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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.65 no.162 Bogotá Sep./Dec. 2016

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n162.47106 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n162.47106

Comercio y virtud en el pensamiento de Montesquieu*

Commerce and Virtue in Montesquieu's Thought

Daniel Mansuy**
Universidad de los Andes - Santiago de Chile - Chile

* El presente trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto Fondecyt n.° 11121586.
** dmansuy@uandes.cl

Cómo citar este artículo:
MLA: Mansuy, D. "Comercio y virtud en el pensamiento de Montesquieu." Ideas y Valores 65.162 (2016): 213-232.
APA: Mansuy, D. (2016). Comercio y virtud en el pensamiento de Montesquieu. Ideas y Valores, 65(162), 213-232.
Chicago: Daniel Mansuy. "Comercio y virtud en el pensamiento de Montesquieu" Ideas y Valores 65, n°. 162 (2016): 213-232.

Artículo recibido: 28 de octubre del 2014; aceptado: 6 de marzo del 2015.


Resumen

Se examina la relación de Montesquieu con la idea republicana a partir del concepto de república comercial. Si el principio de la república es la virtud, el carácter de esta última es por momentos problemático; pero todo indica que la república comercial busca preparar al lector para acoger la posibilidad comercial encarnada en el modelo inglés.

Palabras clave: Montesquieu, comercio, república, virtud.


Abstract

The article examines the Montesquieu's relation with the republican idea taking into account the concept of commercial republic. If virtue is the starting point of the Republic, then its character is sometimes problematic. However, everything suggests that the commercial republic seeks to prepare the reader to take in the commercial possibility incarnated in the English Model.

Keywords: Montesquieu, commerce, republic, virtue.


Introducción

¿Qué lugar ocupa la noción de "república" en el pensamiento de Montesquieu? La cuestión ha ocupado –y dividido– por mucho tiempo a los especialistas, porque el autor de El espíritu de las leyes recoge varias tradiciones cuya convergencia está lejos de ser evidente. El problema es importante, porque es difícil comprender el pensamiento político de Montesquieu sin determinar, de modo más o menos nítido, su posición respecto a la república. ¿Admira realmente Montesquieu el modelo republicano y las ciudades antiguas? ¿Qué tan atado está a las concepciones clásicas de la política, que atribuyen una importancia central a la virtud y a la participación? ¿No deberíamos pensar más bien que su concepción busca precisamente superar los paradigmas tradicionales, para proponernos una versión de la Modernidad liberada de las nociones clásicas? Dicho de otro modo, ¿qué lugar ocupa Montesquieu en la querella entre los antiguos y los modernos? Y, ¿qué función cumple el modelo republicano en ese debate?

Es importante recordar que Montesquieu distingue, en el inicio del El espíritu de las leyes, tres tipos de regímenes políticos: monarquía, despotismo y república. Cada uno posee un principio, que corresponde a la pasión que lo mueve. El principio de la república es la virtud, propia de las ciudades antiguas (Atenas, Esparta y Roma); mientras que en la monarquía prima la vanidad, y el miedo en el despotismo (cf. 1993 III). A partir de estos principios, Montesquieu realiza un penetrante análisis de la psicología de cada régimen político, que encuentra su explicación última en ciertas disposiciones morales, que se traducen en instituciones. Es relevante anotar que la pertinencia de esta primera tripartición en el sistema filosófico de Montesquieu ha sido objeto de interpretaciones divergentes, pues no es claro cuán exhaustiva es esta tipología, ni si acaso permite dar cuenta del proyecto político del El espíritu de las leyes. El régimen inglés, por ejemplo, que es presentado en el célebre capítulo 11 del libro vi ("La constitución de Inglaterra"), no encaja con facilidad en la primera tripartición. Dicho de otro modo, la ciencia de los regímenes de Montesquieu no parece agotarse en los libros II y III del El espíritu de las leyes.

En las páginas que siguen, analizaremos uno de los casos híbridos sugeridos por Montesquieu: la república comercial. La singularidad de este modelo es que, siendo un orden republicano y, por tanto, fundado en la virtud, es compatible con el comercio y con ciertos fenómenos específicamente modernos que, a priori, Montesquieu presenta como incompatibles con la virtud clásica. Para comprender bien el propósito del autor galo, repasaremos algunas interpretaciones según las cuales tanto la virtud como la república serían presentadas por Montesquieu como realidades superadas por la historia. Este rodeo es importante para comprender luego cuál podría ser la naturaleza de una virtud propiamente comercial. Luego explicaremos en qué consiste la república comercial, y las conclusiones que algunos comentadores deducen de ella. En seguida, veremos algunas de las dificultades que enfrenta este modelo al interior del sistema del El espíritu de las leyes; y, por último, intentaremos dilucidar cuál es el sentido de esta propuesta al interior de la filosofía política de Montesquieu.

La crítica del mundo antiguo

Uno de los motivos por los cuales es difícil evaluar la relación de Montesquieu con el modelo republicano es la constante ambigüedad en su tratamiento, que bien puede dejar perplejo al lector. De hecho, varios intérpretes han visto en la república descrita por el filósofo francés una realidad imposible de recuperar y, como decía Althusser, superada por la historia (cf. 26). El examen que ella recibe en El espíritu de las leyes no sería más que una manera, más o menos velada, de mostrar que pertenece, irremediablemente, al pasado. Así, Montesquieu no estaría proponiendo una alternativa plausible, sino enterrando –con los honores debidos– un paradigma que no se adapta a las condiciones modernas. Harvey Mansfield afirma que Montesquieu presenta la virtud clásica como lo haría un anticuario: "su elogio –nos dice– es el elogio del conocedor que degusta el objeto inimitable de una edad pasada, una bella pieza de museo" (296-297). La virtud republicana es quizá bella, pero ya no nos sirve ni nos interesa poseerla. Dicho de otro modo, aunque por momentos Montesquieu parece admirar la virtud antigua, nunca la propone como un modelo a imitar.

