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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.63 no.156 Bogotá July/Sept. 2014

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n156.47085 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v63n156.47085

LA MORFOLOGÍA DE LAS CULTURAS

CONSTANTIN NOICA

Al norte del bajo Danubio, la historia se asienta sobre milenios de existencia y de leyenda. Figuran aquí muros de piedra corroídos que, por su presencia profusa, conforman un archipiélago de testimonios silenciosos de las edades extinguidas de estos lugares, de la sucesión de las generaciones y de su destino. Son las tierras de los dacios antiguos. Los "más justos y más valientes entre los tracios", nos dice Heródoto, que vivían buscando, de acuerdo con su cosmovisión de armonía universal, el equilibrio entre naturaleza y espíritu. Siglos de invasiones y servidumbre, que repercutieron trágicamente en la conciencia colectiva, generaron más tarde una proto-filosofía de signo fatalista, expresada en la producción folclórica (baladas, cuentos) del nuevo pueblo que se formó, luego de la conquista romana del año 106. La ubicación geográfica del país en una zona de encuentro entre el Oeste y el Este –y, por consiguiente, entre una cultura edificada sobre la herencia romana y otra de origen griego– contribuye, asimismo, al lado de las complejas circunstancias socioculturales en medio de las cuales se inició, al perfil particular de la filosofía rumana académica.

Si bien en algunos campos o autores esta demuestra una alineación con el Occidente, en otros deja ver sus raíces bizantinas: por medio de un lenguaje metafórico de inspiración teológica o de una perspectiva, aparte de distinta, reivindicativa de los valores y del aporte cultural de un Sureste europeo insuficientemente considerado. Este discurso y perspectiva son algunas veces presentados en el marco de una visión integradora, como lo hace Constantin Noica, a cuyos trabajos de lógica, ontología, gnoseología, antropología, filosofía de la cultura e historia de la filosofía –vertidos, hasta ahora, al alemán, italiano, francés, portugués, inglés y castellano–,1 se suman sus traducciones de Aristóteles, san Agustín, Descartes, Kant, Hegel.

Noica nació el 25 de julio de 1909 en Vităneşti, un pequeño poblado del sur de Rumania, en el seno de la familia de un terrateniente. En 1928 se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras de Bucarest. De 1938 a 1939 se especializa en Francia y, en 1940, obtiene, de nuevo en la capital rumana, su doctorado en filosofía con el trabajo Esbozo para la historia del cómo es posible algo nuevo. Después de la Segunda Guerra Mundial –durante la cual cumplió, por motivos de salud, el papel de intérprete en campos de prisioneros–, la familia Noica perdió, a causa de la reforma agraria de 1945 y del proceso de colectivización de la agricultura emprendido por el gobierno socialista, todas sus propiedades. La "dictadura del proletariado" vio en su condición de burgués recién desposeído –además, con antecedentes de extrema derecha y contactos en Occidente (sus amigos Mircea Eliade y Emil Cioran, en primer lugar)– un motivo de desconfianza, y lo obligó a vivir en la ciudad de Câmpulung, bajo el control permanente de la policía política. Fue arrestado en 1958, supuestamente por intento de desestabilización, y condenado a 25 años de trabajos forzados. Despues de ser excarcelado por la amnistía general de 1964, se desempeñó posteriormente como investigador en el Centro de Lógica de Bucarest, hasta 1975. Una vez jubilado, se dedicó a la enseñanza de la filosofía, en una posada de Păltiniş, un centro para los deportes de invierno y el descanso en la Montaña Cindrel, donde se reunían periódicamente, para escuchar sus análisis e interpretaciones de autores clásicos, grupos de jóvenes. Falleció el 4 de diciembre de 1987, y fue sepultado en un monasterio cercano.

Se le otorgó el premio para los jóvenes autores inéditos, por Mathesis o las alegrías sencillas, su primer libro, publicado en 1934, y el premio Herder en 1988. Desde 1990 es miembro postmortem de la Academia Rumana.

