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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.63 no.156 Bogotá July/Sept. 2014

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n156.38382 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n156.38382

RAZÓN, CONSENTIMIENTO Y CONTRATO
EL DIFÍCIL MÍNIMO COMÚN DENOMINADOR DE LAS TEORÍAS CONTRACTUALISTAS

REASON, CONSENT AND CONTRACT
THE DIFFICULT LEAST COMMON DENOMINATOR OF CONTRACTUALIST THEORIES

RAZÃO, CONSENTIMENTO E CONTRATO
O DIFÍCIL MÍNIMO DENOMINADOR COMUM DAS TEORIAS CONTRATUALISTAS

FELIPE SCHWEMBER AUGIER*
Universidad Adolfo Ibáñez - Santiago de Chile - Chile

* felipe.schwember@uai.cl

Artículo recibido: 9 de junio del 2013; aceptado: 25 de agosto del 2013.

Cómo citar este artículo:
MLA: Schwember, F. "Razón, consentimiento y contrato. El difícil mínimo común denominador de las teorías contractualistas". Ideas y Valores 63.156 (2014): 101-127.
APA: Schwember, F. (2014). Razón, consentimiento y contrato. El difícil mínimo común denominador de las teorías contractualistas. Ideas y Valores, 63 (156), 101-127.
Chicago: Felipe Schwember. "Razón, consentimiento y contrato. El difícil mínimo común denominador de las teorías contractualistas." Ideas y Valores 63, no. 156 (2014): 101-127.


Resumen

Bajo el rótulo de "contractualismo" se agrupan diversas teorías que sostienen que la obligatoriedad de las normas descansa en el consentimiento de quienes están vinculados por ellas. No obstante, esta caracterización general obvia diferencias cruciales entre las distintas teorías contractualistas. Se analizan diversas tipologías para iluminar dichas diferencias y alcanzar una caracterización más exacta del contractualismo. Se concluye que la distinción entre consentimiento hipotético e ideal, al que recurren algunas versiones, torna imposible la formulación de una definición unívoca de contractualismo.

Palabras clave: consentimiento hipotético, contractualismo, egoísmo moral.


Abstract

"Contractualism" refers to the diverse theories that maintain that the obligatory nature of norms rests on the consent of those bound by them. However, this general characterization overlooks crucial differences among the different contractualist theories. The article analyzes diverse typologies in order to highlight these differences and reach a more precise characterization of contractualism. It concludes that the distinction between hypothetical and ideal consent made by some of these versions makes it impossible to formulate a univocal definition of contractualism.

Keywords: hypothetical consent, contractualism, moral egoism.


Resumo

Sob o título de "contratualismo", agrupam-se diversas teorias que sustentam que a obrigatoriedade das normas descansa no consentimento dos que estão vinculados por elas. Contudo, essa caracterização geral torna óbvias diferenças cruciais entre as diferentes teorias contratualistas. Analisam-se diversas tipologias para iluminar essas diferenças e alcançar uma caracterização mais exata do contratualismo. Conclui-se que a diferença entre consentimento hipotético e ideal, à qual recorrem algumas versões, torna impossível a formulação de uma definição unívoca de contratualismo.

Palavras-chave: consentimento hipotético, contratualismo, egoísmo moral.


Contractualismo y teorías contractualistas: el problema de la definición

En términos generales, podría decirse que las teorías contractualistas son aquellas que ofrecen un modelo convencionalista de fundamentación de los vínculos normativos. Sin embargo, esta caracterización es demasiado gruesa. Una vez formulada, resulta inevitable preguntarse qué significa "fundamentación" y cuál es el alcance de la expresión "convencionalista": ¿para los contractualistas, todos los vínculos normativos tienen un carácter convencional o solo algunos? Puesto que cada autor contractualista puede dar una respuesta diferente para cada una de estas preguntas, la dificultad de ofrecer una definición comprehensiva de "contractualismo" se vuelve casi insuperable. Hay diversas teorías contractualistas y cada una defiende concepciones morales y políticas diferentes, muchas veces incompatibles o incluso contradictorias entre sí. Por ello, el rótulo "contractualista" es empleado de forma aproximada para referirse a un conjunto de teorías que, de diferentes modos, sostienen que en el contrato o, más específicamente, en el consentimiento de los individuos se halla la fuente de la obligatoriedad de los mandatos jurídicos, políticos o morales, según el caso.

Pero esta primera e indiferenciada aproximación puede ser mejorada por medio de varias clasificaciones que iluminan diversos aspectos de las teorías contractualistas. Aquí procederemos a ofrecer diferentes criterios de clasificación de estas teorías, con vistas a la formulación de una caracterización más precisa de ellas. Al hilo de esa propuesta clasificatoria, intentaremos sostener dos tesis. La primera es que el término "contractualismo" es empleado en filosofía política equívocamente, y que cualquier intento por unificar el uso de este término deja inevitablemente por fuera algunas de las teorías agrupadas comúnmente bajo el rótulo de "contractualistas". Por lo mismo, es posible identificar un contractualismo strictu sensu, que se predicaría de todas aquellas teorías que sostienen que el contenido de los vínculos normativos y su obligatoriedad son resultado de un acuerdo real entre aquellos que son alcanzados por dichos vínculos. Junto a esta tesis de carácter sistemático, intentaremos sostener una tesis sustantiva acerca de la imposibilidad que tienen las teorías contractualistas de reformular sus propios supuestos para hacer frente a las críticas que Hume y Dworkin les dirigen, sin abandonar la apelación a un consentimiento real y, con ello, al pacto como instancia de fundamentación de los vínculos normativos.

Criterios de clasificación y tipos de teorías contractualistas

La pregunta acerca de qué es el contractualismo no puede responderse simplemente diciendo que son aquellas teorías que recurren a la figura del contrato social para justificar los vínculos normativos. Esa respuesta escamotea todas las dificultades, así como todos los matices que la pregunta suscita. Las diferencias fundamentales entre los autores denominados contractualistas pasan, precisamente, por la figura del contrato social: por la función que cada uno le otorga, la razón por la cual se lo suscribe, aquello que comprende y el estatus que tiene. A partir de estas diferencias pueden establecerse diversos criterios de clasificación, al hilo de los cuales puede ofrecerse un panorama general de las teorías que pueblan el horizonte del contractualismo.

¿Qué función cumple el contrato? Primer criterio: convencionalismo fuerte y convencionalismo débil

El primer criterio de clasificación puede ensayarse a la luz de la pregunta por la función del contrato. Los agentes que se hallan en la tesitura de tener que cerrar un contrato social ¿van a instaurar los vínculos normativos o solo a sancionarlos? La respuesta a esta pregunta permite trazar una primera línea divisoria entre lo que podría denominarse un convencionalismo fuerte y un convencionalismo débil. Para el primero, el contrato crea todos los vínculos normativos, de suerte que antes de la celebración del contrato no existen reglas morales o jurídicas de comportamiento y, por lo tanto, no existe un límite a lo que los individuos puedan hacerse entre sí. Para los autores contractualistas que adhieren al convencionalismo fuerte, el contrato crea, instaura por vez primera, las reglas de justicia. Antes del contrato (y presumiblemente tampoco después de él) no hay, desde el punto de vista normativo, nada.

