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vol.64 número157Han, Byun-Chul. La agonía del Eros. Trad. Raúl Gabás. Barcelona: Editorial Herder, 2014. 79 pp.Colección estéticas contemporáneas.1 Proyecto Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana, Medellín, Colombia. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.64 no.157 Bogotá ene./abr. 2015

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v64n157.49712 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v64n157.49712.

Fraser, Nancy. Fortunes of Feminism. From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis. London; New York: Verso, 2013. 248 pp.

En medio del intercambio epistolar que el joven Karl Marx sostuvo con Arnold Ruge, es posible encontrar una de las definiciones más célebres de la idea de una filosofía crítica. Marx sugiere situar la empresa conjunta de los Anales Franco-Alemanes bajo la pretensión de una "autocomprensión (Selbstverständigung) (filosofía crítica) del presente sobre sus luchas y deseos" (Marx 346). Nancy Fraser –sin duda alguna, una de las voces más destacadas en el campo de la teoría política y la filosofía social contemporánea– se ha apropiado de manera explícita de esta exigente noción de una crítica social inmanente a las luchas políticas, con el fin de elaborar progresivamente una crítica de la sociedad capitalista y una teoría de la justicia vinculada al horizonte práctico-normativo de las luchas por la emancipación femenina. En Fortunes of Feminism. From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis encontramos una compilación de ensayos que posibilitan un examen general de su reflexión acerca de una idea de justicia social acorde con lo que ha propuesto entender como una "era postsocialista"; esto es, una época marcada por el colapso teórico del marxismo clásico y la diversificación de exigencias de justicia y reivindicaciones políticas.

Como el mismo título expresa con claridad, y acorde con la noción de una crítica articulada con base en las exigencias prácticas de las luchas sociales, esta compilación se estructura a partir de dos dimensiones internamente relacionadas: las transformaciones históricas experimentadas por las sociedades capitalistas durante las últimas décadas y los debates correspondientes que han tenido lugar en el campo del feminismo. Fraser sugiere así comprender la estructura del libro –y con ello, podríamos agregar, el desarrollo mismo de su teoría social crítica– desde la figura de un "drama en tres actos": en primer lugar se encuentran los debates propios del "feminismo insurgente", inserto en el capitalismo de los Estados de bienestar social; a continuación, el escenario de un "feminismo domesticado", a partir de su reorientación hacia una "política de la identidad", y, finalmente, las perspectivas de un "feminismo renaciente", en el contexto de la reciente crisis del neoliberalismo.

La primera sección del libro abarca, entonces, el periodo del "feminismo insurgente". El contexto de estos escritos está determinado por la denominada "segunda ola" del movimiento feminista, de finales de la década del sesenta. Ya no se trata, o al menos no en primera línea, de luchas por el reconocimiento de derechos civiles y políticos, sino, más bien, del cuestionamiento a una serie de distinciones normativas que estructuran la sociedad capitalista e institucionalizan diversas relaciones signadas por la subordinación femenina (por ejemplo, la devaluación social de las labores de reproducción y cuidado, con base en la negación de su carácter de "trabajo"). Una politización de esferas sociales hasta entonces asumidas como neutrales (relaciones familiares y domésticas), así como una fuerte crítica a la tesis de la existencia de un "sistema dual", que conduciría a una doble explotación de las mujeres (patriarcado y capitalismo),1 constituyen los rendimientos más significativos de este periodo de luchas feministas. El feminismo insurgente –por ello también socialista, según Fraser– intentó, en suma, articular una compleja idea acerca de una injusticia plural de género, en cuanto que dimensión constitutiva del orden capitalista.

