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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.65 no.161 Bogotá May/Aug. 2016

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n161.45266 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n161.45266

Sobre el carácter aurático de la imagen literaria

Regarding the Auratic Character of the Literary Image

Agustín Lucas Prestifilippo*
Universidad de Buenos Aires / CONICET - Buenos Aires - Argentina

* alprestifilippo@conicet.gov.ar

Cómo citar este artículo:

MLA: Prestifilippo, A. L. "Sobre el carácter aurático de la imagen literaria." Ideas y Valores 65.161 (2016): 89-107.
APA: Prestifilippo, A. L. (2016). Sobre el carácter aurático de la imagen literaria. Ideas y Valores, 65 (161), 89-107.
Chicago: Agustín Lucas Prestifilippo. "Sobre el carácter aurático de la imagen literaria." Ideas y Valores 65, n.° 161 (2016): 89-107.

Artículo recibido: 28 de agosto de 2014; aceptado: 12 de octubre de 2014.


Resumen

En filosofía, la imagen ha solido ligarse al problema del conocimiento como elemento exterior a la verdad. Una perspectiva distinta no la somete a criterios lógicos, sino que indaga sus potenciales teóricos y prácticos. Se estudia la estructura interna de la idea de imagen tal como la reconstruye Maurice Blanchot en la experiencia literaria. Se muestra su vinculación a un carácter "aurático" que expone la lectura a una experiencia de distanciamiento crítico respecto de sus presupuestos no tematizados en su participación dentro de las formaciones culturales.

Palabras clave: M. Blanchot, imagen, literatura, verdad.


Abstract

The image has been usually bound to the problem of knowledge as an element which is external to the true. Another line of reflection does not submit it to logical criteria, instead it enquires about its theoretical and practical potentials. In this paper we study the internal structure of the idea of the image as reconstructed by Maurice Blanchot within literary experience. We will show the idea of the literary image as bound to an "auratic" character which exposes reading to an experience of critical self-disclosure of the non thematized assumptions in their participation within cultural formations.

Keywords: M. Blanchot, image, literature, truth.


Es un lugar común ubicar los textos literarios en el ámbito de lo ficticio. Por definición, ellos se contraponen a los escritos que colocan a su objeto más allá de sí mismos. Estos constatan objetos exteriores, reales, que transmiten su sentido desde afuera. Una definición semejante de los textos literarios recurre a una conocida contraposición entre la realidad y la ficción. Esta oposición es tan vieja como la filosofía occidental, y puede ser retrotraída a las clásicas reflexiones de la Antigüedad sobre la verdad y el error en el conocimiento.

Sin embargo, una lectura cuidadosa de los diálogos tardíos puede encontrar, en la filosofía platónica, también el reconocimiento de la dificultad, ínsita en la distinción entre realidad y ficción, que va más allá de una contraposición meramente externa entre ambas instancias. Nos referimos, más precisamente, a los pasajes iniciales del Sofista. Como se sabe, allí se busca responder a la pregunta acerca de las razones que explican la eficacia retórica de los discursos emitidos por los sofistas (cf. Platón 374, 233b). La respuesta, dice el personaje del Extranjero, es la siguiente: debido la apariencia. Los sofistas son admirados, puesto que aparentan detentar un conocimiento sobre las cosas que discuten. Esta ilusoria apariencia se observa –como en el caso de una pintura que, imitando seres reales, da la impresión de su presencia efectiva– en el uso discursivo de imágenes.

El Extranjero diferencia dos modos del arte de producir imágenes (eidolopoiiken tekhnen). Por un lado, se encuentran las prácticas que reproducen "las proporciones del modelo, en largo, ancho y alto" (Platón 380, 235d) y, además, que "produce una imitación que consta incluso de los colores que le corresponden" (ibd.). A esta tarea de producir imágenes por fidelidad y semejanza se la llama tekhne eikastike ("arte de copiar"). Por otro lado, afirma el Extranjero, es posible diferenciar la producción de imágenes que, en relación con el objeto, "solo aparenta parecerse, sin parecerse realmente" (id. 381, 236b). La rotunda distinción entre el arte eikástico y ese arte, que en la distinción platónica sufrirá el rótulo de "menor", en donde se producen semejanzas que, sin embargo, no se parecen a su modelo real, Platón la denomina phantastiké, y presupone una noción de arte mimético en la que la eikon se asemeja a un modelo original.

Se podrá recordar que esta división conducía a una profunda dificultad,1 ya que la práctica del sofista planteaba la existencia de juicios falsos, lo cual era equivalente a emitir un juicio de existencia que se contradice a sí mismo. Cuando se pretende clarificar qué se entiende por imagen, los personajes del diálogo tropiezan incesantemente con sucesivos obstáculos. Es por ello que la imagen obligará a cometer un acto de "parricidio" contra la disposición parmenídea, suspendiendo el principio de identidad. Entonces, este impasse, por el cual la ontología no puede ya colocar al ser y al no-ser como externos el uno al otro, es suscitado por el dilema que implica la imagen. Ella introduce, en la historia de la filosofía, el problema de una representación presente de algo que no está dado.2

A continuación indagaremos en las dimensiones de la idea de imagen a partir de su reformulación por la filosofía estética de Maurice Blanchot. Más precisamente, procuraremos responder a la siguiente pregunta: ¿cuáles son las consecuencias teóricas y prácticas de pensar el valor y la función de la imagen en el interior de la experiencia literaria?

