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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.67 no.167 Bogotá May/Aug. 2018

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v67n167.71974 

Artículos

Estilos de vida y justicia

Lifestyles And Justice

Gustavo Pereira1  * 

1 Universidad de la República - Montevideo - Uruguay


RESUMEN

Una vez que el foco de la reflexión pasa de las teorías ideales a la aplicación de la justicia social, centrada en las instituciones de las sociedades democráticas, se requiere prestar especial atención a los estilos de vida. Estos tienen una alta incidencia en cómo la justicia es realizada y afectan tanto a la desigualdad económica como a la disponibilidad de los recursos naturales. En nuestras sociedades es posible establecer restricciones a los estilos de vida, especialmente en aquellos casos en que, por el efecto de algunas dinámicas sociales, aquellos se desacoplan de las concepciones del bien. Se defiende que, en tales casos, la base normativa que permite exigir el respeto a los estilos de vida se disuelve y por ello es posible justificar su restricción.

Palabras clave: democracia; estilos de vida; justicia

ABSTRACT

Now that the focus of reflection has shifted from ideal theories to the application of social justice, centered on the institutions of democratic societies, it is necessary to pay special attention to lifestyles, since they not only influence the realization of justice, but also have an effect on economic inequality and the availability of natural resources. In our societies, it is possible to place restrictions on lifestyles, especially in those cases in which, influenced by certain social dynamics, they disengage from conceptions of the good. The article argues that, in those cases, the normative base grounding the demand that lifestyles be respected is dissolved, thus justifying their restriction.

Keywords: democracy; lifestyles; justice

Un importante consenso en la discusión sobre la justicia social sostiene, por un lado, que esta se ocupa de las instituciones más importantes de la sociedad y, por otro, que a través de ellas se asegura lo que hemos acordado otorgarnos en términos de cargas y beneficios resultantes de la cooperación social (cf.Rawls 1979 75). El hecho de que el objeto de la justicia sean las instituciones significa que el foco está puesto no en el comportamiento personal de los agentes, sino en las prácticas regladas compartidas por los ciudadanos que asignan lo que la justicia debe garantizar. La razón para ello es que la complejidad de las sociedades contemporáneas imposibilita relacionar las acciones individuales con posibles resultados que impacten en la forma como opera la justicia; por supuesto que estas acciones pueden ser consideradas justas, pero la justicia no depende de ellas, sino de la manera como las instituciones inciden en las estructuras y relaciones sociales.

Sin embargo, una vez presentada esta idea de que la justicia es un asunto concerniente a las instituciones más que a las acciones individuales, surge de inmediato una duda acerca del papel que tiene el comportamiento personal en aquella; especialmente porque los comportamientos y los estilos de vida de los ciudadanos suelen tener resultados que afectan circunstancias relevantes para la justicia y, por lo tanto, inciden en el modo como las instituciones realizan los acuerdos normativos que entendemos como justos y que regulan las estructuras y relaciones sociales. Podría afirmarse, a partir de ello, que los estilos de vida no son inocentes desde la perspectiva de la justicia y, en la medida en que influyen en sus resultados, debería considerarse si es justificable que se les establezcan restricciones.

Hay un amplio acuerdo en que la justicia tiene prioridad sobre las ideas del bien, de manera que impone restricciones sobre estas para asegurar que todas puedan ser llevadas adelante libremente por los ciudadanos (cf Rawls 1996 207-209). Sin embargo, estas restricciones tienden, por un lado, a concentrarse principalmente en cómo son afectadas las libertades básicas o las oportunidades de las ideas del bien y, por otro, a marginar la incidencia que suelen tener estas y los estilos de vida de los ciudadanos en el medio ambiente o en la manera como se distribuyen los recursos. Las razones para esto se asientan en la dificultad de rastrear con relativa precisión estos impactos, y muy especialmente en el riesgo, siempre presente, de vulnerar los derechos fundamentales. Este riesgo, no obstante, se reduce significativamente si prestamos atención a algunas de las diferencias esenciales que existen entre las ideas del bien y los estilos de vida; en muchos casos, estos suelen involucrar aspectos menos significativos para la vida de las personas que los primeros.

De acuerdo con lo anterior, el riesgo de violentar las libertades fundamentales sería considerablemente menor cuando se restringen los estilos de vida. Si, por ejemplo, los tipos de consumo predatorio o posicional inciden en la disponibilidad de los recursos para las generaciones futuras, así como también en la desigualdad social, parece razonable restringir, desde una perspectiva de la justicia, las preferencias que conforman los estilos de vida que tienen consecuencias nocivas para la sociedad.

Mi intención es indagar estas posibles consecuencias y, para ello, el primer paso consistirá en diferenciar las concepciones comprehensivas de las ideas del bien y de los estilos de vida, al igual que establecer las relaciones de continuidad que se dan entre estos conceptos. En un segundo momento, presentaré un tipo de lógica social, característica de las sociedades complejas, que tiene como consecuencia generar una relación discontinua entre las ideas del bien y los estilos de vida. En un tercer momento, me concentraré en el efecto de estas lógicas sociales en las capacidades reflexivas de los ciudadanos, en particular en el menoscabo de ellas. Por último, plantearé que la discontinuidad o el desacople entre los estilos de vida y las ideas del bien, consecuencia de estas dinámicas sociales, habilita a justificar la restricción de los estilos de vida con mayor intensidad que la restricción de las ideas del bien, es decir, incluso cuando no tenemos certeza de que violen la primacía de la justicia. Esto se debe a que los primeros carecen de una significación para la vida de los ciudadanos que sí tienen las ideas del bien y, por ello, el respeto que se exige para estas queda fuertemente en entredicho cuando se trata de estilos de vida que no tienen continuidad con las ideas del bien o están desacoplados de ellas.

Concepciones comprehensivas, ideas del bien y estilos de vida

Los planes vitales que persiguen los ciudadanos están constituidos por al menos tres formas de articular lo que consideran valioso: las concepciones comprehensivas, las ideas del bien y los estilos de vida.1 Entre estos, a su vez, se establecen relaciones de determinación, de las más generales a las más concretas. Las concepciones comprehensivas son las más generales y se refieren, de acuerdo con John Rawls, a lo que es valioso para la vida humana y le da sentido, a través de un conjunto de valores articulados en forma sistemática que da cuenta de la forma en que se conciben las relaciones interpersonales. Estas concepciones se diferencian por sus distintos alcances y grados de articulación, de manera que:

Una concepción es plenamente comprehensiva si abarca todos los valores y virtudes reconocidos en un sistema articulado con precisión; mientras que una concepción es solo parcialmente comprehensiva si se limita a abarcar un determinado número de valores y virtudes no políticos, y está vagamente articulada. (Rawls 1996 43)

