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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.63 no.156 Bogotá July/Sept. 2014

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n156.35838 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n156.35838

LA ORGANICIDAD: SOBRE LOS PRESUPUESTOS DE LA IMAGEN DOGMÁTICA DEL PENSAMIENTO SEGÚN GILLES DELEUZE

ORGANICITY: ON THE ASSUMPTIONS UNDERLYING THE DOGMATIC IMAGE OF THOUGHT, ACCORDING TO GILLES DELEUZE

A ORGANICIDADE: SOBRE OS PRESSUPOSTOS DA IMAGEM DOGMÁTICA DO PENSAMENTO SEGUNDO GILLES DELEUZE

JUAN DAVID CÁRDENAS*
Pontificia Universidad Javeriana - Bogotá - Colombia

* cardenas.juan@javeriana.edu.co

Artículo recibido: 5 de diciembre del 2012; aceptado: 11 de junio del 2013.

Como citar este artículo:
MLA: Cárdenas, J. D. "La organicidad: sobre los presupuestos de la imagen dogmática del pensamiento según Gilles Deleuze". Ideas y Valores 63.156 (2014): 7-32. APA: Cárdenas, J. D. (2014). La organicidad: sobre los presupuestos de la imagen dogmática del pensamiento según Gilles Deleuze. Ideas y Valores, 63 (156), 7-32. Chicago: Juan David Cárdenas. "La organicidad: sobre los presupuestos de la imagen dogmática del pensamiento según Gilles Deleuze." Ideas y Valores 63, no. 156 (2014): 7-32.


Resumen

La tradición filosófica se ha asentado sobre una serie de presupuestos a propósito de lo que significa pensar, que ha naturalizado una forma dogmática del ejercicio filosófico y que se ha expandido en general a todas las áreas del hacer y del saber. El presente artículo intenta ofrecer, a la luz de la obra de Gilles Deleuze, un diagnóstico de tales presupuestos.

Palabras clave: G. Deleuze, organicidad, pensamiento.


Abstract

Philosophical tradition has grounded itself in a series of assumptions regarding what it means to think. This has naturalized a dogmatic form of philosophical practice, which has extended to all other areas of practice and knowledge. The article presents a diagnostic of those assumptions, on the basis of the work of Gilles Deleuze.

Keywords: G. Deleuze, organicity, thought.


Resumo

A tradição filosófica tem sido estabelecida sobre uma série de pressupostos a propósito do que significa pensar, que tem naturalizado uma forma dogmática do exercício filosófico e que tem se expandido em geral a todas as áreas do fazer e do saber. O presente artigo pretende oferecer, à luz da obra de Gilles Deleuze, um diagnóstico desses pressupostos.

Palavras-chave: G. Deleuze, organicidade, pensamento.


Desde sus textos juveniles, Gilles Deleuze no ha cesado de recorrer la pregunta: ¿qué significa pensar? Para él, la honestidad filosófica pasa necesariamente por un cuestionamiento relativo a la naturaleza de su propia actividad. Pero muchos filósofos han faltado a esta honestidad. Casi al final de su trayecto filosófico, Deleuze y Guattari afirman: "Los filósofos no se han ocupado lo suficiente de la naturaleza del concepto como realidad filosófica. Han preferido considerarlo como un conocimiento o una representación dados" (2005 17). El presente artículo intenta aproximarse al pensamiento deleuziano, con el ánimo de poner en evidencia el gran olvido que sostiene a la filosofía, el olvido de sus propios presupuestos que no son otros que los presupuestos de la organicidad. Para la tradición filosófica, hay unas bases naturales del pensar; pero estas, a la luz de una mirada crítica, no son más que la expresión de una voluntad que discrimina, a favor del pensamiento orgánico, el puro ruido y caos de la inorganicidad.

El cine y la filosofía: entre la organicidad y lo inorgánico

En una entrevista realizada tras la publicación del segundo volumen de sus Estudios sobre el cine, Deleuze establece un paralelo entre la situación del cine y la filosofía. La cinematografía encontraría una forma clásica contrapuesta a una moderna, una mixtificadora opuesta a una revolucionaria y creativa. De igual manera, en la filosofía parece legítima tal distinción. Habría entonces una imagen orgánica del pensamiento materializada en las convicciones habituales de los filósofos, y otra que tiende a la desorganización de tal imagen; es decir, una modalidad inorgánica cuyo mayor exponente sería, sin lugar a dudas, Nietzsche.

No creo en una especificidad de lo imaginario, sino en dos regímenes de imágenes: un régimen que podríamos llamar orgánico, el de la imagen-movimiento, que opera mediante conexiones racionales y encadenamientos, y que proyecta en cuanto tal un cierto modelo de verdad (la verdad es el todo...); por otra parte, un régimen cristalino, el de la imagen-tiempo, que opera mediante conexiones irracionales y reconstrucción de los encadenamientos, un régimen que sustituye el modelo de lo verdadero por el poder de lo falso como devenir [...]. Vemos ahí el estilo en sus dos estados, sin que pueda decirse que uno de ellos sea más "verdadero" que el otro, ya que lo verdadero como modelo o como Idea pertenece tan solo al primero. Es posible que también el concepto, o la filosofía, presenten estos dos estados. Nietzsche es un ejemplo de discurso filosófico que se inclina hacia un régimen cristalino, para pasar del modelo de lo verdadero al poder del devenir, del órgano a una vida no-orgánica, de los encadenamientos lógicos a los encadenamientos "páticos" (aforismos). (Deleuze 2006 111)

De acuerdo con esta doble formulación, en el campo del cine y en el de la filosofía se definen dos regímenes que entrañan, al final de cuentas, dos modalidades drásticamente diferentes del pensamiento. Sin embargo, se perdería la fuerza filosófica de esta distinción, si no se la pone en relación con lo fundamental, con el conjunto de presupuestos que cada una de ellas implica. Las palabras mismas del autor lo ponen en evidencia: la imagen orgánica del pensamiento arrastra consigo el ideal de lo verdadero, de la consecuencia lógica y de la necesidad causal, mientras que, por el contrario, la perspectiva inorgánica se desembaraza de tales principios, operando más bien por golpes de pensamiento, como lo son los aforismos nietzscheanos, y rompiendo finalmente con el principio de lo verdadero como finalidad del pensar. La opción entre la organicidad y lo inorgánico significa la alternativa entre dos maneras irreconciliables del pensamiento, en cuya tensión se juega el porvenir de la filosofía y, a la vez, como le gustaría a los lectores más mesiánicos, una nueva manera de habitar en la existencia, una nueva humanidad o, tal vez, nuestra sobrehumanidad.

Concentrémonos, entonces, en el triple presupuesto que sostiene a la imagen dogmática como organicidad.

La mímesis y la organicidad en el fundamento

Igual que en Nietzsche, los ataques de Deleuze contra la imagen clásica del pensamiento apuntan siempre en un mismo sentido, tienen nombre propio: Platón. Sin embargo, el autor en que mejor se muestra la dinámica orgánica en el orden del concepto no es tanto Platón, como su discípulo Aristóteles. Como muy bien lo recoge José Luís Pardo, con la profunda sensibilidad filosófica que caracteriza a Aristóteles, este logra sistematizar los principios implícitos en el pensamiento platónico con tal éxito, que alcanza el estatuto de modelo del pensamiento para lo que vendrá después de su obra. "El aristotelismo es el primer desarrollo de las categorías de la representación, y la primera descripción global y sistemática del territorio fundado por Platón: todo el ámbito que la filosofía reconocerá en adelante como el suyo" (Pardo 64). Aristóteles, siguiendo el espíritu filosófico de su maestro, recapitula y reglamenta los aspectos fundamentales del estudio del ser, de tal manera que la filosofía en adelante será entendida como el ejercicio mediante el cual el pensamiento somete la diferencia bajo el yugo de lo idéntico, por la especificación y lo necesario en la argumentación lógica. La repartición del ser en categorías, que se distribuyen en géneros, y estos, a su vez, en subgéneros, especies y subespecies, hasta llegar finalmente a la especie ínfima, no es otra cosa que la normativización del procedimiento de particularización, por el cual la diferencia deja de ser vista por sí misma para llegar a ser subordinada a instancias genéricas superiores. Al final de este recorrido por las categorías, en el que la diferencia se especifica y alcanza su singularidad, el resultado es el siguiente: "los individuos de una misma especie última no poseen ninguna diferencia conceptual: son idénticos y se distinguen solo numero" (Pardo 65). Toda diferencia más allá de esta traza, marcada por la especificación, es pura masa amorfa, anormalidad irrelevante, alteridad ininteligible y, por último, no-ser. Esta es, planteada en términos muy escuetos, la objeción deleuziana a la doctrina de la especificación aristotélica.

