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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.65 no.161 Bogotá May/Aug. 2016

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n161.57406 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n161.57406

Mi filosofía
Su desarrollo, su tema central y su naturaleza general

Peter Frederick Strawson

Nota del traductor

El presente texto retoma la conferencia que P. F. Strawson presentó en junio de 1988 en la Universidad de Neuchâtel. La traducción que Serge Friedli y Daniel Schulthess prepararon en vista de la conferencia fue revisada por el autor.

Originalmente publicado en: Revue de Théologie et de Philosophie, Vol. 120, 1988, pp. 437-452.

Alejandro Pérez
Institut Jean-Nicod - París - Francia alejotou@gmail.com


Se me ha invitado hoy a dar una exposición personal de "mi filosofía". Pero aunque sea filósofo, no soy, por así decirlo, ni Descartes ni Kant. En otras palabras, no tengo una doctrina junta y completa, ni ningún sistema unificado para proponer. Solamente he abordado varias cuestiones en diferentes momentos. Entonces, ¿qué debo hacer? Bien, hay tres cosas al menos que puedo realizar, y quizá, poco a poco a medida que avance, podría considerar más. En primer lugar, la serie de cuestiones que me he planteado no es un conjunto arbitrario; se puede encontrar en su desarrollo un hilo conductor inteligible; se puede ver, por así decirlo, cómo una cosa conduce a otra. Así, un objetivo que yo podría fijar es el de trazar el hilo conductor de este desarrollo, y es la primera cosa que trataré de emprender.

En segundo lugar, debo reconocer que un conjunto o grupo particular y muy fundamental de las cuestiones o problemas estrechamente ligados ha sido central, sino en su totalidad, sí dentro de la mayor parte de mi trabajo. Así, el segundo objetivo que trataré de realizar es decir cuál es este interés central y explicar lo que pienso. Por el momento, solo lo mencionaré y dejaré su descripción para más tarde. Lo que tengo, entonces, en mente es el interés por una operación fundamental de la palabra o del pensamiento, y por los objetos de esta operación: pienso en la operación de referencia y de predicación o, si lo prefieren, en las categorías gramaticales de sujeto y de predicado. En estos términos, me parece que hablo de una cuestión de filosofía del lenguaje, y este es el caso, aunque también sea una cuestión de ontología o de metafísica, ya que son numerosos aquellos que han pensado y dicho que lo que estamos forzados, en un último análisis, a tomar como objetos de nuestras referencias o como sujetos de nuestras predicaciones es, precisamente, lo que últimamente tenemos por existente. Así, la lógica y la gramática engendran la ontología. Y esta preocupación que es mía –a propósito de la referencia, la predicación y sus objetos–, de hecho ha atravesado muchos de mis escritos, desde el artículo "Sobre la referencia" (1950) a muchos textos ulteriores. Igualmente ha dominado más de un libro (entre los que se destacan Individuos y Sujeto y predicado en lógica y en gramática). Y debido a que mis puntos de vista sobre estos temas han evolucionado con el tiempo, la segunda cosa que trataré de formular tiene relación con la primera. Será claro, a medida que avanzo, que se entrecortarán mutualmente.

Finalmente, pasemos a la tercera cosa que trataré de emprender, relacionada con el tercer aspecto unificador de mi obra. Consiste en la concepción general que tengo de la naturaleza de la filosofía, tal como trato de practicarla. Desde luego, no es la sola concepción posible o existente de la filosofía, pero es aquella que, a mis ojos, aporta más promesas de resultados a la vez esclarecedores y verdaderos, y quizá, por esta misma razón, no ofrece ninguna esperanza de resultados admirables, altamente sistemáticos y simplificadores. Así, la tercera cosa que trataré de emprender hoy será explicar mi concepción general de la naturaleza de la filosofía.

I

Así es nuestro programa, y su primer punto es ofrecer una reconstrucción racional de la historia de "mi desarrollo filosófico" (para retomar una expresión de Russell, que la utiliza como título de una de sus últimas obras). Y bien, las cuestiones que al comienzo de mi carrera retuvieron más mi atención fueron los asuntos de la filosofía de la lógica y de la filosofía del lenguaje. Por ejemplo, yo traté, en primer lugar, de resolver ciertos problemas que parecen estar ligados a la naturaleza de la necesidad lógica o, más específicamente, a que una proposición siga necesariamente otra proposición o se derive de ella. Dicho de paso, esta tentativa fue un fracaso. Cometí un error francamente evidente, y nunca volví a publicar el artículo (que apareció originalmente en Mind en 1948). Después, atraído por la noción de referencia, fui conducido a criticar la célebre teoría de las descripciones de Russell. A Russell le interesaban las descripciones singulares definidas, es decir, las expresiones de la forma "el tal y cual", el singular gramatical, y daba una solución a ciertos problemas que planteaban las frases de este tipo, transcribiendo lo que creía ser su forma o carácter lógico real, dentro de lo que es hoy admitido como la notación de la lógica formal moderna. La solución era simple y elegante. Pero me parecía en ese entonces (1950) –y me parece todavía– que la teoría representaba erróneamente el verdadero carácter y la función de estas expresiones, tales como las utilizamos y comprendemos efectivamente, y lo hacía descuidando aspectos pragmáticos, contextuales y comunicativos de sus usos. La cuestión fue y es todavía controversial.

