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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.65 no.162 Bogotá Sep./Dec. 2016

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n162.48165 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n162.48165

El cine, ¿puede hacernos peores?
Stanley Cavell y el perfeccionismo moral

Can Cinema Make Us Worse?
Stanley Cavell and Moral Perfectionism

Francisco Javier Ruiz Moscardó*
Universitat de València - Valencia - España

* ruizmos2@uv.es

Cómo citar este artículo:
MLA: Ruiz Moscardó, F. J. "El cine, ¿puede hacernos peores? Stanley Cavell y el perfeccionismo moral." Ideas y Valores 65.162 (2016): 51-70.
APA: Ruiz Moscardó, F. J. (2016). El cine, ¿puede hacernos peores? Stanley Cavell y el perfeccionismo moral. Ideas y Valores, 65(162), 51-70.
Chicago: Francisco Javier Ruiz Moscardó. "El cine, ¿puede hacernos peores? Stanley Cavell y el perfeccionismo moral." Ideas y Valores 65, n°. 162 (2016): 51-70.

Artículo recibido: 10 de enero del 2015; aceptado: 28 de enero del 2016.


Resumen

El filósofo norteamericano S. Cavell ha estudiado los vínculos entre el cine clásico hollywoodense y el perfeccionismo moral emersoniano. Se ofrece una exposición tanto de los presupuestos que este pensador asume en su análisis del fenómeno cinematográfico como del perfeccionismo moral que reivindica, encuadrándolos en el contexto teórico que les da sentido y sugiriendo algunas vías de crítica.

Palabras clave: R. W. Emerson, S. Cavell, cine, perfeccionismo moral.


Abstract

The north American Philosopher S. Cavell has studied the connections between classical cinema from Hollywood and Emersonian moral perfectionism. This article presents both the presuppositions assumed by Cavell throughout his analysis of the cinematographic phenomenon and the moral perfectionism he vindicates, providing a theoretical context which gives them sense and suggests some ways of critical discussion.

Keywords: R. W. Emerson, S. Cavell, cinema, moral perfectionism.


Introducción. Instrucciones para perfeccionistas

La perfección, diremos de momento, exige un ideal. No es posible perfeccionarse en abstracto. La forja del carácter se realiza, cuando se intenta, en la búsqueda de la excelencia; y esta última, las más de las veces, viene mediada por un credo (político, religioso o, más ampliamente, filosófico-cultural). Por eso, decir que podemos perfeccionarnos quiere significar, en el fondo, que estamos capacitados para modelar nuestro carácter con vistas a parecernos un poco más a la imagen del bien en la que creemos, confiamos y nos queremos reconocer. Desde Aristóteles sabemos que el camino para conseguirlo consiste en ejercitar una serie de virtudes; si perseveramos, nos cuenta el Estagirita, alcanzaremos lo que estábamos predestinados a buscar: la ansiada y humana felicidad. Así, los consejos del manual de ética más célebre de la historia se arrastran, mutatis mutandis, hasta nuestros días. La versión que presentaremos aquí vincula tales consejos con el cine clásico hollywoodiense, y específicamente con la comedia de enredo matrimonial (remarriage comedy).

Sobre todo esto, pues, habla el ambicioso estudio de Stanley Cavell acerca del vínculo entre cine y perfeccionismo moral, titulado, precisamente, La búsqueda de la felicidad (y complementado, a su vez, por los artículos compilados en El cine, ¿puede hacernos mejores?). El presente trabajo aspira a ser una modesta exposición tanto de los presupuestos que asume en su análisis del fenómeno cinematográfico como del perfeccionismo moral que reivindica, encuadrándolos en el contexto intelectual que les da sentido y sugiriendo algunas vías de crítica.

Pero, de momento, continuemos en el ámbito general del perfeccionismo. Al campo semántico de términos como excelencia, carácter, virtud, perfección y bien hay que añadir otro fundamental: educación. Pues si también sabemos, Aristóteles mediante, que la virtud no se puede enseñar, sospechamos que se puede –y se debe– aprender. La virtud se adquiere mediante hábitos que cristalizan en el carácter. Seamos prudentes y deliberemos: no se puede transmitir como si fuera un teorema, pero se puede ejercitar y aprender como una praxis. Y un aprendizaje tal puede basarse en una educación, a saber: la que propone modelos de conducta que constituyen ejemplos. En el caso que nos ocupa, los enredos matrimoniales pueden constituirse en ejemplos de, ya en palabras de Cavell, "la democratización del perfeccionismo, reconocer aquello de lo que somos capaces en las confrontaciones cotidianas" (2008d 106); la apuesta de nuestro autor resulta, a la postre, conscientemente rupturista: no estamos en principio ante el perfeccionismo elitista al que hemos apuntado –y que el profesor estadounidense remonta a Platón–, sino ante uno, de raíces emersonianas, que "no está representado como un trayecto continuo hacia lo alto y hacia un cumplimiento preconcebido"(Cavell 2008e 214). Una transmutación del yo, en definitiva, sin ideales determinados, pero con virtudes precisas. Contra Cavell, el carácter profundamente idealista de tal tipo de perfeccionismo es lo que intentaremos apuntalar en algunos fragmentos de lo que sigue.

