de la alteridad para Gadamer, anclada siempre en los planteamientos del círculo hermenéutico de la comprensión.
En este punto el planteamiento de Gadamer es complejo, pues parece haber una afirmación implícita en los desarrollos de su hermenéutica que trata de establecer ciertos grados de esa distancia entre la tradición y las situaciones, y, por ende, se tendría que hablar de grados de alteridad. En ningún caso la distancia es absolutamente nula, porque la tradición nunca es objeto estático; es, en cambio, móvil, y la alteridad (en el sentido en que lo acabamos de definir) es condición de la movilidad de la tradición. Pero sí hay casos en los que la distancia es bastante menor que en otros, aunque en ningún caso la distancia es absoluta o infranqueable. En los casos que se articulan con la mayoría de relaciones y prácticas de nuestra vida social hay una mayor presencia del continuum de la tradición. No obstante, de todas formas hay allí una vida y una movilidad del lenguaje, pues en ningún caso el manejo del lenguaje ordinario que se articula siempre a las prácticas sociales puede entenderse como la aplicación mecánica de formas lingüísticas a situaciones estructuradas de antemano, como lo hacen las máquinas informáticas. Mientras que en otros casos hay una distancia mayor, donde se da una interrupción relativa de este continuum, como sucede con las traducciones, en donde el continuum de la propia lengua deja de tener una presencia dominante. Sin embargo, la traducción es posible y eso indica que podemos interpretar desde nuestra propia lengua lo que se dice en otra. Pero ello requiere un grado superior de interpretación y de suspensión relativa del propio horizonte como condición de comprender lo que está escrito en la otra lengua, en comparación con las situaciones del lenguaje ordinario. Estos grados de la distancia, que son también grados de alteridad, hacen que Gadamer distinga dos formas o dos lógicas de la comprensión. Así,
[c]omprender una lengua no es todavía ningún comprender real y no encierra todavía ningún proceso interpretativo, sino que es una realización vital.Pues se comprende una lengua cuando se vive en ella y reconocidamente esta frase vale tanto para las lenguas vivas como para las muertas. El problema hermenéutico no es pues un problema de correcto dominio de una lengua, sino del correcto acuerdo sobre un asunto, que tiene lugar en medio del lenguaje. (1991 463)
La cita presentada anteriormente exhibe una tensión: pues, por una parte, se afirma que el lenguaje es vivo y es móvil, y es solo por medio de las acciones de los individuos que lo ponen en concreción en situaciones reales y cotidianas; por otra parte, Gadamer dice que el dominio de la lengua no es un proceso interpretativo, con lo que niega el primer punto. Dicho de otro modo: Gadamer pone un fuerte acento en la comprensión como realización de la vida social en su totalidad, incluyendo allí esferas de la cotidianidad que también están mediadas por el lenguaje, pero a su vez habla de una tarea o esfuerzo hermenéuticos que aluden a situaciones restringidas que no pueden identificarse simplemente con el desarrollo cotidiano de la vida social, ya que "el diálogo es quizá algo diferente del estilo de trato más o menos ruidoso de la vida social" (2000 203). Las citas que sustentan ambos matices son de textos diferentes, pero el punto que permite subsanar la tensión es que lo que aquí se presenta es una distinción analítica, dinámica y nunca excluyente: pues toda situación lenguájica real implica siempre algo de las dos formas y nunca puede pretenderse una separación absoluta de ambas. Pero la distinción ây su formulación extremaâ es un recurso teórico útil que la hermenéutica nos lega para poder reconocer situaciones y fenómenos de la comprensión y darles un tratamiento ontológico adecuado, de acuerdo a su especificidad fenomenológica. En este sentido, la concepción de la vida social como comunidad de diálogo necesita siempre ser matizada y concretada, pues aunque ninguna experiencia del mundo está por fuera del marco de la tradición y de su diálogo con las situaciones concretas, las distancias con la alteridad y también el tipo de alteridad que subyace en el diálogo hacen que cada diálogo tenga una especificidad y un topos distinto. Así, debemos reconocer que el concepto de diálogo en la filosofía hermenéutica es intrínsecamente heterogéneo, asumiendo que la ontología es un punto de partida para teorizar y tematizar distintos tipos de diálogo –incluso los no tematizados de forma tan explícita por Gadamer como el diálogo político–, desde una unidad de presupuestos sobre el ser del lenguaje y de la comprensión.