Este punto merece ser mencionado en el presente contexto, debido a su conexión evidente con mi proyecto siguiente, mi primera obra, Introducción a la teoría lógica (1952). En efecto, en aquella obra, no contento con presentar como en otros textos una introducción a la lógica formal moderna, me dediqué a combatir lo que veía como una ilusión; a saber, que la lógica formal, tan clara y potente como sea, constituye un instrumento suficiente para revelar de manera clara todos los rasgos estructurales más generales del lenguaje que utilizamos. La lógica formal es, más bien, un tipo de abstracción idealizada, revelando desde luego, con una impecable claridad, ciertos rasgos estructurales ciertamente fundamentales del discurso y, por lo tanto, del pensamiento, toda vez que se hace abstracción de otros u omitiéndolos. También, toda tentativa de presentarla como una herramienta plenamente adecuada para el análisis del funcionamiento del lenguaje en general conduce necesariamente a una representación errónea. Este interés me ha acompañado desde entonces, de manera intermitente, particularmente dentro de mi crítica reciente (largamente inédita) a la semántica formal popularizada por Donald Davidson. Pero el objetivo inmediato de la obra de 1952 era simplemente proporcionar una luz a la vez sobre la naturaleza de la lógica formal moderna y sobre ciertos aspectos del funcionamiento del lenguaje en general. Cada aspecto se esclarece por la consideración del otro.

El hilo conductor del desarrollo que conduce de aquí a mi obra siguiente, el más conocido, Individuos (1959), es de nuevo más evidente. Todo interés por la lógica y el lenguaje debe incluir un interés por esta operación básica a la que ya he hecho alusión, la operación de referencia y de predicación, o su combinación. Nada puede ser más fundamental dentro del habla o del pensamiento que la operación de seleccionar una entidad individual (refiriéndose con un nombre o quizá con una descripción) y decir pensar algo al respecto (predicar algo). Ya he señalado la conexión entre esta operación y la ontología, la teoría de lo que existe fundamentalmente. Es entonces natural preguntarse cuáles son los objetos de referencia, o los sujetos de predicación básica, o los más primitivos o fundamentales. En Individuos, defendí la tesis de que son –y esto necesariamente– los individuos espacio-temporales de tipo más o menos substancial o relativamente persistentes, es decir, personas, animales y objetos materiales inanimados. Lo que decimos de manera característica con respecto a tales individuos espacio-temporales, lo que predicamos, es que poseen clases generales, etc. O, en términos filosóficos familiares, predicamos universales de particulares tomados como sujetos. Pero, ¿se puede explicar esta asociación básica de la distinción lógica o gramatical entre sujeto y predicado con la diferencia ontológica entre particular y universal? Y esa es la segunda cosa principal que traté de hacer en esta obra: yo daba una teoría destinada a explicar esta asociación básica, pero hice mucho más. La teoría que explicaba por qué la asociación era fundamental también declaraba por qué no debía ser exclusiva –como no lo es dentro de nuestra práctica lingüística ordinaria–. Los universales (las cosas generales o abstractas) pueden servir y sirven de objetos de referencia, de sujetos de predicación, igual que las cosas particulares o espacio-temporales, cuando los particulares no pueden nunca realizar el papel de predicado. Por consiguiente, si admitimos la conexión entre ser un objeto de referencia y ser una entidad, algo que existe –si admitimos la conexión entre la lógica y la ontología–, alargamos el campo de los existentes, de las entidades, incluyendo las entidades abstractas o intencionales, tales como cualidades, propiedades, clases, tipos, números, conjuntos, relaciones, etc. Y dentro de un número importante de escritos ulteriores defendí esta extensión –contra una oposición fuerte–. Volveré a esta pregunta más tarde dentro de mi conferencia, cuando llegue al segundo objetivo que me he fijado, y diré más sobre lo que lo he llamado mi preocupación con respecto a la referencia y la predicación.

Pero volvamos ahora a la búsqueda del hilo conductor de mi desarrollo. Mi obra siguiente, Los límites del sentido (1966), consistía en un estudio crítico de la Crítica de la razón pura de Kant. De nuevo, era un resultado más bien natural de su predecesor, Individuos, ya que en este último estudio me encontraba, con frecuencia, en situación de investigar las condiciones que vuelven posibles ciertos tipos de conocimientos y de experiencias que hacemos, o ciertos tipos de distinciones que de hecho retenemos. Por ejemplo, cada uno puede distinguir y distingue, por una parte, entre él mismo y su estado de consciencia y, por otra, lo que no es él mismo, un estado de su consciencia; o aún más, cada uno puede atribuir y atribuye los estados de consciencia a él mismo y a otros. Preguntar cuáles son las condiciones de posibilidad para dichas cosas es hacer una interrogación que recuerda la investigación de Kant sobre las condiciones de posibilidad de la experiencia en general. Como se sabe, él relacionaba la satisfacción de dichas condiciones con fuentes subjetivas: encontraba dentro de la sensibilidad específicamente humana la fuente de las formas espaciales y temporales de la percepción sensible (o "intuición sensible", Anschauung), y situaba en nuestro entendimiento humano la fuente de los conceptos a priori de un objeto en general (las "categorías", por ejemplo de la substancia y de la causalidad). También declaraba que la experiencia y el conocimiento humanos tienen una estructura necesaria definida por estas formas y estos conceptos, pero sostenía también que los objetos de esta experiencia (incluidos nosotros mismos en cuanto que nosotros nos conocemos) no son sino las apariencias de las cosas tal como son en ellas mismas (o como somos en nosotros mismos). Con respecto a las cosas tal como son en ellas mismas, no podemos conocer nada. De ahí el nombre de "idealismo trascendental" que le dio a su filosofía. La tarea que me asigné en Los límites del sentido era la de desatar lo que creía ser substancialmente verdadero dentro de la Crítica (un libro que consideraba, y que considero todavía, como la obra particular más eminente de la filosofía occidental moderna), y liberarlo del idealismo metafísico que, tal como lo comprendía al menos, me parecía falso o incluso, sobre la fe de las mejores ideas de Kant mismo, de una inteligibilidad o de una coherencia dudosa. Pero la interpretación de la Crítica de la razón pura no es un tema fácil, y puede que lo haya hecho mal. Las cosas serán quizá más claras si digo que daba al libro Individuos el subtítulo: "Ensayo de metafísica descriptiva". Por "metafísica descriptiva" entiendo una tentativa de revelar y dilucidar los trazos más generales de la estructura conceptual por medio de la cual pensamos a propósito del mundo y de nosotros mismos. Oponía la "metafísica descriptiva" a una metafísica "revisionista", que tiende a corregir esta estructura de manera verdaderamente radical, a revisar nuestra imagen del mundo, no simplemente a la manera como las ciencias naturales la revisan cuando aportan nuevos e importantes descubrimientos empíricos, sino sosteniendo que nuestra imagen ordinaria del mundo es enteramente tramposa, que la realidad es por completo diferente de la manera como la concebimos normalmente. Se podría decir que lo que intentaba hacer, en el caso de Kant, era subrayar y, con reservas, defender la fuerte orientación de la metafísica descriptiva que contiene su obra, mientras se rechaza la doctrina revisionista de las cosas tal como son en ellas mismas, de la realidad en sí enteramente exterior a nuestra experiencia o a nuestro conocimiento.