En una sociedad democrática existen varias concepciones comprehensivas capaces de coexistir bajo los parámetros de la justicia y un trasfondo de pluralismo y tolerancia. A su vez, dichas concepciones comprehensivas determinan las ideas del bien que tienen los ciudadanos, quienes, en el ejercicio de su racionalidad práctica, orientan sus vidas en función de ellas. Por lo tanto, en este contexto puede afirmarse que las concepciones comprehensivas son la fuente de estas ideas del bien, esto es, un esquema de objetivos y proyectos valiosos por sí mismos y que, por ello, queremos realizarlos. Este conjunto de objetivos y proyectos tiene una dimensión relacional que integra, dentro de esta idea de nuestro bien, vínculos interpersonales que determinan nuestro florecimiento como personas y dotan de sentido a aquello que se considera como valioso. Estas ideas del bien, en cuanto que son revisables y ajustables, integran elementos de las concepciones comprehensivas que, a lo largo de la vida de los ciudadanos, pueden ser rechazados, modificados o puestos en latencia. Las ideas del bien también generan estilos de vida, que son conductas y prácticas que constituyen formas específicas de perseguir y realizar el conjunto de fines y proyectos vitales que constituyen dichas ideas del bien. Por lo tanto, podríamos hablar de tres momentos constitutivos a la hora de explicar el comportamiento de los ciudadanos en relación con la persecución de un plan vital: el primero de ellos es el de las concepciones comprehensivas que son abrazadas por los ciudadanos y en virtud de las cuales se conforma, en un segundo momento, una concepción del propio bien que genera, en un tercer momento, un estilo de vida consistente con ellas. En estos tres momentos es posible indicar la fuerte presencia de la "revisabilidad", que conduce al respaldo de las creencias y valores asumidos, a su ajuste reflexivo o incluso a su abandono.

Esta es claramente una distinción analítica que permite atribuir a los ciudadanos un trasfondo de intereses a partir de los cuales orientarán la acción. Como toda distinción analítica, aquella nos brinda herramientas para explicar situaciones complejas, en las que se da un fuerte entrelazamiento de los conceptos que están en juego; tal complejidad puede percibirse cuando trasladamos la atención a las democracias reales de las sociedades contemporáneas. En particular, esto puede percibirse a través de lo que podría denominarse como el mestizaje entre las diferentes ideas del bien, que es consecuencia de la permeabilidad y trasvase de valores y creencias entre ellas. Estas ideas del bien mestizas, a su vez, arrojan estilos de vida que sufren fuertes procesos de hibridación como consecuencia del contacto, el conflicto y el intercambio que se produce en la vida cotidiana de los individuos. Sin embargo, estos procesos de mestizaje e hibridación, en última instancia, no afectan sustancialmente las distinciones realizadas, sino que son explicados a partir de dichas distinciones. Justamente, en esta capacidad para explicar este tipo de situaciones es donde reside la fuerza de tales distinciones y también su pervivencia en el debate contemporáneo.

El punto en el que quiero focalizarme es cuando, como consecuencia de algunas dinámicas sociales de las sociedades democráticas contemporáneas, se genera una ruptura en la relación entre concepciones comprehensivas, ideas del bien y estilos de vida, lo que produce el desacople de los estilos de vida, que como consecuencia de ello pasan a ser generados y promovidos independientemente de las ideas del bien y de las concepciones comprehensivas. Me interesa destacar que existen dinámicas sociales que generan estilos de vida, y que estos tienen una tenue o nula relación con las ideas del bien y las concepciones comprehensivas. Por ejemplo, lo que podemos reconocer en términos generales como consumismo pertenece a este tipo de procesos sociales que inciden en los individuos de tal forma, que disocian las concepciones comprehensivas y las ideas del bien de los estilos de vida. Estos pasan a no fundarse en creencias y valores sociales ligados a las ideas del bien y a las concepciones comprehensivas y, por lo tanto, no son pasibles de ser justificados con buenas razones, una vez que se pregunta por las razones para llevar un estilo de vida de ese tipo.

En estas circunstancias, es posible identificar la ausencia de elementos distintivos de una idea del bien o una concepción comprehensiva en el comportamiento que llevan adelante los sujetos y que caracteriza su estilo de vida. Cuando se da esto puede afirmarse que el estilo de vida de estos agentes está desacoplado o en relación discontinua con una idea del bien y una concepción comprehensiva, y por ello podemos reconocer y atribuirle un estatus diferente a comportamientos tales como celebrar la Pascua o comprar un coche nuevo cada dos años. Esta clara diferencia conduce a justificar que ambos comportamientos no pueden ser igualmente respetados por las instituciones de una sociedad democrática. En el primer caso, la conexión entre el estilo de vida, la idea del bien y la concepción comprehensiva permite realizar una justificación normativa que impone ser respetada en una sociedad democrática. En el segundo caso, el desacoplamiento del estilo de vida respecto de una idea del bien hace que la justificación de aquel difícilmente pueda tener una solidez normativa que conduzca a ganarse el respeto de los otros ciudadanos. Si le preguntamos a alguien por qué compra un auto nuevo cada dos años, y si continuamos interrogando ante su respuesta en la búsqueda de razones que puedan justificar ese comportamiento, es altamente probable que no encontremos ninguna razón de este tipo. Sin embargo, si le preguntamos por qué respeta la Pascua cristiana o judía, las razones que justifican la centralidad de esa conducta en su idea del bien emergerán de inmediato. Los comportamientos que expresan estilos de vida, en relación de continuidad con las ideas del bien, son justificables de una manera que no lo son aquellos en los que dicha continuidad ha sido socavada; en ello se asienta la mayor solidez de los primeros para demandar ser respetados por la sociedad. Estos casos pueden ser explicados a partir de lo que Taylor entiende por evaluaciones débiles y fuertes, en el primer caso tenemos la reducción de un comportamiento a preferencias de corte instrumental, en el segundo lo que está en juego es una evaluación profunda en la que están presentes valores y la idea del bien que estructura el plan vital del agente. Queda, sin embargo, una tercera posibilidad, y es que, por ejemplo, el comportamiento consumista refleje auténticamente una idea del bien y por ello reclame ser respetado; esto supondría apelar a un conjunto de creencias y valores que justificaría su estilo de vida dentro del marco de las instituciones de una sociedad democrática, pero para llegar a este punto, dicha idea del bien no debería entrar en conflicto con la justicia. Este punto en particular se examinará en la sección 4.

En este momento es importante indicar que, cuando pasamos de las distinciones analíticas que establecen la interdependencia entre las concepciones comprehensivas, las ideas del bien y los estilos de vida a cómo dicha relación se da en las sociedades reales, se vuelve relevante incorporar conceptos que remiten a los efectos que tienen algunas dinámicas sociales en los individuos. Estas nociones pueden ser catalogadas como parte de lo que se conoce como la tradición de la filosofía social,2 que si bien queda fuera de una reflexión estrictamente centrada en una teoría ideal de la justicia, no puede ser obviada cuando evaluamos cómo operan esas distinciones en las sociedades reales. Si bien las distinciones que se presentaron más arriba continúan teniendo relevancia normativa en los análisis de las sociedades reales, es necesario introducir nuevas distinciones y también una explicación de las lógicas sociales que inciden en los casos que se consideran relevantes.