Para ello, a) distinguimos en la descripción fenomenológica de la imagen dos valencias del concepto dialéctico de negación, a la luz del vínculo entre la conciencia imaginante (conscience imageante) y la conciencia realizante (conscience réalisante); b) precisamos la estructura del concepto de mundo que opera como base en las reflexiones de Sartre sobre la imagen; c) reconstruimos la concepción de Blanchot a propósito del funcionamiento de la imagen en el contexto de la experiencia literaria; d) extraemos algunas conclusiones en cuanto al lugar y al valor del arte en el interior de las formaciones culturales.

La fenomenología de la imaginación

Las indagaciones fenomenológicas sobre la imagen coinciden en rechazar las aproximaciones objetivantes que reducen su especificidad sea a un epifenómeno de una instancia que la antecede (v. gr. una "realidad", un "objeto", un "sentido"),3 sea a una identidad ontológica con el objeto que refleja. El problema de la imagen exige ser abordado en su propia especificidad, delimitando su ámbito frente al reino del conocimiento.4

Fenomenológicamente, la imagen es descrita como un acto de conciencia. Si toda conciencia intencional se define por ser "conciencia de algo" (cf. Sartre 23), la imaginación no puede sino entenderse como una forma particular de relación entre la conciencia y los objetos. A la existencia de un objeto dado a la conciencia le corresponde una tesis realizante. La particularidad de la relación que mantiene la conciencia imaginante con sus objetos es que estos se dan en imágenes mentales. Para entender esta forma de vínculo, es importante entender en qué se diferencia de las otras dos actitudes de la conciencia: percibir y concebir. La percepción, sostiene Sartre, supone que su objeto existe antes y por fuera del acto perceptual. Es un proceso que implica un aprendizaje, en donde el objeto dado "nunca está dado más que de un lado a la vez" (Sartre 20). Piénsese en la experiencia de percibir un cubo. Sus seis caras están vedadas, de manera simultánea, a la mirada; esta solo puede percibir tres. En la medida en que elude las "investigaciones de causalidad", la imagen no podría ser subsidiaria de la actitud de percibir adoptada por la conciencia. Concebir un objeto, por el contrario, es pensar su esencia en la simultaneidad de sus lados, sin necesidad de observar su manifestación. En este caso, es posible remitirse al ejemplo del concepto de triángulo. Concebirlo es pensar la distancia que separa su definición de los trazos materiales que componen su presencia fenoménica en una pizarra. El desafío del concepto es lograr acercarse a la realidad que significa de manera tal que ambas instancias logren adecuarse sin restos. A diferencia de la percepción y el concepto, la imagen mental conecta a la conciencia con un objeto ausente, que o bien "no está ahí y se ha propuesto como tal, o [...] no existe y se ha propuesto como inexistente" (Sartre 25).

De esta manera, Sartre se remonta a una vasta tradición filosófica que entiende la facultad de la imaginación como una instancia intermedia que opera formando una "unidad melódica" entre las distintas formas de conciencia (cf. Sartre 27). Acaso el lugar y la función de la imaginación en la Crítica de la razón pura sean el ejemplo más emblemático al respecto. Como se podrá recordar, allí Kant otorgaba a la facultad de la imaginación, más específicamente, a la imaginación productora, la función sintética de hacer corresponder las determinaciones conceptuales y las determinaciones espacio-temporales (cf. Deleuze 63-75). En un sentido similar, sostiene Sartre, la conciencia imaginante inter-media. Vale decir, ella adopta rasgos diferenciales de las dos instancias opuestas de la conciencia. La conciencia imaginante constituye al objeto como una imagen mental en una "casi-observación". Las imágenes mentales son casi-sensibles, pues se componen de experiencias pasadas, informaciones, recuerdos, sensaciones, visiones. Al mismo tiempo, en cuanto que la conciencia imaginante constituye a su objeto en imagen, se diferencia de la pasividad de la conciencia perceptiva. Este control se reconoce en el predominio del presente del sujeto, frente al pasado y el futuro, en la duración del objeto imaginado:

[...] el acontecimiento, el gesto que se quiere realizar en imagen aparece como ordenando los instantes anteriores. Sé adónde voy y qué quiero producir. Por eso no me puede sorprender ningún desarrollo de la imagen, ya sea que produzca una escena ficticia, ya que yo haga aparecer una escena pasada. En ambos casos los instantes anteriores con sus contenidos sirven de medios para reproducir los instantes posteriores considerados como fines. (Sartre 172)

Debido a que la imagen mental depende de mi voluntad, "no estoy arrastrado a pesar de mí", por lo que me resulta posible, "en cualquier instante", adoptar una actitud realizante propia del ámbito de los proyectos prácticos o del reino del conocimiento (cf. Sartre 174).

¿Qué significa el predicado de ausencia de un objeto en la imagen? En la medida en que las imágenes mentales muestran al objeto en su ausencia, "encierran una determinada nada" (Sartre 26). Esta nada traduce el problema que aquejaba a Teeteto y al Extranjero en los diálogos platónicos, a propósito de la representación presente de una ausencia. Ausencia que, por lo tanto, se sustrae al alcance del conocimiento o de la acciones. Esta ausencia ofrece a la conciencia una "fuerza de resistencia pasiva", en la que el objeto en imagen impide toda práctica y cualquier conocimiento claro y distinto. Es, por lo tanto, en la negación donde debemos situarnos para comprender el problema de las imágenes, pues de los distintos sentidos que adopta esta categoría es posible deducir consecuencias diferentes (mejor, contrapuestas) del vínculo que establece la conciencia con su acto de producir imágenes. Las imágenes mentales "envuelven todas a la categoría de negación aunque en diferentes grados" (Sartre 234). Veamos en qué consisten.