Esta obra sobre Kant fue seguida por un buen número de artículos sobre diferentes temas, entre los cuales se encuentran los problemas de la filosofía del lenguaje y de la filosofía de la lógica que predominaba de nuevo. Esta serie culmina con otro libro, Sujeto y predicado en lógica y en gramática (1974), que, por un lado, figuraba un nuevo giro, pero que, por otro, podría considerarse como una continuación que proseguía aún más todos los intereses que he mencionado hasta aquí. Era un nuevo giro en la medida que, en esta segunda parte, se dirigía de manera explícita a la gramática. Pero manifestaba una continuidad de dos maneras importantes. En primer lugar, partía del caso fundamental de la predicación singular definida, discutida en Individuos –algo fundamental tanto en lógica como en el discurso o el pensamiento en general– y, sobre esta base, buscaba dar una presentación que explicara las nociones gramaticales del sujeto y del predicado en general. En segundo lugar, recurría implícitamente a la idea kantiana de que existen ciertas categorías del pensamiento humano y ciertas formas de la experiencia humana que son fundamentales –el interés de este recurso consiste en el hecho de que podríamos razonablemente encontrar dentro de todo lenguaje humano algunos tipos generales de elementos semánticos y ciertos tipos generales de combinaciones semánticamente significantes de elementos–. Si es así, entonces la gramática o la sintaxis de todo lenguaje de este tipo debe poseer la una o la otra manera de realizar o de representar formalmente estos tipos de combinaciones semánticamente significantes; esta sería la condición esencial de la gramática de un lenguaje. De manera clara, los medios o los mecanismos formales por los cuales esta condición general es cumplida pueden variar y varían, en efecto, enormemente de un lenguaje a otro. Es la razón por la cual las gramáticas difieren entre sí profundamente, según los diferentes lenguajes. Si podemos comprender los arreglos sintácticos y formales particulares de un lenguaje singular, que son, precisamente, unas maneras específicas de satisfacer las condiciones semánticamente fundadas de este lenguaje (condiciones que podrían ser, en general, similares para todos los lenguajes humanos), habría razonablemente expuesto, parcialmente, los fundamentos explicativos de la gramática. La idea, en general, era entonces que para dar una explicación verdadera de la gramática era necesario establecer lazos claros y transparentes entre los rasgos sintácticos y formales del otro.

Desde luego, eso no era sino un programa que, es preciso decirlo, no realicé para ningún idioma en particular; para ilustrarlo parcialmente, primero imaginé diferentes enriquecimientos semánticos y lógicos de un lenguaje-tipo básico, muy simple, que contiene solamente referencias singulares definidas y predicaciones, y después consideré diferentes maneras por medio de las cuales cada etapa del enriquecimiento de las condiciones gramaticales esenciales podían ser satisfechas formalmente. Quizá no sea sorprendente que, entre todos mis libros, este último haya sido el menos popular y haya llamado menos la atención –aunque no sea, por supuesto, aquel que me haya costado menos esfuerzo–, ya que el libro es denso y complicado, y no posee sino un contenido filosófico poco evidente. De todos modos, le tengo un cariño especial (así como uno puede sentirse de cara a un niño desahuciado).

Esto nos lleva a 1974 y de paso al interrogante: ¿qué ha pasado en los últimos doce años? Y bien, se puede encontrar una serie habitual de artículos sobre las cuestiones de filosofía del lenguaje, de epistemología y de metafísica. Pero en 1985 apareció lo que fue casi mi última obra, llamada Escepticismo y naturalismo: algunas posiciones. En esta última hay de nuevo una conexión evidente con Individuos, ya que en Escepticismo y naturalismo mi interés se centraba de nuevo en la descripción o en el recuerdo de algunos rasgos centrales de nuestra manera ordinaria de pensar y de hablar, rasgos que se podría decir que hacen parte de nuestra metafísica natural. Pero lo hice esta vez con el objetivo particular de confrontar ciertos aspectos de nuestro pensamiento ordinario con algo que podría parecer como retos para su aceptación como válidos o justificados. Los retos en cuestión son de dos tipos radicalmente distintos. Uno proviene del escepticismo filosófico tradicional, que busca poner en duda la pertinencia de nuestras razones de creer en cosas tan fundamentales como la existencia de un mundo físico externo, e incluso cuestiona nuestras razones de creer en cualquier cosa, salvo en el contenido inmediatamente presente de la consciencia individual. El otro tipo de reto es totalmente diferente. Podríamos llamarlo el reto del cientificismo reductor. Es cientificista, en el sentido de que toma como asegurada la realidad del objeto de la ciencia física, es decir, grosso modo, el movimiento de la materia o de los cuerpos dentro del espacio y el tiempo, y es reductor, en la medida que sugiere que todas las otras cosas, a las cuales estaríamos normalmente dispuestos a atribuirles algún tipo de realidad independiente, son solamente subjetivas –un asunto de sensaciones o de sentimientos únicamente subjetivos– o efectivamente reducibles a lo físico, o los dos a la vez. Así, por ejemplo, es ilusorio suponer, según esta perspectiva, que los atributos morales caracterizan realmente y objetivamente las acciones o las características humanas, o que las cualidades sensibles segundas, tal como se comprenden ordinariamente, caracterizan en realidad las cosas físicas, o que las nociones intencionales, como las de propiedad o cualidad, de proposición y de necesidad analítica, se aplican realmente a cualquier cosa. Y en cuanto a los contenidos de consciencia mismos –ya sean eventos o estados mentales–, deben ser identificados, en última instancia, dentro de las versiones extremas de esta perspectiva, con los eventos o estados físicos del organismo.