Esta sección se inicia con un examen crítico de la teoría social de Jürgen Habermas. Fraser sugiere, entonces, que las categorías centrales que articulan su conocida tesis acerca de una "colonización del mundo de la vida" (por ejemplo, los roles de "ciudadano", "trabajador", "cliente" y "consumidor") resultan más bien ciegas respecto de la existencia de relaciones jerárquicas que socavan estructuralmente la participación en igualdad de condiciones de las mujeres en la vida social. El acercamiento de Fraser a la teoría habermasiana no se agota, sin embargo, en esta evaluación negativa; en su modelo discursivo de la acción social encuentra, a la vez, una fecunda fuente de inspiración, que conduce hacia el segundo ensayo que posee un marcado carácter programático, pues aquí se articulan las líneas centrales de una "teoría crítica socialista-feminista de la cultura política del capitalismo tardío" (Fraser 53), a partir de la idea de una lucha social centrada en la "interpretación de necesidades". Fraser apela, entonces, a la idea del carácter práctico, transformador, de los discursos sociales, para reflexionar acerca de la política feminista como una disputa por la politización de necesidades, vale decir, por la desprivatización de relaciones y significados sociales –su desplazamiento conflictual desde la esfera de lo "doméstico" o lo "económico" hacia la dimensión propiamente deliberativa de "lo social"–, con la consiguiente exigencia de reconocimiento político-estatal:

En la actual ola de fermento feminista, grupos de mujeres han politizado y reinterpretado varias necesidades, han instituido nuevos vocabularios y formas de expresarse, y así se han convertido en "mujeres" en un sentido diferente […] Al hablar públicamente de lo hasta entonces innombrable, al desarrollar términos como "sexismo", "hostigamiento sexual", "violación marital, en el noviazgo o por alguien conocido", "segregación sexual de la fuerza de trabajo", "doble jornada", "maltrato a la esposa" y demás, las mujeres feministas se han convertido en "mujeres", en el sentido de una colectividad política autoconstituida discursivamente, a pesar de ser una colectividad muy heterogénea y fracturada. (Fraser 67)

Las políticas de bienestar social son interpretadas, pues, no solo como mecanismos de satisfacción de necesidades, sino de modo aún más primario, en cuanto institucionalización de significados normativos acerca de la definición misma de las necesidades.2 El escenario de las luchas sociales en el capitalismo tardío queda estructurado así por la disputa entre formas opositoras desprivatizadoras y discursos reprivatizadores que buscan perpetuar las fronteras sociales existentes (doméstico-social; económico-político), así como por los "discursos de expertos" o "políticas del saber", que establecen puentes entre las necesidades y la administración del Estado.

Esta dimensión de institucionalización de contenidos normativos de las políticas sociales es rastreada en profundidad en el siguiente ensayo –escrito junto con la historiadora Linda Gordon–, donde Fraser desarrolla una genealogía del concepto de "dependencia" (cf. Fraser 83-110.), frecuentemente utilizado en la crítica conservadora del Estado de bienestar social. Se reconstruyen así las mutaciones histórico-políticas de la noción de dependencia, hasta arribar al desciframiento del subtexto normativo que subyace en su empleo en las sociedades capitalistas tardías, y que lo identifica, especialmente, con la situación de madres solteras y con hijos, vinculadas a programas de ayuda social (y no, por ejemplo, con relaciones jerárquicas, igualmente dependientes, que tienen lugar en el mercado de trabajo). Finalmente, esta primera sección se cierra con un importante ensayo, dedicado a evaluar distintos modelos de organización del "trabajo formal" y las "labores de cuidado", a partir de un principio complejo de igualdad de género; esto es, se trata de examinar políticas de bienestar que no solo combaten la pobreza o la exclusión de las mujeres, sino que, junto con ello, garantizan –entre otros aspectos– un igual respeto, opciones de participación social y disfrute del tiempo libre. El punto de partida radica en el cuestionamiento del modelo normativo que ha guiado no solo las políticas sociales en las sociedades capitalistas industriales, sino, en buena parte, también las luchas históricas del movimiento obrero: la idea de un "salario familiar" o ingreso laboral que debiese garantizar la reproducción vital de un trabajador (hombre) y su familia dependiente. No solo las transformaciones del mercado de trabajo (incremento de empleos flexibles o de tiempo parcial, incorporación progresiva de las mujeres, etc.), sino también aspectos normativos (en especial su intrínseca devaluación de las igualmente necesarias labores de cuidado doméstico) revelarían esta concepción como insostenible, a partir de lo cual, Fraser contrapone las ventajas y desventajas de dos modelos alternativos: un acceso universal al mercado laboral y la búsqueda de paridad para el trabajo de cuidado. Desde ahí, como una suerte de superación de ambos, Fraser esboza un modelo del cuidador universal, que se sostiene en la premisa normativa de un bienestar posindustrial, donde la conjugación de trabajo asalariado y cuidado familiar deviene económicamente favorable y socialmente segura, así como culturalmente atractiva, tanto para hombres como para mujeres.