Un sentido general de la negación en la imagen alude a un acto primordial de distanciamiento que posibilitaría la imaginación en relación con la conciencia realizante. Una conciencia incapaz de producir imágenes mentales se encontraría "aplastada en el mundo, atravesada por lo real [...] lo más cerca posible de la cosa" (Sartre 240). Contrapuesta a la tesis emitida por la conciencia realizante, en la imaginación la totalidad de lo real es puesta entre paréntesis. Esta totalidad es el producto de un acto sintético de la conciencia, la cual la aprehende como un mundo situado, "con su tierra, sus animales, sus hombres y la historia de sus hombres" (Sartre 229). Las imágenes mentales niegan el mundo, puesto que presentan objetos irreales. Esto supone que entre ambos términos se establece una relación de mutua dependencia, siendo el mundo la condición de la imaginación que lo niega. Las imágenes no pueden activarse por sí mismas, dependen de otra cosa para existir: la conciencia o el reservorio de saberes que implica el estar-en-el-mundo. El mundo es negado y conservado como fondo de esa negación por parte de la imagen.

Una precisión clave de este sentido general de la negación en la conciencia imaginante es introducida en su articulación con la condición de posibilidad de la libertad de la conciencia (cf. Sartre 236-237). La distancia producida por la imagen en relación con el mundo como conjunto pone en evidencia al sujeto libre, quien, en un acto de decisión soberana, "supera lo real". Es decir que, curiosamente, la conciencia imaginante realiza, en su actitud irrealizante, al cogito que, en un principio, había suspendido:

¿No es acaso ante todo la duda la condición del cogito, es decir, la constitución de lo real como mundo y a la vez su anonadamiento según este mismo punto de vista? ¿Y no coincide la aprehensión reflexiva de la duda con la intuición apodíctica de la libertad? (Sartre 238)

Esto lleva a Sartre a concluir que la imaginación no puede ser pensada como un agregado externo a las funciones básicas de la conciencia, sino que, en cuanto que es el fundamento de su libertad, es "una condición esencial y trascendental de la conciencia" (241).

Sin embargo, existe otro sentido de la categoría general de negación en la imagen, que la precisa y la conduce a latitudes opuestas. Este otro sentido específico de la negación podría desprenderse de las reflexiones fenomenológicas sobre la relación entre la imagen mental que produce la conciencia imaginante y aquello que Sartre llama, no sin cierta dosis de misterio, lo imaginario. En efecto, podría decirse que la imagen mental no es aún lo imaginario, sino tan solo un modo de la conciencia. Este segundo sentido de la negación de la imagen podría rastrearse en los efectos extremos que la proyección de imágenes tiene en la conciencia. Así lo atestiguan los casos del sueño, la esquizofrenia, la obsesión y la alucinación, en donde la conciencia pierde el control sobre su propia actividad en el curso de su posición de imágenes. En estas experiencias se observa un fenómeno de fascinación de la conciencia con sus imágenes, cuyo efecto es el desmoronamiento de la soberanía del yo en un mundo imaginario que lo contiene (cf. Sartre 201-202). Al entrar en crisis la estructura de la conciencia intencional, también lo hace la distinción entre el sujeto y el objeto: "Esos dos mundos se han hundido; aquí estamos ante un tercer tipo de existencia para cuya caracterización nos faltan las palabras" (Sartre 206). A diferencia del vínculo entre la conciencia realizante y la conciencia imaginante –en la que esta era instrumentalizada por la primera con el fin de supeditarla bajo su control e interrumpirla a voluntad–, en los casos en los que lo imaginario se hace presente, la conciencia sufre una posesión en la que "no puede salir de la actitud imaginante en que ella misma está encerrada" (Sartre 214). Lo imaginario aparece como un estatuto elidido de la imagen, que es expuesta por los casos en los que la conciencia realizante se desvía de su trayecto esperado.

Decíamos que, en la medida en que toda imagen mental hace presente a lo ausente y a lo no existente, toda imagen mental contiene una cierta "nada". En lo imaginario, la presente imagen mental no borra a lo ausente ni da existencia a lo inexistente, sino que preserva el no-ser de lo que aparece como presente en la imagen mental. Preservar la nada en el aparecer de la imagen produce un efecto sustractivo, del que la intencionalidad de la conciencia "no puede salir". Este efecto corrosivo conduce a la fenomenología a imprimir el sello de lo "fatal" sobre el momento imaginario de la imagen, pues ahora la conciencia no encuentra una instancia externa desde donde distanciarse: "Hay juegos en los que entramos con fuerza y, por otra parte, no puedo romper el encantamiento, no puedo hacer que termine una aventura imaginaria, me veo obligado a vivir hasta las heces la fascinación de lo irreal" (Sartre 224).

La ambigüedad que plantea la negación de la imagen mental consiste en que, al mismo tiempo en que es identificada bajo su función conciliadora –esto es, en términos de una negación entendida como la superación del mundo situado y condición de posibilidad de una subjetividad autocentrada–, es descrita en los términos de un poder sustractivo que si no impide toda síntesis, sí reclama, por su reformulación bajo una reflexión, que se haga justicia a su complejidad. Esa ambigüedad es reconocida por Sartre en su doble definición del acto imaginativo como un simultáneo movimiento "constituyente" y "aniquilador" (cf. Sartre 232). Evidentemente, esta segunda acepción de la negación permite extraer consecuencias radicalmente opuestas a las extraídas en un comienzo. Las reflexiones de Blanchot sobre la imagen literaria tiran de este lado de la cuerda. En ellas, la diferencia específica de lo imaginario advendrá como aquello que distingue la negación de la imagen de la negación en la imagen.