El exponente más típico de esta clase de contractualismo es Hobbes:

Las nociones de lo moral y lo inmoral, de lo justo y de lo injusto no tienen allí cabida. Donde no hay un poder común no hay ley; y donde no hay ley, no hay injusticia. [...] En una situación así [i.e. en estado de naturaleza], no hay tampoco propiedad, ni dominio, ni un mío distinto de un tuyo, sino que todo es del primero que pueda agarrarlo, y durante el tiempo que logre conservarlo. (Leviatán I, XIII, 104)

No deben pasarse por alto las implicaciones de esta idea: si antes del contrato no hay ninguna regla de justicia ni vínculo normativo alguno, y si, como dice Hobbes, no hay ni propiedad ni dominio ni un "mío" diferente de un "tuyo", entonces antes del contrato impera la más pura necesidad y el vacío normativo se extiende a todo, incluyendo el cuerpo de otros individuos. De ahí que Hobbes resuma la situación de los hombres en estado de naturaleza diciendo que en dicho estado "cada hombre tiene derecho a hacer cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás" (Leviatán I, XIV, 107). Lo que convierte el estado de naturaleza hobbesiano en un estado de guerra no es tanto la falta de un poder suficiente para poner orden a la anarquía como el estado de vacío moral que allí impera.

El contractualismo que postula un convencionalismo débil, en cambio, entiende que el contrato se celebra sobre la base de ciertas reglas y principios precontractuales que informan el acuerdo para que este pueda ser considerado justo. Por lo tanto, para este tipo de contractualismo, el contrato no crea todas las reglas de justicia, ni todos los vínculos normativos, sino solo algunos, de modo que existen en él restricciones precontractuales a lo que los individuos pueden hacerse unos a otros en estado de naturaleza. Un ejemplo de este tipo de contractualismo es el pensamiento de Locke, para quien el estado de naturaleza es uno de perfecta libertad e igualdad (cf. 2010 §4), en el que hay reglas (la ley natural) y derechos individuales (cf. id. §§6-7). En un universo lockeano, los agentes tienen un amplio margen de maniobra para acordar muy diferentes cosas respecto del orden político, pero no tienen ninguna libertad para (re)configurar el orden moral de la ley natural. Ahora bien, como es de esperar, dicho orden precontractual condiciona no solo el proceso de negociación contractual, sino también sus resultados: estos deberán reflejar las restricciones iniciales precontractuales para ser tenidos como válidos. De lo contrario, la autoridad política es tiránica y los individuos pueden legítimamente resistirla (cf. id. §202).

Otro ejemplo de lo que aquí hemos denominado "convencionalismo débil" son las ideas de Rousseau, quien, desde una perspectiva completamente diferente, coincide con Locke en que el estado de naturaleza no es un estado normativamente libre (i.e. un estado sin reglas), sino que es un estado en el que valen ciertas leyes o limitaciones precontractuales. Estas limitaciones, en el caso de Rousseau, vienen dadas por un concepto de libertad que –a diferencia del de Hobbes– tiene connotaciones metafísicas (cf. Rousseau 2002 418-419), y está cargado normativamente. Por ello, el pacto tiene por finalidad salvar la libertad de la opresión y hacerla efectiva en la vida social. De ahí que insista en que los pactos que consagran la servidumbre, la desigualdad y que, en fin, consagran la alienación de quienes los suscriben son nulos y de ningún valor (cf. Rousseau 2000 302 y ss.).

¿Por qué se celebra el contrato? Segundo criterio: la motivación de los agentes. Contractualismo egoísta, contractualismo individualista y contractualismo universalista

La pregunta que sirve de guía para formular el segundo criterio es la siguiente: ¿por qué celebran y observan el contrato los agentes? Las posibles respuestas a esta pregunta permiten distinguir entre, al menos, tres tipos de contractualismo: el contractualismo egoísta, el contractualismo individualista y el contractualismo universalista. Para los dos primeros, la respuesta es sencilla: se suscribe el pacto y luego se cumple porque ello rinde provecho. En consecuencia, las reglas de justicia existen por y para la satisfacción del propio interés. Hobbes, por ejemplo, se compromete con ese tipo de motivación cuando afirma que la razón no es otra cosa que una facultad de calcular, y que "los pensamientos son, con respecto a los deseos, como exploradores y espías que se aventuran en tierra extraña y encuentran el camino a las cosas deseadas" (Leviatán I, VIII, 59). Como deja clara esta última cita, para Hobbes la razón es incapaz de motivar por sí misma a la acción. Los motivos del autointerés, por su parte, son resumidos por Hobbes en las siguientes pasiones: "el miedo a la muerte, el deseo de obtener las cosas necesarias para vivir cómodamente, y la esperanza de que, con su trabajo, puedan conseguirlas" (Leviatán I, XIII, 105).

Pero, puesto que es diferente actuar bajo consideraciones puramente estratégicas en un escenario en el que reina un total vacío normativo respecto de uno en el que existen ciertas restricciones iniciales, es necesario distinguir entre dos clases de contractualismo que descansan igualmente en una concepción instrumental de la razón: el egoísta y el individualista. Dicho de otro modo, resulta diferente decir que las reglas de la justicia deben ser instauradas porque así lo exige nuestro propio interés cuando se es un convencionalista fuerte, que cuando se es un convencionalista débil. En el primer caso, la consecución del propio interés no está sujeta a otra regla que la lógica estratégica que dicha consecución impone. En el segundo, esa lógica está sujeta a restricciones ajenas a ese tipo de consideraciones, emanadas, en el caso de Locke, de la ley natural.

La explicación que Glaucón ofrece en República acerca de la génesis de la justicia es una de las expresiones más concisas y elocuentes del razonamiento sobre el que descansa el que aquí hemos denominado contractualismo egoísta:

Se dice, en efecto, que es por naturaleza bueno el cometer injusticias, malo el padecerlas, y que lo malo del padecer injusticias supera en mucho a lo bueno del cometerlas. De este modo, cuando los hombres cometen y padecen injusticias entre sí y experimentan ambas situaciones, aquellos que no pueden evitar una y elegir la otra juzgan ventajoso concertar acuerdos entre unos hombres y otros para no cometer injusticias ni sufrirlas. (358e-359a)

Obviamente, todos nosotros nos encontramos normalmente en el grupo de aquellos que no pueden evitar una y elegir la otra, de suerte que la instauración de reglas imparciales, universales y equitativas, que establezcan lo que cada uno puede hacer o no hacer, nos resulta comparativamente mejor con vistas a la maximización de nuestra propia utilidad, que el estado de vacío normativo. El hecho de que "todos" caigamos bajo ese grupo es, a la larga, esencial para el contractualismo egoísta, pues si las razones para obrar son puramente estratégicas, y vivimos, además, en un mundo sin reglas, entonces aquellos que, por el motivo que fuere, pueden ponerse por sobre los demás, no tienen ninguna razón para suscribir el pacto. Y el caso es exactamente el mismo si la posibilidad de sustraerse a la coacción de otro tiene lugar después del contrato, como bien ilustra Glaucón a través del mito del anillo de Giges. Por eso, la igualdad natural, entendida como la distribución más o menos pareja de fuerzas (cf. Hobbes, Leviatán I, XIII, 100-101), es esencial para este tipo de contractualismo. Sin ella no sería posible y no tendría ningún sentido:1 en un mundo hobbesiano en el que hay desigualdades insuperables (i.e. hay uno a quien los otros no pueden matar), lo más racional, más aún, lo único verdaderamente racional para el poderoso, es instaurar una tiranía. Y con esa constatación se acabaría para la filosofía el capítulo de la teoría de la justicia.

Aunque la concepción puramente instrumental sobre la que descansa el contractualismo egoísta le permite, por una parte, aprovechar herramientas metódicas como la teoría de juegos o la teoría de la elección racional, lo expone, por otra, a una serie de objeciones vinculadas precisamente a dicho modelo de racionalidad. Una de ellas impugna el modelo de racionalidad instrumental en su conjunto, en el entendido de que, conforme a aquel, a cada agente le resultaría conveniente socavar la racionalidad de los otros. Así, "tenemos un sistema en el cual las personas tienen un interés en que no se satisfagan las condiciones óptimas de la racionalidad" (Gauthier 2000 411).2 Esta objeción revela uno de los problemas de fondo del contractualismo egoísta: si la razón instrumental y el homo oeconomicus3 –expresión de dicha racionalidad– son suficientes para levantar un sistema moral y jurídico ex nihilo, es decir, a partir del más completo vacío normativo.