Obras principales de Constantin Noica

Mathesis o las alegrías sencillas (1934)
Conceptos abiertos en la historia de la filosofía' Descartes, Leibniz, Kant (1936)
De Caelo' Ensayo acerca del conocimiento y del individuo (1937)
a vida y la filosofía de R' Descartes
(1937)
Esbozo para la historia del cómo es posible algo nuevo
(1940)
Dos introducciones y una transición al idealismo
(1943)
Diario filosófico
(1944) Páginas acerca del alma rumana (1944)
La
Fenomenología del espíritu de G' W' F' Hegel presentada por Constantin Noica (1962)
Ensayos acerca del hombre
(1968) Veintisiete peldaños de lo real (1969)
Platón' Lysis (1969)
El lenguaje filosófico rumano (1970)
Creación y belleza en la lengua rumana (1973)
Eminescu o pensamientos acerca del hombre pleno de la cultura rumana (1975)
El alejamiento de Goethe (1976) El sentimiento rumano del ser (1978)
Seis enfermedades del espíritu contemporáneo (1978)
El devenir dentro del ser (1981) Tres introducciones al devenir dentro del ser (1984)
Cartas sobre la lógica de Hermes (1986)
De dignitate Europae (1988) El modelo cultural europeo (1988)
Oren por el hermano Alejandro (1990) Diario de ideas (1990)

Apuntes sobre El modelo cultural europeo de Constantin Noica

En El modelo cultural europeo, Constantin Noica analiza los orígenes de la cultura del Viejo Continente, su evolución y propagación en el mundo llamado "occidental". La exposición filosófica, nutrida y respaldada desde los planos histórico, político, antropológico, mítico, artístico y lingüístico, configura una nueva morfología de las culturas apoyada en la universalidad del pensamiento.

A diferencia de Oswald Spengler, que sitúa la aurora de la cultura europea en el espacio nórdico del periodo 900-1000, el filósofo ruma-no parte del Concilio de Nicea del año 325 y de los debates de ideas de los siglos siguientes, con sus reverberaciones transmitidas, desde la teología a los sistemas de valores profanos (filosóficos, artísticos, histórico-políticos, técnicos). En el comienzo de esta cultura descifra, a título de elemento germinativo y clave de lectura, la leyenda del niño del pesebre: símbolo religioso del ser trinitario y, en el registro laico, de la unidad sintética, que no se debe entender como la unidad de síntesis que reúne y armoniza lo diverso, sino como la unidad que se diversifica y expande, tal como la entiende el kantismo, después de la versión delineada, siglos antes y en otros términos, en la doctrina de la emanación de Filón: de la sustancia primaria, afirmaba el pensador de Alejandría, emanan existencias secundarias, sin que este hecho la altere o aminore; todas las existencias y las potencias emanadas se mantienen dentro de y en eterna unidad con ella. Asimismo, según las líneas dedicadas a la deducción trascendental, Kant presenta una relación similar a esta, que funciona entre las unidades de síntesis y la unidad sintética originaria.

Los hombres no se definen solo con base en los principios profesados. De hecho, se definen mejor a partir de las desviaciones del orden y de las normas, con base en las excepciones a las reglas. Lo mismo ocurre con las culturas. Cada tipo de relación –reducible a un esquema numérico– entre regla y excepción define un tipo de cultura. Es cierto que no hay culturas "puras"; sin embargo, en cada una de ellas se evidencia el predominio de una determinada relación, con su respectivo esquema numérico. Uno y su repetición, correspondiente a la excepción que infirma la regla, caracteriza a las culturas totémicas. Uno y su variación, correspondiente a la excepción que confirma la regla, a las monoteístas. Uno en lo múltiple, de la excepción que amplía la regla, se verifica en las culturas panteístas. Uno y múltiple, propio de la excepción que proclama la regla sin perder su carácter de excepción, en las politeístas. Y, finalmente, el esquema Uno múltiple, de la excepción que sustituye la regla, se verifica en la cultura europea.

En la perspectiva de este esquema numérico, la cultura del Viejo Continente aparece como un conjunto de manifestaciones dentro de un todo cuya particularidad de "distribuirse sin repartirse" (esto es, sin agotarse en el proceso de distribución, como la luz, por ejemplo, a diferencia de un pan) la impone como realidad continua por esencia. Para abordarla, Noica acude al lenguaje, que está abierto al devenir como su objeto de estudio. La lengua es viva, afirman los filólogos, sus formas evolucionan constantemente, se modifican sin cesar por el cauce de la historia y reflejan los cambios producidos en las realidades socio-humanas. Además, los idiomas del planeta se diversifican y expanden como un igual número de excepciones a la ley del logos único, como diferenciaciones de una misma unidad. Representan el despliegue, en una pluralidad de singularidades, del pensamiento. En este enfoque, la morfología cultural, vista como reflejo de la morfología gramatical, muestra el paso de las culturas (cuyo modelo lo representa, en las páginas de Noica, la europea) por las diversas hipóstasis del logos; aunque no en la pureza de estas, sino en su revelación prevaleciente. Como fase iniciadora de cultura, la Edad Media se presenta en la modalidad del sustantivo, que nombra e instituye. Para obrar y construir una civilización, el hombre identifica primero las realidades: desde las del mundo de la sustancia hasta los conceptos universales de Ens, Verum, Bonum, Pulchrum. El Renacimiento se lee por la exuberancia de los adjetivos y de los epítetos, en los cuales se desborda el universo de colores y matices de la pintura, la cantidad de destrezas del uomo universale, de campos de saber y de dominios artísticos. Desde el Renacimiento a la Revolución francesa –un periodo escaso de novedad–, la Reforma, la Contrarreforma y el Clasicismo se prestan a una interpretación por medio de la significación del adverbio, que indica "lo mismo, pero hecho de distinta manera". El pronombre –desde "yo" a "nosotros"– es representativo para los tiempos de Montaigne y de Hegel. Mientras que el numeral y la conjunción marcan los últimos dos siglos: con el prestigio transversal del número, por una parte, y con los conectivos requeridos por la exterioridad de las relaciones interhumanas, en una sociedad que ya no es del prójimo sino "del lejano", por la otra.