El mundo y la exigencia de la comprensión

En el ensayo "El terror a la identificación", Maurice Blanchot (1976) realiza una crítica de los supuestos filosóficos que fundamentaron la escritura autobiográfica de La Traître, de André Gorz. En este texto, dice Blanchot, asistimos a una recurrente huida del autor a ser identificado en toda y cualquier positividad. Sin embargo, el movimiento vertiginoso del texto conduce a una inversión de las pretensiones inaugurales. La des-identificación lleva al escritor a asumir el derecho de escribir en primera persona, a un yo "liberado", "de la casi pura transparencia". Una escritura así "Nunca rompe las amarras". Finalmente, asistimos en la lectura a un "final feliz y casi edificante" (cf. Blanchot 1976 190). No por casualidad en este texto se menciona la interpretación realizada por Sartre en el prefacio dedicado a ese escrito. En efecto, la operación que observa Blanchot en este texto repite algo que ya hemos comentado aquí. Nos referimos al peligro de negar la negación en una afirmación que la suprima.

No basta perderse para separarse –dice Blanchot–, ni elevarse a una especie de existencia abstracta o indefinida para separase de ese Yo demasiado definido que fuimos. Se quiere llegar a ser otro, pero de ese modo uno se confirma en el Mismo y en el Yo-mismo que está aún por entero en la huida hacia el otro. (1976 188)

Evidentemente, Blanchot alerta aquí sobre los problemas implícitos en cierto hegelianismo subterráneo que opera en el tratamiento fenomenológico del vínculo entre la imaginación y la conciencia. En este tratamiento, la actividad mediadora de la conciencia supondría una insuficiencia constitutiva de la imagen mental. Al procurar darle sitio en su recinto, la mediación de la negación no habría hecho, en realidad, otra cosa que suprimirla:

[...] como ocurre en toda mediación, lo que era la realidad y la fuerza que nos supera, adecuándose a nuestra medida, corre el peligro de perder la significación de su desmesura. La extrañeza, superada, se disuelve en una intimidad insulsa que solo nos muestra nuestro propio saber. (Blanchot 1992b 120)

La reflexión filosófica de Blanchot sobre la imagen literaria inicia con esta objeción. Esto significa que su singularidad se reconoce también en su específico enfoque acerca del sentido de la negación que supone la imagen. Como hemos sostenido, solo el que aprehende la imagen en su relación negativa con el mundo puede comprenderla en su lógica propia. Ahora bien, también hemos podido constatar que el sentido particular de esta negación aún permanece abierto. Ciertamente, podemos anticipar que las determinaciones de los casos extremos de vínculo entre la imagen y la conciencia serán las que permitan alumbrar la orientación de la idea de la imagen literaria. Dicho con más precisión, es el efecto des-subjetivador de estas experiencias lo que Blanchot retomará para caracterizar la modalidad literaria de la imagen, pues la conciencia, en la imagen que la experiencia literaria produce, ve interrumpidas sus pretensiones de garantizar el sentido de las cosas. Para entender el modo en que la negación opera en su experiencia, precisemos la cosa negada, esto es, la noción fenomenológica de mundo.

En el mundo, la práctica verbal se orienta hacia la comunicación, hacia "la relación que me hace hablar hacia 'ti'" (Blanchot 1992b 20). Este vínculo se da en el interior de un contexto de referencia, junto con un código general pre-dado compartido por las partes que entran en diálogo. Este saber de fondo lo ofrece el mundo:

[...] un reino de un subjetivo completamente encerrado en sí, existente a su modo, que funciona en todo experienciar, en todo pensar, en todo vivir, por lo tanto, en eso, radicalmente inseparable y, sin embargo, nunca captado ante los ojos, nunca apresado y comprendido. (Husserl 2008 154, Hua VI 114)

La práctica verbal se orienta a través de "presuposiciones permanentes", en virtud de las cuales se logra una "inquebrantable unidad de nexo de sentido y de validez que atraviesa todas las efectuaciones espirituales" (Husserl 2008 155, Hua VI 115). En el uso cotidiano del lenguaje, esa unidad podría ser entendida a partir de la operación de asociación de dos fases en un signo que se presenta como "lo obvio". En el mundo, el lenguaje aparece supeditado a la orientación pragmática de una comunicación de sentido mediante pretensiones de validez. Podemos decir que esta orientación al resultado, propia del acto comunicativo, lleva a una desaparición necesaria del proceso que une la materialidad del significante con su sentido. Si en cada conducta verbal se adoptase una actitud reflexiva para con los procedimientos que posibilitan las unidades sintagmáticas, se realizaría una inversión de medios y fines que neutralizaría la racionalidad del lenguaje: en lugar de un obvio transmisor de sentido, aparecería como una opacidad que demanda indagación.