El problema de si el contractualismo egoísta puede dar lugar a un sistema autocontenido de reglas de conducta, o si necesita, a fin de cuentas, de premisas y motivos diferentes de la sola racionalidad estratégica, es expresado magistralmente en aquel célebre pasaje de Sobre la paz perpetua, en el que Kant afirma que el problema del establecimiento de un Estado tiene solución, incluso para un pueblo de demonios, con tal de que se tenga inteligencia (AA VIII 366).4 Considerado así, el problema tiene que ver, dice Kant, no con el mejoramiento moral del hombre, sino con saber sacar partido del mecanismo natural del hombre para, quiera este o no, sea inducido a colaborar en la instauración de un Estado. Con ello, el problema de la justicia y del derecho queda reducido a una cuestión técnica, y el contractualismo egoísta, a un dificilísimo problema de ingenio.

El escenario de vacío normativo del que parten las distintas variantes del contractualismo egoísta hacen del estado precontractual uno de depredación mutua. En el contractualismo individualista, en cambio, existen ciertas restricciones iniciales a lo que los individuos pueden hacer(se) mutuamente, de suerte que el escenario precontractual da lugar no a un estado de guerra, sino a un estado de cooperación relativa. El ejemplo paradigmático de este tipo de contractualismo es Locke:5

El estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla que, siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones. (2010 §6)

En el escenario natural lockeano, por consiguiente, existen ciertas restricciones que hacen posible la cooperación mutua y, con ello, la maximización de la propia utilidad no se convierte en un juego de suma cero. Esto permite al contractualismo individualista evitar algunas de las consecuencias más contraintuitivas del contractualismo egoísta.

Una de las dificultades principales a la que tienen que hacer frente Locke y el contractualismo individualista en general, es la de dar razón de las restricciones morales precontractuales. Obviamente, Locke confiaba en que la ética teonómica, derivada de la ley natural, era suficiente para dar cuenta de ellas. Ese camino se ha cerrado y el contractualismo individualista (o, mejor dicho, "lockeanismo" no contractualista) ha debido recurrir a otras nociones como la de agencia racional o propiedad sobre sí mismo (self-ownership).

El contractualismo universalista, por su parte, entiende que el razonamiento moral consiste en otorgar a los intereses de los demás la misma consideración que se da a los propios, y por eso ha quedado asociado a la idea de imparcialidad:

Lo que la teoría de la justicia como imparcialidad requiere es principios y reglas que puedan constituir la base de un libre acuerdo entre gente que busca un acuerdo en términos razonables. [...] Hablando grosso modo, comportarse imparcialmente aquí significa no estar motivado por consideraciones privadas. Esto se explica a menudo afirmando que para ser imparcial no debes hacer por una persona lo que no harías por cualquier otra en una situación semejante –donde el hecho de ser amigo o pariente de uno pero no del otro se excluye del cálculo como diferencia que haga al caso [...]–. (Barry 33)

Se podría rastrear el origen de este tipo de contractualismo al menos hasta Rousseau. En Emilio, Rousseau busca un modo de convertir el amor propio –que es la fuente de las pasiones violentas y corruptoras–6 en un instrumento útil para la instauración del orden y de la justicia. Para ello, lo que hay que hacer es lograr que las pasiones perniciosas obren en beneficio de todos y no únicamente de cada individuo particular. Eso se logra al extender el amor propio a los demás, pues entonces, dice Rousseau, se transforma en virtud:

Extendamos el amor propio a todos los demás seres, lo transformaremos en virtud, y no hay corazón humano en el que esa virtud no tenga su raíz. Cuanto menos ataña de forma inmediata el objeto de nuestros cuidados a nosotros mismos, menos de temer es la ilusión del interés particular; cuanto más se generaliza ese interés, más equitativo se vuelve, y el amor al género humano no es en nosotros otra cosa que amor a la justicia. (2002 375)

La intuición fundamental que subyace en este tipo de contractualismo es que obrar correctamente significa hacerlo conforme a principios que pudieran haber sido aceptados por todos los demás. Se trata, pues, de unificar los intereses de todos los individuos, y la posibilidad de dicha unificación se erige en criterio de rectitud de las acciones, con lo cual da lugar así al concepto de voluntad general. Por eso el proyecto político del contractualismo universalista puede entenderse como el intento de

[...] encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y quede tan libre como antes. (Rousseau 2000 38)

En este escenario, obrar libremente ya no quiere decir, como en Hobbes, obrar simplemente sin impedimentos externos, sino obrar en concordancia con la voluntad general.

No es difícil adivinar la importancia que debe haber tenido para Kant el descubrimiento de Rousseau. Uno podría ver en la exigencia de universalidad de este un antecedente crucial para la elaboración de la propia teoría moral y política de aquel.7 Como fuere, es evidente que el principio que Kant toma como criterio de rectitud de las máximas, que queda expresado, por ejemplo, en la primera versión del imperativo categórico –a saber, la posibilidad de una máxima de ser elevada a ley universal (cf. AA IV 402)–, refleja el tipo de racionalidad no instrumental que es propia del que aquí hemos llamado contractualismo universalista. No es de extrañar, por lo tanto, que el requisito de universalidad, que en la moral Kant se exige para las máximas de las acciones, pase a la filosofía política y a la filosofía jurídica como la exigencia de universalidad de las leyes o de las acciones (o, mejor, de los tipos de acciones), respectivamente. Así, por ejemplo, al referirse a la función del contrato originario (que viene a ser el equivalente kantiano del contrato social), Kant afirma que su función consiste en "[...] obligar a todo legislador a que dicte sus normas como si estas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo [...] pues ahí se halla la piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública" (AA VIII 297).

El criterio de universalidad o, lo que es lo mismo, la norma que exige que una máxima, una acción (o tipo de acción) o una ley para poder ser consideradas, en cada caso, morales, conformes al derecho o legítimas, deben haber podido ser queridas por todos. Este criterio no es sino una aplicación a la praxis del principio de no contradicción:8el criterio de universalidad expresa, según las exigencias del caso (i.e. la moral, el derecho y la política), la posibilidad de que una máxima, una acción o una ley pueda ser elevada a ley universal. Las máximas inmorales, por ejemplo, son aquellas cuyos fines no podrían nunca ser alcanzados, de convertirse ellas mismas en ley universal. La máxima que reza "mentiré para evitar un problema" es buena muestra de ello, pues la mentira nunca podría llegar a ser eficaz en un mundo en donde dicha máxima fuera universalmente practicada. Por eso afirma Kant que las máximas inmorales se aniquilan a sí mismas (cf. AA IV 437). Todo esto supone que un individuo tenga a los demás en igual consideración que a sí mismo.9 El requisito de universalidad incorporado en el imperativo categórico permite precisamente poner de manifiesto que las máximas no susceptibles de ser universalizadas suponen instrumentalizar a los demás, y por eso, presumiblemente, Kant entiende que las diferentes versiones del imperativo categórico son equivalentes (cf. AA IV 436).

Bien mirado, el criterio de rectitud de las máximas o de las acciones, según el caso, es la no contradicción práctica, y no el hecho de que los individuos quieran tal o cual cosa. Tanto para Kant como para Rousseau, los individuos no pueden consistentemente querer ciertas cosas, porque al hacerlo socavan las condiciones de posibilidad de ese mismo querer. Un buen ejemplo de ello es un contrato de esclavitud. Esta constatación es importante porque pone de manifiesto, precisamente, lo equívoco que resulta el término "contractualista". Si se usa dicho término en un sentido estricto (i.e. como sinónimo de convencionalismo en sentido fuerte), entonces ni Kant ni Rousseau, paradójicamente, podrían ser considerados como contractualistas.