Aunque, antes del zoom que pretendemos, abramos un poco el foco y mostremos la panorámica que puede contextualizar las tesis de Cavell. En lo que concierne a los derroteros éticos de nuestro autor, las siguientes palabras de Soane Pinilla, Mougán Rivero y Lago Bornstein pueden ayudar a recorrer los primeros pasos y situar su horizonte moral:

Para definir la manera en que los seres humanos podemos desarrollar una vida mejor, más humana, ya no podemos pararnos a definir una perfección que, por lejana, termina por ahogar lo que de posible hay en la vida real. Esta es justamente una de las reivindicaciones centrales que Cavell realiza en defensa del perfeccionismo. Cavell encuentra una versión americana del perfeccionismo en el pensamiento de Emerson, un punto de vista que entiende que la perfección se encuentra en lo ordinario y que contrasta con el perfeccionismo teleológico. (2009 45)

Por otro lado, la imbricación cavelliana entre este perfeccionismo y el arte del cinematógrafo precisa de algunas consideraciones previas. Y es que el debate en torno al (beneficioso para unos, perjudicial para otros) poder de influencia del cine, en lo que respecta a modulación político-moral, se remonta, como mínimo, al momento en el que se tomó conciencia del carácter industrial del cine y su orientación masiva. Desde esta perspectiva, que siguiendo la clasificación de Francesco Casetti podemos llamar sociológica, el análisis ha oscilado grosso modo entre dos polos: el que insiste en que el cine es testigo de una época y una cultura (parafraseando a Hegel, quien piensa que el cine es su tiempo en imágenes) y el que, junto a esta concepción del cine como documento, índice y fuente, añade que influye en la orientación y la conducta de los espectadores. Este segundo matiz se desdobla, a su vez, en dos tendencias: la que valora positivamente este fenómeno y la que lo considera, por lo general, mera ideología. Más adelante volveremos sobre esto, pero baste de momento con señalar el presupuesto que comparten todas estas visiones: el cine en general, y ciertas películas en particular, enseñan (bien sea reflejándolos o bien fomentándolos) una serie de valores. El cine educa. Y el público, a veces sin darse cuenta, aprende. Que aprendamos de las remarriage comedies y celebremos su existencia es, a la postre, el propósito de Stanley Cavell.

El cine y lo real: la propuesta auto-reflexiva de Cavell

Pocos conceptos hay más borrosos, problemáticos y ambiguos que el de realismo, máxime cuando se aplica a fenómenos artísticos. En nuestro caso, esta discusión se ha mantenido en términos tanto ontológicos –cuando se ha defendido, con André Bazin a la cabeza, que la esencia del cinematógrafo, dada su naturaleza fotográfica, consiste en el registro privilegiado e inmediato de la realidad que se encuentra frente a la cámara–, como en términos políticos –cuando el surgimiento del neorrealismo italiano y los llamados Nuevos Cines insistieron en romper las convenciones técnicas y narrativas del cine clásico americano– y también en términos estéticos –cuando, ya desde los Lumière y Méliès, se contraponían "lo real" y "lo imaginario" como dos ámbitos en pugna por definir el núcleo del cine–. El realismo en este campo resulta, en consecuencia, un término polisémico: puede referirse a una convención narrativa y técnica (que comprendería a su vez tanto el montaje como la puesta en escena), y también, aunque no solo, a un objetivo político (seleccionando y enfatizando condiciones sociales y relaciones de producción veladas por el cine comercial, que desde esta óptica es tildado de ideológico). Como explica el profesor Sánchez-Biosca en un intento de resumir la polisemia del término:

En la terminología neoformalista norteamericana [...], realismo define un modelo narrativo muy preciso, codificado e identificable, a saber: el cine clásico hollywoodiense [...]. Por otra parte, en la tradición europea que arranca de André Bazin [...], realismo es la palabra mágica que connota necesariamente modernidad [...], alude a ese momento [...] en el que las convenciones y estereotipos del cine hegemónico norteamericano empezaron a ponerse en tela de juicio. (1997 79-80)

En todo caso, en lo que coinciden todas estas visiones es en que, si el debate es posible, lo es porque el cine instituye un modo de representación. Todo filme representa no solo los hechos (personajes y situaciones) que proyecta en la pantalla, sino, junto a ellos, un determinado sistema de relaciones e impresiones. Y, así, de esa doble representación1 –que actúa a su vez en dos niveles descriptivos simultáneos pero discernibles– puede deducirse una valoración. Si no hay descripciones neutras que carezcan de valoraciones y fines, tampoco hay representaciones neutrales, distantes y desinteresadas de lo que se filma. Dibujemos, con este panorama cono telón de fondo, la ontología cavelliana sobre la relación del cine con la realidad, pues nos será útil para sostener ulteriormente sus afirmaciones morales.

La ontología del film de Cavell, justo es reconocerlo, recoge estas consideraciones y se desmarca del realismo ingenuo de Bazin.2 Así, su forma de distanciarse de un realismo poco sofisticado comienza con la afirmación de que, stricto sensu, el cine no "representa" (como hace la pintura) ni "describe" (como cierto tipo de novela) la realidad, sino que la "proyecta". El matiz terminológico es importante, puesto que problematiza el rol que juega la realidad frente a su (pretendida) filmación. Tal vez las siguientes líneas de Casetti puedan clarificar este énfasis en la noción de proyección: "La idea de que la representación es un espejo, un instrumento y una síntesis nace de concebirla como mera re-presentación: algo que en un momento no está (la realidad), vuelve bajo otra forma (la imagen)" (2010 233). Cavell intenta distanciarse de esta visión, de ascendencia baziniana, enfatizando la proyección y no la mera representación. Concluye Casetti, con unas líneas que bien podríamos aplicar a Cavell, que "la representación no es el encuentro de ausencia y presencia, sino la tensión abierta entre un sustituto y un sustituido, entre un resultado y un trabajo anterior" (234). Este punto de partida de la investigación, por cierto, amalgama dos perspectivas: la primera intenta ser un análisis wittgensteiniano, en la medida en que parte de cómo experimentamos y hablamos del cine antes que de preguntas esencialistas; la segunda es fenomenológica, puesto que le interesa cómo se nos presenta el fenómeno fílmico a la experiencia, para ir avanzando conclusiones.

