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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.64 no.157 Bogotá Jan./Apr. 2015

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v64n157.38582 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v64n157.38582

ESCEPTICISMO Y MUNDO DE LA VIDA EL PROBLEMA DE LA OBLIGATORIEDAD DE LAS REGLAS DEL DISCURSO EN LA PRAGMÁTICA TRASCENDENTAL

SKEPTICISM AND THE LIFE WORLD THE PROBLEM OF THE OBLIGATORINESS OF THE RULES OF DISCOURSE IN TRANSCENDENTAL PRAGMATICS

LEANDRO PAOLICCHI*
Universidad Nacional de Mar del Plata - Mar del Plata - Argentina

* leandropaolicchi@yahoo.com.

Cómo citar este artículo:

MLA: Paolicchi, L. "Escepticismo y mundo de la vida. El problema de la obligatoriedad de las reglas del discurso en la pragmática trascendental." Ideas y Valores 64.157 (2015): 117-135.
APA: Paolicchi, L. (2015). Escepticismo y mundo de la vida. El problema de la obligatoriedad de las reglas del discurso en la pragmática trascendental. Ideas y Valores, 64 (157), 117-135.
CHICAGO: Leandro Paolicchi. "Escepticismo y mundo de la vida. El problema de la obligatoriedad de las reglas del discurso en la pragmática trascendental." Ideas y Valores 64, n.o 157 (2014): 117-135.

Artículo recibido: 23 de junio de 2013; aceptado: 12 de diciembre de 2013.


Resumen

Se aborda el problema fundamental de la pragmática trascendental del lenguaje, así como también la cuestión de la ética del discurso desarrollada por K.-O. Apel y J. Habermas; asunto referido a la obligatoriedad de las reglas del discurso. La atención se centra en la objeción de Habermas, que restringe el alcance de la obligatoriedad de esas reglas. Se analiza la objeción, así como la solución que este autor propone, y se ofrece un sentido para su respuesta.

Palabras clave: J. Habermas, K.-O. Apel, ética del discurso, pragmática trascendental.


Abstract

The article addresses the fundamental problem of the transcendental pragmatics of language, as well as the issue of the ethics of discourse developed by K.-O. Apel and J. Habermas, a matter referred to the obligatoriness of the rules of discourse. Attention is focused on the objection posed by Habermas, which restricts the scope of the obligatory nature of those rules. After analyzing the objection and the solution proposed by Habermas, we offer an interpretation of his response.

Keywords: J. Habermas, K.-O. Apel, ethics of discourse, trascendental pragmatics.


La ética del discurso, desarrollada por Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas a partir de una pragmática formal del lenguaje (Apel 1973, 1976, 1998, 2001, 2002; Böhler 1985, 1986, 1997, 2003; Kuhlmann 1985, 1992), ha establecido de manera clara el contenido ético de los presupuestos de la argumentación, es decir, el aspecto práctico de las reglas del discurso. Asimismo, ha resaltado el hecho de que estos presupuestos poseen el carácter de una obligación. Ahora bien, debe quedar también en claro que el objetivo, tanto de la pragmática como de la ética desarrollada a partir de ella, no es simplemente establecer un conjunto de normas obligatorias únicamente para los que argumentan. La obligatoriedad debe valer para ellos, pero también para los actores en el mundo de la vida que en un principio, podríamos decir, no argumentan todo el tiempo. Es notoriamente desacertado pensar en la ética del discurso como una ética para la argumentación y no para todas las acciones en general. Esto queda claro desde el inicio del artículo de Apel titulado Die Kommunikationsgemeinschaften und die Grundlagen der Ethik, en el que se menciona la necesidad de una ética que ponga a los hombres en la situación de hacerse responsables de las consecuencias y subconsecuencias de los desarrollos científico-técnicos a nivel planetario (cf. Apel 1973 359-361). El alcance de su propuesta comprehende a todos los hombres y no solo aquellos que discuten con él.

En un artículo también muy importante, de 1988, Apel aclaraba de la siguiente manera cualquier posible malentendido en torno a la idea de reconstruir principios morales a partir del discurso como una ética para la argumentación:

La ética del discurso no es desde el inicio ninguna ética especial para los discursos argumentativos, sino una ética de la responsabilidad solidaria de aquellos que pueden argumentar con todos los problemas del mundo de la vida, que pueden ser solucionados a través del discurso. (Apel 1988 116)

Más adelante, en ese mismo artículo, Apel vuelve a insistir en que, entre los presupuestos de la argumentación que siempre hemos reconocido en el hecho de argumentar, está implícita también la aplicación del principio ético, es decir, el principio del discurso, a los conflictos de intereses en el mundo de la vida. Cito a Apel:

Como ya anteriormente fue remarcado, no solo hemos reconocido implícitamente siempre en la argumentación seria el principio de universalización, sino también esto: que el principio válido en los discursos liberados de la acción debe ser aplicado también en la solución de conflictos de intereses en el mundo de la vida, en las comunicaciones no liberadas de la acción. (1988 142)