Pero con independencia de que se los pueda designar como "contractualistas", es preciso no perder de vista que ni el fundamento ni el contenido de los deberes políticos y jurídicos, para Rousseau y para Kant, se encuentran en la razón estratégicamente motivada, aun cuando el cumplimiento de dichos deberes sea compatible con las motivaciones egoístas. Esto es particularmente claro en el caso del derecho, en que el hecho de obrar movido por temor al castigo no obsta el cumplimiento del deber jurídico. No obstante, el criterio para determinar el contenido del principio universal del derecho no es, ni la búsqueda del propio provecho, ni el acuerdo que resultaría de una negociación hipotética llevada a cabo por individuos egoístas, sino la posibilidad de la coexistencia de las libertades externas según una ley universal. Y da el caso de que ese criterio –que presupone, por ejemplo, la igual consideración de todos los individuos– es parcialmente (y accidentalmente, cabría añadir) coincidente con los intereses egoístas de los individuos.

Esta particularidad con respecto al fundamento y al contenido de los deberes jurídicos y políticos en el contractualismo universalista da a dichos deberes un carácter perentorio y no meramente hipotético, como en el caso del contractualismo egoísta o individualista. Así, por ejemplo, en consideración del rol que juega la asociación política informada por la voluntad general como medio y garantía de la realización de la propia libertad, Rousseau puede afirmar que resulta obligatorio para los individuos suscribir el pacto, evitando con ello las dificultades que advirtiera ya Locke en el Segundo Tratado con respecto a la incapacidad del razonamiento contractualista para persuadir a los individuos a que se mantengan asociados cuando la asociación no les reporta ventajas (cf. 2010 §98). Para Rousseau, los individuos pueden ser obligados a respetar la voluntad general (cf. 2000 42). Algo semejante ocurre con Kant, quien, en virtud de su concepción del derecho como condición de posibilidad para el ejercicio externo de las libertades en el mundo sensible, está en condiciones de afirmar que el contrato por el cual los hombres establecen una constitución civil es uno que tienen el deber de suscribir (cf. AA VIII 289; AA VI 306).

La diferencia entre los dos modos de racionalidad señalados, racionalidad instrumental y racionalidad no instrumental, es expresada con los términos "racionalidad" y "razonabilidad", respectivamente.10 Como afirma Scanlon, puede considerarse que "‘la acción (más) ‘racional' significa ‘la acción que más contribuye a la consecución de los objetivos del agente'" (247). La "razonabilidad", en cambio, mienta la motivación del agente de obrar conforme a algún principio que los demás no pudieran rechazar bajo circunstancias similares (cf. id. 243 y ss.).

Ahora bien, es completamente diferente decir que lo que se debe someter a la hipotética aprobación de todos los demás son las "acciones", a sostener que son los "principios de las acciones" los que deben someterse a aquella. De hecho, la diferencia fundamental para Kant, por ejemplo, entre moral y derecho se da precisamente porque en la moral lo que se somete a prueba es la universalidad de la máxima de la acción, y en derecho, la acción misma (o, mejor, la acción tipo) (cf. AA VI 230). Si se entiende que el contractualismo debe someter a prueba las máximas (o principios de las acciones), el contractualismo será no solo una teoría de la justicia (o del derecho), sino que devendrá en una teoría moral [...] con la particularidad de que quedarán fuera de ella todo lo que, en términos kantianos, se puede denominar "deberes para consigo mismo". Pero los autores que adhieren al contractualismo universalista, tal como lo hemos llamado aquí, no pretenden que el contractualismo sea una teoría moral completa, sino solo una teoría de la justicia (cf. Rawls 2003 29). Al respecto observa Barry que "[a]lgunos asuntos no caen en absoluto dentro de la imparcialidad" (43), y advierte luego que "[e]s, pues, un gran error (y fuente de muchas críticas descaminadas) suponer que la justicia como imparcialidad pretende constituir un sistema moral completo e independiente en sí mismo" (118). Por ello, debe entenderse que, cuando los contractualistas universalistas hablan de principios que no pueden ser razonablemente rechazados, se refieren no a lo que en términos kantianos se conoce como la máxima de una acción, sino a ciertos tipos de acciones, y únicamente en la medida en que, claro está, dichas acciones afecten a terceros. En este caso, el contractualismo podría ser considerado como una metateoría que contiene las reglas bajo las cuales diferentes nociones del bien pueden convivir en una misma sociedad. El contractualismo sería entonces como una especie de paraguas que abarca varias (aunque no todas) concepciones sobre la vida buena, sin decantarse por ninguna de ellas (cf. id. 195-222). La posibilidad de que, pese a sus diferencias, las diversas nociones del bien converjan o puedan converger en las reglas y principios de una teoría contractualista universalista es, en esencia, lo que Rawls denomina consenso entrecruzado (cf. 2004 165-205).

A propósito de la posibilidad de este consenso entrecruzado, es posible apuntar una diferencia entre los tipos de racionalidad que animan cada tipo de contractualismo. Para el contractualismo egoísta, el equilibro entre todas las partes y, con ello, la posibilidad de que coexistan dentro de una sociedad diversas (e incluso incompatibles) concepciones del bien es una cuestión de hecho que descansa, en buenas cuentas, en la imposibilidad que tienen los diferentes grupos de erradicar las concepciones que les resultan antipáticas. Es decir, el pluralismo es para los contractualismos egoístas reflejo de un mero modus vivendi.11 Para los contractualistas universalistas, dicho pluralismo es (o debiera ser) resultado de la genuina adhesión a los principios de justicia.

Ahora bien, en la medida en que el contractualismo universalista pretende fundar la tolerancia, el respeto mutuo y el imperio del derecho, en principios y no en razones meramente estratégicas, necesita o bien que los individuos puedan obrar autónomamente en un sentido kantiano, o bien que existan pasiones o inclinaciones naturales tanto o más fuertes que las inclinaciones egoístas para lograr una adhesión no estratégica a los principios de justicia. En ambos casos, este problema pone en entredicho el intento de hacer del contractualismo universalista una teoría política no dependiente de alguna doctrina comprehensiva,12 pues cualquiera de las dos soluciones remite a problemas filosóficos más amplios, que caen fuera del estrecho ámbito de la filosofía política. Por su parte, el contractualismo egoísta, que germina bajo el alero de los proyectos naturalistas, tampoco está libre de este problema. Sea como fuere, es claro que el problema de la naturaleza de la racionalidad resulta crucial para las distintas clases de contractualismo que, quieran o no, se ven arrastradas por él a los problemas inveterados de la filosofía que Rawls pretendía evitar, en la medida de lo posible.

¿Sobre qué versa el contrato? Tercer criterio: contractualismo realista, contractualismo libertario y contractualismo igualitarista

Un tercer criterio que sirve para clasificar las teorías contractualistas es el que se ofrece para responder a la pregunta acerca de cuál es la materia u objeto del contrato. En el entendido de que el contrato versa sobre los principios de justicia, sobre "lo suyo de cada uno", la pregunta ahora es ¿qué comprende lo suyo de cada uno? Otro modo de formular este mismo problema es el siguiente: a la hora de negociar o de deliberar acerca de los principios de justicia ¿qué bienes son tomados en consideración?, ¿todos o algunos? Y al ser tomados en consideración ¿de qué manera lo son?

