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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.67 no.167 Bogotá mayo/ago. 2018

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v67n167.55751 

Artículos

La historia y la memoria nueva perspectiva para la política como interrupción a partir del planteamiento de jacques ranciere*

History and Memory A New Perspective For Politics As Interruption On The Basis Of Jacques Ranciere's Thought

Francisco Giraldo Jaramillo1  ** 

1 Universidad Nacional de Colombia - Bogotá - Colombia


RESUMEN

Se investiga el alcance y los límites de la concepción política de Jacques Rancière. En primer lugar, se hace una presentación esquemática de lo que el filósofo francés entiende por "política" (en donde se trata la distinción entre policía y política, el desacuerdo y la subjetivación). En segundo lugar, y tomando una disposición más crítica, se busca evidenciar el alcance y los límites de esta concepción de la política como interrupción. Con ello se ponen de presente las ventajas y los problemas del pensamiento político rancieriano. Por último, vinculando estas reflexiones con la historia y la memoria, se busca proponer una nueva concepción de la política como interrupción que supere los límites antes mencionados.

Palabras clave: J. Rancière; desacuerdo; historia; memoria; policía; política

ABSTRACT

The article examines the scope and limits of Jacques Rancière's political conception. First, it provides a brief presentation of what the French philosopher understands by "politics" (including the distinction between police and politics, disagreement and subjectivation). Secondly, from a more critical stance, it seeks to evince the scope and limits of this conception of politics as interruption, thus highlighting the advantages and problems of Rancière's political thought. Finally, by linking these reflections to history and memory, the paper proposes a new conception of politics as interruption that overcomes the aforementioned limits.

Keywords: J. Rancière; disagreement; history; memory; police; politics

"La política no es el arte de dirigir las comunidades; es una forma disensual del actuar humano, una excepción a las reglas según las cuales operan la aglomeración y el comando de los grupos humanos" (Rancière 1998 16).1 En estas líneas, tomadas del prefacio de En los bordes de lo político, encontramos una formulación explícita de lo que el filósofo francés Jacques Rancière entiende por "política" y que, no sin buenas razones, puede ser caracterizada como una concepción de la política como interrupción. Para Rancière, en efecto, el término "política" no hace referencia a lo que casi toda la tradición filosófica había entendido por este concepto, a saber, el conjunto de prácticas y principios que organiza la gestión de los asuntos humanos. Más bien, él la concibe como una cierta forma del actuar humano que, precisamente, interrumpe y suspende los principios y las reglas que operan en las comunidades. Una comprensión de la política en estos términos no solo debe llamar nuestra atención, sino que exige un examen sobre su pertinencia y sus implicaciones.

El propósito de este artículo es llevar la reflexión política de Rancière hasta sus últimas consecuencias. Más precisamente, buscaremos atender a la siguiente pregunta: ¿cuáles son los límites y el alcance de la concepción rancieriana de la política? Para responder esta pregunta, en primer lugar expondremos de manera muy concisa las ideas de Rancière sobre la política. En segundo lugar, sobre la base de una posición más crítica, intentaremos identificar los problemas que este tratamiento de la política puede resolver y aquellos a los que se enfrenta. Por último, a partir de las conclusiones parciales de la sección anterior, plantearemos una posible prolongación de esta concepción de la política más allá de la obra de Rancière. El sentido de esta prolongación y el objetivo que con ella se busca alcanzar serán precisados más adelante.

I

Antes de recordar algunos puntos clave del pensamiento político de Rancière, no está de más señalar una de las dificultades de su planteamiento: la imposibilidad de definir la esencia de lo que él llama "política". Pretender ver en los textos de Rancière una definición esencial de esta violentaría su sensibilidad política y filosófica: como ya lo anticipamos, el término "política" no hace referencia a la esencia de la organización social o de la vida en comunidad; lejos de eso, esta noción remite a cierta interrupción del principio o fundamento que gobierna la sociedad y las relaciones entre sus partes.

Una posible vía para caracterizar la política en el pensamiento de Rancière es a partir de la distinción, bastante tratada en su obra, entre policía y política, tema que no es del todo novedoso en la reflexión política contemporánea,2 pero que en la obra de Rancière opera de una manera específica. En efecto, esta distinción busca poner en evidencia dos "lógicas" del "estar juntos" inconmensurables (e incluso contradictorias) y que, según el mismo Rancière, se confunden habitualmente bajo el único nombre de "política" (cf. 1996 43).

Ordinariamente se comprende la policía como el conjunto de dispositivos cuyo fin es garantizar el orden público. Para Rancière, esta noción hace referencia a una lógica más profunda y compleja: el término "policía" está reservado al "conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución" (1996 43). Así, aquella no es una noción que designa únicamente los dispositivos de la "cocina gubernamental" (el orden jurídico, el aparato estatal, etc.) o las funciones coercitivas que mantienen el orden público (el control de las manifestaciones, la vigilancia y la seguridad); ciertamente, ellos hacen parte de la policía, pero no son más que su aspecto más visible y concreto. Más bien, la policía es un proceso cuyo fin es organizar el mundo común dividiéndolo, com-partiéndolo y descomponiéndolo en distintas partes:

De este modo, la policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea. (Rancière 1996 44)

En este sentido, la policía es el proceso que constituye y configura el campo de la experiencia del mundo común, es decir, posibilita que ciertos objetos e individuos sean percibidos como tales y, así mismo, imposibilita que otros objetos y otros individuos se constituyan como tales:

Esta repartición que anticipa, en su evidencia sensible, la repartición de las partes, presupone ella misma un reparto de lo que es visible y de lo que no lo es, de lo que se escucha [entend] y de lo que no se escucha [n'entendpas].3 (Rancière 1998 240)

En otras palabras, la esencia de la policía es establecer un cierto reparto de lo sensible (cf.Rancière 2000).