Así, siguiendo esta línea argumental, si entendemos de forma canónica la representación como la presencia de una ausencia (una fotografía de una silla, por ejemplo, nos presenta un objeto que en realidad no está ahí), el análisis nos llevará a estudiar las conexiones entre la representación (la fotografía o el film) y lo representado (los objetos, personas y situaciones), pero si retrocedemos un paso con Cavell, esa proyección fílmico-fotográfica3 de la realidad no nos remite necesariamente a estudiar los vínculos entre los objetos y sus imágenes, sino, antes bien, impone un punto de vista holístico que hace inseparable nuestro aprendizaje acerca de cómo manejarnos con fotografías y films, de la realidad que estos proyectan. Dicho de otro modo: tomar conciencia de los "misteriosos" (el término es suyo) vínculos entre imagen y realidad nos dice algo sobre nosotros mismos antes que sobre los objetos fílmicos, e impone centrarse en el sujeto como metodología prioritaria para aclarar la "ontología de la imagen fotográfica", tal y como formuló el problema André Bazin en su artículo más citado. El "misterio" de qué sea una fotografía, en conclusión, impone la auto-reflexión personal y pospone la teoría.

Pero entonces ¿qué es aquello que una fotografía o un film presenta? Si no es la simple vista, visión o molde de un objeto, pero tampoco el objeto mismo: ¿qué presenciamos? La respuesta es tan obvia como compleja: presenciamos un objeto determinado, a saber, la propia fotografía o el propio film. Eso es lo único presente, aunque ese objeto no constituya un duplicado de la realidad (como puede serlo una grabación de un sonido, indiscernible del original si la calidad es lo suficientemente buena), sino más bien un sustituto producido. Pero, y esta es la clave, ese sustituto no es separable del original, del modelo, de su origen: son una y la misma cosa. Así de particular es la ontología fotográfica. Modelo e imagen son dos caras de la misma realidad proyectada. Cavell enfatiza esta particularidad y especificidad del film en numerosas ocasiones, de la que puede servir como muestra el siguiente fragmento: "siempre hay que volver a la realidad del misterio que constituyen esos objetos que llamamos 'films', que no se parecen a nada más sobre la tierra" (2008b 35).

El corolario que nos interesa es que Cavell intenta darle la vuelta a los análisis tradicionales sobre la ontología del film; lo que su estudio revela, antes que una ontología de la imagen en movimiento, es una del ser humano tomado en su faceta de espectador u observador. La experiencia cinematográfica –que es, al fin, lo que importa analizar tras virar hacia las condiciones de experiencia del observador– revela algo acerca del ser humano antes que sobre el film. Y eso que revela es algo así como el deseo humano de escapar de la cárcel de la subjetividad para alcanzar la realidad, extenderse hacia ella y dejarse afectar. Se trata de rastrear cómo la experiencia cinematográfica puede "devolvernos nuestro modo de ser", según su propia expresión. Para ello, subrayamos, ha sido necesario desembarazarse del realismo tradicional, pues de lo contrario seguiríamos estudiando cómo se vinculan cine y realidad, en vez de sujeto y cine (con la realidad, noción ya más diluida, afectándolos de un modo particular). La experiencia cinematográfica, en fin, invita al espectador a reflexionar sobre sí y, llegado el caso, a transformarse.

Y aquí queríamos llegar, pues la transformación resulta doble: en primer lugar, epistemológica, pues invita al sujeto de conocimiento a trastocar su actitud natural frente a la realidad, y a replantearse su modo de ser en el mundo y su relación con lo que le circunda;4 y, en segundo lugar, moral, dado que puede cambiar su orientación y respuesta frente a determinadas circunstancias con las que el cine lo enfrenta. El cine, como en Bazin, puede ser un medio de conocimiento de la realidad; pero lo es, sobre todo, de la realidad de un sujeto-espectador en continua e irremisible transformación, siempre en movimiento. Según sus propias palabras, una característica de estas transformaciones, transversal a los dos vértices que destacamos, es "la idea según la cual en cierto modo estamos condenados a proyectar, a habitar un mundo que excede esencialmente los datos de nuestros sentidos" (Cavell 2008c 71). Una de las lecciones del cine, en consecuencia, es que "ilustra una aceptación de la magnitud de esa toma de conciencia de los límites humanos" (ibd.). Lo que nos resta ver a continuación es si esta transformación, tratada en términos morales, puede ser la mejor o, como defendieran por ejemplo Adorno y Horkheimer, el cine simplemente envilece y mistifica.

Lo real y lo vital: ¡alabado sea el film!

A partir de lo dicho hasta ahora podemos tender ya un puente entre la paradójica ontología cavelliana y su posterior propuesta moral. La pregunta de Cavell, como hemos visto, difiere de la célebre "¿Qué es el cine?" de Bazin, rechazando la perspectiva esencialista que intenta caracterizar las propiedades definitorias y específicas de ese medio de expresión; la pregunta que a Cavell le interesa ha sido, en realidad, otra bien distinta: "¿qué es la experiencia cinematográfica y qué nos puede esclarecer sobre la condición humana?". Ha sido necesario reseñar algunas nociones de The World Viewed, porque así podemos concluir que el espectador que reflexiona sobre su experiencia cinematográfica se topa con la importante categoría de reconocimiento (acknowledgement). Un reconocimiento, como hemos avanzado, doble: de una peculiar apertura al mundo5 (versión ontológico-epistémica) y de un ámbito moral de la existencia que nos afecta sin remedio.

