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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.65 no.161 Bogotá mayo/ago. 2016

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n161.42079 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n161.42079

Razón pública, razonabilidad y religión
Para la crítica de una tradición liberal
*

Public Reason, Reasonability and Religion
A Critical Look at a Liberal Tradition

Manfred Svensson**
Universidad de los Andes - Santiago de Chile - Chile

* La investigación realizada para el presente artículo se enmarca dentro del proyecto fondecyt n.° 1130493 "John Owen y John Locke. Concepciones rivales de la tolerancia en la escolástica protestante y el temprano liberalismo". Una versión anterior del texto fue presentada en el congreso Fe y Razón Pública de la Pontificia Universidad Católica de Chile, con motivo de los 1700 años del Edicto de Milán. Agradezco a los participantes en el congreso y a mis colegas en el Grupo de Investigación en Filosofía Práctica, de la Universidad de los Andes, por sus observaciones críticas.
** msvensson@uandes.cl

Cómo citar este artículo:

MLA: Svensson, M. "Razón pública, razonabilidad y religión. Para la crítica de una tradición liberal." Ideas y Valores 65.161 (2016): 247-265.
APA: Svensson, M. (2016). Razón pública, razonabilidad y religión. Para la crítica de una tradición liberal. Ideas y Valores , 65 (161), 247-265.
CHICAGO: Manfred Svensson. "Razón pública, razonabilidad y religión. Para la crítica de una tradición liberal." Ideas y Valores 65, n.° 161 (2016): 247-265.

Artículo recibido: 6 de febrero de 2014; aceptado: 6 de agosto de 2015.


Resumen

Se aborda la idea de razón pública, atendiendo en particular a su concomitante ideal de razonabilidad. Se expone la continuidad de esta noción desde John Locke a John Rawls, destacando su vínculo con la religiosidad doctrinalmente minimalista de la tradición erasmista. Se cuestiona que, dado tal vínculo, esta ida pueda servir de criterio para evaluar la presencia de otras voces religiosas en la vida pública.

Palabras clave: J. Locke, J. Rawls, liberalismo, razón pública, religión.


Abstract

The article addresses the idea of public reason, treating in particular its concomitant ideal of reasonableness. It exposes the continuity of this notion from John Locke to John Rawls, highlighting its connection to the minimalist doctrinal religiosity of the Erasmist tradition. It questions if this idea can serve as criteria to evaluate the presence of other religious voices in public life, given this connection.

Keywords: J. Locke, J. Rawls, liberalism, public reason, religion.


Introducción

¿De qué hablamos cuando nos pronunciamos sobre la razón pública y la religión? Para saberlo, conviene partir por precisar que no es lo mismo hablar sobre ellas que sobre la fe y la vida pública o sobre la fe y la razón. "Fe y razón", "fe y vida pública" son binomios que se encuentran en casa en la tradición cristiana; "razón pública", en cambio, es una expresión que se encuentra en casa en la tradición liberal. De un modo que no ocurre mediante dichas otras preguntas, con el inquirir sobre la fe y la razón pública, o sobre la razón pública y la religión, nos introducimos en una tensión entre distintas tradiciones. La relativa novedad de la expresión "razón pública" debería ayudarnos a cobrar conciencia de esa tensión.

Ahora bien, hay distintas razones por las que tal tensión podría no ser notada. Un motivo puede ser que percibamos las dos tradiciones en cuestión como cercanas entre sí. Hay, después de todo, una amplia literatura que apunta en dicha dirección, por ejemplo, cuando se presenta el liberalismo como algo que solo pudo haberse originado en territorio cristiano o poscristiano (para distintas versiones de esta idea, véase Gauchet 2005; Pannenberg 1972 y Gillespie 2008). El cristianismo y el liberalismo, cabe además notar, son las tradiciones predominantes de Occidente; quien se encuentra vagamente enraizado en nuestra cultura puede, por tanto, experimentar lo que une a dichas tradiciones como más significativo que aquello que las separa. Puede también ocurrir que, sin tener mucha familiaridad con el liberalismo, la expresión "razón pública" simplemente haga a alguien pensar en las aspiraciones universales del cristianismo, las cuales naturalmente implican cierta visibilidad, publicidad. El cristianismo desde sus orígenes está lleno de motivos de este tenor. En palabras del sermón del monte, "una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; ni se enciende una lámpara y se pone debajo de un almud" (Mt. 5.14-15). Si se toma a los primeros apologetas cristianos y se revisa la empresa que acometieron, un uso vago de los términos podría llevarnos a decir que buscaron cultivar la razón pública. Abundan, pues, las razones por las que podría no constatarse la tensión a la que nos hemos referido en un principio.