En función de esto, he afirmado que en las sociedades complejas contemporáneas se da una situación de desacoplamiento de los estilos de vida, que los independiza y los hace funcionar a partir de una lógica diferente de aquella que está presente en las ideas del bien. La pregunta que surge es, ¿qué genera este desacoplamiento de los estilos de vida? A continuación responderé esta pregunta.

Sociedades complejas y desacoplamiento de estilos de vida

La respuesta a la pregunta por la causa de que los estilos de vida se desacoplen de las ideas del bien difícilmente puede ser completa. Mi intención es tomar como base el diagnóstico de la modernidad realizado por Weber, como forma de dar cuenta de una posible causa estructural del desajuste de los estilos de vida respecto de las ideas del bien. Esta explicación remite a la incidencia que tienen algunas dinámicas sociales en los vínculos interpersonales y en la forma como nos relacionamos con nosotros mismos, que tienen como consecuencia una pérdida de reflexión y de imaginación de los agentes, que genera el mencionado desacoplamiento. Como ya he indicado, esto es parte de la filosofía social, más que de la filosofía política, pero, una vez que el foco se traslada a cómo las distinciones analíticas provistas por la filosofía política operan en las sociedades reales, se vuelve imprescindible prestar atención a cómo estas dinámicas se convierten en el factor explicativo principal del desajuste indicado entre los estilos de vida, las ideas del bien y las concepciones comprehensivas. Sin este cambio de perspectiva, se vuelve bastante difícil comprender, explicar y contrarrestar algunos fenómenos sociales que sistemáticamente socavan las posibilidades de los ciudadanos de ser agentes efectivos.

Parto de la siguiente idea: una vez que es institucionalizada en el mercado y en el aparato burocrático del Estado, la razón de medios a fines los desborda e impone su lógica en otros espacios sociales regidos por otras formas de racionalidad. Este proceso provoca la pérdida de las capacidades reflexivas de los agentes afectados por esta lógica, y si bien no es la razón exclusiva para ello, tiene una alta incidencia. Para ilustrar este punto, voy a partir de la caracterización del proceso de la modernización social que presenta Weber, y que puede ser tomado como un punto de partida y acuerdo básico para la explicación que pretendo defender.

De acuerdo con Weber (1964), la modernización social es un proceso de diferenciación funcional entre el Estado y la economía, impulsado por los motores del Estado administrador y la economía capitalista. La relación entre el Estado y la economía es de mutua complementariedad, lo que se logra a través de un aparato administrativo que depende de los recursos fiscales y de una economía de mercado institucionalizada en términos de derecho privado, que a la vez depende de un marco de condiciones e infraestructuras garantizadas estatalmente. En este contexto, la burocracia estatal y la empresa se manifiestan como la encarnación del Estado y la economía, que, junto con el derecho positivo, aseguran la institucionalización de la acción teleológica. En tal sentido, para Weber la racionalidad de una organización depende de cuánto predispone y estimula a sus miembros a actuar conforme a la racionalidad teleológica; función que cumplen, por una parte, el Estado modelado por la acción administrativa especializada de los funcionarios y, por otra, la economía de mercado adecuada a la elección racional (cf Weber 1047).

En esta progresiva modernización, la institucionalización de la racionalidad con arreglo a fines se independiza en los ámbitos administrativos y económicos de acción, y en virtud de ello estos ámbitos, que habían posibilitado la emancipación de los individuos respecto de las formas de asociación corporativas, se liberan, a la vez, de toda posible orientación de valor. Esta independización conduce, en última instancia, a lo que Weber denominó la "jaula de hierro", por la que se da la conversión de las libertades en coacciones disciplinarias trasmitidas a partir de la burocratización y juridificación de la sociedad, que surge como consecuencia de la creciente complejidad de los sistemas de acción autonomizados (cf Weber 1048).

De acuerdo con esto, la racionalidad con arreglo a fines tiñe todas las relaciones sociales. La recepción de este diagnóstico impactó e influenció a los representantes más destacados de la teoría crítica que, a través de los conceptos de reificación (cf Lukács), colonización del mundo de la vida (cf Habermas) o patologías sociales (cf Honneth 2007), han con-ceptualizado distintos aspectos de este fenómeno característico de la modernidad. A pesar de las diferencias en estas conceptualizaciones, es posible defender una formulación básica que permite capturar y explicar este tipo de fenómenos; aquella consiste en que la razón de medios a fines, objetivada como razón estratégica o como razón técnica, desborda sus espacios de acción propios para incidir y regular los espacios de acción mediados por otro tipo de razón práctica, por ejemplo, ética, moral o política (cf Pereira 2013 153-156). Este desborde tiene una serie de efectos en las relaciones sociales, que va desde la instrumentalización del otro hasta la pérdida de solidaridad; pero en todos esos posibles efectos se presenta un elemento común que consiste en la pérdida o reducción de las posibilidades de reflexión y del ejercicio de la imaginación a la hora de actuar. Esta pérdida de reflexión es consecuencia de la desconexión entre la razón instrumental y los otros tipos de razón práctica; dicho proceso conduce a que la subordinación de la razón de medios a fines a principios prudenciales o incluso morales se rompa, de modo que la razón de medios a fines se independice y opere por sí misma afectando los espacios sociales donde esto sucede.3

En los contextos prácticos en los que ejercemos nuestra razón práctica, el razonamiento de medios a fines es normativamente guiado por imperativos de tipo prudencial o moral, pero también se dan circunstancias en las que la razón instrumental pierde toda conexión con los otros tipos de la razón práctica, y esto la lleva a imponer una lógica ajena a esos contextos prácticos. Esta desconexión entre la razón instrumental y las otras formas de la razón práctica, que habilita que la razón de medios a fines rija por sí misma en ciertos espacios sociales, es parte de aquella dinámica de las sociedades contemporáneas que se manifiesta, de manera paradigmática, en los mercados y la organización burocrática de la sociedad, y que de ahí se expande a toda la vida social.4 En virtud de dicha desconexión, es fuertemente debilitado el ejercicio de la reflexión que posibilita la acción de acuerdo con razones, característico de los principios prudenciales que guían nuestra vida buena, o de la moralidad que orienta nuestro comportamiento considerando al otro como un fin en sí mismo.