Las alusiones de Deleuze a Aristóteles son contadas, pero de amplio alcance. Por ejemplo, un par de referencias directas a él en Diferencia y repetición bastan para estructurar toda una descripción y un ataque a lo que su autor denomina el régimen de la representación. En general, los ataques emprendidos contra Aristóteles entrañan una crítica más amplia, en la medida en que apuntan al grueso de la tradición filosófica que respeta el modelo aristotélico.

Pero, además de las referencias explícitas en que Deleuze se sirve de Aristóteles para establecer una imagen general del pensamiento como organicidad, particularmente en sus obras tardías, se puede encontrar una serie de alusiones indirectas, implícitas, a la caracterización aristotélica de lo orgánico en su constitución formal. Sobre todo en textos como Conversaciones, Diálogos, Mil Mesetas y sus dos volúmenes de Estudios sobre el cine, Deleuze insiste en una forma muy precisa que le corresponde al modelo orgánico del pensamiento, una manera determinada en que sus partes se relacionan en una armónica correspondencia, por la cual el compuesto alcanza su perfección. Presentación formal de la obra orgánica que coincide plenamente con la consignada por Aristóteles en su Poética. Es decir, el modelo orgánico no solo puede ser caracterizado conceptualmente como en efecto ocurre en Diferencia y repetición, de acuerdo con sus compromisos con la necesidad, la identidad, las categorías y finalmente la verdad, sino que, correlativamente, a esta caracterización conceptual la acompaña como su sombra una determinada constitución formal, una forma concreta, a saber, lo que, siguiendo a Aristóteles, podríamos denominar la forma de lo bello. La imagen orgánica del pensamiento nos muestra una cosa: que la verdad, con todo lo que ella implica, tiene una estructura formal propia, que no por casualidad coincide con la forma misma de lo bello.

En "Rizoma", sus autores distinguen una manera clásica de comprender la escritura y, en consecuencia, de darle forma orgánica al texto, de otra manera inorgánica o rizomática. Ellos formulan la siguiente descripción bajo el nombre de libro-raíz:

Un primer tipo de libro es el libro-raíz. El árbol es la imagen del mundo, o bien la raíz es la imagen del árbol-mundo. Es el libro clásico como bella interioridad orgánica, significante y subjetiva (los estratos del libro). El libro imita al mundo como el arte a la naturaleza: por procedimientos propios que llevan a cabo lo que la naturaleza no puede, o ya no puede hacer. (Deleuze y Guattari 2006 11)

Esta descripción apunta a dar con la constitución formal de la obra en cuanto organismo. En esto Deleuze y Guattari siguen claramente a Aristóteles, cuando este establece una relación de analogía entre las formas animales y la obra bella. La belleza de la obra opera como la belleza del mundo, para el Estagirita, lo cual le permite empezar una de sus formulaciones más agudas en su Poética con las siguientes palabras: "puesto que lo bello, animal o cualquier cosa que esté compuesta de partes [...]" (Aristóteles 1450b). Es decir, la belleza del animal o de la obra se dice en un mismo sentido, en cuanto se refiere a su composición, a la relación entre sus partes. El libro-raíz, el bello animal o la bella obra, coinciden en cuanto su constitución formal se articula de un modo determinado. En otras palabras, la belleza de la obra, sea la tragedia griega, a la que se refiere Aristóteles, o el libro-raíz, del que habla Deleuze, al alcanzar su perfección, esto es, al consolidar su forma equilibrada en lo que el francés llama una bella interioridad, logra asimismo devenir imagen del mundo. En la correcta articulación interna de la obra en lo que respecta a sus partes, no solamente se alcanza la belleza en sentido estético, sino que además se reproduce la forma natural de la vida y del mundo en su organización. Es decir, la obra hace mímesis. En esto radica, entonces, el poder de la belleza en la obra; poder que la emparenta con la verdad en cuanto le permite reproducir la estructura más profunda del mundo. Así, la belleza no se relega al campo del arte, sino que entraña consigo un punto de acceso a lo verdadero, y la bisagra de esta articulación está en la obra como mímesis. En las palabras de Gadamer, a propósito de la herencia pitagórico-platónica en el pensamiento griego:

La esencia de lo bello no estriba en su contraposición a la realidad, sino que la belleza, por muy inesperadamente que pueda salirnos al encuentro, es una suerte de garantía de que, en medio de todo el caos de lo real, en medio de todas su perfecciones, sus maldades, sus finalidades y parcialidades, en medio de todos sus fatales embrollos, la verdad no está en una lejanía inalcanzable, sino que nos sale al encuentro. (52)

En la belleza, la distancia entre lo disperso de la realidad y lo idéntico de la verdad encuentra un punto de vinculación. Lo bello ofrece una noticia sensible de lo verdadero. Pero esto solo es posible si a esta belleza se la entiende como imitación. La belleza en su forma le permite a la obra, sea artística, literaria o filosófica, reproducir el mundo y, por lo tanto, ofrecernos una imagen de lo que es él en su estructura más profunda. De este modo, en cuanto que reproducción, la obra en su belleza entraña espontáneamente conocimiento. Hay que detenerse; la mímesis ayudará a aclarar el estatuto de la forma en su organicidad y, por lo tanto, su relación con lo verdadero.1

En el capítulo IX del libro I de la Poética, Aristóteles afirma que la poesía trágica está más próxima a la filosofía que a la historia. Mientras que la historia narra lo sucedido tal cual ocurrió en la anécdota, la poesía cuenta lo que podría suceder, es decir, lo que ocurre según el principio que lo gobierna, estructurándolo en su necesidad global.

La diferencia –entre el historiador y el poeta– estriba en que uno narra lo que ha sucedido y el otro lo que podría suceder. De ahí que la poesía sea más filosófica y elevada que la historia, pues la poesía narra más bien lo general, mientras la historia lo particular. (Aristóteles 1451b)

La historia cuenta la anécdota, pero no hace visible el principio dinámico por el cual ella llega a ser lo que es, mientras que la tragedia, relatando narraciones de eventos no ocurridos, nos ofrece una visión de conjunto que permite ver la ley interna del devenir en su movilidad. La poesía hace visible no solo el movimiento, sino su principio dinámico, esto es, hace visible algo que no se ofrece de manera instantánea a los sentidos en la dispersión de lo anecdótico; es decir, permite una visión de conjunto. Esta mirada de conjunto es llamada por Deleuze y Guattari "memoria larga". "La memoria larga es arborecente y centralizada" (2006 21). La memoria larga no es solo una manera de recordar, sino que es, en su esencia, una manera amplia de captar, en la que todo lo que ocurre es visto en relación con el conjunto del que hace parte. Cada evento existe como ocupando un lugar dentro de un plan más abarcador que lo justifica. La memoria larga, esa visión de conjunto, explica las cosas y los eventos por algo que no está inmediatamente en ellos, por algo más amplio de lo que hacen parte; finalmente, por una totalidad en virtud de la cual lo particular es tanto visible como inteligible. En esta composición, la parte subordina su existencia al todo. Así, la visión de conjunto permite no solo ver las partes, sino que las integra en su complementariedad, al servicio de un todo compuesto extensivamente por estas partes y dinámicamente definido por sus relaciones de codependencia. La memoria larga es, en suma, la intuición de una totalidad cerrada al modo de un bello relato, en el que cada parte ocupa su lugar en beneficio del todo narrado.