Dicho de otra manera, las pretensiones de validez que estructuran la racionalidad del lenguaje, su uso no-literario, niegan al lenguaje. "Atado a los fines y en su uso, des-aparece, se vuelve mudo, silencio" (Blanchot 1992b 33). En la práctica verbal extraliteraria, "el lenguaje se calla como lenguaje, pero en él los seres hablan, y como consecuencia del uso que es su destino, los seres hablan como valores, toman la apariencia estable de objetos existentes uno por uno" (Blanchot 1992b 34). Lo que se oculta en las funciones no literarias de la práctica verbal son los presupuestos que preceden al lenguaje y lo hacen posible. En las funciones no-literarias de la práctica verbal, la realización usual de la representación y de la comprensión es determinada desde el punto de vista de su producto; este objetivo le otorga a la significación su telos. Al hacerlo, la determina normativamente desde el sentido y olvida su carácter mediado.

Esta determinación normativa es la que Blanchot identifica como un lugar estratégico para meditar acerca de los procesos de sometimiento que estructuran las formaciones culturales de las sociedades modernas. De este modo, la realización extraliteraria de la representación verbal es analizada desde el horizonte de una perspectiva que, mediante el análisis de la lógica del sentido, procura ir más allá del lenguaje en un enfoque ético-político capaz de dar cuenta de la violencia presente en las relaciones humanas.

Blanchot indaga las técnicas de control cultural de las sociedades modernas desde un análisis de sus efectos en el empobrecimiento que manifiestan las formas de relación que los hombres establecen consigo mismos, con las cosas, sus semejantes y los discursos. Este poder ejercido desde la "cultura" se observa en las exigencias de una realización plena y presente de la comprensión de los signos, en los que la misma posibilidad de que existan restos intraducibles al código compartido, con base al cual se comprende, aparece como amenazante. Ese imperativo, que llamaremos simbólico, opera mediante la imposición de la infundada creencia en una orientación teleológica al éxito de la comunicación y de la comprensión.5 Blanchot define la operación de la "identificación" como el procedimiento cultural que haría posibles las funciones no-literarias de la práctica verbal (cf. 1976 67-68). Al hacerlo, este autor reconoce en esta operación una reducción servil de complejos que exceden la lógica de las prácticas verbales de la comprensión y la representación:

Nosotros lo comprendemos todo. Al comprenderlo todo (no superficial, sino realmente), nos apartamos de lo que no sea esta nueva visión de conjunto y olvidamos la radical distancia que, cuando todo se comprende y todo se afirma, reserva aún el espacio y el tiempo de una interrogación (la cuestión más profunda) inducida por la palabra. (Blanchot 1976 60)

El carácter conciliador de la identificación consiste en la presión que los sujetos deben realizar habitualmente para eliminar la materialidad de las palabras y tornarlas equiparables y subsumibles a conceptos generales. Lo que se reduce y se excluye así es, en palabras de Blanchot, lo que posibilita el lenguaje y que aparece, desde la perspectiva del resultado, como su exterior.

Como ya se ha indicado, la realización de la función "no-literaria" de la práctica verbal requiere el devenir transparente de la materialidad del lenguaje con vista al fin de que sea posible la comunicación entre los miembros de una formación cultural. Cuando el lenguaje se supedita al uso ordinario del mundo, dice Blanchot, "tiene el poder de hacernos creer que lo inmediato nos es familiar, de modo que la esencia de este nos aparece [...] como la felicidad tranquilizante de las armonías naturales o la familiaridad del lugar natal" (Blanchot 1992b 35). La palabra usual funciona en un "como si", cuya eficacia práctica no puede desestimarse. La palabra opera como si los dioses no hubiesen huido, como si contásemos aún con garantías que nos permitieran apoyarnos en un sustrato estable al sentido de las palabras y de las cosas. Solo bajo el ejercicio de esta ficción práctica se está en capacidad de entender la posibilidad de la identificación sin resto del lenguaje con aquello que denota. En este contexto, adquiere validez irrefutable la proposición de Barthes: "La repugnancia a exhibir sus códigos caracteriza a la sociedad burguesa y la cultura de masas que ha surgido de ella: ambas necesitan signos que no tengan aspecto de ser signos" (194).

Carácter aurático de la imagen literaria

La imagen literaria se contrapone a esta apariencia de transparencia e inmediatez de lo "obvio". ¿De qué modo? Presentando aquello que presupone y produce el lenguaje como tal. Vale decir, lo que en el pasaje citado anteriormente era entendido como una "radical distancia". En este lugar, la experiencia de la fascinación reaparece en las discusiones sobre la imagen. Decimos con Blanchot que las palabras se retiran en su imagen cuando interrumpen la normatividad simbólica que, detrás del contenido semántico, invisibiliza las exclusiones ineludibles que operan en la materialidad sobreabundante, a partir de las cuales se constituyen las palabras y se articulan con sentido las frases. En este proceso, la imagen literaria suscita una experiencia en la cual la posición del sentido del objeto se invierte, colocando al yo que mira en una situación de sometimiento en la que es, por así decirlo, mirado desde todas partes. A esta pasividad del sujeto de la mirada, convocada por una prioridad del objeto, la podemos identificar con la figura de deseo de una posesión obsesionante. En ella "[l]a distancia no está [...] excluida sino que es exorbitante [...] no manejable" (Blanchot 1992b 26). La imagen en literatura evidencia aquí y ahora una distancia en la que el objeto aparece como incondicionado y desbordante.