Que ciertas dinámicas sociales inhiban o reduzcan la posibilidad de ejercer la reflexión y la imaginación, puede ser presentado como la causa principal de lo que he denominado el desacoplamiento de los estilos de vida respecto de las ideas del bien, ya que la continuidad entre ellos está dada por el ejercicio de las capacidades de nuestra racionalidad práctica. A partir de estas capacidades podemos imaginar escenarios alternativos, deliberar sobre diferentes opciones y elegir alguna en función de aquellos valores y principios con los que nos identificamos, que forman parte de nuestra identidad práctica y constituyen nuestra idea del bien. Si estas capacidades están debilitadas o hipotecadas, entonces la imaginación y la deliberación sobre diferentes opciones permanecen, pero lo que se pierde es la relación con aquellos elementos que conforman nuestra identidad práctica. Podríamos decir que el desacoplamiento puede vivirse como una cierta indiferencia para revisar con profundidad aquello con lo que nos identificamos y, si seguimos la terminología que han establecido algunos filósofos, podría afirmarse que perdemos integridad (cf Korsgaard 2000 130). Esta pérdida de integridad tiene como consecuencia práctica que los estilos de vida puedan imponerse, por ejemplo, desde las dinámicas sociales que genera el mercado, sin que esto desate las alarmas de nuestra identidad práctica.

Para ilustrar lo anterior, pensemos que una persona puede tener una relativa preocupación por el medio ambiente y la protección de los recursos naturales; sin embargo, la reducción de la reflexión puede llevarla a vivir sin conflicto un estilo de vida consumista, ya que la conexión entre este y la depredación de los recursos naturales se ubica más allá del alcance de su reflexión. Esta persona ejercerá un tipo de reflexión que simplemente se focalizará en optimizar las opciones inmediatas que se le presentan y, en función de ello, su compromiso con el medio ambiente quedará relegado a un segundo plano. Solamente una reflexión profunda puede traer de nuevo este asunto al primer plano, pero para ello sus capacidades reflexivas deben contar con la fortaleza que le ha arrebatado el efecto de las dinámicas sociales anónimas. Por lo tanto, es posible hablar de grados de ejercicio de la reflexión que, en algunos casos -específicamente en el ejercicio superficial-, habilita a postular el desacoplamiento entre las ideas del bien y los estilos de vida arriba indicados.

Reflexión y patologías sociales

En la sección anterior señalé que la desconexión e independencia de la razón de medios a fines frente a los otros tipos de la razón práctica se impone principalmente en los mercados y la organización burocrática de la sociedad. Uno de los efectos que tiene esta disociación es que el uso reflexivo de la razón no puede ir más allá de una reflexión superficial, caracterizada por la eficacia para alcanzar un fin dado que no se deriva de los principios que constituyen nuestra identidad práctica (cf Korsgaard 2008a 84). Para explicar esta afirmación, voy a detenerme brevemente en las características y el alcance de dos tipos de reflexión que un sujeto lleva adelante en distintos contextos prácticos, y que denomino superficial y profunda.5 Previo a esta caracterización, quiero señalar una distinción preliminar entre autorreflexión y reflexión, ya que cuando estas reflexiones están referidas a la clase de persona que deseo ser hablamos de autorreflexión, pero cuando están referidas a cómo nos tratamos unos a otros y cómo nos otorgamos derechos y cargas estamos hablando de reflexión en términos generales. El primer tipo de reflexión puede asociarse con las cuestiones que hacen a la vida buena, mientras que la segunda remite principalmente a las cuestiones de justicia o morales. La diferencia entre ambas radica en distintos grados de descentramiento en el proceso reflexivo; en los casos de autorreflexión, el descentramiento es mínimo, aunque nunca es estrictamente autocentrada, ya que es irrebasable referir a contextos vitales o concepciones comprehensivas que influyen en cómo decidimos vivir nuestra vida. Por su parte, en los casos de reflexión en términos generales, la descentración remite, por ejemplo, a valores compartidos históricamente por nuestra comunidad política que determina qué derechos y deberes nos otorgamos unos a otros, o bien a nuestra condición de seres morales que deben ser universalmente considerados como fines en sí mismos. En ambos casos la reflexión nos provee de razones para actuar en los contextos prácticos relevantes, y podemos hablar de superficialidad y profundidad.

Si volvemos a la distinción entre reflexión superficial y profunda, puede afirmarse que la primera implica un proceso de justificación en el que las razones son presentadas y aceptadas para evaluar estados de cosas y, eventualmente, decidir un curso de acción posible a través de un ejercicio mínimo de reflexión. Esto supone que la toma de distancia reflexiva que posibilita sopesar las razones en juego es de tal orden, que solamente le permite al agente acceder a las creencias, normas y valores ya aceptados y establecidos como conformadores de la identidad del sujeto; de esta forma, la reflexión superficial tiende a reproducir las creencias prevalentes del individuo y de la sociedad. En este caso, no hay una reevaluación de fines que posibilite ajustarlos, reafirmarlos o rechazarlos, sino que lo que está presente es la mejor forma de alcanzar los que ya están asumidos. El ejercicio de imaginación, en la medida en que nos permite representar la posibilidad de estados de cosas diferentes a los actuales, y da lugar a la deliberación y la reflexión (cf Piper 737), se encuentra igualmente restringido y tiene como alcance tan solo la optimización de los mejores caminos para realizar los fines vitales asumidos por los agentes, o la mejor expresión de las estructuras y relaciones sociales vigentes.

La reflexión profunda, por su parte, implica un proceso de justificación en el que las razones son presentadas y aceptadas para evaluar estados de cosas y, eventualmente, decidir un curso de acción posible a través de un ejercicio intenso de reflexión. Esto implica que la toma de distancia reflexiva requerida para evaluar las razones es de tal orden, que genera una apertura del agente a un conjunto de valores, normas y creencias que exceden a las que conforman su identidad. En virtud de ello, la reflexión profunda habilita al agente a reevaluar su conjunto de fines, creencias y valores, para confirmarlo, rechazarlo o reconfigurarlo a través del intercambio de razones que se da en términos intrapersonales e interpersonales. En este caso, la imaginación es ejercida de tal manera, que genera en el agente la representación de estados de cosas, posibles escenarios y cursos de acción que van más allá de los que puede representarse a partir de su actual conjunto de creencias y valores. Este ejercicio de la imaginación es considerablemente más intenso que el que se aplica en la reflexión superficial, dado que posibilita la ruptura o confirmación crítica de las creencias y valores vigentes; en el caso más intenso de este ejercicio de imaginación, podríamos hablar de imaginación radical. Cuando la reflexión profunda, mediada por este ejercicio intenso de la imaginación, está dirigida a nosotros mismos, esto es, cuando es autorreflexión, moldea nuestra identidad práctica; asimismo, cuando está dirigida a las estructuras y relaciones sociales, puede disparar la crítica social.