Y es justo por esta visión de conjunto que la obra lanza al pensamiento más allá de lo singular, pues hace visible no solo lo particular, sino que lo pone en relación con el compuesto en su cerramiento. La forma orgánica proyecta el pensamiento de lo particular a lo general por medio del ensamblaje de elementos heterogéneos, localizables como partes en función de un todo acabado. En esta medida, la mímesis rebasa el plano meramente poético, y se proyecta hacia el epistemológico e, incluso, al ontológico. Gracias a esta puesta en evidencia de la relación entre lo particular y lo general, el espectador de la tragedia no solo se involucra con el mundo de lo verosímil en el orden de la ficción, sino que, además, encuentra un medio perfecto, por su eficacia emotiva, para empezar a ver el mundo con nuevos ojos, lo que quiere decir, para ver lo general que subyace a lo particular.2 La mímesis poética, en la belleza de su forma, en la perfección de su composición, le permite al hombre ver nuevos aspectos del mundo para los que la intuición inmediata no está preparada. La teoría de la mímesis ha ganado entonces la vinculación del plano poético de la tragedia con el epistemológico de la filosofía.

Así, la visión de conjunto significa, a la vez, inteligibilidad del todo, y de la parte por el todo. La bella obra ofrece, por sus facultades imitativas, la imagen de un mundo ya descifrado, articulado según una forma ya individuada. Deleuze lo plantea de la siguiente manera en "Rizoma":

La lógica del árbol es una lógica del calco y de la reproducción [...]. Su finalidad es la descripción de un estado de hecho, la compensación de relaciones intersubjetivas o la exploración de un inconsciente dejà là [...]. Consiste, pues, en calcar algo que se da por hecho, a partir de una estructura que sobrecodifica o de un eje que soporta. (Deleuze y Guattari 2006 17)

Entonces, imitar significa imitar algo ya dado, algo cuya forma cerrada ya está presupuesta, o, en los términos de Aristóteles, algo completo. Toda imitación tiene por objeto algo completo, una forma acabada. Pero cuidado, esto no significa que la bella forma haga estático el mundo; todo lo contrario, ella busca hacerle justicia en lo que respecta a su movilidad. La escultura griega nos ofrece perfectas imágenes orgánicas del cuerpo cuya belleza se soporta en el efecto de movilidad que se insufla a la inmóvil materia. Por esto mismo, Aristóteles privilegia los argumentos trágicos complejos sobre los simples, pues en los primeros el drama intensifica su vitalidad, se muestra como material móvil que se resiste al carácter estático y que, por ello, le ofrece al pensamiento una mejor imagen de un todo acabado como totalidad en movimiento. Movilidad que lleva la organicidad hasta su propio límite. Lo orgánico, en su expresión más elevada, siempre pone en peligro su propia estructura, su fascinación por el movimiento lo lleva siempre hasta el límite de su propia deformación; claro, llegando siempre hasta el punto exacto en que esta es mantenida a raya. A propósito del cine clásico, Deleuze lo presenta así:

[...] es preciso que las partes actúen y reaccionen unas sobre otras, para mostrar de qué modo entran en conflicto y amenazan la unidad del conjunto orgánico, y a la vez de qué modo superan el conflicto y restauran la unidad [...], al conjunto orgánico le corresponde siempre verse amenazado. (2003 53)

La organicidad materializa perfectamente el drama del pensamiento, la disputa con las fuerzas del caos para hacer algo de orden, para hacer sentido sobre lo que se rehúsa. Pensar entraña un duelo que obliga a domeñar lo que escapa a toda ley de asociación, de secuencialidad, de relación. En algún sentido, y esto lo ilustra el modelo orgánico a la perfección, pensar significa un duelo frente a frente con el sin-sentido y el desorden.

Pero la mímesis, como artificio en la obra, solo es posible porque el mundo mismo, la vida del mundo, realiza ya, de manera natural, esta actividad imitativa. La mímesis en el arte se respalda en la naturalidad de la mímesis del mundo como principio dinámico de la vida orgánica. Las relaciones de herencia entre un padre y sus hijos son expresión del procedimiento mimético en su manifestación más natural. Pero también en la relación del animal específico con la especie a la que pertenece, lo particular imita a lo universal en el acto de su advenimiento al ser.

Se trata de pensar la unidad y la identidad de un animal en su relación lógica con la clase superior de la especie (relación de lo particular con lo universal), pero también en su relación vital e histórica con las otras especies. (Sauvagnargues 37)

La mímesis no es privativa de los seres humanos, la naturaleza, por ejemplo en el caso de la genética y la reproducción sexual, opera con los mismos medios. De este modo, mímesis es realidad ontológica. A esta realidad ontológica de la mímesis Deleuze la llama hábito. La vida misma se organiza de acuerdo con hábitos, alcanzando la regularidad que le permite estabilizar sus formas en la actividad reproductiva. Ya desde Diferencia y repetición, cuando su autor se caracterizaba como acérrimo defensor de la diferencia, esta inclinación no significaba una ceguera ante la evidente operación de la vida orgánica como repetición. El hábito "no atañe solamente a los hábitos sensorio-motores que tenemos (psicológicamente), sino, en primer lugar, a los hábitos primarios que somos, a las miles de síntesis pasivas que nos componen orgánicamente" (Deleuze 2002 125). La vida es posible por esta repetición, de tal suerte que la mímesis es categoría biológica y, finalmente, ontológica, que recorre desde la vida orgánica en sus expresiones más primitivas hasta la vida cultural del hombre en lo que respecta a la poesía.

La reproducción animal es, en efecto, la sede de la repetición. Pero esta reproducción es igualmente mímesis, y vale como principio para la cultura bajo el título de representación o reproducción, como creación de forma y como modelo de la imitación y la semejanza en el arte. (Sauvagnargues 37)

En este sentido, la vida animal y la humana se continúan. La vida orgánica en el mundo, como el cine en la ficción, necesita de la repetición para perpetuarse; pero esto le significa una disputa con el tiempo en su potencia más inorgánica.

Hace falta que el movimiento sea normal: solo si cumple condiciones de normalidad puede el movimiento subordinarse al tiempo y convertirlo en un número que lo mide indirectamente. Lo que nosotros llamamos normalidad es la existencia de centros: centros de revolución del movimiento mismo, de equilibrio de fuerzas, de gravedad de los móviles, y de observación para un espectador capaz de conocer o de percibir lo móvil y de asignar el movimiento. Un movimiento que de una u otra manera escape al centrado es anormal, aberrante. (Deleuze 2007 58)3

Constatación en el campo del arte, en el del cine, que coincide con lo que ocurre en el campo de la vida. El tiempo debe ser normalizado, depurado, atado a fines y, por lo tanto, sintetizado en recuerdos del pasado y esperas a futuro.

Todo organismo es, en sus elementos receptivos y perceptivos, pero también en sus vísceras, una suma de contracciones, de retenciones y de esperas. En el nivel de esta sensibilidad vital primaria, el presente vivido constituye ya en el tiempo un pasado y un futuro. Este futuro aparece en la necesidad como forma orgánica de la espera; el pasado de la retención aparece en la herencia celular. (Deleuze 2002 123)

En pocas palabras: la vida biológica o la vida del arte, en lo que respecta a su organicidad, adeudan todo a la dinámica "reduplicadora" de la mímesis, que entraña, en su base, un cerramiento del tiempo sobre sí. Y por este cerramiento, en la mímesis no solo la obra alcanza su belleza, sino que además conoce la estructura misma de lo real como cerramiento y repetición. Por esto es viable y esclarecedora la siguiente afirmación: la mímesis se dice en tres sentidos importantes: estético, epistemológico y ontológico. Sentidos que se imbrican en la dinámica estabilizada de una vida orgánica del arte, del pensamiento y del mundo.

Ahora bien, la Poética es clara en su distinción entre una buena modalidad de la mímesis y una mala. No toda repetición alcanza a reproducir las formas y, por lo tanto, no se efectúa propiamente como repetición de lo Mismo. Aristóteles considera que el argumento unitario, necesario y verosímil es, por estos rasgos generales, digno de valoración positiva en cuanto mímesis. Pero, por el contrario, los argumentos episódicos son objeto de su rechazo, no solo por su desorganización formal, sino correlativamente por su pésima eficacia imitativa, esto es, por su antinaturalidad: "De los argumentos o acciones simples, los episódicos son los peores. Llamo episódico a aquel argumento en el cual la sucesión de los episodios no es ni verosímil ni necesaria" (Aristóteles 1451b). En consecuencia, la mala mímesis es tal por su desorganización, por la debilidad del eslabonamiento entre sus partes y, por lo tanto, por la deformación de la forma natural. La mala mímesis transfigura la forma, la deforma y, así, por su imperfecta imitación, pone en vergüenza la perfección de la vida misma. Es decir, no toda mímesis establece una relación legítima con su modelo. Tal vez la problematización deleuziana del asunto del original y la copia en Platón nos dé luces.