El fragmento citado hace referencia explícita a que, dentro de las condiciones de posibilidad de la argumentación, se encuentra presupuesta la aplicación del principio del discurso a los conflictos de intereses en el mundo de la vida. Esta es la forma que tiene Apel de referirse al hecho de que las reglas de la argumentación no son solo eso, reglas de la argumentación, sino también principios normativos para las acciones. Este trabajo tiene el mismo objetivo de la obra de Apel: mostrar que las reglas de la argumentación no valen solo para esta, sino también para las acciones en el mundo de la vida. Ahora bien, esta tarea es llevada a cabo aquí sin hacer referencia al tema de la aplicación, como sucede en la propuesta de Apel, sino buscando el mismo tipo de obligatoriedad que la pragmática trascendental de Apel, a partir de las reglas de la argumentación, logra reconstruir en las acciones que los hombres despliegan en el mundo de la vida. Es decir, lo que se buscará aquí no es tratar, como hace Apel, de "llevar" o "aplicar" la obligatoriedad que se reconstruye en los presupuestos de la argumentación, sino que se intentará descubrir en las acciones humanas un tipo de coerción similar a la que se encuentra en las reglas del discurso. Por ello es ya conveniente distinguir entre continuidad en la obligatoriedad y "transferencia". La noción de transferencia presupone que no existe, de manera inmediata, ningún tipo de normatividad en las acciones humanas y que, por lo tanto, la normatividad que es posible reconstruir en los presupuestos de la argumentación debe ser transferida a ellas. En cambio, la noción de continuidad es más adecuada, pues lo que se busca aquí es reconstruir un tipo de normatividad que ya se encuentra en las acciones humanas con sentido, y que es la misma que se halla en los presupuestos de la argumentación. Por ello lo que se "descubre" es una continuidad en un mismo tipo de normatividad y no una normatividad que se transfiere de los presupuestos a las acciones humanas. Esto, por lo demás, es más coherente con el planteamiento de la pragmática trascendental, pues resulta de su extensión a las acciones humanas en general y no solo a las lingüísticas; pero, además, porque es de esta forma como se puede dar una respuesta acabada a la serie de objeciones importantes que se le han hecho al rendimiento práctico de las reglas de la argumentación, tal como las que se presentarán más adelante.

Es decir, el problema que será abordado aquí es si las reglas que se han reconstruido como obligatorias dentro de la argumentación pueden ser encontradas también en las acciones del mundo de la vida, que no son, prima facie, acciones lingüísticas o argumentativas, o, dicho en otros términos y adelantando algo que se dirá más adelante, si es posible reconstruir también en las acciones de los hombres fuera del discurso las mismas coerciones que existen para aquellos que toman parte en la argumentación.

Con el objetivo de llevar a cabo esta última tarea, se presentará una objeción en la que se pone en entredicho directamente la continuidad que aquí se busca. Esta réplica está representada por la figura del escéptico que no argumenta, que es desarrollada tempranamente por Habermas en su escrito fundamental sobre la ética del discurso, y con la cual se propone demostrar la inutilidad de la fundamentación última de un conjunto de presupuestos de la argumentación con intención práctico normativa. De esta manera, si bien no se busca impugnar directamente la obligatoriedad de las reglas, se propone transformar la validez categórica de estos presupuestos en una validez hipotética. Al señalar que dicha objeción comete graves errores en su punto de partida, se intentará demostrar, al final de este artículo, la necesidad de una continuidad en la obligatoriedad y se indicará en qué dirección esta debe ser buscada.

El problema de la transferencia de la obligatoriedad desde la perspectiva de Apel

El problema de la transferencia de la obligatoriedad ha sido tratado con cierta extensión en la discusión que Apel mantuvo con Karl-Heinz Ilting, sobre lo que se llamó "la transferencia de la obligatoriedad" o "la continuidad de la obligatoriedad" de las normas fundamentadas pragmático-trascendentalmente hacia el ámbito de las acciones en el mundo de la vida. En función de las cuestiones que se tratarán aquí, podemos volver a plantear aquel asunto de la siguiente manera: ¿las reglas que reconocemos siempre como participantes en una argumentación son igualmente obligatorias cuando abandonamos ese papel de argumentantes y adoptamos otras funciones en el mundo de la vida, los cuales no implican, prima facie, a la argumentación en ningún sentido?

Con respecto a este problema, Apel se ha visto obligado a reconocer, antes que nada, un límite que podría relacionarse de algún modo con la cuestión que se tratará aquí. En efecto, una vez que se ha reconocido necesariamente la validez de las normas presupuestas en la argumentación, no resulta inmediatamente de ello el necesario seguimiento en la praxis de las normas por nosotros reconocidas (Apel 1984 607-611). Esta dificultad, en una primera instancia, parece significar una brecha difícil de ser sorteada para el problema de una transferencia de la obligatoriedad de las reglas del discurso a las acciones del mundo de la vida. En este sentido, Apel ha destacado que esta condición es no solo una limitación propia de una ética que se reconstruye a partir de los presupuestos de la argumentación, sino incluso de una razón esencialmente entendida como lenguaje. Para Apel, aquí no se da a priori –y esto es fundamental para entender la objeción habermasiana– un problema decisionista sobre la fundamentación, sino que existe siempre una libertad de la voluntad práctica para el bien o para el mal (Apel 1984 607). Apel ya había remarcado que la realización de la razón práctica necesita de una resolución que no puede determinarse a través de la fundamentación de un conjunto de reglas de la argumentación que funcionan como principios morales. Cito las palabras de Apel:

La realización práctica de la razón a través de la voluntad (buena) siempre necesita un compromiso que no puede demostrarse y que, por lo tanto, podemos denominar "irracional". Sin embargo, esta limitación del "racionalismo" –que debemos admitir– no se identifica con el rechazo de una fundamentación racional del compromiso primario por la razón, como Popper y Albert parecen creer. (1973 412)

Es decir, lo que Apel trata de esclarecer en el fragmento es lo siguiente: aunque en la praxis no se produzca un inmediato seguimiento de las reglas de la argumentación, esto no significa que la validez de esas normas dependa de una decisión de actuar de acuerdo con o en contra de ellas. La cuestión con la que Apel confronta el alcance de la validez de las reglas del discurso es el problema de la aplicación y, más específicamente, el de la realización efectiva y práctica de la moral, en el cual intervienen cuestiones diversas, como pueden ser las condiciones socioeconómicas, culturales, pero también psicológicas e incluso religiosas, en las cuales se desenvuelven los agentes.

Esta forma en que Apel procede indica de qué manera parece entender el problema aquí planteado de la continuidad en la obligatoriedad de las reglas del discurso: no lo comprende como una cuestión de reconstrucción de las mismas obligaciones del discurso en las acciones de los hombres en el mundo de la vida, sino de otra manera. Por ejemplo, esto puede verse en el hecho de que Apel reconoce en la figura del escéptico que no argumenta, planteada por Habermas, un solo tipo de problemas: uno práctico. No obstante, podemos decir que hay también allí un asunto anterior de tipo teórico, que Apel no detecta. Este autor piensa que el escéptico que no argumenta representa tan solo un problema para la cuestión de la aplicación de las reglas del discurso. Pero esa figura, como se verá, presupone que no hay ya una obligación en las acciones explícitamente no lingüísticas, y esto es claramente un problema teórico, puesto que la figura del escéptico que no argumenta implica la posibilidad de un sujeto que piensa y actúa fuera del discurso. En resumen, Apel parece plantear el problema del alcance de la validez de las reglas del discurso como una cuestión práctica de aplicación, y no como un asunto teórico de ampliación en la reconstrucción pragmática de las acciones humanas en general. Esta última línea de investigación es la que se sigue a lo largo de todo este trabajo.

En este sentido, lo que se abordará aquí no es un problema de aplicación, sino uno previo que se da en toda cuestión de aplicación. Entonces, lo que se busca dilucidar es la posibilidad de una normatividad, como la que se reconstruyó en la argumentación explícita, en las acciones no explícitamente lingüísticas, como abrir una ventana o tomar un taxi. Así pues, según esta consideración, se intentará reconstruir –y, por lo tanto, fundamentar– una obligatoriedad en las acciones no explícitamente discursivas y, en consecuencia, establecer una continuidad entre ambos tipos de coerciones.

De todas maneras, más allá de lo que se ha dicho sobre la forma que tiene Apel de abordar esta cuestión, puede ser útil trazar una distinción antes de seguir con el centro de atención de este trabajo. Dicha distinción está sugerida en Apel (y también en Popper), pero no está desarrollada y es a menudo pasada por alto en alguna de sus interpretaciones. Por ello, es conveniente distinguir entre determinar la voluntad para que tome una decisión y fundamentar tal decisión. Este último es el problema que se abordará en este artículo, y el que preocupa a Apel y a muchos de sus seguidores que tratan esta cuestión, solo que aquí no se abordará en el ámbito de la argumentación explícita, sino en el marco de las diferentes acciones no lingüísticas que pueden realizar los hombres en el mundo de la vida. Como se dijo, esta distinción es a menudo confundida (por ejemplo en Ilting) y el problema mencionado, en último término, es a veces abordado como si se tratara del primero. Este parece ser el caso de las objeciones de Popper y Albert, y también de las réplicas de un autor que ha tenido una gran cercanía con Apel, como es el caso de Jürgen Habermas.

Habermas y la figura del escéptico que no argumenta

Como ha podido verse, Habermas ha tenido una trayectoria en muchos aspectos paralela a la de Apel. Como este, ha procurado la superación de un paradigma filosófico, en consonancia con el giro lingüístico experimentado por la filosofía del siglo XX. Resulta de particular interés aquí que Habermas también haya procurado desarrollar una ética reconstruida desde los presupuestos de la argumentación. Sin embargo, las diferencias que Habermas ha tenido con Apel han sido de suma importancia, en particular la referida a la fundamentación de los presupuestos de la argumentación, y el desarrollo, a partir de ella, de una ética del discurso. Las diferencias entre estos autores, que se pueden encontrar ya de una manera acentuada en el artículo fundacional Diskursethik. Notizen zu einem Begründungsprogramm (Habermas 1983), se han ido acentuando con el tiempo, hasta tal punto que Apel manifieste, a la hora de considerar con los últimos desarrollos de la teoría habermasiana, que allí se ha abandonado la ética del discurso (Apel 1998 727-838).

