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Ideas y Valores

versión impresa ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.67 no.168 Bogotá sep./dic. 2018

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v67n168.74165 

Reseñas

Alegre, Luis. El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política. Madrid: Akal, 2017. 402 pp.

ALBERTO CORONEL* 

* Universidad Complutense de Madrid -Madrid - España. acoronel@ucm.es


El objetivo principal de El lugar de los poetas. Un ensayo sobre estética y política se presenta, en palabras de su autor, como una introducción básica a la cuestión estética, "centrada en la conexión entre las grandes esferas de la verdad, la justicia y la belleza, muy especialmente en lo relativo a la relación entre estética y política" (9). Cristalino en la exposición de los argumentos nucleares, así como abundante en ejemplos que ilustran lo abstracto en lo concreto, Luis Alegre incide en uno de los grandes problemas de la filosofía política contemporánea: el vínculo entre la esfera política y el acto de nombrar. Cocinada al calor de la docencia, esta obra reconoce que está escrita con el fin de que su lectura sea accesible para quienes carecen de formación filosófica previa.

Cabría señalar (como mínimo) tres escalones teóricos sobre los cuales es necesario elevarse para calibrar críticamente la propuesta de la obra de Luis Alegre. Un primer escalón que nos permite identificar qué callejón sin salida es necesario evitar en el debate en torno a la relación entre el nombrar y la emancipación política, un segundo escalón nos remite al marco histórico-filosófico en que dicho debate debe concebirse y un último peldaño señala a una Luna con la que, por decirlo con las palabras de Goethe, es necesario que volvamos a hablar de tú a tú: se trata del deber que tienen los poetas (es decir, quienes ponen las palabras a las cosas) con la justicia ante el tribunal político de la estética; ante qué musas deben comparecer quienes le pongan palabras a la realidad política.

Primer escalón: desde la irrupción en España del partido político Podemos, en cuya gestación y evolución Alegre participó activamente, el lazo que une a la historia y la política, a través de identidades colectivas, significantes y discurso político, se ha convertido en el nudo gordiano del debate político público. Las Crisis -con la C mayúscula que les otorga Varoufakis a aquellas que agotan ciclos-inician procesos de destrucción creativa, capaces de transformar el modo en que los grupos sociales comprenden la sociedad y su posición en ella, o lo que el sociólogo Bruce Ackerman identificaría como "época caliente", y que José Luis Villacañas ha sabido introducir con precisión en su estudio Populismo (cf. 2015). Allí donde acontece la crisis, se fractura el espacio de experiencia y el horizonte de expectativas de unos sujetos que no pueden seguir representándose el mundo social ni su posición en él de la forma como lo hacían. El lugar de los poetas -como instancia en donde se produce la asociación creativa, en cuanto que ámbito donde se originan los enlaces entre las palabras y las cosas- es el lugar que Alegre nos invita a pensar, trasladándonos al mismo tiempo a una instancia de poder político y de responsabilidad social (cf. cap. iv).

El problema consiste en averiguar en qué medida esta recomposición: a) es completamente plástica y manipulable, una vez es observada a través de las categorías adecuadas, libres de delirios deterministas (contingencia radical, en palabras de Ernesto Laclau), o b) está completamente predeterminada por el momento y contexto en que se produce, una vez es reconocida a través de categorías necesarias (necesidad histórica, diamat). El problema está en los grises, pero, para Alegre -y esta, creo, es la mejor manera de introducir la actualidad de su obra-, la cuestión pasa por saber tasar el valor de una dimensión normalmente excluida de estas discusiones: la estética. Es allí donde Alegre ubica el núcleo del principio rector que debe guiar al poeta cuando se aventura a otorgar palabras a realidades huérfanas o esclavas de Gobiernos ilegítimos. En sus palabras:

El problema grave que queremos demostrar en este libro es el siguientes: si se pierde todo resquicio de objetividad en este terreno del arte, la poesía, el juicio, la belleza, ese terreno al que hemos llamado 'el lugar de los poetas' (el lugar donde se ponen nombres a las cosas, se conciben para la materia y se crean reglas para el mundo), lo que menos nos debe preocupar es lo que le pueda ocurrir al arte mismo. (12)

Llegamos así al segundo escalón: ¿por qué nos debe preocupar? Dicho de manera muy simplificada, porque el ser humano está ocupado por facultades interdependientes pero irreconciliables que desempeñan funciones necesarias, pero cuya satisfacción puede llegar a ser contradictoria: los abismos entre la sensibilidad y la razón, entre la intuición y el concepto (en el orden teórico), y entre deseo y ley (de orden práctico), que desembocan en otro más general: la escisión entre la felicidad y la virtud. Alegre asume los tres abismos identificados por Kant y los sitúa, siguiendo a Nietzsche, tras el horizonte histórico de la muerte de Dios. De ahí que la estética adquiera una importancia central como dimensión preñada de un potencial regulativo para la praxis política.