La política, por su parte, no solo se distingue de la policía, sino que se opone específicamente a ella, como lo afirma Rancière en la séptima de sus diez tesis sobre la política (cf. 1998 240). Podríamos errar si se infiere de lo anterior que la política constituye la serie de acciones que tiene lugar cuando una de las partes de la sociedad busca enérgicamente reorganizarla para mejorar sus condiciones de vida: podríamos, por ejemplo, imaginar un grupo de trabajadores que inicia una protesta con la pretensión de obtener una mejora salarial o de sus condiciones laborales. Podríamos ir aún más lejos e imaginar una protesta masiva, iniciada por un cierto grupo que busca instaurar un orden social menos opresor. ¿Pero serían estas acciones, en sentido estricto, oposiciones al orden policial?

Si se mira de cerca, una protesta que busque mejoras salariales, por visible y masiva que sea, no constituye para Rancière un proceso político en sentido estricto (cf 1996 48); en su opinión, aquella no sería una interrupción del orden social e incluso podría decirse que lo reafirmaría, ya que se trataría de un diálogo entre dos partes de la sociedad en el que habría un intercambio de tesis y argumentos. Así mismo, una protesta cuyos promotores tengan como objetivo hacerse con el poder no puede ser considerada un proceso político. Ciertamente, podría argumentarse que en ella se refleja la oposición que un sector de la sociedad manifiesta contra los mecanismos de los gobernantes de turno para gestionar los asuntos de la sociedad; sin embargo, oponerse a la gestión gubernamental para instaurar un mejor régimen no es equivalente a confrontar el reparto de lo sensible impuesto por el orden policial.

Estos dos ejemplos nos permiten caracterizar la especificidad del litigio propiamente político. La contraposición entre policía y política no puede ser comprendida como una oposición simétrica, pues la política no es ni una corrección del status quo ni un orden alternativo a la policía. Por esta razón debemos insistir en que la política, para Rancière, carece de toda sustancia: no es la arkhé que organiza y gobierna la sociedad, sino precisamente lo que trastorna e interrumpe todo fundamento que asigne lugares y funciones a los individuos (cf 1998 113). En este orden de ideas, todo lo que se atenga a un orden en el que los individuos deban inscribirse, todo lo que implique o presuponga que deban asumir un lugar y una función determinados, todo lo que exija asentir a cierto reparto de lo común, todo esto es relativo a la policía.

Así, la política no es más que la forma que adquiere cierto litigio cuando interrumpe y pone en cuestión el proceso policial y el reparto de lo sensible que este impone: este litigio no se da ni como la manifestación de las exigencias de una parte de la sociedad ni como una lucha por el poder (pues estas afirman, de una u otra manera, un determinado orden policial), sino que se manifiesta como el conflicto que nace cuando los que no son contados como parte de la sociedad se reclaman como tal. En este sentido, se comprende que, para Rancière, la política no nazca de la división natural entre "hombres que hablan" y "animales que hacen ruido" (como reza la clásica formulación aristotélica). Por el contrario, emerge precisamente cuando la repartición policial -que encarga a ciertos individuos de gestionar el destino común (y, por lo tanto, de hablar) y que expulsa a los otros al estado de animalidad, supervivencia y obediencia (y que los condena, por ende, a no poder manifestar más que gemidos de placer o dolor)- es puesta en cuestión.

De lo anterior se desprende que el litigio político no necesariamente tiene la forma espectacular de una huelga general o de una manifestación masiva en las calles: "Una revolución es un proceso de palabra" (Rancière 2012 58)4 y, más precisamente, es una situación de desacuerdo.

El desacuerdo no es el conflicto entre quien dice blanco y quien dice negro. Es el existente entre quien dice blanco y quien dice blanco pero no entiende [n'entendpoint] lo mismo o no entiende [n'entendpoint] que el otro dice lo mismo con el nombre de la blancura. (Rancière 1996 8)5

Así caracterizada, una escena de desacuerdo debe cumplir dos condiciones: por un lado, que uno de los interlocutores entienda y a la vez no entienda lo que el otro dice; por otro, que se trate efectivamente de un conflicto. Un desacuerdo, entonces, no es la situación en la que x y y se reconocen como interlocutores y comparten tesis y argumentos sobre los que existe un debate. Tampoco se trata del caso extremo en el que lo único que x puede captar de lo que y dice es una secuencia de sonidos ininteligibles (pues, en ese caso, no hay conflicto posible). Más bien consiste en una situación de palabra donde lo que está en juego es el reconocimiento del otro interlocutor como ser hablante, como ser de palabra. De este modo, un desacuerdo solo tiene lugar cuando existe un conflicto que tiene como objeto el estatuto de "ser hablante" (de un individuo que hace uso de la palabra y que no se limita a emitir gemidos) que uno de los interlocutores reclama frente a otro que, por su parte, se la niega. De ahí se comprende que el desacuerdo "no se refiere solamente a las palabras", sino "a la situación misma de quienes hablan" (Rancière 1996 10).

Pero debemos hacer énfasis en la complejidad de esta situación de habla y de esta exigencia de ser reconocido como ser de palabra. Es preciso comprender que no se trata de una simple resistencia a una censura, pues lo que está en juego en esta imposibilidad de hablar no se funda en la imposición de un silencio. La imposibilidad de hablar de quienes no lo deben hacer radica en el hecho de que no son considerados como individuos que posean la facultad de la palabra. Así, ¿qué es lo que ocurre cuando los que no deberían hablar efectivamente hablan?

Hacen lo que era impensable para estos: instituyen otro orden, otra división de lo sensible al constituirse, no como guerreros iguales a otros guerreros, sino como seres parlantes que comparten las mismas propiedades que aquellos que se las niegan. (Rancière 1996 39)

En este sentido, la palabra proferida que da lugar al desacuerdo encuentra en su interior una suerte de desdoblamiento: antes de transmitir un sentido, ella debe exigir y poner de manifiesto su estatuto de palabra y, para retomar los términos aristotélicos clásicos, debe manifestarse como lógos y no como simplephõné. Dicho de otro modo, es una palabra que, antes de poder proponer una tesis para el debate sobre el destino común, debe evidenciar que es capaz de articular discursos y que no es simplemente un grito que solo indica dolor o placer.

