SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.65 issue162The Neoplatonic Mood of H. G. Gadamer's HermeneuticsCausación author indexsubject indexarticles search
Home Pagealphabetic serial listing  

Services on Demand

Journal

Article

Indicators

Related links

  • On index processCited by Google
  • Have no similar articlesSimilars in SciELO
  • On index processSimilars in Google

Share


Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.65 no.162 Bogotá Sep./Dec. 2016

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n162.59709 

http://dx.doi.org/10.15446/ideasyvalores.v65n162.59709

Ernesto Mayz Vallenilla
In memoriam
(1925-2015)
Rememorando una clase magistral (A modo de homenaje personal)

Ernesto Mayz Vallenilla murió el 20 de diciembre de 2015. Deja una extensa e importante obra filosófica cuyo objeto fue variando al ritmo de sus intereses intelectuales. A vuelo de pájaro, me atrevería a decir que si bien, en un inicio, fue un intérprete minucioso y preocupado por sacar a flote lo que le parecía importante o valioso filosóficamente, con el tiempo logró convertir su quehacer como filósofo en un modo de vida o, quizá mejor, asumir la comprensión de la realidad y su cambio como finalidad de vida: un deber de hacer. Asumía, como lo oí decir en ocasiones, que consideraba que era un deber afrontar intelectual y fácticamente la comprensión de la realidad para perfeccionarla mediante una acción guiada por un amor –eros– transformador. Desde esta perspectiva fue, pienso, una acabada y feliz encarnación del zoón politikón aristotélico.

Este afán transformador, porque era parte de él, no lo alejó nunca de la docencia, incluso cuando no la ejercía de facto, al menos no como se la entiende comúnmente. Y es como orientador de conciencias –lo fue en buen grado de la mía– que me propongo hacer público mi recuerdo de él, así como agradecer lo que me enseñó. Nunca fue, convencionalmente hablando, mi profesor; lo fue, sin embargo, de manera eminente en cuanto que ejemplo: por su continuo entusiasmo y férrea voluntad de hacer las cosas bien, por su quehacer como filósofo e intelectual a carta cabal, por su inagotable energía y, sobre todo, por ser un hombre de bien. Quisiera pensar que mi intento se corresponde con su legado.

Aun antes de conocerlo personalmente, leí parte de lo que escribió. Recuerdo que dos de sus obras las usé como manuales, si bien no fueron escritas con este fin, cuando decidí, influenciado por Doris, mi esposa, a estudiar filosofía como una segunda carrera. Me refiero a Fenomenología del conocimiento y Ontología del conocimiento, que supuse servirían para introducirme a los pensamientos de Husserl y Heidegger, respectivamente, dado que la lectura de las traducciones que poseía de las obras de estos filósofos no ayudaba a mis propósitos. Dicho sea de paso, tampoco lo hicieron los libros de Mayz, aunque me llevaron a la creencia de que mi comprensión se acrecentaría si lograba leerlos en alemán. Años más tarde, cuando se lo conté, muy a su manera, me hizo saber, sospecho que irónicamente, que "lamentaba no haber contribuido a mi comprensión de la fenomenología, pero lo consolaba haber ayudado a ampliar mis horizontes lingüísticos y poder acceder a la filosofía germana". Tuve que confesarle que, incluso leyéndolos en su idioma, hicieron poca mella en mí, seguramente porque nunca terminé de entender a ninguno de los dos; pero que le agradecía que me indujera, sin proponérselo, a aprender alemán, pues fue útil para leer al vienés Wittgenstein que, por su contenido y forma, no era precisamente un típico y fiel representante del pensamiento alemán del momento, de modo que no había que preocuparse por mi posible "germanización".

Más adelante leí su brillante e influyente La nada en Kant, y después, ya como profesor de la Universidad Simón Bolívar (Caracas), de la que Mayz fue fundador y su primer rector, sus múltiples escritos acerca de la técnica y el análisis que hacía de su determinante papel en la transformación que ejercía sobre prácticamente todos los ámbitos de la vida y destino humanos contemporáneos –tema que se convirtió en uno de los objetivos principales de su pensamiento maduro, me refiero, principalmente, a Crítica de la razón técnica, El dominio del poder, La ratio técnica, y sobre todo a Fundamentos de la meta-técnica de 1990–. Por supuesto, su interés por el devenir y transformación de la institución universitaria nunca lo abandonó.1