Los pensadores de Europa occidental (Leo Frobenius, Oswald Spengler, Arnold Toynbee) habían propuesto morfologías de las culturas. Interpretadas en función de la geografía o del destino, cada una reducida a una "idea originaria" o a un "símbolo espacial" (línea ondulada, gruta, etc.), presentadas como grandes unidades inalterables y aisladas, como "trozos dispersos" en tiempo y espacio. La propuesta de Constantin Noica se resume en una sola morfología para todas las culturas, sustentada en la universalidad del pensamiento.

Traducción de los capítulos VII y VIII de Modelul cultural european (El modelo cultural europeo), basada en la edición establecida por la editorial Humanitas y publicada en Bucarest en 1993.

VASILICA COTOFLEAC
Introducción y traducción
Santiago de Chile - Chile

vasico@yahoo.com

Capítulo VII: Cuándo comienza la cultura europea

Podemos conocer muy bien algunas culturas. Aun así, precisar el momento exacto de su nacimiento es imposible. Las culturas no parecen haber surgido por alguna fractura; se desprendieron lentamente de la naturaleza, como una suerte de prolongación de esta.

La cultura europea, en cambio, aparece por una evidente ruptura: de la naturaleza, en primer lugar; de la razón cognitiva, en segundo lugar y, por último, de la Antigüedad. Ella nace, más exactamente, en el año 325, en Nicea.

Si logramos fundamentar en las siguientes páginas esta afirmación, entonces la tesis de Spengler acerca del comienzo de nuestra cultura, supuestamente "fáustica", alrededor de 900-1000, revelará su completa inanidad. Todo habría aparecido en la lobreguez del Norte, según este autor, en el mundo de los nibelungos perdidos en la bruma. Quien se aproxima hoy al lugar de origen de Siegfried, en Xanten (de ad Sanctos) –en el noroeste de Alemania– no encuentra por allí ninguna huella del héroe; pero sí una arena romana de unos 1000 años de antigüedad. Igual de sombrío e impreciso es su concepto de lo "fáustico" aplicado al tipo de hombre representado por las figuras de Parsifal, Tristán, Hamlet, Don Quijote, Fausto, Werther y el protagonista de la novela urbana moderna.2 Una cultura de amantes desdichados y de supuestos sabios exaltados solo podría comenzar en medio de las tinieblas.

Que los nórdicos dinamizaron Europa alrededor del año 1000 y que posteriormente, después de varios siglos, le dieron, por los ingleses, la civilización específica y, por los alemanes, el arte de pensar que la caracteriza, es cierto solo en la medida en que se acepta la presencia previa de una Europa. Ella existía en moldes latinos (los nórdicos carecieron de teologías constituidas y solo produjeron Estados e historia, después de ser modelados por los latinos, como es el caso de Inglaterra, que precisó de 300 años de dinastía francesa para salir del pastoreo), y existía incluso antes, en hormas bizantinas. Lamentablemente, aún no aparece el ilustrado que glorifique o que al menos dibuje el Bizancio, tal como lo hizo Jacob Burckhardt con el Renacimiento. Lamentablemente, otra vez, la arrogancia de los latinos del Oeste –que condujo, al enfrentarse a la arrogancia de los griegos, al asombroso cisma religioso– ofuscó a los insignes historiadores del Occidente y los indujo a minimizar el papel europeo de Bizancio, a ignorar el excelso pensamiento, esencial para su fe, de los grandes Padres del Oriente. Desligada de la tradición bizantina, la cultura europea rastrea sus inicios, según los filósofos occidentales de la historia, en el caos germánico inicial, o, a lo más, en los ecos, aún no extinguidos por los monasterios irlandeses, de la cultura antigua. El vacío de casi un milenio de esta cultura tenía que ser llenado de algún modo, y Spengler se vio forzado a transformar en cultura auténtica una configuración cultural de las más precarias, la árabe, que vehiculaba ideas y valores (del Oriente y del Oriente cercano helenizado), antes que haber creado valores propios. Pero quien ignora el primer milenio europeo y sigue la línea del Norte en busca del origen, comienza en la barbarie y termina en la esquizofrenia fáustica o, si se prefiere, en el terror ante la bomba atómica, anticipado por Goethe en el cuarto acto de Fausto II.