Es evidente que lo anterior no viene sin dificultades: ¿cómo una palabra que no cuenta con las condiciones para su emisión puede ser, no obstante, emitida? O, mejor, ¿cómo opera este desdoblamiento de la palabra política? Sin duda alguna, la primera condición para que una palabra pueda ser emitida es la existencia de un locutor. Ahora bien, acabamos de señalar que quien hace uso de la palabra política no existe como interlocutor en la sociedad y que es precisamente haciendo uso de la palabra que reclama esta existencia. Habría que formular la siguiente pregunta: ¿quién es el que emite la palabra política? ¿Quién habla?

La respuesta a esta pregunta se encuentra en lo que Rancière llama subjetivación:

Por subjetivación se entenderá la producción mediante una serie de actos de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en un campo de experiencia dado, cuya identificación, por lo tanto, corre pareja con la nueva representación del campo de la experiencia. (1996 52)

El proceso de subjetivación no constituye la creación ex nihilo de un sujeto político; no constituye tampoco la reafirmación de una parte de la sociedad que rompe el silencio que se le había impuesto y que resurge exigiendo la satisfacción de sus intereses. Se trata, más bien, de un sujeto político cuyas palabras establecen las condiciones y la escena común para ser escuchadas como tales, y cuyo nacimiento implica la puesta en suspenso de la norma que traza el reparto de lo sensible dominante.

De modo que la subjetivación no constituye la simple toma de palabra de una parte de la sociedad que expresa su voz y busca su reafirmación como tal: en realidad, esta "toma de la palabra" es una operación que arranca los cuerpos del reparto de lo sensible establecido, los desplaza del lugar al cual el orden policial los había asignado y crea una escena en la que este nuevo sujeto político, en efecto, habla en cuanto que sujeto político (cf Rancière 1996 58-59). La subjetivación es el proceso que pone en evidencia que aquellos que habían sido excluidos de la esfera de la palabra son, precisamente, seres hablantes, individuos que comprenden lo que se dice, capaces de elaborar un discurso y que exigen ser reconocidos como tales.

En síntesis, la política, para Rancière, consiste en el proceso desencadenado por la palabra política que produce una escena de desacuerdo, es decir, una situación de habla que pone en suspenso el reparto de lo sensible que la reducía a un simple gemido, y que revela su carácter de palabra. Este proceso consiste en un uso de la palabra que pasa por una desidentificación del orden policial y da a luz a un nuevo sujeto político que no existe más que en la declaración misma de su existencia (subjetivación). Así, la palabra política es aquella emitida por un sujeto político que nace en el momento mismo en el que habla y cuya emisión traza las condiciones para ser entendida en cuanto que palabra, pues postula la existencia de un sujeto político que la pronuncia.

II

La anterior caracterización del pensamiento político de Rancière, sin ser exhaustiva, es suficiente para los propósitos de esta investigación. De lo que se trata ahora es de preguntarnos por el alcance y los límites de este planteamiento o, dicho de otra manera, de explorar lo que se "gana" al adoptar la concepción de la política como instante de interrupción por la palabra y, por supuesto, los problemas a los que aquella se enfrenta.

Como se desprende de la anterior presentación, concebir la política como interrupción no es proponer esta última como fundamento de la sociedad o como principio de organización social; pretender instaurar un nuevo principio de la política, cualquiera que sea, no sería más que replicar las "operaciones del pensamiento mediante las cuales la filosofía trata de terminar con la política" (Rancière 1996 11). Concebir la política como interrupción es ver en las interrupciones iniciadas por la palabra de quienes jamás son escuchados la dinámica propia del actuar político y, así, comprenderla como la aporía que la reflexión política debe acoger en su especificidad. En este sentido, esta concepción de Rancière implica reconocer el uso de la palabra política no como un fenómeno desincronizado y, sin embargo, inscrito dentro de los límites de un principio dado, sino como un genuino trastorno de todo orden que gobierna la sociedad. Así, parece que la pregunta que habría que formular es la siguiente: ¿qué es lo que se gana al comprender la interrupción política, este uso de la palabra que hacen quienes no deberían hablar, no como una avería en el correcto funcionamiento de la sociedad, sino como una verdadera conmoción del orden establecido?

El camino más expedito para responder esta pregunta es abordar la interrogación inversa: ¿qué implicaría no reconocer la palabra política como una interrupción, sino como una simple desincronización en el orden social? En las primeras páginas de este texto señalamos que todo orden policial, cualquiera que sea, fija identidades, asigna funciones, establece jerarquías, atribuye lugares y reserva así el privilegio de la palabra a solo unos cuantos. Esta característica del orden social le es immanente y no tiene nada de abominable per se. Ahora bien, resulta que los humanos confinados en la esfera doméstica, la educación de los niños, el trabajo en las fábricas o el cuidado de los cultivos no viven solamente sometidos a la temporalidad de la repetición, sino que participan también en la temporalidad humana y exigen ser reconocidos como seres que hablan y tienen algo que decir. Esta exigencia de reconocimiento constituye una turbación en el orden social: estos seres, que no eran considerados más que animales de ruido destinados al trabajo y a la vida doméstica, se revelan como seres humanos que son capaces de hablar y de elaborar discursos.

En este escenario, se abren dos posibilidades en cuanto a las reacciones que la sociedad puede tener frente a esta turbación: la primera (llamémosla "política") reconoce esta turbación como una puesta en cuestión del orden social, como la explicitación de un daño que ciertos seres hablantes le hacían a otros seres hablantes que no eran reconocidos como tales y, así, se admite la necesidad de una reconfiguración social que incluya y reconozca a estos individuos como genuinos interlocutores. La segunda reacción posible ("policial") percibe esta turbación social como un problema en el normal y correcto funcionamiento de la sociedad, de modo que se tratará de aniquilar esta turbación, ya sea excluyéndola o reprimiéndola, ya sea reduciéndola a sus propias reglas, asimilándola a una simple fricción entre sectores sociales determinados.