Cuando, oliendo todavía a tinta de imprenta, tuve entre mis manos un ejemplar de los Fundamentos, en cuya elaboración Mayz trabajó afanosamente durante varios años, leí sus muy densas 120 páginas de un tirón durante toda una noche. Cuando terminé, recuerdo que era la mañana de un domingo, no esperé mucho para llamarlo por teléfono y decirle que, si bien no estaba seguro de si lo había asimilado del todo, el libro me impactó por la osadía y novedad de su contenido. Todavía hoy, unos 25 años después, pienso que es la obra filosófica más original que se ha producido en la América Hispana. Así lo señalé cuando tuve el honor de ser uno de los que intervinieron en su presentación pública. También dije en esa oportunidad que, si bien no podía saber el destino que iba a tener el libro, no me cabía duda del paso importante que se daba en relación con la naturaleza de la técnica en nuestro tiempo. Creo, además, que la obra tiene todavía una virtud adicional, y así lo destaqué: que rompía con lo que nos tenía acostumbrado buena parte de la producción filosófica de la época, a saber, análisis impolutos y asépticos acerca de cuestiones de poca monta; tan poca, que no solo alejaba a muchos de la filosofía, sino que la convertían, degenerándola, en algo aburrido e insustancial. Convencido de ello, como estaba, no dudé en interrumpir una cadena de seminarios que estaba dirigiendo en torno al empirismo inglés temprano, en los que estaba enfrascado en aquel momento, y organizar uno acerca de la Meta-técnica. Cuando le conté lo que pensaba hacer, el comentario que hizo fue, si mi memoria no me falla, "allá usted, pero hágalo con rigor y, sobre todo, tenga presente que nuestra amistad no debe intervenir mientras lo haga". Cuando nos encontrábamos, nunca preguntó cómo me las arreglaba, o cuál era la reacción y actitud de los asistentes; por lo general era yo quien le comentaba las impresiones que tenía al respecto; pero Mayz las oía sin hacer observación alguna. Por mi parte, a medida que más trabajaba la obra, surgían dudas y descubría aspectos que me resultaban difíciles de admitir, y después de los seis meses que duró el seminario, se los expuse. Puse especial énfasis en establecer que no veía cómo probar o validar algunas inferencias que expresa o tácitamente se desprendían de sus argumentos, y que había aspectos que simplemente me parecían inadmisibles, sobre todo la tesis según la cual la técnica promovía un logos, o una racionalidad de alguna manera ajena o independiente de la humana. Después de una larga discusión, no logramos encontrar puntos de acuerdo en estas materias, y seguramente pensó, asumo, que seguía sin captar sus puntos de vista. Finalmente, cuando nos despedimos, me dijo, como no podía ser menos tratándose de quien se trataba, "usted está en su derecho de verlo así, y le agradezco su esfuerzo en pensar, juzgar y divulgar estas ideas mías, aunque no lo convenzan del todo".

Pero, con todo lo que me aportaron y enseñaron los escritos mencionados, quisiera referirme a uno que fue en gran medida decisivo para mí. Un pequeño opúsculo que orientó y determinó, lo confieso con gusto, mi manera de asumir el trabajo filosófico, así como mi trayectoria docente. Se trata de la clase magistral que dictó en el año 1970, La crisis universitaria y nuestro tiempo. Sea esta la ocasión para volver sobre esas páginas de Ernesto Mayz, y reflexionar acerca de ellas, como testimonio de mi agradecimiento por los años durante los cuales compartimos el ideal de la universidad que fundó y dirigió, y por las muchas, y para mí, muy gratas e instructivas discusiones que mantuvimos a lo largo de los años posteriores a su rectorado.

El texto me lo hizo llegar a Austria, donde completaba mis estudios de posgrado, un amigo común que ya no se encuentra entre nosotros, Justo Pastor Farías. Su lectura, y el espíritu que subyacía al tema, tuvo la virtud, si puedo usar una analogía temeraria, de "despertarme del sueño" de la erudición. Ocurre con harta frecuencia, sobre todo en el ámbito y transcurso de la formación académica, que la búsqueda de la precisión conceptual y de la fidelidad histórica termina anteponiendo lo subordinado a lo importante. Me encontraba entonces enfrascado en la investigación concerniente a mi tesis sobre Leibniz, e inmerso como estaba entre mónadas sin ventanas y lidiando con nociones como razón suficiente, la justicia como caridad, la identidad de los indiscernibles, el mejor de los mundos posibles, y pare de contar, no caía en la cuenta de que perdía de vista el por qué y el para qué del esfuerzo. Una vez más los árboles ocultaban el bosque, incluso en mi caso que ya no era tan joven e intentaba culminar una segunda carrera. La lectura de la lección de Mayz tuvo en mí el perdurable efecto de comprender que el quehacer filosófico no consiste en ser un especialista en Leibniz, en filosofía moderna o en algo parecido. Es cierto que tales experticias y conocimientos se requieren y son, sin duda, necesarios para que ese quehacer se lleve a cabo de una manera decorosa y correcta, o incluso para ganarse la vida, si se opta por ello, como profesor adscrito a un departamento de filosofía. Pero a partir de entonces comprendí que debían distinguirse, e incluso separarse, los diversos planos involucrados. Si para algo ha de ser útil la erudición, es servir como instrumento para el oficio del filósofo, lo que no es lo mismo, ni mucho menos, que el ejercicio del oficio mismo –filosofar– tal como lo estaba haciendo el autor de la clase magistral. Mayz, años después, insistía en ello: cuando alguna observación que hacía le parecía más apegada de lo necesario a algún texto que traía a colación como parte de mi argumentación, me detenía diciéndome que no bastaba con ser un buen lector o tener buena memoria. Me estimulaba así, como lo hacía con muchos, a no confundir la filosofía con su enseñanza o su historia. Sucede que el filosofar auténtico no consiste –con seguridad no prioritariamente–, en hacer gala del saber acerca de los grandes filósofos y de lo que han pensado y dicho. Se trata, más bien, en saber preguntarse, e intentar contestarse, acerca de lo que caracteriza y las posibilidades a las que invita la realidad que en cada caso es la propia, tal como lo hicieron esos mismos filósofos que se estudian o citan con la suya. El historiador de la filosofía, o el profesor que no está dispuesto a renunciar a su condición de filósofo, deberá resucitar a los filósofos muertos convirtiéndolos en pensadores vivos y actuales, ante una audiencia siempre nueva y, sobre todo, diferente cada vez; y para hacerlo, no queda otro recurso que ser anacrónicos a sabiendas. Es por esto que Kant decía a sus alumnos que no se podía enseñar filosofía, sino a filosofar.