Es correcto definir la metafísica por el platonismo, pero insuficiente definir el platonismo por la distinción de la esencia y la apariencia. La primera distinción establecida por Platón es la del modelo y la copia; ahora bien, de ningún modo la copia es una simple apariencia, ya que mantiene con la Idea como modelo una relación interior espiritual, nosológica y ontológica. La segunda distinción, todavía más profunda, es la de la copia misma y la del fantasma. Es evidente que Platón no distingue, y hasta no opone, el modelo y la copia, sino para obtener un criterio selectivo entre las copias y los simulacros, estando unas fundadas sobre su relación con el modelo; los otros, descalificados porque no soportan ni la prueba de la copia ni la exigencia del modelo. Por lo tanto, si hay apariencia, se trata de distinguir las espléndidas apariencias apolíneas bien fundadas, y otras apariencias malignas y maléficas, insinuantes, que no respetan ni el fundamento ni lo fundado. (Deleuze 2002 392-393)

El modelo funciona claramente como aquello que desde su identidad sirve de piso para las imitaciones. El modelo es, en cuanto tal, lo Mismo por sí mismo; es decir, se conserva idéntico en cualquier entramado relacional. Mientras la copia es a la vez idéntica, pero, en este caso, por referencia al modelo que expresa por su vínculo interno con aquel. El modelo es identidad en sí misma y la copia se asemeja al modelo que la fundamenta, es siempre por otro. Pero la mala mímesis fracasa en el establecimiento de esta relación interna con el modelo. En ella el modelo se deforma. Así, los simulacros, como el drama episódico, son legítimamente relegados al recóndito espacio del no-ser (cf. Cacciari 2000).

Los simulacros, que son propiamente los que no se asemejan, los diferentes, las diferencias, aquello que no se acomoda al modelo inteligible de lo sensible, son forzosamente lo que no es. La historia de la representación no podría haber comenzado sin eliminar previamente del cuadro lo que no obedece a sus leyes. (Pardo 63)4

La fundamentación de la copia en el modelo concluye con la condena del simulacro, pues él significa su gran peligro, el riesgo ontológico de un no-ser que pasa por ser. Es claro, en Aristóteles el modelo ya no es la Idea, sino la vida orgánica en su devenir organizado. El modelo ya no es algo estático e ideal, sino algo móvil y concreto, pero no por eso menos "esencializado". Aristóteles ha naturalizado el cambio como proceso, al atarlo a la forma como thelos; lo ha naturalizado al fijarlo a una estructura del movimiento en virtud del cual se discrimina la buena mímesis de la mala. Y en este caso, como en Platón, el fundamento es criterio último de discriminación. Cuando Aristóteles condena el drama episódico, lo que afirma tácitamente es la ruptura de esa relación interna entre el modelo de la vida orgánica natural como devenir estructurado y su copia en la obra de arte. Ruptura que se traduce como deformación de la forma natural, como desarticulación de la organicidad de la bella forma de los cuerpos vivos en su devenir. La vida en su estructura más propia repudia –en el mismo sentido que el Estagirita al mal drama– la desarticulada composición inorgánica. El odio por la deformidad de la diferencia no es solo antropológico, es ontológico. Y todo esto se debe a que allí, en el mal drama, la vida como organicidad fracasa. Solo así, como fracaso, la imagen dogmática se aproxima a la deformante potencia de lo inorgánico. De acuerdo con todo lo anterior, es legítimo afirmar que "fundar es siempre fundar la representación" (Deleuze 2002 404).

Están dadas las condiciones para llevar a cabo una torsión. Si la copia, en este caso la obra, hace mímesis, y toda mímesis es imitación de un modelo como identidad, de antemano, como primer momento de esta acción, se parte de la afirmación de la existencia a priori de tal modelo. Esto es, para que la obra haga mímesis como organicidad, antes que nada debe estar presupuesta la organicidad en sí del fundamento, del original modelador abstraído de toda relación, en virtud del cual aquella es copia. Así, la semejanza orgánica en la copia reclama la anterioridad de la identidad orgánica del fundamento. Tras la organicidad de la copia se esconde, como su presupuesto esencial, la del modelo. De este modo, la copia ha instaurado su propio modelo, ha establecido y embellecido al mundo al entregarle, justamente por su condición mimética, un fundamento que lo sostiene. "El que copia siempre crea su modelo y lo atrae" (Deleuze y Guattari 2006 18). La copia arrastra consigo a su modelo y lo hace pasar por primero. Así, la obra como mímesis ha puesto al fundamento. La belleza de la obra orgánica presupone la belleza del mundo, en el mismo grado que la verdad de la obra filosófica reclama con urgencia la existencia de un mundo verdadero. La organicidad de la obra, en un sentido amplio, exige la organicidad objetiva del fundamento.

No se busca la verdad sin postularla de antemano; dicho de otro modo, sin presumir, incluso antes de haber pensado, la existencia de una realidad: no de un mundo (eso Deleuze no lo cuestiona), sino de un mundo verídico, idéntico a sí y que sería dócil, fiel a nuestra expectativa.
(Zourabichvilli 19)

Al naturalizarse el original y elevarse en su autonomía, toma vida propia y, como efecto, el trucaje ontológico queda consumado y el modelo sublimado; se consolida entonces como criterio de comprensión y discriminación de la totalidad de los fenómenos con todo su poder neutralizador de la diferencia.

La forma y la organicidad en la obra como pensamiento

La unidad orgánica posee una distribución interna necesaria o, si se quiere, causal, lógica, y es por ello que encuentra su cerramiento como totalidad acabada. El principio viene primero, luego el medio y, como cierre, el final. Lo completo es cerramiento de un todo lógicamente ordenado. La relación física se cierra cuando el ordenamiento entre las causas y sus efectos se consuma o, en la lógica, cuando el antecedente deriva en el consecuente. Primero el niño, luego el adulto maduro y finalmente el anciano. Hay un proceso caracterizado por la sucesión permanente en la que cada momento es necesario para pasar al siguiente. De ahí la imagen del árbol para figurar el modelo clásico del pensamiento: un tronco del que se desprenden ramas a las que le siguen las hojas y al final, en la punta de la rama, el fruto. Nada dejaría más satisfecho al Estagirita que esta distribución progresiva de los elementos, según un ordenamiento necesariamente sucesivo. Así como el árbol de la vida que especifica sus formas progresando lógicamente por el sendero de los géneros y las especies, el filósofo sigue la necesidad, es arrastrado por su secuencia en la necesidad. "El pensador es feliz cuando ya no tiene opción. La filosofía siempre comprendió y admitió esta correlación entre pensamiento y necesidad" (Zourabichvilli 14). El modelo orgánico hace del tiempo una progresión de instantes organizados de manera secuencial, según un principio de ordenación causal. Sea causalidad final o eficiente, de todas maneras, el modelo progresivo no cede. Habría así un orden natural del pensamiento que va de lo general a lo particular o viceversa, pero siempre siguiendo el camino preexistente demarcado por la necesidad, por la naturaleza progresiva del pensamiento y de la vida. Así como en el organismo la cabeza va sobre los hombros, en el pensamiento la respuesta viene después de la pregunta. En su libro compartido con Deleuze, Claire Parnet asegura lo siguiente, de esta imagen arborescente: "Casi todas las disciplinas pasan por esquemas de arborescencia: la biología, la lingüística, la informática" (Deleuze y Parnet 31).