¿En qué grado de experiencia dialógica debemos hallar el diálogo político? ¿En un grado cercano al continuum de la tradición traslapado con el uso del lenguaje ordinario o en un grado alejado del influjo inmediato del horizonte de sentido? La respuesta debe buscarse en la segunda indicación. La razón es que para Gadamer la política presenta siempre una forma de diálogo y no de gestión. Pero si, en última instancia,toda vida y experiencia humanas son una comunidad de diálogo, ¿cómo decidir aquí la especificidad de la política? La forma de hacerlo tiene que ver con las experiencias privilegiadas que Gadamer elige para ilustrar el concepto ontológico rector del diálogo: la fusión de horizontes. Se trata siempre de experiencias en donde la distancia con la alteridad es mucho mayor que las presentes dentro de las dinámicas del lenguaje ordinario y el continuum de la tradición. El acercarse a interpretaciones y mundos de culturas extrañas, las traducciones, el enfrentarse con el punto de vista de un texto y poder interpretarlo y la experiencia ética de la escucha del tú han sido experiencias que Gadamer y algunos de sus intérpretes han utilizado fenomenológicamente para hablar de la fusión de horizontes como concepto rector de distintas experiencias humanas (cf. Gama 2009). Una concepción hermenéutica del diálogo no puede partir de la inmediatez del sentido,la tradición y el lenguaje en nuestras propias vidas, pues allí el diálogo es escaso, aunque se da en alguna medida. De ahí que deban siempre elegirse experiencias donde la inmediatez del sentido está relativamente suspendida, en donde los cánones de nuestros horizontes no pueden aprehender de forma inmediata lo que sucede. Por esta razón, si la política es un diálogo, debe ser ella misma una experiencia que suscite un diálogo y, por ende, no puede ser ubicada dentro del continuum de la tradición.
3. El diálogo político: lo común, el disenso y la apertura.
Es desde este punto de vista que la crítica que hace Gadamer a la indistinción contemporánea entre política y técnica administrativa, entre política y gestión, tiene una raíz ontológica. La política, como situación de diálogo, comporta siempre una experiencia de la alteridad y, por ende, un disenso. Porque el disenso es la base y el proceso mismo de la experiencia hermenéutica del diálogo, por lo tanto, es la base y el proceso mismo de la política desde un punto de vista hermenéutico.
No obstante, hemos de tener cuidado en precisar una noción hermenéutica del disenso en un sentido político. No puede tratarse de un simple desacuerdo entre opiniones o intereses dado entre ciertos sectores sociales en torno a un asunto común definido de antemano. Un disenso de este tipo puede tramitarse y arreglarse en un consenso con bases procedimentales aceptadas por todos gracias a la existencia de un lenguaje común en las interacciones sociales más básicas del mundo ordinario. En este punto Gadamer es irreconciliable con Habermas, pues la especificidad del diálogo político en un sentido hermenéutico no puede pensarse a través del concepto de la racionalidad comunicativa y del consenso que ella suscribe en su fundamentación.
En palabras del mismo Habermas:
… este concepto de racionalidad comunicativa lleva connotaciones que en última instancia se remontan a la experiencia central de la capacidad de aunar sin coacciones y generar consenso que tiene un habla argumentativa en que diversos participantes superan la subjetividad inicial de sus respectivos puntos de vista y gracias a una comunidad de convicciones racionalmente motivadas se aseguran a la vez de la unidad del mundo objetivo y de la intersubjetividad del contexto en que desarrollan sus vidas. (2010 35)
El que nuestras interacciones ordinarias estén atravesadas por procesos de argumentación es una evidencia de que estos procesos se basan en reglas y procedimientos aceptados por todos y es muestra también de que estos procedimientos pueden reconducirse normativamente como principios de todo diálogo y consenso políticos. Cuando el disenso se trata simplemente de opiniones diversas e intereses heterogéneos que no están incluidos en un procedimiento comúnmente aceptado, el diálogo habermasiano resulta ser un modelo bastante adecuado dentro de una semántica del consenso: la sociedad civil es el escenario en donde se desarrolla este diálogo deliberativo que, al mismo tiempo, recoge intereses y opiniones diversas además de procedimientos únicos aceptados por todos; este diálogo se presenta como alternativa al corto circuito sistémico de la política, en donde las dinámicas administrativas del Estado se aíslan y se separan del mundo de la vida y de las cuestiones propias de la cotidianidad de los ciudadanos.