Esto ocurre no solo porque no se toma en cuenta el Sureste, sino también, y con frecuencia, debido a una inadecuada concepción filosófica. Spengler enlaza una extraordinaria cantidad de información y capacidad de asociación en problemas de historia con un decepcionante enfoque filosófico. Su cinismo, que culmina en provocación y jactancia –tan deplorable como el de Nietzsche, no obstante la diferencia de nivel–, secunda la insuficiencia y la anemia de su punto de vista de "enfermo con instintos de hombre sano" (como ha sido calificado Nietzsche). Porque pobreza de ideas es, y no otra cosa, ver las culturas "como unas plantas y unos animales" en medio de la naturaleza (29), o sostener que las grandes culturas no son más que organismos (cf. 141), y que ninguna de ellas puede sustraerse al determinismo natural y "elegir".

Es cierto que el organicismo había sido adoptado también por Goethe, a quien Spengler –al igual que Nietzsche– cita con devoción. ¡Pero cuánta diferencia hay entre la elegancia de Goethe y la agresividad, supuestamente lúcida, de los dos últimos; entre la visión de la naturaleza en Goethe y su reducción al instinto y a la animalidad; entre el demonismo goetheano y la ciega "voluntad de poder"; entre la inocencia del devenir angélicamente situado más allá del bien y del mal, y aquel "más allá del bien y del mal" hincado en la insensibilidad brutal ante el bien y el mal; cuánta diferencia entre el "sentido de la vida es la vida", en la versión de Goethe, y la convicción de que el sentido de la vida es la aniquilación de otras vidas!

Y si en el caso de Nietzsche la penuria de la visión filosófica es compensada por sus extraordinarias intuiciones y expresiones de moralista, de psicólogo, de crítico, de filósofo de las artes y de profeta, ¡cuánta monería y estridencia, en cambio, en las páginas de Spengler!, sobre todo en Der Mensch und die Technick, publicado en 1931 a modo de revelación del pensamiento subyacente, aún encubierto por una cierta decencia cultural, en La decadencia de Occidente. Lee uno ahí asombrado que, en la medida en que el hombre no es más que "un animal sanguinario", la técnica es sencilla y llanamente "una táctica de vida". Y que este animal, graciosamente llamado por Spengler "bestia-hombre", comete matanzas como en la jungla natural, donde los devoradores de las plantas indefensas representan, dice, una categoría selvática (el caballo, el venado), mientras que los devoradores de otros animales constituyen un tipo superior de ser de persecución (cf. 15). Al lado de estos devoradores, la bestia-hombre se destaca, según parece, por la cultura, también posible porque el mundo significaría depredación (id' 26).

Y es así como, para Spengler, la cultura europea nace en el Norte, bajo el signo de unos mitos y leyendas en los cuales las mujeres guerrean contra los hombres y los dioses se destripan entre ellos sin terminar de matarse. Que semejante cultura pudo dar milagros del orden de las catedrales, de la música o del cálculo infinitesimal, como había mostrado con tanta habilidad este autor en La decadencia de Occidente, solo para él tiene algo que ver con la "aspiración fáustica de la espacialidad infinita". Bajo estas cosas yacería, en el fondo, la esencia inexorable de la bestia, esta vez creadora y capaz de alcanzar la invención de la máquina, "la más perversa de todas las armas contra la naturaleza" (73), destinada a entrar, junto con el hombre, en la nada de la historia.

Completamente distinto aparece el inicio de la cultura europea desde la perspectiva del Sureste bizantino. Sin duda, ahí también había, en las postrimerías de la Antigüedad, animales sanguinarios o Estados que se destrozaban entre ellos. Pero había luz, no tinieblas y oscuridad como en el Norte, y había orden, o un vestigio del orden que Roma había instituido en el mundo conocido. Allá, en la pequeña Roma fundada por el primer emperador cristiano, ocurrió algo sin precedentes en la Antigüedad y en nada comparable con las ciegas pugnas nórdicas: durante 450 años, masas enteras de hombres anónimos (y no solo los espíritus rectores) se enfrentaron por ideas. Las disputas medievales de la Sorbona son, al lado de las luchas de Bizancio, un mero espectáculo, como las justas de caballeros. Aquí, en Bizancio, había pasión, y la sangre corría en nombre de las ideas. Es probable que ninguna investigación sociológica pueda explicar satisfactoriamente semejante frenesí colectivo, prolongado durante varios siglos, sin tomar en cuenta el entusiasmo suscitado por la especulación.