Nuevamente, aquí tenemos varias opciones que, grosso modo, son las siguientes: a) el contrato versa sobre todos los derechos posibles y, por lo tanto, discurre sobre todos los bienes. Como, además, puede abordarse el problema de la distribución de los derechos desde la perspectiva que ofrecen los diferentes tipos de racionalidad mencionados antes, esta primera opción puede ser subdividida, según si se la intenta responder desde una racionalidad puramente estratégica o si se lo intenta hacer según la razonabilidad universalista. En el primer caso, se obtiene lo que denominaremos (a.1) contractualismo realista. En el segundo obtendremos lo que podemos llamar (a.2) contractualismo igualitario. La segunda opción (b) consiste en decir que el contrato versa solo sobre algunos derechos, a saber, los que existen por convención. Los otros derechos –los derechos precontractuales– son dejados fuera de la deliberación o de la negociación. Son los derechos naturales, y el contrato no se refiere a ellos más que para refrendarlos o garantizarles eficacia. Llamaremos a este tipo de contractualismo, contractualismo libertario.

El contractualismo realista puede considerarse el resultado del entrecruce entre el convencionalismo fuerte y el contractualismo egoísta: en un estado inicial de vacío normativo, en el que, además, los agentes están motivados solamente por sus intereses egoístas, el único modo de llegar a establecer un "mío" y un "tuyo" es mediante un proceso de negociación en el que, a través del regateo (lo que presumiblemente incluye amenazas, intimidación, etc.), se establecen los principios que maximizan la utilidad de cada uno de los agentes. Estos principios son los que establecen por primera vez lo "mío" y lo "tuyo", no solo en lo referido a los bienes externos, sino también en lo referido a los derechos sobre la propia persona. La frase ya citada de Hobbes acerca de que en el estado de naturaleza cada individuo tiene derecho a todo, incluso al cuerpo de los demás, es un ejemplo de este tipo de contractualismo. Evidentemente, con esa afirmación lo que se quiere decir es que cada uno no es dueño de sí (o, más precisamente, no tiene derecho a su propia integridad) mientras no se haya suscrito con todos los demás un contrato en virtud del cual se instituye y se otorga reconocimiento recíproco a dicho derecho. La razón para celebrar tal contrato es el rédito que todos obtienen al instaurar tal regla, cuando el balance de fuerzas entre los agentes es relativamente parejo. Es importante subrayar esta última condición, pues es posible pensar una variante del contractualismo realista en la cual –en virtud de la desigual distribución de las fuerzas– puede que un individuo no esté en posición de asegurar el derecho sobre sí mismo, de suerte que deba renunciar a su libertad a cambio, por ejemplo, de su vida.13 En tal caso, el acuerdo es perfectamente válido para el contractualismo realista, pues es irracional pedirle a quien tiene una ventaja comparativa que renuncie a ella llegado el momento de la negociación. Por tal motivo, en buena lógica realista, si hay desigualdades iniciales, el contrato debe consagrarlas.14

Pero ya sea que las partes estén en condición de igualdad o no, para el contractualismo realista es el contrato animado por una razón estratégica el que define "lo suyo" de cada uno, incluido el derecho de cada cual sobre su propia persona. Por tal motivo, Buchanan, por ejemplo, afirma que "[l]a delineación de los derechos de propiedad es, de hecho, el instrumento o el medio por el cual se define inicialmente a una ‘persona'" (28).

Por su parte, el contractualismo igualitarista puede considerarse como el entrecruce de un convencionalismo débil y el contractualismo universalista. Aquí los individuos deben concurrir en igualdad de condiciones, renunciando a las diferencias precontractuales que pudieran convertirse en una ventaja a la hora de cerrar el acuerdo y dar con ello pábulo a la instauración institucional de relaciones espurias de poder. El contrato, por lo tanto, solo será válido para el contractualismo igualitarista si es concebido de tal modo que deje a priori fuera de la deliberación a todos los mecanismos de poder precontractuales. Por eso, el resultado al que, grosso modo, aspiran los contractualistas igualitaristas con respecto a la distribución del poder y la consecución de la igualdad podría quedar resumida en la siguiente explicación de Rousseau:

[...] respecto a la igualdad, no hay que entender por esta palabra que los grados de poder y riqueza sean absolutamente los mismos, sino que, en cuanto al poder, que esté por debajo de toda violencia y no se ejerza nunca sino en virtud del rango y las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea lo bastante opulento para poder comprar a otro, y ninguno lo bastante pobre para ser constreñido a venderse. (2000 76)

Ahora bien, entre los factores de poder que han de ser excluidos se comprenden también las diferencias naturales. Por eso Rousseau afirma que el contrato social "substituye [...] por una igualdad moral y legítima lo que la naturaleza pudo poner de desigualdad física entre los hombres y que, pudiendo ser desiguales en fuerzas o en genio, se vuelven todos iguales por convención y de derecho" (2000 48).

La inclusión de las diferencias naturales descansa en la intuición de que dichas diferencias no son moralmente justificables, porque constituyen una distribución que no ha sido resultado de ningún tipo de acuerdo (son resultado de la "lotería natural", en la expresión de Rawls), y que requieren, por lo tanto, ser compensadas.15 De ahí que bajo el contractualismo igualitarista, todos los bienes, incluidos los talentos naturales, tienden a quedar incorporados en el proceso de deliberación para su posterior (re)distribución.16 Por eso afirma Rousseau que en el pacto social "cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos corporativamente a cada miembro como parte indivisible del todo" (2000 39).

Barry explica esta misma idea diciendo que la finalidad de la posición original es crear un sistema de derechos, no refrendar los derechos preexistentes: "[s]e supone que las partes se llevan derechos de sus deliberaciones, no que los llevan consigo a dichas deliberaciones" (178). La posibilidad de que las partes concurrieran al proceso de deliberación llevando consigo derechos precontractuales es inadmisible desde el punto de vista del contractualismo igualitario, precisamente porque esos derechos precontractuales rompen la simetría entre ellas y distorsionan la base desde la que debe llevarse a cabo la deliberación. Por eso Barry concluye que "la doctrina de los derechos naturales lleva consigo consecuencias que se pueden rechazar razonablemente en una posición original adecuadamente constituida" (178).

El punto de partida del contractualismo libertario, por su parte, puede quedar expresado en el siguiente pasaje del Segundo Tratado de Locke: "Cada hombre es propietario de su propia persona, sobre la cual nadie, salvo él mismo, tiene ningún derecho" (2010 §27). Obviamente la intuición de la que parte el contractualismo libertario es contraria a aquella de la que parte el contractualismo igualitario. La idea aquí es que la individualidad, o, como diría Kant, "lo mío y tuyo interno", es constituido antes del contrato, y que, más aún, dicha anterioridad es condición de la justicia de todo acuerdo ulterior. Esta intuición –que ha sido recogida por diversas formas de libertarismo a través del concepto de propiedad sobre sí mismo– repercute en la teoría de la propiedad, pues a partir de ella ha de entenderse también que, en cuanto dueño de su propio trabajo, cada individuo se hace dueño también de lo que produce con él. Por eso, Locke inmediatamente después añade:

Podemos añadir a lo anterior que el trabajo de su cuerpo y la labor de sus manos son también suyos. Luego, siempre que coja algo y lo cambie del estado en que lo dejó la naturaleza, ha mezclado su trabajo con él y le ha añadido algo que le pertenece, con lo cual, lo convierte en propiedad suya. (2010 §27)

Pero no solo por medio de la idea de que cada individuo es dueño de su propia persona y de la teoría de la apropiación por medio del trabajo de Locke es posible llegar a esta forma de contractualismo. Basta, por el contrario, con adherirse a alguna teoría iusnaturalista de la propiedad, para que la determinación de lo suyo de cada uno quede, al menos prima facie, fuera del proceso de deliberación o negociación contractual, tal como ocurre, por ejemplo, en el caso de Kant (cf. AA VI 245-270). Pero ya sea que se trate del trabajo (como en Locke) o de la occupatio (como en Kant), al admitir un modo unilateral de adquirir la propiedad, se renuncia al acuerdo como criterio de (re)distribución de lo mío y lo tuyo. Más aún, en la medida en que se acepta un criterio moral precontractual para la distribución de la propiedad, la función del contrato quedará necesariamente reducida a la corroboración de los títulos válidos con que las partes se presentan en la negociación. Más aún, dicha corroboración será a un tiempo el motivo de celebración y la condición de validez del contrato (cf. Kant AA VI 256-257).