Ahora bien, estos tipos de reto –el del escepticismo tradicional y el del cientificismo reductor– son de manera manifiesta muy diferentes el uno del otro y, correlativamente, las respuestas que les daba son diferentes. En el caso de la duda escéptica tradicional, sostengo que los argumentos de la cuestión son vanos tanto de un lado como del otro, puesto que estamos inevitable y naturalmente apegados a las creencias; por ejemplo, a la existencia de un mundo físico –que el escepticismo presenta como desprovisto de justificaciones adecuadas (esta respuesta no es desde luego nueva: se puede encontrarla a la vez en Hume y en Wittgenstein)–. En el caso del cientificismo reductor, adopté una posición un poco diferente. Distinguía dos perspectivas o dos puntos de vista. Uno es el punto de vista humano, natural o común, en el cual estamos dispuestos a aceptar –como lo muestran suficientemente nuestras costumbres ordinarias de pensamiento o de habla– todo lo que es puesto en duda por el otro punto de vista, la perspectiva reductora. El otro es el punto de vista reductor o cientificista mismo. La diferencia con relación a mi manera de tratar la duda escéptica tradicional (por ejemplo, con respecto a la existencia del mundo físico) consiste en lo siguiente: mientras que la duda escéptica es puramente teórica y no representa una posición que nos sea prácticamente posible sostener, es totalmente diferente desde el punto de vista cientificista o reductor. Nos es posible sostener o adoptar este punto de vista, al menos temporalmente y en ciertos objetivos particulares, y lograr ver el fenómeno en cuestión dentro de esta perspectiva. Incluso en ciertos objetivos, a la vez teóricos y prácticos, puede ser algunas veces deseable o incluso necesario proceder así. De ese modo, en un sentido, el conflicto entre las dos perspectivas es resuelto reconociendo a cada posición la validez de su propio punto de vista. Pero sin duda esta apariencia de armonía o de reconciliación es, en otro sentido, tramposa, ya que el punto de vista reductor es uno estrictamente limitado que no adoptamos y no podemos adoptar en la práctica de manera coherente y permanente. Así, poco importa si una concesión le es hecha –se le reconoce sus derechos exclusivos, por decirlo así, sobre un cierto territorio del pensamiento humano–, el reto que parece elevar frente al punto de vista humano es rechazado de manera decisiva. Nuestra metafísica natural es mantenida, y es en este punto donde se encuentra la conexión con la metafísica descriptiva de Individuos.

Después de Escepticismo y naturalismo, publiqué otro libro, en francés, bajo el título de Análisis y metafísica. Fundado esencialmente en los cursos de introducción dados en Oxford estos últimos diecinueve años, su interés dentro del presente contexto viene de su conexión con la tercera y última cuestión que he prometido emprender en la conferencia de hoy; a saber, la descripción de la concepción general de la naturaleza de la filosofía tal como traté de practicarla. Esta es la razón por la cual vuelvo a posponer para más tarde su evocación. Ante todo, debo intentar llevar a cabo la segunda tarea que me he propuesto.

II

La segunda tarea era la de describir y explicar una preocupación que ha sido central dentro de una gran parte de mi obra –que ha sido, si ustedes lo quieren, su leitmotiv–. La he descrito cuando me referí al interés por una cierta operación fundamental del habla y del pensamiento, y por los objetos de esta operación. La operación en cuestión es la de identificar alguna entidad individual, y caracterizarla o describirla de un cierto modo general; o, en otros términos, la operación de la referencia singular definida como acompañada de predicación. Esta es la combinación básica que reconoce nuestra lógica corriente. Parece que debe reflejar algún rasgo fundamental de nuestro pensamiento a propósito del mundo. Así, nuestra primera cuestión podría formularse de la manera siguiente: ¿qué subyace y explica, en la realidad o en nuestro pensamiento con respecto a la realidad, la distinción formal entre los dos tipos de términos que entran dentro de esta combinación básica? Esta es la cuestión que traté de resolver de diferentes maneras en distintas obras: especialmente en la segunda parte de Individuos, en un artículo llamado "Términos singulares y predicación", retomado en los Estudios de la lógica y de la lingüística, y en el primer capítulo de Sujeto y predicado en lógica y en gramática. He dicho que traté de responder de diferentes maneras. Sin embargo, estas no entraban en conflicto, sino que eran más bien complementarias, ya que contenían la siguiente tesis central (a título explícito o implícito): lo que en el fondo apoya o subyace en la distinción formal de los términos dentro de la combinación fundamental es la distinción ontológica o metafísica entre, por un lado, los particulares espacio-temporales y, por otro, los conceptos generales o los universales. Son individuos espacio temporales particulares que juegan el papel de los objetos básicos de la referencia identificadora o de sujetos básicos de proposiciones del tipo "sujeto singular-predicado", y son conceptos generales o universales que son predicados, que son significados por términos de predicado en dichas proposiciones. Esta tesis es defendida en detalle, de manera diferente pero complementaria, en las obras que acabo de mencionar. No voy a tratar de resumir ahora estos argumentos más bien complicados, pero me parece que tienen todavía un valor explicativo decisivo. Ahora bien, sus conclusiones, es decir, lo que explican, no es nada nuevo. Hay una asociación tradicional en filosofía occidental entre la distinción lógica del sujeto y del predicado y la diferencia ontológica del particular y del universal. Son argumentos explicativos, más que conclusiones que se revelan relativamente nuevas.