Así, el no reconocimiento de los litigios políticos como manifestaciones de igualdad entre seres hablantes implica no poder reconocer errores o fallas en el orden social dominante: es partir del supuesto de que todos los individuos tienen un lugar en el que deben permanecer, es decir, que poseen una función a la cual deben consagrarse y, por consiguiente, es partir del supuesto de que cualquier desajuste en la jerarquía social, cualquier pretención de desidentificarse de una identidad impuesta y, en suma, cualquier intento de cuestionar el orden establecido constituye un problema. En otros términos, es perder de vista la contingencia sobre la cual reposa toda jerarquía social y su caracter necesariamente arbitrario. De este modo, concebir el momento político como una interrupción es reconocer que todo orden social es contingente y, por consiguiente, implica mantener la puerta abierta para que nuevas manifestaciones de igualdad tengan lugar: es, en pocas palabras, la vía para no caer en la exclusión.

Con lo anterior no queremos insinuar que, dado el caracter arbitrario de toda organización social, hay que abolirlas todas; de hecho, es imposible negar que a toda agrupación le es inherente una forma de organización y, como Rancière mismo lo afirma, hay organizaciones sociales infinitamente preferibles a otras (cf 1996 46). Simplemente hemos querido destacar, por contraste, una de las ventajas de la concepción de la política como interrupción. No reconocer los litigios políticos como interrupciones de igualdad equivale a no reconocer nuestra organización social como una configuración social entre otras posibles y, por consiguiente, implica anular toda tentativa de abrir nuevos espacios en los que se evidencie la igualdad de cualquier ser hablante con cualquier otro. De lo anterior se puede deducir que la ganancia de la concepción de la política como interrupción es que nos permite ser sensibles a la aparición de nuevos interlocutores ahí donde no se veía más que seres de ruido y, de alguna manera, evitar caer en la exclusión.

Ahora bien, la novedad que trae consigo la interrupción política, esta palabra que nadie escuchaba y para la que no hay más respuesta que el reconocimiento de la igualdad, no viene sin dificultades. Comencemos por constatar que si queremos afirmar con radicalidad que la política es un evento absolutamente nuevo, y si queremos insistir en que constituye un verdadero trastorno del orden establecido, debemos aceptar también su carácter absolutamente efímero y causalmente indeterminado. Rancière mismo parece admitirlo cuando afirma que esta

[...] no está fundada en ninguna naturaleza de las cosas ni está garantizada por ninguna forma institucional. No es acarreada por ninguna necesidad histórica y tampoco lleva a ninguna. Solo se confía en la constancia de sus propios actos. (Rancière 2005 106)

Así pues, parecería que la política no puede ser comprendida más que como un "accidente siempre provisional" (Rancière 1998 238), como un instante efímero que no tiene lugar más que en momentos muy precisos, sin más consistencia que el instante político como tal. En efecto, ¿puede hablarse de una causa de la política y de efectos propiamente políticos? Esta pregunta no es simplemente retórica, ya que su respuesta está lejos de ser evidente.

Intentemos, pues, responder este interrogante. Podría decirse, a manera de hipótesis, que la causa de la política se encuentra en el daño que el orden social dominante hace a quienes excluye de la esfera del uso de la palabra. Pero esta sería una respuesta parcial y equívoca: en primer lugar, porque no es el daño en cuanto tal lo que pone en marcha el proceso político; durante muchos años hubo leyes segregacionistas en Estados Unidos y estas fueron puestas en cuestión solo cuando una mujer negra decidió inesperadamente sentarse en uno de los lugares asignados para blancos en los autobuses. En segundo lugar, y sobre todo, esta respuesta sería cuestionable porque, de ser cierta, no podría decirse que la política constituye la interrupción o el trastorno del orden policial, sino que sería su consecuencia.

Para lo que atañe a los efectos políticos, la respuesta es similar: una vez que la política es puesta en marcha, que el daño ha sido puesto en evidencia, que se ha exigido la calidad de ser hablante y que esta ha sido reconocida, una vez que el orden policial se ha visto radicalmente reconfigurado a partir de la palabra de un nuevo sujeto político, ¿qué resulta de todo esto? La respuesta parece clara: un nuevo orden policial, nuevas identidades, nuevas exclusiones y nuevos individuos que se reclaman como usuarios exclusivos de la palabra; se tratará probablemente de un orden policial más rico, dado que abarcaría a más individuos (en la medida en que, por ejemplo, este tomaría en cuenta y reconocería la igualdad de quienes eran excluidos por el color de la piel), pero al fin y al cabo, un nuevo orden policial. Esto no constituye un grito de pesimismo ni la constatación de una fatalidad. Sencillamente estamos intentanto indicar lo que queda de la política una vez que ella ha tenido lugar y si queremos ser coherentes con lo que hemos considerado hasta ahora, debemos admitir que no queda nada, pues aquella termina siendo una suerte de milagro social: se trata de un proceso causalmente inexplicable (pues no encuentra su razón en el orden policial) y cuyos efectos se disuelven una vez que el milagro ha tenido lugar; apenas esta chispa inmotivada de igualdad que es la política se consume, no queda más que la policía.

Para redondear, podemos identificar dos dimensiones en las que esta indeterminación causal y efectiva de la interrupción política revela su efemeridad. En primer lugar, en la dimensión que podríamos llamar "ontológica". En efecto, la política, en cuanto que trastorna el orden policial, no tiene ninguna consistencia ontológica: es un proceso ocasional y local que tiene lugar muy rara vez, que no es causada por el orden social y sus efectos (más allá del instante de igualdad que desencadena) son del orden policial. Seamos claros: no estamos formulando una objeción al planteamiento rancieriano; desde el comienzo de este texto hemos caracterizado la interrupción política como un proceso sin sustancia, sin esencia, como una dinámica que precisamente derrumba todo fundamento del orden social; es precisamente esta caracterización dinámica lo que nos permite atribuirle la posibilidad real de abrir la puerta a quienes están afuera, de escuchar a quienes no son escuchados jamás. Simplemente estamos presentando los límites en los que esta concepción de la política se inscribe y que, en términos ontológicos, son muy restringidos.