El propósito del presente artículo es, en primer lugar, constatar la existencia de cierta tensión entre el cristianismo y la idea de razón pública. Tal constatación no tiene, en un primer momento, la función de inclinar la balanza a favor del cristianismo ni a favor de la noción de razón pública. Se trata, ante todo, de que los problemas sean explicitados. En un primer paso, intento sacar a luz tal tensión en términos sumamente generales. En un segundo momento, atiendo a parte del trasfondo histórico de la noción contemporánea de razón pública. En contraste con la predominante tendencia a exponer de modo exclusivo su trasfondo kantiano, busco destacar la conjunción de elementos hobbesianos y kantianos en el origen tanto del término como del concepto. Finalizo dicha explicación histórica con una reflexión sobre el papel desempeñado por la noción de razonabilidad en la más influyente formulación contemporánea de la idea de razón pública, la de John Rawls. En un tercer paso, abordo dicha noción de razonabilidad, pero, en lugar de tratar la discusión contemporánea sobre los criterios de razonabilidad, intento mostrar que, también en el caso de la razonabilidad, dirigir la atención al siglo XVII, en particular a Locke y a su incipiente desarrollo de esta noción, puede resultar iluminador. En particular, sostengo que la concepción de la razonabilidad presente en su obra y en discusiones contemporáneas, lejos de ser neutral, pende de una comprensión muy específica de la religión. De ser así, tal concepción mal puede constituir un adecuado criterio para fijar las condiciones para la entrada de otros argumentos religiosos en el debate público. Se trata, pues, de una crítica de lo que Philip Quinn (2005 249) ha llamado "liberalismo juanino", esto es, aquella corriente de la tradición liberal que va de John Locke a John Rawls, pero se traza aquí la línea de continuidad entre ambos pensadores en relación con la idea de razonabilidad, un punto en el que no suele ser trazada.

I. Ampliación y limitación de la razón

Partamos reafirmando la tensión entre el cristianismo y la idea de razón pública. El hecho de que planteemos la tensión aquí expresamente respecto del cristianismo, y no con la religión considerada en abstracto, guarda estrecha relación con el tipo de controversias teológicas que predominaban en el período de surgimiento del ideal de razón pública: fueron controversias trinitarias, en las que participaron teólogos y filósofos, unos y otros respondiendo a dogmas específicamente cristianos (Lim 2013). El Islam, para muchos hoy el paradigma de una religión problemática para la convivencia política, en dichas discusiones habría más bien sido paradigmático por la escasa tensión en que la sencillez de su teología parecería poner al intelecto. Puestos, en cambio, ante doctrinas como la trinitaria, los teólogos cristianos típicamente tienden a invitarnos a una ampliación de nuestra razón. Como ejemplo elocuente puede tomarse el discurso del papa Benedicto XVI en Ratisbona, un discurso cuya crítica de la racionalidad típicamente moderna culmina, precisamente, con la aclaración de que no está realizando una "crítica negativa", que pretenda de algún modo retroceder respecto del sometimiento de la vida y el mundo a la racionalidad; se trataría, más bien, de "ampliar nuestro concepto de razón y de su uso" (2008 40). Versiones filosóficas de ese tipo de ampliación no son difíciles de encontrar en la tradición agustiniana. Piénsese, si pasamos de un papa a filósofos protestantes, en el papel que un similar diagnóstico de la modernidad desarrolló en el nacimiento de la "epistemología reformada" de autores como Plantinga (1983 16-93) o Wolterstorff (1988). Ahora bien, la antítesis de estos llamados a una ampliación de la razón es la idea de razón pública; esta, en efecto, parece necesariamente implicar que la razón está cualificada: que no nos abrimos a cualquier razón, sino a un número limitado de razones que son presentables como públicas.

Se podría expresar esta misma alternativa como una tensión entre, por una parte, el reconocimiento del carácter común de la razón y, por otro, los llamados a que esta se someta a un canon. Consideremos el primero de esos polos, que encuentra adecuada expresión en el fragmento 89 de Heráclito: "para los despiertos hay un mundo único y común, mientras que cada uno de los que duermen se vuelve hacia uno particular". Aquí se reconoce la razón como lo común, pero no se la califica de pública. Para una posición como la de Heráclito, calificarla de pública sería, en efecto, redundante. Desde tal posición se sospecha que el calificativo de "pública", si no es redundante, puede constituir, más bien, una restricción: un reconocimiento de la razón como pública, pero uno extendido solo a ciertos usos de ella. La sospecha es justificada, pues es precisamente por tal restricción que apuesta el ideal de razón pública. Con todo, respecto de cuán restrictivo sea dicho canon hay por supuesto una variedad considerable de posiciones en el liberalismo contemporáneo. También en la biografía intelectual de un mismo autor hay casos de avance desde concepciones fuertemente restrictivas de la razón pública a unas menos restrictivas. Sin embargo, también en quienes ofrecen una idea más generosa de la razón pública salta a la vista el carácter restrictivo que parece inherente a la noción. Por las más variadas vías se invita a ampliar el concepto de razón pública, de un modo que permita incluir algunas razones "no públicas" en el debate. Pero expresiones como esa, en que lo admitido en la discusión sigue siendo calificado como "no público", nos recuerdan precisamente que la noción de razón pública, en principio, se mueve en una dirección distinta de los llamados a la "ampliación de la razón" y de los reconocimientos de la razón como lo común.