Las discrepancias en torno a la fundamentación, como se dijo, han sido decisivas y reflejan, a su vez, los desacuerdos que mantienen Apel y Habermas con respecto a una pragmática trascendental y una pragmática universal del lenguaje, respectivamente. Es necesario retomar este punto, pues afecta al núcleo de lo que se tratará más adelante. Además, las disidencias que se marcan en esta instancia determinan, de una manera esencial, el desarrollo posterior del proyecto de ambos pensadores. Todo el avance teórico habermasiano en relación con el problema de la institucionalización de la deliberación práctica, en el marco del Estado de derecho, desarrollado en Faktizität und Geltung –y que marca, por su parte, el mayor punto de disidencia entre Habermas y Apel–, se realiza en plena consonancia con alguna de las ideas que ya están en el artículo en Diskursethik. Notizen zu einem Begründungsprogramm. Asimismo, la exposición de Apel del problema de la aplicación del principio del discurso se hace en perfecta consonancia con la forma en que este entiende la posibilidad de su fundamentación.

De esta manera, mientras que para Apel es sumamente necesaria y perfectamente posible la fundamentación última de un principio ético, a partir de la reconstrucción de los presupuestos de la argumentación, para Habermas una fundamentación última de este tipo no es posible ni necesaria. Cito a Habermas:

En la parte III [del artículo mencionado] se plantea la cuestión fundamental teórico-moral de cómo cabe fundamentar el principio de la universalidad, que es el único que posibilita un acuerdo argumental en la discusión en cuestiones prácticas. Este es el lugar que corresponde al intento pragmático-trascendental de Apel de fundamentar la ética sobre los presupuestos pragmático generales de la discusión. De tal modo, podremos ver además que esta "deducción" no puede aspirar al status de una fundamentación última, y por qué ni siquiera cabe alimentar una pretensión tan ambiciosa. Es más, el argumento pragmático-trascendental en la versión propuesta por Apel es demasiado débil para quebrar la resistencia del escéptico consecuente contra toda forma de moral racional. Por último, este problema nos obligará a volver a la crítica hegeliana a la moral kantiana, al menos con unas breves observaciones, a fin de encontrarle al primado de la eticidad sobre la moral un significado de naturalidad (inmune frente a los intentos de ideologización neoaristotélica y neohegeliana). (1983 54-55)

Este fragmento programático, que se encuentra en el artículo donde Habermas ensaya su intento de fundamentación de la ética del discurso, es importante en varios aspectos. Por un lado, como se dijo, se encuentra en él la idea de que no es posible una fundamentación última de la ética, tal como la intenta Apel, y, por otro, por qué no es necesaria una fundamentación de ese tipo. La causa de esta irrelevancia de una fundamentación última es, como dice el propio Habermas, que no puede "quebrar la resistencia del escéptico contra toda forma de moral racional". Además, el fragmento citado anticipa la salida –altamente problemática y que es posible encontrar, mutatis mutandis, en diferentes partes de su obra– del recurso a una forma de eticidad libre de la ideologización neoaristotélica, como respuesta al escéptico.

La figura del escéptico, que aquí pone en juego Habermas, ha servido en muchas instancias de la ética del discurso como contrapartida en el diálogo, para probar, de manera convincente, muchas de sus tesis principales. En muchas de estas apariciones, el escéptico es alguien que argumenta contra la posibilidad de una fundamentación última de la ética (cf. Habermas 1983 86-87). Pero el escéptico, traído ahora a colación por Habermas, no es tan solo alguien que argumenta, sino una persona que simplemente actúa y que incluso puede hacerlo contra la validez de las normas establecidas a través del discurso. Es decir, no es alguien que argumenta y actúa simplemente contra un conjunto de normas. Por ello, esta forma de escepticismo representa un problema clave para la cuestión que aquí se trata –la transferencia de la obligatoriedad de las normas del discurso a las acciones del mundo de la vida–, pues el escéptico que no argumenta quiebra aparentemente dicha transferencia. Podría decirse que el escéptico no adopta el papel de argumentante y, por lo tanto, las coerciones que se muestran como constitutivas dentro del discurso no lo afectan.

El escéptico que argumentaba contra la posibilidad de una fundamentación última no representaba, en última instancia, una amenaza contra esa posibilidad, pues en su propia argumentación reconoce como válidas las normas que discute en ella (cf. Apel 1988 174). Es decir, el escéptico que argumenta recae siempre en una inconsistencia pragmática. Pero el escéptico que pone en escena Habermas definitivamente no argumenta. Por ello, resulta insuficiente señalarle que existen, en toda argumentación, presupuestos que no se pueden rebasar, que es necesario reconocer y que representan, en sí mismos, reglas prácticas para el comportamiento. El escéptico postulado por Habermas no recae en una inconsistencia pragmática, pues no ejercita ninguna forma de discurso explícito. Así, lo que quiere señalar Habermas es que los presupuestos de la argumentación no alcanzan al escéptico en cuanto actor, es decir, fuera del discurso:

Este argumento [de la reflexión trascendental sobre los presupuestos de la argumentación] no tiene bastante alcance para convencer también al escéptico en cuanto actor. De esta forma no se puede fundamentar la validez de una norma de acción, por ejemplo, de un derecho fundamental a la libertad de opinión garantizado por el Estado. No resulta evidente, de modo alguno, que las reglas que son inevitables dentro de los discursos también puedan aspirar a la validez para la regulación de la acción fuera de tales discursos. Incluso, aunque los partícipes en la argumentación estuvieran obligados a obrar con presupuestos de contenido normativo (por ejemplo, a considerarse mutuamente como sujetos responsables, a tratarse como interlocutores iguales, a concederse crédito recíproco y a cooperar mutuamente), podrían librarse de esta exigencia pragmático-trascendental en cuanto salieran del círculo de la argumentación. Tal obligación no se transmite inmediatamente del discurso a la acción. En todo caso, la fuerza reguladora de la acción del contenido normativo descubierto en los presupuestos pragmáticos de la argumentación precisaría una fundamentación especial. (Habermas 1983 96)

Este problema, que aparece con el escéptico que no argumenta, representa una cuestión interesante, pero de la que Habermas parece sacar conclusiones erróneas. En efecto, el escéptico que no argumenta parece quebrar la transferencia de la obligatoriedad que las reglas de la argumentación tienen dentro del discurso hacia las acciones en general en el mundo de la vida, pero esta ruptura de la transferencia no significa de ninguna manera que dichas reglas pierdan su validez y, con ello, el carácter de obligatoriedad. El que un individuo no guíe su conducta de acuerdo con la normatividad de las reglas del discurso no pone en entredicho su validez, pues, para que esta pueda ser cuestionada, el mencionado sujeto debe inevitablemente discutir. Con la acción no lingüística no puede cuestionarse la validez de las reglas de la argumentación, pues para ello el sujeto debe realizar algún tipo de argumentación. Pero en la medida en que esta persona discute para poner en cuestión la validez de las reglas, ya las ha reconocido necesariamente en la dimensión pragmática de su discurso y por ello recae con su argumentación en una inconsistencia pragmática. Habermas parece confundir los planos y pensar que, porque un individuo no argumenta, no es necesario ni posible una fundamentación última de un conjunto de presupuestos de la argumentación que puedan tener el carácter de normas éticas.

Aún más, posteriormente Habermas ha especificado de qué manera debe entenderse la normatividad de los presupuestos, en función de esta figura del escéptico no argumentante. Así, sobre este punto ha dicho que las reglas del discurso no son trascendentales, como piensa Apel, sino que solo tienen el carácter de constitutivas, a la manera de Wellmer e incluso Ilting. Cito a Habermas:

Se asemejan a condiciones trascendentales en la medida en que en el uso del lenguaje orientado al entendimiento no podemos evitar hacer determinadas presuposiciones generales. Pero, por otra parte, no son trascendentales en sentido estricto, porque a) podemos actuar también de otro modo distinto al comunicativo, y porque b) la inevitabilidad de las presuposiciones idealizantes no implica también su cumplimiento fáctico. (1986 346)

Como puede leerse en el fragmento citado, para Habermas, las reglas del discurso se "asemejan" a condiciones trascendentales, pues deben ser presupuestas inevitablemente por quien realiza un acto de habla orientado al entendimiento con otra persona. Sin embargo, no son transcendentales en sentido estricto. Las razones por las cuales las reglas del discurso solo se asemejan a condiciones trascendentales, pero no lo son estrictamente, son dos. La primera reside en que siempre se puede actuar de forma no comunicativa, es decir, siempre podemos adoptar diferentes papeles, no necesariamente orientados al entendimiento con otros sujetos. La segunda consiste en que estas reglas no pueden determinar fatalmente la conducta de un individuo, en el sentido de conminarlo a actuar de acuerdo con lo que estas reglas prescriben. Es decir, ellas no pueden asegurar su cumplimiento fáctico y por ello no son trascendentales. El carácter trascendental de las reglas implicaría, para Habermas, la imposibilidad de sustraerse a lo que ellas ordenan.

Con respecto a estos puntos señalados por Habermas pueden decirse dos cosas. Primero, que la necesidad de la existencia de una norma no se determina nunca por la cantidad de individuos que estén dispuestos a seguirla, sino más bien por sucesos como los que enumera Apel al comienzo de Das Apriori der Kommunikationsgemeinschaft und die Grundlagen der Ethik: por ejemplo, un grado de desarrollo industrial y tecnológico que amenace el equilibrio ecológico de la tierra o un nivel de expansión armamentística que ponga en peligro la supervivencia de la raza humana. Jamás se piensa, cuando se toma conciencia de la necesidad de una norma, en cuantos seguidores posibles tendrá. No se piensa, por ejemplo, que la prohibición de vender droga en la puerta de los colegios sea más necesaria que la que va en contra del maltrato de las mujeres por sus maridos, porque la primera puede tener mayor acatamiento que la última.

Segundo, el escéptico que no argumenta no representa un problema que ponga en jaque la posibilidad de una fundamentación última de las reglas de la argumentación. De este último punto es perfectamente consciente el propio Apel. La posibilidad de un actor que no argumenta y que solo actúa, incluso contra las propias reglas del discurso, es, para el problema de la fundamentación última de estas normas, perfectamente irrelevante (cf. Apel 1998 25-26, 801). Que actúe o no contra las reglas del discurso no pone en jaque nunca la validez de dichas reglas. Para hacerlo, tendría que actuar en un nivel discursivo, pero si lo hace de esta manera, implícitamente reconoce aquellas reglas que explícitamente discute, por lo que recae en una inconsistencia pragmática. En todo caso, la figura del escéptico plantearía un problema con respecto a la transferencia de la obligatoriedad, pero nunca para la validez trascendental misma de las reglas dentro del discurso. Estos son dos errores que es posible señalar en la objeción de Habermas. Sin embargo, existen otros tal vez más decisivos y presentes, en su respuesta al escéptico que no argumenta.