En segundo lugar, la política como interrupción encuentra un claro límite en el plano "epistémico". Precisemos de entrada que no hacemos referencia a la posibilidad de hacer una "teoría" de la política concebida como interrupción: toda universalización de la dinámica política no es otra cosa que ceder a la tentación de reducir y violentar su heterogeneidad. En este sentido, por "epistémico" entenderemos lo relativo a la reflexión sobre la política o, mejor, lo que estas interrupciones políticas pueden decirnos cuando las interpelamos. ¿Qué podemos hacer como reflexión sobre la política (y es en estos términos que comprendemos la pregunta por los límites "epistémicos" de la política)? Por un lado, es posible llevar a cabo lo que hicimos en las primeras páginas de este artículo, a saber, tomar como punto de partida un rasgo de la política (su oposición con la policía, en nuestro caso) y seguir las pistas que la investigación misma ofrece. Incluso si esta reflexión puede decirnos mucho sobre la política y sobre su carácter interruptivo (en la medida en que, por ejemplo, ya tenemos una descripción formal de la política y de lo que está en juego en el uso de la palabra política), hay que tener en mente los claros límites de este saber, puesto que se trata de un saber que no es universalizable (no se trata de una definición esencial) pero que está absolutamente desarraigado de todo contexto y no ofrece más que un marco de reflexión.

Así mismo, es posible ver retrospectivamente ciertos momentos de la historia y leerlos en "código político": se trataría entonces de consagrarse a la tarea de interrogar los grandes trastornos sociales de la historia y de determinar en qué sentido se dieron como innegables manifestaciones de igualdad a través de la palabra política. Este saber sería una narración que orientaría sus reflexiones hacia el pasado intentando seguir el rastro de las palabras dichas, intercambiadas, de comprender las condiciones que hicieron que ciertas palabras fueran escuchadas, que hicieron que ciertos individuos se hayan arrancado del lugar al que la sociedad los había condenado, que hicieron que ciertas cosas hayan podido ser dichas o percibidas; en suma, consistiría en un trabajo de reconstrucción de las escenas políticas en la que estos desacuerdos hayan sido efectivos a lo largo de la historia. Podríamos atribuir a este saber histórico cierta consistencia, por decirlo así, en la medida en que se trataría de una narración que tendría como objeto los usos efectivos de la palabra, que tendría en cuenta las palabras tal cual fueron enunciadas y las particularidades de cada proceso, y no solo su dinámica formal. Ya no se trataría de despejar una cierta forma atemporal y vacía del proceso político, sino de ver cómo se da efectivamente, de manera concreta.

Una pregunta se nos impone: ¿este esfuerzo narrativo debe restringirse al pasado? ¿Es posible, por ejemplo, concebir una reflexión en presente o futuro sobre la palabra que se enuncia, sobre los desacuerdos que tendrán lugar sobre quienes no son escuchados jamás? Para responder esta pregunta, no podemos perder de vista que el daño que se hace a los seres hablantes al despojarlos del derecho a la palabra no es un dato social: las sociedades funcionan precisamente porque ignoran que en la base de su organización se encuentra este daño, este desajuste, que solo se revela en el momento en el que quienes sufren el daño lo manifiestan. Es solo cuando hablan quienes no lo deben hacer que se evidencia el daño que se les inflingía al quitarles el derecho de la palabra. Así, para que pueda haber una reflexión sobre un proceso de palabra política, es preciso que aquel haya tenido lugar así sea en un pasado inmediato; de lo contrario, no hay nada sobre qué reflexionar.

Estas consideraciones pueden parecer una divagación artificiosa, pero debemos llevarlas a cabo para evitar equivocarnos trazando los límites epistémicos de la política concebida como interrupción. Si nuestra reflexión va por buen camino, podemos decir que todo saber que se pueda desarrollar sobre la política como interrupción no puede ser más que una narración histórica o un análisis formal (que si bien es posible llevar a cabo, es un saber completamente ciego a las particularidades de los momentos políticos concretos).

Parecería entonces que el examen de la concepción de la política como interrupción que hemos querido desarrollar en esta investigación nos lleva a la siguiente situación: si queremos conservar la concepción de la política como este trastorno radical de la vida en común -y, por consiguiente, una concepción de la política que nos invita a escuchar a los individuos que verifican, a través del uso efectivo de la palabra, la igualdad que se les niega-, debemos aceptar también los estrictos límites en los que esta concepción está encerrada. Si, en cambio, queremos hacer de la política un objeto que se pueda explicar y a partir del cual se pueda comprender cómo hacer de las reglas que gobiernan el mundo social una mejor organización, debemos renunciar a concebir la política como este trastorno del orden establecido y, por lo tanto, a la posibilidad de reconocer como genuinas interrupciones las palabras de quienes no son reconocidos como interlocutores. En resumen, esta investigación parece llevarnos a un dilema: o bien admitimos la concepción de la política como interrupción admitiendo también sus estrictos límites ontológicos y epistémicos, o bien superamos dichos límites (le atribuimos consistencia ontológica y epistémica) anclando la política al orden que gobierna la sociedad, con el precio de no poder concebirla como su interrupción y, de esta manera, dejando de lado la posibilidad de tomar en serio las palabras de quienes jamás son escuchados.

Quisiéramos, en el último apartado de este artículo, esbozar un camino para intentar disolver este dilema, es decir, trazar el camino para seguir concibiendo la política como interrupción sin tener que encerrarla en los límites ontológicos y epistémicos mencionados. Más precisamente, queremos proponer una vía para mantener el carácter interruptivo de la política sin hacer de ella un instante efímero que desaparece una vez tiene lugar.

III

Hace falta una investigación dedicada exclusivamente a la prolongación de la concepción de la política como interrupción para llegar eventualmente a un resultado satisfactorio. Por el momento, a manera de conclusión, nos restringiremos a allanar el terreno y a establecer las bases para, en una oportunidad futura, desarrollar con más detalle esta propuesta con la que, creemos, se supera el dilema planteado.

Preguntémonos entonces: ¿acaso la interrupción que constituye el proceso político debe necesariamente ser concebida como un instante que se extingue una vez que tiene lugar? Parecería que bajo la anterior formulación se halla la siguiente incógnita: ¿acaso la política no puede, en ningún caso y en ningún sentido, permanecer en el orden policial? En términos más radicales: ¿no podría la política coexistir, de una u otra manera, con la policía? A primera vista, la formulación de estas preguntas parece un enorme retroceso en todo lo que hemos considerado hasta el momento, pues sugiere que hemos olvidado la distinción entre policía y política, eje de la reflexión política rancieriana. Pero creemos que, con ciertas precisiones, la formulación de este interrogante puede ser el punto de partida para una prolongación coherente del planteamiento político de Rancière que nos permite encontrar una salida a los límites en los que este parece hallarse encerrado.