La segunda sección del libro aborda los debates propios del "feminismo domesticado". Fraser deriva su "domesticación" de la centralidad adquirida por las demandas de reconocimiento ("giro cultural"), que tendieron a dejar a un lado las pretensiones de redistribución económica que albergaba el movimiento feminista de la segunda ola. La lucha por la autonomía de las mujeres se desconectó así de la crítica al capitalismo y devino una "política de la identidad". En el primer ensayo de esta sección, Fraser aborda críticamente la recepción de las teorías del lenguaje de origen lacaniano en el seno del movimiento feminista. A su juicio, pese a destacar su carácter discursivo, el "simbolismo lacaniano" no lograría dar cuenta de la dimensión histórica y política de las identidades sociales, con lo cual se desliga, por lo tanto, de los problemas relativos a la hegemonía política y las luchas por su redefinición histórica. En su lugar, Fraser aboga por un modelo pragmatista, que subraya el anclaje histórico-institucional de los discursos y, por lo tanto, conectaría de mejor manera con las necesidades de una política feminista emancipadora.

El segundo ensayo sintetiza ya una primera versión de la teoría de la justicia social de Fraser. Su impulso radica, justamente, en la incorporación de las reivindicaciones de reconocimiento en el horizonte más amplio de una justicia democrática, que debiese considerar distintos ejes de diferenciación y subordinación social. Fraser sugiere, entonces, pensar la justicia de género a partir de un "enfoque bidimensional": por una parte, las injusticias distributivas ancladas en la estructura económica de la sociedad –como "la división fundamental que hay entre el trabajo 'productivo' remunerado y el trabajo 'reproductivo' y doméstico no remunerado, asignado este último en su responsabilidad primariamente a las mujeres" (62)–, y, por otra parte, las diferencias específicas de reconocimiento, ancladas más bien en un orden normativo de status; vale decir, las formas de injusticia ligadas a la institucionalización de un patrón de valor (androcentrismo) que devalúa sistemáticamente las actividades consideradas como "femeninas", y que se expresa en una pluralidad de instituciones y prácticas sociales (normas jurídicas, representaciones de la privacidad, prácticas medicinales, etc.). De esta manera, concluye, "combatir la subordinación de las mujeres requiere un enfoque que combine una política de la redistribución con una política del reconocimiento" (163).

Al menos dos aspectos se deben subrayar en esta primera aproximación bidimensional a la justicia social. Si bien, para Fraser, distribución y reconocimiento constituyen aspectos irreductibles de la injusticia, su concepción se arraiga en un criterio normativo común, que pretende integrarlas de un modo no reduccionista; a saber, el concepto de paridad participativa: "De acuerdo con este principio, la justicia requiere una organización social que permita a los miembros (adultos) interactuar unos con otros como pares" (164). Esto incluye, entonces, tanto una condición "objetiva" (una distribución de los recursos materiales que permita equitativamente a los individuos "tener independencia y voz"), como una condición "intersubjetiva" (una igualdad de respeto en los patrones institucionalizados de valor que hacen posible la estima social). Solo con base en este criterio común es posible entender el modo particular ("no identitario") como Fraser incorpora, a continuación, las luchas por reconocimiento en su teoría de la justicia:

Lo que requiere reconocimiento no es la identidad femenina, sino el estatus de las mujeres como socias plenas en la interacción social. La falta de reconocimiento [misrecognition] no significa, por lo tanto, que exista una depreciación o deformación de la feminidad. Más bien, significa que existe una subordinación social que impide a las mujeres participar como pares en la vida social. (168)

La sección dedicada al "feminismo domesticado" concluye con las réplicas de Fraser a los cuestionamientos que sostuvo Judith Butler a su visión de la justicia (cf. Butler 1997). Entre otros aspectos, Fraser argumenta que la crítica de Butler acerca de la imposibilidad de distinguir con precisión entre "lo económico" y "lo cultural" no afectaría su distinción entre redistribución y reconocimiento, toda vez que esta constituiría, más bien, una distinción normativa, fundada socio-teóricamente en las condiciones propias del capitalismo, y no una distinción ontológica, en el sentido criticado por Butler.

La tercera y última sección del libro aborda los problemas más recientes del feminismo a partir de la crisis del neoliberalismo. La concepción bidimensional da paso ahora a una visión tridimensional de la justicia: no solo distribución y reconocimiento, sino también representación, en cuanto componente político, constituirían sus dimensiones fundamentales. Esto es, si con injusticia describimos aquellos elementos que impiden una participación igualitaria en la vida social, no solo resultaría necesario criticar una distribución no equitativa de recursos y la falta de reconocimiento o desigualdad de status, sino también la ausencia de representación política. A juicio de Fraser, esta forma de injusticia no solo se expresaría en la carencia de oportunidades para participar en la toma de decisiones (representación político-ordinaria), sino que se extendería tanto a la ausencia de un marco adecuado (exclusión de la comunidad política como imposibilidad misma de plantear demandas de justicia), como a la falta de representación metapolítica (injusticias políticas donde ya no está en juego "quién", sino más bien el "cómo" se delibera). Por último, la reflexión de Fraser acerca de la representación apunta a cuestionar la idea de que las exigencias de justicia deban ser concebidas solo en la arena del Estado-nacional (marco keynesiano-westfaliano), con lo cual se instala, en su lugar, un "principio de participación de los 'sujetos afectados' en el proceso decisorio" (202), independiente de su proximidad geográfica o pertenencia nacional (marco poswestfaliano). La justicia social debería considerar, en suma, junto con distribución y reconocimiento, una idea de democracia metapolítica.

En el siguiente ensayo, Fraser desarrolla una polémica tesis, que en buena medida subyace en el conjunto del libro y le otorga su unidad argumentativa. Apelando a la idea de una "astucia de la historia", Fraser describe el proceso a través del cual los ideales emancipadores del feminismo no solo tendieron progresivamente a desconectarse de la crítica al capitalismo, sino que fueron resignificados, hasta servir como legitimación moral de un "nuevo espíritu del capitalismo" (cf. Boltanski y Chiapello 2002). La reivindicación unilateral de las identidades culturales vino así a coincidir, finalmente, con la pretensión neoliberal de desautorizar toda forma de redistribución económica. La crítica del paternalismo androcéntrico de las políticas sociales confluyó con la crítica a la idea misma de bienestar social, mientras que el cuestionamiento al modelo de "salario familiar" terminó legitimando la incorporación de la mujer al trabajo asalariado, aun en condiciones desiguales y precarias. Así pues, Fraser reflexiona acerca de las condiciones que harían posible desanudar esta paradójica alianza entre ideales feministas y el horizonte cultural del capitalismo flexible, sobre todo cuestionando las "formas postradicionales de subordinación de género":

Tales procesos de subordinación, mediados por el mercado, son la savia del capitalismo neoliberal. Hoy, por lo tanto, deberían convertirse en el gran foco de la crítica feminista; ahora que procuramos distinguirnos del neoliberalismo y evitar su resignificación. El punto, por supuesto, no es dejar la lucha contra la autoridad masculina tradicional, lo cual sigue siendo un momento necesario de la crítica feminista. Es, más bien, interrumpir el tránsito fácil de esta crítica a su doble neoliberal –en especial, volviendo a conectar las luchas contra el sometimiento personalizado con la crítica a un sistema capitalista, que, aunque promete liberación, actualmente impone un nuevo modo de dominación [...]. (225)