Todo comenzó en el año 325, en el Concilio de Nicea, convocado por el emperador y continuado con otras seis reuniones, hasta 787. Dejemos de lado el hecho material y de civilización que hizo posible la organización –en la periferia de una Europa en pleno caos y de un mundo árabe de nómadas– de semejantes encuentros, que incluían a dirigentes espirituales incluso de España y Francia, y que demuestra la existencia de un sistema seguro de contactos y comunicaciones, el control de los caminos, la buena administración y burocracia, en una palabra, la civilización de la cual tanto hablaría después el Occidente. Detengámonos por un instante en los debates de ideas, de carácter puramente religioso –como era natural en esa época–, pero cuyas reverberaciones, inicialmente filosóficas, se propagaron por todo el continente, aun cuando en forma velada, y se transmitieron incluso a los sistemas de valores profanos y antirreligiosos, lo que nos autoriza a afirmar, por ende, que en el año 325 comienza una nueva cultura.

Hegel declaró una vez que no hay fragmento de Heráclito que no pueda reponer en su obra. Lo mismo hubiera podido decir, con más razón todavía, de la decisión final de las siete reuniones. Pero este filósofo no había ahondado, quizás, en la especulación del Oriente, y tampoco sabemos de algún pensador importante que haya leído filosóficamente este material de tan agudo sentido dialéctico de la contradicción y de su respectiva superación. Las antinomias de Kant o las pálidas paradojas matemáticas del presente son, comparadas con las "paradojas" puestas en juego en aquellos tiempos, unas ingenuidades. Mientras las primeras quedan congeladas en sus discordancias, las paradojas bizantinas impusieron como verdad la contradicción viva, la tensión espiritual que, finalmente desacralizada, hizo posible la cultura del continente y le dio un sentido.

Nuestra cultura es una de la encarnación de la ley en el caso; mediante las manifestaciones que resultan de la encarnación, ella proclama por todas partes algo triple. Contra todo gnosticismo incapaz de comprender cómo pueden tres ser uno, se decretó que tres son efectivamente uno. En términos filosóficos, el ser también es trinitario: él no representa solo la ley o solo la realidad individual, sino la ley, la realidad individual y sus determinaciones o procesos.

Precisamente porque es una cultura de la encarnación de la ley en el caso, la cultura europea estaba predestinada a alcanzar la ciencia en general y las ciencias de distintos campos, a diferencia de las demás culturas, en las cuales la ley, desprovista de alguna encarnación definida, queda difusa. Si profundizamos hoy, filosóficamente, en las ideas concebidas por entonces, procurando una mejor comprensión de nuestra cultura, vemos en ellas la afirmación novedosa, sorprendente desde la perspectiva de todo lo que había sido hasta ese momento "razón", de la "unidad sintética". El mundo antiguo también admitía una unidad, pero era la unidad que armoniza una diversidad: una "unidad de síntesis". Ahora aparece –para ser repuesta en toda clase de versiones laicas en la extensión de nuestra cultura– la unidad diversa en sí. Esta unidad que se diversifica expandiéndose en vez de concentrar y armonizar lo diverso, se presenta, por el momento, como unidad de dos voluntades, de dos naturalezas –y así sucesivamente–, hasta la unidad de dos imágenes, la interna y la externa: el ícono. Así comienza, creemos, la cultura europea, como reflejo de la decisión final acerca del ícono:

Está permitido –puntualiza la resolución–, e incluso es útil y placentero hacer íconos (los siglos siguientes añadieron: hacer arte, ciencia, toda clase de bienes ingeniosos, técnica) y admirarlos; con la condición de que sean admirados solo como objetos de ofrenda, y no de adoración.3

Tal vez el error de la cultura europea ha sido adorar fáusticamente lo que (como la técnica en el presente) debió haber sido solo un objeto de homenaje. Por lo demás, ella es la sal de la tierra.