Precisemos de entrada que nuestra propuesta no busca disolver la distinción entre policía y política; por el contrario, nos proponemos mirar esta distinción en perspectiva, es decir, tomando cierta distancia. En efecto, a lo largo de este trabajo nos hemos concentrado en el momento de lo político, esto es, cuando la política choca y trastorna el orden policial, pero no nos hemos preguntado por lo que resulta de este choque. Consideramos que ahondar en esta pregunta nos permitirá superar el dilmea planteado.

Decir que vamos a ver en perspetiva el choque entre la política y la policía exige que hagamos explícita la intuición que motiva nuestra propuesta. Ilustrémosla con un ejemplo. Imaginemos el orden policial como un bloque de mármol y la política como el golpe de cincel que el escultor le asesta. Si miramos de cerca este encuentro entre el cincel y el mármol, no veremos más que un golpe, una chispa, y una vez que el golpe ha sido dado, solo vemos el mismo mármol. Ahora, si tomamos un poco de distancia y miramos el golpe del cincel en perspectiva, nos daremos cuenta de que el mármol ha adquirido un nuevo relieve gracias al golpe del cincel: veremos un bloque de mármol pero con el rastro y la marca de un golpe. Lo que proponemos, entonces, es tomar distancia y preguntarnos en qué sentido el mármol y el golpe del cincel, incluso siendo inconmensurables, pueden coexistir en la escultura -no como la culminación de una cierta forma que una intencionalidad habría previsto (como lo sugeriría equívocamente el término "escultura" o "escultor"), sino en el sentido de que el mármol guarda las marcas y los rastros de los golpes del cincel-.

Es claro que la policía siempre será policía y que una vez la política tiene lugar una nueva policía reorganiza el campo de la experiencia. Pero nada nos impide pensar que, después de que la política ha trastornado la policía, pueda permanecer algo de esta conmoción en la forma del orden policial. Es cierto que esta aseveración puede parecer contradictoria con lo que habíamos sostenido en nuestras consideraciones sobre los límites de la política rancieriana, en donde habíamos afirmado que, una vez la chispa de igualdad se consume, no hay nada político que permanece: solo un nuevo orden policial con nuevas identidades y nuevas exclusiones, etc. En un sentido lo seguimos sosteniendo. Ahora bien, esto no nos impide pensar que el orden policial, una vez reconfigurado -en virtud de un proceso político- guarda en sí mismo la historia del encuentro con la política. Habíamos dicho que se trataba de un orden policial más rico, en la medida en que, por ejemplo, incluía como iguales a quienes eran discriminados por el color de su piel. Pero nuestra afirmación fue inexacta: el enriquecimiento del orden policial por la política no tiene que ver solo con el hecho de que abarque más individuos; se ha enriquecido porque guarda en sí mismo la historia de un proceso político.

Así las cosas, ¿qué es lo que queda de este momento político luego de haber tenido lugar? Si nos restringimos al momento político en cuanto tal, habría que responder que no queda nada: cuando esta conmoción ha interrumpido la sociedad, no hay nada más que un nuevo orden policial. Pero si se mira este proceso con un poco de perspectiva, no dudaríamos en decir que este momento político permanece como historia: el conocido gesto de Rosa Parks hizo que la sociedad estadounidense se reconfigurara y diera lugar a la desaparición de las leyes segregacionistas; este acotecimiento debe ser considerado como una marca política en el orden policial y hace parte de su historia.

Así, admitimos que todo momento político enriquece la historia de la policía: ella está construida, formada, por las palabras de quienes no debían decir nada, por los hombres que reclamaron su calidad de iguales cuando no eran percibidos más que como animales vociferantes. De este modo, la policía no es nunca policía sin más, pues el orden policial carga con una historia política, lleva las marcas de momentos políticos. En este sentido, existe una cierta coexistencia entre la policía y la política bajo la forma de la historia.

Pero es claro que esta coexistencia en cuanto que historia no es todavía la respuesta que estamos buscando. Decir que el orden policial de una sociedad carga con una historia política no implica que esta sociedad coexista, en sentido estricto, con la política; con ello se indica simplemente que está ligada históricamente, temporalmente, a la política. En otras palabras, que la policía pueda ser comprendida como el resultado histórico de varios momentos políticos no excluye la posibilidad de que el nuevo orden policial intente aniquilar toda nueva manifestación política: lo que buscamos es una coexistencia efectiva entre policía y política, y no solo una relación que se limite a unirlas temporalmente.

Aquí queremos proponer, entonces, una distinción para avanzar en este argumento: la diferencia entre historia y memoria. En efecto, que una sociedad tenga historia no implica que tenga memoria y es en esta distinción donde se juega nuestra propuesta.

La diferencia entre historia y memoria radica principalmente en que la primera es una serie de eventos objetivamente determinables en el tiempo, mientras que la segunda es un ejercicio activo: consiste en el trabajo de interpelar, interpretar y mantener viva la historia. Es su carácter activo, como lo asevera Elizabeth Jelin (cf. 2002 17-37), lo que hace de la memoria un lugar de convergencia tanto de factores subjetivos (facultades psíquicas y emociones) como objetivos (hechos o sucesos que dejan marcas indelebles). Es por esto que la memoria no puede ser considerada como el simple registro del pasado; más bien, ella es la construcción de un relato en constante reelaboración que versa sobre ciertos eventos que, por distintas razones, exigen ser interrogados.

Es claro que estamos lejos de una caracterización exhaustiva de la memoria y de su vínculo con la política. Pero, para abrir la puerta a una reflexión sobre la política comprendida como interrupción y su vínculo con la historia y la memoria, nos basta por el momento con dejar planteada la distinción entre historia y memoria. Tener historia significa ser el resultado de una serie de eventos objetivamente determinables que han tenido lugar. En cambio, tener memoria es volcarse activamente hacia la historia, dirigir el pensamiento, las reflexiones, las inquietudes, las emociones y las acciones hacia la historia y jamás cesar de interpelarla. Tener memoria es, en pocas palabras, establecer como fin supremo la interrogación constante de la historia.