Pero el problema fundamental que Gadamer ve en el modelo habermasiano es que presupone la posibilidad efectiva de una reflexión que corta y divide la unidad del proceso de comprensión. En efecto, la diferencia habermasiana entre comprender y aceptar(cf. 2007 267) daría cuenta de la posibilidad de comprender una tradición sin aceptarla, pudiendo siempre someterla a crítica. Sin embargo, la reflexión es también un proceso de comprensión y está siempre mediada efectualmente por los prejuicios y cánones de la tradición: las reflexiones sobre la tradición se hacen siempre con los lentes y prejuicios de la propia tradición y nunca puede presuponerse un escenario neutral reflexivo en este sentido.
Las dificultades que tiene el diálogo habermasiano desde un punto de vista hermenéutico son varias, pero pueden recogerse fundamentalmente en un punto: Habermas pretende fundamentar un modelo de diálogo apelando a ámbitos de la racionalidad que están siempre fuera del lenguaje por definición. El lenguaje en Habermas queda reducido a un mecanismo de coordinación de interacciones que no hacen parte del lenguaje y su desarrollo: "En realidad, el entendimiento lingüístico es sólo el mecanismo de coordinación de la acción y las actividades teleológicas de los participantes para que puedan construir una interacción" (Habermas 2010 131). En consecuencia, los enunciados del lenguaje son "manifestaciones" (äusserungen) simultáneas de un "contenido proposicional, la oferta de una relación interpersonal y una intención del hablante" (id. 130), provenientes en gran medida de un "empleo de un saber monológico" que no puede desgajarse de la racionalidad comunicativa (id. 38). Esta concepción del lenguaje en Habermas suscita, en efecto, la constante perplejidad de querer fundar una situación atravesada de principio a fin por el lenguaje (como lo es una situación de diálogo) apelando a elementos monológicos que se sustraen al mismo lenguaje y que, no obstante, pertenecen a él en su dimensión ordinaria, práctico-social y comunicativa. Por el contrario, el diálogo hermenéutico tiene la virtud teórica de fundar el diálogo a partir de una reflexión del lenguaje como diálogo, como conversación, de modo que se evita con esto caer en una metafísica del habla que recurre a elementos trascendentes con respecto a la procesualidad misma del lenguaje para explicar su desarrollo y sus características teóricas fundamentales.
En todo caso, la tarea fundamental de la hermenéutica es para Gadamer: "… eliminar el lastre de la ontología de la substancia partiendo de la conversación y del lenguaje común en ella buscado y que en ella se forma, en el que la lógica de pregunta y respuesta resulta determinante" (1991 361). La hermenéutica como teoría de la comprensión basa siempre sus reflexiones en el proceso de comprensión mismo, que es conversacional y dialógico, y no pretende fundamentar este proceso apelando a elementos que están por fuera de la comprensión como una universalidad abstracta de la razón (procedimiento utilizado por Habermas), pues la razón y la verdad solo tienen fuerza y acontecen dentro de la comprensión y el lenguaje, por lo que están subordinadas ontológicamente a su proceso.
Así, en términos políticos, la principal distancia entre Habermas y Gadamer es que el diálogo político no debe conceptualizarse por medio de su capacidad efectiva de producción de consensos. La experiencia hermenéutica del diálogo nunca consiste en buscar los puntos en común de las partes dialogantes o en fundir las posturas en una posición que exprese un acuerdo para ambas. Tampoco consiste en un principio regido por la simpatía en la que buscamos ponernos en los zapatos de otro.
Suponer que el diálogo tiene como eje conductor el consenso implica serios problemas desde un punto de vista hermenéutico. Consenso y diálogo no son sinónimos ni tampoco términos cercanos; si examinamos a fondo la cuestión, nos damos cuenta de que son conceptos alejados. Una experiencia dialógica que busque un consenso es, en verdad, una experiencia impropia e inauténtica de diálogo. El diálogo aparece aquí como un simple medio, como un simple instrumento que tiene su utilidad y su finalidad en un momento en el que el mismo diálogo termina y cesa: el consenso. Allí se dialoga para terminar de dialogar lo más rápido buscando un acuerdo que cese el conflicto entre las partes en juego. Indudablemente, este tipo de experiencias no pueden ser desechadas ni se puede subestimar su importancia dentro de la vida práctica de los seres humanos: muchos de los litigios jurídicos âsobre todo en el ámbito civil y comercial– ostentan esta forma, ya que se trata de diálogos en los que buscamos un común acuerdo por medio de la apelación a la ley como instancia neutral que subsana el conflicto existente. Pero el diálogo hermenéutico en un sentido político no tiene la forma de un litigio jurídico. Allí donde termina la estructura de situaciones análogas al litigio jurídico es el ámbito en el que comienza la verdadera experiencia hermenéutica del diálogo. En un litigio jurídico los mecanismos de definición de las partes, sus intereses y las formas procedimentales del desarrollo del diálogo están propiamente definidas y han sido ya aceptadas por quienes asienten a resolver el conflicto por medio de la ley; mientras que en las situaciones que competen a un esfuerzo hermenéutico ese ámbito común que permite el diálogo entre las partes debe ser construido y encontrado por la tarea de la comprensión. De este modo, cuando Habermas quiere encontrar un procedimiento de diálogo y fundar en él su concepción del consenso está pensando en situaciones más cercanas al litigio jurídico que a situaciones que implican un verdadero diálogo en sentido hermenéutico.