En la misma línea, Pierre Manent ha sugerido que Montesquieu subvierte el sentido de la virtud, al elaborar una ficción que no corresponde al modo en que los antiguos la comprendían, con el propósito de hacerla poco atractiva. La virtud de Montesquieu, según Manent, es una pura negación de las inclinaciones humanas que no tiene objeto específico ni racionalidad interna (cf. 33-41). Y si preguntamos el motivo que impulsaría a los hombres a reprimir sus apetitos, la respuesta de Montesquieu es: por la pasión de la regla. La virtud es un freno a los apetitos, pero que no tiene otra finalidad diferente de la represión misma. Ya no busca el bien ni la perfección humana, sino que constituye una pura negación. Al mismo tiempo, Montesquieu logra la proeza de identificar en esta lógica tanto la virtud griega como la cristiana, al recurrir a las reglas monacales para explicar la virtud clásica (Montesquieu 1993 v 2).1 El espíritu de las leyes emprende entonces, a través de una reelaboración, una crítica sistemática de la noción de virtud y de la idea republicana. La virtud, tal como Montesquieu la describe, es vana e imposible, porque carece de finalidad propiamente humana: está fuera de nuestro alcance. Montesquieu vacía de sentido a la virtud para mostrar su inutilidad, para que salga de nuestro horizonte moral y político. Para él, la tensión expuesta en El espíritu de las leyes entre el orden republicano y el régimen inglés sería solo aparente (cf. Manent 1994 19). De hecho, es claro que los principios republicanos conducen a una política agresiva cuya consecuencia final es la tiranía, la guerra y el imperio, como lo muestra el caso romano. Según Pangle, Montesquieu propone una alternativa a la virtud antigua: la práctica del comercio, tal como es llevada por los ingleses (cf.cap. 7). En Inglaterra los individuos no son tanto conciudadanos como confederados, según la propia expresión de Montesquieu: cada uno sigue sus inclinaciones naturales, y la organización política existe para facilitar el comercio. La gran ventaja de este modelo es que los hombres logran satisfacer sus pasiones de modo pacífico: Montesquieu renuncia a la elevación antigua a cambio de paz (cf. Hirschman 67-74). Otro costo del proceso es la distensión progresiva de los vínculos sociales: la política ya no es vivida como una dimensión susceptible de elevar la vida humana. Estamos lejos de la república: Inglaterra encarna un nuevo modelo de libertad, donde la virtud exigente de los antiguos no tiene ya su lugar, y que, por lo mismo, es difícil comprender desde la primera tripartición de regímenes (Pangle 102, 106 y 154).2 En efecto, Inglaterra parece representar una novedad radical. En cualquier caso, la puesta en escena de una tensión entre Roma e Inglaterra serviría para hacer sentir el carácter inevitable de lo nuevo: nosotros, modernos, no podemos sino elegir a Inglaterra. La complejidad de El espíritu de las leyes, que da lugar a interpretaciones muy divergentes, reside precisamente en este punto: Montesquieu quiere persuadirnos de que la Modernidad es nuestro único camino posible, pero lo hace con un arte de escribir muy singular. Esto, desde luego, no implica que se trate de un problema puramente retórico: la escritura de Montesquieu está al servicio de un proyecto filosófico mucho más amplio.

La república comercial

Sin embargo, esta supuesta crítica de la virtud no da por cerrada la discusión sobre el republicanismo de Montesquieu. En efecto, nuestro autor sugiere en varias ocasiones –aunque de modo poco sistemático– que el modelo republicano no admite solo una versión bélica y agresiva, sino también una comercial. Esto es relevante, porque en otros capítulos la argumentación de Montesquieu sigue una lógica distinta. En el libro IV, por ejemplo, hay una descripción de algunas instituciones griegas. Montesquieu afirma que quien quisiera imitarlas debería seguir los consejos de Platón, que pueden resumirse así: es menester establecer la comunidad de bienes, prohibir la práctica del comercio a los ciudadanos y dar "nuestras artes sin nuestro lujo" y "nuestras necesidades sin nuestros deseos". Al mismo tiempo, es necesario proscribir el dinero, pues engrandece las fortunas más allá de los límites naturales, y permite multiplicar los deseos al infinito. El pasaje es difícil de interpretar, y quizá tenga una buena dosis de ironía: Montesquieu parece querer mostrar que la imitación de los griegos no es posible en el mundo moderno, ya que sus exigencias resultan algo extravagantes. Su argumentación apunta a la incompatibilidad entre la pureza de las costumbres y la actividad comercial. Luego, en los primeros capítulos del libro v, explica el significado de la virtud, la importancia de la igualdad y de la frugalidad al interior de las democracias, y el modo en que las leyes pueden inspirar estas disposiciones. La frugalidad, por ejemplo, exige una cierta igualdad de fortunas, sin la cual la democracia queda en peligro. Pero en V, 6 Montesquieu acepta una posibilidad que todos estos desarrollos parecían excluir: en las democracias fundadas en el comercio, dice, los particulares pueden tener grandes riquezas sin que las costumbres se corrompan. Es decir, la bondad de las costumbres no es radicalmente incompatible con el espíritu de comercio, como él mismo lo había sugerido. Esto merece algunas explicaciones.

Montesquieu intenta explicar la paradoja, vinculando directamente el espíritu de comercio con algunas virtudes, tales como la frugalidad, la economía, la moderación, el trabajo, la sabiduría, la tranquilidad, el orden y la regla (cf. 1993 v 6). Esta aproximación encarna una inflexión central en el texto: se trata de la introducción de un juicio positivo respecto del hecho comercial, que pasa a ser convergente con ciertas virtudes. Recordemos que, tradicionalmente, el comercio había sido visto en cierta tensión con la moralidad y el bien humanos.3 En todo caso, estas "virtudes comerciales" permiten que las riquezas no produzcan malos efectos: las fortunas son inofensivas si estas disposiciones son conservadas. El mal llega, prosigue nuestro autor, cuando el exceso de riquezas "destruye este espíritu de comercio", lo que implica que haya alguna antinomia entre ese espíritu y las riquezas. Sabemos entonces que hay un equilibrio que debe ser protegido, en ausencia del cual estas virtudes pueden perderse: la república dedicada al comercio es frágil, porque cierto grado de riquezas la vuelve inestable. La pregunta que surge entonces es la de saber cómo impedir estos excesos. Montesquieu responde ofreciendo algunas pistas: el comercio debe ser realizado por los ciudadanos; el espíritu de comercio debe reinar en exclusividad y las leyes deben dividir las fortunas a medida que este las engrandezca. Además, la legislación debe tender a un equilibrio social, donde la desigualdad sea moderada. La república comercial, concluye Montesquieu, busca inspirar el amor por el trabajo, a diferencia de las repúblicas militares que incentivan el ocio. La república guerrera sería entonces solo una de las versiones posibles del modelo republicano, y solo uno de los paradigmas posibles de la virtud.