Hay una orientación, dentro de la tradición a la que acabo de hacer referencia, según la cual la noción de "particular" debería ser remplazada por el concepto de "substancia", que designaría los sujetos fundamentales de la predicación o del pensamiento en general. Ahora bien, dentro de la larga historia de la filosofía occidental, la noción de "substancia" ha sido interpretada según una variedad de maneras desconcertantes. Sin embargo, es Aristóteles (figura clave de esta tradición) quien ha identificado las substancias primeras como una subclase de particulares espacio-temporales; a saber, los individuos substanciales, espacio-temporales y relativamente persistentes que ejemplifican algún principio de organización distintivo, como el hombre o el caballo individuales (cf. las Categorías). Y dentro de la primera parte de Individuos, como lo he dicho precedentemente, he avanzado a una conclusión similar, sustentando que los objetos materiales y las personas, relativamente persistentes, son los particulares de base desde el punto de vista de la identificación y de la referencia.

Pero no es el fin de la historia. Hasta el presente hemos llegado a dos tesis: en primer lugar, que la distinción entre particulares y universales provee el fundamento ontológico de la distinción lógica entre la referencia y la predicación o entre el sujeto y el predicado; en segundo lugar, que los particulares substanciales relativamente persistentes son, desde el punto de vista de la identificación y por lo tanto de la referencia, los particulares básicos. Pero es evidente que, dentro del hilo conductor de un discurso o de un pensamiento elaborado, nos referimos frecuentemente no solo a los particulares espacio-temporales, sino que también a los universales y, de manera general, a los objetos abstractos tomados como sujetos de predicación. Como es el caso cuando decimos, por ejemplo, que "el coraje es una parte necesaria de la virtud auténtica" o que "7 es un número primo". Todo pasa como si, una vez dotado del fundamento ontológico firme que ofrece el particular espacio-temporal, la noción de objeto de referencia pudiera, por así decirlo, adquirir alas y elevarse dentro de las esferas más etéreas de lo abstracto, de manera que el general o el universal, el concepto o la idea, no están más confinados dentro de su papel predicativo básico, pero pueden figurar ellos mismos como objeto, es decir como sujeto de predicados que le son propios. Tal es la apariencia y, como yo lo sostengo, tal es la realidad. Dentro de esta apariencia, no hay nada a mis ojos de falso o de metafísicamente contestable.

Pero esta perspectiva no es de ninguna manera universalmente aceptada. Es más bien expuesta a objeciones provenientes de diferentes direcciones. La forma más común de objeción es la siguiente: es simplemente una ilusión, suscitada por el lenguaje, por nuestras costumbres de lenguaje vagas y cómodas de suponer que hay cosas tales como los universales o las propiedades u objetos abstractos en general. Todo lo que existe realmente debe encontrarse dentro de la naturaleza, en el espacio y el tiempo. Una tesis que se resume en la célebre fórmula de Locke: "Todas las cosas que existen son solamente particulares". Ahora bien, algunas veces es cómodo hablar como si las ideas generales o abstractas reenviaran a las cosas reales, y encontramos ciertamente indispensable utilizar los términos generales para clasificar las cosas naturales según sus semejanzas. Pero es un error pensar en estos principios de clasificación de las cosas reales como si fueran ellos mismos cosas reales. Así, dentro del interés por la claridad metafísica u ontológica, deberíamos estar listos para interpretar toda referencia aparente a similares seudobjetos como una simple comodidad del lenguaje –y, de hecho, podemos a menudo eliminar dichas referencias aparentes por una frase, colocando nuestro principio general de clasificación en su lugar propio como predicado y no como sujeto–. De modo que en lugar de decir "el coraje es una parte necesaria de una virtud auténtica", podamos decir "ningún hombre no es auténticamente virtuoso si no es valiente". Aquí la referencia aparente a la cosa valentía ha desaparecido.

Este reto general es a menudo reforzado por un argumento más específico, resumido en la célebre fórmula de Quine: "Sin identidad no hay entidad". En otros términos, toda cosa que existe realmente, y que entonces llena las condiciones para ser un auténtico objeto de referencia, debe ser en principio identificable como la cosa que es. Ahora bien, he ahí una tesis que parece perfectamente aceptable, y lo es si se interpreta de manera suficientemente generosa. Pero ciertos filósofos, particularmente Quine, la interpretan de una manera tan estrecha que excluyen práctica o completamente todos los universales o las entidades abstractas. La entienden de tal manera que requiere que, para todo candidato aparente o toda entidad que pretenda tener el estatus de objeto real, debe existir algún principio general o criterio de identidad válido para todas las cosas del tipo general al cual pertenece la entidad pretendida. Esta exigencia es por supuesto satisfecha por todos los tipos variados de particulares espacio-temporales a los cuales somos familiares: hombres, caballos, barcos, planetas, montañas, tormentas, etc. En cambio, no es manifiestamente satisfecha por los diferentes tipos de propiedades o cualidades generales que distinguimos: por ejemplo, las cualidades intelectuales, las cualidades de carácter, los estilos de arquitectura, etc. Sin embargo, este mismo contraste muestra hasta qué punto esta manera de interpretar la exigencia de identificabilidad es errónea, ya que, en el caso de las cualidades o propiedades, no tenemos ninguna necesidad de un principio de identidad general común a todas las cualidades del tipo al cual pertenece la cualidad en cuestión. No tenemos tal necesidad, ya que el sentido mismo de la palabra que significa la cualidad lleva su propio principio individual de identidad para ella. Podemos, por ejemplo, identificar la generosidad, cuando la encontramos, sin tener necesidad de un criterio general de identidad para las cualidades de carácter. De hecho, se puede defender la tesis según la cual la posibilidad de identificar individualmente los universales (por ejemplo, el universal hombre o el universal batalla) es una condición previa e incluso la misma cosa que la posesión de un criterio general de identidad para los hombres o las batallas.