En consecuencia, la función del pensamiento político no consiste en fundar una procesualidad universal para el diálogo político apelando a las reglas pragmáticas del uso del lenguaje y la argumentación, sino que aquella resulta, más que equivoca, totalmente estéril, pues el diálogo político, en un sentido hermenéutico, existe y surge allí cuando las reglas procedimentales y los elementos que permiten o avalan una comprensión común inmediata han cesado de surtir su efecto y han perdido su fuerza. El diálogo se desarrolla siempre en frente de otro. Y decir esto es más que un simple eufemismo: estar frente a otro implica estar frente a algo que reclama su propia alteridad y no puede subsumirse al punto de vista propio ni a un punto de vista procedimental abstracto que intente suprimir e ignorar su alteridad reclamada. Así,
… en la aparente ingenuidad de nuestra comprensión, en la que nos guiamos por el patrón de la comprensibilidad, lo otro se muestra tan a la luz de lo propio que ni lo propio ni lo otro llegan realmente a expresarse como tales. (Gadamer 1991 371)
Entonces, la filosofía del consenso llega al punto de plantear un diálogo en donde lo que constituye esencialmente al diálogo es suprimido: un diálogo en donde las posturas no se expresan ni existen posturas en sentido estricto, pues lo que hay es el reino regulado de los procedimientos, en donde todas las posturas se recogen, es decir, en donde las posturas dejan realmente de existir como posturas.
¿Qué o cuáles son las posturas en un diálogo político? ¿Qué significa una alteridad en estos términos? Hermenéuticamente la alteridad tiene múltiples formas y nunca puede entenderse desde un concepto fáctico definitivo. La alteridad puede ser desde un texto hasta una persona de carne y hueso. Se trata pues de una categoría fundamentalmente abierta porque la alteridad es un suceso o un fenómeno que no puede ser aprehendido mediante una disposición inmediata de los horizontes de sentido vigentes dentro de una tradición, y, de este modo, no tiene una forma predeterminada. Puesto de otra forma, la alteridad es lo que escapa al propio horizonte y exige no ser zanjado ni comprendido como la simple continuidad de lo propio. Es por ello que el diálogo hermenéutico exige siempre un esfuerzo dado por la presencia de la alteridad. Pero una definición de la alteridad en sentido hermenéutico no basta para hablar de la alteridad del diálogo político: una alteridad en sentido político siempre debe ser comprendida bajo el significado hermenéutico de la alteridad, pero no toda alteridad es de por sí política.
Una alteridad es política cuando no puede ser zanjada ni reducida a los horizontes de sentido que rigen nuestras formas sociales de vida y que organizan nuestra vida en común. No se trata, por supuesto, de prácticas sociales raras y enigmáticas, de prácticas incomprensibles para una época o para una tradición. El poder caracterizarlas como raras y extrañas constituyen una continuidad del horizonte propio en la comprensión. Porque la alteridad no significa simplemente lo que es diferente en el sentido laxo y habitual del término que, al atribuir a la diferencia una ausencia de lo mismo, deja ver en el fondo una continuidad de lo propio y de lo mismo a la hora de la construcción del concepto. La alteridad viene siempre acompañada de una pretensión y de una exigencia de alteridad contenida en su propio seno: se trata de algo que nos llama a que lo reconozcamos como otro. En un sentido político, la alteridad consiste en grupos, prácticas sociales, opiniones, acciones colectivas, etc., que tienen otro punto de vista sobre ciertas prácticas o relaciones sociales vigentes dentro de nuestra tradición. Pero tener otro punto de vista significa manifestarlo, hacerlo visible constituyéndose en una alteridad con exigencia y pretensión. Así, esta alteridad política inaugura un disenso que exige la suspensión relativa del horizonte de sentido en el que descansan las prácticas y las relaciones sociales que han sido cuestionadas. Es cierto que toda alteridad, un texto o una cultura distinta, tiene una pretensión que exige suspender relativamente la continuidad inmediata del propio horizonte de sentido. Así, lo que hace política a la alteridad es que del diálogo con ella surge una fusión de horizontes que compete directa y explícitamente a nuestras prácticas y relaciones sociales.