Para explicar mejor el asunto, Montesquieu introduce una distinción entre distintos tipos de comercio: el de lujo y el de economía. El primero corresponde al gobierno de uno solo, y el segundo, al de varios. El comercio de economía está fundado en la "práctica de ganar poco", "incluso [...] menos que ninguna otra nación" (1993 XX 4). Mientras el comercio de lujo busca la abundancia en la opulencia, el de economía solo busca lo estrictamente necesario. La república comercial se distingue entonces tanto de la república militar como de las monarquías que practican el comercio de lujo. Si Atenas es la ciudad que encarna la república comercial, el comercio de economía es simbolizado por Marsella. En XX 5, Montesquieu asocia explícitamente este comercio con las virtudes comerciales de v 6. En efecto, el comercio de economía de los habitantes de Marsella se explica por la "esterilidad de su territorio", que los obligó a ser laboriosos, justos, moderados y frugales (XX 5). El comercio de economía está asociado al de subsistencia: en condiciones adversas, algunas virtudes se hacen indispensables (cf. Manent 67). Esto no hace sino reforzar la idea de que el comercio sería compatible y convergente con algunas virtudes.

A partir de este problema, algunos comentaristas han concluido que, si bien es verdad que Montesquieu condena el modelo guerrero de Esparta, no ocurre lo mismo con la república comercial, cuya validez afirmaría explícitamente. Al distinguir dos tipos de república y de comercio, estaría sugiriendo la pertinencia del modelo republicano en su versión comercial. Bertrand Binoche, por ejemplo, afirma con energía que, en El espíritu de las leyes, las repúblicas comerciales no están corrompidas: es necesario entonces concluir que son virtuosas. Esto supone, sigue Binoche, que el negocio es compatible con la virtud –al menos en alguna medida (cf. 116-117)–. Apoyándose en varios pasajes, intenta mostrar que la tensión relevante se da entre desigualdad y virtud, más que entre riqueza y virtud. Así, esta última sería perfectamente compatible con el comercio de economía (cf. Montesquieu 1993 v 6). Habría pues, propiamente hablando, dos virtudes: una guerrera y heroica, y otra mercantil y asociada al espíritu protestante de frugalidad que rechaza toda ostentación (cf. Binoche 117-118). Esta última supone cierto grado de pobreza o, al menos, está ligada a un contexto de regulación del patrimonio. El concepto de república sería equívoco, o doble, y sus dos variaciones posibles se unirían en el rechazo al despotismo; el guerrero y el hombre de negocios comparten el aprecio por su independencia.

Céline Spector, por su lado, elabora una interpretación que va en el mismo sentido: El espíritu de las leyes buscaría redefinir la virtud política para volverla compatible con una sociedad mercantil (cf.2006 83). Siguiendo esta lectura, la introducción del espíritu comercial procura superar las tensiones entre virtud e interés particular, entre república y comercio (id. 84). Este puede ser compatible con la virtud, si logra conservar una ética del trabajo que deje por fuera al lujo. Las repúblicas comerciales encarnarían "la conciliación posible entre virtud y comercio" (Spector 2002 146-147). Además, la autora percibe un parentesco entre ambas virtudes, que suponen un control de los deseos, una disciplina de las pasiones y la renuncia al interés inmediato. El buen negociante, nos dice, puede ser también un buen ciudadano porque hace "prevalecer la regla sobre las inclinaciones espontáneas y egoístas" (2006 85). Sin embargo, Spector es consciente de la fragilidad inherente a estas repúblicas, que corren el riesgo constante de horadar sus fundamentos por la expansión del comercio. Le corresponde entonces a la ley tratar de conservar la virtud, impidiendo los efectos negativos del comercio. En una palabra, la economía debe estar estrechamente controlada por las instituciones políticas (id. 86-87). Pero, en lo esencial, no cabe afirmar que las repúblicas sean cosa del pasado, porque una versión de ellas está disponible para la Modernidad (cf. id. 91; Manin 2001 582-585).

¿Podemos entonces concluir que Montesquieu postula la validez de la república en su variante comercial y de las virtudes que le corresponden? ¿Presenta la república comercial como una opción seria? Si es innegable que estas lecturas tienen el mérito de echar luz sobre la ambigüedad de Montesquieu respecto del modelo republicano, no es seguro que podamos concluir, a partir de ellas, que la república comercial constituya algo así como un modelo político.

Dificultades del modelo comercial

Volvamos un instante a la superficie, para intentar aclarar cuán pertinentes son las exégesis a las que hemos aludido. Montesquieu admite que virtud y república comercial no son necesariamente incompatibles, pues el comercio produce sus propias virtudes (cf. 1993 v 6). El comercio de economía, que surge a partir de una necesidad extrema, genera disposiciones análogas. Montesquieu intenta acercar de ese modo la virtud clásica a la comercial: el amor por la regla y la negación de las inclinaciones inmediatas. Las virtudes comerciales están ligadas a una ascética y requieren una disciplina exigente: los apetitos deben ser controlados para dar lugar a la virtud, y esto implica necesariamente una renuncia (cf. Barrera 318-319).