Alegre recorre paso a paso las nociones fundamentales de la crítica del juicio kantiana (cf. 153-172) y toma las Cartas de la educación estética de Schiller como deriva consciente de las consecuencias que se siguen de la tercera crítica en el terreno político. Schiller "[...] considera que no hay modo de pensar y encauzar el verdadero problema político a menos, precisamente, que se asuma la gravedad que introduce la dimensión estética" (173). La tesis es cristalina: a la libertad se llega por la belleza (cf. 172). Solo la objetividad irreductible de lo que place sin concepto puede brindarnos un asidero, una vez la garantía de la adecuación entre la razón y lo real (Dios) no garantiza la verdad de la correspondencia entre las palabras y las cosas (cf. 158). Si la estética es capaz de prestar ese servicio, justamente es porque nos sitúa fuera de la jurisdicción en que la razón puede operar sin incurrir en paralogismos.

Tercer escalón: ¿cómo conjugar el universo trascendental kantiano con el mar nietzscheano de fuerzas y voluntades vivas? ¿Cómo argumentar desde Kant y Nietzsche a la vez? La respuesta que ofrece el autor a estas preguntas las encontramos en "La feliz casualidad" (cf. 296-305). Sus consecuencias en "Poesía: un arma cargada de futuro" (cf. 306-324) y en "El lugar de la política" (cf. 324-333): tres apartados reunidos bajo el de "La fe en el progreso" (cf. 296-334), donde se condensa gran parte de la propuesta del autor. Sin embargo, ninguno de los elementos que componen esta serie de argumentos resulta inteligible sin atender a "La primacía de la metáfora sobre el concepto" (cf 240-296), que opera como una suerte de telón de fondo que soporta la lógica interna del encadenamiento.

¿De qué manera la belleza puede sostener la fe en el progreso? La cadena argumentativa de Alegre puede sintetizarse del modo que sigue: a) Dios ha muerto (Nietzsche) o está desaparecido (Kant): las correspondencias entre las palabras y las cosas han perdido la fuente de la que emanaba su objetividad; b) los enlaces entre las palabras y las cosas no nacen, se hacen (Nietzsche). Luego, la validez universal de los enlaces, categorías y conceptos se debate polémicamente entre la pulsión auto-afirmativa del viviente (Nietzsche) o la asociación que, aunque libre de perseguir su propia satisfacción, lleva implícita la posibilidad de producir (y de conocer que ha producido) aquella asociación, categoría o concepto digno de universalidad. "¿Qué tipo de objetividad hay, si hay alguna, en el lugar de los poetas?, ¿hay principios trascendentales del gusto? Esta es en realidad la única pregunta respecto a la que Nietzsche y Kant no podrían jamás ponerse de acuerdo" (298). Carecemos de reglas últimas para escribir la arquitectura verdadera (cf. 296), pues c) toda clasificación (humana, falible) está abocada a producir cierto grado de violencia y exclusión. La clave está en el concepto de "desinterés" (Kant), y la raíz del problema, en el terreno del juicio:

[U]na de las claves de la Crítica del juicio consiste en descubrir que es como si el mundo pusiera de su parte para dejarse hablar; como si estuviese hecho para ser nombrado; como si pidiese él mismo las palabras e incluso como si prefiriese unas a otras. (301)

Como miembros de un mundo que -aunque plagado de nuestros inventos-no hemos inventado, cuando logramos reconciliar las palabras con las que describimos el mundo con sus movimientos, llega el gozo. Hay ecos chestertonianos en toda la obra: la belleza de la flecha acertando en el blanco, el tren que alcanza la estación que promete. Pero esta voluntad de reconciliación no nos aboca al "simple" reconocimiento de la necesidad: el arte se eleva en su autonomía sobre el principio de realidad y, al hacerlo, arrastra consigo al ser humano. De aquí el peligro, según Alegre, de negar toda objetividad en el orden de la estética: sin un reconocimiento del suelo sobre el que se eleva el arte, el ser humano puede llegar a construir, sin faltar a la racionalidad, los delirios más atroces y destructivos.

Dado que el terror racional es posible, no se le puede arrebatar ese núcleo de objetividad al juicio estético, y es deseable que esa misma objetividad se eleve a ideal regulativo de la praxis política: por ser condición formal o incondicionada por contenidos concretos, es la única instancia imparcial que puede convertirse en criterio público. Tiene sentido aquí parafrasear a Marzoa: hay infinitas formas de leer el Capital, lo que no significa en absoluto que se pueda leer de cualquier manera. Del mismo modo: existen infinitas formas de hacer nombrar la realidad política, pero de ningún modo nos sirve cualquiera. Ese cualquiera opera implícitamente en el pensamiento de Alegre como la posibilidad fáctica de la barbarie. El autor sigue a Kant en este punto: la adecuación (representable no de cualquier manera) entre el logos y el mundo no deja de ser unafeliz casualidad:

El mundo no tendría en absoluto por qué hacernos ese favor y, sin embargo, es un hecho que nos lo hace; el mundo podría ser un continuo indiferenciado, una masa informe en la que cualquier modo de agrupar semejanzas y diferencias fuese igualmente arbitrario y, por lo tanto, igualmente válido. (303)