Sostengo que el rasgo más importante de la distinción entre estos tipos de reflexiones se refiere al potencial crítico inherente a la evaluación procesada. Por ejemplo, la creencia de que las personas deben ser tratadas de manera igualitaria puede ser cumplida a través de un proceso reflexivo superficial y, a partir de ello, resultar en la convicción de que las personas son igualmente tratadas cuando tienen un monto equitativo de ingreso; o puede ser cumplida a través de un proceso de reflexión profunda, que culmina en la creencia de que las personas son igualmente tratadas cuando, además del ingreso, se asegura un acceso igualitario a las oportunidades, se garantizan capacidades elementales y se desmontan relaciones sociales de dominación y opresión. En ambos casos el proceso reflexivo provee razones para justificar cómo alguien debería ser tratado, pero solamente en el segundo caso estas razones contribuyen a alcanzar la igual dignidad en términos radicales. De este modo se reforman estructuras y relaciones sociales.

A partir de lo anterior, puede afirmarse que la reflexión profunda es un rasgo necesario de los procesos de crítica social, mientras que la reflexión superficial es característica de los procesos sociales y políticos que reproducen las estructuras y relaciones sociales establecidas y que, incluso, pueden llegar a justificar estructuras y relaciones sociales opresivas y de dominación. De ahí que pueda sostenerse que la reflexión provee razones para justificar una acción, pero la reflexión superficial lo hace a partir de las actuales estructuras y relaciones sociales, mientras que la reflexión profunda provee razones para construir un punto de vista crítico acerca de las cuestiones prácticas, y justifica la acción de transformar estructuras y relaciones sociales injustas (cf Pereira 2013 71-75).

Si se consideran estas distinciones desde el punto de vista del agente, esto es, en términos de autorreflexión, se dice que esta es superficial cuando la evaluación del plan vital que llevamos adelante no cuestiona, recalibra o modifica el conjunto de fines que lo estructura, y se limita meramente a la adecuación de los mejores medios para lograr los propios fines. En estas circunstancias, en la medida en que no hay una reflexión dirigida a los fines del agente, es posible que algunos de estos sean impuestos o reconfigurados externamente, por ejemplo, por las técnicas del mercado, de modo que el sujeto sea incapaz de enfrentarse a ellos y rechazarlos. En estas condiciones, la situación de vulnerabilidad de la identidad práctica del agente es máxima, y puede llegar a orientar su acción por fines que, bajo una situación de reflexión profunda, no reconocería como propios, pero, ante la ausencia de dicha reflexión, esos fines se integran en un segundo plano -podríamos decir que parcialmente ocultos a la identidad del agente-.

Por el contrario, cuando el agente opera en términos de autorreflexión profunda, es capaz de evaluar sus fines, cuestionándolos, ajustándolos, modificándolos o reafirmándolos a través de un ejercicio de justificación intrapersonal. En estas circunstancias, el agente es capaz de evaluar y enfrentar la imposición de fines desde el exterior, que, como recién se indicaba, puede ser causada por la dinámica de los mercados y su creación de una imagen del yo delineada por necesidades y estilos de vida artificiales. En este momento es preciso indicar que, cuando hablamos de debilitamiento de la reflexión, entendido como inhibición del ejercicio de la reflexión profunda de los agentes, no significa que estos pierdan completamente este tipo de reflexión; más específicamente, estoy pensando en diferentes circunstancias sociales que reducen esa forma de reflexionar y que pueden ser entendidas como momentos en que esta se pierde. Si pensáramos en sujetos que dejan de tener completamente esta posibilidad de reflexionar, simplemente no podrían llevar adelante una idea del bien y tampoco tendrían posibilidades de revertir esta disminución de sus capacidades reflexivas.

Como ya se indicó en la sección anterior, el dominio de la razón de medios a fines en un espacio social tiene como efecto la reducción de nuestra capacidad de reflexionar en profundidad, lo que hipoteca, a través de un ejercicio limitado de la imaginación, nuestra capacidad para representarnos estados de cosas, escenarios o situaciones vitales alternativas a las que tenemos. Por ello puede afirmarse que el tipo de reflexión, estimulado y reproducido por las dinámicas sociales que genera la disociación de la razón de medios a fines respecto de las otras formas de razón práctica, es la reflexión superficial, es decir, conduce a que alguien margine su sistema de fines del campo de reflexión, o que lo recomponga en forma no completamente consciente, a partir de la imposición de ciertos estilos de vida disociados de las ideas del bien o las concepciones comprehensivas. Debido a esto, los procesos de reflexión profunda son bloqueados o inhibidos y, a su vez, son excluidas la crítica social y la evaluación de nuestros patrones de comportamiento, que constituyen los rasgos distintivos de esta reflexión. Este fenómeno genera una incorporación acrítica de los estilos de vida socialmente impuestos, debido a la pérdida de reflexión profunda por parte de los agentes; hecho que los deja vulnerables a la imposición de fines desde dinámicas sociales que asumen un carácter independiente de los propios agentes. Por ejemplo, a través del mercado se generan fines y estilos de vida que apuntan a una intensificación del consumo compulsivo; estos estilos de vida, que en un principio son ajenos a los sujetos afectados por ellos, son paulatinamente incorporados como propios de manera acrítica e irreflexiva, y así determinan los comportamientos de los agentes.

Por su parte, podría decirse que la reflexión profunda opera como una especie de contención que somete los estilos de vida a un escrutinio justificador; si estos lo superan, entonces el agente se identificará con ellos y los asumirá como propios. Pero, en ausencia de esta contención reflexiva, son contrabandeados dentro de la identidad de los agentes, que si bien no se identifican con ellos, no están en posesión de herramientas suficientes como para manifestar su no identificación. En estos casos, aunque no se dé una apropiación de los estilos de vida que haga que los agentes los vivan y sientan como propios, tampoco hay un rechazo, y esto es lo que permite su entrada paulatina en el esquema de fines de los agentes. Podría decirse que estos nuevos fines permanecen fuera del alcance de las exigencias justificadoras que el ejercicio de la reflexión superficial dispara; de esa forma operan casi inconscientemente en la vida de los agentes, determinando buena parte de sus decisiones y quedando fuera de una posible evaluación normativa. Podríamos pensar que si estos agentes adquiriesen nuevamente sus capacidades para la reflexión profunda, evaluarían, cuestionarían y rechazarían estos estilos de vida.

Puede decirse que el agente que no es capaz de percibir la irrupción de nuevos objetivos en su sistema de fines carece de suficiente fricción normativa, mientras que quien puede rechazar o al menos percibir esos nuevos fines, experimenta esta fricción en los mínimos que le permiten a un agente reflexionar en profundidad.6 La fricción normativa consiste en la capacidad de experimentar circunstancias éticamente problemáticas, como una disonancia en el interior del conjunto de creencias del propio sujeto, que permite activar la lógica autorreflexiva. En sujetos con ausencia de fricción normativa, se anula la posibilidad del distanciamiento reflexivo en profundidad y la reflexión crítica. La fricción normativa, como recién se indicó, se manifiesta como una disonancia, y la capacidad de experimentarla es lo que permite el distanciamiento necesario para la introducción de la deliberación, la imaginación y la reflexión en el nivel de profundidad requerido para que un sujeto sea el verdadero señor de su propia vida. Las dinámicas sociales que se han indicado, al reducir la profundidad de la reflexión de los sujetos, los inmunizan ante circunstancias que podrían disparar su equipamiento de autorreflexión. En cambio, la disonancia que introduce la fricción normativa, en el caso de un sujeto que ejerce su reflexión profunda, genera una respuesta orientada a la reducción de esta, con lo que pone al mismo tiempo en acción la deliberación y la imaginación, al servicio de la evaluación del elemento que ha generado la fricción (cf Festinger 44-46).