La concepción no convencionalista de la propiedad, defendida por el contractualismo libertario, ha sido criticada bajo el cargo de promover el "individualismo posesivo", esto es, "la concepción del individuo como esencialmente el propietario de su propia persona o capacidades, por la cuales nada debe a la sociedad" (Macpherson 3). No obstante, los autores libertarios que, inspirados en Locke o Kant, defienden una justificación no convencionalista de la propiedad, han respondido a esta crítica y han formulado además objeciones al contractualismo igualitarista. Aunque hayan abandonado por completo el contrato social como herramienta metódica, es útil considerar tales respuestas y objeciones, porque ellas sirven también al contractualismo libertario. Aquí nos referiremos solo a dos. La primera de ellas afirma que todo procedimiento contractualista presupone ya que cada individuo tiene el derecho de hacer elecciones y, en consecuencia, un derecho de pro-piedad sobre sí (cf. Lloyd-Thomas 8). La segunda ha sido formulada por Nozick en contra de Rawls, y apunta a la reticencia de este último de aplicar el principio de compensación no solo a la estructura básica de la sociedad, sino a los individuos mismos. Dicha reticencia no puede justificarse, dice Nozick, en términos puramente igualitaristas: si no existe una razón para limitar el alcance de la teoría igualitaria de la justicia al nivel macro, parece entonces que el principio de compensación podría llevarnos a concluir que los propios talentos y habilidades deben ser incorporados al fondo (re)distributivo social. Y podría suceder, entonces, que las partes del cuerpo de cada individuo quedaran sujetas a redistribución, de suerte que sería posible decir a alguien: "Usted ha visto por todos estos años; ahora uno de sus ojos –o quizás ambos– será trasplantados a otros" (Nozick 204).

Cuarto criterio: contractualismo constitutivo y contractualismo hipotético (contractualismo maximizador y contractualismo heurístico-regulativo)

El último criterio tiene que ver con la pregunta acerca del estatus ontológico del contrato social. La principal dificultad vinculada a esta cuestión radica en que los autores contractualistas deben sostener a un tiempo que la suya no necesita ser una narración histórica y que los vínculos normativos tienen un carácter convencional.

La necesidad de renunciar a la historicidad del pacto es obvia y, vista en perspectiva histórica, la creciente tendencia de los autores contractualistas a renunciar a los aspectos históricos de la teoría, hasta prescindir completamente de ellos, siguiendo a Kant, se explica precisamente por la necesidad de evitar el cargo de antihistoricidad que puede hacerse a las teorías contractualistas. Pero si el contrato no es un hecho histórico, ¿entonces qué es? Y más grave aún, si el contrato no es un hecho histórico, ¿cómo pueden los individuos resultar obligados por él?

Una primera respuesta a esta dificultad consiste en decir que el pacto ha tenido y tiene efectivamente lugar, pero no de modo expreso sino solo tácito. Así, se entiende que los individuos han dado su asentimiento a las leyes y a las instituciones políticas de un lugar mientras permanezcan en él y actúen de hecho en conformidad con dichas leyes.17 La ventaja de la teoría del pacto tácito sobre la teoría del pacto expreso es doble. Por una parte, evita el obvio cargo de historicidad ("un pacto tal nunca tuvo lugar") y, por otra, evita el cargo de falta de fuerza vinculante para los descendientes de los firmantes: si han realizado actos jurídicos (como casarse, comprar o vender), admitido la protección de la ley e invocado los derechos que esta le confiere en el lugar donde viven, entonces han corroborado tácitamente el pacto (cf. Locke 2010 §§119-122).

No obstante, Hume criticó duramente esta pretendida solución, en el entendido de que su verosimilitud depende de ciertas condiciones que en la práctica nunca se cumplen:

¿Podemos afirmar en serio que un pobre campesino o artesano es libre de abandonar su país, cuando no conoce la lengua y las costumbres de otros y vive al día con el pequeño salario que gana? Sería como si afirmáramos que, pues sigue en el barco, un hombre consiente libremente en obedecer a su capitán, aunque lo llevaron a bordo mientras dormía y para dejar el navío tendría que saltar al mar y perecer. (105)

La teoría del pacto o contrato tácito no evita, al final, el reproche que también puede hacerse a la teoría del pacto expreso: la falta de consentimiento real por parte de los destinatarios de las normas. Evidentemente, si se insiste en la necesidad de tal consentimiento, el contractualismo se vuelve impracticable como teoría política, sobre todo considerando que el pacto social requiere unanimidad (cf. Locke 2010 §96; Rousseau 2000 131-132). A todas las teorías contractualistas que exigen un consentimiento real, ya sea expreso o tácito, y que, en consecuencia, sostienen que el pacto constituye las normas, podemos denominarlas teorías contractualistas constitutivas.

Frente a las enormes dificultades a las que tiene que hacer frente el contractualismo constitutivo, uno podría sentir la tentación de afirmar que el contrato no necesita ser real, sino tan solo hipotético (tesis del contractualismo hipotético). Esta alternativa ha sido objeto de una dura crítica por parte de Dworkin. En un célebre pasaje de Los derechos en serio observa: "[u]n contrato hipotético no es simplemente una forma desvaída de un contrato real; lisa y llanamente, no es un contrato" (235).18

Esta crítica de Dworkin ejerce presión, en el fondo, en el mismo punto al que dirigía su crítica Hume: la falta de consentimiento efectivo por parte de los individuos que resultan obligados por las normas. Esta crítica resulta devastadora para el contractualismo hipotético (y con ello para el contractualismo en general), si es que este es entendido como una ficción concebida para dar cuenta del origen efectivo de las normas, o como un recurso en virtud del cual nos es necesario asumir que, por alguna razón, hemos de suponer que hemos dado realmente nuestro consentimiento a las normas políticas o jurídicas.

Pero entonces, ¿cómo debe entenderse la apelación al contrato? La posibilidad de pensar el contrato, no como una instancia de creación efectiva de normas, sino más bien como una herramienta metódica conforme a la cual dilucidar el contenido que han de tener las normas para ser consideradas justas, así como las condiciones bajo las cuales la instauración de una autoridad que las haga valer resulta legítima, abre al contractualismo la posibilidad de eludir las críticas que se levantan en contra de lo que aquí hemos denominado contractualismo constitutivo. A esta posibilidad que, en buenas cuentas, considera la apelación al contrato como una ficción para dar cuenta de la génesis ideal de las normas, es lo que denominaremos contractualismo hipotético.