Desde Kant, la definición misma del concepto de belleza se apoyaba en el tipo de satisfacción que puede producirse sin mediaciones de patrones o modelos preexistentes: lo que place universalmente sin concepto. Al aceptar esta concepción de la belleza, Alegre apuesta por situar en esta universalidad no mediada el criterio de demarcación entre mejores y peores nombramientos, asociaciones o actos poéticos. Para Alegre es innegable que la palabra que reconoce la semejanza entre partes semejantes es más adecuada que aquella que la entierra: podría haberse dado un mundo donde la diferencia sexual fuese la distinción crucial para entender las diferencias cognitivas entre seres humanos, pero no es así; podría haberse dado que el color de la piel fuera determinante para la capacidad de una conducta regida por principios éticos, pero no es así; luego, podría ser justo un sistema judicial que se apoye en la diferencia sexual y racial a la hora de redactar leyes y exigir obligaciones, pero no es así.

Lo bello es aquello que celebramos por ser como es al contemplarlo, y una vez vista la belleza de aquello que no necesita arreglo alguno (para Chesterton, el pelo sin cortar de aquella niña como criterio para demarcar lo que está mal en el mundo), el deseo de celebrar la belleza nos otorga una razón práctica para combatir la injusticia aun cuando esta juegue a nuestro favor. Estrictamente no se trata del lugar de los poetas. La lectura atenta de la obra sugiere que el problema está en la variedad de musas ante las cuales la poesía debe o no rendir la pluma. La belleza -aquella belleza que arraiga en lo antropológico y demarca lo técnicamente posible respecto de lo racionalmente deseable- aparece, así, como el fondo de conmensurabilidad que abre un horizonte de perfectibilidad para el ser humano, así como una orientación consecuencialista (a posteriori del efecto que produce) para su razón práctica. Entonces, la pregunta es: si la belleza de la mejor asociación es la que puede acabar por imponerse como más verdadera (cf 308), ¿qué mediaciones conceptuales pueden orientarnos en una racionalidad práctica dirigida hacia la belleza? Por eso se trata de "fe en el progreso" y no "ciencia del progreso": no hay regla para la creación de palabras buenas, pero tampoco hay posibilidad de negar que una ley que discrimina sin justificación (con base en la etnicidad, el sexo o la condición económica, etc.) es más desagradable que aquella que discrimina y se ejerce por razón de criterios universalizables.

Alegre no esconde los supuestos platónicos de su propuesta. Más bien, El lugar de los poetas es una apuesta encarnizada por revitalizarlos, desde una suerte de platonismo constructivista que afirma que, a falta de armonía prestablecida, el ser humano está estética, política y moralmente sujeto a la necesidad racional de producirla:

[...] cabe decir que tanto el orden de la Justicia como el orden de la Verdad reposan en última instancia sobre la posibilidad de sostener que hay objetividad en el terreno del juicio en el lugar de los poetas, en el sitio en el que, sin modelo, se crean originariamente palabras para nombrar las cosas. (309-310)

No es la ciencia sino la poesía, radicalmente creativa, descubriendo una belleza que es incapaz de negar, una vez ha dado un paso en la dirección correcta; por ello:

Es necesario suponer que la poesía, por decirlo con Gabriel Celaya, es capaz de cazar imágenes primeras y llamar a las cosas por sus nombres no sabidos; es capaz incluso de obligarlas a admitir que ese nombre que usaban no era el suyo (por mucho que traten de esconderse y pasar de incógnito); es capaz de hacer brotar lo real donde había solo un significado y exigir al mundo que confiese sus secretos. (310)

Pero una vez más: no son los nombres de cualquier mundo, sino del mundo que despliega el ser humano al enfrentar lo real. Por ello no se extiende el significado de los deshechos al territorio semántico de la comida en buen estado, ni podemos negar la locura del mercader que elige "putrefactas" para nombrar a sus mejores manzanas. Sobre la base de esta objetividad, concluye Alegre apoyándose en la historia de los derechos de ciudadanía y en la historia ciencia, ciertas modificaciones no se agotan en el cambio: constituyen un progreso inequívoco, al poner nombres cuya adecuación es mejor de manera incontestable bajo el peso de la evidencia que el mundo nos regala.

La convergencia que propone El lugar de los poetas, entre la virtud cívica de colocar las palabras en su sitio y la belleza como descubrimiento de las diferencias en su lugar preciso, nos permite abrir las puertas al enlace entre la vocación científica y la estética, pues no deja de ser muy familiar, para el pensador, el político o el artista, el placer de aventurarse en la in-certidumbre y volver con ese tesoro, cuyo mejor nombre quizá sea el de la certeza, por mucho que, a la vuelta de la travesía, siempre espera una tarea mayor: de raíces platónicas y frutos ilustrados, quien haya contemplado la belleza, que haga el esfuerzo debido para que los demás puedan llegar a (re)conocerla.

Bibliografía

Marzoa, F "La filosofía de «El Capital»." Abada. Madrid, 1983. 9-15 [ Links ]

Villacañas, J.L, Populismo, La Huerta Grande. Madrid, 2015. [ Links ]

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