A lo que se refiere la lección, ciertamente no destinada a filósofos, pero dictada por un filósofo, es a aspectos de la situación de los que comenzaban su formación científica o profesional; y lo hacía, tomando en cuenta su condición de universitarios noveles. Es decir, hacer visibles características de nuestro tiempo y sus efectos sobre la universidad como institución encargada de una formación que los afectaría decisivamente, y debería hacerlo, como seres humanos y como ciudadanos.

Muchos son los indicios de que estamos asistiendo a la crisis de lo que llamamos "Modernidad" –el esquema civilizatorio que nació a inicios del siglo XVII y que en nuestros días muestra claros síntomas de decadencia, si no de desintegración–. No hay que ser un partidario de alguna corriente filosófica o sociológica posmodernista, para caer en cuenta de que los valores e instituciones fundamentales de nuestro tiempo muestran tales síntomas. Conceptos centrales de la Modernidad como nación, Estado, patria, democracia, igualdad, mercado, consumo, bienestar, ideología, identidad personal y colectiva, etc., simplemente pierden sentido y admisibilidad para muchos. Padecen, para decirlo con un símil, de una suerte de enfermedad autodestructiva que lleva a pensar que dieron todo lo que podían dar de sí, y ya nada más les resta por dar, a no ser convertirse en causa de las búsquedas de lo que habrán de ser sus alternativas. Es así como la lección de Mayz comienza preguntándose, desde la universidad inserta en esa peculiar realidad, ¿qué significa e involucra enseñar y aprender, cuando los fundamentos de nuestra concepción del mundo son objeto de tantos cuestionamientos? Va de suyo que, si la misión principal de una institución educativa como la universidad consiste en la transmisión y examen de una tradición cultural o, más precisamente, concebir y transmitir un presente común que sirva a las nuevas generaciones de punto de partida suficientemente firme y fértil para su modificación o transformación, entonces el carácter de vida desfondada de los tiempos en crisis lo dificulta en grado sumo, por cuanto no es manifiesto lo que hay que enseñar y, más grave aún, si incluso vale la pena aprender aquello que se decide enseñar.

¿Qué hacemos nosotros aquí, ustedes que vienen a aprender y nosotros que aparentemente quisiéramos enseñar, si aquello que al parecer sostiene y les confiere sentido a nuestros actos no existe o es una pura quimera [...] que solo nuestra imaginación afiebrada, o tal vez nuestra actitud reaccionaria, confesional o dogmática, nos ha hecho creer que existe cuando en verdad no hay verdad? (Mayz Vallenilla 1970 6-7)

El círculo vicioso es obvio: por una parte, se trata de formar e informar para modificar y transformar a partir de la realidad presente; pero, por la otra, el punto de partida, que es esta misma realidad, lo dificulta, toda vez que la crisis que la aqueja pone en duda su carácter de punto de partida admisible o conveniente, a no ser que solo se lo entienda en términos de exclusión, que es precisamente lo que impide que pueda ser considerado como punto de partida. No ha de extrañarnos, entonces, que la universidad en particular, y la educación en general, sean las víctimas primarias de crisis como las que vivimos. Y, no obstante, en gran medida la superación de la crisis dependerá de ellas. El objetivo, entonces, es considerar esquemáticamente las condiciones que podrían contribuir a romper dicho círculo.