Esta exigencia y pretensión de alteridad constituye un primer núcleo del diálogo político en un sentido hermenéutico. El texto, como uno de los paradigmas de la alteridad en Gadamer,
p>Así como un texto o lo dicho por alguien se resisten a cualquier interpretación dentro de un proceso dialógico de comprensión, de igual forma una alteridad política se resiste a esos fáciles encasillamientos proferidos por el establecimiento. La idea de Gadamer de que toda alteridad tiene siempre una pretensión de verdad puede guiarnos aquí. Pretensión de verdad no significa en ningún modo una actitud dogmática que ve solamente verdad en la propia opinión. Esta pretensión, en realidad, remite al hecho de que un texto o una alteridad siempre tienen algo que decir sobre el asunto o tema que están tratando: para eso fue escrito el texto y para eso la palabra fue emitida. Quienes protestan o quienes cuestionan los horizontes de sentido en los que descansan nuestras prácticas sociales intentan siempre defender y mostrar que tienen razones para protestar y pensar lo que piensan: guardan, así, una pretensión de verdad.… exige ser comprendido y no cualquier opinión es válida para interpretar un texto. Hay un punto en el que el propio texto no puede ser ya ignorado … el que quiere comprender un texto tiene que estar en principio dispuesto a dejarse decir algo por él. (1991 351)
¿Qué sucede con ese horizonte que es cuestionado? Hay un cambio y una transformación del horizonte, pero debe precisarse en su carácter. Gadamer no piensa en los cambios revolucionarios como el caso por excelencia de esta transformación, puesto que en su opinión aquellos no cambian mucho los horizontes vigentes de la tradición. El cambio de horizonte solo puede ser pensado como apertura del horizonte y no como la implantación de un horizonte totalmente distinto, ya que la alteridad interpela a la tradición y hay una continua mediación entre ambas partes en el proceso dialógico. Apertura del horizonte quiere decir, en cambio, remitir el propio horizonte hacia una pregunta. El diálogo político transforma el horizonte de sentido social cuando en y por el diálogo nace una pregunta que suspende y pone en cuestión tal horizonte.
Podemos comprender más a fondo lo que significa transformar el propio horizonte si recordamos el significado de horizonte en Gadamer: "horizonte es un ámbito de visión que abarca todo lo que es visible desde determinado punto" (1991 373). Transformar el horizonte tiene que ver inevitablemente con ampliarlo y con una ampliación dada siempre por una apertura. Quien transforma su horizonte es quien lo amplía y quien lo amplía es quien está abierto a dejarse decir algo por otro, no necesariamente para asentir frente a lo dicho, sino para ver que su horizonte queda remitido a más temas y asuntos de los que en principio había pensado que podía tratar. Esta remisión implica un enriquecimiento del propio horizonte como apertura, lo que conlleva la construcción de una generalidad que abarca a los horizontes particulares enriqueciéndolos y llevándolos más allá de sí mismos al ampliar su espectro y visión. Es, entonces, la ampliación del horizonte lo que soluciona el problema de interpretar la alteridad desde el propio horizonte: la alteridad no puede ser interpretada, escuchada y comprendida apelando al propio horizonte, pero aun así el intérprete no puede jamás suspender totalmente su horizonte para comprenderla. El punto aquí es que en un proceso de contraste mutuo entre las perspectivas cada una interpreta lo que el otro puede llegar a decir o plantear y lo integra en su propia perspectiva para poder enriquecerla y ampliar el horizonte.
La pretensión y exigencia de alteridad está ligada, de este modo, a la institución y formación de un escenario común de debate que nunca antecede al diálogo y que es creado por él. Pues es solo dentro de la comprensión que se construye el tema o el asunto sobre el que dialogan las partes; el acceso a este tema o al asunto común de discusión política descansa siempre en la inauguración de un diálogo político. Todo ello quiere decir que una concepción hermenéutica de la política no parte nunca de un listado prefigurado de asuntos comunes sobre los que se puede dialogar. Solo en el diálogo se construye, se accede y se encuentra lo que puede ser dialogado: el asunto político común se construye en el diálogo y nunca lo antecede en sentido estricto. La especificidad del diálogo hermenéutico se encuentra allí: cuando las partes se transforman no llegando a un consenso sino comprendiendo que sus perspectivas y horizontes de sentido se remiten a una generalidad que los abarca, es decir, a un asunto sobre el cual tanto lo propio como lo otro tienen algo que decir, aunque sea diferente e incluso opuesto. La fusión de horizontes tiene en Gadamer, precisamente, este sentido.