Ahora bien, existen dos modos posibles de concebir el contractualismo hipotético. El primero –que a falta de una mejor designación llamaremos contractualismo maximizador– está inspirado en el contractualismo egoísta, y consiste en apelar al contrato como una ficción metódica que refleja de modo sistemático la utilidad individual como criterio de establecimiento de los vínculos normativos. Como afirma Gauthier, desde la perspectiva del contractualismo hipotético (hypothetical contractarianism), "los sistemas de propiedad y de gobierno son legítimos por el consentimiento que ellos hubieran recibido por parte de personas racionales en una posición adecuadamente caracterizada de elección racional" (1979 13). De esta forma, el contrato expresaría abreviadamente la lógica de una teoría política empirista anclada en una concepción estratégica de la razón, y por ella se llegaría a una suerte de contractualismo sin contrato, pues, bien pensado, el fundamento de las normas se encontraría, a fin de cuentas, no en el consentimiento, sino en la maximización de la propia utilidad:

La idea fundacional del contractualismo hipotético dice que una norma moral es legítima y obligatoria cuando ha sido creada de tal manera que –al margen de cómo surgió fácticamente– permita pensar que se ha originado en un contrato, o surgido de otro modo no contractual, a partir de los intereses de los afectados. Si deja pensar que los afectados por una norma la hubieran creado en una situación pre-moral al reflexionar racionalmente en vista de sus intereses, entonces la norma es obligatoria y sus exigencias correspondientes son legítimas. (Stemmer 358)

Llegados a este punto, se puede prescindir del consentimiento real de los agentes, pues dicho consentimiento puede no ser concordante con el consentimiento que prestarían agentes perfectamente racionales (i.e. perfectos maximizadores de la utilidad individual), que es el que en realidad interesa a la teoría. Por eso es posible afirmar, con el contractualismo maximizador, que las normas son obligatorias no porque de hecho hayan sido acordadas, sino porque hubieran podido serlo por parte de agentes perfectamente racionales. El contractualismo hipotético es un recurso para dar cuenta de la legitimidad del contenido de las normas, de la justicia o rectitud de lo mandado por ellas, no de la legitimidad de su origen empírico.

La solución a que apela el contractualismo maximizador es, mutatis mutandis, admisible también para las teorías contractualistas que siguen una lógica universalista. La concepción kantiana del contrato ofrece seguramente el mejor ejemplo en este sentido. Kant elude el cargo de antihistoricidad e impracticabilidad que se dirige en contra del contractualismo constitutivo, por la vía de hacer del pacto únicamente una idea de la razón que cumple una función heurístico-regulativa:

Pero respecto de este contrato (llamado contractus originarius o pactum sociale) [...] en modo alguno es preciso suponer que se trata de un hecho. [...] Por el contrario, se trata de una mera idea de la razón que tiene, sin embargo, su indudable realidad (práctica), a saber, la de obligar a todo legislador a que dicte sus normas como si estas pudieran haber emanado de la voluntad unida de todo un pueblo. (AA VIII 297)

Para Kant, el contrato ofrece un criterio para orientarse en la formulación de las reglas de justicia. Ese criterio recoge la intuición moral básica del contractualismo: una norma es moralmente aceptable cuando podría haber sido querida por todos aquellos que resultan obligados por ella. Pero al decir que una norma es justa cuando "podría haber sido" querida por todos aquellos a quienes se dirige, Kant está separando el consentimiento real del consentimiento posible. Así, lo que ha de contar para la filosofía política, en cuanto parte de la filosofía práctica, es el consentimiento posible. Esto tiene enormes consecuencias. Por ahora, que el consentimiento real es relevante únicamente en cuanto coincide con los criterios normativos incorporados en la idea del contrato hipotético.19

Evidentemente, las dos alternativas al contractualismo constitutivo aquí mencionadas desbordan el marco conceptual del contractualismo, pues ambas, a su modo, tornan irrelevante el consentimiento real de los individuos. El contrato social concebido como una idea heurística regulativa que contiene los principios generales de todo posible orden jurídico, deja poco o ningún margen a los agentes para negociar los principios del orden social: su papel, de hecho, queda limitado a la corroboración de principios que, en cuanto seres razonables, deben aprobar y cuya fuerza no descansa en el acuerdo, sino en los principios generales de la razón práctica kantiana. Otro tanto sucede con lo que hemos denominado contractualismo maximizador, que procede y obtiene sus leyes sobre la base de una idealización parecida a la que realizan las teorías económicas, de suerte que las decisiones hipotéticas de agentes perfectamente consistentes en la consecución de su propia utilidad se erigen como paradigma de aquello que deberían hacer individuos de carne y hueso, animados por consideraciones diferentes de la sola maximización de su utilidad.

En virtud de su transformación, ya sea en una idea heurístico-regulativa, ya sea en una expresión de la utilidad individual, el contrato se vuelve trivial como instancia de fundamentación de los vínculos normativos: el contrato reflejará, pero no producirá, las condiciones generales de la moralidad y la justicia. Así, pues, es inevitable concluir que el precio a pagar por la salvación del contractualismo frente a las críticas de falta de historicidad es extremadamente alto: el consentimiento de los agentes. Esta es, evidentemente, una victoria pírrica para el contractualismo, pues, al prescindir del consentimiento efectivo de los contratantes, ¿qué queda de él?

Conclusiones

Aunque no existe una correspondencia biunívoca entre las distintas clasificaciones, es claro que los diferentes tipos de contractualismos aquí identificados se congregan en tres grandes familias que, para abreviar, podemos denominar hobbesiana, lockeana y rousseauniano-kantiana. La primera incluye, por ejemplo, a Glaucón, Buchanan, Gauthier y Stemmer. La tercera a Scanlon y Barry. El lockeanismo, por su parte, no tiene epígonos contractualistas, sino iusnaturalistas, como Nozick y Rothbard. No obstante, esta tipología amplia que agrupa las distintas teorías contractualistas en familias, deja inevitablemente ciertos cabos sueltos. Por ejemplo, un autor tan relevante para la tradición contractualista como Rawls no termina de encajar en ninguna de las familias propuestas, pues su teoría es una especie de híbrido entre el hobbesianismo y el rousseaunismo.

Con todo, la principal dificultad a la hora de ofrecer una definición unívoca de contractualismo no estriba tanto en el hecho de que algunas de ellas sostengan que todos los vínculos normativos tienen un origen convencional, mientras que otras limiten el contenido de los posibles acuerdos sobre la base de ciertos contenidos normativos precontractuales; sino en el hecho de que algunas de ellas entiendan que la obligatoriedad de las normas descansa en el consentimiento efectivo de aquellos vinculados por ellas, mientras que otras entiendan que descansa en el consentimiento hipotético que hubieran dado agentes perfectamente racionales o razonables, según el caso. Esta diferencia introduce la distinción –por no decir "divorcio"– entre consentimiento real y consentimiento hipotético de los agentes y, con ello, remite al problema más general de si las normas son justas porque han sido acordadas, o de si han sido acordadas porque son justas. Evidentemente, ninguna definición de contractualismo puede ser tan amplia como para comprender ambas alternativas. De ahí que sea forzoso concluir que el término "contractualismo" es empleado de modo meramente equívoco, para hacer referencia a teorías que justifican la obligatoriedad de los vínculos normativos apelando a un contrato real o a un contrato posible. A las primeras se les puede denominar teorías contractualistas sensu strictu, pues de las segundas resulta difícil afirmar que el fundamento de la obligatoriedad de los vínculos normativos radique en un contrato. ¿No debería ser el consentimiento real un requisito imprescindible para poder considerar como genuinamente contractualista a una teoría? Si se prescinde de la necesidad del consentimiento real como criterio de identificación del contractualismo, entonces prácticamente toda teoría política y moral podría ser considerada legítimamente como una teoría "contractualista". Si se dice que la adhesión a ciertos principios es obligatoria porque seres racionales o razonables, según el caso, se adherirían a ellos, ¿cuál es, en último término, la diferencia entre el contractualismo hipotético y cualquier otra teoría política? Así, no solo la filosofía práctica kantiana, sino también la regla de oro o el principio de utilidad debieran ser considerados como expresión de un criterio contractualista de justificación de las normas.20 Incluso, la teoría política de Hume podría llegar a ser considerada por esos derroteros como una teoría contractualista (cf. Gauthier 1979). Evidentemente, el concepto de contractualismo no puede ampliarse tanto sin que se resienta su precisión conceptual, y sin que devenga una categoría superflua para la filosofía política.

Desde el mismo momento en que el consentimiento real deja de ser la fuente de la obligatoriedad de las normas, el contrato deja de ser realmente la instancia de justificación de estas. Por tal motivo, bien pensando, en cualquiera de las versiones del contractualismo hipotético, es el propio interés o la imparcialidad (u otro principio semejante que aspire a reflejar la razón práctica kantiana) los que sirven, alternativamente, como verdadero fundamento de justificación de las normas, y no el pacto.