Ahora bien, la dinámica lógico-progresiva del compuesto orgánico es posible por un supuesto fundamental, a saber, que la unidad orgánica es extensiva, es decir, es, como un predio, divisible en partes conmensurables en lo que respecta a su extensión. Hay partes, unas más grandes que otras, pero todas con una medida común en la que se igualan entre ellas y en la que encuentran un lenguaje común con el Todo que las abarca (cf. Rodowick 178). La delimitación de lo orgánico hacia afuera, relativa a lo que ella no es por su contorneado acabamiento, se repite en el interior, en la manera como sus partes se relacionan entre ellas. El orden de la organicidad presupone la discrecionalidad de sus partes. La unidad orgánica es totalidad discreta tanto hacia afuera, en relación con lo que ella no es, como hacia adentro, en lo que respecta a la correlación entre sus partes. De este modo, se hace visible en qué medida la interioridad de la estructura se repite como interioridad de cada una las partes. Constituyentes claramente definidos, sin zonas grises de indiscernibilidad y con rasgos propios cualitativamente diferentes. Es decir, la totalidad orgánica está compuesta de individuos-partes perfectamente definidos. En el caso cinematográfico esto es clarísimo. Para el modelo clásico: "Todo está individuado: el medio como tal o cual espacio-tiempo, la situación como determinante y determinada, el personaje colectivo tanto como individual" (Deleuze 2003 204).

Adicionalmente, dada la organización interna de la bella forma, no basta con dividirla en partes. A cada parte no solo le corresponde su lugar, sino que, a su vez, le está determinada su extensión y su actividad en función del todo. Esto es, cada parte es un órgano del organismo, lo que equivale a decir que la especificidad cualitativa que distingue a las partes, las unas de las otras, es esencialmente funcional. Es bien célebre la expresión que Deleuze toma prestada de Artaud, cuerpo sin órganos, en la que designa la tensión, la disputa entre el organismo que busca englobar a sus órganos, y estos que se le resisten, que buscan independencia, que se desarticulan como las partes de un drama episódico. En el cuerpo sin órganos las partes pueden liberarse relativamente de su valor instrumental para ir más allá de la función y arrastrar consigo la totalidad del organismo en un ejercicio de experimentación. Por eso, la organización del organismo como totalidad cerrada es planteada por Deleuze en términos de tensión de fuerzas, de sometimiento y de resistencia: el organismo es un efecto, es el resultado de una disputa –como el niño que por fin aprende a no orinarse en la cama–, es "un fenómeno de acumulación, de coagulación, de sedimentación que le impone formas, funciones, uniones, organizaciones dominantes y jerarquizadas, trascendencias organizadas para extraer de él –cuerpo sin órganos– un trabajo útil" (Deleuze y Guattari 2006 164). Trabajo útil que significa el cerramiento significante de la totalidad. La utilidad operativa de un cuerpo físico es utilidad significante de uno intelectual. Se pide que el libro diga algo, que la película trate de algo, que el cuerpo biológico opere de acuerdo con determinada intencionalidad.5

Tenemos entonces que la estructura implicada por la forma presupone una cierta distribución de los elementos, según una economía perfectamente delimitada. El compuesto orgánico, en cuanto formado, obedece a una distribución inequívocamente caracterizada. Totalidad y cerramiento, necesidad interior, discrecionalidad de las partes y funcionalidad en torno a un centro como alma del todo. Estos son los rasgos anatómicos que caracterizan la estructura formal de la obra orgánica, y que, por su presupuesto carácter mimético, se trasladan al fundamento como su estructura de base.

El reconocimiento y la organicidad subjetiva

De manera progresiva, desde su obra temprana, particularmente desde sus escritos sobre Proust y Nietzsche, Deleuze ha insistido en la necesidad de deshacer un supuesto neurálgico sobre el que reposa la tradición filosófica en particular y el pensamiento occidental en su conjunto. Este no es otro que el de suponer una familiaridad entre el pensamiento y la verdad. Familiaridad que asegura el buen trato del pensamiento con lo verdadero; es decir, que presupone la buena voluntad del pensador y, más precisamente, la noble naturaleza del pensamiento con relación a su objetivo: la verdad. Ya en Diferencia y repetición, sistematizando lo dicho en sus estudios previos, Deleuze dirá que es definitivo para la filosofía el planteamiento

[...] del pensamiento como ejercicio natural de una facultad, en el presupuesto de un pensamiento natural dotado para lo verdadero, en afinidad con lo verdadero, bajo el doble aspecto de una buena voluntad del pensador y de una recta naturaleza del pensamiento. (Deleuze 2002 203-204)

La verdad es interior al pensamiento, según este presupuesto, dado que la ley de su movimiento apunta a ella como su destino natural. "La verdad no ha sido todavía conquistada o poseída, pero el pensador se provee de su forma de antemano" (Zourabichvilli 15). Por ello, pensar es sinónimo de actualizar, de materializar un destino interno o una ley prefigurada, necesaria, que se alcanzaría en lo verdadero. ¿Qué filósofo no ha visto en la verdad su más elevada meta y el objeto que lo arrastra, sea este la Idea, la Sustancia, el Yo o el Absoluto? En este sentido, la interioridad de la bella forma, con sus conexiones sucesivas y necesarias, se repite en lo verdadero como destino interior del pensamiento. Así, por definición, todo pensar, todo pensamiento efectivo, es pensamiento orientado hacia lo verdadero. De derecho, la verdad le pertenece al pensamiento, esto es, la verdad es condición trascendental del pensamiento de acuerdo con la imagen orgánica. Así lo dice Deleuze en Diferencia y repetición: "la buena naturaleza y la afinidad con lo verdadero pertenecerían al pensamiento de derecho, cualquiera fuera la dificultad de traducir el derecho a los hechos, o de reencontrar el derecho más allá de los hechos" (Deleuze 2002 206). Pero esta no es más que una compresión bien relativa de lo que es y de lo que puede llegar a ser el pensamiento a los ojos del autor de los Estudios sobre el cine; esta actividad entraña una aventura que ha sido obviada. Ya desde Proust y los signos, Deleuze afirma más bien lo contrario: "La equivocación de la filosofía consiste en presuponer en nosotros una buena voluntad del pensar, un deseo, un amor natural de lo verdadero" (Deleuze 1972 25). Sirviéndose de Nietzsche, incluso antes de la publicación de Nietzsche y la filosofía (2000), Deleuze intenta dramatizar la filosofía y su relación con la verdad. Solo hasta el advenimiento de la filosofía del martillo, la armoniosa relación entre el pensamiento y la verdad será atacada y expuesta en sus presupuestos. Desnaturalizar el pensamiento en su relación con la verdad: ese es el propósito nietzscheano y, en parte, su herencia sobre Deleuze. Y el mejor recurso para llevar a cabo tal desnaturalización es denominado dramatización. La dramatización pone al pensamiento en relación con el conjunto de fuerzas externas que lo llevan a pensar, esto es, lo asocia a un afuera contingente y dinámico que, por su carácter circunstancial, instala al pensamiento en el juego de sus condiciones singulares. En su dramatización, la Idea o el concepto son obligados a mostrar, como en un personaje literario, el conjunto de sus intereses y las circunstancias por las que actúan, el afuera en función del cual se ponen en movimiento. Dramatizar el concepto es hacer patente el drama mismo del pensamiento en el seno de la filosofía. En su dramatización, el concepto muestra su pertenencia a un espacio problemático preciso, fuera del cual perdería su sentido. En las palabras de Deleuze, el enfrentamiento entre este pensamiento dramático y la tradición filosófica encarnada en el paradigma platónico es planteado en los siguientes términos:

En el platonismo, la pregunta por la Idea se determina bajo la forma ¿Qué es...? Esta noble pregunta que suponemos relacionada con la esencia se opondría a preguntas vulgares que remiten únicamente al ejemplo o al accidente. Así, no se preguntará qué es bello, sino qué es lo Bello. No se preguntará dónde o cuándo hay justicia, sino qué es lo justo. No cómo se obtienen dos, sino qué es la Diada [...]. Sin embargo, este privilegio del ¿Qué es...? se revela, en cuanto tal, dudoso y confuso, incluso en el platonismo y en la tradición platónica. Porque la pregunta ¿Qué es...? no anima más que los llamados diálogos aporéticos. (2005 128)

El ¿Qué? de la pregunta preformula la verdad de la esencia en la respuesta, lo que no es otra cosa que la presuposición de un movimiento condicionado. Esta forma de preguntar presupone la forma misma de su satisfacción en la respuesta, y se fascina con la necesidad de esta actividad. Pero parece que la interioridad supuesta en el tipo de pregunta ¿Qué es...? no conduce a otra cosa que a la aporía. Deleuze señala que en sus textos maduros Platón desplaza la pregunta por el ¿Qué? hacia el ¿Quién? ¿Cuánto? ¿En qué caso? "Cuando la dialéctica platónica se convierte en algo serio y positivo, la vemos tomar otras formas: ¿Quién? en el Político, ¿Cuánto? en el Filebo, ¿dónde y cuándo? en el Sofista, ¿En qué caso? en el Parménides" (Deleuze 2005 128-129). La pregunta por la esencia, o no conduce a nada, o desemboca en abstracciones alejadas del mundo de la pregunta que la convoca. De este modo, por esta abstracción, la Idea asume una tendencia hacia una verdad igualmente ideal, distante de los avatares del mundo, "verdades abstractas que no comprometen a nadie, ni trastornan nada" (Deleuze 1972 25).