Con todo, es indispensable considerar cuál es la naturaleza y la plausibilidad de una virtud tal. ¿Se trata de auténticas virtudes que responden a la definición que había propuesto Montesquieu? La frugalidad y el espíritu de trabajo suponen ciertamente una autolimitación de las inclinaciones, pero ¿con vistas a qué? Lo relevante es conocer los motivos involucrados en la renuncia. ¿Se trata, como en la virtud clásica, de una limitación en vistas del amor a la patria y de la igualdad? Puede pensarse que las virtudes que surgen al interior de la república comercial son puramente privadas en el siguiente sentido: el comerciante las cultiva en razón de su bien particular futuro. Si esto tiene sentido, entonces no hay pasión por la regla general ni amor por la igualdad, sino solamente un cálculo efectuado sobre las inclinaciones: la privación inmediata traerá frutos privados a largo plazo. Estamos frente a una virtud cualitativa-mente distinta de aquella que había sido descrita en los primeros libros de El espíritu de las leyes. Aunque ambas realidades tienen en común la renuncia, la intención moral difiere cualitativamente. En efecto, la virtud clásica (tal como la describe Montesquieu) constituye un esfuerzo en vistas de satisfacer una regla general, cuyo único propósito es el apego a dicha norma. Por su parte, la virtud comercial constituye un esfuerzo en pos de un interés futuro. En este sentido, la satisfacción inmediata de placeres está limitada por el deseo de acumular, que no conoce "límites naturales". En palabras de Marx, "el instinto atesorador es por naturaleza ilimitado" (90).4 De hecho, la renuncia del comerciante solo se hace en nombre de una ambición mucho más extendida.

En lo relativo a la plausibilidad de estas virtudes, el mismo Montesquieu provee una indicación que puede servirnos de pista: las riquezas del comercio, dice, no producen malos efectos si subsiste el espíritu de las virtudes. Esto sugiere, en coherencia con otros pasajes del libro, que el comercio produce, de modo más o menos natural, "malos efectos" sobre las virtudes. Podemos concluir, en principio, que el comercio está en tensión con la virtud. La cuestión es saber entonces bajo qué condiciones esta tensión podría reducirse, o anularse; y qué estabilidad pueden tener dichas condiciones. No olvidemos que Montesquieu insiste con frecuencia en la singularidad de las virtudes griegas: en sus escritos, ellas aparecen intrínsecamente ligadas a un cuadro político, cultural y social imposible de reproducir (cf. 1993 iv 6 y 7).

Podemos entonces preguntarnos qué ocurre con las virtudes comerciales: ¿son capaces de exceder esa singularidad y de convertirse en modelo digno de ser imitado? En ese sentido, cabría determinar si el mundo moderno permite recrear, de modo estable, el cuadro que permite su despliegue. Al mismo tiempo, deberíamos saber si la práctica comercial no conlleva, de modo más o menos inevitable, el socavamiento de esas mismas virtudes por la fuerza de su propia lógica, incluso si las leyes intentan impedirlo. Montesquieu nos obliga a plantearnos estas preguntas, porque el pasaje en cuestión contiene dos afirmaciones difíciles de compatibilizar. Por un lado, nos dice que: "cuando la democracia está fundada sobre el comercio, puede ocurrir que los particulares tengan grandes riquezas, y que las costumbres no sean corrompidas" (1993 v 6). Pero, pocas líneas después, agrega que "el mal llega, cuando el exceso de riquezas destruye este espíritu de comercio" (ibd.). Recordemos sus juicios muy severos, al menos en apariencia, sobre el dinero: engrandece las fortunas, multiplica al infinito los deseos y, lo más importante, tiende a suplantar la naturaleza (cf. 1993 iv 6). Esto nos enfrenta a una dificultad mayor. La economía de Marsella, lo dijimos, está ligada a algunas virtudes en función de una necesidad apremiante e inmediata: si la tierra es estéril, si los recursos son escasos, entonces la única alternativa para subsistir es la frugalidad y el trabajo duro.5 Digamos que el comercio de economía guarda estrecha relación con las necesidades naturales, que son, según la expresión de Montesquieu, muy limitadas (cf.1993 iv 6). El dinero y las riquezas, por el contrario, despiertan en nosotros deseos que, en otras condiciones, habrían quedado en reposo. Y es precisamente la multiplicación de esos deseos la que conlleva la corrupción de las costumbres: el dinero permite que aparezcan nuevas necesidades, y ese proceso carece, por definición, de término. Si, según la definición de Montesquieu, la virtud clásica opera limitando las inclinaciones particulares para alimentar una pasión general, hay más de una dificultad para asumir que la actividad comercial pueda mantenerse en el cuadro de la "naturaleza limitada", sobre todo si tomamos en cuenta la presión que la actividad mercantil ejerce sobre sí misma. Es innegable que el comercio de economía puede generar, en principio, virtudes como la frugalidad o el espíritu de trabajo. Sin embargo, es problemático pensar cómo dichas virtudes podrían ser conservadas, a largo plazo, en el seno de una sociedad comercial. El comercio produce grandes riquezas y, en consecuencia, también produce grandes desigualdades cuyo efecto es justamente socavar ese espíritu de comercio. Utilizando los términos de Karl Polanyi, debe considerarse el siguiente hecho: la economía de mercado tiende a transformar a toda la sociedad en sociedad de mercado, y esto parece tener incidencia en la virtud (cf. cap. 5). De cualquier modo, hay aquí una tensión que no puede obviarse.

Montesquieu vuelve sobre este problema en el libro XXi de El espíritu de las leyes, donde afirma que "el efecto del comercio son las riquezas, la continuación de las riquezas, el lujo; la del lujo, la perfección de las artes" (6). Sabemos además que nuestro autor piensa que el lujo implica el fin del orden republicano.6 Montesquieu no es un pensador estático: conoce la dinámica que conllevan algunos fenómenos sociales y económicos, tales como que el comercio trae naturalmente riquezas, que no son neutras respecto del cuadro en el que son producidas. Esto sugiere más de una dificultad en relación con lo que representa Marsella. Si el comercio de economía está ligado a una situación de necesidad, hay buenos motivos para pensar que esta es, de suyo, temporal: los excesos debidos al comercio cambian la estructura que hace surgir este tipo de comercio, y uno puede entonces esperar un cambio más general. ¿Cómo aceptar pues el comercio y, al mismo tiempo, evitar algunas de sus consecuencias naturales? Si el desarrollo del comercio parece antinómico con la virtud, ¿cómo pensar entonces virtudes propiamente comerciales?