La idea de una imagen literaria hace uso de una antigua categoría de la estética filosófica. Reconocemos que, en más de un sitio, Blanchot demuestra un franco malestar en relación con las tareas de cierta estética filosófica (cf. 1992b 223). Sin embargo, no podría dejar de pensarse la imagen literaria sin su correlato, en el concepto estético del aparecer:

La categoría del arte está ligada a la posibilidad que tienen los objetos de "aparecer", es decir, de abandonarse a la pura y simple semejanza detrás de la que no hay nada más que el ser. Solo aparece lo que se ha entregado a la imagen, y todo lo que aparece es, en este sentido, imaginario. (Blanchot 1992b 247)

Evidentemente, lo imaginario, entendido como un acoplamiento de la idea de imagen en la literatura con el concepto estético del aparecer, se fundamenta en el rendimiento que este le ofrece a la hora de entender lo que hace de un mero signo un objeto estético-literario. Ahora bien, es claro que el movimiento que se alude con el concepto de aparecer puede remitir a concepciones neoclasicistas, en donde la singularidad del movimiento artístico queda reducido a las exigencias de un conocimiento:

El escritor llamado clásico –al menos en Francia– sacrifica la palabra que le es propia para dar voz a lo universal. La calma de una forma reglada, la certeza de una palabra liberada del capricho, donde habla la generalidad impersonal, le asegura una relación con la verdad. (Blanchot 1992b 21-22)

Por el contrario, el movimiento de aparecer, en el que la imagen literaria da a ver, es concebido según estándares estéticos que procuran no reducir sus potenciales a parámetros heterónomos. ¿En qué consiste este aparecer estético-literario? Y, más aún, ¿en qué aspectos se diferencia de la definición canónica de lo bello como das sinnliche Scheinen der Idee? (cf. De Man 1989 93). Es este el lugar indicado para subrayar un aspecto de la imagen literaria que permite desplazar, desde dentro, la tradición espiritualista con base en la cual se pensó el concepto estético de aparecer.

Blanchot define, en algunos momentos de su obra, el devenir imagen de las palabras como un proceso agonal. Este ubicuo conflicto irresoluble no puede ser ubicado ni en la instancia objetiva de una ontología del hecho literario ni en la esfera del sujeto de la lectura, sino que su lógica descansa en el movimiento de ir y venir entre ambos. La lectura de los textos literarios se enfrenta, debido a los procedimientos formales con base en los cuales se organizan, con una serie de dificultades y obstáculos que aplazan el sentido del objeto. Lejos de conducir a una organización arquitectónica de las estructuras, el resultado de la formalización estética de los textos literarios no cesa de decepcionar: ella vacía el texto de todo contenido positivo, abriéndolo a una indeterminación sin medida (cf. De Man 1983 263). Los espacios vacíos o "blancos" del texto apelan a la lectura para ser completados a través de hipótesis de interpretación, las cuales fracasan de manera repetida en su cometido de clausurar el sentido del texto (cf. Iser 1993a 15).

Incluso en los casos en los que el texto literario se transforma, para la lectura, en algo semejante a una roca, abjurando de toda pretensión de comprensibilidad, incluso allí el propósito de la lectura consiste en "hacer caer la piedra [...] volverla transparente, disolverla por la penetración de la mirada que, en su impulso, va más allá" (Blanchot 1992b 183). Por lo tanto, el encuentro entre el texto y su lectura está dividido, desde el comienzo, por dos expectativas diametralmente opuestas que impiden su conciliación. La mirada que traza la lectura "va más allá", debido a que no se detiene en los elementos que le salen al paso, sino que pretende concatenar las instancias materiales con las que se compone el texto en una línea homogénea y ascendente, en la que el sentido va hilándose de manera progresiva. No obstante, el fracaso de la lectura de los textos literarios no se hace esperar. A diferencia de las prácticas verbales extraliterarias, aquí las dificultades de la comprensión que pretende sortear la lectura son superadas para volver a aparecer en el momento siguiente. En la experiencia literaria tiene validez la máxima de que "leer se sitúa más allá o más acá de la comprensión" (Blanchot 1992b 184).

Esta incomprensibilidad o vacío enigmático del texto literario no es el resultado de una arbitrariedad de una vocación intencional por no darse a entender. Por el contrario, es el efecto trans-subjetivo del movimiento de aparecer de aquello que desaparece necesariamente en el lenguaje usual. Eso que desaparece en el lenguaje ordinario y que se presenta en la imagen literaria no es sino la misma "materialidad elemental" sobre la cual se origina el texto: "el ritmo verbal del poema, el sonido en la música, luz hecha color en la pintura, el espacio convertido en piedra en la casa" (Blanchot 1992b 211). Decir que las palabras se abandonan a la pura y simple semejanza significa que ellas se presentan, presentando el medio en el que se presentan.6 Ellas, como sostenía el personaje extranjero del Sofista, "se parecen, sin parecerse realmente".

La experiencia agonal que suscitan las imágenes en la literatura consiste en el conflicto entre las pretensiones simbólicas de "hacer rodar la piedra" y los bloqueos del texto literario que reconducen a la lectura, una y otra vez, hacia sus comienzos. Por esto, la categoría filosófica del aparecer es entendida en términos de un regreso, en el que el producto retrocede hacia la producción en la que fue generado. El "espacio y el tiempo de una interrogación inducida por la palabra", a la que Blanchot hace referencia, son los de esta indagación que retrotrae el lenguaje sobre sí mismo, dando a ver sus condiciones de posibilidad violentadas y que, al mismo tiempo, imposibilitan una lectura acabada del sentido. Sobre este espacio-tiempo de la interrogación literaria es posible decir lo que Blanchot sostiene sobre la experiencia de Proust:

Tiempo puro, sin acontecimientos, vacuidad movediza, distancia agitada, espacio interior en devenir donde los éxtasis del tiempo se ordenan en una simultaneidad fascinante, todo esto ¿qué es? Nada más que el tiempo mismo del relato, el tiempo que no está fuera del tiempo, sino que se siente como afuera, bajo la forma de un espacio, ese espacio imaginario en donde el arte encuentra y ordena sus recursos. (Blanchot 1992a 19)

El aparecer de la imagen literaria sería así la copresentación de lo presentado, esto es, el resultado que pretende ser leído, y lo "presentante", es decir, el proceso de su producción excluido de los fines de que la lectura logre su cometido. Es importante volver a destacar que la dimensión de este repliegue literario, definida como regreso del producto a su instancia de producción, no depende ni del sujeto ni del objeto de la lectura: "es la intimidad y la violencia de movimientos contrarios que nunca se concilian ni se apaciguan" (Blanchot 1992b 214).