Así, el reto fundado en la interpretación errónea de la exigencia de identificabilidad se desvanece. He indicado que la interpretación en cuestión no excluía absolutamente todos los universales o entidades abstractas. Más particularmente, no excluye las clases (o conjuntos) o los números; podemos, por ejemplo, dar un criterio general de identidad para las clases de la manera siguiente: la clase x es idéntica a la clase y, si y solamente si todas los miembros de x son miembros de y e inversamente. Quine está particularmente satisfecho con este resultado, ya que las entidades matemáticas, tales como los números, son esenciales al desarrollo de las ciencias naturales. De este modo, incluso esta aceptación limitada de entidades testifica de hecho –bajo una forma modificada– este nominalismo ideológico, cuya intención he identificado anteriormente, que consiste en restringir el domino de la realidad al mundo natural dentro del espacio y el tiempo; mientras que la tolerancia más larga, de la cual me hice aquí el defensor, tiene en cuenta más generosamente la existencia de objetos que son únicamente objetos de pensamiento que no se dan ellos mismos dentro de la naturaleza aunque sus ejemplificaciones se encuentren dentro de ella.1

Se podría decir aún más –y lo he dicho en otros lados– sobre el tema general de mis preocupaciones centrales con respecto a la referencia y la predicación, el sujeto y el predicado, la identidad y la existencia. Pero pienso que ya es bastante por hoy para cumplir con la segunda tarea que me he propuesto.

III

Pasemos entonces ahora a mi tercer objetivo: exponer la concepción general que tengo de la naturaleza de la filosofía, tal como trato de practicarla. Un día, mientras iba a dar un curso público sobre cierto tema filosófico, un filósofo americano dentro de la audiencia me sugirió la idea de introducir mi curso con una presentación de los métodos que empleo en filosofía. Tuve cierta dificultad a acceder a esta petición, ya que no estaba consciente de emplear un método particular y codificable. De hecho, desearía ir más lejos y decir que estoy consciente de no emplear algún método o enfoque particular y codificable. No obstante, voy a regresar a esta cuestión del método un poco más tarde, pero únicamente a fin de rechazar ciertas recomendaciones metodológicas que han sido hechas o adoptadas y que, para algunas de entre ellas, parecen incluso sugeridas por la exposición que me preparo a dar –una exposición de objetivos filosóficos–.

¿Cuáles son en general mis objetivos filosóficos? ¿Qué hay de mi propia concepción, sobre la práctica de mi filosofía? Naturalmente, el pensamiento humano en general –entiendo por esto el pensamiento ordinario, no filosófico, con respecto al mundo y nosotros mismos– es un asunto fuertemente complicado e incluye un campo indefinidamente grande de ideas o de conceptos. Pero en ese campo indefinidamente grande es posible distinguir un cierto número de conceptos, o de tipos de conceptos, que son fundamentales, generales, omnipresentes, y que constituyen juntos el cuadro estructural en cuyo interior todo pensamiento elaborado tiene lugar. Para nombrar algunos al azar, tengo en mente ideas como las de espacio, tiempo, objeto, evento, alma y cuerpo, conocimiento, verdad, significación, existencia, identidad, acción, intención, causalidad y explicación. El objetivo de la filosofía, a mis ojos, es clarificar o dilucidar el rasgo de dichos conceptos y sus conexiones mutuas. Desearía particularmente insistir en la noción de conexión mutua, ya que las ideas de ese tipo, y desde luego un buen número de otras, forman una estructura que se señala con conexiones mutuas; esta es una estructura en la cual, como yo lo digo, construimos nuestros sistemas elaborados de creencias, nuestras imágenes o teorías de lo que son las cosas.

Tengo esta descripción del objetivo de la filosofía como probablemente aceptable para muchos filósofos contemporáneos que trabajan en lo que se podría llamar la tradición analítica. Quizás parecerá menos aceptable para aquellos que se inspiran en ciertos modelos de Europa continental y que podrían querer algo más edificante. Pero aceptable o no, es, en efecto, una descripción muy general, más bien vaga, y se podría pensar que sin utilidad práctica. No parece hacer ninguna alusión a la manera de llevar a cabo esta tarea de clarificar la naturaleza de las conexiones mutuas de los conceptos o rasgos estructurales básicos de nuestro pensamiento. Así, encontramos la cuestión del método.

Y por más que pueda ser vaga esta descripción del objetivo filosófico, no es difícil ver cómo la aceptación de este objetivo, combinado con ciertos postulados, podría conducir a ciertas conclusiones metodológicas. ¿Cómo podría promover la creencia de que hay una manera particularmente justa de considerar las cosas? Voy a mencionar una o dos creencias de este tipo. Por mi parte, no me inscribo en ellas y diré por qué. Pero vale la pena que estas creencias sean mencionadas, porque han influenciado la práctica.