Los estilos de vida generados por las técnicas del marketing, por ejemplo, debido a que son constituidos a través de la creación de necesidades y comportamientos artificiales, carecen de valores y creencias constitutivas de una idea del bien; por esta razón, en el agente son vividos como estilos de vida desacoplados de concepciones comprehensivas e ideas del bien. También es preciso indicar que los estilos de vida asociados a concepciones comprehensivas pueden ser igualmente impuestos, como es el caso de ciertos roles sociales, tales como el de una mujer sumisa centrada en su maternidad, un padre proveedor y protector, el hombre de negocios feroz, etc. En todos estos casos, sin embargo, es posible reconstruir el trasfondo sustantivo de creencias y valores que enmarca estos roles, que tienen como función orientar nuestra toma de decisiones en la vida que deseamos llevar adelante, por lo que el estilo de vida que se desprende de ellos se encontraría en una línea de continuidad con una cierta idea del bien que, como ya se ha señalado, en la mayoría de los casos estaría hibridada. La diferencia con los estilos de vida desacoplados es que en ellos no es posible encontrar un trasfondo normativo que criticar, desmontar, reconstruir, ajustar o afirmar. Podríamos decir que los estilos de vida desacoplados están construidos a partir de una cierta ilusión de sustantividad ética, que se enmascaran con ella para orientar nuestro comportamiento, pero una vez que volvemos la atención hacia ellos y los sometemos a escrutinio, no hay nada más que una simple apariencia que los hace asemejarse a estilos de vida dependientes de la ideas del bien. Por esto último es imposible que los estilos de vida desacoplados de las ideas del bien puedan resistir exigencias justificadoras y, también por ello, son exitosos cuando nuestra reflexión se encuentra disminuida.

Justicia y estilos de vida

De acuerdo con lo presentado hasta el momento, sería posible diferenciar al menos dos tipos de estilos de vida: por un lado, uno de ellos directamente asociado y en relación de continuidad con las ideas del bien de los ciudadanos; por otro lado, uno en el que los estilos de vida se encuentran disociados de las ideas del bien de los ciudadanos. En este último caso, y a diferencia del primero, no hay creencias y valores sustantivos que remitan a una idea de buena vida que el agente quiere llevar adelante. De acuerdo con ello, no habría suficiente base normativa para garantizar institucionalmente a estos estilos de vida un respeto similar al que imponen los estilos de vida basados en ideas del bien. A partir de esto, los estilos de vida disociados de las ideas del bien podrían ser restringidos por las instituciones de una forma que no se correspondería con lo que ocurre con los estilos de vida asociados a las ideas del bien.

La pregunta que surge de inmediato es cuáles serían las razones que puedan justificar la restricción de los estilos de vida disociados de las ideas del bien. Mi argumentación presentará, en primer lugar, las razones que permiten la restricción de las ideas del bien -lo que desde Rawls se conoce como la prioridad de lo justo sobre lo bueno-, para luego indicar las posibles justificaciones que tendría la restricción de los estilos de vida disociados de las ideas del bien. Esto conducirá a una justificación aceptable en ciertos casos para restringir estilos de vida asociados a ideas del bien, que se vuelve mucho más sólida en los casos de estilos de vida disociados de ideas del bien.

Es parte de un consenso bastante extendido indicar que no todas las ideas del bien pueden ser llevadas adelante dentro del marco institucional de una sociedad justa. La razón más evidente para ello es que muchas de estas ideas entran en conflicto con los principios que ordenan y regulan las instituciones, y que aseguran la condición de libres e iguales de los ciudadanos. En función de ello, toda idea del bien que vulnere la igual ciudadanía o la libertad de los ciudadanos será restringida por la justicia; más específicamente, para la justicia es inadmisible, por ejemplo, que un grupo de ciudadanos abrace convicciones que culminen en la vulneración de la integridad física de otros, de su libertad de movimiento o de expresión (cf Rawls 1996 244). En estos casos, desde las instituciones del Estado se restringirán estas ideas del bien limitando las acciones de los ciudadanos que pretenden alcanzar estos objetivos e incluso sometiéndolos a prisión. Entonces, puede decirse que la justicia protege nuestra condición de libres e iguales y, para ello, se vale de principios y regulaciones que garantizan libertades, oportunidades, ingreso y riqueza, entre otros. En virtud de ello, será restringido todo lo que afecte a la forma en que la justicia indica que estos se asignan.

Además de este ejemplo también podemos pensar en otros casos de conflicto entre las ideas del bien y los estilos de vida que se asocian con ellas y la justicia, en particular aquellos que afectan las oportunidades de los ciudadanos. Si algunos tienen una concepción de su bien que supone la restricción del acceso a cierto tipo de empleos de los miembros de alguna minoría racial o étnica, entonces estará justificado que el Estado restrinja estas ideas del bien. La justicia, además de ser vulnerada a través de los derechos u oportunidades, como en los casos anteriores, también puede serlo por las desigualdades económicas generadas por algún grupo al llevar adelante una idea del bien y los estilos de vida asociados a ella. Este es un caso un poco más difícil de encontrar en las sociedades democráticas que los anteriores, porque, previo a que en una determinada situación social se produzcan las desigualdades económicas, es altamente probable que se vulneren derechos u oportunidades. Una idea del bien que promueva la desigualdad económica entre distintos sectores de la sociedad, antes de que se realice tal desigualdad, habrá violado derechos y oportunidades, por lo que la idea del bien de la que se trate y los estilos de vida que genere serían restringidos por estas razones, antes que por la desigualdad económica que provoca.

Pensemos en un grupo que, a partir de convicciones que surgen de una cierta idea del bien, procede a restringir a otro grupo de realizar algunas actividades económicas o acceder a ciertos empleos. Esto sin duda afectaría el desempeño económico de estos grupos y, por lo tanto, generaría desigualdad económica; pero en estos casos, antes de que se generen las desigualdades económicas, se habrían violado derechos y oportunidades, por lo que la restricción de estos estilos de vida se daría por la violación de derechos y oportunidades antes que por desigualdades económicas. Probablemente, esta sea la razón principal de que los ejemplos más claros que siempre ilustran la restricción por parte de la justicia de las ideas del bien no se refieran a desigualdades económicas y sí a libertades básicas y oportunidades.