Pero, desde Nietzsche, el panorama es diferente. En una entrevista a propósito de su libro recién publicado sobre Nietzsche, Deleuze aclara los motivos de su interés por el filósofo alemán:

Nietzsche cuestiona el concepto de verdad, niega que el elemento del lenguaje pueda ser lo verdadero. Recusa las nociones de verdad y falsedad. No porque las "relativice" al modo escéptico ordinario, sino porque las sustituye por el sentido y el valor como nociones rigurosas: el sentido de lo que se dice, la valoración del que habla. (2005 177)

Con Nietzsche, la verdad se asocia a una voluntad, y, en consecuencia, la armonía entre el pensamiento y lo verdadero ve enturbiado su equilibrio natural. La verdad no es ya el destino formal del pensamiento, sino el objeto de un querer, de suerte que se hace legítima la pregunta plateada en Proust y los signos: "¿Qué quiere quien dice ‘quiero la verdad'?" (Deleuze 1972 26). Con Nietzsche se introducen en la filosofía las categorías de sentido y valor como trascendentales, como condiciones de posibilidad del pensamiento. Como efecto de esto, el concepto filosófico puede ser reinsertado dentro de su localidad, en el seno del propio campo problemático en el que aparece, de los sentidos y valores que sobre él recaen y de las voluntades que lo impulsan. Los conceptos tienen su propio aquí y ahora, su propio quién, cómo y cuándo.

Lo conceptos existen del mismo modo que los personajes [...]. Los conceptos, en filosofía, han de presentarse como una especie superior de novela policíaca: deben tener una zona de presencia, resolver una situación local y estar relacionados con "dramas", deben comportar una cierta crueldad. Deben tener coherencia y también recibir su coherencia de afuera. (Deleuze 2005 184)6

A la filosofía le falta el empirismo de lo circunstancial, de los valores y sentidos, siempre locales, que se asocian a una búsqueda concreta de la verdad. Como en Marx y la ideología, o en Freud y la represión, siempre hay un sentido oscuro, una voluntad que, justo por su invisibilización, pasa oculta y facilita la idealización de lo que es el pensamiento, siempre invocado por una urgencia. Así, ¿Cuándo?, ¿Cómo?, ¿Quién?, ¿Dónde? definen, más allá de cada caso particular, las condiciones trascendentales mismas de la actividad pensante. "Este conjunto de determinaciones – ¿Cómo?, ¿Cuándo?... –, en efecto, no está en absoluto ligado a tal o cual ejemplo, tomado de un sistema filosófico o biológico, sino enuncia las categorías de todo sistema en general" (Deleuze 2005 132). Presuponer la naturaleza bondadosa del pensamiento arrastra consigo la suposición de que este ejercicio es incondicionado, separado de sus circunstancias.

Podría pensarse que, con el giro moderno, la verdad sería puesta en relación con el factor volitivo, ante la pérdida de centralidad del fundamento debido a la primacía del sujeto o por la instauración del modelo crítico kantiano, pero esta nueva centralidad subjetiva restituye y reafirma la antigua identidad del fundamento y, a su vez, como resonancia de ello, la crítica es debilitada de antemano por el excesivo prurito moral del filósofo de Königsberg. Es claro que, después de la formulación del cogito cartesiano, de la inauguración de la modernidad en la filosofía, la prioridad ontológica se traslada de la realidad del fundamento, sea este el mundo de las Ideas, la sustancia o Dios, al campo de la subjetividad. Lo cual equivale a afirmar que la organicidad del fundamento es recusada en nombre de la subjetividad como condición primera de realidad del ser. Desde Descartes, ya no se comienza por el ser, sino por el sujeto.

Descartes, aduciendo la mayoría de edad de la razón, elimina todo pre-juicio "objetivo" aristotélico: la propia ousía como centro de irradiación lógico-ontológico y, con ella, toda la cadena de categorías, géneros, especies e individuos derivados. Al liberarse de esa tutela en nombre del cogito, todo el panorama parece cambiar violentamente. (Pardo 71)

Con el giro cartesiano, la realidad objetiva del mundo que se ofrece a los sentidos y, con ella, la realidad dogmática del fundamento, son suspendidos por la duda. Con ello, la identidad y organicidad del modelo se suspenden, pues el modelo mismo como fundamento ha sido declinado. El fundamento, ante la duda hiperbólica, ha quedado injustificado. Pero esta negación es solo provisoria. La organicidad del fundamento como forma original es restituida bajo la figura de la identidad subjetiva. Aristóteles ha sido relevado por Descartes en la carrera de postas que es la filosofía. Con el giro cartesiano, la identidad alcanza su formulación moderna:

Solo una cosa es indudable: el yo representante. Este yo es el único foco hacia el que convergen todas las diferencias y cuya unificación es posible solo a merced de su identidad subjetiva. Así que, ahora, la identidad del concepto no reposa sobre la mismidad jerárquico-distributiva del ser, sino sobre la unidad de la propia conciencia subjetiva que se representa ese ser. (Pardo 72, énfasis agregado)

De este modo, todos los rasgos de identidad del fundamento se trasladan al sujeto como nueva prioridad ontológica. Se ha pasado de la organicidad de la forma en el fundamento a una nueva, a la organicidad del sujeto en la unidad cogitativa. "Lo ‘mismo' de la Idea platónica como modelo, garantizado por el Bien, ha cedido su lugar al concepto originario, fundado sobre el sujeto pensante" (Deleuze 2002 394). De esta manera, se ha pasado de la organicidad explícita del fundamento a la implícita en el sujeto como identidad antropológica universal (Deleuze 2002 201). Ya no se obstaculiza la diferencia mediante el proceso de especificación por las categorías, sino que se la somete al principio de convergencia de lo diferente en la unidad pensante del yo. Así, la representación se ha hecho subjetiva, organicidad subjetiva. Es célebre la experiencia cartesiana con el trozo de cera como ejemplo de la unidad subjetiva de la conciencia, en la que todos los datos sensibles y las ideas concomitantes coinciden en una percepción unitaria e inteligible del objeto. Cuando se toma una cera compacta con una forma determinada y se la acerca al fuego, ella cambia de color, de textura y hasta de olor. No obstante, según lo advierte Descartes, pese al cambio que ha sufrido la cera, ella aún permanece, pues sigue siendo cera para la mente, ya que la mente, realizando una inspección, puede percibirla aunque sus características hayan mutado. La unidad subjetiva se repone a la diversidad de lo que se ofrece a los sentidos, e incluso, contra ello, permite ver la identidad que subyace en la variación de lo sensible. Según este ejemplo, la concordancia final de los datos sensibles, garantizada por la actividad mental, restablece la unidad objetiva de la realidad por la actividad espiritual del sujeto. Dado este primado de la subjetividad en su concordancia, todo fenómeno y todo pensamiento repiten su molde. El sujeto imprime sobre el mundo y sobre el pensamiento la huella de su unidad. "Tal es el sentido del cogito como comienzo: expresa la unidad de todas las facultades en el sujeto; expresa, pues, la posibilidad para todas las facultades de relacionarse con una forma de objeto que refleja la identidad subjetiva" (Deleuze 2002 207). Con Kant la cosa parece cambiar, pero en lo primordial permanecemos igual. En lo fundamental, a los ojos de Deleuze, Kant y Descartes coinciden. "En Kant como en Descartes, la identidad del Yo (Moi) en el Yo (Je) pienso funda la concordancia de todas las facultades y su acuerdo sobre la forma de un objeto que se supone es el mismo" (Deleuze 2002 207). Pero, pese a esta coincidencia, es legítimo decir que en esta misma dirección, continuando por este sendero, Kant hará lo suyo, dando aún mayor solidez y autonomía al modelo orgánico subjetivo. El filósofo alemán, a diferencia de Descartes, no invoca a Dios como garantía de nada. Kant prescinde de la intervención divina y con ello emancipa al sujeto. Ya no hay garantía ni divina ni objetiva de la unidad del sujeto, y, sin embargo, esta unidad persiste y se asienta en cuanto no se someten a crítica los ideales mismos hacia los que apunta la razón, sino que simplemente se critican sus malos usos. Los ideales del conocimiento en la verdad, de la moral en el bien o del gusto en la belleza, persisten y encuentran en la unidad subjetiva, autónoma de la teología, su fundamento necesario. "Se advierte hasta qué punto la crítica kantiana es finalmente respetuosa: nunca el conocimiento, la moral, la reflexión, la fe, son cuestionados en sí mismos; pues se supone que corresponden a los intereses naturales de la razón" (Deleuze 2002 212).