En el pasaje citado se advierte acerca de la posible inexistencia de la verdad –si "en verdad no hay verdad"–. No se trata de un mero juego de palabras con fines retóricos. A lo que se refiere es a una noción distorsionada que la Modernidad asumió en sus inicios como principio fundamental de todo conocimiento digno de tal nombre: se trata de la consideración de la verdad en términos de certeza absoluta.2 En efecto, desconfiamos acerca de qué enseñar y qué aprender –la ciencia, por ejemplo3–, porque, si aceptamos dicha noción de verdad, sea cual fuese su linaje, es posible que podría tratarse de una labor sin objeto ni sentido, por cuanto no queda claro el vínculo entre conocimiento y verdad:

En efecto, ¿a quién que hoy se dedique a vivir del saber –valga decir, a poner su existencia al servicio de la búsqueda o enseñanza de los contenidos de la ciencia– no lo devora íntimamente la sospecha de si semejante tarea tiene sentido en nuestro tiempo? [...] ¿Proporciona acaso la ciencia actual –es decir, ese conocimiento que cada día cambia y se transforma volviéndose caduco– estímulo y garantía suficientes para dedicar a él y afincar en su fugacidad algo tan perfectamente serio, único e irrepetible como es nuestra existencia? ¿Acaso no sería terriblemente trágico [...] [si] nos asaltara la convicción de que hemos gastado nuestra vida persiguiendo un vano fantasma que ya no sirve para nada? [...] ¿No están expuestos los contenidos del saber que se enseñan en la universidad a perder vigencia de un día para otro? ¿No estaremos entonces empeñados en una tarea sin sentido, unos y otros, profesores y estudiantes? [...] En síntesis: ¿para qué la universidad, para qué aprender, para qué enseñar? (Mayz Vallenilla 1970 4-5)

Pareciera que hay una respuesta a estas preguntas que salta a la vista: se intenta enseñar y aprender acerca de verdades. ¿Para qué, si no, la universidad? Sin embargo,

[...] ¿qué es la verdad? ¿Quién, en nuestro tiempo, puede atreverse a decir que existe verdad y que está dispuesto seriamente a dedicar su vida buscarla? ¿No es acaso temerario –o tiene algo de anacrónico– oír decir a alguien que desearía enrumbar su existencia según los cánones y dictados de "lo verdadero", porque cree [...] que la verdad existe como un requisito indispensable de todo quehacer existencial? (Mayz Vallenilla 1970 5)

No se trata de una mera referencia a los múltiples y constantes cambios que ocurrieron, y siguen ocurriendo hoy todavía más vertiginosamente que antes, a lo largo del proceso de la adquisición del conocimiento científico, social y humanístico en los últimos siglos. Tales cambios pudieran llevar a pensar a algunos, como de hecho sucede, que esa mutabilidad es una manifestación de la precariedad de la verdad del conocimiento y, por extensión, de la noción misma de verdad, toda vez que lo que valoramos hoy así, mañana dejará de serlo. Pero quien piensa así asume la distorsión según la cual la verdad, por serlo, debe ser inmune al tiempo y, por lo tanto, es ahistórica (cf.Mayz Vallenilla 1970 14-15). Admitirlo, sin embargo, le daría razón a dogmáticos y escépticos a la vez, porque es precisamente en esto, por paradójico que parezca, en lo que concuerdan plenamente, a saber, que la verdad, si lo es efectivamente, ha de ser incambiable; siempre una y la misma, espacial y temporalmente. Lo que lleva a sospechar que ambos yerran.

Ciertamente, unos y otros asumen que a conoce p si, y solo si,

    i) p es verdad;
    ii) es imposible que a esté equivocado respecto a la verdad de p;
    iii) a posee las razones adecuadas y definitivas para justificar p.

Cuando el escéptico cuestiona la posibilidad y el valor del conocimiento, a lo que se refiere es a si es factible alcanzar un conocimiento de este orden, el único que, para él, ameritaría ser calificado como verdadero; pero, al hacerlo, concuerda con el dogmático, quien admite los mismos criterios de verdad y conocimiento. En lo que difieren, por lo tanto, no es en lo conceptual, sino si tal conocimiento y tal verdad se encuentran al alcance de los hombres: el escéptico lo negará y el dogmático lo admitirá, e incluso tendrá la seguridad de que en algunos ámbitos ya se poseen. Más todavía, escépticos y dogmáticos estarán perfectamente de acuerdo con que la certeza total, no solo es un rasgo esencial del conocimiento, sino que es su única finalidad. El efecto de sus respectivas conclusiones los conduce, como no podría ser de otra manera, al reposo del alma: para unos, puesto que la certeza es humanamente inalcanzable, bastará satisfacerse con lo que sirve para llevar una vida tranquila y sin mayores pretensiones en cuanto al conocimiento y su búsqueda –la ataraxia–; para los otros, inversamente, porque ya se está en posesión de certezas definitivas, o se está encaminado hacia ellas, o porque deben ser factibles, y solo resta asumirlas, o trabajar confiadamente hasta alcanzarlas.4