El profesor Antonio Lastra, en un artículo que suscribe la tesis perfeccionista de Cavell (2009), explica esta particular afectación que nos causa el cine de un modo menos críptico que su admirado filósofo. El cine, nos dice, hace que algo nos suceda; el gozo que acompaña a lo que, con Cavell, hemos llamado "experiencia cinematográfica" puede traducirse, en palabras del profesor Lastra, por alabanza. Así, la vinculación entre el cine y la ética se fortifica en el hecho de que alabamos (es decir: celebramos, disfrutamos, agradecemos, vanagloriamos) ciertos films. O, dicho de otro modo, los reconocemos como valiosos y ejemplares. Cuando Stanley Cavell dice que las remarriage comedies provocan "golpes en el alma", se refiere precisamente a esto: a la imposibilidad de no reconocer en esos films algo que nos interpele. Esos films nos golpean porque nos involucran, nos atrapan, hacen que algo nos ocurra. Y eso que nos ocurre, insistimos, es ante todo su celebración. Ahora bien: ¿cómo alabar –celebrar, agradecer, disfrutar, elogiar– algo que no consideramos bueno, que no remite aunque sea indirectamente a alguna idea del bien? De aquí la conexión entre alabanza y ética: experimentar positivamente un film quiere decir ahora que somos capaces de reconocer una cierta idea del bien en la obra susceptible de afectarnos bajo la forma del reconocimiento alabador.6 El mal lo vemos y experimentamos en la vida cotidiana que justamente el cine interrumpe; el bien nos es reconocible en ciertos buenos films que, en cuanto que los valoramos como tales, nos obligan a encararnos con ellos y, si hacemos bien los deberes, a transformarnos. La "idea del bien" que le interesará destacar a Cavell, estirando el razonamiento anterior, es la del perfeccionismo moral de raíces emersonianas, que él reconoce especialmente en el género de la comedia de enredos y define formalmente como sigue:

Esa concepción establecerá algún vínculo con el hecho de ser fieles a nosotros mismos o con el cuidado de sí; y, por tanto, con una insatisfacción, en ocasiones una desesperación ante el yo tal como es; por consiguiente, estará relacionada con un progreso en el cultivo de sí, y con la presencia de alguna clase de amigo cuyas palabras tendrán el poder de ayudar a guiar ese progreso. (2008d 96)

Ese amigo cuya voz merece ser oída pueden ser los films que Cavell reivindica; lo que añade específicamente el cine a esta problemática es que demuestra que ese perfeccionismo es democrático, al reconocerlo en cada ser humano. El cine democratiza el perfeccionismo y neutraliza el elitismo, en la medida en que concede a todos los espectadores –¡y precisamente en cuanto que espectadores autorreflexivos!– la capacidad de sentirse afectados. Por eso, si le hacemos caso, puede hacernos mejores a todos. Retengamos esta idea mientras hablamos del complemento necesario de esta sucinta idea del bien: la democracia.

La democracia de los nickelodeons

Que el cine difiere del resto de artes consolidadas en una orientación singularmente masiva, es algo que ya desde los albores del séptimo arte han asumido la totalidad de los teóricos que han estudiado nuestro fenómeno. Y ello, sobre todo, por dos factores característicos –incluso podríamos decir, sin problemas, que esenciales– del arte cinematográfico, a saber: por ser susceptible de ser reproducido técnicamente en multitud de copias idénticas (como bien avanzó Walter Benjamin en su opúsculo más célebre), y por sustentarse en una industria capaz de financiar, distribuir y rentabilizar sus obras (como bien insistieron sus detractores, con Adorno y Horkheimer a la cabeza).

A estas alturas, con el cine cumpliendo un siglo de historia, puede desconcertar la excesiva polarización que caracterizó este debate en la primera mitad del siglo pasado. Sorprenden tanto la ingenuidad y el desmedido optimismo de Benjamin (focalizados en la ruptura del "aura" del arte y su consecuente progreso epistémico y político), como el simplismo y esquematismo de la Dialéctica de la Ilustración, en la medida en que todo cine, dado que está determinado por la industria cultural, queda condenado como reaccionario y mitificador. Ninguno opone matices ni presenta líneas de fuga, ni abarca el fenómeno en su complejidad.7 En todo caso, sirva este breve esquema para destacar dos posiciones opuestas e irreconciliables que, de un modo u otro, siguen dominando el debate en torno al cine como máximo exponente de la industria cultural y de la "sociedad del espectáculo".

Con este background como referencia, la de Cavell es una propuesta que puede enmarcarse en el primer bloque (adoleciendo, según pensamos, de la misma ingenuidad), y que podemos caracterizar, tomándole prestada la expresión a Robert Stam, como "realismo democrático", basado en la "fe en el cine como expresión artística de una modernidad democratizadora" (100). Insistimos en ello, porque da la clave contextual de lo que está en juego, y que no es sino la batalla entre el elitismo (estético, político y moral) y la democratización. Si en Ilustración como engaño de masas, Adorno y Horkheimer asimilaban cine a capitalismo, y oponían un arte vanguardista capaz de fomentar la capacidad crítica del observador, Cavell –en la estela de pensadores como Benjamin, Kracauer y Auerbach, por ejemplo– insiste en aunar cine y democracia, también desde el doble prisma epistemológico y ético. Epistemológico, como hemos señalado, porque posibilita una nueva relación del sujeto con la obra artística, que permite, citando de nuevo a Stam, que "la atención crítica abandone el culto al objeto artístico y se centre en el diálogo entre la obra y el espectador" (100); y ético-política, a la postre, porque de esa repercusión epistemológica progresista cabría deducir –y aprender– una nueva actitud y otro tipo de valores.

Ya estamos en condiciones de afirmar que, si para Cavell el cine democratiza el perfeccionismo, lo hace por este su carácter masivo y anti-elitista. Sin aura, en definitiva, todos estamos capacitados para dialogar con la obra en las mismas condiciones (condiciones nuevas que requieren, como patentiza el propio Cavell, nuevos parámetros y estándares de análisis).