La respuesta de Montesquieu parece simple: las leyes deben obstaculizar los efectos perversos de la actividad comercial, dividiendo constantemente las fortunas, controlando la actividad económica para impedir que surjan desigualdades demasiado grandes, y dando a cada ciudadano aquello que Montesquieu llama lo "necesario físico". Además, esto no puede hacerse en ciudades demasiado grandes, donde el deseo de distinción implica necesariamente ciertas dosis de lujo (cf. 1993 v 6 y VII 1-2). En una palabra, la política debe controlar estrechamente la economía y el mercado. Pero ¿podemos tomar en serio estos consejos? Las tensiones introducidas en la obra nos obligan a considerar aquello que Guillaume Barrera ha llamado el arte de escribir de Montesquieu (cf.17 y 107). De hecho, sabemos que el autor francés prefiere que las leyes se ajusten a la naturaleza humana antes que la choquen. Sin embargo, esas leyes –indispensables para la conservación de la virtud– no podrán sino contrariar la inclinación natural de las cosas, y él es perfectamente consciente: el efecto de las riquezas, nos dice, es "poner la ambición en todos los corazones" (1993 XIII 2). No obstante, el objetivo de esas leyes será luchar con esa ambición, que está en los corazones como un efecto natural del comercio.7 En esta lógica, las leyes deberían negar y reprimir, de un modo perpetuo, los apetitos humanos y la multiplicación de los deseos. Uno puede preguntarse si algo así es posible desde la antropología de Montesquieu. Y, más allá de ese problema, persiste la cuestión de saber con qué objeto las leyes deberían hacer un trabajo tan arduo.

Más aún, este régimen conduce a un callejón sin salida: ¿qué auténtico espíritu de comercio y de trabajo puede estar fundado en la certeza de que, llegados a un grado de riquezas, los bienes serán divididos? Estas leyes serán necesariamente contrarias a la naturaleza, porque irritarán las pasiones. Montesquieu conoce bien la importancia de la justa retribución en una sociedad mercantil. La naturaleza, nos dice, es justa, porque "a los más grandes trabajos ata las mayores recompensas" (1993 XIII 2). Así, los sacrificios ligados al trabajo encuentran su sentido. Pero si un "poder arbitrario" quitara estas recompensas naturales, entonces "se retoma el disgusto por el trabajo, y la inacción parece ser el único bien" (ibd.). La república comercial que con sus leyes impide el desarrollo y las recompensas del comercio no es solamente arbitraria porque retira lo que la naturaleza da sino que se autodestruye, porque desincentiva las actividades productivas. En rigor, las virtudes comerciales no pueden subsistir si el trabajo no tiene su recompensa, y esta tiene, a su vez, ciertos efectos políticos y morales. Si la recompensa se vuelve incierta, al menos cabe esperar que esas virtudes pierdan en intensidad. Lo que Montesquieu nos propone, en el fondo, es un comercio del absurdo, en el cual los individuos solo trabajan por el gusto de hacerlo, y no para enriquecerse: esta virtud del comerciante se acerca así a la del monje, que solo sigue la regla para satisfacer su pasión por la regla general. En este contexto, no puede negarse el parentesco entre la virtud comercial y la clásica, pero el hecho central reside en que ambas están igualmente desprovistas de motivación y sentido propiamente humanos. ¿Quién querría trabajar y enriquecerse sabiendo que sus riquezas le serán retiradas, o que sus hijos no podrán heredar? Montesquieu no es ingenuo, y no cree que un comercio fundado sobre la práctica de "ganar poco", o de "ganar menos que cualquier otra nación" pueda subsistir por mucho tiempo (1993 XX 4). Él conoce mejor que nadie la lógica inherente a las pasiones que genera el comercio, y por lo mismo deja entender que el comercio de economía tiene poca viabilidad: "Un comercio conduce a otro, el pequeño al mediano, el mediano al grande; y aquel que tuvo tanto deseo de ganar poco, se pone en una situación donde no tiene menos deseos de ganar mucho" (1993 XX 4).

El comercio de economía –y las virtudes asociadas a él– puede durar algún tiempo, pero nunca demasiado. Está condenado a deslizarse por una pendiente inevitable que lo llevará al comercio de lujo. La lógica del comercio es muy fuerte y demasiado coherente con las pasiones humanas como para suponer que las leyes podrían bastar para impedir el despliegue de todos sus efectos. Además, la ventaja del comercio reside precisamente en su concordancia con las pasiones: si los apetitos son reprimidos, el comercio pierde mucho de su atractivo. La virtud comercial que nos propone es, en buena medida, ficticia. Montesquieu pudo verlo cuando viajó a Holanda e Inglaterra. Dice, por ejemplo, de los holandeses:

Todo lo que me habían dicho de la avaricia, de la bribonería, de la mala fe de los holandeses, no es falso, es la verdad pura. No creo que, desde un hombre célebre llamado Judas, no haya habido jamás un Judío más judío que algunos de ellos. Como deben pagar muchos impuestos, es necesario que obtengan dinero por todas las vías. Estas vías son dos: la avaricia y la rapiña [...] El corazón de los habitantes de los países que viven del comercio está enteramente corrompido: no rendirán el menor servicio, porque esperan que se los compren. (Montesquieu 1954 863-864)8

Montesquieu conoce bien las limitaciones y las consecuencias del comercio. Sabe que allí donde este reina, todas las acciones humanas son objeto de intercambio y de tráfico. El espíritu comercial, dice, produce el exacto opuesto de algunas virtudes morales, pues solo excita un sentido rígido de la justicia (cf.1993 XX 2). Esto quiere decir que las virtudes comerciales no son virtudes propiamente dichas, sino disposiciones benéficas para el mismo comercio. Desde luego, puede pensarse que esas disposiciones son convergentes con algunas virtudes, pero ese vínculo está lejos de ser necesario.9 Como lo ha sugerido David W. Carrithers, hay una verdadera tensión entre la actividad comercial y el carácter de un régimen propiamente republicano (cf. 132).