Toda situación de diálogo descansa en la posibilidad de un desplazamiento mutuo entre las partes. Pero desplazamiento no significa aquí consenso ni simplemente comprender lo que el otro dice sin más. El poder desplazarse se logra cuando las partes dialogantes acceden a una generalidad superior, cuando acceden a un lenguaje y a un tema común de discusión creado únicamente en el desarrollo efectivo del diálogo. El desplazamiento inherente al diálogo tiene, así, una especial connotación para Gadamer:
… este desplazarse no es ni empatía de una individualidad en la otra ni sumisión del otro bajo los propios patrones; por el contrario, significa siempre un ascenso hacia una generalidad superior, que rebasa tanto la particularidad propia como la del otro. (1991 375)
Por eso la fusión de horizontes y el diálogo hermenéutico no tienen un matiz consensualista. No obstante, el diálogo no implica el encuentro de dos posturas dogmáticas que no guardan relación alguna entre sí: un diálogo no son dos monólogos yuxtapuestos. Un diálogo político, en este orden de ideas, no surge allí cuando una feminista y un sacerdote llegan a un acuerdo sobre el aborto bajo procedimientos de argumentación comunes y aceptados, cuando ninguno argumente desde una simple perspectiva particular y respete los procedimientos hipotéticos de la equidad para construir su postura al respecto incluyendo sus presupuestos doctrinarios en la trama de la justicia y el consenso entrecruzado, tal y como lo ha sostenido Rawls (cf. 133-162). Tampoco hay diálogo cuando la feminista despotrica del sacerdote y viceversa. El diálogo se aparta del consenso y del monólogo. Hay diálogo cuando ambas partes amplían su horizonte remitiéndose a un asunto común que ha sido construido mediante el diálogo y que ha transformado no necesariamente lo que piensan o sus convicciones, sino fundamentalmente el horizonte de sus convicciones.
Es bajo este desarrollo argumentativo que debe entenderse la idea de Gadamer según la cual el problema hermenéutico consiste en un acuerdo sobre un asunto que tiene lugar en medio del lenguaje. Que sea un acuerdo no significa que haya un consenso, como ha sido interpretado por algunos autores (cf. Walholf 570). Significa, en cambio, que se ha construido un acuerdo sobre un tema común de diálogo, lo que nunca quiere decir que pensamos lo mismo o que tenemos la misma opinión sobre el tema. De hecho, la diferencia de pensamiento es necesaria para que pueda constituirse un asunto común sobre el que hablamos. Este acuerdo necesariamente tiene lugar en medio del lenguaje porque tiene lugar en el diálogo y nunca por fuera de él.
En un sentido político este acuerdo significa la institución y creación de lo que es común entre los hombres. Pero ¿cómo la feminista y el sacerdote pueden instituir algo común si su diálogo por lo general no termina en nada? Creemos que no termina en nada cuando creemos que lo común resultante del diálogo es el consenso. Pero si consideramos lo común como resultado del diálogo y de la comprensión en donde hay un asunto compartido construido en medio del lenguaje en el que las partes se expresan, las cosas son distintas. El acuerdo sobre un asunto no es que el sacerdote se vuelva feminista o la feminista se convierta en monja; tampoco que ambos acepten el aborto en ciertos casos, lo que podría llegar a ser una postura "intermedia". El acuerdo al que se llega es que hay un asunto, una generalidad superior, una pregunta que ha surgido en el diálogo y sobre la que se puede hablar. La tarea del diálogo es la construcción de las preguntas a partir de la tensión entre posturas que participan en él. El asunto común, entonces, nace cuando ambas partes reconocen que están hablando y dialogando en torno a la misma pregunta. Pero las partes solo se dan cuenta de ello a través del diálogo, y ese es el sentido profundo del diálogo hermenéutico: se ha construido un tema o un asunto, en forma de pregunta, sobre el que se puede hablar y sobre el que las perspectivas expresan sus posturas y pueden llegar a conocerse mejor y ampliar su horizonte. Lo que hay en común entre el sacerdote y la feminista es que están hablando del asunto común dado por la pregunta de la vida en nuestro contexto social (o cualquier otra que se haya instituido por medio del diálogo), pero nunca la misma opinión sobre este asunto. Así, el horizonte de los puntos de vista sobre el aborto puede llegar a ver desde perspectivas distintas el problema de la vida, la familia, el rol de la mujer o lo que pueda llegarse a plantear en el diálogo que solo puede ser imaginado aquí de forma hipotética.