Además, Kant no simplemente reafirma la unidad sustancial subjetiva en su autonomía fundacional, sino que la triplica según el uso de las facultades. El modelo formal orgánico jerarquizado por un centro en el que pivotan los demás elementos se triplica, en el giro trascendental kantiano, bajo la forma del juicio sintético a priori, del juicio moral y del juicio estético: lo verdadero, lo bueno y lo bello. A la bella forma orgánica en el juicio de gusto le corresponde, en el campo del conocimiento, la verdad, y en el reconfortante espacio de la moralidad, lo bueno. Triple organicidad subjetiva que lo recubre todo gracias al fabuloso poder sistemático kantiano.

La imaginación, la razón, el entendimiento colaboran en el conocimiento y forman un "sentido común lógico"; pero aquí el entendimiento es la facultad legisladora que suministra el modelo especulativo sobre el cual las otras dos han sido llamadas para colaborar. Para el modelo práctico del reconocimiento, por el contrario, es la razón la que legisla en el sentido común moral. Todavía hay un tercer modelo en el que las facultades acceden a un libre acuerdo en el sentido común propiamente estético. Si bien es verdad que todas las facultades colaboran en el reconocimiento en general, las fórmulas de esta colaboración difieren según las condiciones de lo que hay que reconocer; objeto de conocimiento, valor moral, efecto estético. (Deleuze 2002 211-212)

De este modo, relevando la función de centralidad de acuerdo con los distintos usos de la subjetividad, el modelo orgánico repite su forma convergente, al triplicarla, en la totalidad de los ámbitos de la vida del hombre. "En todas partes el modelo variable del reconocimiento establece el buen uso, en un acuerdo de las facultades determinado por una facultad dominante bajo un sentido común" (Deleuze 2002 212). Así, ya nada escapa al poder centralizador de la figura estatal, de la concentración en un poder soberano y legislador: lo verdadero que gira en torno al entendimiento, lo bueno en torno a la razón y lo bello con su centro en la imaginación. Como efecto de esta centralidad relativa, de acuerdo con los tres distintos campos de la subjetividad, se efectúa una síntesis englobante. Las formas de lo bello, de lo bueno y de lo verdadero, anteriormente en resonancia pero aún distantes, se recogen bajo un mismo manto, el de la subjetividad trascendental kantiana. Triple aspecto recubierto por la misma membrana subjetiva. Desde ahora, el sujeto es, como nunca antes, el escenario de un consenso epistémico, moral y estético.7

A este principio de armoniosa coincidencia entre las facultades, Deleuze, en Diferencia y repetición, lo denomina reconocimiento. Principio operativo trascendental de la dinámica del pensamiento, arraigado en fundamento subjetivo.

En efecto, hay un modelo: es el del reconocimiento. El reconocimiento se define por el ejercicio concordante de todas las facultades sobre un objeto que se supone es el mismo: es el mismo objeto que puede ser visto, tocado, recordado, imaginado, concebido [...], un objeto es reconocido cuando una facultad lo señala como idéntico al de la otra, o más bien, cuando todas las facultades juntas relacionan lo dado y se relacionan ellas mismas con una forma de identidad del objeto [...], la forma de identidad del objeto requiere, para el filósofo, un fundamento en la unidad del sujeto pensante. (Deleuze 2002 207)8

El reconocimiento opera, para la imagen orgánica poscrítica, como condición de posibilidad del pensamiento. Ahora bien, el peligro que entraña el reconocimiento consiste en lo que silenciosamente arrastra consigo; a saber, el conjunto de valores que con él pasan por la naturaleza misma del pensamiento. "Lo reconocido es un objeto, pero también valores sobre el objeto" (Deleuze 2002 210). El modelo del reconocimiento es el modelo del consenso, con el cual los ideales evangelizadores de la Iglesia o consensuales del Estado pasan sutilmente por naturales. El modelo del reconocimiento no cesa de sentar las bases para la domesticación de la diferencia, no solo en el plano del concepto, sino, y esto es fundamental, en el campo práctico mismo. La imagen orgánica subjetiva del pensamiento desborda, silenciosamente, de contenido político y vital. El pensamiento, las distintas formas de pensamiento, son encarnadas en formas de vida y, de acuerdo con Deleuze, al modelo del reconocimiento se lo ve, en su expresión más acabada, en la figura del Estado o la Iglesia, esto es, bajo la forma del consenso como efecto de la obediencia natural. El reconocimiento asienta una imagen de humanidad caracterizada por el conservadurismo. "De aquí deriva la idea humanista y misericordiosa de que los problemas han sido siempre los mismos y constituyen un patrimonio común más allá del tiempo" (Zourabichvilli 22). Por todos estos motivos, a los ojos de Deleuze, el reconocimiento se emparenta con la quintaesencia de esta actitud conservadora que es la opinión.

La opinión es un pensamiento que se ciñe estrechamente a la forma de la recognición –el reconocimiento– [...], otorga a la recognición de lo verdadero una extensión y unos criterios que por naturaleza son los de una "ortodoxia". Será verdad una opinión que coincida con la del grupo al que se pertenece cuando se la dice, cosa que queda manifiesta en determinados concursos: tiene usted que decir su opinión, pero usted "gana" (dice la verdad) siempre y cuando haya dicho lo mismo que la mayoría de los que participan en el concurso. La opinión en su esencia es voluntad de mayoría, y habla ya en nombre de la mayoría. (Deleuze y Guattari 2005 148)

La verdad del reconocimiento como opinión no es otra que la del consenso, la de la repetición de lo ya sabido y lo ya aceptado; finalmente, la de la comunicación. La verdad del reconocimiento se alcanza en la comunicación de lo ya convenido, de tal forma que no solo significa la convergencia del sujeto en la concordancia de las facultades, sino, además, el consenso entre los hombres en la coincidencia impersonal de lo que se opina. Pero, pregunta Deleuze siguiendo a Nietzsche, ¿qué es un pensamiento que no perjudica a nadie? ¿De qué sirve un pensamiento que nos reconforta y asienta el estado de cosas? Estos vínculos del reconocimiento con la opinión no son accidentales; por el contrario, son el efecto lógico de lo que se encuentra en su raíz. La forma misma del pensamiento como reconocimiento no es otra cosa que una elevación al plano trascendental, a priori, de los hechos más triviales de la vida cotidiana:

Es evidente que los actos de reconocimiento existen y ocupan gran parte de nuestra vida cotidiana: es una mesa, es una manzana, es el trozo de cera, buenos días, Teeteto. Pero, ¿quién puede creer que el destino del pensamiento se juega en eso, y que nosotros pensamos cuando reconocemos? [...]. Decíamos que era preciso juzgar la Imagen del pensamiento por sus pretensiones de derecho y no según las objeciones de hecho. Pero justamente es preciso reprochar a esa imagen del pensamiento el haber fundado su supuesto derecho sobre la extrapolación de ciertos hechos, y de hechos particularmente insignificantes, la banalidad cotidiana en persona, el Reconocimiento; como si el pensamiento no debiera buscar sus modelos en aventuras más extrañas o más comprometedoras. (Deleuze 2002 210)