En este sentido, la república comercial de Montesquieu, fundada en el comercio de economía, es necesariamente inestable, y debe estar constantemente luchando contra los efectos naturales de su actividad principal. La república comercial posee una tensión interna en el núcleo mismo de su constitución. No puede tener sino una duración limitada y, además, se trata de un modelo difícilmente extensible, ya que exige condiciones singulares. La república comercial, tal como la presenta Montesquieu, ejerce demasiada presión sobre las pasiones para encarnar una seria posibilidad de organización política. Es cierto que Montesquieu insinúa que todo comercio encuentra su origen en el comercio de economía (cf. 1993 XX 5), pero eso no hace sino reforzar nuestra hipótesis: el comercio de economía solo representa el comienzo de un proceso, pero, a la larga, provoca el advenimiento del comercio de lujo. Dicho de otro modo, Marsella está condenada a transformarse por el peso de sus propias leyes. En consecuencia, las virtudes comerciales pueden ser el fruto de un esfuerzo personal cuyo objetivo es el interés privado futuro, o estar directamente ligadas a una legislación que impide la multiplicación de las riquezas. En el primer caso, no estamos hablando de auténtica virtud, sino de un simple cálculo efectuado sobre las inclinaciones; y en el segundo quizá tenemos una virtud auténtica, pero sin objeto específico –y Montesquieu ya nos hizo ver todos sus defectos–.

El mensaje de la república comercial

¿Por qué el filósofo francés introduce esta variante, conociendo sus dificultades intrínsecas? Sabemos que los argumentos de Montesquieu rara vez son azarosos y, por lo mismo, siempre encuentran un sentido, o varios. En esta ocasión, nuestro autor parece querer preparar al lector a una posibilidad comercial; quiere hacernos sentir que la lógica mercantil presenta ventajas importantes, y que incluso puede hacer surgir algunas disposiciones próximas a la virtud. En otras palabras, Montesquieu quiere inspirar en su lector una actitud benevolente hacia la posibilidad comercial. Para hacerlo, debe intentar mostrar que el comercio no es necesariamente fuente de corrupción, como lo afirmaban Platón y una buena parte de la tradición republicana. Es relevante notar que El espíritu de las leyes no considera nunca seriamente el problema de la dominación económica y de la desigualdad social, cuestiones centrales al interior de la tradición republicana –baste mencionar los nombres de Harrington y Rousseau–. Spitz afirma que la virtud es imposible en el mundo de Montesquieu, y esto es "una consecuencia de la desigualdad extrema" que se sigue a su vez del "tamaño del Estado" (cf. 1997 264). Siguiendo esta lógica, la república comercial no sería posible más que en territorios pequeños, pero sabemos que ello no es viable en los tiempos modernos. La república comercial depende entonces de "condiciones singulares". Podemos suponer que el pensador francés quiere reproblematizar la cuestión del comercio y de la virtud, no para afirmar su compatibilidad, sino para que seamos capaces de mirar el comercio con ojos amables. Esto explicaría sus vaivenes, desde la condena decidida a la aceptación resignada, pasando a veces por la defensa entusiasta. Pero Montesquieu quiere destacar también otro aspecto del problema: la virtud antigua, fundada en el amor a la patria y a la igualdad, producía efectos perversos que pueden ser superados por el comercio. La virtud antigua tiende a producir guerreros, ya que las pasiones humanas tienen que dirigirse hacia algo: a personas que solo necesitan "lo necesario", dice Montesquieu, "no les queda sino desear la gloria de la patria y la suya propia" (1993 VII 2). La austeridad pura, no vinculada al ahorro, es necesariamente guerrera. En el mismo sentido, la virtud antigua tiende a producir orgullo y pereza. Montesquieu revela su pensamiento en el siguiente pasaje:

Para un gobierno, la vanidad es un resorte tan bueno como peligroso es el orgullo. Para convencerse de ello, no hace falta más que representarse, por una parte, los innumerables bienes que resultan de la vanidad: de allí el lujo, la industria, las artes, las modas, la cortesía, el gusto; por otra parte, los infinitos males que nacen del orgullo de ciertas naciones: la pereza, la pobreza, el abandono de todo, la destrucción de las naciones que el azar hace caer en sus manos y la suya propia. La pereza es efecto del orgullo; el trabajo, una consecuencia de la vanidad. El orgullo de un español lo llevará a no trabajar; la vanidad de un francés lo impulsará a saber trabajar mejor que los demás. (1993 XIX 9; cf. también V 6)

El texto es sorprendente por la claridad con la que Montesquieu da a entender su propósito. Opone la vanidad al orgullo, y esta oposición podría parecer anodina. Con todo, está comparando dos modalidades antropológicas y políticas: el orgullo antiguo y la vanidad moderna. La virtud antigua es orgullosa, perezosa y destructiva: no da nada bueno ni deseable. Por el contrario, la vanidad moderna produce bienes como el lujo y sus implicancias. En ningún otro lugar Montesquieu es tan explícito en su aceptación del espíritu comercial, lujo incluido; y en su rechazo de la virtud antigua. Unos son trabajadores, laboriosos, corteses y, cabría agregar, pacíficos; los otros son ociosos, agresivos, orgullosos y solo buscan la gloria. En apariencia, Montesquieu parece estar comparando la vanidad francesa con el orgullo español. Este contraste no es falso, pero esconde otro, el de Esparta y Roma con Inglaterra. Desde luego, la vanidad tiene que ver con la monarquía francesa. Pero el problema no reside tanto en la vanidad –que había sido objeto de largas argumentaciones en los primeros libros de El espíritu de las leyes–, sino en la evaluación positiva del lujo. Montesquieu ya había afirmado la radical incompatibilidad entre el lujo y el orden republicano. Más tarde, precisa que el lujo inglés es "sólido", y que no está fundado "en el refinamiento de la vanidad, sino sobre las necesidades reales". Pretende así distinguir el lujo francés (vanidoso) del lujo inglés (de economía). Sin embargo, la distinción no es menos compleja que aquella entre el comercio de economía y el de lujo: el lujo fundado en las "necesidades reales" merecería más de una explicación (que, por cierto, Montesquieu no ofrece de modo explícito). En cualquier caso, parece quedar de manifiesto que el lujo está presente en el régimen inglés.10