La imagen literaria "libera", en el aparecer del lenguaje, su materialidad sobreabundante de las constricciones que someten, al reino de los fines, tanto a las palabras como a las cosas. Los imperativos del mundo conducen a reducir la complejidad de las cosas y de las palabras a meros objetos del saber y del hacer. En la imagen literaria, el lenguaje es transfigurado en su carácter aurático haciendo presente una distancia insalvable por los intentos de apropiación semántica. El carácter aurático de la imagen evidencia el precio a pagar por el predominio semántico del uso corriente de las palabras. Muestra, en definitiva, el costo de nuestra participación acrítica en las formaciones culturales en las que se reparten las identidades de las palabras y de las cosas. Dar a ver aquello sometido exige una indagación sobre los presupuestos olvidados por el acto de la lectura. Si en el uso corriente de las palabras "los actos mismos no son temáticos", la negación de las pretensiones de comprensión que produce la imagen literaria hace de la lectura una actividad "objetivo-temática" (Husserl 2008 151, Hua VI , 111). Sin embargo, puesto que esa tematización de los presupuestos normativos que fundamentan nuestros actos no se presta en el campo del entendimiento discursivo, esa indagación retrospectiva no puede ser entendida en el sentido de una reflexión filosófica capaz de recuperar lo perdido en una nueva totalidad superadora de la que la conciencia emerja fortalecida.

El regreso autointerrogativo de la imagen literaria, en el que el sujeto de la lectura se ve comprometido a participar de su movimiento, es descrito como un acto autodestructivo (cf. Blanchot 1992b 37). Este movimiento no puede sino producir un desmantelamiento en el texto y en su comprensión: el texto "se arruina" (cf. Blanchot 1992b 31), "se abisma", así como también el sentido de lo que se pretende comprender (cf. Blanchot 1992b 75): "La imagen lingüísticamente plasmada pierde el significado propio para arrastrar el lenguaje mismo a la imagen, en lugar de hacer a la imagen transparente en el sentido lógico del contexto" (Adorno 41).

La "luminosa aureola formal", en la que aparece el objeto en la imagen, produce un efecto de extrañamiento y una imposibilidad del reconocimiento (cf. Blanchot 1992b 226). En este sentido, la imagen literaria se diferencia de las abstracciones que producen las imágenes prosaicas del lenguaje cotidiano, en torno a las cuales solemos construir nuestros conceptos. En su célebre ensayo "El arte como artificio", Shlovsky diferencia "la imagen como medio práctico de pensar, como medio de agrupar los objetos, y la imagen poética, medio de refuerzo de la impresión" (80). Mientras que en "el discurso cotidiano rápido [...] el objeto pasa junto a nosotros como dentro de un paquete; sabemos que existe a través del lugar que ocupa, pero no vemos más que su superficie", lo que implica que los objetos "no son vistos, sino reconocidos a partir de sus primeros rasgos"; por su parte, "la finalidad del arte es", al contrario, "dar una sensación del objeto como visión" (Shlovsky 83-84).

La desposesión que supone la experiencia lingüística de ver lo que Blanchot llama, no sin cierto grado de equivocidad, la "materialidad elemental", previa a la formación de los significantes y que demanda una articulación que los integre nuevamente en el interior del lenguaje, obliga que la lectura recomience el proceso de su comprensión identificando los elementos que han sido desmembrados de las unidades sintagmáticas. De allí que la imagen no niegue de un modo abstracto a la lectura, sino que, como hemos mencionado más arriba, la sobredetermine con mayores exigencias. El proceso de dar a ver, que efectúa el carácter aurático de la imagen literaria, presupone los intentos hermenéuticos de comprensión, pero los incluye en un movimiento del que no salen ilesos. Por un lado, es la misma lectura quien activa esa negatividad literaria latente en el uso corriente de las palabras. Pero, a su vez, es el acto de lectura quien será negado en este devenir. A esta paradoja alude precisamente la expresión bíblica que menciona Blanchot: "Lazare, veni foras" (1992b 180).

Por lo tanto, no es parcial el modo en que Blanchot recupera la ambigüedad de la negación que habíamos percibido en el tratamiento de la imagen hecho por Sartre. Una lectura semejante de esa ambigüedad retomaría un sentido de la negación, asumiéndolo como el sentido de ella; por ejemplo: haciendo de las experiencias límite arriba citadas el modelo de una estética y dejando de lado la relación entre la racionalidad del lenguaje y la filosofía del sujeto. Por el contrario, para Blanchot la experiencia de la imagen en la literatura, que es la genuina vivencia del arte en general, requiere de las dos valencias de la negación: del sujeto de la negación y del objeto negado. Efectivamente, el modo en que ambas se convocan no es sino el de su mutua repulsión. O, mejor dicho, los conflictos entre ambas instancias de la negación permiten deducir en qué consiste la negatividad de la imagen literaria. La negación pretende ser iniciativa y dominación libre, que pretende lograr una armonía entre las instancias de la conciencia. Sin embargo, para constituirse, la negación que representa el aura de la imagen literaria necesita una actitud de cierta pasividad, en donde la subjetividad pierde el control de sus capacidades. "Quiere actuar sobre el mundo (manejarlo) a partir del ser anterior al mundo, el más acá eterno donde la acción es imposible" (Blanchot 1992a 251).