En primer lugar, a título de ejemplo preliminar: si alguien desea ser claro a propósito de algo, se puede presumir que es porque no comprende dicha cosa, y eso sugiere un tipo de paradoja dentro de mi descripción del objetivo filosófico, ya que hay seguramente un sentido en el cual todos los adultos razonables comprenden perfectamente los conceptos de los que he hablado, sin ahondar en la cabeza a propósito de la filosofía. Sus pensamientos y sus discursos ordinarios muestran una competencia perfectamente adaptada al manejo de conceptos como los de conocimiento, verdad, identidad, acción, etc. En efecto, se pueden equivocar: pueden, por ejemplo, declarar, siendo totalmente sinceros, que un enunciado, digamos, a propósito del clima es verdadero, cuando en realidad es falso; pero esto no es un error a propósito de la naturaleza de la verdad, es más bien un error a propósito del clima. Así que, seamos filósofos o no, tenemos lo que podríamos nombrar como un manejo práctico del equipamiento conceptual en cuestión. Sabemos cómo utilizarlo y, en cierta medida, lo comprendemos. Ahora bien, la paradoja aparente desaparece cuando reconocemos que hay un abismo entre cómo hacer alguna cosa y ser capaz de decir cómo esta cosa se hace. El manejo de la práctica no conlleva una comprensión clara y explícita de la teoría de la práctica y de los principios que gobiernan su aplicación. El objetivo filosófico es entonces el de destacar estos principios, de desnudar la teoría de la práctica.

Y es en este punto donde la primera receta metodológica que desearía mencionar se sugiere por sí misma. Si tenemos que destacar los principios de una práctica, es esta práctica la que debemos estudiar, bajo la forma dentro de la cual se ofrece más directamente a nosotros. La forma bajo la cual el manejo práctico de conceptos se presenta él mismo netamente es el uso, en el habla y en la escritura, de las expresiones lingüísticas de las que disponemos para esos conceptos. Se podría concluir que es en el uso ordinario –en el uso no filosófico de las palabras–, es decir, dentro del uso que expresa los conceptos problemáticos, que podremos encontrar indicaciones para sus comprensiones filosóficas. Este es el origen de lo que se llama habitualmente "la filosofía del lenguaje ordinario", que es por supuesto un método filosófico –si realmente ha habido alguno–, un método muy fructuoso a su hora y a su manera, particularmente para disipar el no sentido y reducir las pretensiones huecas. Este está especialmente ligado al nombre de J. L. Austin, quien lo elevó al rango de arte, y todo eso con un espíritu admirable.

Sin embargo, aunque no piense que su utilidad se haya agotado o lo será algún día, esta metodología sufre –estoy convencido– de serios límites. Para expresarme de manera rápida: toma muchas cosas por seguras. Las conexiones estructurales que el filósofo desearía descubrir se encuentran a menudo en un nivel más profundo que aquel al que este método puede llegar o exponer. Y no pienso que se puedan detectar muchos trazos de este método en mi obra –aunque de pronto se encuentren algunos–.

La llave para la siguiente receta metodológica que desearía evocar está contenida dentro de la palabra "análisis" y, de hecho, la "filosofía analítica" es una expresión que sería aceptable como descripción de su propia actividad para muchos de los filósofos de la tradición a la cual pertenezco. Pero consideremos algunas implicaciones de la palabra "análisis". Una implicación por lo menos familiar que posee esta palabra –quizá la implicación más familiar– es la de la resolución de algo complejo en sus elementos y la descripción de las maneras que los elementos se combinan en el complejo. Lo que cuenta como elemento dependerá del tipo de análisis en cuestión. Un análisis químico se limita a sus elementos químicos. Un análisis físico va más lejos. Los elementos del análisis conducen hacia los elementos últimos o simples del punto de vista del tipo de análisis en cuestión. Ahora bien, parece ser que los conceptos que suscitan un interés filosófico, como los que ya he mencionado, son nociones de cierta complejidad, y así puede parecer que la llave de su comprensión está en la vía del análisis. Si tomamos literalmente esas implicaciones de la palabra "análisis", podríamos concluir que nuestra tarea es la de descubrir un conjunto de ideas que serían completamente simples y libres de toda complejidad conceptual, y mostrar cómo todos nuestros conceptos estructuralmente importantes se podrían reconstituir por medio del montaje o por construcción, a partir de estos elementos simples (a partir de átomos del análisis, por decirlo así). Este programa, bajo la forma extrema, ha sido raramente tomado en serio dentro de la historia de la filosofía. Pero se puede decir que Hume y algunos de sus sucesores dentro de la tradición empirista británica se acercaron bastante, cuando adoptaron como átomos del análisis los elementos efímeros de la experiencia (que Hume llamó impresiones simples) y sus supuestas copias dentro de la imaginación y la memoria, las cuales llamó ideas simples.

Este programa, bajo su forma extrema, está muerto o al menos moribundo. Pero uno de sus parientes, una versión más moderada, permanece bastante vivo. La noción de reducción de conceptos complejos y problemáticos a la simplicidad absoluta pudo haber sido abandonada. Pero la noción de un análisis reductivo en general –es decir la noción según la cual ciertos conceptos problemáticos pueden ser reducidos a otros conceptos que son aceptados como más claros, o enteramente explicitados en tales términos– está todavía presente y floreciente. Hay algunos resultados interesantes que pueden algunas veces ser logrados, así como pueden establecerse conexiones interesantes mediante la persecución de este ideal u objetivo reductor. Pero en lo que concierne al ideal o al objetivo mismo soy extremadamente escéptico. Los conceptos filosóficos importantes o interesantes tienden a quedarse obstinadamente irreductibles, en el sentido de que no pueden ser definidos sin más o sin circularidad con la ayuda de otros conceptos. Esta es la razón por la cual desearía sustituir la concepción o el modelo reductor del análisis por otra concepción u otro modelo. El modelo de una red o sistema elaborado por conceptos conectados, de manera que la función de cada uno de ellos no pueda ser bien comprendida, dentro de nuestro sentido filosófico de la palabra "comprender", sino captando sus conexiones con los demás y su lugar dentro del sistema. El objetivo filosófico, según este nuevo modelo, sería el de trazar y establecer las conexiones dentro del sistema, sin esperanza o espera de ser capaz de desmantelar o reducir las nociones que examinamos a otras nociones más simples. La palabra "análisis" estará entonces en su lugar, puesto que todo informe sistemático de un contexto problemático puede propiamente ser nombrado análisis; pero será abandonada una concepción demasiado específica o demasiado estrecha del análisis.