La idea de que el diálogo político instituye y construye un asunto común que antes no existía debe ser tomada con toda la profundidad del caso. Esta idea significa que el mundo de los asuntos comunes existe solamente en medio del diálogo y a partir de él. La política tiene entonces la capacidad de crear e instituir algo que antes no existía: ella nunca puede constituirse por realidades preexistentes y externas al diálogo. En este sentido, la existencia efectiva de la política está siempre subordinada al desarrollo del diálogo. No toda coexistencia social, no todo compartir una tradición, es de por sí política. Si los "elementos constitutivos" de la política, a saber, esos asuntos comunes que se construyen en la fusión de horizontes dentro del diálogo, no pueden existir antes ni por fuera del diálogo, entonces lo que no ha entrado en el diálogo no es político.
Esto nos lleva a concluir que el resultado de la fusión de horizontes es que, al instituir un asunto común de diálogo, ha llevado un asunto a la esfera de la política: ha politizado un asunto. La fusión de horizontes hace que algo que no era política ahora sea reconocido y asumido como tal. Llegar a ser político quiere decir aquí que se convierte en un tema de discusión, en una pregunta, en la que las partes dialogantes tienen algo qué plantear al respecto. Cuando el sacerdote y la feminista dialogan construyen una generalidad que resignifica el asunto del que hablan. Aquí debemos agregar una precisión imprescindible al respecto: la generalidad superior que está en la base de la fusión de horizontes no constituye simplemente el llegar a tocar un tema "más grande" o avanzar en un escalón dentro del nivel de abstracción de las cuestiones sociales. Pasar de hablar del aborto a hablar de la vida (o de cualquier asunto construido como generalidad dentro del diálogo) no significa darse cuenta de que la vida es más general que el aborto como tema de discusión.
No se puede apoyar ese tipo de conclusiones, porque el asunto común es instituido solamente en y por el diálogo: el asunto no puede ser previsto ni predicho, ni mucho menos subordinado a una escalera predeterminada de niveles de abstracción de los problemas humanos.
La transformación y ampliación del propio horizonte se da cuando se accede a una generalidad superior que está atravesada y estructurada por una pregunta. Hermenéuticamente, ascender a una generalidad no significa avanzar en los niveles de abstracción, sino profundizar y dejarse hablar por las preguntas que brotan en el diálogo. Así, ascender a una generalidad superior en un diálogo acerca del aborto no es llegar a la certeza de que el aborto es un caso del problema general de la vida o del rol de la mujer en la sociedad. La generalidad, en cambio, se forma cuando las partes reconocen que lo que conduce el diálogo es una pregunta; cuando reconocen que la pregunta es esta generalidad que los abarca y los recoge. Pues "es claro que en toda experiencia está presupuesta la estructura de la pregunta. No se hacen experiencias sin la actividad del preguntar" (Gadamer 1991 439). El diálogo está atravesado por la pregunta de principio a fin. Comenzamos el diálogo con una pregunta y lo terminamos del mismo modo. En este orden de ideas, no tiene sentido separar y concebir de forma aislada los momentos del diálogo. No es que haya primero pretensión de alteridad, luego fusión de horizontes y finalmente una pregunta instituida. Los tres momentos siempre se presentan de forma dinámica e interrelacionada.