Todo indica que Montesquieu quiere obligar a su lector a elegir entre dos modalidades de lo humano: debemos optar entre la virtud antigua y el espíritu de comercio propio de la Modernidad, sabiendo que la primera es cosa del pasado. En ese contexto, la república comercial parece ser una manera de ayudarnos a acoger mejor el comercio, al mostrarlo como compatible con ciertas virtudes. Su estrategia tiene una dimensión especial: Montesquieu no quiere dramatizar en exceso el dilema. En las palabras de Harvey Mansfield, se esfuerza por reducir la intensidad del drama moderno (cf. 295). Para lograrlo, vincula la virtud con el comercio, para sugerir que Modernidad y mundo antiguo no son radicalmente antinómicos, y que bien podría haber instancias de convergencia. No obstante, se esfuerza al mismo tiempo por mostrar el carácter arcaico (y absurdo) de la virtud antigua: es agresiva, y está desprovista de verdadero sentido. Como si esto fuera poco, la proscripción del comercio genera "bandidaje [brigandage]" (cf. 1993 XX 2). El objetivo de Montesquieu es alejar de nuestro horizonte la virtud antigua, sin perder el prestigio ligado a la noción de virtud. Eso explica que utilice el término para explicar el espíritu comercial. De esta manera, su lector queda preparado para elegir el comercio. Con todo, esto no lo hace ciego respecto de las dificultades producidas por el comercio mismo: sabe bien que el progreso no es unívoco, y no propone un modelo uniforme como receta general (cf. Manin 1984-1985). Pero la lección es bastante clara: es cierto que el comercio no nos brinda las elevaciones antiguas, pero, a cambio, nos da paz y prosperidad (cf.Carrithers 135). Como lo nota Spitz, la suavidad moderna tiene un precio: "si la paz y la seguridad de los bienes están bien aseguradas, si el despotismo es menos amenazador, el hombre parece haberse empequeñecido" (1995 307-308). Para Montesquieu, es evidente que el hombre moderno no puede sino elegir el modelo inglés; es más, este se impone a él de tal modo que en rigor ni siquiera hay una auténtica elección.11

El propósito general de Montesquieu es difícil de seguir, pero nos parece que, lejos de querer afirmar la validez de un modelo republicano y comercial, quiere prepararnos para acoger el modelo inglés. Este, recordemos, se adapta con dificultad a la tripartición inicial: Inglaterra no es monarquía ni república (cf.1993 V 19). Sin embargo, muchos intérpretes se esfuerzan por buscar una explicación de las variaciones que sea coherente con la primera tripartición de regímenes. Pero, como dijimos, esta tipología de Montesquieu no agota su definición del fenómeno político, y solo constituye –por decirlo de algún modo– una primera etapa de su investigación. El pensador francés introduce progresivamente nuevos criterios que no se dejan encuadrar por los iniciales, y que de hecho tienden a superar la primera categorización. Para comprender un libro como El espíritu de las leyes, es necesario percibir que Montesquieu quiere asir un objeto en movimiento, quiere captar la orientación de una dinámica más que describir un estado de cosas estable e inmóvil. Dicho de otro modo, comprende bien que las realidades políticas no son estáticas. La república comercial solo es pensable como una etapa que forma parte de un vasto movimiento que prefigura un cambio radical en las condiciones del mundo humano; cambio que se produce precisamente a partir del despliegue del comercio. Si esto es plausible, el republicanismo de Montesquieu debe ser evaluado bajo esta luz: la pretendida virtud comercial solo representa un momento, condenado a una metamorfosis profunda bajo la presión que el comercio ejerce sobre sí mismo. En consecuencia, no parece posible decir que Montesquieu haya sido republicano. Más bien, utiliza la noción para introducir mejor su nuevo modelo, que no se deja encerrar en las categorías clásicas de lo político (cf. Manent 24).