En el ensayo que cierra el libro, Fraser vuelve justamente sobre las condiciones de esta posible reconexión, en el marco de la reciente crisis neoliberal. Partiendo de la lectura de Polanyi acerca de las crisis capitalistas, con base en la tensión entre mercantilización y protección social, Fraser sugiere incorporar una dimensión de emancipación, que enfatiza el modo en que los actores sociales, por medio de sus luchas políticas, reaccionan a estos procesos. Si el feminismo crítico del capitalismo organizado derivó en una paradójica asociación con la mercantilización, se trataría ahora de hacer posible una nueva alianza con la protección social, pero en un sentido emancipador: aboliendo sus modos jerárquicos de institucionalización, es decir, el conjunto de condiciones y significados que socavan una participación igualitaria en la vida social.

En suma, "el drama en tres actos" que nos propone Fraser revela, finalmente, un sentido dialéctico: tras la reivindicación unilateral de las identidades culturales, se trataría de volver a articular un feminismo crítico que, volviendo a conectar con sus ideales emancipadores, incorpora a su vez las demandas por reconocimiento en el horizonte de un concepto amplio de justicia democrática. En medio de este recorrido histórico-filosófico, la reflexión de Fraser se muestra particularmente consistente en su evaluación de la justicia a partir de un criterio de participación igualitaria: desde sus primeros escritos acerca del carácter hegemónico de la interpretación de necesidades, hasta sus más recientes consideraciones metapolíticas, el centro de sus preocupaciones radica en una idea de justicia entendida como posibilidad de una participación igualitaria en la vida social. Si la reflexión de Fraser se ha insertado con ello en el amplio campo de las concepciones deliberativas acerca de la justicia democrática, al mismo tiempo ha ampliado creativamente sus márgenes de reflexión –incorporando las ideas de autores variados, desde Gramsci hasta Foucault y Bourdieu, así como a Bajtin y Arendt–, al subrayar que una participación democrática en la esfera pública solo deviene posible bajo significados normativos e identidades personales articuladas en condiciones de igualdad social. Las luchas sociales por la emancipación femenina, si bien orientadas a exigir una participación igualitaria de las mujeres en la vida social, se evidencian así como luchas por la autonomía en un amplio sentido: no solo involucrarse en lo público, sino además disponer igualitariamente de los "medios socioculturales de interpretación y comunicación" de intereses y necesidades constituye su sentido plenamente emancipador.

Menos nítidas o convincentes resultan, sin embargo, sus distinciones analíticas en el marco de una teoría postsocialista de la justicia. En particular, no resulta del todo claro si, a partir de la comprensible necesidad de dar respuestas diferenciadas a los problemas de distribución, reconocimiento y representación política, es posible concluir –como Fraser sugiere– que se trataría de dimensiones de la justicia con lógicas irreductibles. ¿En qué sentido, por ejemplo, resulta preciso afirmar que las desigualdades distributivas, económicas, no se derivan a su vez de la institucionalización de ciertos principios normativos? Fraser pareciese querer insistir, más bien, en una concepción no-normativa de la estructura capitalista –característica no solo del marxismo clásico, sino también del mismo Jürgen Habermas–,3 que conduce, necesariamente, a una serie de insuficiencias y aporías (por ejemplo, en la lectura del sentido moral, no meramente económico, de las luchas sociales que tienen lugar en el mercado de trabajo).4 Algo similar se deja afirmar para la representación política. Fraser sostiene que, ciertamente, la ausencia de representación está condicionada por las desigualdades económicas y la falta de reconocimiento, pero insiste en considerar las tres dimensiones, aunque interrelacionadas, como irreductibles. ¿Cómo comprender, sin embargo, la imposibilidad básica de formular demandas de justicia –la negación del "derecho a tener derechos" (cf. Arendt 1987)–, si no es a partir de una sistemática devaluación moral del punto de vista de algunos de los afectados? Finalmente, Fraser observa con claridad que esta idea de una justicia democrática, basada en el principio de participación de todos los sujetos afectados por una institución o proceso social, conduce forzosamente a la pregunta: ¿cómo delimitar la idea misma de "afectación" (the idea of affectedness) (cf. 203)? –vale decir, establecer quién cuenta moralmente como afectado–. A su juicio, en vez de intentar dar una respuesta "monológica", la solución solo podría tener lugar en un proceso abierto de deliberación democrática, donde las consideraciones filosóficas sean asumidas como una contribución más a un debate público.