Lo que Mayz recomienda, o más bien exige a sus oyentes es alejarse de ambas posturas –y lo que hay en ellas de parmenídico o cartesiano–, porque ningún conocimiento científico digno de ese título es, o puede ser, definitivo o último; si así fuere, llevaría a la extinción de la ciencia. Y me permitiría añadir, con el convencimiento de que Mayz estaría de acuerdo, que esto vale para todo lo que humanamente puede calificarse como "conocimiento":

[T]oda intelección científica, al acotar y patentizar un fenómeno, queda limitada [...] a proporcionar solo aquellos aspectos o contenidos del mismo que se divisan y destacan a partir de la situación y perspectiva histórica.

[...] Mas esa perspectiva [...] es, por esencia, variable, ya que, si así no fuera, ello conduciría a la afirmación de una insostenible ahistoricidad [...] Ignorar semejante historicidad [...] es confundir su universalidad y necesidad con una presunta e insostenible, con lo que ipso facto decretaría que toda búsqueda debería cesar y abandonarse, ya que el campo del saber estaría exhausto, y solo restaría para el hombre la monótona e infecunda tarea de repetir lo ya logrado. (Mayz Vallenilla 1970 14-15)

Estas líneas recuerdan lo que Platón advierte en el Menón (cf.80d-e) y en el Banquete (cf.204a). Si tenemos la seguridad, o estamos convencidos, de que lo sabemos todo con certeza absoluta, nada quedaría por conocer; y si nada conociéramos, no sabríamos qué es lo que hemos de aprender o qué debemos buscar. Lo que lleva a la conclusión de que la condición de posibilidad del conocimiento se encontrará constantemente en algún lugar entre la total ignorancia y la posesión definitiva del saber cierto. Dicho de otra manera, el conocimiento en sentido estricto es lo permanentemente inacabado, y su esencia radica en la búsqueda de la verdad, que es constantemente otra. En consecuencia, la pretendida satisfacción respecto al saber –el "ideal" moderno de alcanzar la certeza plena, o la "ciencia definitiva"–, no es otra cosa que el extravío de la noción de verdad y la muerte de la ciencia:

Lo que exige el proceder científico es que lo ya conocido y objetivado goce de la universalidad y necesidad para que, a partir de las intelecciones ya ganadas, las nuevas conquistas del saber que en ellas se fundan posean también jerarquía y dignidad científicas. (Mayz Vallenilla 1970 16)5

Pero, ¿no llevaría esto a un craso relativismo? ¿A una sucesión de creencias que tomamos como verdaderas solo convencionalmente, en espera de la próxima que la sustituya? Así sería si por "verdad" y "conocimiento" entendemos lo que escépticos y dogmáticos entienden. Pero esto que comparten, ya se vio, es inconsistente tanto con una como con el otro. Es por esto que Mayz advierte a sus oyentes que no deben caer en esa trampa, pues ella anularía de antemano la formación a la que aspiran. Verdad y conocimiento es labor de seres humanos: entes finitos y limitados, atados a sus circunstancias, que requieren de razón, esfuerzo y trabajo para fraguar proyectos y fines, que es a lo que en última instancia se reduce la vida humana. Es precisamente en este ámbito donde florecen las verdades y los conocimientos, y en cuanto que dicho ámbito es histórico, estas verdades, como los conocimientos, también lo serán. Y no por ello dejarán de ser verdades y conocimientos: lo son, en pleno derecho y toda legitimidad en cada caso y momento; lo que no pueden ser es eternos:

[El] panorama que ofrece la ciencia de nuestra época debería servir para estimular la confianza del hombre en su propia razón [...] y ampliar [...] las fronteras de su propia finitud [...] [Al] igual que en el caso del saber, ya nadie concibe la verdad como una suerte de noción hipostasiada, revestida de caracteres absolutos, sino como un proceso mediante el cual el esfuerzo epistémico del intelecto humano va develando y descubriendo paulatinamente nuevas zonas de patencia en el ente [...]. De tal manera, antes que una realidad sustancial, acabada y perfecta, la verdad es una cualidad o atributo que adquiere el conocimiento humano a medida que avanza [...], guiado por sus propias exigencias y aquellas que por su parte le plantean las cosas mismas. (Mayz Vallenilla 1970 15-16)

La verdad, que ha de ser el norte de la universidad, se constituye, por lo tanto, en el constante afán del hombre por alcanzarla, y no es otra la "definitiva señal para afirmar su presencia" (Mayz Vallenilla 1970 18).