Existe todavía una concepción de la filosofía dotada también de implicaciones metodológicas, a la cual haré referencia y con respecto a la cual, de nuevo, mi impresión es profundamente escéptica. Quizá hay muchas personas que tienen la impresión de que las ciencias naturales y formales –por un lado, la física, la química y la neurofisiología, y, por otro, las matemáticas y la lógica– proporcionan ejemplos esclarecedores de lo que es la investigación intelectual dentro de lo que mejor que existe, e incluso se puede indubitablemente tener la simpatía por este sentimiento. Pero es posible que algunos filósofos, dentro de las concepciones de sus propios temas, prefieran seguir la influencia excesiva de dicha impresión. Podrían entonces tender al cientificismo en filosofía –para utilizar de nuevo una palabra horrible que ya he usado–. Una forma extrema de esta tendencia consistiría en adoptar el principio de que un término podría ser empleado dentro de la tarea de aclaración filosófica, o al menos que un término tan solo podría ocupar un lugar crucial, solamente si ya ha poseído un lugar acreditado dentro de las ciencias experimentales o formales –o al menos pertenece a la misma especie que los términos científicos acreditados–. Después de todo, uno de los filósofos vivos más distinguido e influyente es reconocido por haber dicho (o escrito): "La filosofía (o lo que entiendo por 'filosofía') está en continuidad con la ciencia".

Ahora bien, no pienso que la filosofía (o lo que entiendo por "filosofía") sea realmente una extensión de la ciencia, ni la extensión de la historia o de la antropología social, o un campo de belles lettres. La filosofía tiene su propio modo de investigación sobre la manera en que nuestras ideas más generales se relacionan entre ellas mismas. La tendencia a levantar estas cuestiones características es inherente al espacio humano, y no conozco ningún procedimiento o ninguna receta para lograr respuestas, si no es pensando lo más intensamente que se pueda en esas ideas y cuestiones.

Es con estas reflexiones metodológicas un poco negativas que concluyo el tercer punto que he dicho que quería tratar. Pero se puede pensar que subsiste al menos una cuestión –quizá más–: ¿reconozco influencias particulares en mi trabajo? Y bien, la filosofía, no más que en otra rama de la actividad intelectual, no puede desprenderse enteramente de su pasado histórico. Así, todo filósofo occidental que trabaje en nuestros días será consciente de las conclusiones de algunos de sus predecesores mucho más grandes en la tradición, y será influenciado por dichas conclusiones –por ejemplo, los trabajos de Aristóteles, de Hume o de Kant–, sin importar los desacuerdos con sus propias doctrinas. Y él aprenderá en sus escuelas, así sea diferenciándose o estando de acuerdo con ellos –como he aprendido, de una manera o de otra, junto a cada uno de los tres filósofos mencionados–. ¿Qué hay de los filósofos de nuestro propio siglo? Para comenzar, me he vuelto hacia los dos filósofos que se puede razonablemente considerar como los padres fundadores de la filosofía analítica de nuestra época, es decir, Russell y Moore. Hacia ambos con vista a los problemas que han planteado: hacia Moore en vista de lo que se podría nombrar su virtud filosófica. Un poco más tarde fui expuesto, como todos mis contemporáneos, a las brillantes luminarias que iluminaban la escena de Oxford en los años cincuenta, Ryle, Austin y Grice, y pienso que debo más al último de los tres, con el que he colaborado durante un seminario dentro de la primera década de los cincuenta. Debo finalmente mencionar a Wittgenstein, no porque piense que hubiera sacado directamente de él alguna doctrina u óptica particular –lejos de eso–, sino porque considero que debe haber aquí un tipo de influencia general, no específica, en la medida en que siento algunas veces como si mi propio trabajo estuviera, en cierta manera, casi en el espíritu de Wittgenstein, incluso si por supuesto no lo está. Pero decir eso es algo muy imprudente, y estoy seguro de que sucesores cercanos de Wittgenstein pensarían que se trata, en el mejor de los casos, de una ilusión con la que me halago yo mismo. Eso podría ser posible. Pero permítanme concluir diciendo que considero el nombre de Wittgenstein como el único digno, entre los nombres del siglo XX que he mencionado, de figurar entre los tres grandes predecesores a los cuales he hecho alusión anteriormente.


Notas

1 Estas tesis son desarrolladas de manera más importante dentro de varios de mis artículos. Véase particularmente Strawson (1976 193-219; 1979 3-10; 1974).


Bibliografía

Strawson, P. F. "Universals." Midwest Studies in Philosophy 4.1 (1979): 3-10. http://dx.doi.org/10.1111/j.1475-4975.1979.tb00369.x.         [ Links ]

Strawson, P. F. "Entity and Identity." Contemporary British Philosophy: Personal Statements. Fourth Series. Ed. Hywel David Lewis. London: Allen and Unwin, 1976. 193-219.         [ Links ]

Strawson, P. F. Subject and Predicate in Logic and Grammar. London: Methuen, 1974.         [ Links ]

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