Teniendo en mente esta distinción, podríamos afirmar lo siguiente: todas las sociedades cargan con las marcas de los momentos en los que ciertos individuos pusieron en evidencia el daño que les hacían despojándolos del derecho a hablar y a ser escuchados, todas las sociedades se han visto obligadas a repensarse cada vez que quienes no eran vistos más que como animales vociferantes se revelaban como seres de habla y de discurso. Todas las sociedades, en suma, tienen una historia política. Sin embargo, esto no implica que todas ellas guarden en su memoria estos momentos políticos. Para que una sociedad tenga memoria, no debe perder de vista su pasado político ni cesar de interrogar los momentos políticos que la obligaron a reconfigurarse. En este sentido, una sociedad con memoria política es una que no deja de observar y escuchar, bajo nuevas perspectivas, las palabras de estos individuos que lograron conmocionar todo el orden social cuando hubieran podido quedarse en su lugar y, por consiguiente, es una sociedad que se reconfigura teniendo como fin la interrogación permanente y la comprensión de los momentos políticos que constituyen su pasado político.

Creemos que cuando se avanza en esta dirección podemos encontrar una salida a nuestro dilema. Retomemos: buscamos una caracterización de la política en la que esta conserve su carácter interruptivo sin que esto implique que deba desaparecer instantáneamente cuando ha tenido lugar. Si podemos encontrar una concepción de la política en estos términos, habremos superado el dilema de o bien concebir la política como interrupción admitiendo los límites en los que está inscrita, o bien superar los límites anclando la política al orden que gobierna la sociedad. Con ello, habremos encontrado una concepción de la política como interrupción que permanece ontológica y epistémicamente o, dicho de otro modo, que coexiste con el orden policial. Examinemos si la política comprendida como interrupción, historia y memoria obedece a esta caracterización.

En primer lugar, desde esta perspectiva, la política como interrupción supera los límites en los que la creíamos encerrada: en efecto, ya no es comprendida solo como un momento de igualdad, como el instante en el que la palabra política es enunciada y escuchada, sino que se convierte en un proceso que permanece tanto ontológica como epistémicamente.

En el plano epistémico, la política se convierte en memoria, es decir, en un objeto de reflexión inagotable para una sociedad que se vuelca a la comprensión y a la interrogación de su propio devenir, que no quiere olvidar jamás su propia historia política. Habría que precisar en qué se distingue esta memoria política de la narración histórica que habíamos caracterizado en el anterior apartado. En nuestra opinión, la diferencia es una sola: la memoria política, tal y como la entendemos acá, tiene como objetivo mantener la historia como una interlocutora viva, presente, inquietante y no simplemente contar los hechos, informar lo sucedido, explicitar la cadena causal que une los eventos pasados. Para decirlo de otro modo, consagrarse a la elaboración de una simple narración del pasado, tal y como nosotros lo hemos caracterizado, consiste en una actividad que tiene la pretención de responder suficientemente a la pregunta "¿qué fue lo que ocurrió?". En cambio, la memoria política constituye un cierto saber en construcción, que no se agota jamás en la respuesta a la pregunta sobre lo que sucedió; tiene como objetivo mantener viva y en su singularidad la palabra política, busca seguir oyéndola tal y como fue escuchada en cierto momento de la historia y jamás olvidarla tal y como fue pronunciada.

Es claro que el estatuto de esta memoria política deberá ser precisado ulteriormente, pero, en todo caso, lo cierto es que la interrogación de la historia política (la memoria política) no tiene un objetivo informativo o explicativo. Si se hiciera de la memoria política una narración sobre el encadenamiento causal de la política (tal y como lo haría la simple narración histórica), despojaríamos a la política precisamente de su heterogeneidad, de su imprevisibilidad, de su inexplicabilidad; para que la memoria constituya una coexistencia efectiva de la policía y la política en el plano epistémico, esta debe conservar su carácter polémico, inexplicable e imprevisible. Así, el objetivo de esta interrogación constante bajo la forma de la memoria no está encaminada a explicar por qué quienes no debían hablar hablaron ni integrar la política a la policía. Su tarea, más bien, es la de nunca dejar que la palabra de quienes no debían hablar se acalle. O mejor aún, su tarea es interpelar esta fuente inagotable de inquietudes que no encontrarán jamás una explicación completa y, en este sentido, enfrentar constantemente esas voces sobre las cuales habrá siempre algo por decir y a las que habrá siempre una pregunta que plantearles.

Así mismo, a partir de lo que hemos considerado, podemos decir que la política ya no está encerrada en los estrictos límites ontológicos del momento en el que la igualdad de cualquier ser hablante se verifica por la palabra. Más bien, permanece, en primer lugar, como la marca de un evento que ha trastornado el orden policial, que lo ha reconfigurado y enriquecido. Pero también podemos considerar que el plano epistémico puede tener repercusiones en el plano ontológico. En efecto, una sociedad con memoria política es una que se vuelca a la comprensión de su historia política, que adopta como su fin la constante interrogación de los momentos políticos que la enfrentaron consigo misma y que la obligaron a admitir el daño y el desajuste sobre los que reposaba, a ver interlocutores donde no observaba sino inferiores, a ver preguntas ahí donde solo había respuestas. En este sentido, es una sociedad cuya organización y reglas están dispuestas a acoger, interrogar y comprender los momentos políticos y no a aniquiarlos, reprimirlos o reducirlos a un simple juego de intereses entre sectores sociales.