Capítulo VIII: La mitología europea

Quizás nada esencial se entiende de la cultura europea si no se toma en cuenta su relación con la naturaleza. Todas las mitologías parecen partir de esta última y de su variedad. La mitología –decía el gran europeo Fr. Schlegel (en la "Discusión acerca de la prosa"), que no obstante parecía ignorar la novedad de la cultura a la cual pertenecía– es "una expresión jeroglífica de la naturaleza circundante". Pero la mitología de nuestro continente es distinta: no nace de la diversidad de la naturaleza, sino de una leyenda. Mientras las demás mitologías trasladan a la leyenda, al cuento fantástico y a la poesía una variedad de fenómenos naturales, la europea parte de una unidad que se diversifica. Para la idea de "unidad sintética", puesta en juego más tarde por Kant, este ejemplo de una cultura entera (ya que por sus mitos, al comienzo religiosos y al final científicos, la cultura europea es el despliegue de una mitología), de una unidad sintética históricamente manifestada, debería ser el más llamativo. Pero no es tomado en cuenta suficientemente por los filósofos; aunque constituye la expresión de la novedad radical de la cultura que nos ocupa aquí.

¡De qué asombrosa singularidad –un niño nacido en el pesebre– brota la primera mitad (etapa) de la cultura europea! Bizancio con sus disputas doctrinales y con sus obras de arte; después el arte del Oeste, con influjos bizantinos en la pintura (Duccio di Buoninsegna y Giotto), en los mosaicos y en la arquitectura de Ravenna –que inspiraron a los creadores de la capilla de Aachen de Carlomagno–, en la San Marco de Venecia. Las catedrales, los grandes extravíos provenzales, el culto a la mujer, la poesía medieval, las órdenes caballerescas que cruzaron la historia, la música polifónica del Renacimiento: todas estas expresiones de la época quedarían ininteligibles sin el cuento de la Santa Natividad.

Envidiamos los 1.500 años (lo que duró, más o menos, el oráculo de Delfos) de cultura griega. ¿Pero los 1.500 años de cultura europea –desde sus comienzos hasta nuestros días– estarán por debajo del nivel de la Antigüedad clásica? Empecemos la comparación con lo que encontramos más deslumbrante en los antiguos: la imaginación forjadora de mitos. Para plasmar sus mitos, los griegos necesitaron del espectáculo de la naturaleza entera: del Caos y de la Noche de Hesíodo, de Cronos, del sol y de la luna, de las arboledas y del río Escamandro. La riqueza de su imaginación se apoya en la abundancia del entorno geográfico y de sus fenómenos. Es una maravillosa imaginación de las oportunidades dadas, encantadoramente aletargada, relajada, profundamente superficial, como sugerirá Nietzsche; una suave caricia, un envolvimiento en el sueño de un mundo que el antiguo deja donde lo había encontrado. Nada hay de sorprendente en su imaginación. En la mitología europea, en cambio, todo asombra, por el nombre y el semblante nuevo de las cosas, por lo sobrenatural y por el surrealismo que sustituye los seres y los sucesos dados por otros seres y otros sucesos divisados con el ojo interno. La imaginación no es aquí relajada, y no titila solo de cuando en cuando; es una verdadera llamarada.

Que se mire, asimismo, el pensamiento especulativo. Aun cuando, en la primera mitad de la cultura europea, no aparece una filosofía del nivel de la griega –solo a partir de Kant y de sus sucesores es posible un diálogo de igual a igual–, hay algo a favor del pensamiento continental que, otra vez, no apreciamos suficientemente al admirar sin reserva a los helenos. La labor filosófica de estos va en contra de su mitología, mientras que la reflexión europea se coloca en la prolongación de la suya. Para que Tales pueda afirmar que todo es agua, Pitágoras que es número, Anaxímenes que es aire y Heráclito que es fuego –logos, antagonismo– cada uno debe impugnar, directa o indirectamente, a la mitología local, sobre la cual coloca, en soberana posición, el desierto del pensamiento único, o al menos la monotonía del pensamiento en general. Así como la agricultura, sobrevenida encima de la naturaleza primitiva del recolector y del cazador, produjo un primer desequilibrio ecológico en la Terra, al lado del cual el desequilibrio provocado por la industria podría resultar menos devastador –en la medida en que es revocable o controlable–, el pensamiento filosófico griego viene a alterar el equilibrio "ecológico" de las conciencias y de la sensibilidad buscando cultivar el jardín de la realidad, de la última bóveda celeste, de las estrellas fijas, los descarríos del alma, la polis, el pensamiento, el conocimiento y las creencias. No solo los sofistas, con su desorden provocador, generan, por reacción –al menos en el momento socrático–, la filosofía, sino, principalmente, el caos apacible de la mitología, contra la cual se levanta ahora, con la sed de instaurar el orden, la reflexión especulativa. Y al igual que en el presente, la naturaleza y algo del pensamiento natural resiste, hasta intenta resarcirse: en nuestro caso con las amenazas ecológicas ya conocidas, en el de los griegos, en el plano del pensamiento (donde habían vencido a la imaginación demasiado libre, pero por exceso de armonía), con la aparición de lo irracional y con el enigma de lo infinito. Se tenía que filosofar en contra del espíritu mitológico y, sin embargo, se debía obedecer a cierta "ética" de este. En Anaximandro aparece Dike, la justicia que corrige las exageraciones.