El cine nos hace mejores

A propósito de un "género"

El Hollywood que va de los años treinta hasta casi los cincuenta se regía, como es sabido, por una consolidada y efectiva política de géneros, en manifiesta oposición con la posterior política de autores. Destacaban la comedia (tanto la heredera del slapstick como la que culminaría en la screwball), el musical, el policíaco (al que no se llamaría noir hasta mediados de los cuarenta, cuando Nino Frank propuso el nuevo término), el de terror y el western. La noción de género involucra a su vez problemas estéticos, pues ni es fácil definirlos con nitidez, ni son piezas estancadas y sin fronteras. Suscribimos en este particular la descripción de Dudley Andrew en el certero resumen realizado por Rick Altman: "Los géneros ejercen una función concreta en la economía global del cine; una economía compuesta por una industria, una necesidad social de producción de mensajes, un gran número de seres humanos, una tecnología y un conjunto de prácticas significativas" (2000 34). Se puede decir, simplificando el asunto, que cada género instituyó los códigos narrativos que hacían identificable al film y habituaban al público a una cierta relación con ellos. Stanley Cavell propone un nuevo género, o si se prefiere una variación de uno de ellos, con vistas a satisfacer sus propósitos analíticos: la remarriage comedy. Su selección parte de un difuso criterio que oscila entre el gusto subjetivo ‒"nada podría dar cuenta de ese valor si no lo descubrimos en nuestra propia experiencia, en el ejercicio tenaz de nuestro gusto personal" (Cavell 2008b 36)– y lo objetivo (la centralidad de la noción de "rematrimonio" en las películas que elige), estableciendo un nuevo sistema de relaciones e influencias –que engloba desde la comedia shakesperiana hasta la ruptura de estos films con la comedia clásica hollywoodiense– que lo legitiman a acotar el terreno de esos films como medio de análisis. Aunque es justo matizar y advertir que Cavell postula otros caracteres objetivos, pues mantiene como requisito criteriológico que un rasgo encontrado en un film aparezca, a su vez, en los demás: "I am working with a notion of a genre that demands that a feature found in one of its members must be found in all" (Cavell 1984 146).

Sea como fuere, las notas abstrusas de esta atípica concepción del género pueden esclarecerse atendiendo al siguiente fragmento de David Pérez Chico:

Lo primero que hay que aclarar es que lo que Cavell entiende por "género" es un tanto peculiar, en la medida en que no existe una totalidad de características que deban cumplir a la perfección todas y cada una de las películas candidatas a ser incluidas en el género en cuestión. Las películas constituyen, más bien, un estudio de las "condiciones, procedimientos y temas y objetivos de composición" que todas heredan de una u otra manera. Cada uno de estos estudios o exámenes enriquece con sus aportaciones la caracterización del género. Género que Cavell caracterizará finalmente como la "comedia de lo cotidiano". (2009 226)

Ante estas consideraciones quisiéramos hacer unos matices. La elección de Cavell puede ser legítima, con la condición de que se explicite su mecanismo y su concepción de la categoría de "género": para él, un género es fundamentalmente un medio que orienta hacia un fin, de modo que el término pierde su (difuso) carácter descriptivo, para acercarse a la normatividad, en la medida en que para fines analíticos distintos habrá que reconocer nuevos géneros basados en diferentes trazados de intereses y relaciones.8 Este enfoque es el único capaz de vencer la circularidad de la propuesta cavelliana, cuyo proceso sería el siguiente: primero seleccionar una serie de films que son del agrado de uno, después establecer ciertas relaciones entre ellos y entre otras tradiciones, y finalmente proponer que forman parte de un mismo género cuyo criterio se ha especificado tras la selección (no se ha seleccionado en función de un criterio, sino que se ha propuesto un criterio tras la selección). Esto es legítimo, como decimos, solo explicitando que esa selección previa al criterio se ha hecho con vistas a satisfacer una serie de propósitos analíticos que evitan la arbitrariedad (en este caso, la defensa del perfeccionismo y su ratificación posterior). Pero téngase en cuenta, entonces, que debe mesurarse la ambición de la propuesta y decir, simplemente, que ciertos films exhiben, articulan y se comprometen con el perfeccionismo democrático que se ha aceptado previamente. El cine, entonces, no nos hace mejores ni peores; solo ciertos films (pre) seleccionados convenientemente podrían hacerlo.

Mejor imposible: la condición de la moral democrática

Articular una ética democrática (en su doble acepción: anti-elitista y acorde con la democracia liberal) ha sido un tópico que ha dominado gran parte de la filosofía política y moral del siglo XX. La aportación de Cavell al debate consiste en observar el perfeccionismo emersoniano9no como una propuesta moral más que pueda ofertarse en el libre mercado de actitudes vitales, sino como la condición sine qua non de una democracia genuina. El estilo democrático de vida se encarna en el perfeccionismo; si no lo aceptamos así, entonces corremos el riesgo de recaer en un estilo de vida elitista, jerárquico, anti-democrático e intolerante. El cual exige, a juicio de Cavell, lo que sigue:

[...] living as an example of human partiality, that is to say, of whatever Moral Perfectionism knows as the human individual, one who is not everything but is open to the further self, in oneself and in others, which means holding oneself in knowledge of the need for change; which means, being one who lives in promise, as a sign, or representative human, which in turn means expecting oneself to be, making oneself, intelligible as an inhabitant now also of a further realm [...], call this the realm of the human -and to show oneself prepared to recognize others as belonging there; as if we were all teachers or, say, philosophers. This is not a particular moral demand, but the condition of democratic morality (Cavell 1990 125, énfasis agregado)

Lo que enfatiza el moral perfectionism de Cavell respecto a otras versiones es una importante noción que ya hemos señalado como clave en el filosofar cavelliano: la de reconocimiento. Para evitar la reclusión del yo sobre sí mismo y conminarlo a un solitario monólogo, recurre nuestro autor, de nuevo, a un reconocimiento intersubjetivo en el que el elemento didáctico y educativo, con la dimensión lingüística que los caracteriza, cobra todo su esplendor. De nuevo vemos el porqué de recurrir a las remarriage comedies y sus "golpes en el alma": que el cine nos haga mejores (en el sentido meliorista del perfeccionismo emersoniano que estamos subrayando) quiere decir, ahora, que el cine nos educa en virtud de un reconocimiento estructural del pensamiento y obrar democráticos. La perfectibilidad de todo "yo", en definitiva, es el trasunto mismo de la democracia. Y nada mejor que la más masiva y democrática de las artes para confirmarlo. La educación sentimental que proporciona el cine –y ahora estamos en condiciones de entender la frase en todas sus implicaciones– consiste en "contribuir a la educación y a la inteligencia que una cultura [...] tiene de sí misma" (Cavell 2008a 15). El cine nos educa para una vida plena en democracia. Definitivamente, it's a wonderful life!