La pregunta es, entonces, el asunto común que instituye el diálogo hermenéutico. Pues ascender a una perspectiva general tiene que ver siempre con acceder a la nueva orientación inscrita en la pregunta. "Es esencial a toda pregunta el que tenga un cierto sentido. Sentido quiere decir, sin embargo, sentido de orientación" (Gadamer 1991 439). La pregunta orienta las perspectivas en un asunto común que es la misma pregunta. Podemos ver bajo este punto de vista que todos los conceptos políticos (como la justicia, la igualdad, la libertad, etc.) nazcan y se desarrollen no como ideas o valores prefigurados que el filósofo puede encontrar y determinar, sino como generalidades en forma de preguntas que nunca van a tener una solución definitiva, y por ello son los lugares generales de un diálogo político. Pues ser el lugar general de un diálogo significa ser algo que abre el sentido, es decir, ser una pregunta. En consecuencia, la justicia existe bajo la forma de la pregunta ¿es esto justo o no lo es?, más que bajo las aseveraciones que dan solución definitiva y acabada a la cuestión de la justicia.2
En consecuencia, lo que hermenéuticamente puede ser llamado un asunto común en sentido político es una pregunta por nuestros horizontes de sentido sociales. Si decíamos que llegar a esta pregunta es politizar un asunto, es porque este asunto ha sido cuestionado, al convertirse en una pregunta, y al hacerlo admitimos su contingencia, su poder ser de otro modo. Cuando surge y nace la pregunta en el diálogo debemos enfrentarnos a que no pueden existir posiciones dogmáticas acerca del destino y devenir de la sociedad, sino que las posturas sobre un asunto deben ser sometidas siempre a discusión, dada la contingencia, la incertidumbre y la apertura radical del asunto tratado: "una conversación que quiera llegar a explicar una cosa tiene que empezar por quebrantar una cosa a través de una pregunta" (1991 441), en cuanto "lo preguntado queda en el aire respecto a cualquier sentencia decisoria y confirmatoria" (ibd.). Cuando el asunto común toma la forma de una pregunta, cualquiera puede tener razón al hablar del asunto. Y es esta incertidumbre, no otra cosa, lo que lo hace ser un asunto común en sentido político.
Aquí se puede reforzar el punto de que el diálogo político hermenéutico no llega nunca a un consenso, pues llega, en cambio, a un acuerdo en medio del lenguaje que descansa sobre la incertidumbre y la apertura en el reconocimiento de una pregunta común que quebranta la cosa sobre la que están hablando los interlocutores. El asunto del aborto se politiza cuando pierde su referencia inmediata al horizonte de sentido de una tradición y se refiere desde ahora en lo fundamental a una pregunta. Esto no significa que la tradición se suspenda o se anula totalmente. Ahora, la tradición debe resignificarse y re–acomodarse para enfrentar la pregunta que ha surgido en el diálogo no con el ánimo de darle una resolución dogmática, sino para permanecer en apertura.
Este es el sentido, el diálogo político tiene una capacidad transformadora:las prácticas sociales transitan a una esfera y a una lógica de cuestionamiento. Lo que quiere decir que nuestras prácticas y relaciones sociales se convierten en contingentes: lo que las define es la incertidumbre abierta por la pregunta instituida por el diálogo como asunto común. El diálogo hermenéutico nos permite comprender la relación entre contingencia y política por medio de la pregunta como asunto común. Hay política solo cuando ciertas prácticas y relaciones sociales han sido cuestionadas a partir del diálogo.
NOTAS AL PIE
1 Dentro de las traducciones al castellano de Gadamer, el uso del término "lingüisticidad" y del adjetivo "lingüístico" para referirse al concepto de ser-en-el-lenguaje y a la mediación universal del lenguaje en la experiencia del mundo ha sido bastante común. Siguiendo la incansable sugerencia de Carlos B. Gutiérrez, hemos decidido emplear el término lenguájico en vez de lingüístico, que parece ser más fiel al término alemán usado por Gadamer: Sprachlichkeit (lenguajidad), en donde el habla o la lengua (Sprache), y no la lingüística como disciplina, juegan el papel fundamental en la construcción conceptual.
2Algunos trabajos prominentes han estudiado las consecuencias políticas de una definición de la justicia desde presupuestos hermenéuticos, como lo ha hecho Warnke (1994). Según esta autora, una definición hermenéutica de la justicia no se basa en principios universales abstractos como en Rawls sino en valores comunitarios compartidos en el seno de una tradición, acompañados de un diálogo libre entre iguales. Sin duda es cierto que hay una distancia entre Gadamer y las definiciones políticas basadas en la modernidad, pero suponer que la justicia se define simplemente por valores y por el influjo directo de la tradición es ignorar sistemáticamente el papel de la pregunta, de la contingencia y de la incertidumbre en la experiencia hermenéutica del diálogo, que nos lleva a concluir que la justicia, en lo fundamental, no se define sino que se interroga permanentemente en medio de un diálogo. En otros trabajos de la misma autora (1987) parece existir un énfasis muy ligero en lo que puede llegar a significar la alteridad para Gadamer (como hemos visto líneas más arriba). De ahí que su reconstrucción política de la hermenéutica y del pensamiento de Gadamer carezca de ese concepto clave que está en la base del significado de la interpretación y del planteamiento del círculo hermenéutico de la comprensión.
Bibliografía
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