Ya Platón nos decía, en la República, que hay muchos fenómenos sobre los que no hay discusión y que, por lo tanto, no estimulan al pensamiento, así como hay muchos temas en los que los dioses no discrepan (cf. 523b). Sobre estos lugares comunes el pensamiento como reconocimiento asienta sus bases y, por ello mismo, proclama su pobreza. De allí una visión escolar de la verdad que impregna a la filosofía del espíritu policial de la ley que exige ser obedecida. Se trata, según esta versión del pensamiento, de dar con lo ya convenido. La filosofía, bajo el régimen del reconocimiento, bajo la figura orgánica de la armonía de las facultades, reclama como el juez de un tribunal un pensamiento justo, ideas justas, verdaderas. La propuesta deleuziana, más bien, apunta en otro sentido:

Da igual en filosofía que en una película que en una canción: no ideas justas, justo ideas [...]. No habría que tratar de saber si una idea es justa o verdadera. Más bien habría que buscar una idea totalmente diferente, en otra parte, en otro dominio, de forma que entre las dos pase algo, algo que no estaba ni en una ni en otra. (Deleuze y Parnet 2004 13)

Breve síntesis general

Se puede hacer una síntesis que recoja con un vistazo general lo dicho sobre la organicidad. Ella depende de un triple presupuesto: lo orgánico formal en la obra como bella interioridad, lo orgánico objetivo del mundo en el fundamento como modelo y lo orgánico subjetivo en la convergencia de las facultades en el reconocimiento. La organicidad consta de tres aspectos reconocibles por separado, pero ontológicamente complementarios. En la forma de la obra, en el reconocimiento subjetivo y en la identidad del fundamento, la imagen orgánica del pensamiento expresa su eficacia y engloba la amplia esfera de la vida; forma orgánica que no solo se manifiesta en la vida y en la actividad pensante humana, sino que recorre las formas biológicas desde el unicelular hasta el hombre, desde la ameba hasta el concepto. De este modo, la organicidad como forma se repite en este triple escenario, haciendo mímesis por reduplicación en el objeto, en el sujeto y el pensamiento. Así, lo orgánico posee un triple valor: inicialmente estético, pero, simultáneamente, epistemológico y ontológico. En esta medida, lo orgánico describe, pero también prescribe, pues vigila el cumplimiento de su armonía formal tanto en la vida, sea humana o biológica, como en el pensamiento.

Sin embargo, tanto la vida como las formas y el pensamiento dan mucho más de sí. En el seno de lo orgánico respira la inorganicidad, en la base del hombre palpita el poder del superhombre.


NOTAS AL PIE

1Es claro que en su Poética, Aristóteles reconoce que la obra trágica no está dedicada a la verdad, como lo está el estudio filosófico. Sin embargo, esto no impide establecer vínculos entre el conocimiento y la bella obra poética. Igualmente, Deleuze tiene claro que una obra literaria no se ocupa del pensamiento en el mismo sentido que la ciencia o la filosofía, y, no obstante, en la obra de arte es posible encontrar una materialización de la belleza como tendencia a una verdad de la obra en su totalidad significante. La verdad tiene una forma de la que participa la obra en su belleza, aunque de ella se diga que en sentido propio es más verosímil que verdadera.

2Valdría la pena recordar acá el papel propedéutico para la filosofía que tiene en Platón la música. Aunque ella claramente no contiene conocimiento al modo de la dialéctica. En sus acordes armoniosos, y solo en ellos, puede ofrecer una puerta de entrada para un largo y cuidadoso trabajo sobre el alma, que concluye finalmente en la dialéctica. Así, aunque entre la armonía musical y la verdad en la dialéctica hay aún un amplio camino, la armonía de los sonidos nos prepara para la armonía en el discurso. O, dicho en nuestros términos, la organicidad musical resuena con la filosófica (cf. Platón 409c).

3Por este motivo, Deleuze se enfrenta a la interpretación fenomenológica del cine, pues ella parte de la suposición de que el cine se comporta como la percepción natural. Lo que significa que la imagen cinematográfica está relacionada a priori con centros de mando, con fines y, en suma, que se explica por vínculos sensomotores intencionales. Pero esto significa una ceguera con relación a alternativas cinematográficas como la moderna, que se propone como proyecto justamente la puesta en crisis de tal estabilidad. "El cine de acción expresa situaciones sensomotoras: hay personajes que se encuentran en tal o cual situación, y que actúan, si es preciso con una violencia, según lo que perciben. Las acciones se vinculan a las percepciones, las percepciones se prolongan en acciones. Supongamos ahora un personaje que se encuentra en una situación (cotidiana o extraordinaria) que desborda toda acción y que le impide reaccionar. Es algo que tiene mucha fuerza, algo muy doloroso y también muy bello. El vínculo sensomotor queda roto. Ya no estamos en una situación sensomotora" (Deleuze 2006 85).

4Debemos tener en cuenta que el término simulacro hace parte de la obra temprana de Deleuze –y es protagonista de La lógica del sentido–. Pero este concepto sería después abandonado a causa de una profunda insatisfacción de su autor. Deleuze considerará posteriormente que es un término vacío. Sin embargo, en este estudio resulta particularmente valioso, en cuanto tiene un particular poder expresivo coincidente con la formulación de José Luis Pardo, en el sentido de que el simulacro nos ofrece un pensamiento más allá de la dicotomía epistemológica del original y la copia. El simulacro nos sirve para establecer la liberación epistemológica de las copias que dejan de ser tales. Claro, como se deja ver en la evolución de la obra deleuziana, el término simulacro dará paso al de máquina y rizoma, que no solo liberan epistemológicamente a las copias del yugo del modelo, sino que además nos ofrecen una imagen "maquínica" del pensamiento.

5Según Susan Sontag, en Contra la interpretación, la tradición artística y teórica desde Platón no ha cesado de exigirle al arte que se justifique en el terreno de la significación. En la medida en que el arte se entiende como mímesis, tiene por tarea decir algo, ofrecer una totalidad significante al intelecto, para justificar su existencia. Como si la inanidad de la apariencia resultara insoportable en su injustificada presencia, y necesitara de algo detrás para adquirir un cierto valor. Esta necesidad de justificación intelectual sirve de piso para la conclusión según la cual toda obra se compone de un doble aspecto: sensible e intelectual, de la apariencia sensual y de la esencial intelectiva, de la forma y del contenido (cf. 13-27).

6El recurso teatral nos sirve acá por un doble motivo: en primer lugar, la dramatización del concepto nos muestra en qué medida este se comporta como los personajes de un drama, impulsado por circunstancias concretas a la acción y, en segundo lugar, derivado de lo anterior, en ello el pensamiento pone en evidencia su dramaturgia. Hay una retórica del concepto filosófico que le acompaña como lo hace su campo problemático singular. Así como hay un análisis estructural del relato, debería haber un análisis estructural del concepto. A esta segunda disciplina Deleuze la llama Noología.

7Modelo consensual que no deja de resonar, según Deleuze y Guattari, en la forma misma del Estado moderno como disciplina del consentimiento colectivo. "El sentido común, la unidad de todas las facultades como centro del cogito, es el consenso de Estado llevado al absoluto" (Deleuze y Guattari 2006 381).

8Esta figura del reconocimiento traslada, por duplicación, la cuádruple organicidad del fundamento en la representación objetiva a la interioridad trascendental subjetiva. La identidad, la analogía, la semejanza y la contradicción dejan de ser rasgos de las sustancias objetivas, expresados en el pensamiento, para ser rasgos a priori de la subjetividad, en lo que respecta a su dinámica trascendental. "El yo pienso es el principio más general de la representación, es decir, la fuente de esos elementos y la unidad de todas esas facultades: yo concibo, yo juzgo, yo imagino, yo me acuerdo, yo percibo; como los cuatro brazos del cogito. Y, precisamente, sobre esos brazos se crucifica la diferencia. Cuádruple grillete donde solo puede ser pensado como diferente lo que es idéntico, parecido, análogo y opuesto; siempre es en la relación con una identidad concebida, con una analogía juzgada, con una oposición imaginada, con una similitud percibida como la diferencia llega a ser objeto de la representación" (Deleuze 2002 213, énfasis agregado).


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