Desde luego, nada de esto es una novedad para los conocedores, sean simpatizantes o adversarios, de la tradición liberal. Que se trata de un proyecto con alguna función restrictiva es algo plenamente reconocido por los impulsores de la idea de razón pública. Su tesis es precisamente que requerimos de cierta restricción para poder tener una vida pública sana. Tienden a ser dos los motivos que operan invitando a tal restricción en el caso de la religión: por una parte, está la idea de que esta sería particularmente apta para inflamar pasiones violentas, ya que, una vez admitida en la esfera pública, ella sería catalizadora de guerras de religión, teocracias, etc. Omitiremos aquí este punto, ampliamente discutible y discutido –de entre la virtualmente inabordable bibliografía, cabe destacar la posición de Cavanaugh (2009), según la cual precisamente el sujeto de la tesis, la "religión", surge con la tesis misma–. Por otra parte, está la idea de que, incluso sin tal potencial violento, un argumento de origen religioso constituiría una demanda injustificada ante los restantes ciudadanos. Cabe por supuesto preguntar por qué tal restricción habría de plantearse en particular a los argumentos de los ciudadanos creyentes: estar expuestos a razonamientos cuyas premisas no aceptamos es un fenómeno usual para todos los ciudadanos (o al menos para todos los que reflexionen sobre las premisas de lo que se les dice), no algo que ocurra exclusivamente por la presencia de argumentos religiosos (Taylor 2011 39-60).

No obstante, es frecuente la sugerencia de que la religión se encuentra a este respecto en una posición especial, como si el argumento religioso fuese derechamente ininteligible para muchos ciudadanos de una sociedad moderna. ¿Es así? La más básica reacción a tal pregunta sería recordar que es distinto considerar una tesis inteligible y pensarla como remotamente aceptable. Bien cabe presumir que la mayoría de los ciudadanos no creyentes consideran difícilmente aceptables algunas tesis de sus conciudadanos creyentes; en cambio, que la inteligibilidad sea el principal problema de lo religioso parece dudoso, y de serlo, sería algo fácilmente corregible a partir de un mayor alfabetismo teológico (también por parte de los creyentes). Tal vez quepa sostener, como lo haremos a continuación, que la noción de razón pública no nace en respuesta a problemas de inteligibilidad ni de aceptabilidad de las creencias religiosas, sino como réplica a su carácter controvertido. El requisito de razonabilidad de los argumentos públicos, popularizado por Rawls, parece encontrarse en perfecta continuidad con dicho ímpetu inicial.

II. Razón pública: algunas variaciones históricas

Parto dirigiendo la mirada a la historia de la noción de razón pública. Al respecto, Ivison (1997) y Chambers (2009) han escrito importantes contribuciones; considerando, sin embargo, el ímpetu que ha cobrado el ideal de razón pública en el liberalismo contemporáneo, su desarrollo histórico está lejos de hallarse adecuadamente cubierto. Comencemos prestando atención a la primera mención del concepto de razón pública que tenemos registrada. Esto ocurre en el capítulo 37 del Leviatán de Hobbes, un capítulo en el que por diversas razones no tenderíamos a buscarla. En primer lugar, porque se encuentra en esa mitad teológica del Leviatán rara vez leída; en segundo lugar, porque, según indica su título, el capítulo se ocupa de un tema tan peculiar como "de los milagros y su uso". El texto, tras llamar la atención sobre la frecuencia de las imposturas, acaba notando la importancia de no considerar como profetas a quienes enseñen una religión distinta de la ordenada por el representante de Dios. Para ilustrar su punto, Hobbes introduce la discusión sobre un milagro en particular, el de la transubstanciación. Invita ahí a preguntar al soberano (al que su obra ya ha develado como el representante de Dios) si acaso es cierto lo que dicen algunos, esto es, que se da eso que llaman transubstanciación; en caso de obtener respuesta negativa de parte del soberano, somos remitidos por Hobbes al Deuteronomio 18.22. Se trata de un texto en el que Dios exime de la obediencia respecto de los falsos profetas. No sobra anotar, por cierto, que dos versos más atrás, que no son citados por Hobbes, la sugerencia del Deuteronomio respecto de los falsos profetas es algo más contundente que la mera desobediencia: según este pasaje de la Biblia, lo que les corresponde es la muerte. Sea que Hobbes nos quiera llevar a recordar dichas líneas o no, es en este contexto muy característicamente hobbesiano que aparece el llamado, repetido dos veces en el párrafo final, a deponer en estas materias la razón privada (private reason or conscience) y abrazar la razón pública (public reason). Si bien se concede la libertad de creencia para el "hombre privado", "cuando se trata de la confesión de dicha fe, la razón privada tiene que someterse a la pública, esto es, al representante de Dios" (300).

Lo que está tras esto no es solo el análisis hobbesiano de la psicología humana, aunque este también esté presente en el pasaje, en la pregunta por el interés que algún actor pueda derivar de la aceptación de algo como milagro. Junto a esa pregunta por la acción interesada, lo que tenemos es el común trasfondo de las teorías de la razón pública: la idea de que el conflicto entre la multitud de juicios privados hace que colapse la búsqueda de paz (Hobbes ya había tratado ese problema en el capítulo 5 del Leviatán). Pero, contrario a lo que ocurrirá en la tradición posterior, la razón pública que emerge para reemplazar el juicio privado está aquí lejos de identificarse con algún ideal deliberativo que se contraponga al interés privado. Bien cabe decir que en el esquema de Hobbes podría ser, más bien, la razón privada la que tiene un potencial deliberativo, mientras que la pública es la que pone fin a la deliberación. La razón pública es aquella que pone término al conflicto. La razón pública es la que permite que vuelva el juicio en un mundo de pasiones desatadas. Si se pregunta en qué medida pretende ser razón, podría responderse que tiene de razón precisamente eso, que pone término al conflicto. No hay razón por la que debería contener más razón; la racionalidad de la razón pública se encuentra suficientemente certificada si logra tal tarea. Cabe también preguntarse por el sujeto que es identificado como portador de tal razón. Esto puede hacerse acentuando el carácter autocrático del proyecto en cuestión, y la cabal subordinación de lo espiritual a lo temporal que parece obrarse aquí: la razón pública es descrita como "la razón del supremo representante de Dios" (Hobbes 300). Pero más significativo para el largo plazo parece ser el hecho de que lo público es identificado con lo estatal o, más aún, con el soberano. Pero estos dos rasgos que hemos notado van desde luego de la mano: la capacidad de la razón pública para poner término a los conflictos pasa porque ella, sea un soberano hobbesiano o no, sea un sujeto tan claramente identificable como el mismo.