Habermas y el recurso a la eticidad como respuesta al escéptico que no argumenta

Es necesario reconstruir aquí la respuesta que da el propio Habermas a la objeción por él planteada. Su contestación, en verdad, tiene mucho en común con la ya ensayada por Karl-Heinz Ilting (1982), y aquí podríamos decir que ambas tienen la dirección correcta, pero debido a que Habermas rechaza explícitamente una pragmática trascendental, esto lo obliga a recaer en una forma de falacia naturalista. Como se ha dicho, Habermas intenta recurrir a la eticidad como una forma de solucionar el problema que el escéptico no argumentante plantea a las normas reconstruidas desde la argumentación, pero no lo hace desde un punto de vista pragmático trascendental, sino teniendo en mente las objeciones que en su momento Hegel realizó a la ética de Immanuel Kant, en las que se denunciaba la impotencia del mero deber (cf. Habermas 1991 10).

Por ello Habermas, frente al escéptico que rehúsa entrar en cualquier forma de argumentación, señala lo siguiente:

Sin embargo, con la renuncia a la argumentación, el escéptico no puede negar, siquiera sea indirectamente, que comparte cierta forma vital sociocultural, que ha crecido en relaciones propias de la acción comunicativa y que en ellas reproduce su existencia. En una palabra, puede negar la moralidad, pero no la eticidad de las relaciones vitales en las que, por así decirlo, participa todos los días. De otro modo tendría que buscar refugio en el suicidio o en una grave neurosis. En otras palabras, el escéptico no puede liberarse de la praxis comunicativa cotidiana en la que está obligado a tomar posición con un "sí" o con un "no". En la medida en que se mantiene viva, en principio, la robinsonada con la que el escéptico pudiera demostrar su renuncia a la acción comunicativa de modo terco, mudo y eficaz, ni siquiera es imaginable como un experimento. (1983 109-110)

Según el pasaje citado, mientras que el escéptico puede resistir a cualquier forma de argumentación explícita, no puede negar, sin embargo, el conjunto de relaciones intersubjetivas, comunicativamente estructuradas, en las cuales se desenvuelve. No puede rechazar la vida sociocultural en la cual reproduce su existencia, y en esta forma de vida debe verse obligado a responder con un "sí" o con un "no" frente a diferentes circunstancias. Es decir, el escéptico aun al no argumentar permanece atrapado en las redes de la praxis comunicativa en la que desempeña su vida. Si aún persistiera en el rechazo de estas últimas formas de relaciones intersubjetivas, propias de la eticidad, daría con ello inicio a procesos patológicos de la subjetividad como las neurosis o, en un caso extremo, el suicidio.

En esta salida que toma Habermas, sin embargo, es posible señalar algunos puntos débiles que su argumentación deja al descubierto. El primero realmente importante es el ya señalado por Apel de que con esta solución Habermas comete, desde el punto de vista lógico, una petitio principii y, deontológicamente, una falacia naturalista (cf. Apel 1998 663). Este último hecho salta a la vista, pues Habermas recurre a las acciones orientadas comunicativamente que tienen lugar fácticamente en el mundo de la vida como una forma de coaccionar normativamente al escéptico, pero jamás se pregunta por la validez de esas acciones a las cuales remite. De esta manera, Habermas remite la pregunta por la validez directamente a las acciones comunicativas que de hecho tienen lugar.

No obstante, este inconveniente no es el único, existe otro igualmente importante. En la manera de plantear la objeción y presentar la figura del escéptico que rechaza la argumentación se pone al descubierto otra presuposición altamente problemática para quien se supone que ha asumido las implicaciones filosóficas del giro pragmático lingüístico del siglo XX. Cuando desarrolla la figura del escéptico, Habermas parece pensar que la argumentación, pero también, en última instancia, el lenguaje, es algo ante lo cual se puede elegir entrar o no, implicarse o no.

Según este punto de vista, es posible decir que Habermas no asume las implicaciones teóricas y normativas de considerar al lenguaje como una instancia que no se puede sobrepasar, como lo han hecho los pensadores que inauguran el giro lingüístico del siglo XX, paradigmáticamente Heidegger y Wittgenstein. Si lo hiciera, no podría ni siquiera formular una objeción como la del escéptico que rechaza la argumentación. Pero además, y esto también es muy importante, le evitaría caer en un tipo de falacia naturalista o sustancialista como la señalada por Apel. Es decir, Habermas recae en una falacia de este tipo porque rechaza el carácter trascendental del lenguaje y supone que se puede pensar por fuera de ese marco. En este sentido, es de lamentar que Habermas no se haga cargo de las consecuencias de pensar en el lenguaje como una condición trascendental, pues la dirección en que busca desarrollar la respuesta al escéptico puede considerarse correcta, pero desde un punto de partida erróneo y con medios equivocados.