Sin cuestionar esta autocomprensión democrática del ejercicio filosófico, es necesario, sin embargo, preguntarse: ¿de dónde proceden y cómo se justifican entonces los criterios que una teoría crítica de la justicia social reclama en su pretensión de ampliar la participación democrática hacia puntos de vista morales hasta entonces excluidos? Si estos no constituyen meramente la arbitraria expresión de una voluntad (donde adquiere sentido la imputación de "monológico"), carentes por ende de toda justificación normativamente robusta, el camino abierto para una crítica social es reclamar –así como las luchas sociales mismas– el cumplimiento efectivo de principios morales que, si bien ya institucionalizados, hasta ahora se han realizado solo de un modo excluyente o deficitario –incluso en el mercado capitalista de trabajo–. Ello constituye, precisamente, uno de los núcleos argumentativos distintivos de una forma de crítica filosófica que pretende proceder de modo inmanente a las luchas sociales.

Pese a estas consideraciones, resulta difícil cuestionar que en su trayectoria general Fraser opera con bastante fidelidad a su intención primera de una crítica social inmanente. Su esfuerzo crítico, sostenido ya por más de dos décadas, no apunta, pues, simplemente a regresar al feminismo insurgente, sino, más bien, en tornar reflexivo el devenir histórico de las luchas feministas –con sus aciertos y errores–, para así volver a conectar la exigencia de justicia de género con una crítica general de la sociedad capitalista. La crítica filosófica asume así, como punto de orientación normativo –tal como el joven Marx sugería a Ruge–, los procesos históricos de aprendizaje que tienen lugar en el horizonte práctico de las luchas sociales.


NOTAS AL PIE

1 Véase Iris Marion Young "Beyond the Unhappy Marriage: A Critique of the Dual Systems Theory" en Women and Revolution: A Discussion of the Unhappy Marriage of Marxism and Feminism.
2 Bajo esta consideración subyace, ciertamente, la idea habermasiana de una autonomía comunicativa, referida también a la posibilidad, socialmente mediada, de un acceso comunicativo hacia la propia naturaleza interna; esto es, "que las interpretaciones de necesidades no se asumen como dadas, sino que se incluyen en la formación discursiva de la voluntad"; lo cual implica "un libre acceso a las posibilidades de interpretación de la tradición cultural". Véase Habermas (1976). Este elemento está también en el centro de las reflexiones de Seyla Benhabib (cf. 279 y ss.).
3 En su Teoría de la acción comunicativa, Habermas sostiene –siguiendo el lenguaje sistémico– que la economía capitalista moderna, coordinada monetariamente, representaría un "fragmento de sociabilidad libre de normas (ein Stück normfreier Sozialität)" (Habermas 1981 256). Sin embargo, luego ha sugerido que esta expresión podría conducir a un malentendido y subraya, más bien, que la integración sistémica resultaría "primaria" para el mercado capitalista, pero que ello no implicaría una carencia absoluta de normatividad (cf. Habermas 2002 286).
4 Sobre este punto, véase su discusión con Honneth (2006).

Bibliografía

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CAMILO SEMBLER
Doctorando J. W. Goethe-Universität - Frankfurt am Main - Alemania
camilo.sembler@gmail.com.