Registramos, como una radical novedad, el hecho de que en la cultura europea el pensamiento no se desarrolla en discordancia con la mitología local, sino en consonancia con ella. Todo adquiere sentido cuando tomamos en cuenta la inédita relación de esta mitología con la naturaleza. Lo sobrenatural de la leyenda única, la "reducción" de la naturaleza y la superación, por el hombre, de su soberanía, llevan a una mitología totalmente distinta de las conocidas. No solo porque la nuestra se constituye independientemente de la naturaleza y sin ser su "expresión jeroglífica"; el hombre subvierte su relación con ella de acuerdo con la doctrina de la leyenda única: con la caída del hombre, "cae" la naturaleza. Como sea, el hombre ya no es "natural". Lo dice claramente un pensador profundo, aunque de segundo plano, de los comienzos del siglo [XX], Heinz Heimsoeth.4 Para los antiguos, escribe este autor, el alma era una parte del cosmos, de la naturaleza. El imán tenía alma. Incluso en Platón, añade, el alma no era subjetividad y no se oponía al mundo externo. La psicología de Aristóteles era físico-biológica. Solo en los estoicos la conciencia se abre hacia algo nuevo. La modernidad, en cambio, desprende completamente el alma del contexto del medio natural, y Agustín es, sin lugar a dudas, el primer moderno –cierra Heimsoeth su meditación histórica–. Probablemente así, por el surrealismo de la modernidad, debe entenderse también a Bizancio, que, por sus enfrentamientos de ideas, pensaba que podía consolidar la fe, cuando, en realidad, nutría el pensamiento especulativo. Con su primera filosofía –que no es la de la Edad Media occidental, demasiado tributaria a una Antigüedad que no llegó a conocer bien–, la cultura europea resultaba aliada y no adversa, como en los griegos, a su mitología.

En el espíritu de estas creaciones desligadas del pensamiento natural y de la naturaleza se desarrollará, en tercer lugar –después de la imaginación creadora de mitos y después del pensamiento especulativo–, el arte de la primera mitad de la cultura europea. Cabe la pregunta acerca de cuánta "mímesis" hay en un arte como este, en el cual la naturaleza geológica y vegetal no aparece más que como un deslucido fondo, al principio, mientras que la naturaleza animal es transfigurada por el hombre, y este, a su vez, por la expresividad de un jeroglífico de la trascendencia. Como sea, el arte de la modernidad incipiente remite constantemente a otra cosa. El templo era todavía una morada en la cual descendía la divinidad; la catedral es un recinto desde donde el hombre aspira a elevarse. Y las artes propias del creador europeo, la música y la pintura, serán, ahora, junto con el de la palabra, las que "elevan", como se ha dicho tantas veces; no la escultura, mucho menos la arquitectura.

Si no sabemos qué era para los griegos la pintura –de cuya realización se enorgullecían tanto (pero conocemos el detalle, negativo para la impresión que tenemos de ellos, de que pintaban sus estatuas)– y en qué medida remitía ella más allá de la "mímesis", nos resulta clara, en cambio la primicia, la sorpresa del lado "innatural" de la música polifónica. Nada de la naturaleza persiste en esta música, ni siquiera la armonía descubierta por el antiguo en las esferas celestes.

Surge, a su vez, en este arte surrealista por excelencia (comparable con las matemáticas, que, operando también más allá y más acá de la realidad, son igual de significativas para el europeísmo), un sorprendente ejemplo de Uno-diverso a pequeña escala: el contrapunto y el canon musical. "La segunda o la tercera voz reproduce un tema enunciado con anterioridad por la primera voz", apunta Combarieu, así como el canon musical en general supone un tema único interpretado contra sí mismo. Las reglas formales puestas aquí en juego no hacen más que conducir a la diversidad a partir de una unidad originaria, de modo que el historiador de la música puede hablar de las leyes intrínsecas de este arte que, por alguna suerte de "autogénesis" y sin apelación al sentimiento, debe alcanzar los desarrollos de los cuales es susceptible (cf. 1920 367-412). Un tema fundamental inteligentemente tratado es suficiente. Con la música polifónica aparece algo determinante para el destino del nuevo arte en la cultura europea.