Sin embargo, esta forma de justificar la restricción desde la justicia a las ideas del bien y muy especialmente a los estilos de vida puede tener una variante, que es en la que me interesa concentrarme, y surge una vez que salimos de la teoría ideal y nos movemos en el terreno de las sociedades reales, en las que dicha teoría debe ser aplicada. En este movimiento es posible percibir nuevas circunstancias relevantes para realizar la justicia, como la incidencia que tienen dinámicas sociales que, como se indicó en la sección 2, disocian las ideas del bien de los estilos de vida. Dentro de esas nuevas circunstancias relevantes, podría plantearse el papel que en las últimas décadas han adquirido ciertas formas de consumo, en particular el posicional y el compulsivo, tanto en la constitución de la identidad de los sujetos, como en asegurar su autoestima y muy especialmente en la reproducción simbólica de la sociedad. Esto puede llegar a explicarse a través de la creciente presencia de grupos sociales que manifiestan su éxito social a través del consumo de bienes posicionales. Esta forma de entender el éxito no está estipulada por reglas que rigen las prácticas sociales en las que reproducimos nuestras vidas, sino simplemente por el consumo de ciertos bienes. De ahí que alcanzar una vida exitosa puede decirse que es mucho más fácil de lograr, porque solamente necesita suficiente dinero para la adquisición de estos bienes, mientras que el éxito inherente a una práctica demanda el conocimiento, la apropiación y el dominio de esa práctica para obtener el reconocimiento de los pares.

Por lo tanto, el éxito a través del consumo es un reconocimiento que se obtiene de forma distorsionada, y esto ha permeado de tal forma en los patrones sociales de valoración, que los distintos grupos sociales reconocen y atribuyen éxito social a quienes consumen los bienes que identifican a dichos grupos. Si atendemos a lo afirmado más arriba, podríamos llegar a explicar esta dinámica como una consecuencia de los efectos patológicos producto del desborde de la razón de medios a fines, por la cual los medios para llevar adelante una vida feliz, v. g. ciertos bienes de consumo, se convierten en los verdaderos fines de esa vida, y los fines vitales, a su vez, pueden ser instrumentalizados (cf Pereira 2009 66-70). En virtud de esto, la autoestima de los agentes deja de estar basada en relaciones con otros y con nosotros mismos, y empieza a ser determinada por los bienes que consumimos, pautados por nuestro éxito social.

¿Qué relevancia tiene esto para la justicia? A primera vista, parece ser un problema que remite a la autorrealización del sujeto, y si bien este es un asunto muy significativo, estaría en los límites o fuera del alcance de la justicia. La respuesta que puede darse tiene al menos dos elementos: el primero es que esta forma de reproducción social centrada en el consumo afecta, por un lado, a la desigualdad social a través del consumo posicional y, por otro, a la disponibilidad de recursos naturales a mediano y largo plazo a través del consumo compulsivo. En el primer caso, si los miembros de una sociedad construyen su autoestima y éxito social a partir del consumo compulsivo de bienes posicionales, entonces el impulso para consumir nuevos bienes será inagotable, ya que de ello depende cómo los sujetos son percibidos en la sociedad y cómo son capaces de enviar el mensaje de su éxito social. En consecuencia, la imagen idealizada del yo se construye a partir de un consumo compulsivo, de modo que todos aquellos individuos que se encuentren en posición de presionar en sus diferentes actividades para lograr un incremento de su remuneración lo harán, ya que de ello depende la posibilidad de seguir asegurando su autoestima exitosamente.7

Definitivamente, quienes pueden presionar y obtener el resultado que quieren no son todos los grupos, sino, por ejemplo, aquellos que cuentan con talentos especialmente demandados y relativamente escasos. Por su parte, los grupos que no tienen esta posibilidad no podrán presionar de la misma forma y, en consecuencia, a la hora de la remuneración de sus diferentes trabajos, la diferenciación entre estos grupos se irá incrementando sistemáticamente, lo que generará también una creciente desigualdad económica. Una sociedad de consumo igualitario o razonable no tendría estas consecuencias; permitiría la diferenciación social, pero esta no sería extrema, y en especial inhibiría la compulsión del consumo y la presión por incentivos que opera como fuerte dinamizador de la desigualdad económica (cf Cortina 241-248; Honneth 2014 290-295; Schor 89-97). Por lo tanto, una sociedad centrada en el consumo compulsivo no parece ser compatible con la justicia debido a la creciente desigualdad social que genera.

El segundo elemento que permite explicitar la relevancia del consumo para la justicia tiene que ver con la incidencia del consumo compulsivo en la depredación de los recursos naturales. Una sociedad donde la vida está mediada por el consumo compulsivo tendrá una alta incidencia en estos recursos, de modo que reducirá la sostenibilidad de estos a lo largo del tiempo. Los recursos imprescindibles para la reproducción de la vida -como el agua, el suelo, los minerales, los combustibles fósiles o la calidad del aire- son explotados en forma creciente y, así, se perfila en el horizonte cercano la posibilidad de tener que enfrentarnos a su falta. La posible ausencia de estos recursos afecta la viabilidad de las futuras generaciones, lo que hace que nuestra responsabilidad para con estas generaciones sea un problema de justicia. Un consumo responsable, igualitario o razonable tendría como contrapartida la ventaja de reducir este potencial efecto en las generaciones futuras.

Si el consumo posicional y el compulsivo, en cuanto que estilos de vida, son relevantes para la justicia, una posible medida sería el restringirlo, tal como se hace con otros estilos de vida que entran en conflicto con ella. Ante esto debe justificarse tal restricción frente a la hipotética invocación de respeto a ese estilo de vida. Las personas que lo adoptan podrían sostener que en realidad es bastante difícil atribuir al consumo posicional y compulsivo la causa principal de la desigualdad económica, ya que, por ejemplo, la propiedad y el capital tienen una incidencia probablemente más alta, y también existen múltiples circunstancias que inciden en la presión por mayores incentivos o en el impulso por emular a otros. También podría afirmarse que la degradación ambiental y el agotamiento de los recursos naturales, más que a los efectos del consumo compulsivo, se deben principalmente a limitaciones de la tecnología para proveer energía abundante y no contaminante, para recuperar suelos o evitar la contaminación ambiental. Estas razones pueden reducir la fuerza del argumento que atribuye al consumo la degradación ambiental y, en virtud de ello, restringir los estilos de vida que lo promueven en nombre de la justicia, ya que, si bien tales estilos de vida tienen consecuencias sobre la degradación ambiental, lo que queda claro es que no estamos ante casos contundentes. Si hacemos un paralelismo con la violación de derechos u oportunidades mencionada antes como ejemplo paradigmático, vemos una asimetría que permite percibir al caso del consumo compulsivo como más débil.