Notas

1 Manent lo explica así: "Montesquieu tiende a asimilar la ciudad antigua a un orden religioso, a identificar la virtud política del ciudadano a la virtud ascética del monje. Así, los dos tipos de virtud, cuyo conflicto había hecho la complejidad y la vitalidad de la tradición moral europea, se funden el uno en el otro" (34). Luego: "La virtud es el principio de un régimen no solo particular sino también singular. No está fundada en el control de las pasiones por la razón, sino más bien en la absorción de la energía pasional por y en una pasión única: el amor de la patria y de la igualdad. Ella es así el amor de una regla que oprime, e incluso aflige. No tiene relación con la grandeza del alma [...]. No vuelve sabio ni feliz" (36). Sobre este tema, ver también Rahe (75).
2 Según Robert Shackleton, "Montesquieu no sugiere jamás en El espíritu de las leyes que el republicanismo [...] podría guardar relación con la Europa del siglo XVIII", pues para él "la verdadera república pertenecía al pasado" (212). Catherine Larrère, por su lado, considera que para Montesquieu "el tiempo de las repúblicas está superado" (62); y Georges Benrekassa afirma que, "a pesar de la admiración por la virtud de los antiguos y las extrañas concesiones al espejismo espartano, la democracia representa un límite fuera de alcance, y esto porque implica una relación del ciudadano a la ley que ya no es posible en los Estados modernos, dominados por el comercio y la finanza" (125). J.-F. Spitz piensa que "Montesquieu no afirma que las virtudes de los hombres de la Antigüedad hayan sido vicios groseramente maquillados o trazos impuestos por las circunstancias o la necesidad. Él piensa que se trataba de virtudes auténticas; pero también está persuadido, por un lado, de que esas virtudes ya no son accesibles a los hombres de la época moderna, y que, de todos modos, les serían más perjudiciales que útiles si trataran de reactivarlas; y, por otro lado, que la época moderna ha sabido encontrar substitutos que no solo compensan el valor, sino que aumentan bastante el agrado y la suavidad de la existencia humana" (1995 306).
3 Aristóteles, por ejemplo, dice que "los ciudadanos no deben llevar vida de artesano ni de mercader, porque es una vida vil y contraria a la virtud" (Pol. vii 9 1328b40-41).
4 En rigor, nadie ha visto mejor que Marx la naturaleza de esta "virtud". Se explica en seguida: "Cualitativamente, o en cuanto a su forma, el dinero no conoce fronteras: es el representante general de la riqueza material, pues puede trocarse directamente en cualquier mercancía. Pero, al mismo tiempo, toda suma efectiva de dinero es cuantitativamente limitada, pues solo posee poder adquisitivo dentro de límites concretos. Esta contradicción entre la limitación cuantitativa del dinero y su carácter cualitativamente ilimitado, empuja incesantemente al atesorador al tormento de Sísifo de la acumulación. Le ocurre como a los conquistadores del mundo, que con cada nuevo país solo conquistan una nueva frontera [...] El atesorador sacrifica al fetiche del oro los placeres de la carne. Abraza el evangelio de la abstención. Además, solo puede sustraer de la circulación en forma de dinero lo que incorpora a ella en forma de mercancías. Cuanto más produce, más puede vender. La laboriosidad, el ahorro y la avaricia son, por tanto, sus virtudes cardinales, y el vender mucho y comprar poco el compendio de su economía política" (91). El atesorador renuncia a satisfacer sus apetitos, pero lo hace con la promesa de poder satisfacerlos abundantemente más tarde. Importa poco si esta promesa no se cumple nunca realmente: a quien tesauriza le basta saber que podrá, en el momento indicado, satisfacerla. Dicho de otro modo: la virtud antigua, tal como la describe Montesquieu, aflige las pasiones y las inclinaciones humanas por un puro y absurdo amor por la regla que aflige. La "virtud" del atesorador es bien distinta, porque reposa sobre una promesa ofrecida a los apetitos, sobre un cálculo hecho en provecho de las pasiones: solo se renuncia para satisfacer más tarde de mejor modo una ambición mucho más insaciable, pues las virtudes comerciales estarían al servicio de la avaricia (cf. Montesquieu 1993 XX 2).
5 "La actividad de las ciudades comerciantes, o el comercio de economía, no encuentra su origen en una elección positiva del individuo o del grupo" (Manent 58), porque el comercio de economía solo responde a la "necesidad de sobrevivir" (ibd.).
6 "Las repúblicas terminan por el lujo; las monarquías, por la pobreza" (1993 VII 4). Además, al lujo sigue la incontinencia pública: "si dejan en libertad los movimientos del cuerpo, ¿cómo podrán molestarse por las debilidades del espíritu?" (id. 14).
7 Es nuevamente Marx quien deducirá todas las consecuencias, al explicar el pasaje del atesorador al consumidor: "Pero el pecado original llega a todas partes. Al desarrollarse el régimen capitalista de producción, al desarrollarse la acumulación y la riqueza, el capitalista deja de ser una mera encarnación del capital. Siente una ternura humana por su propio Adán, y es ya tan culto, que se ríe de la emoción ascética como de un prejuicio pasado de moda del atesorador. El capitalista clásico condena el consumo individual como un pecado cometido contra su función y anatematiza todo lo que sea abstenerse de la acumulación; en cambio, el capitalista moderno sabe ya presentar la acumulación como un obstáculo a sus deseos. 'Dos almas moran, ¡ay!, en su pecho, pugnando por desprenderse la una de la otra' [Referencia al Fausto]. En los orígenes históricos del régimen capitalista de producción –y todo capitalista advenedizo pasa, individualmente, por esta fase histórica– imperan, como pasiones absolutas, la avaricia y la ambición de enriquecerse [...] Al llegar a un cierto punto culminante de desarrollo, se impone incluso como una necesidad profesional [...] una dosis convencional de derroche [...] El lujo pasa a formar parte de los gastos de representación del capital [...] De este modo, en el noble pecho del capitalista individual se va amasando un conflicto demoníaco entre el instinto de acumulación y el instinto de goce" (500). Sería ilusorio intentar contrariar este proceso con leyes, sobre todo en la lógica de Montesquieu.
8 Montesquieu denigra todas las repúblicas que le son contemporáneas (cf.Shackleton 212-213). 9
9 Para Barrera, la apología del modo de vida comercial no tiene que ver, en Montesquieu, solo con "el egoísmo, el deseo de seguridad y de preservación de sí"; sino que "busca sobre todo lo útil, y una especie de poder que no pasa por la conquista" (150). Estas afirmaciones parecen contradecir la lectura de Pangle (1973), que es, por momentos, excesiva. En rigor, y en este punto Barrera no está equivocado, Montesquieu no es un autor preocupado exclusivamente por la seguridad individual, como lo pretende Pangle. Su reflexión es un poco más compleja, porque comprende bien la ambigüedad presente en los fenómenos modernos.
10 En XIX 27, Montesquieu afirma que en Inglaterra la envidia y el ardor de distinguirse "aparecerían en toda su extensión", y en XXIIi 15, nos dice que la economía de una nación con fuertes desigualdades de fortuna no puede sobrevivir sin cosas superfluas. Luego, en XX 23, explica que está en la naturaleza del comercio el transformar "las cosas superfluas en útiles", lo que podría explicar la tensión entre el lujo francés y el inglés: el desarrollo económico convierte lo superfluo en útil, así, el lujo puede estar fundando, aunque a posteriori, en "necesidades reales". En cualquier caso, el lujo inglés entra en tensión con el principio sugerido por Montesquieu al principio del libro VII , según el cual el lujo está "fundado en las comodidades que uno se da por el trabajo de otros", y que solo puede ser evitado si la ley da a cada uno solo "lo necesario físico" (vii 1). Véase también VII 6, donde habla de frivolidad y lujo.
11 Esta idea se ve reforzada por lo siguiente: el régimen inglés no es fruto de una deliberación filosófica sobre el mejor régimen (propia de la filosofía griega), sino que de una evolución histórica más o menos casual. Por eso Montesquieu puede decir que el sistema fue encontrado "en los bosques" (1993 XI 6), como si estos pudieran desarrollar más conceptos que los filósofos políticos.


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