La ¿imagen? del bien

Una vez esclarecidos los presupuestos ontológicos y éticos capaces de ligar el cine a "una cierta imagen del bien", resta dotarla de contenido (la cual, recordamos, se ve implementada, clarificada y particularizada en los films seleccionados), y cotejar si puede considerarse un ideal a la antigua usanza, o si se trata de un mero procedimiento formal. Por cuestiones de espacio hemos de contentarnos con unos breves apuntes que, sin embargo, nos darán una idea bastante aproximada de las prospecciones cavellianas:

a) De lo que se trata, como punto de partida, es de mostrar que "algo de la metafísica se pone de manifiesto" (Cavell 2008b 26) con la elaboración del re-matrimonio, a saber: la disposición a "una nueva manera de habitar el tiempo" (ibd.). La exhortación a la novedad parte de la frustración vital que provee el material de estas comedias, y que expresa el "sentimiento de la vida como oportunidad fallida" (Cavell 2008b 42), simbolizado en los fracasos matrimoniales de sus protagonistas. Así, el cambio de actitud de los protagonistas –parangonable al cambio de actitud buscado en los espectadores– les permitirá encontrar "la felicidad al proponer que es posible escapar [...] [y] que existen condiciones en las que podemos descubrir una nueva oportunidad y tomarla" (ibd.). Esa visión de un "nuevo comienzo" la asocia Cavell específicamente a la tradición política democrática americana desde sus documentos fundacionales.

b) Esta tesis se sustenta en una concepción de la identidad personal –o, si se prefiere, de la condición humana– de más largo alcance, que, a juicio de Cavell, este tipo de cine reflejaría fielmente: "Ser humano es desear, y en particular desear una identidad más completa que aquella que hemos adquirido hasta el presente, y un deseo así puede proyectar todo un mundo contrario al mundo que hasta el presente hemos compartido" (2008c 82). Vemos ahora que el perfeccionismo cavelliano se asienta sobre una concepción antiesencialista del ser humano, de ascendencia tanto heideggeriana (el sujeto como posibilidad, como poder-ser) como emersoniana; sin aceptar al ser humano como algo siempre inconcluso (parafraseando a Emerson: sin concebir el yo como algo "no realizado pero realizable" (Cavell 2008a 15), resulta imposible aceptar el perfeccionismo como lo que, en el fondo, es: más un estilo de vida y una perspectiva ante la (propia) realidad que una doctrina ética al estilo tradicional.

c) Tenemos ya la matriz cultural de esa imagen del bien (la tradición política americana) y su presupuesto ontológico (una concepción ético-narrativa de la identidad personal). La consecuencia de estos dos puntos es una concepción del bien que, consecuentemente, "establecerá algún vínculo con el hecho de ser fieles a nosotros mismos y [...] una desesperación ante el yo tal como es" (Cavell 2008d 96). Pero, ¿es posible ser consecuente con esta descripción sin postular un ideal que sirva como télos? Cavell piensa que sí, y recurre a la figura emersoniana del "hombre verdadero" y a la máxima romántica "devenir lo que se es"; dos expresiones de las que él lima las asperezas esencialistas para referirse a un hombre en perpetuo movimiento y apertura de, desde y con la intersubjetividad y el lenguaje. El objetivo es entonces fomentar la conversación moral, definida como "la capacidad de respuesta y de exámenes de un alma por parte de otra" (Cavell 2008d 103). El ideal se ha trocado en procedimiento, formalizándose; ahora, el "verdadero hombre" será el que, tomando conciencia de su apertura lingüística estructural, es capaz de mostrar una buena disposición hacia este tipo de diálogo, revelado como el único capaz de otorgar ese nuevo comienzo y esa nueva promesa.10 Por utilizar una acertada expresión de Richard Rorty, de lo que se trata es de atravesar "la línea que separa lo viejo de lo nuevo", cosa posible, porque no hay institución social ni relación humana condenada a repetirse ad eternum en virtud de alguna supuesta inmovilidad esencial.

d) Lo que el cine sabe bien, sintetizando todo lo dicho hasta ahora, es que "no debemos permitir que el mundo actual represente todo cuanto deseamos" (Cavell 2008d 118). Es por ello que los enredos matrimoniales, además de la plasmación del carácter irreductiblemente dialógico y moral de los seres humanos, debe observarse como trasunto y alegoría de la política democrática. O, dicho de otro modo, encuadra el estilo de vida perfeccionista dentro de la articulación de un sistema democrático, cuya adhesión solo puede sernos exigida en virtud del perpetuo cuestionamiento del sistema. Por esto Cavell reniega de la idea de un perfeccionismo elitista que se mueva en el horizonte de un "estado final o perfecto" para los "privilegiados": la democracia nunca es conclusiva y cerrada, al menos si merece tal nombre. Democracia política y perfeccionismo moral se necesitan mutuamente para articularse, y solo su correcta y efectiva vinculación puede ofrecernos la vida feliz e igualitaria a la que todo ser humano tiende; esa nueva forma de habitarel tiempo y de hacernos inteligibles para con los otros. Único recetario, arguye Cavell, para una vida plena y satisfactoria.

Conclusión. Vías de pensamiento para una crítica de Cavell

Insinuamos al comienzo de este escrito que cuesta imaginar un perfeccionismo carente de ideal. Cavell ha argumentado que este puede no ser aristocrático ni traducirse en comportamientos y actitudes idénticos. Sin embargo, nos cuesta no considerar este perfeccionismo como teleológico y normativo, en la medida en que impone un objetivo claro (la felicidad como cuidado mutuo y apertura a la novedad), y un procedimiento específico, cristalizado en un carácter tolerante y discursivo (virtuoso, al fin y al cabo). Pero ¿qué hay de los que piensan, con Nietzsche, que la felicidad es cosa de ingleses? ¿Cómo será valorado alguien que anteponga, por ejemplo, el placer a la felicidad?