El tipo de pensamiento político aquí brevemente reseñado no constituye, desde luego, una completa originalidad. Puede mencionarse como un significativo antecedente medieval el Defensor Pacis de Marsilio de Padua. Pero en Hobbes encontramos no solo el concepto, sino el término mismo, razón pública. Con todo, bien se nos podría replicar que, por mucho que Hobbes sea el primero en usar la expresión, muy pocos –si es que alguno– de quienes apelan a la razón pública en el debate contemporáneo lo hacen partiendo de Hobbes. Si algún origen medianamente remoto hay que buscar para sus más corrientes formulaciones en Rawls o Habermas, este no se encontraría en Hobbes, sino en Kant. Las diferencias entre Hobbes y Kant, por su parte, desde luego son suficientemente sustantivas como para que esta objeción sea detenidamente considerada. Acaso la más notoria es el hecho de que en Kant lo público está lejos de identificarse con lo estatal. Su propuesta, como está delineada en ¿Qué es Ilustración?, parece, en efecto, contrastar de punta a cabo con la de Hobbes, volviendo prudente que nos preguntemos si acaso tiene alguna relevancia contemporánea el remoto precedente hobbesiano.

La discusión sobre la razón pública ocupa un lugar central en el mencionado texto de Kant. Tras definir la ilustración como la salida del hombre de su minoría de edad culpable, Kant repara en lo inusual que es dicha salida para los hombres considerados individualmente. En contraste con eso, señala que es más probable que un público se conduzca a sí mismo a la ilustración; de hecho, para Kant resultaría casi inevitable que un público, dejado en libertad, se conduzca a sí mismo a tal condición (Ak. vIII 36). Que tal tesis no implica ninguna expectativa romántica respecto de la multitud de los hombres, queda claro por el específico uso kantiano de Publikum. Para Kant, el uso público de la razón es, de partida, el que se despliega al margen del cargo que se posee. La sujeción al cargo –piénsese en un militar, en un gobernante o en una autoridad eclesiástica– obliga al uso privado de la razón, el uso por el que el soldado, por ejemplo, sigue las órdenes de sus superiores. El uso público, en cambio, es el que cualquiera de estos hombres puede ejercer, al escribir a un Publikum, reflexionando –según el ejemplo de Kant– el soldado sobre las falencias de la política de defensa. Hacer uso público de la razón, implica encontrarse ya entre los educados (Gelehrten), que mediante libros se pueden dirigir a todo el mundo. Ahí, no en el ejercicio de los propios oficios, es que se usa de modo público la razón. Ahí, en otras palabras, es donde hay trato ilustrado entre libres e iguales. Cuando Hobbes escribe sobre la razón pública, tal requisito de ilustración se encuentra ausente. Así mismo, parece significativo, aunque en este punto la literatura jamás presta atención, el hecho de que mientras que Hobbes habla de una "razón pública", Kant habla en este texto continuamente de "uso público" de la razón (öffentlicher Gebrauch) (Ak. vIII 38).

Las ventajas de la posición kantiana saltan a la vista. Con todo, su preeminencia en la discusión contemporánea es menos abrumadora de lo que cabría esperar. No solo por la presencia de alguno u otro intento expresamente hobessiano, sino también porque en los autores menos propensos a afinidades hobbesianas predomina hoy la expresión "razón pública" por sobre los llamados al "uso público de la razón". En eso podemos decir que Kant no triunfó. No se trata, por lo demás, de una cuestión meramente terminológica. En efecto, para aproximarnos a la versión hobbesiana del problema, la razón no tiene, como ya apuntamos, por qué ser identificada con el soberano; pero si va a ser algo tan eficaz como un soberano en la eliminación de conflictos, parece que tiene que ser algo tan fácilmente identificable como este: debe designar no cierto tipo de uso de la razón (cuyo carácter escurridizo mantiene el potencial de irresolución y conflicto abierto), sino más bien cierto registro convencional de argumentos. Eso último, en diversas variantes, es lo que con frecuencia se pide hoy cuando se llama a seguir el canon de la razón pública.