La lección no descuida la obligada referencia a la formación de hombres y mujeres como ciudadanos. Pero, ¿qué idea de hombre o de ciudadano puede forjarse en una universidad en crisis? La pregunta requiere ser respondida con urgencia, especialmente en nuestra América, donde la universidad ha sido tradicionalmente el campo de una confrontación ideológica estéril, que en momentos la ha llevado a la total inoperancia como institución. Al respecto, Mayz es contundente: lo que debe prevalecer a toda costa es el pluralismo, es decir, la posibilidad de la discusión racional y tolerante de todas las ideas y posiciones. Lograrlo es también la mejor respuesta posible en un momento histórico que busca desprenderse de un pasado que se agota y busca alternativas a un futuro que a todas luces es incompatible con la defensa de doctrinas o posiciones en vías de extinción, sean cuales fueran los intereses que las sustentan:

Lejos de nosotros ha de quedar toda respuesta que, ya explícita o soterradamente, defienda la posibilidad, o incluso la necesidad, de que la universidad esté al servicio de una determinada, única y excluyente idea de hombre, tanto más si semejante idea responde a los intereses de un determinado sistema establecido. Quien esto hiciera –sean cuales fueran las notas o características que le adscriba a semejante idea o los motivos que tuviera para ello– no solo quedaría comprometido en una actitud complementaria, sino que, al luchar inútilmente para detener y desvirtuar un proceso irreversible, estaría ignorando la más palpable y fecunda realidad de nuestro tiempo. El pluralismo y el enfrentamiento de ideales humanos contrapuestos, de sistemas de valores distintos y antagónicos, de creencias y supuestos de toda índole, no es solo una característica que debe admitirse como esencial de nuestra época –y frente a la cual la universidad debe mantenerse abierta–, sino que ella, a la par, constituye una promesa de incalculable valor para el destino de la humanidad futura. (Mayz Vallenilla 1970 19-20)

Pero ni siquiera la convivencia y la confrontación en el marco del pluralismo deben ser impuestas. De serlo, coartaría uno de los fines primordiales de la educación universitaria: el ejercicio de la libertad. En tal sentido, sea cual fuese la idea de hombre y de humanidad que se consolide en el futuro, la universidad no puede desligarse del deber de educar en libertad y promover su ejercicio activo en todas sus formas: como libertad de pensar, de actuar, de sentir y de expresarse, de ahí que

[...] quien admita y reconozca el sentido y el valor que tiene la libertad como norma y garantía fundamental de la dignidad humana, no solo debe estar dispuesto a defender esa libertad en todos los terrenos, sino a oponerse a todo uso hipócrita que de ella pretenda hacerse para aniquilarla en aras de un larvado totalitarismo. (20)6

En tercer lugar, la clase se centró en lo que parece ser una enfermedad que se ha hecho crónica en las instituciones educativas de nuestro tiempo. Se trata de las condiciones de la relación discipular, sin la cual no cabría referirse a conceptos como "formación", "educación" o "transmisión de conocimientos". Mayz consideraba que entre estas condiciones no podían faltar las de jerarquía y autoridad intelectuales (auctoritas):

[L]o alarmante de la crisis no radica en las necesarias y saludables modificaciones que ha experimentado la universidad en sus tradicionales y arcaicas estructuras académicas y administrativas7 [...], sino que lo grave de la situación radica en que aquella transformación se ha extendido hasta el ámbito de las relaciones jerárquicas de la institución, afectando eo ipso al sentido de la auctoritas intelectual que en ella prevalecía y, sin la cual, quiérase o no, la institución se halla condenada a desaparecer o a perder todo sentido como centro de enseñanza y de formación. En efecto, si bien semejante fenómeno es explicable desde un punto de vista psicológico y social [...], no obstante, alterándose y hasta desapareciendo la natural y necesaria jerarquía que debe prevalecer en la función docente [...], se halla herida de muerte. Efectivamente, si en la universidad no hay jerarquía [...] ¿puede, en verdad, cumplirse la función docente [...]? ¿No imponen, acaso, la enseñanza y la formación un natural orden jerárquico basado en el genuino de la sabiduría y del aprendizaje? [...] Mas [...] ¿no son la jerarquía y la auctoritas relaciones y estructuras que nuestro tiempo rechaza de plano como representaciones de un orden social odioso y ya obsoleto? ¿O tienen la jerarquía y la auctoritas –en cuanto que basadas en la sabiduría– un sentido y un significado al que se les atribuye como estructuras socio políticas? (Mayz Vallenilla 1970 12-13)

Esta cadena de preguntas que apuntaba a la desconfianza, no pocas veces usada como arma del activismo político, ha destruido la atmósfera de respeto y consideración que debiera reinar entre alumnos y maestros, transformándola, vaya uno a saber por qué, en una "lucha de clases", donde los profesores encarnarían a las "minorías opresoras que defienden intereses inconfesables" (Mayz Vallenilla 1970 23-24).