Tenemos que precisar lo que estamos sugiriendo: decir que la política permanece ontológicamente en la sociedad con historia y memoria política no quiere decir que aquella encuentre como su fundamento y principio la historia y la memoria políticas, pues iríamos en contra del carácter a-sustancial de la política. Esta supera los límites ontológicos en dos sentidos o, mejor, en dos tiempos. En primer lugar, ella permanece como historia de la policía, es decir, como marca de un trastorno que el orden policial padeció y que lo obligó a reconfigurarse. En segundo lugar, en el sentido de que la vocación constante de reconstituir la memoria política, la pretensión de jamás olvidar la palabra política, dispone a la sociedad a no ver en los eventuales momentos políticos futuros un problema que debe evitarse, sino como una posibilidad de enriquecimiento. Así, una sociedad que reconoce su historia política y que se vuelca a la construcción y reconstrucción de la memoria política es una cuya organización -cuyo orden policial- no tiende a la neutralización o aniquilación de los litigios políticos, sino que está dispuesta a acoger, en su especificidad polémica, aquellos desacuerdos iniciados por la palabra de los individuos que jamás habían sido escuchados; en pocas palabras, es una policía que coexiste ontológicamente con la política.

En segundo lugar, esta concepción de la política que coexsite con la policía bajo la forma de la historia y de la memoria no la despoja de su carácter interruptivo: en efecto, la política continúa siendo una interrupción tanto en lo epistémico como en lo ontológico.

Desde el punto de vista epistémico, la memoria política no explica la política, no pretende integrarla en una cadena causal o reducirla a un fenómeno enmarcado en leyes universales; precisamente, la memoria política busca conservar la interrupción en su especificidad polémica y heterogénea como su interlocutora. Desde el punto de vista ontológico, ni la historia política ni la memoria política causan el proceso político: en efecto, estas no llegan a dar la palabra o a trastornar las condiciones para escuchar a quienes jamás son oídos. Todo lo que ellas alcanzan a hacer en este nivel es disponer a la sociedad para que vea en los eventuales futuros usos de la palabra política no problemas, sino momentos de enriquecimiento y, así, disponerla para que no intente reprimirlos, sino para que busque oírlos, interrogarlos y comprenderlos.

Así, la política tendrá siempre lugar, incluso concibiéndola como historia y como memoria de la policía, como una conmoción y como un trastorno, como un momento en el que las identidades son puestas en duda por la palabra de quienes no deben hablar y, en suma, como una interrupción que pone en suspenso todo orden social.

Nos parece, por consiguiente, que, cuando observamos la política como una interrupción que permanece como historia y memoria de la policía, la política sigue siendo una interrupción sin estar encerrada en los límites ontológicos y epistémicos que habíamos identificado y, en este sentido, se trata de una concepción de la política como interrupción que disuelve el dilema que habíamos señalado.

* * *

Es claro que la propuesta que presentamos nos deja con más preguntas que respuestas. Sin embargo, de esta investigación sí se desprende una conclusión. Hemos visto que la concepción de la política como interrupción tiene una ventaja invaluable, a saber, la posibilidad de mantener la sensibilidad despierta para acoger permanentemente como nuevos interlocutores a quienes se consideraba como seres condenados a la obediencia. Pero también intentamos mostrar que esta concepción de la política, si se adopta con todo lo que ella implica, termina inscrita en límites ontológicos y epistémicos muy restringidos: esta es, según nuestra lectura, la situación a la que Rancière parece desembocar. Partiendo de ahí, hemos intentado buscar una vía para conservar las ventajas de la concepción de la política como interrupción sin quedar encerrados en dichos límites, y consideramos que la base de esta vía debe concebir la interrupción política no como el punto de llegada de la reflexión política, sino como su punto de partida. Así, hemos propuesto partir de ella para iniciar una investigación sobre la historia y la memoria políticas. La evaluación de la pertinencia y la viabilidad de seguir este camino para prolongar la concepción de la política como interrupción queda pendiente para ulteriores investigaciones.

Bibliografía

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Rancière, J. El desacuerdo. Política y filosofía. Trad. Horacio Pons. Buenos Aires: Nueva visión, 1996. [ Links ]

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Rancière, J. Et tantpis pour les gens fatigués. Entretiens. Paris: Éditions Amsterdam, 2009. [ Links ]

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* Este articulo constituye una version traducida, resumida y corregida del texto Repenser la politique comme interruption. Portée et limites de la pensée politique de Jacques Ranciere presentado en mayo de 2015 como tesis de maestria en Filosofia Contemporanea cohabilitada entre la Escuela Normal Superior (ENS) de Paris y la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) de Paris.

1 "La politique n'est pas l'art de diriger les communautés, elle est une forme dissensuelle de l'agir humain, une exception aux règles selon lesquelles s'opèrent le rassemblement et le commandement des groupes humains". La traducción es nuestra.

2 Es Rancière mismo quien nos recuerda que la noción de "policía" ya había sido tratada y profundizada por Foucault, cuando este último relacionó este término con una reflexión sobre el dispositivo estatal y su poder sobre los cuerpos. No sobra decir que Rancière, de entrada, toma distancia de esta caracterización de la "policía" (cf. 2009 219).

3"Cette répartition qui anticipe, de son évidence sensible, la répartition des parts et des parties présuppose elle-même un partage de ce qui est visible et de ce qui ne l'est pas, de ce qui s'entend et de ce qui ne s'entend pas". La traducción es nuestra.

4"Une révolution est un processus de parole". La traducción es nuestra.

5 Recordemos que el verbo francés "entendre", que cumple una función central en la caracterización del desacuerdo, tiene dos sentidos principales: escuchar (en el sentido llano de percibir ondas sonoras con el oído) y comprender.

Cómo citar este artículo:

MLA: Giraldo Jaramillo, F. “La historia y la memoria. Nueva perspectiva para la política como interrupcion a partir del planteamiento de Jacques Ranciere.” Ideas y Valores 67.167 (2018): 37-56.

APA: Giraldo Jaramillo, F. (2018). La historia y la memoria. Nueva perspectiva para la politica como interrupcion a partir del planteamiento de Jacques Ranciere. Ideas y Valores, 67 (167), 37-56.

CHICAGO: Francisco Giraldo Jaramillo. “La historia y la memoria. Nueva perspectiva para la politica como interrupcion a partir del planteamiento de Jacques Ranciere.” Ideas y Valores 67, n.° 167 (2018): 37-56.

Recibido: 15 de Febrero de 2016; Aprobado: 14 de Agosto de 2016

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