Sin embargo, estas respuestas pueden ser aceptadas y reconocerse que no hay razones contundentes para restringir los estilos de vida que proponen el consumo posicional y compulsivo, pero aun así hacerlo. La razón para ello es que, si bien no se puede explicar ni la desigualdad económica ni la degradación ambiental solamente por la incidencia de estilos de vida consumistas, es imposible no reconocer el efecto que tienen en la justicia; tal vez, ese efecto no sea tan significativo como en otros casos, pero probablemente sea suficiente para restringirlos. Si esta restricción de los estilos de vida que promueven el consumo posicional y compulsivo calificara como un caso contemplado por la restricción de las ideas del bien por la justicia, entonces el consumo debería, sin lugar a dudas, tener un efecto directo sobre la justicia, porque solamente ello podría justificar la vulneración del respeto que en las sociedades democráticas se le asegura a las distintas ideas del bien. También si fuera así mi argumento sobre el desacople de los estilos de vida de las ideas del bien no sería relevante, ya que se restringiría a los estilos de vida simplemente en nombre de la justicia, como en los casos indicados. Empero, este no es el caso, debido a que no hay certeza de que su efecto sea de tal relevancia que justifique la restricción por parte de la justicia, pero al reconocer su incidencia igualmente podría restringirse ya que como he afirmado en la sección 2, cuando nos referimos a estilos de vida que promueven el consumo compulsivo, no hay una idea del bien que los determine y por lo tanto no hay sustento para exigir que sean respetados. La duda que surge es removida por el desacople de los estilos de vida de las ideas del bien, y por lo tanto la ausencia de bases normativas para exigir su respeto.

El tipo particular de consumo al que me he referido es generado por dinámicas sociales anónimas que provocan el desacoplamiento de los estilos de vida y las ideas del bien, y esta disociación socava las bases normativas a partir de las cuales se justifica la exigencia del respeto de los estilos de vida. Puesto que el consumo compulsivo no remite a valores y creencias constitutivos de una idea del bien, no hay posibilidad de exigir respeto de la misma forma que puede hacerse desde una idea del bien particular. Como ya se ha indicado en la sección 1, en lo referente a su relevancia para la vida de los ciudadanos, no hay simetría posible entre un estilo de vida estructurado en patrones de conducta que simplemente son modelados por la ingeniería del marketing y una idea del bien, constituida por valores y creencias que nos dicen quiénes somos y quiénes queremos ser. Esto, a su vez, se demuestra en las posibles razones que se ofrecerían para justificar uno y otro, como se ha señalado en la sección 3. En el caso de los estilos de vida desacoplados de las ideas del bien, el lenguaje valorativo está ausente y las razones para justificarlos no son capaces de resistir exigencias justificadoras normativas, mientras que, en el caso de los estilos de vida asociados a las ideas del bien, el lenguaje es profundamente valorativo, remite al tipo de persona que queremos ser, y las razones en juego son fuertemente normativas y capaces de resistir el escrutinio justificador. Por todo esto, es posible pensar justificadamente en restringir ciertos estilos de vida por su incidencia en la justicia.

Si bien en este punto se cuenta con una justificación para la restricción de estilos de vida centrados en el consumo, resulta imprescindible como paso siguiente pensar en mecanismos institucionales adecuados para ello, que, a su vez, sean de tal orden que no afecten derechos fundamentales de los agentes. No voy a desarrollar los rasgos que deberían tener este tipo de mecanismos, pero parece bastante obvio que de ninguna manera se puede indicar desde las instituciones un listado de estilos de vida o de conductas que serían catalogables como los mejores para los ciudadanos.

Para cumplir con el objetivo de reducir la incidencia perniciosa de algunos estilos de vida, no es necesario proponer estilos de vida alternativos; esto, además de difícil, es altamente riesgoso, porque el Estado podría pasar a promover una concepción comprehensiva. Sin embargo, es perfectamente posible desestimular comportamientos e incentivar capacidades reflexivas, para ampliar el rango de opciones de los ciudadanos y dotarlos de suficientes insumos para evaluar reflexivamente sus planes vitales y los estilos de vida que acogen. Por ejemplo, se puede pensar en restricciones a la publicidad de productos para cierto tipo de población, en el estímulo a patrones de consumo amigables con el medio ambiente a través de campañas, en políticas educativas, en impuestos al consumo suntuario, etc. El objetivo de estas posibles medidas sería construir un trasfondo de creencias y valores que posibilite y estimule el intercambio reflexivo entre los ciudadanos. Este trasfondo sería una condición de posibilidad para iniciar procesos que permitan evaluar las situaciones sociales por parte de los ciudadanos, e identificar caminos que permitan contrarrestar las dinámicas sociales que promueven estilos de vida desacoplados de las ideas del bien y socavan las capacidades reflexivas de los miembros de la sociedad.

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1 En la discusión de estos conceptos, puede utilizarse indistintamente tanto los términos "doctrinas" como "concepciones" comprehensivas, al igual que "concepciones" del bien o "ideas" del bien. Mi opción simplemente tiene como meta unificar un uso para evitar confusiones terminológicas.

2 Por filosofía social me refiero al estudio y la discusión de los procesos de desarrollo social que pueden ser considerados anómalos, patológicos o distorsionados. Esto supone que la filosofía social coincide parcialmente con el objeto que tiene la filosofía política, pero la excede en alcance y en aproximaciones metodológicas, al incorporar las ciencias sociales como fuente de sus diagnósticos. Los mayores exponentes de esta forma de hacer filosofía son Rousseau, Hegel, Marx, Lukács, Nietzsche y las diferentes generaciones de la teoría crítica, entre muchos otros (cf. Honneth 2009 3-32).

3 Korsgaard presenta una convincente defensa de la normatividad de la razón instrumental (cf. 2008b 55-59).

4 Esto caracteriza tanto al concepto de reificación de Lukács (cf. 101-103), como al de colonización del mundo de la vida de Habermas (cf. 461-464; Jütten 705).

5 La metáfora de profundidad en el uso de la razón ha sido empleada por Taylor, de quien la tomo (cf. 40), aunque mi caracterización se diferencia de su uso.

6 El concepto de fricción normativa sustituye al de fricción moral que he utilizado en otros trabajos (cf. Pereira 2009 63-65). La razón para esto es más que nada terminológica: creo que al referirme a lo normativo es posible remitir a todas las instancias de ejercicio de la razón práctica (ética, moral, política), mientras que el uso del término fricción moral restringe el alcance.

7 Desarrollo con mayor detalle esta incidencia del comportamiento personal en la justicia en mi libro Elements of a Critical Theory of Justice (cf. Pereira 2013 164-172).

Cómo citar este artículo:

MLA: Pereira, G. “Estilos de vida y justicia.” Ideas y Valores 67.167 (2018): 265-287.

APA: Pereira, G. (2018). Estilos de vida y justicia. Ideas y Valores, 67 (167), 265-287.

CHICAGO: Gustavo Pereira. “Estilos de vida y justicia.” Ideas y Valores 67, n.° 167 (2018): 265-287.

Recibido: 14 de Julio de 2015; Aprobado: 04 de Septiembre de 2015

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