Por mi parte, sugería en una de nuestras conversaciones, que no se trataba solo de doctrinas políticas y sociales mal entendidas, sino que a ello contribuía en buena medida una especie de moda impuesta por psicólogos y teóricos de la educación, que incita a actitudes y comportamientos que conducen, tanto a profesores como a alumnos, a la admisión de la tesis del menor esfuerzo como premisa de felicidad, y a los "métodos" pedagógicos correspondientes, que promueven la idea que es suficiente "facilitar" para que los fines formativos se alcancen sin provocar los "nefastos traumas del pasado". Mayz, sin pronunciarse, me recomendó, entre risas, que propagarla en público me traería "muy mala prensa, tratándose de una moda con tantos y tan fervientes adeptos".

De cualquier manera, la lección aclaraba lo que su autor tenía en mente respecto a la autoridad y jerarquía. Ellas, bien entendidas, nada tienen que ver con castas, privilegios o intenciones ocultas. Son, ni más ni menos, los requisitos básicos que impone la condición del saber y su adecuada transmisión; por tanto, se trata de las exigencias mínimas de una relación discipular. No puede ignorarse que para aprender lo que no se sabe, alguien debe saber acerca de ello para poder enseñarlo, y en cuanto que esto es inevitable, se establece una jerarquía –un orden– ejercida de modo natural por quien sabe, gracias a un saber que lo autoriza. Es esto precisamente lo que exige el reconocimiento de quien busca aprender, porque sin este reconocimiento no habría motivo racional alguno para acudir a alguien para superar la carencia. Por ende, nada más carente de problemas cuando se lo entiende rectamente. Mayz lo recalca:

¿Mas en qué se funda semejante auctoritas, sin la cual se hace imposible concebir lógicamente ningún proceso de enseñanza? ¿Acaso puede [...] basarse esa auctoritas en la simple diferencia de edad o en la posición académica que ella trae consigo? Por el contrario: ¿no estamos conscientes de que, a veces, algunos profesores jóvenes tienen más auctoritas y gozan de una mayor y merecido prestigio que aquellos que, por simple razón cronológica, los han precedido académicamente? [...] Mas justamente ello demuestra que eso llamado por nosotros auctoritas intelectual no se basa en razones de edad [...], sino en el tácito o explícito reconocimiento que se experimenta ante el esfuerzo requerido para lograr la posesión del saber, y el cual, eo ipso, se transforma en respeto [...] Mas para que esto ocurra [...] no es sólo necesario que quien desee aprender se encuentre verdaderamente interesado en el hallazgo del camino, sino también que sienta auténtica necesidad de él, asumiendo en consecuencia una actitud discipular frente al maestro. (Mayz Vallenilla 1970 25-26).

Con esto terminaba la clase magistral.

No puedo, sin embargo, alejar de mí la tentación de traer a colación un asunto correlativo a las tesis planteadas, que en una ocasión discutí con Mayz y que está planteada en la idea de universidad entendida como formadora de los líderes del futuro, pero en un contexto latinoamericano.

Especulaba que si la causa principal de la actual agonía de la Modernidad radicaba principalmente en la implementación de una concepción "parmenidea", para decirlo con el término empleado por Mayz, que subyace a la visión moderna de mundo o, apelando a un término hoy en boga, el fundacionalismo, tanto metafísico como epistemológico, entonces surge la justificable duda de si puede suprimirse –que muchos, a partir de Nietszche, creen que es imprescindible–. De ser así, ¿puede admitirse, o es posible, la vida humana civilizada sin fundamentos compartidos, asumidos y considerados incuestionables durante períodos más o menos extensos? O, ¿es capaz el ser humano de vivir fecundamente –valga decir, no dejando de construir su futuro, que es la manera de vivir específicamente humana–, sin un marco de valores, incluso variable en el tiempo, pero asumidos colectivamente en cada caso?

Mayz, para mi sorpresa, no le preocupaba mayormente esta cuestión en el contexto latinoamericano. Para justificar su posición, me remitió al concepto de expectativa entendida como "temple fundamental del hombre americano", que desarrolla en el opúsculo "El problema de América" de 1957.8 La complejidad y sutileza de lo expuesto no me permiten sino una corta acotación, y solo referirme muy brevemente a una de las posibilidades sugeridas en la que creo que vale la pena detenerse.

Si vivir o estar en expectativa es vivir a sabiendas de que hemos de ser cada vez lo que deberíamos ser y, por ende, esperar para efectivamente serlo, y si bien esto es común a todo ser humano, es en el hombre latinoamericano –el poblador auténtico del "Nuevo mundo"– donde ese carácter general, o temple, se convierte, según Mayz, en factor determinante y diferenciador; entonces pareciera que, si hemos de adentrarnos en un modo de vida donde lo fundacional es precisamente el cambio, podría pensarse que este hombre, dado su temple, estaría en una posición óptima, mejor que la de cualquier otro habitante de Occidente, para constituirse en la avanzada de tal modo de vivir. Y, quizá, en cuanto que filósofos latinoamericanos, estemos en la situación adecuada para avizorar y describir al nuevo mundo y verlo como ciudadanos de un mundo propio.