Pero al margen del punto anterior, la alta vara que tiene que pasar un argumento para ser aceptado en la discusión pública muchas veces tiene su raíz en elementos más específicamente kantianos. Ese es, en efecto, el origen de la particular interpretación que en el liberalismo contemporáneo tenemos de la idea de que los hombres seamos libres e iguales (cuestión que, como vimos, solo con Kant se integra a la discusión sobre el uso público de la razón). Para que tal libertad e igualdad estén garantizadas, no bastaría ya que una ley sea aprobada tras extensa consulta pública y deliberación en los espacios previstos por el sistema democrático, sino que tendrían, según Rawls, que ofrecerse argumentos "en términos que cada uno pueda razonablemente esperar que otros suscriban como compatibles con su libertad e igualdad" (2013 218). Ciertamente, Rawls considera que tal restricción es suficientemente generosa como para que diversas visiones del bien encuentren expresión pública. La misma evolución de Rawls da cuenta del esfuerzo por dar lugar a tales visiones o al menos a un cierto número de ellas. Pues, como es bien sabido, se trata, en el caso de Rawls, de una razón pública con pretensiones de ser "generosa" en su amplitud, pero limitando dicha generosidad a las visiones comprehensivas que sean "razonables". Así se expresa en el primer párrafo de The Idea of Public Reason Revisited: la idea de razón pública pretende regular "la pluralidad de visiones comprehensivas razonables en conflicto" (1999 131). Una nota al pie reconoce la existencia de numerosas –no identificadas– concepciones no razonables, pero por lo demás quedamos en penumbras respecto de lo que implica esta razonabilidad.

Es fácil que el lector poco atento tome este término a la ligera, como si se quisiera decir que fuera del omnicomprehensivo pacto contemporáneo solo quedaran posiciones completamente descabelladas, incapaces de pretensión alguna de racionalidad. Pero este no es el caso. La "razonabilidad" (reasonableness) es aquí un término filosófico específico, cuya naturaleza salta a la luz por su contraste con la racionalidad (rationality). En la segunda lección de Liberalismo político, Rawls ofrece, en efecto, una distinción entre la razonabilidad y la racionalidad evidentemente estructural para su proyecto (2013 48-54), a partir de la cual se debe leer el conjunto de sus afirmaciones sobre las visiones comprehensivas razonables. Arrancando de lo que parece ser lenguaje corriente, Rawls describe la razonabilidad como la apertura a criterios de reciprocidad, a que la cooperación entre ciudadanos libres e iguales pueda llevarse adelante en términos aceptables para todos. La racionalidad, en cambio, sería la capacidad de fijarse fines y buscar los medios que se adapten a ellos. Rawls se cuida, por cierto, de no reducir la racionalidad a una mera "racionalidad de fines y medios" (2013 50). Pero sí se trata de una propiedad de "un agente unificado (sea un individuo o una persona corporativa), con capacidad de juicio y deliberación para buscar fines e intereses peculiarmente suyos" (ibd.). Razonabilidad y racionalidad serían, además, dos ideas claramente independientes la una de la otra, no derivables la una de la otra; en particular, la razonabilidad no sería derivable de la racionalidad. Ante todo, la razonabilidad sería pública de un modo que la racionalidad no lo es: mientras que la racionalidad se caracteriza por esa capacidad para buscar fines peculiarmente propios, es cuestión de razonabilidad ser capaces de forjar un mundo social público.

Llegados a este punto resulta clara la magnitud de la divergencia entre los llamados a considerar la razón como de suyo pública –como se hizo al comienzo de este artículo con referencia a Heráclito– y el ideal liberal de razón pública: lo que aquí tenemos es una puesta en duda, precisamente, del carácter público de una de las dos dimensiones en que se divide a la razón. Pública, en el sentido relevante para esta discusión, no es la racionalidad, sino solo la razonabilidad. Sobre la adecuada caracterización de esta, y sobre la posibilidad de que cumpla con la misión que se le encomienda, hay por supuesto una importante discusión entre los liberales, como puede verse de modo ejemplar en las contribuciones de Estlund (1998), Waldron (2003) y Boettcher (2004). No voy a entrar aquí en dicha discusión, sino, una vez más, volver atrás en la historia, precisamente a la presencia temprana de la noción de "razonabilidad", menos prominente que la de razón pública en el temprano liberalismo.

III. Razonabilidad y religión

Desde luego no se dice nada nuevo al afirmar que Rawls se encuentra inscrito en una larga tradición liberal. Su concepción de la razonabilidad, después de todo, está constitutivamente unida a la primacía de lo justo sobre lo bueno, tesis que, a más tardar con Kant, pasa a ser pieza fundamental del ideario liberal. Pero lo que me interesa aquí es notar una continuidad más específica, aquella que se da entre la concepción de la razón pública abrigada por estos autores, especialmente en cuanto se cristaliza en esta noción de razonabilidad, y la filosofía de la religión difundida por los autores involucrados en el mismo proyecto. Para comprender dicha continuidad, Locke puede resultar más iluminador que Hobbes y Kant, a quienes hasta aquí he asignado un papel prominente en el desarrollo del ideal de razón pública. Rara vez encontramos a Locke presente en las discusiones sobre el origen de esta noción. El término, de hecho, se encuentra ausente en su obra. Pero si la comprensión contemporánea de la razón pública está estrechamente ligada a la noción de razonabilidad, el autor de The Reasonableness of Christianity puede resultar iluminador.