En efecto, Habermas cree encontrar en el mundo de la vida y en las acciones comunicativas que los actores realizan en él un tipo de reciprocidad similar al de las argumentaciones o el discurso. Cito un fragmento de Habermas un tanto extenso, pero que me parece notable por la similitud con la respuesta que se busca dar en este artículo:

Con todo, como ya hemos visto, los sujetos que actúan comunicativamente necesitan orientarse en el campo de las pretensiones de validez, incluso de las pretensiones aseverativas y normativas de validez, si quieren entenderse acerca de algo en el mundo […] Las argumentaciones deben admitirse como formas de reflexión de una acción orientada al entendimiento en la medida en que las consideremos como interacciones especialmente reguladas. Estas argumentaciones toman prestados los presupuestos pragmáticos que descubrimos en el orden procedimental, extrayéndolos de los presupuestos de la acción orientada a la comprensión. Las reciprocidades que suponen el reconocimiento mutuo de sujetos igualmente responsables forman ya una parte inseparable de aquella acción en la que se enraízan las argumentaciones. Por este motivo, la negativa a la argumentación del escéptico radical resulta ser una manifestación vacía. Ni siquiera el más consecuente abstencionista puede dejar de participar de la praxis comunicativa cotidiana; se encuentra preso en los presupuestos de aquella, que, por lo demás, resultan ser, al menos en parte, idénticos a los presupuestos de toda argumentación. (1983 110)

Habermas parece pensar, y esto se desprende claramente del fragmento, que los sujetos participan ya de un tipo de interacción y reciprocidad que contiene alguna de las condiciones que se hacen presentes también en los discursos argumentativos. Aún más, Habermas parece establecer una continuidad entre la argumentación y las acciones orientadas comunicativamente, en las cuales las primeras tienen sus raíces. De esta manera, Habermas cree poder pensar que el escéptico que no argumenta está ya atrapado en una praxis comunicativa. Ahora, a mi entender, esta idea de Habermas solo puede sostenerse desde el marco de una pragmática trascendental del lenguaje y, más específicamente, de una crítica trascendental del sentido, pues de otra manera se recae en una falacia naturalista. Solo reconstruyendo de manera pragmático-trascendental los presupuestos inevitables que es necesario hacer cada vez que le atribuimos un sentido a nuestras acciones –en cuanto actores, pero también en cuanto observadores de las acciones de los otros–, es posible establecer que todo actor permanece sujeto a una red comunicativa de la que no puede librarse, si no es con grandes costos para su subjetividad. Si se lo hace desde una pragmática universal de carácter empírico, no se puede evitar caer en las falacias y los errores ya mencionados en este apartado.

Es interesante señalar también, en este punto, que Habermas critica la ilusión de elegir entre dos alternativas que para él vienen a ser engañosas. Resulta particularmente atractivo mencionar esto, pues Habermas reproduce una crítica que Apel también realiza a quienes plantean la posibilidad del escepticismo no argumentante. Esta coincidencia habla a favor de la dirección en la cual se dirige la respuesta a este tipo de cuestiones. El resultado de la argumentación depende, sin embargo, del punto de partida y de los medios con los cuales se la lleva a cabo.

De esta manera, Habermas condenará como abstracta la posibilidad de optar por una acción comunicativa o una acción estratégica. Desde su punto de vista, la posibilidad de una acción estratégica solo puede plantearse desde la perspectiva del actor aislado. Sin embargo, para Habermas, los sujetos no se encuentran nunca libres de los contextos de las acciones orientadas al entendimiento. Los sujetos que se aislaran durante mucho tiempo de los contextos de este tipo de acciones son aquellos a quienes amenazaría, como se dijo, la esquizofrenia o el suicidio.

Como he dicho, considero que es acertada la idea fundamental que Habermas tiene aquí in mente. Recurrir a las interacciones, en una primera instancia, no lingüísticas del mundo de la vida, como una forma de encontrar una respuesta al escéptico, parece la dirección correcta. Esto no significa otra cosa que buscar una transferencia de la obligatoriedad de las reglas del discurso y, en última instancia, establecer una continuidad en la normatividad entre estas y las acciones del mundo de la vida. Es, por lo demás, la misma idea que puede reconstruirse de las intuiciones e indicaciones más profundas de la pragmática trascendental. A pesar de esto, entre Habermas y Apel existe una diferencia estructural que hace que el enfoque del último sea viable para seguir siendo explorado en este sentido, y que la propuesta del primero fracase.

La insistencia de la teoría de la acción comunicativa como una ciencia reconstructiva falible y su rechazo de las estructuras del lenguaje como condiciones trascendentales a priori, dadoras de un mundo y de un sentido dentro de él, hacen que Habermas recaiga necesariamente, cuando efectúa el movimiento mencionado, en las falacias que Apel señaló anteriormente, es decir, en una petición de principio y en una falacia naturalista. La única manera de transformar en exitosa la intención habermasiana es llevarla adelante dentro de los marcos que precisamente él mismo rechaza.