Notas

1 Al respecto, cabe mencionar: De la universidad y su Teoría, diagnóstico de la universidad, Misión de la universidad latinoamericana y El ocaso de las universidades, entre otros.
2 Mayz asigna a tal principio un "linaje parmenídico" (16). Descartes, por su parte, lo formula y promueve sin ambages en la segunda de las Regulae ad directionem ingenii: "Todo conocimiento [scientia] es una cognición cierta y evidente. Quien duda de muchas cosas no es más sabio que quien jamás ha pensado en ellas; incluso, pareciera, menos sabio que este si se ha formado una falsa opinión de algunas de ellas. Por lo tanto, es mejor no estudiar nunca que ocuparse con objetos tan difíciles que nos incapaciten para distinguir lo que es verdadero y lo que es falso, y nos veamos forzados a tomar lo dudoso como cierto [...] Así, [...] rechazamos todos los conocimientos meramente probables y establecemos que no se debe creer sino en los perfectamente conocidos y respecto a los cuales no se puede dudar." (Descartes 362, énfasis agregado).
3 Debo señalar que, por iniciativa del propio Mayz, el objetivo principal de la Universidad Simón Bolívar es la formación científica y tecnológica; los departamentos de ciencias sociales y humanidades, que existen, tienen un papel importante en los programas de posgrado, pero solo complementario y de formación general en los de licenciatura; destinados estos exclusivamente a las ciencias básicas y carreras tecnológicas.
4 Formalmente: el dogmático insistirá en I) y II) mediante el cumplimiento cabal de III), que considera a su alcance. El escéptico, por su parte, negará I) y II), porque III) es inalcanzable o siempre insuficiente.
5 Lo que también revela que la existencia y posibilidad del conocimiento y la verdad están irremediablemente vinculadas a la duda –una, claro está, que sea real y no artificial o "metodológica"–.
6 Estas aseveraciones no eran para Mayz meras palabras para aleccionar de boca hacia afuera a los jóvenes que lo oían. Alrededor de 35 años después de pronunciarlas, en un homenaje que el Departamento de Filosofía le rindió en ocasión de sus 80 años, las asumió plenamente a título personal. Hastiado, como lo estaban muchos, de las promesas incumplidas, fue testigo del intento de golpe militar de Hugo Chávez y su posterior acceso a la presidencia por el voto popular. Pensó que este militar, que parecía honesto, sincero y se comprometió a proceder democráticamente, podía ser una alternativa para enrumbar a Venezuela. Cuando vislumbró, meses después, sus intenciones y proceder, no dudó en acusarlo públicamente por el evidente engaño, así como desligarse de cualquier compromiso con el novel gobierno. Esto lo ratificó durante el mencionado homenaje. Tuvo la honradez y el coraje de reconocer su error y, en un auditorio de la universidad que fundó –cuyo lema es "formar los dirigentes del futuro"–, delante de sus viejos colegas, de profesores más jóvenes, de alumnos, y no faltan razones para suponer que también se encontraban presentes algunos de los que oyeron su clase magistral décadas atrás, nos pidió que no olvidáramos la obligación que teníamos de no dejar perder la república, y mantener, así, la consiguiente condición de hombres libres y dignos.
7 El análisis y crítica de dichas estructuras lo trata Mayz exhaustivamente en El ocaso de las universidades (1984).
8 El problema de América (cf.39 y ss., especialmente 53 y ss.). Mayz se apoya en Zur Grundlegung der Ontologie de Nicolai Hartmann de 1934, Vol. 1, cap. 29. Existe una traducción al castellano de José Gaos (cf.216 y ss., el capítulo en cuestión se titula "Los actos emocionalmente prospectivos").


Bibliografía

Hartmann, N. Ontología. Trad. José Gaos. 2da ed. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1965.         [ Links ]

Mayz Vallenilla, E. La crisis universitaria y nuestro tiempo: clase magiustral del rector. Caracas: Universidad Simón Bolívar, 1970.         [ Links ]

Mayz Vallenilla, E. El ocaso de las universidades. Caracas: Monte Ávila Editores, 1984.         [ Links ]

Mayz Vallenilla, E. El problema de América. 3ra ed. Caracas: Equinoccio, 1992.         [ Links ]

Dinu Garber E.
Universidad Simón Bolívar - Caracas - Venezuela
dgarber@usb.ve

Creative Commons License All the contents of this journal, except where otherwise noted, is licensed under a Creative Commons Attribution License