Esta constatación nos conduce a una segunda conclusión: el contractualismo strictu sensu no tiene cómo hacer frente a las críticas combinadas de Hume y de Dworkin: el reproche de la falta de consentimiento real no puede ser respondido apelando a un contrato hipotético, sin provocar el desbordamiento del contractualismo como teoría política, pues no se puede afirmar que los vínculos normativos descansan en el consentimiento de los agentes y, al mismo tiempo, justificar la obligatoriedad de dichos vínculos a través de decisiones hipotéticas tomadas en escenarios contrafácticos. Y como no es posible afirmar ambas cosas al mismo tiempo, de Kant en adelante la salida de las teorías contractualistas no ha dejado de ser paradójica: renunciar al consentimiento real de los agentes, abandonando con ello la herramienta definitoria del contractualismo: el pacto. En el entendido de que el pacto es una suerte de lastre, un envoltorio del que es mejor desprenderse, las teorías contractualistas postkantianas se conciben a sí mismas como un esfuerzo de dilucidación de las condiciones de legitimidad de las normas y de la autoridad política, esfuerzo que es sostenido, o bien por una forma particular de egoísmo moral, o bien por alguna forma de imparcialismo moral (vagamente) inspirado en Kant.


NOTAS AL PIE

1O al menos que haya lugar para lo que Buchanan denomina la "distribución natural", pues, de lo contrario, no habría una base sobre la cual poder negociar. Respecto de la "distribución natural", véase Buchanan (43-51).

2La frase es de Gibson.

3Para una caracterización del homo oeconomicus, véase Gauthier (2000 415-420).

4Lo que no significa, sin embargo, que Kant adhiera a este tipo de contractualismo. Muy por el contrario. Debe entenderse que, en ese pasaje, lo que hace Kant es situarse precisamente en la perspectiva puramente técnica del problema, y no en la perspectiva político-moral, que es aquella bajo la cual desarrolla la Metafísica de las costumbres u otros escritos de filosofía política y jurídica.

5Se podría discutir si Locke tiene, efectivamente, una concepción puramente instrumental de la razón o no. En apoyo de la respuesta afirmativa, véase Locke (1998). Asimismo, en sus lecciones sobre la ley natural, Locke dedica toda la última quaestio a refutar a aquellos que sostienen que el fundamento de la ley natural es el interés propio de cada hombre (cf. 2007 92-103). No obstante, esa refutación alcanza solo a algunas formas, particularmente miopes, de racionalidad instrumental (específicamente, a una forma de egoísmo hedonista). Para una reconstrucción de los fundamentos de la teoría moral de Locke, véase Simmons (14-67).

6El amor propio es un malsano amor a sí mismo y, de hecho, Rousseau contrapone estas dos formas de amor. El amor a sí mismo es "siempre bueno y siempre conforme al orden" (2002 314), mientras que el amor propio es una corrupción de aquel y "exige no solo que nos prefiramos a los demás, sino que los demás nos prefieran a sí mismos, lo que es imposible" (id. 315).

7Para la influencia de Rousseau en Kant, véase Rubio (29-74).

8Por ejemplo, Korsgaard (77 y ss.), también O'Neill (81-104).

9Aunque no solamente supone eso. Supone, también, que cada individuo no puede querer ciertas cosas para sí mismo, aun cuando esas cosas no afecten a los demás. La segunda versión del imperativo categórico recoge claramente esta exigencia.

10Y cabría añadir que las teorías contractualistas que son correlativas a estos dos modelos de racionalidad son designadas en inglés como contractarianism y contractualism, respectivamente. Así, por ejemplo, la teoría de Gauthier es un ejemplo de contractarianism, y la de Scanlon de contractualism.

11Para el significado de la expresión modus vivendi, véase Rawls (2004 178-179).

12Por ejemplo, Rawls dice: "Para tener éxito a la hora de descubrir un consenso de este tipo [i.e. el consenso entrecruzado], la filosofía política debe estar, en la medida de lo posible, adecuadamente independizada de otras partes de la filosofía, señaladamente de las controversias y problemas filosóficos inveterados" (2004 204).

13Por ejemplo, Buchanan señala: "Desde este escenario [i.e. un escenario hobbesiano], es posible que el contrato de desarme que se pueda negociar sea algo similar al contrato del esclavo, en el que los ‘débiles' aceptan producir bienes para los ‘fuertes' a cambio de que se les permita quedarse con algo más allá de la mera subsistencia, que quizás no podrían asegurarse en el escenario anarquista. Un contrato de esclavitud, como otros contratos, definiría los derechos individuales y, en la medida en que esta asignación sea mutuamente aceptada, es posible que se puedan obtener beneficios mutuos de la reducción consecuente del esfuerzo de defensa y depredación" (98-99).

14Pero aun así es necesario que en un mundo hobbesiano exista un punto de equilibrio, por desigual que resulte para las partes, pues de otro modo los agentes no tienen ninguna razón para celebrar un pacto. Buchanan se refiere a ese punto de equilibrio, al que llama "la distribución natural" (47-48).

15"Este principio [el principio de compensación] afirma que las desigualdades de nacimiento y de dotes naturales son inmerecidas, habrán de ser compensadas de algún modo" (Rawls 2003 103). Los propósitos que persigue el principio de compensación son parcialmente incluidos en la teoría de la justicia de Rawls a través del principio de la diferencia: "Aquellos que han sido favorecidos por la naturaleza, quienesquiera que sean, pueden obtener provecho de su buena suerte solo en la medida en que mejoren la situación de los no favorecidos" (id. 2003 104).

16En la versión de Rawls de esta clase de contractualismo, las diferencias naturales no son directamente objeto de un acuerdo pero su aprovechamiento sí queda bajo un orden institucional que favorezca a los menos aventajados: "Nadie merece una mayor capacidad natural ni tampoco un lugar inicial más favorable en la sociedad. Sin embargo, esto no es razón, por supuesto, para ignorar y mucho menos para eliminar estas distinciones. Más bien lo que es posible es configurar la estructura básica de modo tal que estas contingencias operen a favor de los menos afortunados" (2003 104).

17Sócrates argumenta a partir del consenso tácito en Critón (cf. 52a-53a). Esto también lo hace Locke (cf. 2006 §§119-122).

18También Stemmer: "Un contrato hipotético solo imaginario naturalmente no crea ninguna legitimidad ni obligaciones reales; un contrato solo imaginado no puede atar a nadie" (358).

19Por lo tanto, la voluntad general puede estar de parte de una minoría. Al respecto véase Kant (AA VI 257).

20Frente a esta objeción aún podría afirmarse que, a diferencia de las teorías contractualistas, la moral tomista o el principio de utilidad, por ejemplo, no apelan, ni pretenden justificarse, tampoco, apelando al consentimiento hipotético de los individuos. Después de todo, como afirma Gauthier, del hecho de que pudiera reobtenerse la ética utilitarista o comunitarista a partir de una lógica contractualista, no se sigue que los "que comunitaristas o colectivistas vayan a alegrarse de la posibilidad de una defensa contractualista de sus ideas". No es el tipo de justificación que buscan los adversarios del contractualismo (Gauthier 1998 174-175). Con todo, insistir en el empleo de una noción tan amplia de contractualismo como aquello que todos deberían racional o razonablemente querer (según el caso), permite reescribir y reinterpretar en clave contractualista todas las teorías morales y políticas, pues, a menos de que los adversarios del contractualismo se dejen caer en el más absoluto voluntarismo, necesitan poder afirmar que las proposiciones de filosofía moral y política que defienden podrían haber sido aprobadas por agentes racionales o razonables bajo ciertas condiciones ideales.


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