Pero antes de dirigir la mirada a Locke, cabe ilustrar la fuerza con la que la noción de "razonabilidad" comienza a ganar terreno en las décadas inmediatamente anteriores a él. Un ejemplo elocuente se encuentra en el modo como son recibidos los socinianos (movimiento antitrinitario de origen polaco, que tendría considerable influencia sobre Locke) tras la guerra civil inglesa. Según un testimonio contemporáneo, eran acogidos dentro y fuera del parlamento con considerable simpatía, e impresionaban no solo "por su evidente piedad, sino sobre todo por su razonabilidad".1 No se trata de una expresión casual. En la Suiza contemporánea hay todo un movimiento teológico conocido como "ortodoxia razonable" (vernünftige Orthodoxie) (al respecto, véase Schmidt 1967 105-109), de posiciones menos radicales que el socinianismo, pero sí de un esfuerzo por minimizar las diferencias entre las diversas confesiones protestantes, resaltando el acuerdo en torno a doctrinas fundamentales. Si volvemos a Inglaterra, los indicios en dirección a Locke se vuelven más fuertes aún: Henry Hammond publicó en 1650 una obra con el título Of the Reasonableness of Christianity, que bien puede ser caracterizada por permanecer dentro de los límites de la Iglesia de Inglaterra, incorporando la concepción sociniana de Cristo como maestro moral (2010 127-128). Charles Wolseley, un estrecho amigo de Dryden, apunta, con su título de 1672 The Reasonableness of Scripture-Belief (1672), también de modo claro a Locke. Tanto más nos acercamos a él, en la medida en que se vuelve claro cómo el término predomina en autores que reclaman un vago centro doctrinal, ya que abomina del ateísmo y del calvinismo separatista como fenómenos no razonables.2 La influencia de grupos como los socinianos sobre Locke está hoy fuera de duda. Se suele además comprender la relevancia de ese hecho para el estudio de las obras teológicas de este autor. Pero no se lo suele poner en relación con la idea de razón pública, en cuya genealogía, como hemos visto, se asigna, a lo sumo, un lugar a Locke por algunos pasajes de los Two Treatises (cf. Chambers). Pero la "razonabilidad" está expresamente presente, como hemos visto, en el título mismo de la principal obra de Locke sobre la religión, título que le ha permitido granjearse la fama de un cristiano moderadamente ortodoxo –tesis bien representada por Waldron (2002) y Forster (2005)–. Lo que aquí me interesa no es afirmar ni desmentir tal lectura de su obra (si bien adhiero a una interpretación de Locke como sustantivamente alejado de la ortodoxia protestante), sino notar cómo esa moderación se relaciona con el ideal de razonabilidad del liberalismo contemporáneo. No hay en Locke una distinción expresa entre razonabilidad y racionalidad, como la encontramos en Rawls, pero sí una distinción latente, que salta a la vista por la desilusión que uno se llevará si se aproxima a The Reasonableness buscando encontrar en dicha obra una defensa de la racionalidad del cristianismo –como lamentablemente ha sido traducido el título a nuestra lengua, Locke (1977)–. En efecto, esta obra lockeana no constituye una suerte de defensa racional del cristianismo; no es una obra filosófica, sino una obra exegética, cuya finalidad es mostrar que el cristianismo es razonable en el sentido de no contener una propuesta desproporcionada. Así lo señala Locke en las primeras páginas, al presentar el cristianismo como una vía media entre "los dos extremos a los que tienden los hombres en este punto, ya sea remeciendo los cimientos mismos de la religión, o volviendo el cristianismo casi nada" (1999 5). Hay buenos indicios de que los dos extremos a los que aquí está aludiendo son el calvinismo y el deísmo, aunque evidentemente resulta más claro lo que separa a Locke del primero que lo que lo separa del segundo. Pero, en cualquier caso, se trata de un esfuerzo por presentarse como un camino intermedio entre el minimalismo doctrinal, en sus versiones estrictamente deístas, y las posiciones maximalistas, en otras partes descritas por Locke como "sistemas" (Correspondence v, carta 1901) o como "símbolos, sistemas y confesiones" (1968 154). Es una "vía media", pero una fuertemente cargada al polo minimalista. La pregunta que guía toda su investigación es la interrogación por el mínimo que era exigido en tiempos neotestamentarios para poder ser contado como cristiano. La conclusión a la que llega Locke, al cabo de una extensa exégesis, es que es una sola la creencia exigida para tales efectos: la confesión de que Jesús es el Mesías (1999 23).

Son varios los puntos que interesa notar al abordar este proyecto lockeano de cristianismo razonable. El primero es que, como ya hemos visto, se trata no solo de un proyecto lockeano, sino de uno ampliamente extendido en el período. He mencionado el caso de los socinianos y de cierta "ortodoxia ilustrada" o razonable; pero con facilidad puede incorporarse en la misma narrativa a una serie de corrientes religiosas influenciadas por el erasmismo y, entre los pensadores políticos, a Hobbes y Spinoza. En el caso de Hobbes, la referencia ineludible es el capítulo 43 del Leviatán, donde es defendida la misma tesis del posterior escrito lockeano: que "Jesús es el Cristo" es ahí descrito como el unum necessarium (402). Tal reducción del número de doctrinas fundamentales lleva, según Spinoza, a la feliz conclusión de que "ya no habrá lugar para controversias en la iglesia" (XIV, 24). Esta concepción del cristianismo no parece encontrarse de modo casual en estos autores, sino precisamente por su convergencia con los proyectos políticos que desembocan en nuestra noción contemporánea de razón pública. El minimalismo doctrinal que Locke defiende en La razonabilidad del cristianismo se encuentra, por ejemplo, presente como tema de apertura y cierre de su anterior Carta sobre la tolerancia. Esta inicia con una larga defensa del carácter primordialmente práctico del cristianismo, y cierra, de un modo tanto más claro, con un apéndice sobre la noción de herejía, en el que se busca establecer que esta consiste no en la sustracción de credenda, sino siempre en la adición de estos. El hecho de que la Epístola busque tolerancia para una variedad considerable de fenómenos no es incompatible con el hecho, igualmente visible para el lector atento, de que con el mismo ímpetu aspire a la consolidación de una nueva ortodoxia, una mínima o razonable.