¿Cómo relacionarse con alguien que detecte la autenticidad en otro tipo de comportamientos y actitudes? Y eso por no hablar de los solteros o los divorciados, estos últimos mayoritariamente en contra del re-matrimonio. Nos parece más plausible ver la propuesta de Cavell como una forma de hacer proselitismo de un estilo de vida, el de una democracia idealizada a la que no se proporcionan más fundamentos de adhesión que, precisamente, una lealtad injustificada basada en la (pretendida) promoción del perfeccionismo. Cabe destacar, entonces, la perversa circularidad del razonamiento cavelliano: el perfeccionismo es deseable porque es el correlato ético de la democracia, y esta es deseada porque lo implementa y lo legitima. Desde el punto de vista filosófico, las razones se limitan a una co-implicación que al autor le parece positiva. Nada que objetar, si su juicio quedara circunscrito al terreno del gusto personal; pero insistimos en que, sobre todo por los análisis ontológicos que preceden a la propuesta perfeccionista, un ser humano que reniegue de este credo será poco menos que un inmoral.

En esta misma línea, la propuesta plantea los mismos problemas normativos como herramienta para enjuiciar la producción cinematográfica. Si el interés analítico recae sobre aquellos films capaces de comprometerse con una idea del bien (más aún: los mejores serán los que se comprometan con la idea de bien del perfeccionismo), entonces todo film que no se subordine a este objetivo será, como mínimo, un mal film, o un film irrelevante. Podría responderse que el criterio de Cavell no es estético, que es un recurso ad hoc para apropiarse de ciertos films en su legítimo derecho de teorizar el perfeccionismo con la ayuda del material fílmico; pero lo cierto es que, en los estudios de Cavell, lo que más se valora de estos films son precisamente sus concomitancias éticas. Sorprende, cuanto menos, el maximalismo de Cavell. Porque si El cine puede hacernos mejores, también –siguiendo la misma lógica– puede hacernos peores. ¿Acaso no puede comprometerse el cine con alguna imagen del mal? ¿No puede envilecernos, fomentar valores anti-democráticos, renegar del diálogo, del cuidado mutuo y del matrimonio? Y, si admitimos que puede hacernos peores (todo desde los parámetros analíticos de Cavell como referencia), ¿no corremos el peligro de incurrir en el moralismo?

Esto nos lleva a uno de los principales problemas analíticos de su posición, y es que para interpretar sus films como promotores del perfeccionismo, antes uno debe poseer el bagaje teórico y moral de ese mismo perfeccionismo que pretende demostrarse. Estamos aludiendo a lo que Noël Carroll, en su rechazo de la crítica ética del arte (2000),11 llama el argumento de la "trivialidad cognitiva": para que esos films sean inteligibles como transmisores de puntos de vista éticos, es prescriptivo que su audiencia posea ya, casi por defecto, ese bagaje moral. De modo contrario, no podría interpretarlos así. El problema está en que si la audiencia ya poseía esas aseveraciones morales que el film le transmite, ¡entonces la tarea de la película ha sido en balde! Nótese que Cavell interpreta con categorías morales los films que selecciona, porque ya de antemano está comprometido con el perfeccionismo. Gran parte de los descubrimientos morales de las comedias de enredo son entonces meros truísmos, vacuidades convencionales. Por ejemplo: si uno descubre en uno de esos films que es mejor dirimir las diferencias personales con un diálogo en pie de igualdad que por la imposición dogmática de la fuerza, lo descubre porque de antemano ya pensaba así. Si no, sería incapaz de reconocer esa máxima moral en lo que ve en la pantalla. Si Carroll está en lo correcto, entonces gran parte del benéfico poder de influencia de estos films queda desactivado, ya que no haría sino ratificar aseveraciones y máximas morales que el espectador ya poseería en su equipamiento moral. Otra cosa, claro, es apoyarse en esos films para promover y caracterizar el perfeccionismo; pero esto es algo muy distinto de lo que Cavell en ocasiones pretende, a saber: que esos films son específicamente capaces de ejercer como educadores morales. Habrá que moderar, cuanto menos, tan magno y loable objetivo.

Por último, una inquietante observación. A nuestro juicio, lo más grave de todo es que, si Cavell tiene razón, entonces también la tienen Adorno y Horkheimer en su defenestración del cine. Si ciertos films americanos no hacen sino promover la democracia americana, entonces su valoración depende de cómo se juzgue previamente esa democracia que promocionan. Y, bien mirado, cabe coincidir con los autores de la Dialéctica de la Ilustración en que la propuesta democrática de Cavell es, como mínimo, parcial e interesada. Nada se dice de las condiciones materiales y económicas que deben satisfacerse para que el perfeccionismo se implemente; todo queda reducido a una idealista transformación del "yo", y a un alegato por la tolerancia y el diálogo. ¿No se mistifica, con esta descripción, la naturaleza de las relaciones económicas de los individuos? ¿Acaso no se insinúa que basta para ser feliz un cambio de actitud? ¿No es esto una justificación indirecta de la explotación y la desigualdad, en la medida en que postula el publicitario eslogan de que "todo depende de usted"? Pues, a la postre, se nos está diciendo que la igualdad moral poco tiene que ver con términos económicos; que ese "nuevo comienzo" puede reducirse satisfactoriamente a cambio de orientación vital; y que simplemente con la "transmutación del yo" pueden acabarse la mayoría de nuestros problemas. No se nos ocurre una posición menos política y más individualista.12 Porque, permítasenos, dudamos mucho de que sin igualdad económica pueda haber igualdad moral, y puedan emprenderse nuevos proyectos vitales a la manera en que Cavell los describe. Y dudamos más aún de que esa igualdad económica y material pueda alcanzarse por los insondables caminos del diálogo y la tolerancia.