Conclusiones

La estrategia apeliana de abordar el problema aquí presentado es fructífera mientras las objeciones que se pongan en juego se refieran a un plano explícitamente argumentativo. Pero a las réplicas que representan el recurso a un decisionismo, en el caso de Popper, y el del escéptico que no argumenta, en el caso de Habermas, parece más que claro que no puede sino hacérseles frente con una ampliación del espectro de la pragmática trascendental, referido ya no al plano de la argumentación explícita, sino al ámbito de las acciones en general, y esto puede hacerse, como ya se dijo, desde una crítica trascendental o reflexivo-dialógica del sentido de todas las acciones, no solo las explícitamente discursivas.

Desde esta última perspectiva, lo que hay que desarrollar es que el actor no argumentante, por cuanto le da un sentido a su acción, ya presupone también una comunidad de comunicación, y que la acción no argumentativa está siempre constituida por una forma de discurso. Mejor dicho, la reconstrucción pragmático-trascendental de las acciones humanas con sentido obliga a considerar la acción no argumentativa como una forma de lenguaje que puede reconstruirse, de manera más específica, como un discurso. En este sentido, el actor con su acción realiza también necesariamente ciertos presupuestos de carácter normativo. No solo ello, el actor con su acción eleva también pretensiones de validez y, por lo tanto, permanece bajo ciertas coerciones normativas que son igual de categóricas que aquellas que se encuentran en el discurso y que, por supuesto, no debe violar. La reconstrucción de estas coerciones normativas en las acciones es, esencialmente, lo que exigiría el concepto de transferencia de la obligatoriedad de las reglas del discurso. Se trata, en verdad, de una continuidad en la obligatoriedad, pues lo que se reconstruyen son los mismos presupuestos normativos que posee la argumentación explícita en las acciones con sentido de los hombres.

Esta reconstrucción puede lograrse solo si, para decirlo en términos wittgenstenianos, el juego del lenguaje de la argumentación no es un juego del lenguaje como cualquier otro que podamos optar por jugar o no, como parecen pensar Ilting, Popper o Habermas. Este es el error clave que cometen estos autores con sus respectivas objeciones. Piensan que el discurso es simplemente un juego de lenguaje más entre muchos otros y al que se puede elegir entrar libremente. Piensan que la argumentación se encuentra en el mismo nivel que los otros juegos y que ninguno tiene prioridad sobre los otros. Esto ha sido explícitamente expresado por Habermas, refiriéndose a la filosofía:

Ha perdido [la filosofía] su lugar como juez y como acomodador, debido ya al hecho de que no existe una gradación jerárquica de discursos con metadiscursos "natos". Entre las disciplinas y campos del saber que han llegado a ser autónomos, la conexión metateórica de los distintos resultados teóricos ya solamente está asegurada por la coherencia, no por la "fundación". (1991 193, énfasis añadido)

Por eso, digamos, ese escéptico que no argumenta puede elegir aparentemente no argumentar y, por ello, las reglas del discurso poseen supuestamente una validez hipotética. Pero esto es claramente una ilusión, producto de un déficit de reflexión. La argumentación no es un juego de lenguaje particular y acotado por otros juegos, sino una dimensión trascendental que hace posible actuar con sentido y pensar de una manera intersubjetivamente válida. La argumentación es un juego en el cual nos encontramos inmersos en cuanto actuamos simplemente y atribuimos un sentido a nuestras acciones, es decir, en última instancia, en la medida en que nos comportamos como seres racionales.

Por ello, es un error pensar, como hacen Ilting, Popper o Habermas, que se puede actuar o siquiera pensar por fuera de las reglas de la argumentación, y atribuirles a estas, por lo tanto, el carácter de imperativos hipotéticos. Dice Apel:

Dicho brevemente: no se puede ir más allá del discurso en un sentido trascendental, y, por esta razón, sus reglas no pueden ser consideradas ni como meras convenciones ni como "imperativos hipotéticos" en el sentido de Kant, es decir, como reglas prudenciales que se pueden fundamentar técnico-instrumentalmente o estratégicamente, al servicio de la realización de un fin contingente, motivado por el autointerés. Más bien, el cumplimiento del principio de transubjetividad de las reglas de la formación argumentativa de consenso constituye un tipo sui generis de racionalidad que, en cuanto siempre cumplido por el pensamiento, no puede ser ya referido por el mismo pensamiento a las reglas si-entonces de la racionalidad estratégico-instrumental. (1983 420)

Una vez que se haya desarrollado el carácter trascendental del discurso, será posible establecer no solo que quienes impugnan la validez de las reglas dentro de él cometen una autocontradicción performativa, sino que sustraerse también de los presupuestos normativos que impone la acción con sentido solo puede hacerse a costa de la propia exclusión de la comunidad de los seres racionales. Es de esta forma, a mi entender, como puede encontrarse una solución al problema de la transferencia de la obligatoriedad de las reglas del discurso, y dar una respuesta a las objeciones importantes que se han realizado desde los planteamientos de Ilting, Popper y Habermas.

Ahora bien, para poder entender incluso las acciones del actor solitario como un diálogo y poder reconstruir, a partir de él, un conjunto de presupuestos normativos (y establecer finalmente la continuidad buscada), debe explicarse el trasfondo filosófico de esta reconstrucción. En el caso de la pragmática trascendental del lenguaje, ello corresponde a la crítica trascendental del sentido. Pero ello sobrepasa claramente los límites de este trabajo.


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