Como puede verse, el minimalismo doctrinal desempeña en el temprano pensamiento político moderno un papel regulador en medio del conflicto, similar al que hoy ejercen los proyectos de ética mínima. La noción de razonabilidad se encuentra ahí tan poco definida como en su uso contemporáneo, pero su persistencia como algo distinto de la racionalidad permite confirmar la coherencia de la tradición liberal en este punto. También en el carácter menos o más restrictivo de los diversos modelos de razón pública, los antecedentes del siglo XVII merecen cierta atención. De modo similar al variado espectro de propuestas contemporáneas, hay en el siglo XVII diferencias respecto del número de "doctrinas fundamentales" en torno a las que sería viable un consenso: Locke y Hobbes proponen una doctrina, Cherbury cinco, Spinoza siete, Guillaume Postel sesenta y siete, y así sucesivamente. La tradición consensual del liberalismo encuentra en esos esfuerzos su primera gran manifestación. Entonces como ahora, la disyuntiva fundamental para quienes están fuera de la tradición liberal es la de, o bien buscar qué visión de la razón pública es la más generosa (piénsese, por ejemplo, en el entusiasmo de muchos creyentes ante la "ampliación" que la razón pública experimenta a lo largo de la evolución intelectual de Habermas o Rawls), o bien cuestionar derechamente la noción misma de razón pública. En el siglo XVII esa misma alternativa se daba, por ejemplo, para los calvinistas ortodoxos. Entre ellos, Richard Baxter puede ser descrito como un excelente ejemplo del primer camino; John Owen –el otrora decano de Locke– del segundo. Baxter fue el gran popularizador del adagio que pide libertad en lo indiferente, unidad en lo necesario, caridad en todo. Owen, en contraste, escéptico respecto de tal tipo de proyecto, le deseó "buena suerte con esas matemáticas" (Baxter III 69), en irónica referencia a los variados números de doctrinas necesarias en torno a los que el consenso se cree viable (para un más extenso contraste entre ambos, véase Cooper 2011).

La justificación para tal escepticismo por parte de Owen puede comprenderse dirigiendo una vez más la mirada a Locke. Junto a Hobbes, este autor es quien presenta el más decidido proyecto, con una sola doctrina considerada como necesaria. ¿Pero es esa reducción suficiente para lograr los objetivos de este modelo de aproximación a la relación entre religión y política? Locke parece comprender que no, que incluso con una sola doctrina es necesario seguir realizando precisiones que nos blinden del conflicto. Eso queda particularmente claro en la primera defensa que Locke tuvo que escribir de su Reasonableness. Ahí, en efecto, nombra como principal virtud de su único dogma el que resulte "tan clara y ciertamente comprendido", que no requiere de interpretación ("mens Explications", 2002 223-224). La pretensión de haber dado con un artículo no controversial y que no requiera de interpretación resulta sin duda increíble; dado el artículo en cuestión, basta con pensar en las diversas expectativas del judaísmo del siglo primero respecto de la naturaleza del Mesías, para comprender que se sigue dentro de la problemática situación que se pretendía evitar, y que seguramente es inevitable. Este constituye un punto privilegiado para ver cuán presente se encuentra ya aquí la distinción entre racionalidad y razonabilidad, aunque no sea explicitada: la razonabilidad del único artículo de fe necesario salta a la vista, según Locke, precisamente por no estar sometido a las exigencias racionales de los restantes artículos.

Otro modo de iluminar el mismo punto es afirmar su consistencia con el esfuerzo por separar la fe de la especulación filosófica; un esfuerzo común a estos autores, aunque indudablemente más sofisticado en Spinoza. Que de algún modo estén unidas implica, después de todo, algo así como un colapso de la razonabilidad ante la racionalidad, haciendo que se pierda la simpleza originaria del mensaje religioso. Pero esa simpleza originaria importa aquí precisamente porque, en cuanto tal, no genera conflictos ni divisiones. Podríamos, pues, decir que en el siglo XVII se encuentran ya presentes los dos argumentos usualmente esgrimidos hoy para restringir la presencia de argumentos de origen religioso en la esfera pública: la preocupación por el conflicto y la preocupación por la inteligibilidad de las tesis esgrimidas. Pero cabe notar que en estos autores no parece fácil separar tan nítidamente estas dos preocupaciones. Lo que ocurre, más bien, es que si una tesis no es fácilmente comprensible –y es objeto fácil de asentimiento–, su comprensión y adopción generará conflicto. El argumento de la inteligibilidad, podríamos decir, es secundario respecto del de la conflictividad. Es para evitar conflictos que debemos dar lugar solo a tesis razonables. Con todo, no hay por qué leer dicha posición como una que implique subordinación de la religión a la paz política. Puede ser igualmente plausible que lo que aquí está presente sea, de manera precisa, una sensibilidad religiosa específica; aquella sensibilidad erasmista según la cual nada hay tan impío como el conflicto, y ninguna religión tan falsa como aquella que lo suscite. Si esto es así, la noción contemporánea de razón pública y el concomitante concepto de razonabilidad pueden, al menos en parte, y tal vez en una medida bastante sustantiva, ser vistos como expresión de una religiosidad específica. Como tales, difícilmente pueden constituir un adecuado criterio regulador para la entrada de otras voces en la deliberación pública.