Los griegos no podían hablar de ninguna manera de la autogénesis. Los modernos acuden a ella por todas partes. No disponen de una naturaleza en la cual se inspiren y que los envuelva. No reproducen el mundo; ellos crean mundos, en todos los ámbitos de libre invención, como los de la música y de la matemática. Y cuando escudriñan los dominios de la realidad, encuentran en ellos leyes acerca de las cuales, como en la actualidad, ya no se puede saber, a ciencia cierta, si son de las cosas o del enlace del sujeto con las cosas.

Solo un intento (o uno de los pocos intentos) de reencontrar la naturaleza y la realidad se registra en la cultura europea, a modo deexcepción, en la visión de Francisco de Asís. Él hablaba del hermano Sol y de la hermana Luna, predicaba para avecitas y no negaba lo sacro de la naturaleza. Así es recordado en nuestro espacio cultural. Pero, ¿por qué no decirlo? Tal vez él veneraba la naturaleza porque no era un gran conocedor de la materia teológica, al igual que el exmilitar Ignacio de Loyola que, sin contar con ninguna preparación teórica, fue un genio en el plano de la organización práctica. Se diría que las dos órdenes medievales, la franciscana y la de los jesuitas, nacieron de una carencia de sus fundadores. Sin embargo, lo que sobrevivió de la primera no fue –en vista de la mentalidad europea– la adoración de la naturaleza, sino el voto de pobreza, en la medida en que este podía tener efecto en la época. En san Francisco afloraba, hacia el final de sus días, algo del hombre de los nuevos tiempos: si no un rechazo directo de los elementos cósmicos, al menos una afirmación de la persona humana, incluso en su hipóstasis físico-anatómica. El poeta de las flores y de la hermandad con el medio ambiente se arrepentía de los excesos cometidos en la vida y lamentaba haber "ofendido al hermano cuerpo".

Podemos abordar ahora, de una manera distinta de la habitual, la segunda parte de la cultura europea. Con sus ciencias, filosofía y luces, esta aparece completamente opuesta, en letra y espíritu, a la primera. Algunos analistas de la ciencia observaron, incluso, que la mentalidad científica solo podía brotar en el ámbito de una mitología específica. Y algunos historiadores de la filosofía y filósofos de la cultura supieron demostrar que lo que liberó a la inteligencia investigativa en las ciencias y el sujeto conocedor en la filosofía fue precisamente esta actitud nueva ante la naturaleza. Solo la segunda parte de nuestra cultura, desde el Renacimiento hasta al presente, profundiza en la exploración del medio natural –colocado bajo la lupa, atomizado y reproducido por el experimento de laboratorio–, justamente porque, de acuerdo con la mitología continental, la naturaleza se ha desacralizado. Nuestras ciencias hubiesen podido surgir, en principio, al menos parcialmente, en el mundo egipcio, así como en las regiones del Oriente cercano o lejano. No surgieron allá porque las mitologías de aquellas zonas impedían la exploración en lo surreal o por debajo de lo real.

Nacen, así, en Europa, los sistemas de valores autónomos. Primero los valores religiosos, artísticos y científicos, más tarde los valores filosóficos, histórico-políticos, y finalmente los técnicos, aparentemente opuestos a los primeros, pero en realidad solidarios con aquellos, en cuanto a su forma y estructura. Todos en expansión. Todos movidos por la apetencia de lo infinito, que no es de la naturaleza.

Si tuviéramos que resumir la novedad europea, en comparación con el ámbito griego o con otros, diríamos que esta depende del sentido que se le da a lo infinito. Para los antiguos o para otras culturas, lo finito (como lo es el de la naturaleza percibida) es racional y lo infinito es irracional. Para el hombre europeo es al revés: lo infinito es racional porque dispone de una regla de formación. (Pavel Florenski dice que la razón es posible, si lo infinito actual es dado).

Por eso en nuestro mundo todo lo bueno tiene sentido de infinitud y todo lo malo cae bajo la infinitud negativa de un "algo más, perpetuo". Todo lo nefasto se da dentro de una limitación que se repite a modo de triste limitación, y todo lo bueno entra –como en ninguna otra cultura– en la limitación que no limita, como en la leyenda del niño del pesebre.

© Humanitas, 1993.


NOTAS AL PIE

1Seis enfermedades del espíritu contemporáneo' Trad. Vasilica Cotofleac. Barcelona: Herder, 2009.

2Véase la nota 18 de La decadencia de Occidente (1923).

3NT: sin referencia en el texto original.

4Véase el capítulo III de Los seis grandes temas de la metafísica occidental.