A modo de conclusión

En este trabajo hemos analizado las reflexiones filosóficas de Maurice Blanchot sobre la imagen en la experiencia literaria. En nuestro itinerario hemos localizado la singularidad de esta problemática mediante el teorema de la paradoja de la imagen en los diálogos platónicos tardíos. Nos referimos a la concepción de la imagen como una representación presente de una cosa ausente. Como hemos podido notar, con la inauguración de la reflexión filosófica sobre la imagen se planteaba simultáneamente un impasse ontológico que conduce, en el caso del Sofista, a una puesta entre paréntesis del principio de identidad. A propósito de este impasse, la descripción fenomenológica, por su parte, nos ha situado en un nivel de mayor precisión. La determinación de la imagen como un producto de la conciencia en su modalidad imaginante nos condujo a reconocer sus diferencias en relación con los otros actos de la conciencia: la percepción y el pensamiento discursivo. Esta diferencia es entendida en términos de negación. Las imágenes, en cuanto que imágenes mentales, niegan la presencia de los objetos y, por lo tanto, de la conciencia que los pone.

Del reconocimiento de la estructura negativa de las imágenes es posible extraer distintas consecuencias en lo que se refiere a su vínculo con la subjetividad. Hemos observado que esta posibilidad depende del sentido que otorguemos al concepto de negación. Una forma de entender la negación es en el sentido de una mediación especulativa. La negación adquiere así la connotación de una fuerza que incorpora la "nada" de las imágenes en el pleno desarrollo de las actividades de la conciencia, garantizando su capacidad de libre distanciamiento de la facticidad del mundo. Consecuentemente, el trabajo negativo de la imagen produce subjetividad. Otro sentido del término "negación", en relación con el dispositivo imagen-conciencia, se enfoca en los procesos de disolución de las operaciones de identificación que organizan al yo a partir de una incapacidad de la conciencia producente de mantener bajo control a las imágenes que proyecta. En esta línea de lectura, los casos extremos, "patológicos" según la terminología de Sartre, del sueño, la obsesión, la alucinación y la esquizofrenia operan con un valor de ejemplaridad.

La idea de la imagen con la cual Blanchot define a la experiencia artístico-literaria se nutre del debate entre estas dos maneras de interpretar a la categoría de la negación. Con la ayuda del concepto estético del aparecer, entendimos esta experiencia como una copresentación, en el texto literario, de un sentido y de aquello que produce al sentido. El "devenir imagen de las palabras" debe entenderse así como una forma un "regreso" autointerrogativo a la génesis del texto literario, en donde los elementos del lenguaje aún no se habrían cristalizado en una obviedad pétrea. Falsearíamos la orientación de este regreso si lo entendiésemos como una nueva búsqueda por radicalizar una fundamentación (v. g. la cartesiana) desvelando un origen anterior y del que la categoría de mundo dependería, puesto que, para Blanchot, la indagación de la filosofía estética no es la de una justificación de la validez trascendental de las presentaciones y expresiones. Por el contrario, esa reflexión es motivada por el movimiento del carácter aurático de la imagen literaria, que da a ver aquí y ahora una distancia radical irrecuperable para la normativa simbólica, ya que la imagen literaria presenta las consecuencias que producen, en las relaciones humanas, las exigencias de las formaciones culturales con vistas a fijar la repartición de las identidades entre las palabras y las cosas. Mostrar la violencia muda y borrada por el modo en que son organizadas esas formaciones le otorga a la imagen literaria una potencialidad crítica que la distancia de la conformidad con lo dado. De esa potencialidad crítica extrae su fuerza la genealogía que recorre la filosofía estética.

Necesariamente este retroceso disuelve las posibilidades de identificar un sentido y de, manera consecuente, establecer un diálogo entre el texto y la lectura. De esta forma, el carácter aurático de la imagen es la idea que condensa la experiencia de la negatividad literaria, en la cual las prácticas verbales usuales son transformadas, intermitentemente, en otra cosa de sí.


Notas

1 "¿Y qué, admirable amigo? ¿No piensas, sobre la base de lo que ya hemos dicho, que el no-ser coloca en dificultad a quien lo refuta, pues, apenas alguien intenta refutarlo, se ve obligado a afirmar, acerca de él, lo contrario de él mismo?" (Platón 390, 238d).
2 Sobre los antecedentes históricos del tratamiento filosófico de la idea de imagen, véase Iser (1993b 171-194).
3 La imagen "elude las investigaciones de causalidad" (Bachelard 13).
4 Se puede denominar a esta reducción "ilusión de inmanencia" (Sartre 15).
5 Sobre esta exigencia simbólica, dice Kristeva: "Los modelos simbólicos penetran en las prácticas semióticas no normativas y ejercen sobre ellas una retroacción modificante, reduciéndolas a una norma y un simbolismo" (61).
6 M. Seel: "Solo muestran algo en cuanto que se muestran" (174).


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