IV. Conclusiones

Comencé este artículo haciendo notar el carácter restrictivo que tiene la noción de razón pública. Cabe notar que esto, por sí solo, no constituye una objeción: que la razón se vea sometida a cierta práctica ascética, que tenga que volver constantemente a mostrar la legitimidad de sus pretensiones, constituye una sana disciplina. Tal disciplina la necesita también la razón de los creyentes: tal vez no más que el resto de los ciudadanos, pero ciertamente tampoco menos. Con todo, cabe preguntarse si las restricciones puntuales que suelen acompañar a la idea de razón pública son suficientemente justificadas. He intentado cuestionar eso, sobre todo a partir de una consideración del ideal de razonabilidad que se encuentra presente tanto en la más temprana tradición liberal como en sus más importantes versiones contemporáneas. Ante dicha noción de razonabilidad caben distintas reacciones. Cabe, por ejemplo, darle a esta noción una acogida positiva, en cuanto parece contrarrestar el uso puramente instrumental de la razón: si por racionalidad se entiende una razón primordial o exclusivamente calculadora, parece adecuado reconocer en la razón otro lado que bien puede ser designado como razonabilidad. A eso, sin embargo, cabría responder indicando que el ideal liberal de razonabilidad está tan subdeterminado –el liberalismo contemporáneo pone el límite en lo "razonable" cuando ya no sabe qué más decir–, que no logra desempeñar dicho papel correctivo (para una variante de dicha crítica, véase Wolterstorff 1997 98). Pero aquí no he adherido ni a la valoración positiva que pretende ver en la razonabilidad un equilibrio a la razón instrumental, ni a la crítica que reprocha la subdeterminación del concepto. He sugerido, por el contrario, que el problema se halla, más bien, en cómo dicho concepto se encuentra efectivamente determinado; cuestión que resulta visible no en estrictas definiciones, sino en un consistente uso a lo largo de la tradición liberal.

En concreto, he buscado destacar el vínculo estrecho entre la razón pública, como razonabilidad, con cierta concepción de la religión, específicamente con la piadosa creencia en que la verdadera religión no puede contar, entre sus consecuencias, con el conflicto. Una mirada atenta a las reacciones del siglo XVII ante la controversia religiosa puede, en efecto, seguir iluminando las categorías de la discusión contemporánea. En particular, he buscado mostrar que si bien la distinción expresa entre racionalidad y razonabilidad es reciente, esta hunde sus raíces en los comienzos mismos de la tradición liberal, e incluso, antes que en Locke, en movimientos como el socinianismo. Si se toma debida conciencia de ese hecho, se puede ver que el requisito de razonabilidad no solo no es idéntico a la búsqueda de mayor comprensión recíproca entre los ciudadanos, sino que incluso puede pasar por dejar completamente de lado dicha aspiración. El minimalismo de los proyectos "razonables" los vuelve en apariencia más digeribles, aceptables; pero no los vuelve más comprensibles. La afirmación de que "Jesús es el Mesías" ciertamente puede ser objeto de aceptación más sencilla que una dogmática plenamente desarrollada; pero bien cabe preguntarse si, en ausencia del resto del edificio doctrinal, "Jesús es el Mesías" sigue teniendo algún significado coherente que pueda ser rechazado o al que se pueda asentir. Encontrar, empero, sentido a tal objeción presupone que racionalidad y razonabilidad sean concebidas en mayor relación recíproca que la que caracteriza a su historia, de Locke a Rawls.

Dado este ímpetu religioso tras el ideal de razonabilidad, y dada su bifurcación respecto de la racionalidad, cabe dudar que le competa fijar los términos de la deliberación pública. Tal conclusión no echa por tierra todo el ideal de la razón pública, ni menos aún las importantes preguntas que llevaron a que alguna vez fuera formulado. Después de todo, pace Heráclito, en el mundo moderno no es problema de durmientes sino de los despiertos el no ver ya algo en común. Bien podría decirse, sin embargo, que el diagnóstico precedente puede contribuir a asignar renovada importancia al hecho de que Kant prefiriera hablar de "uso público de la razón" antes que de "razón pública". Quitada su sustantivación, así como el requisito de razonabilidad, bien puede que el uso público de la razón vuelva a constituirse en un ideal capaz de dar voz igual y libre a los libres e iguales.


Notas

1 Esta declaración de un parlamentario inglés es citada por Cooper (2011 139). Para la caracterización del socinianismo y su papel en las controversias filosóficas del periodo, véase Mortimer (2010) y Lim (2012). Para su influencia sobre Locke, véase Marshall (1994 384-451).
2 Como denuncia del ateísmo puede verse en los siguientes títulos: Richard Baxter, The Unreasonableness of Infidelity (1655); Richard Bentley, The Folly and Unreasonableness of Atheism (1693). Incluso más frecuente es como denuncia de las iglesias independientes: Benjamin Hoadly, The Reasonableness of Conformity to the Church of England (1703); John Norris, A Discourse Concerning the Pretended Religious as Sembling in Private Conventicles: Where in the Unlawfulness and Unreasonableness of It is Fully Evinced by Several Arguments (1685); Edward Stillingfleet, The Unreasonableness of Separation (1681).


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