Notas

1 En el influyente manual de referencia Estética del cine se afirma que esta doble representación hace que "todo filme sea un film de ficción" en un doble sentido: "El cine de ficción es, por tanto, dos veces irreal: por lo que representa (la ficción) y por la manera como la representa (imágenes de objetos o de actores)" (Aumont, Bergala, Marie y Vernet 1996 100).
2 Seguimos aquí la interpretación de la críptica postura de Cavell ofrecida por William Rothman y Marian Keane en su libro Reading Cavell's The World Viewed: A Philosophical Perspective on Film (2000). Debemos hacer notar, al tiempo, que ha sido frecuente considerar a Cavell un baziniano comprometido con una ontología realista del film; así, sin ir más lejos, lo consideran otros dos primeros espadas de la filosofía contemporánea del cine: Noel Carroll y Ian Jarvie.
3 Como hiciera Bazin, también Cavell considera a la fotografía la base del film. Pero, a diferencia del francés, no lo hace tanto por la similitud del medio, cuanto porque el análisis fenomenológico de la experiencia cinematográfica le obliga a ello. En palabras de Stpehen Mulhall, avezado discípulo de nuestro autor, "since our experience of any film is an experience of a projected sequence of photographic images, the best way to understand our relationship with works produced in that medium is to examine the nature of photographs" (1998 223). En esta línea empírico-fenomenológica, su objetivo no será tanto sacar conclusiones sobre la naturaleza del cinematógrafo, como demarcar nítidamente ese medio de expresión y "representación" de los tradicionales (de la pintura, sobre todo), para virar el enfoque hacia el modo de ser del espectador.
4 Este razonamiento, y en especial su conclusión, puede parecer un poco abstruso. La clave radica en la noción de criterio: para Cavell no es posible distinguir una fotografía de lo fotografiado merced a la invocación de un criterio de identidad y diferencia ‒entre otras cosas, porque la existencia no es un predicado, y por lo tanto no podemos afirmar que, tal y como lo formuló en The World Viewed, "the projected world does not exist is its only difference from reality" (1979 24)‒; para distinguir ambos, por lo tanto, no podemos acudir a diferencias visibles, sino que nos vemos obligados a centrarnos en nuestro diferente modo de relación con ellos. De aquí el viraje a la subjetividad y a nuestro modo de ser.
5 Decimos "peculiar" porque el proceso es complejo: según Cavell, este reconocimiento se basa, paradójicamente, en la ocultación de ese mismo reconocimiento; al ver un film, se nos libera de un reconocimiento activo del mundo que nos rodea, puesto que el espectador (y su subjetividad) se ausentan de la proyección (no son esencialmente necesarios, como sí lo son en una representación teatral). Se puede decir que un film nos libera momentáneamente y pone entre paréntesis nuestra actitud natural frente al mundo, que es de reconocimiento activo; así, aprehendemos el hecho de estar obligados a reconocer el entorno precisamente en el contraste con la momentánea liberación y ausencia de este reconocimiento. El mundo proyectado no nos necesita, y, cuando tomamos conciencia de este hecho, reconocemos que el mundo real sí lo hace (puesto que este implica, entre otras cosas, las relaciones interpersonales basadas en el lenguaje). El cine, pues, es al tiempo la ejemplificación del escepticismo y la prueba de su superación.
6 "Me he sentido más interesado por aquellos casos que revelan una afinidad entre el cine, los buenos films y una concepción particular del bien, una concepción que atraviesa oblicuamente el foso entre los universos kantiano y utilitarista" (Cavell 2008d 92, énfasis agregado).
7 Para una exposición crítica de estos temas es recomendable revisar: "La sociología del cine" (Casetti 127-144) y "La escuela de Francfort" (Stam 2001 85-93).
8 El trasunto teórico de tal elección se encuentra en Frye y Todorov, y puede resumirse –aplicando la certera descripción de Rick Altman– en que "los críticos deben gozar de libertad para descubrir nuevas conexiones, constituir nuevas agrupaciones de textos y ofrecer designaciones nuevas" (2000 36).
9 Soane Pinilla, Mougán Rivero y Lago Bornstein vuelven a aclararnos la cuestión: "La esencia del perfeccionismo emersoniano, tal y como Cavell lo presenta, es la de un viaje sin fin de autosuperación y autorrealización, cuyo foco central está en el aquí y en el ahora, en el proceso de conseguir un posterior yo, no el más alto yo, sino 'un próximo yo' que se dibuja sobre el yo conseguible no conseguido" (2009 45).
10 Más claro aún: "Todos tenemos reivindicaciones referidas a los demás [...], contamos los unos para los otros, [...] somos importantes los unos para los otros [...]. Del perfeccionismo puede decirse que se concentra en la exigencia que tenemos de ser o de volvernos inteligibles los unos para los otros" (Cavell 2008d 104). Vemos de nuevo que la capacidad y el vínculo morales son reconocidos universalmente; su privilegiado desarrollo en las comedias matrimoniales se evidencia en que "el obstáculo que impide el matrimonio es, pues, interno antes que externo, dado que solo un progreso en una especie particular de conversación educativa habrá de permitir superar dicho obstáculo, y el uso de un juego específico de placer y de pena" (id. 111).
11 Aquí no podemos más que sugerir la problemática, que por sí misma también plantea problemas (pues, llevada al extremo, podría comprometernos con la falacia platónica de que no podemos reconocer y aprender más valores que los ya poseídos de antemano). Para introducirse en el tema, véase Carroll (2000). Conviene añadir, en pos del rigor, que el clarificacionismo de Carroll puede ser bastante compatible con la exégesis de Cavell. Sin embargo, pensamos que una defensa moderada del argumento de la trivialidad cognitiva es válido en nuestro caso.
12 Para una crítica a Cavell en este sentido, ver Wolfe (1994).


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